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101

Plato, De Legibus, lib. IV; Op. tom. VIII, pág. 285, 286, edit. Bipont.

 

102

Athanas., Orat. de Incarnat. Verbi Dei (Patrolog. graec.), tom. XXV, col. 186.

 

103

Vida de Jesús, Introd. pág. 41.

No es preciso para atestiguar la realización de un milagro una academia de físicos o químicos, bastando para ello, por más que lo niegue M. Renan, el buen sentido de un hombre de mundo o de un hombre del pueblo.

Por lo regular, el milagro es un hecho complejo que se compone de tres elementos: dos hechos naturales, palpables y sucesivos, y un lazo misterioso que los une. Por ejemplo, en la curación del ciego de nacimiento de que habla San Lucas en el cap. IX de su Evangelio, constituye el primer hecho la circunstancia de que fuese este hombre ciego de nacimiento; el segundo hecho, la de que principiara a ver repentinamente, cuando antes no veía; y el hecho tercero, la de que sucediera a la ceguera súbitamente la percepción de la luz por medio de la aplicación de una poca saliva a los ojos apagados de este hombre. Pues bien ¿no son acaso el pueblo y las gentes de mundo, competentes para consignar la existencia del primer hecho? ¿Se necesita académico alguno para atestiguar autorizadamente que no tuvo vista un hombre a quien se trató de continuo, pudiendo comprobarse diariamente el estado real de sus ojos y adquirirse mil veces el convencimiento de que estaban vacías sus órbitas o de que rodaban en ella únicamente globos sin transparencia y sin luz? ¿No puede ser sobre este particular un hombre de mundo o un hombre del pueblo y sin letras, testigo digno de fe, con tal que no sea idiota? ¿No se admite en los tribunales diariamente como decisiva su declaración sobre cuestiones más delicadas y de más difícil prueba? De igual manera que son estas personas idóneas para afirmar con inteligencia y peso el primer hecho, pueden atestiguar el segundo con iguales títulos a la confianza. Este hombre era ciego ayer, este hombre ve actualmente: sobre uno y otro hecho pueden merecer ser creídas igualmente, puesto que son de su competencia la existencia y la prueba de estos dos hechos. Así ¿qué es lo que hacen los Fariseos, los que hace diez y nueve siglos fueron como los precursores de M. Renan? Recusan el testimonio del mismo ciego; pero aceptan el de sus padres. Estos eran gente del pueblo, toda vez que su hijo era un mendigo. Pero, no importa: llámanles a consignar los dos hechos que les preocupan y que constituyen el milagro, pues a sus ojos, son una autoridad necesaria al par que suficiente, y si insisten en ello todavía, no es para atacar la certidumbre de su afirmación, no obstante provenir de un origen meramente popular. Así proceden por las reglas del buen sentido, aún estando animados de odio hacia Cristo. Este proceder es una refutación patente de las calumnias de M. Renan contra el buen sentido del pueblo. En cuanto al tercer hecho, es decir, al lazo que une los dos grandes hechos sucesivos que constituyen el milagro, a veces cae parcialmente bajo el testimonio del pueblo. Así, en el prodigio del ciego, se podía ver y declarar perfectamente que Jesús se valió de una poca tierra mezclada con saliva para verificarlo; pudiendo asegurar esto lo mismo un hombre del pueblo que un químico o un físico. Y no es necesario pasar de este límite para que sea cierto el milagro. Cuando los Fariseos en su curiosidad interrogan al ciego indiscretamente, cuando quieren probarle que no podía curarle Jesús, les responde aquel con suma verdad. «Sólo sé bien una cosa, y es, que estaba ciego y que ahora veo.» Lenguaje sumamente exacto. Me preguntáis a mí, hombre del pueblo, cómo se ha verificado el milagro: yo no tengo obligación ni necesidad de decirlo; sino de limitarme a atestiguar dos hechos que se han verificado, y los atestiguo de manera que desafío toda clase de contradicción. Coordinad vosotros como os plazca estos hechos: en cuanto a mí, los sostengo como indudables a pesar de todas vuestras explicaciones, y por lo mismo que los sostengo, os es imposible libraros del milagro. (Véase la primera instrucción pastoral de monseñor Plantier, obispo de Nimes, publicada con motivo de la obra de M. Renan, titulada: Vida de Jesús.)

El ser milagroso un hecho no impide que caiga bajo el dominio de los sentidos como otro cualquiera, dice el R. P. Félix en su conferencia cuarta de las pronunciadas en Nuestra Señora de París en el año 1864. Es posible que este hecho tenga varias fases, pero todas pueden ser vistas y apreciadas sin dificultad por quien tenga ojos y sepa mirar y ver.

Supongamos que acaba de verificarle un milagro, v. gr. la resurrección de un muerto. Supongamos que he conocido a mi amigo en vida; cien mil veces le he visto, le he hablado, le he abrazado; no se me negará la posibilidad de hacer constar este hecho. Pues bien; un día he visto enfermo a este amigo, luego moribundo, después muerto; he asistido a su última hora, he recogido su último suspiro. En vano he querido forjarme la ilusión de que aún no había muerto; en vano le he tenido cerca de mí tres días, cuatro días, esforzándome en persuadirme contra toda evidencia, que quizá no estaba muerto, sino aletargado. Quise hasta prolongar, para consuelo mío, la hospitalidad que yo debía su cadáver; pero me fue imposible, porque, de repente se presentó una descomposición espantosa y horrible, aún para la amistad misma, que huye de su cadáver gritando: ¡Está muerto! ¿Me negaréis acaso la posibilidad de comprobar este hecho a pretexto de que el letargo puede parecerse a la muerte misma? Ante esa podredumbre manifiesta y ante ese cuerpo disuelto, ¿me privaréis de exclamar con una dolorosa certidumbre: sí, es cadáver, nada más que cadáver? Hasta aquí tenemos ya dos hechos, que indudablemente se manifiestan y pueden ser tan comprobados como otra cualquiera. Pues veamos el tercero. En esto viene un hombre; pónese a orar a mi vista, delante de aquel cadáver podrido y disuelto, mira al cielo y dice: «Levántate,» y en el acto mi amigo se levanta efectivamente, lleno de vida, de salud, de fuerza, en la aureola de su resurrección. Es el mismo, no tengo duda, aquella es su cara, aquellas sus facciones, su actitud, su modo de andar; ¿me negaréis la posibilidad de reconocer al que tengo yo tan conocido, y de hablarle y de palparle y de decirle: Eres tú, no hay duda, tú mismo? En estas tres fases del hecho milagroso, ¿qué hay de invisible, qué hay de impalpable ni de problemático? Yo he visto a mi amigo vivo, le he visto luego muerto, y ahora vuelvo a verle bueno, es decir, resucitado. ¿Cuál de estos tres puntos, me diréis que es imposible hacerlo constar, sino es científicamente?

Pero a esto se objeta, que sea lo que se quiera de las pruebas que creo tener de la existencia del hecho milagroso, queda siempre viva a priori contra ese hecho una certidumbre que anula aquellas pruebas, a saber; la certidumbre universal y constante de que el cuerpo humano, cuando ha comenzado a podrirse, ya no resucita, y que todas mis pruebas del hecho de una resurrección nada valen para aniquilar esta certidumbre.

Pero entre las leyes de la naturaleza y entre los hechos de que tenemos certidumbre física, está la de que un organismo destruido por la descomposición no puede restaurarse por sí propio; pero si el Criador quiere hacer una excepción a esta ley del tributo natural que todos pagamos a su sin par soberanía, ¿por qué se tiene la presunción de quitarle la posibilidad de hacer conocer con toda certidumbre esta excepción determinada por su voluntad? Si el legislador humano puede real y positivamente suspender las leyes generales en un caso particular, ¿por qué destituir a Dios hasta del poder de mostrar en un caso determinado su voluntad particular, como tiene él de manifestar siempre su voluntad general?

Los milagros son, en efecto, (dice M. Augusto Nicolás, en su obra sobre la Divinidad de Jesucristo) modificaciones de las leyes de la naturaleza. Para que fuesen imposibles aquellas modificaciones, sería preciso que estas leyes fueran necesarias; es decir, que hallase el entendimiento contradicción en concebir que hubieran podido ser otras que las que son. Ahora bien; las leyes de la naturaleza son constantes, pero no son necesarias. -No implica contradicción que hubieran podido ser diferentes; por ejemplo, que en lugar de ser la vida del hombre de cien años, a lo más, hubiera sido inmortal esta vida, o que después de haber abandonado al cuerpo, volviera naturalmente a él; que la procreación se operase por la mujer sola, que no fueran los cuerpos penetrables o ponderables, etc. Todo esto hubiera podido ser, y en tal caso, si se verificaran accidentalmente las cosas que son en la actualidad, la corta duración de la vida del hombre, la muerte, la generación, la ponderabilidad, la penetrabilidad, etc., se hubieran considerado estos casos como otros tantos milagros. Este mismo estado actual de cosas que llamamos naturaleza, no fue en su origen más que efecto de un milagro, y del mayor de todos los milagros, el de la creación, según nota San Agustín. Su conservación es también un milagro continuo que no tiene otro principio ni otra regla que la sabiduría del Ser Supremo, que sostiene esta grande obra por sobre la nada de donde la sacó. Así, pues, todo el mundo concibe que no siendo lo que llamamos milagro, sino una modificación en la creación, es decir, un milagro menor en este gran milagro, no puede ponerse en duda su posibilidad. Es manifiesto que el mismo poder que ha creado y que crea todos los días, puede también modificar. Si se niega este poder, diré que lo prueban los milagros, y que con esta negación se da la razón misma de los milagros.

Los milagros, en efecto, eran los únicos medios de notificar a los hombres olvidadizos y pervertidos la existencia y la intervención del Criador. En el estado natural de las cosas, no se revela Dios a nosotros por medio de sus obras: su lenguaje es la creación. Era, pues, conforme a este primer estado de cosas, que queriendo revelarse más particularmente a su criatura, obrase más particularmente como Criador, y como fuera de la naturaleza existente no podía verificar actos de Criador sino por medio de actos sobrenaturales, de milagros, estos actos extraordinarios de creación eran los únicos medios de revelación extraordinaria del Criador. No siendo los hechos generales de la creación indignos en verdad de la sabiduría ni de la majestad de Dios, ¿por qué lo habían de ser los hechos particulares? ¿Por qué había de haber menos majestad en decir a un hombre muerto: Sal del sepulcro, que en decir al primer hombre: Crece y multiplícate?

Siendo el movimiento de la naturaleza un milagro continuo (dice San Agustín, In Joann. Tract. XXIV), y despojándole su misma continuidad del carácter de milagro, se reservó Dios el derecho de derogar el curso regular de la naturaleza, a fin de que estos fenómenos, no más grandes, sino más raros o menos frecuentes que las maravillas ordinarias de la creación, hiciesen apreciar aquellas en su verdadero valor.» Así, precisamente lo que distingue el milagro a los ojos del creyente, es el ser insólito, no tanto sobre el poder de Dios, como fuera del orden acostumbrado de la naturaleza.

Pero dicen los incrédulos (continúa el P. Félix), que no cabiendo suponer el hecho milagroso, sino como superior a las leyes de la naturaleza, sería preciso para poder formalmente asegurar la certidumbre del hecho, tener conocimiento perfecto y adecuado de todas las leyes de la naturaleza... Mas juntamente con las leyes de la naturaleza admitís la armonía en la naturaleza; sabéis que la naturaleza, lo propio que Dios, su autor, no se miente jamás a sí misma; estáis seguros de que la naturaleza, que decía ayer si acerca de un punto determinado, no dirá mañana no, y tan científicamente ciertos como estáis de la existencia de una ley de la naturaleza, otro tanto lo estáis de que no será desmentida por otra ley de la naturaleza. Pues bien, esta base que vosotros mismos dais a la ciencia de la naturaleza, nosotros la aceptamos, y aún fundando sobre ella la posibilidad de comprobar el hecho milagroso, decimos con vosotros: Así* como en el mundo matemático no puede haber fórmula verdadera que esté en contradicción con otra fórmula verdadera, así también y del propio modo, en el mundo físico, no puede haber una ley real de la naturaleza, que esté en contradicción flagrante con otra ley real de la naturaleza. Y por eso os pregunto ¿por qué una vez sentado que existe un hecho milagroso, no he de poder yo nunca hacer constar como cierto e incuestionable el hecho milagroso? ¿El que por una parte posea yo un hecho radiante como la luz propia, y por otra parte tenga encerrada en el círculo de una fórmula científica una ley de la naturaleza, una ley sola, la ley misma en cuya virtud se ha realizado ese hecho, impide ser para mí cosa demostrada de antemano, que jamás ninguna otra ley de la naturaleza vendrá a desmentirla? Cualquiera que sea el poder de lo desconocido, sé que no podrá destronar a lo conocido, mientras esté firme sobre la base de su certidumbre y radiante con el fulgor de su propia evidencia. No hay remedio: o admitir que no poseemos ninguna ley cierta en el imperio de la naturaleza o confesar que jamás lo desconocido puede ser testimonio contra la certidumbre de lo conocido.

Esto supuesto, ¿por qué he de estar yo condenado a la impotencia de hacer constar que en un caso dado, ha sido suspendida una ley de la naturaleza, y esto a pretexto de que mi razón no conoce la última profundidad de los misterios del mundo y de que mi vista no alcanza a abrazar la universalidad de las cosas? Es punto demostrado por experiencia universal, que una vez deshecho cualquiera organismo, no puede rehacerse instantáneamente por sí propio, o de otra manera, que una vez muerto el que estaba vivo, no puede en un minuto dejar de ser cadáver putrefacto, para restituirse a su propia vida anterior con la identidad de su forma y de su existencia. Por maravillosas que sean todas las trasformaciones cuyo secreto guarda la naturaleza, y cuyo espectáculo nos está mostrando incesantemente y a despecho del límite donde vuestra ciencia se detenga en el dominio de la vida, estáis completamente seguros de que en ninguna de las profundidades ocultas a vuestra penetración existe ley alguna de la naturaleza, en cuya virtud un cuerpo convertido en cadáver pueda en un minuto volver a salir vivo y radiante del seno de su putrefacción. Si otra cosa fuera, el mundo orgánico no sería más que una fantasmagoría, y la naturaleza más que una sucesión de mentiras y una serie de embaucamientos: no habría ciencia fisiológica, porque no habría ninguna ley cierta en el mundo de los vivos. Por consiguiente, cuando quiera que este fenómeno se realice delante de mí, delante de vosotros, delante de diez mil o de cien mil testigos; cuando quiera que todos hayamos visto con nuestros propios ojos el cadáver, y hayamos palpado su podredumbre, si de repente luego, tras la oración pronunciada por un hombre en frente de aquel cadáver, le vemos convertirse en un cuerpo radiante de fuerza, de juventud, de hermosura, y ponerse de pie frente a frente de nosotros y decirnos: «¡aquí estoy!» ¿nos prohibiréis por autoridad de la crítica declarar que ese fenómeno no se ha realizado en virtud de una fuerza de la materia ni de una ley de la naturaleza? Para darnos científicamente razón de ese fenómeno ¿no tendremos necesariamente que elevarnos más alto que la naturaleza, salirnos del círculo de la materia, y remontarnos hasta Aquel que habiendo creado la materia y la naturaleza, tiene a la una y a la otra bajo su mano como dóciles esclavas de su absoluta autoridad y libertad suprema? ¿Necesitaremos ir buscando uno tras otro a todos los bachilleres y licenciados de ciencias fisiológicas, para tratar de averiguar bien averiguado, el punto sobre si la naturaleza tendrá quizá allá en su profundo seno una fuerza misteriosa, que no ejercite más que en circunstancias muy contadas, para obrar de cuando en cuando resurrecciones instantáneas? No, ciertamente; no os condenaréis a la humillación de ver a la Academia burlarse de vosotros y de oír a todos los maestros de la ciencia responderos con una grave ironía, que la ciencia fisiológica no reconoce resurrección instantánea, y que la naturaleza no es capaz de resucitar los muertos.

Queda pues, sentado, que para afirmar con certidumbre que un hecho se ha producido fuera o sobre las leyes del orden natural, no hay necesidad alguna de conocer perfecta o absolutamente todas las leyes de la naturaleza; porque la naturaleza en el mero hecho de ser una armonía, y además, una armonía que no es libre, no puede tener facultad de desmentirse a sí misma. Finalmente, ¿no hay en este orden de hechos una certidumbre moral que obliga al pueblo, lo mismo que al filósofo y en el que el sentido común hace las veces de ciencia y aún en ocasiones es capaz de emitir un fallo mas imparcial que el de los sabios mismos? -(N. del T.)

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*[«vosotros. Así» corregido de la fe de erratas del original (N. del E.)]

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104

La repetición del hecho milagroso ante una comisión de químicos y físicos, no produciría generalmente la certidumbre. Figurémonos que se constituye una comisión primera y que se verifica ante ella una resurrección: el hecho es sumamente probable, pero le falta un cabello para ser cierto. Organízase otra comisión, y se verifica otro fenómeno milagroso: esta vez llegamos a la certidumbre. ¿Cómo sucede esto? ¿Cómo la segunda comisión llega a la certidumbre cuando la primera, con iguales conocimientos, no ha podido salvar los límites de la probabilidad? ¿Cómo, sobre todo, y por qué inefable comunicación se refleja la certidumbre de la segunda sobre la probabilidad de la primera, para trasfigurarla y permitir a M. Renan, apoyándose en las conclusiones de ambas que no son iguales, proclamar que se verifican hechos sobrenaturales en el mundo?

¿Qué significa también esa fantasía de querer que los taumaturgos se presenten ante comisiones sucesivas y en diferentes anfiteatros y ante cadáveres diversos? ¿Acaso debe tratarse al enviado del Altísimo de igual manera que a un anatómico o a un prestidigitador? ¿Con qué derecho se pide al enviado de Dios que repita un milagro cuantas veces plazca a las comisiones repetir sus experiencias? No hay duda de que, cuando el enviado de Dios obre según la medida del poder que ha recibido, no tiene dificultad en ejercerlo; pero en fin, su poder es simplemente delegado, y puede no hallarse revestido de él sino para cierto fin, en momentos determinados y con ciertas condiciones. Si le ha marcado Dios estos límites, no tiene derecho ni fuerza para traspasarlos, y porque no los traspasa, porque no le compete volver a hacer lo que ya una vez hizo, porque no se presta a satisfacer vuestra curiosidad ni todos vuestros caprichos ¿se ha de seguir de aquí, que no hayan sido sus primeros milagros más que prestigios y que no sea él mismo instrumento de una virtud sobrenatural? Y si en vez de usar de un poder delegado, emana este poder de su propio fondo, se hallará más autorizado aún para rehusaros la reiteración de las experiencias, y deberá rechazar la indiscreción de vuestras preguntas, por respeto a sí mismo. Negad entonces sus milagros, si os place negar la luz del sol: pero los milagros no necesitarán vuestro testimonio, y continuarán ostentándose a la vista de los hombres de buen sentido, aún cuando el taumaturgo haya despreciado vuestro aparato científico para no someterse a nuevas experiencias. (Véase la primera pastoral del obispo de Nimes, M. Plantier.)

Este procedimiento extravagante imaginado por la crítica, dice el reverendo padre Félix, no es sólo un insulto al sentido común de los hombres, sino también a la majestad divina. Por ventura ¿no veis hasta qué punto ultrajan la soberana majestad de Dios tales y tan risibles condiciones, opuestas por ese despotismo científico a las libres manifestaciones del poder de Dios? ¡Cómo! ¿tú crítico antojadizo, tú mandas que el taumaturgo, es decir, Dios mismo, que obra por medio del taumaturgo, venga a pedirte licencia para verificar un milagro, cuando cabalmente Dios no obra el milagro, sino con el fin de imponerte preceptos y para significarte con esa manifestación de su poder su voluntad suprema?

Se concibe bien que cuando el inventor de una máquina aspira al honor de un privilegio, proponga hacer experiencias para justificar el mérito que atribuye a su obra, y que se constituya un jurado para apreciar el instrumento y sus operaciones. Pero un taumaturgo no es el inventor de un aparato de física; es el hombre de Dios; depositario de cierta parte del poder de Aquel que le envía, no hace uso de él para que le juzgue un areópago de escépticos, ni para distraer el tedio de los sabios desocupados, sino que se sirve de él en beneficio de una alma que le pide una gracia, o para la conversión de un pueblo, al cual se dirige. Si entonces se halla rodeado de gente de ciencia, no la teme, así como no temió Moisés a los adivinos egipcios, ni Jesucristo el espíritu irónico de los Fariseos, y obra sus prodigios sin vacilar a su presencia, aunque se burlen de ellos y los contradigan; pero jamás rebaja el poder que ejerce hasta hacer milagros con el único objeto de obtener su aprobación o de satisfacer su curiosidad. (M. Plantier, obispo de Nimes, pastoral primera.)

Por lo demás, el mismo Evangelio nos presenta milagros que se han repetido varias veces a vista de un público poco dispuesto a creer en ellos, y aún hostil a Jesucristo, y también milagros que pudieron comprobarse en la época en que se obraron y en todos los siglos posteriores, y aún en el día, por todos los sabios del mundo.

En efecto, el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces en el desierto se repitió dos veces, ante distinto público y en diverso lugar, habiendo dado la experiencia en ambas un resultado indudablemente prodigioso. (V. San Math. XIV, 11; San Marc., VI, 32; San Luc., IX, 10; y San Juan, VI, 14 y 15; San Math., XIV-29-39; San Marc., VIII, 1-9).

Puede también citarse como ejemplo de milagros repetidos, verificados ante distinto público, diverso lugar y diferentes circunstancias, las resurrecciones del hijo de la viuda de Naim, de la hija del jefe de la Sinagoga y de Lázaro. La primera se verificó en un cadáver muerto, pero no sepultado; la segunda en un cadáver depositado en el féretro y sacado fuera de la ciudad; y la tercera, en un cadáver encerrado ya en el sepulcro.

La primera se realizó en una casa invadida ya por toda clase de personas; la segunda a la puerta de la ciudad, ante un gentío en que había muchas personas indiferentes a Jesucristo, y sobre todo, más enemigos que amigos suyos; la tercera ante el mismo sepulcro y delante de una muchedumbre compuesta en su mayor parte de Escribas, Herodianos, Doctores, Sacerdotes y Fariseos, todos los cuales eran enemigos de Jesús y estaban dispuestos a negar todo cuanto les fuera posible; puesto que como dice M. Renan, hasta aquella época había hecho Jesús muy pocos discípulos. Y sin embargo, todos tienen la misma convicción sobre que se ha verificado una resurrección, sin abrigar la menor duda, sin decir una sola palabra sobre que aquello fuera una ilusión o un engaño.

Como ejemplo de milagros que han podido y pueden comprobarse por siglos y generaciones enteras, pasadas, presentes y futuras, y que se prestan del modo mas completo y absoluto al examen sobre si concurrieron en ellos todas las circunstancias y condiciones que M. Renan considera necesarias para que pueda calificarse el hecho sobre que versan de milagroso, puede citarse el del eclipse de sol que se verificó, según el Evangelio, a la muerte de Jesús, cubriéndose toda la tierra de tinieblas desde la hora de sexta a la de nona (Luc., XXIII, 44-45; Math., XXVI, 45; Marc., XV, 23). Al testimonio de los escritores sagrados viene a agregarse el de los paganos mismos. Thales y Castor, aseguran que en el año 18 de Tiberio, se cubrió la tierra de una oscuridad repentina, a la hora de medio día. Philon, Plinio el Antiguo, Tácito, Suetonio, y Apolophanes, consignan también este hecho (V. el cap. XI, p. 25 de esta obra). Y la prueba oficial del mismo existía por lo menos cuatro siglos después en los archivos del imperio romano, según lo atestiguan Tertuliano y San Luciano, y hasta se halla atestiguado este hecho en los Anales de la China, según expondremos en el cap. XI citado.

He aquí, pues, un hecho que tiene todas las garantías históricas apetecibles y que se apoya en declaraciones conformes de testigos idóneos. Se creerían nuestros críticos con derecho a rechazar este acontecimiento a pretexto de no haberse invitado a una comisión nombrada por la Academia de ciencias para regular sus condiciones? Pero además de que pudieron observarlo los astrónomos de aquel tiempo, lo mismo que los demás mortales, y que hubieran debido reclamar contra el relato de los historiadores, si lo hubiesen juzgado falso ¿hay necesidad de ellos para saber que el mundo no se halla sumergido súbitamente en tinieblas a la hora de medio día? ¿Es esto tan difícil de probar? Lo que deberá averiguarse por los astrónomos, no es pues el hecho, el cual es incontestable, sea el que quiera su testimonio, sino únicamente la cualidad del hecho, ¿Provenían estas tinieblas de las leyes de la naturaleza o de la intervención de una causa superior? En otros términos ¿debemos ver en ellas un eclipse ordinario, o un milagro? Esto es lo que pueden decir en el día, lo mismo que en el que aparecieron. Si de sus cálculos astronómicos resulta que en el día de la muerte de Jesucristo, es decir, en la Pascua de los Judíos, y por consiguiente, en la época de plenilunio, debió verificarse en toda la tierra un eclipse de tres horas, convendremos en que esto fue sólo un hecho natural, sin relación alguna con lo que ocurría en el Calvario; mas si por la inversa, resulta de aquellos mismos cálculos, que este eclipse era imposible según las leyes naturales (y sabido es que no puede verificarse un eclipse de sol sino el día de conjunción de la luna nueva, y que el eclipse total más prolongado sólo dura cinco minutos), deduciremos sin temor la consecuencia, de que estas tinieblas fueron un acontecimiento milagroso, y un testimonio patente de la inocencia y de la divinidad del que expiró como rey de los Judíos en un infame madero y entre dos ladrones. (V. el folleto del abate Crellier, titulado: M. Renan batallando contra lo sobrenatural y el milagro. Véase también las preciosas observaciones que hace M. Darras al exponer cada uno de los hechos milagrosos de Jesucristo en su lugar correspondiente).(N. del T.)

 

105

Da mihi hanc aquam, ut non sitiam, neque veniam huc haurire (Joan. cap. IV, 15).

 

106

Nombre que se da en inglés a los magnetizadores que pretenden comunicar con los espíritus de los muertos.-(N. del T.)

 

107

Aunque el autor trata de la institución de la Eucaristía en el s. IV, del cap. X de esta obra, como allí no se hace cargo de las palabras de M. Renan, que se insertan en este párrafo, hemos creído conveniente insertar, por vía de nota, la magnífica refutación que de ellas hace el sabio obispo de Nimes, M. Plantier, en su segunda instrucción pastoral publicada con motivo de la obra de M. Renan, s. XVI. Como esta es la institución más augusta de Jesucristo, según la doctrina de la Iglesia, dice M. Plantier, como al tocar a ella, M. Renan toca al misterio más consolador para los cristianos, parece que para explicarlo, debía recurrir a interpretaciones más formales que nunca, a fin de que no pareciese que añadía a lo indigno de la blasfemia, una ligereza indecorosa. Pero no; tampoco ha conseguido ser ingenioso. Expongamos ante todo el capítulo sexto de San Juan, que puede llamarse con suma exactitud el capítulo de la promesa. Jesús prepara manifiestamente por medio del discurso que trae allí el Evangelista, la grande institución que debe realizar más adelante. Anuncia en términos expresos, que dará su carne en alimento y su sangre en bebida, que unidas una y otra, formarán un pan bajado del cielo, y que este pan será ÉL mismo; que este pan, superior al maná, comunicará a los que lo coman un principio de resurrección y de inmortalidad, mientras que el maná no impidió que murieran en el desierto los que comieron de él; que finalmente, los que coman su carne y beban su sangre permanecerán en ÉL, y que ÉL permanecerá en ellos (San Juan, VI, 31-60). Los judíos se escandalizan de este lenguaje. Los mismos discípulos de Jesús quedan, al oír esto, tan espantados, que algunos dejan de seguirle desde aquel instante. Pero cuanto mayor es la admiración y el abandono, más insiste Jesús en el sentido y en la afirmación contra que se revelan, para que se entienda bien que deben tomarse sus palabras en todo el rigor de la letra. Sin embargo, M. Renan juzga este modo de explicarse extraño. Divino era la calificación que debía haber empleado, porque sólo un Dios podía permitirse esta admirable audacia. Pero aun siendo extraño, puesto que lo quiere vuestra impiedad, prueba con su extrañeza misma, que hablaba Jesús naturalmente y sin metáfora, y que llegaría un día en que, por una institución milagrosa, daría verdaderamente su carne y su sangre en alimento a sus Apóstoles, y por medio de ellos, a los cristianos de todos los siglos.

El compromiso está contraído. ¿Cómo va a salir de él Jesús? ¡Escúchese a M. Renan! «Las comidas eran en aquella asociación naciente, uno de los momentos más agradables. Todos se hallaban juntos en estos instantes; el Maestro hablaba a cada cual, y mantenía una conversación llena de regocijo y de encanto (Vida de Jesús, pág 303).» ¿En qué historia habéis adquirido estos pormenores? ¿Y cómo puede estar en esto conforme M. Renan con M. Havet, que pretende, que no tenemos sobre la vida de Jesús ninguna de esas breves escenas de interioridad? Pregúntase asimismo ¿cómo puede conciliarse esta gracia tisada por Jesús, aún al fin de su vida, en los banquetes fraternales, con ese carácter sombrío, exaltado, revolucionario que supone M. Renan haber dominado entonces, por no decir desfigurado al Cristo? ¡Pero basta de preguntas!- Jesús gustaba de estos instantes y se complacía en ver a su familia espiritual agrupada de esta suerte en torno suyo (Ib ibid.)» M. Renan desnaturaliza el pensamiento y la narración de San Lucas, a quien alude. En vez de hablar San Lucas en general, se ocupa de un banquete particular; festín en que hacía largo tiempo pensaba Jesús, y que deseaba con un ardor especial; festín en el que, según el modo solemne con que le hace preparar el Maestro, y con que cuenta sus preludios el mismo Evangelista, demuestra que va a pasar alguna cosa extraordinaria. «Ardientemente he deseado comer con vosotros esta Pascua antes de mi Pasión; porque os aseguro que ya no la comeré más con vosotros hasta que se cumpla en el reino de Dios (Luc. XXII, 15-16).» He aquí con qué majestuosas palabras abre Jesús la conversación en estas agapas supremas. Jamás tomó las cosas de tan alto ni con un tono más augusto; y M. Renan trata de engañarnos o se engaña cuando sostiene que Jesús no hace aquí más que seguir el curso de sus anteriores hábitos.

«La participación del mismo pan se consideraba como una especie de comunión, de lazo recíproco. El Maestro se valía, sobre este punto, de términos enérgicos, hasta la extrañeza, los cuales se tomaron más adelante desenfrenadamente al pie de la letra. (Vida de Jesús, pág. 303).» Lo esencial es saber si quiso el Maestro que se tomaran estos términos a la letra. Por nuestra parte creemos que sí. ¿Cómo probáis por la vuestra que no? Ni siquiera intentáis hacerlo. -Jesús es a la vez muy idealista en las concepciones y muy materialista en la expresión (Id. pág. 303-304).» Ni uno ni otro: estos dos términos son tan falsos como inconvenientes. Pero tomándolos por lo que valen, debe decirse que a veces quiere Jesús que no se entienda su lenguaje a la letra. En multitud de ocasiones se sirve de imágenes y parábolas; y en estas circunstancias tiene tal intención de que no se interprete lo que dice en un sentido material, que él mismo separa la doctrina espiritual oculta bajo el velo de la alegoría. Pero otras veces, por el contrario, deja a las palabras que emplea su significado natural, y por decirlo así, etimológico. Para apreciar bien su pensamiento, hay que traducir con todo el rigor gramatical el texto que lo expresa, y en este último caso se halla precisamente el texto sobre la Eucaristía.

«Queriendo manifestar el pensamiento de que el creyente sólo vive de él, que él era todo entero (cuerpo, sangre y alma) la vida del verdadero fiel, decía a sus discípulos: «Yo soy vuestro alimento; frase que, traducida en sentido figurado, se convertía en: Mi carne es vuestro pan, mi sangre es vuestra bebida (Vida de Jesús, pág. 304).» Aquí hay tres errores: M. Renan hace de estas grandes fórmulas eucarísticas locuciones indiferentes que tuviera a cada paso Jesús en los labios, y que no hubieran tenido en la última cena un significado más profundo que en las demás circunstancias de su vida. Nada es más falso. Estas augustas palabras fueron reservadas para dos ocasiones solemnes entre todas las demás; la de la promesa, que sublevó en Cafarnaum, y la de la institución de la Eucaristía, que consoló a los Apóstoles.

Otro error. Jesús, según M. Renan, sólo se preocupó de un pensamiento, el de presentarse como siendo en todo su ser la vida del verdadero fiel. La intención de Jesús tenía más trascendencia; pues dio claramente a entender, que quería establecer un medio extraordinario, un instrumento particularmente eficaz para desarrollar en sus discípulos el germen de la vida, cuya plenitud y fuente llevaba en sí mismo. «En verdad, os digo, sino coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis la vida en vosotros.- El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna; y yo le resucitaré en el último día (San Juan, VI, 54-55).» No era posible expresarse con claridad más decisiva; vese mil veces aquí, que el objeto de Jesús era crear un pan nuevo, un pan celestial, cuya sustancia pudiera dar la vida a los que se alimentaban con él, y que este pan sería la reunión en un mismo alimento de su propia carne y de su propia sangre.

Último error. Por un pérfido paréntesis, trata de insinuar M. Renan, que al presentarse Jesús como la vida del verdadero fiel, no ve y no supone en su ser más que cuerpo, sangre y alma. Más Jesús coloca en sí otra cosa, y es su divinidad. Sí, su divinidad, cuando dice repetidas veces, que será el pan bajado del cielo. Sí, su divinidad, cuando afirma que es el principio necesario de la vida, y que quien no coma su carne y no beba su sangre, no tendrá la vida en sí. Su divinidad, cuando asegura que pueden dar y darán su cuerpo y su sangre la vida eterna; esta es una prerrogativa que evidentemente no puede pertenecer más que a un Dios. Sí, su divinidad, porque predice que resucitará él mismo en el último día a todos los que se hayan alimentado con su carne y con su sangre. Sólo un Dios puede hacer salir al hombre de la nada; sólo un Dios puede hacerle renacer de la muerte y de la tumba.

«Además, los hábitos de lenguaje de Jesús, siempre sumamente sustanciales, le hacían ir mas lejos aún. Así, en la mesa, mostrando el alimento, decía: «Heme aquí;» y tomando el pan en la mano: «Este es mi cuerpo;» y tomando el vino: «Esta es mi sangre;» modos todos de hablar que eran el equivalente de: «Yo soy vuestro alimento (Vida de Jesús, pág. 304).»- No hay duda que esto equivale a decir: «Yo soy vuestro alimento.» Pero cuando mostrando el pan Jesús en la última cena, dijo: «Esto es mi cuerpo;» cuando teniendo el cáliz y el vino, añadió: «Esto es mi sangre, ¿hablaba en sentido natural o en sentido figurado? Esta es la verdadera cuestión; y por nuestra parte, decimos con los Evangelistas y los diez y ocho siglos cristianos, que se expresó Jesús sin metáfora, y que deben tomarse al pie de la letra sus adorables palabras. Para convencernos de que no se trata de eludir el texto, forma Jesús estudio en cierto modo en encerrarnos en el sentido literal. Cuando después de haber bendecido y roto el pan lo presenta a los suyos, diciendo: «Esto es mi cuerpo, que va a ser entregado por vosotros (San Lucas, XXII, l9)», el cuerpo que ofrece bajo las apariencias de pan, es el mismo que debe ser entregado por la salvación del mundo, y según la expresión recordada por San Pablo, que debe ser dividido (I Cor. XI, 24): Hoc est corpus meum quod pro vobis datur. Hay identidad, no en lo exterior, sino en la sustancia ¡Pues bien! el cuerpo que debió ser entregado y dividido, era verdaderamente un cuerpo real y efectivo; era el verdadero cuerpo de Jesús; aquel con que afectaba los ojos de los Apóstoles en el momento mismo en que les hablaba en el banquete pascual. Y puesto que este cuerpo, cuya vista les contempla y cuya voz les habla, no forma más que uno solo con el que dice contenerse en las especies de pan que les ofrece y con que les invita a alimentarse, es manifiesto que aquí significa exactamente su lenguaje lo que expresa. Lo mismo es respecto del vino que se contiene en el cáliz (San Lucas, XXII, 20). Esto es mi cuerpo, dice Bossuet, esto es, pues, su cuerpo. Esto es mi sangre; esto es, pues, su sangre (Bossuet; Meditaciones sobre el Evangelio XXIII, día, hacia el fin). ¿Por qué no interpretar con sencillez lo que es tan sencillo? ¿Por qué oponer tantas miserables sutilezas a palabras cuyo significado natural se presenta con tan victoriosa fuerza? «Si hubiera querido dar con esto sólo un signo, una mera semejanza, hubiera sabido decirlo... Cuando propone símiles, sabe girar su lenguaje de modo que se comprenda así; de suerte que nadie tiene nunca la menor duda sobre ello. Yo soy la puerta; si alguno entrare por mí, se salvará (San Juan, X, 9). Yo soy la vid y vosotros los sarmientos, y así como el sarmiento no puede de suyo dar fruto si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí (Id. XV, 4). Cuando hace comparaciones, saben decir los Evangelistas: Jesús dijo esta parábola: hizo esta comparación. Más aquí, sin preparar nada, sin templar nada, sin explicar nada, ni antes ni después, nos dice rotundamente: Jesús dijo: Esto es mi cuerpo: Esto es mi sangre; mi cuerpo entregado; mi sangre derramada (Bossuet ut supra)». Así habla también Bossuet con su buen sentido supremo, y la consecuencia es, que en lugar de lanzarnos, para determinar el verdadero significado de las palabras eucarísticas, en caminos tortuosos o extraviados, debemos marchar sin ceremonia por el camino real del sentido natural y literal.

Esto es lo que hace San Pablo en su primera epístola a los Corintios. Después de haber referido las palabras de la Institución, añade comentarios y consejos en que brilla en caracteres de fuego la doctrina de la presencia real (I Cor. XI, 23-28). Y nótese que si se expresa así, es después de haber declarado que sabe por el Señor mismo todo cuanto va a decir del cuerpo y de la sangre de Jesucristo. Desde el principio han tenido la misma fe los discípulos que habían contemplado más cerca que San Pablo el grande hecho de la última cena y de la inauguración de la Eucaristía. Aun sin pertenecer al colegio de los doce, creían en la realidad del pan milagroso, y cuando después de la resurrección del Salvador, le encuentran y conversan con él, sin reconocerle en un principio, basta que bendiga el pan delante de ellos, que lo rompa y se lo presente, para que se abran sus ojos y vuelvan a encontrar al instante mismo en él al Maestro, que la muerte les había arrancado por un momento. Este es para ellos el signo de los signos, el prodigio de los prodigios, según se ve con una evidencia decisiva en la conmovedora escena de los discípulos de Emaus (San Lucas, XXIV, 30-31).

He aquí la historia verdadera de la Eucaristía por parte de Jesucristo. En cuanto a los Apóstoles, que fueron llamados a perpetuar sus beneficios en el mundo, no se atribuyeron arbitrariamente ni esta misión ni este honor. Después de haber consagrado Jesús el primero el pan en la última cena, dijo a los que le rodeaban: «Haced esto en memoria mía» Esto es lo que nos atestigua San Lucas (Id. XXIII, 19). San Pablo repite y garantiza con relación al cuerpo del Salvador, las mismas palabras (I Corintios XI, 24). Pasando después a la consagración del vino, cita el Apóstol la gran fórmula, por la cual la verificó Jesús, y después, pone estas palabras en los labios del Salvador: «Haced esto en memoria mía, cuantas veces bebáis de este cáliz (lb. ibid. 25).» Y también: «Cuantas veces comiereis de este pan y bebiereis de este cáliz, anunciareis la muerte del Señor (Ib. ibid, 26).» Haced esto; es decir, del pan mi cuerpo.- Haced esto; es decir, del vino mi sangre. No se puede contestar con palabras más sencillas. Aquí evidentemente, se comunica una potestad y se da una misión: la potestad y la misión de continuar el prodigio de la Eucaristía: Haced, he aquí la orden, he aquí la misión.- Haced, pero ¿cómo hacer, si no se puede? Para ser razonable, ¿y cuándo no lo es un Dios? es preciso que esta palabra Haced, imponga el mando. Es una de esas palabras creadoras que pronunció Jesús con tanta frecuencia. Tal es el verdadero origen del poder de consagración y de sacrificio que se atribuye el sacerdocio católico. M. Renan se aventura a explicarlo de otro modo. Según él, los Apóstoles habrían comenzado por apropiarse en sentido figurado el lenguaje de Jesús; después, auxiliándoles la imaginación, a fuerza de representarse a Jesús teniendo alternativamente el pan y el cáliz, habrían concluido por persuadirse que comían y bebían a él mismo en el altar.» A él fue a quien se comió y se bebió, y llegó a ser la verdadera Pascua, habiéndose abrogado la antigua por su sangre (Vida de Jesús, pág. 305).» Pero no se discuten semejantes locuras. Los Apóstoles no han merecido que se les preste el honor de alucinaciones, que ruborizaría atribuir siquiera a niños. Así como tomaron a la letra las palabras eucarísticas pronunciadas por Jesús, tomaron también literalmente las que les investían con el privilegio de continuar, al través de las edades, el milagro y el sacrificio de la última cena. Ellos recibieron el poder de consagrar lo mismo que el poder de absolver, habiendo pretendido tenerlo de Jesús desde un principio; pues en efecto, lo recibieron de él, como todas las prerrogativas, sin que fueran inducidos a hacerse ilusiones sobre este punto, ni por engañosas metamóforas, ni por un sueño de su imaginación exaltada. Jesús les habló sin emplear figuras, y ellos le oyeron sin preocupación ninguna, siendo sobre este hecho, como sobre todos los del Evangelio, su testimonio, no solamente el de la sinceridad, sino el de la verdad misma.

Y que no diga M. Renan: «Juan, tan preocupado de las ideas eucarísticas, que relata la última cena con tanta proligidad, que refiere a ella tantas circunstancias y discursos; Juan, que es el único que tiene el valor de un testigo ocular entre los narradores evangélicos, no conoce esta narración. Esto prueba que no miraba la institución de la Eucaristía como una particularidad de la cena.» (Vida de Jesús, pág. 305).

Es falso que Juan sea el único que tenga aquí el valor de un testigo ocular, pues este valor lo tiene asimismo San Mateo, que se hallaba presente en la última cena; y que por otra parte figura entre los narradores Evangélicos. ¿Para qué, pues, hacer observar que el silencio de Juan, aunque fuese absoluto, no probaría nada contra los relatos positivos de los Evangelistas, llamados sinópticos por M. Renan?- Finalmente, ¿cómo no recordar que es en San Juan donde se halla el gran discurso de la promesa, y que en ninguna parte se ha expuesto la doctrina de la Eucaristía tan categóricamente como en esta página memorable?

Así, la Eucaristía, esta otra encarnación, esta imagen siempre palpitante del Calvario, este maná de los débiles así como de los fuertes, este árbol de vida plantado en el jardín de la Iglesia, al lado del árbol de muerte, este gran escudo de las almas, esta arca sagrada que es el honor y el poder de los campos de Israel, esta gloria del sacerdote, este consuelo del fiel, este banquete de familia para todos, la Eucaristía, nuestro tesoro, nuestro encanto, nuestra esperanza, la Eucaristía permanece en pie, no obstante los golpes con que la ataca M. Renan con mano parricida. Ni el tabernáculo se ha visto arrebatar su huésped sagrado, ni el altar ha perdido su gran Víctima, ni el mundo culpable queda sin expiación. ¡Oh Jesús! ¡Jesús! El sofisma ha querido arrancaros a vuestros templos como a nuestros ósculos. Pero la historia y nuestro amor os retendrán en ellos eternamente vivo y cautivo para gozo de los que os aman, y tal vez también para la conversión de aquellos mismos que blasfeman hoy de Vos, después de haber conocido en otro tiempo las dulzuras de vuestra sagrada mesa. A estas sabias reflexiones del obispo de Nimes, creemos deber añadir lo que dice el sabio Riggenbach en su lección 18 sobre la Historia de Nuestro Señor Jesucristo, acerca del discurso de San Juan en el cap. VI de su Evangelio. San Juan habla admirablemente de la Comunión con Cristo, en este discurso que resplandece como un joyel incomparable y que termina con una oración en la que ha reconocido la Iglesia en todo tiempo a su soberano sacrificador. «Véase también los párrafos XII y XIII del cap. VII de esta obra.»

Los Apóstoles no podían equivocarse sobre el significado verdadero de las palabras con que instituyó Nuestro Señor la Santa Eucaristía, dándoles a comer su cuerpo y a beber su sangre, dice el doctor Sepp, en la Vida de Nuestro Señor Jesucristo; sec. VI, cap. XXX; porque era creencia común entre los Israelitas, que cuando viniera el Mesías, cesarían toda clase de sacrificios; pero que el sacrificio de pan y vino, según el orden de Melquisedech, duraría eternamente, como puede verso en el libro de los Rabinos (Bammidbar rabba, in numeros, cap. XXVIII). Todas las interpretaciones con que han intentado los herejes alterar el verdadero sentido de las palabras del Salvador, y de probar que debían entenderse en sentido figurado, caen ante la sencilla consideración, de que aquella noche no habló a sus discípulos en imágenes ni en figuras, sino, como lo notan los mismos discípulos en San Juan, XVI, 29, claramente y sin velos. Además, les promete entrar en ellos y establecer en ellos su morada (San Juan, XIV, 23).

»Dios había ofrecido con el maná a los israelitas una figura bien significativa del alimento maravilloso que debía dar al género humano en los días del Mesías. Por esto se lee en el tratado intitulado Midrach Coheleth, fól. 90, 21; «Así como el primer libertador trajo el maná del cielo, según estas palabras: He aquí que hago llover el pan del cielo; así el último libertador traerá el maná; porque está escrito: Habrá en la tierra un puñado de trigo.» Leemos también en el tratado titulado Schemoth rabba (sec. 50, fól. 142). «En tiempo del Mesías, preparará Dios a los Israelitas una mesa y un manjar tal, que quien cuma de él, no necesitará ya ni mesa ni otro mejor alimento.» Los rabinos se extienden largamente en describir este pan cambiado. Se habla de esta trasformación, no sólo en el Schemoth rabba (sec. 25) y en el Talmud Toma (cap. VIII, fól. 75), sino también en el comentario más antiguo titulado: Pesiktá. El rabino Kimehi, interpretando al profeta Oseas, XIV, 8, se eleva hasta la interpretación cristiana, cuando dice: Algunos entienden por estas palabras: Vivirá de trigo, que en lo futuro cuando venga el Salvador, habrá un cambio, una transustanciación en la naturaleza del trigo. Finalmente, el R. Mosee, hijo de Nachman, escribe estas palabras: «El maná es engendrado de la luz divina que ha tomado un cuerpo según la voluntad de su Criador.» No nos admiremos, pues, de las palabras de Hillel que trae el Talmud: «El Mesías no vendrá ya a los Israelitas, porque lo han recibido como alimento en los días de Ezequías.»

(N. del T.)

 

108

Vida de Jesús. Este análisis es la reproducción textual de toda la trama que presenta este autor como la historia verdadera de Nuestro Señor Jesucristo.

 

109

Vida de Jesús, pág. 426.

 

110

¿Cuándo, cómo, dónde, por quién, ha sido creada esa misteriosa leyenda que se ha convertido nada menos que en el centro de la historia? ¿Quién fue el primero que dijo: Cristo es Dios? ¿quién se lo ha hecho creer a todo el mundo, cuando nadie todavía lo creía? Ciertamente no han sido ni San Agustín, ni San Gerónimo, ni San Ambrosio, ni San Gregorio, ni San Juan Crisóstomo; y San Atanasio principalmente en su primera conferencia con Arrio, rechaza de sí con bastante energía la gloria de semejante invención; ¿quién, pues, fue el primero que bordó en el tejido de la historia esa sublime leyenda? ¿San Hilario? ¿San Cipriano? ¿San Justino? ¿San Clemente de Alejandría? ¿Tertuliano? ¿Arnovio? ¿Atenágoras? ¿quién fue, en fin? ¿San Bernabé por ventura? ¿San Pedro? ¿San Pablo? ¿San Juan? ¡ah! ¿San Juan? ¿habrá sido éste, quizá, el que ha tenido tan peregrina idea? La crítica, por lo visto, lo sospecha gravemente, fundada sin duda en que San Juan en su Evangelio afirma con gran insistencia y solemnidad el dogma soberano; pero no puede ser más liviano este fundamento. El hecho es cierto; pero ¿cuál fue la causa? Pues fue que cuando San Juan escribió su Evangelio, ya la negación se ostentaba contra la afirmación, ya se había mostrado aquella negación gnóstica, de la cual al cabo de diez y ocho siglos estamos viendo remedos tan desdichados. Lo propio sucede siempre en la gran lucha de lo verdadero contra lo falso; siempre en estos períodos se afirma con tanto más brío, cuanto que es forzoso para responder a la negación contraria: lo mismo que nosotros estamos haciendo ante la gnosis del tiempo presente, eso mismo hacía San Juan a su manera ante la crítica de aquellos tiempos. Pero es el caso que San Juan hablaba entonces como todo el mundo, y que todo el mundo hablaba como San Juan; todos afirmaban el mismo dogma y profesaban la misma fe; todos proclamaban al Cristo Salvador, al Cristo Redentor, al Cristo Señor, al Cristo Rey, al Cristo Dios.

Dos cosas predominaban espléndidamente en aquella época que de tan cerca toca al origen del Cristianismo y donde brilla con tan plena luz su cuna, a saber: en los corazones, el amor de Jesucristo; en las inteligencias, la fe en su divinidad; entonces, como la voz verídica y el eco sincero de toda alma cristiana, resuenan en todas partes las dos palabras: «Yo amo a Jesucristo, yo adoro a Jesucristo» y es preciso padecer una ceguera muy voluntaria para no ver que, entonces más que nunca, abundó y sobreabundó en todas partes la fe firme, absoluta y ardiente en la divinidad de Jesucristo.

¿En dónde, pues, ¡oh críticos flamantes! en dónde, sino en vuestra imaginación, en vuestros sueños y en vuestras utopías, podréis hallar aquí hueco para vuestra leyenda? Aquí no hay más sino el hecho radiante de la fe de todos los cristianos en la divinidad de Cristo; aquí no hay leyenda, sino verdadera historia, que comienza, continúa y se espacia en el esplendor de su propia publicidad; la historia que, conforme van ocurriendo los hechos que la constituyen, se afirma y se escribe por sí misma en monumentos que subsisten y en obras que no han perecido; historia que desde cerca de dos mil años ha, desde su principio hasta nosotros, dice y repite siempre una misma cosa, la fe de los cristianos en la divinidad de Jesucristo; historia que ha grabado en libros, en edificios y en instituciones, y que proclama sin interrupción alguna por medio de voces que mutuamente se responden, el hecho dominante de los siglos cristianos, la posesión universal y secular del Cristo Dios, su imperio aclamado por todos los siglos, como lo está por todos los pueblos, junto con todos esos siglos y todos esos pueblos que van repitiendo con una sola voz aquella palabra escrita en el sitio más ilustre del mundo: Christus vincit; Christus regnat, Christus imperat. (V. la conferencia segunda del año 1864 del padre Félix).

Además, no ha habido materialmente tiempo bastante para que pudiera crearse la leyenda entre la muerte de Cristo y la obra de los cuatro evangelistas, los cuales por otra parte, es de advertir, que escribieron el mismo ideal (no obstante hacerlo separadamente y en lugares diversos), pues la redacción de los Evangelios siguió de muy cerca a la resurrección del Señor. De ello existen mil pruebas en las obras de los Padres de la Iglesia, discípulos inmediatos de los apóstoles, según vamos a ver. A los ocho años de la muerte de Jesucristo, se publicó el Evangelio de San Mateo; cuatro años después de este, se publicó el Evangelio de San Marcos (según la crónica de Éfeso), y la epístola primera de San Pedro; seis años después se celebró el concilio de Jerusalén, al que asistieron San Pedro, Santiago, San Juan, San Pablo y otros muchos; un año después, se escribió la primer carta de San Pablo a los Tesalonicenses; al año siguiente, la segunda epístola de San Pablo a los mismos y el Evangelio de San Lucas; a los dos años, la epístola de San Pablo a los Galatas: un año después, la primera epístola de San Pablo a los Corintios; al año siguiente, la segunda de San Pablo a los mismos; pasado otro año, la de San Pablo a los Romanos; un año después, la del mismo a los Efesios; al año siguiente, la epístola de Santiago; pasado otro año, la de San Pablo Philemon; un año después, la de San Pablo a los Philipenses y a los Colosenses; al siguiente año, la de San Pablo a los Hebreos; al otro año, la de San Pablo a Tito y la primera a Timoteo; un año después, la segunda de San Pedro; a los dos o tres años, la epístola de San Judas, y al año siguiente, la primera, segunda y tercera epístolas de San Juan; su Apocalipsis, su Evangelio, etc., etc.

(N. del T)