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Por mucho que nos remontemos a la antigüedad, están unánimes los autores sobre la autenticidad y el origen apostólico de nuestros Evangelios. Hállanse éstos citados por San Ireneo y por Clemente de Alejandría (a fines del siglo segundo); se nombran también en varios pasajes de las obras de San Justino mártir (hacia el año 150); alúdese a ellos en las epístolas de San Ignacio, de San Policarpo, de San Clemente de Roma; en el Pastor de Hermas; en la epístola de Barnabas (a fines del primer siglo). Y sus alusiones deben referirse a los libros citados por San Ireneo y por Clemente de Alejandría, porque estos dos Padres los dan como siendo recibidos de todos, y calificados por la veneración de los fieles en igual clase que la ley y los Profetas. Libros tan universalmente recibidos entonces, no pueden haberse formado por decirlo así, en la víspera, y además, los que los refieren a los Apóstoles o a los discípulos de los Apóstoles conocieron a estos discípulos. San Ireneo había oído a San Policarpo, discípulo de San Juan. ¿Cómo había de atribuir, pues, a San Juan un evangelio que hubiese ignorado San Policarpo? y respecto de los otros tres, ¿cómo se había de haber hecho admitir a los discípulos de San Juan, evangelios dados como anteriores a su maestro y que San Juan no hubiera reconocido?

Pero no es solamente la Iglesia la que testifica sobre la autenticidad de los Evangelios; también tienen testigos a su favor fuera de ella. Nombremos, entre los principales, a Cerinto (a fines del siglo primero) que, negando la inspiración de San Pablo, aprobaba, al menos en parte, el Evangelio de San Mateo; a los Nazarenos y los Ebionitas, que se servían del Evangelio según los Hebreos, derivado de San Mateo, como se puede ver aún; a Basílides, que buscaba un fundamento a su sistema en el Evangelio de San Juan; a Marción que había imitado para apropiárselo, el Evangelio de San Lucas; finalmente a Taciano, que reunió en uno solo los cuatro Evangelios con el título de Diatessaron (Evangelio según los cuatro). Y los mismos paganos dieron testimonio a favor de nuestros textos sagrados. Celso (a mediados del siglo segundo) compuso un libro que tituló Discurso verdadero, donde presentaba a un judío disputando contra Jesús, y ¿en dónde toma el fondo de sus objeciones? En las mismas palabras de nuestros evangelios. «De tal suerte, decía con el placer de quien cree triunfar, que vosotros os degolláis con vuestras propias manos (Origen. C. Cels., II, 74).» Para que pudiera hablar así, con tal seguridad; para que pudiese lisonjearse de abrumar a los cristianos con los mismos libros de los discípulos de Jesucristo, era pues preciso, no solamente que creyese en el origen de estos libros, sino que fuese este origen entonces indudable y que no se tuviera el recurso de declinar sus objeciones, rechazando aquel origen. Nótese, pues bien, que las cosas que ataca son precisamente aquellas en que se halla lo maravilloso íntimamente ligado a los hechos; aquellas en que habría más necesidad de recurrir al mito para librarse del milagro; la Encarnación, la venida de los Magos, la huida a Egipto, el bautismo, la curación de los enfermos, la resurrección. Todas estas cosas se hallaban consignadas por escrito, tales como las leemos en tiempo de Celso, es decir, a mediados del siglo segundo, y contenidas en libros que él mismo refería a los discípulos de Jesús, y cuya novedad nadie tenía los medios ni la idea de señalar. Esto es bastante para que en razón de este solo argumento, haya derecho para consignar, que no han podido ser supuestos los Evangelios, no ya solamente a fines, sino ni aun a principios del segundo siglo; y así, el testimonio de los paganos viene a sancionar los testimonios tomados de los herejes así como los de los primeros Padres.

Pero el examen de los libros mismos viene en apoyo de estas inducciones, y en la relativo al tiempo las hace verdaderamente superfluas. El lenguaje, el estilo, todo el conjunto de la composición prueban que nuestros libros son del primer siglo, y que los tres primeros fueron muy anteriores al cuarto. ¿Dónde encontrar en el segundo siglo, en la literatura sagrada nada que se les parezca? La evidencia es tal, que la escuela de Tubinga, que por razones de sistema, quiso hacer retroceder por lo menos hasta mediados del siglo segundo, el Evangelio de San Juan, ha sido puesta en el banquillo de la crítica, y Strauss que había fundado en esta fecha todo su sistema, ha recibido últimamente el golpe de gracia.

Según, pues, las opiniones más recientes, así como la tradición, los Evangelios son de los tiempos apostólicos. ¿Son también de los autores a quienes se han atribuido constantemente? Nuestros críticos no niegan casi ya el fondo de la tradición. M. Reville demuestra cuán natural es que entre todos los Apóstoles, San Mateo, publicano, y por este título algo entendido en letras, pensara en escribir la Buena Nueva (Estud. crític. sobre San Mateo, p. 109). M. Renan reconoce entre los documentos originarios de la vida de Nuestro Señor, «los discursos de Jesús, recogidos por el Apóstol Mateo (Vida de Jesús, pág. XXI).» El mismo M. Reville consigna y aprueba lo que refiere Papías conforme al sacerdote Juan, discípulo del Señor, de que Marcos intérprete de Pedro, escribió exactamente, pero no en su orden, todo lo que refería Pedro de las cosas que dijo o hizo Jesucristo (op. cit., pág. 148); y M. Renan acepta el texto de Papías con las consecuencias de M. Reville. «Los pormenores materiales, dice, tienen en Marcos una claridad que en vano se buscaría en los demás evangelistas. Está lleno de observaciones minuciosas que provienen sin duda ninguna de un testigo ocular. Nada se opone a que este testigo evidentemente ocular, que había seguido a Jesús, que le había hablado y contemplado de muy cerca, que había conservado una viva imagen suya, sea el mismo Apóstol Pedro, como quiere Papías (op. cit., pag. 38).» Respecto de San Lucas, tenemos su propio testimonio que ha sido recibido por todo el mundo. «En cuanto a San Lucas, dice M. Renan, no es casi posible la duda. El Evangelio de Lucas es una composición ordenada, fundada en documentos anteriores. Es la obra de un hombre que escoge, compendia y combina. El autor de este evangelio es ciertamente el mismo que el de los Actos de los Apóstoles; y el autor de los Actos es un compañero de San Pablo, título que conviene perfectamente a Lucas (op. cit., pág. 17).»

Respecto del Evangelio de San Juan, ha sido reconocido como auténtico, en el mismo lugar donde vivió y murió su autor, no solo por sus contemporáneos y por sus compañeros, como lo indican las alusiones que hacen a él San Pedro (II, Petr., I, 14 coll., loah., XXI, 18-19, S. Ignacio, ef. ad Eph.V, cum Ioh., XVII. 21), etc., sino por los extraños aun adversarios suyos, como los herejes judaizantes y los Marcionitas, Gnósticos, Basilidianos, Valentinianos y Montanistas (Cf. Schwegler, Montanismus § 146; Origen. De principiis, lib. II, c. IV, núm. 3; Zeller, Theolog. Jahrbb, XIII, 634; Tertull., De carne Christi; c. II, adv Marción, IV, 4; Valentín., Philosophumena VII, 22; cum Ioh., I, 9; San Iren., adv haer. III, XII, 7), y aun por los mismos que dudaban de otros escritos de dicho autor; prueba evidente de que este evangelio no puede ser obra de ninguna opinión, escuela o secta particular, y que nadie lo hubiera aceptado, no ya siendo supuesto, sino aun cuando sólo hubiera sido dudosa su autenticidad.

Si hay entre los cuatro Evangelios canónicos alguno que hubiera debido al parecer disipar toda sospecha de falsificación o de impostura, dice el abate Freppel, en su Examen de la Vida de Jesús por Renan, es el de San Juan, porque, o no se revela en ninguna parte el Salvador del mundo, o se halla en esas páginas que retratan su fisonomía con un acento de verdad inimitable. Así es que, desde la oscura secta de los Alogos hasta la pretendida reforma, nadie se había atrevido a emitir una duda sobre la autenticidad de esta obra. Cuando en 1820 las Probabilia de Bretsneider vinieron a poner en cuestión lo que consideraban la fe y la ciencia como punto incontestable, se levantó un grito de reprobación contra el escritor de Gotha. El mismo autor de este escándalo reconoció que había avanzado a la ligera. No hubo nadie, hasta el doctor Wete, tan temerario en materia de crítica, que no se creyese obligado a protestar contra una tesis insostenible. Es verdad que Strauss, y después de él la escuela racionalista de Tubinga, y a su cabeza Baur y Selweigler reprodujeron por su cuenta las proposiciones de Bretsneider; pero Strauss daba tan poco valor a estas futilidades, que se servía de ellas o las sacrificaba una a una, según convenía a su objeto. En resumen, si el ataque del racionalismo alemán contra nuestros libros sagrados ha tenido un resultado sólido, claro y generalmente reconocido, es el de haber puesto al Evangelio de San Juan, para lo sucesivo, fuera de todo ataque.

En efecto, el mismo Bretsneider al ver lo mal parado que había quedado en sus dudas, expuestas en su Probabilia de Evangelii et Epistolarum Joannis Apostoli indole et origine, publicada en Lipsia en 1822, declaró en el prefacio de la 2.ª edición de su Dommatica, y en otras partes que habían sido fingidas y simuladas sus dudas reducidas a meras preguntas que publicó con la intención de procurar una demostración más sólida y profunda de la autenticidad del Evangelio de San Juan, y haber quedado satisfecho realizando su pensamiento. Strauss confesó que había dudado de sus propias dudas, en su prólogo a la tercera edición de la Vida de Jesús (Leben Jesu 1838). Credner, Schlesermacher y Lucke, en su Commentar ub das Evang. des Ioh., segunda edición, Bonn, 1840, 1843, y Wette en su 5.ª edición de su Einleitung in das N. T. se separaron poco a poco de su opinión contra la autenticidad de dicho Evangelio, y Reuss, Die Geschichte der heilig Schriften N. T., reconoció que si no era demostrable esta autenticidad rigurosamente, podía admitirse por el crítico más severo como muy posible, cuyas confesiones y vacilaciones, supuesta la subsistencia de las hipótesis contrarias, vienen a ser una patente demostración de aquella autenticidad. Finalmente, el mismo M. Renan, el émulo de los Socinianos, a pesar de exhalar su mal humor contra este admirable Evangelio, que según se complacía en decir el sabio Herder, fue escrito por mano de un ángel, fundando sus dudas sobre su autenticidad en algunas omisiones y diferencias en el tono y estilo de algunos pasajes que advierte en él, respecto de los otros tres Evangelios, de lo que más adelante nos haremos cargo, se halla tan convencido de que es de San Juan este Evangelio, que encuentra pruebas de ello, aun en el carácter del mismo, en los pequeños pormenores que da el Evangelista, y aún encuentra pruebas donde nadie había imaginado buscarlas, en las particularidades o ideas especiales que revelan la personalidad del hombre; en sus celos, que supone M. Renan, respecto de San Pedro; en su continua atención en recordar que es el último que sobrevive de los testigos oculares, y en el placer que tiene en referir circunstancias que él solo podía saber (Vida de Jesús, pág. 28).

Por último, dice respecto de los cuatro Evangelios M. Renan. «En suma, admito como auténticos los cuatro Evangelios canónicos. Todos, a mi juicio, se remontan al primer siglo y son aproximadamente o casi de los autores a quienes se atribuyen (op. cit., pág. 28).» «Este casi o aproximadamente es original en verdad. Un hijo es de un padre o no lo es. «Como si pudiera haber en este punto aproximadamente» dice M. Havet murmurando (Jesús en la historia, pág. 47).

Este aproximadamente se refiere a las refundiciones que suponen los nuevos incrédulos haberse hecho de los Evangelios y sobre lo que ya hemos expuesto lo conveniente.

Y en efecto, los cuatro Evangelios canónicos, tales como los conocemos en el día, son de los Evangelistas San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan.

San Mateo, según el testimonio de Eusebio (H. E. III, 24), estando para partir de Palestina a predicar el Evangelio en otras regiones, dejó escrito en su patrio dialecto su Evangelio a los Hebreos, para que supliera la falta de su presencia. Así San Juan Crisóstomo dice haberlo verificado a instancia de los Hebreos convertidos, los cuales deseaban que dejase por escrito cuanto había predicado de viva voz.

Igualmente, no sólo está unánime la tradición en reconocer en el Evangelio de San Marcos la predicación oral de Pedro (Euseb., Hist. Eccl., v. 8; VI, 25; Iren. ad Haer., III, 1, 1; Tertul., Cont. Marc., IV, 2, 5), sino que atribuye su origen y ocasión a las muchas instancias que hacían los Romanos a Marcos, deseosos de tener por escrito un recuerdo de la enseñanza verbal de Pedro. Así lo dice San Clemente de Alejandría según Eusebio (Hist. Eccl., II, 15; coll. VI, 14), y lo confirma San Gerónimo (Ad Hedib., 25), asegurando el mismo San Marcos no haber tenido al escribirlo otra norma que la tradición de aquellos que siendo testigos de vista en un principio, llegaron a ser después ministros de la palabra, esto es, de la predicación evangélica.

Respecto del Evangelio de San Lucas, según San Ireneo, el gran testigo de los primeros días, «Lucas, el auxiliar o compañero de San Pablo, trasmitió por escrito el evangelio que predicó su maestro.» Así nos lo asegura Eusebio en su Historia, garantizando su exactitud, el cual dice también en su obra contra los herejes, que en vez de retener San Lucas en un celoso silencio lo que había aprendido de los Apóstoles, lo trasmitió a los fieles (Euseb., Hist. Eccl., lib. V, cap. 8; Iren., Adv. Haeres, lib. III, cap. 14). San Gerónimo en su libro sobre los hombres ilustres, anuncia vigorosamente el mismo hecho. El mismo San Pablo, en su carta a Pilemón, llama a San Lucas su auxiliar y compañero (Phil., 24); y cuando escribe de Roma a Timoteo, dice: «Lucas está solo conmigo (Tim., IV, 11), y lo recomienda a los Corintios (VIII, 18) como un hombre que se ha hecho célebre por el Evangelio en todas las Iglesias.

Respecto de San Juan, fue rogado también, no sólo por sus familiares y discípulos, sino por casi todo el episcopado del Asia Menor, para que, a ejemplo de los demás, dejase a su memoria su predicación oral; sabiendo bien ellos cuán a propósito sería, no sólo para confirmar, aclarar y completar la exposición evangélica de los sinópticos, sino todavía más oportuno para precaver a los fieles contra los errores que se iban ya insinuando relativamente a la divina persona del Verbo y a la realidad de sus dos naturalezas, a la necesidad y a la eficacia de la Redención y a las condiciones requeridas para merecerla y entrar a participar del reino de Dios: por lo cual él de buen grado, no sin haber invocado antes la luz divina, accedió a sus solícitas instancias.

Además, y en general con solo leer los evangelios se advierte, que sus autores exponen con toda seguridad lo que vieron, lo que oyeron, y lo que tocaron sus manos (San Juan, I, 1); apelan sobre ello al testimonio de sus contemporáneos (Act., II, 22; X, 37, 38); refieren los acontecimientos más maravillosos con una sencillez y naturalidad que convence, y no disimulan ni aún sus propias faltas. Así mismo, lo que predican, lo sostienen ante los magistrados, en las cárceles, encadenados, en medio de los más crueles tormentos, y lo sellan con su sangre. Distantes unos de otros, dispersos en las diversas partes del mundo, emplean siempre un mismo lenguaje, sin desconcertarse sin desmentirse. Escribiendo en diversas épocas y en distintos lugares, se hallan acordes sobre los mismos hechos, y su diferente modo de escribir, así como sus variantes, bien lejos de debilitar su testimonio, por el contrario, lo confirman, como dice San Crisóstomo (In Matth., proem., t. VII, p, 6), disipando hasta la menor sospecha de un plan concertado.

Y en efecto, no hay duda que todos los Evangelistas convienen en un mismo pensamiento de hacer un resumen histórico didáctico del ministerio público de Cristo y que ninguno subordinó el concepto común, a un fin peculiar dogmático y polémico. Pero no obstante, cada cual dio a su exposición o relato una dirección especial apropiada a la idea u objeto particular que se propuso hacer resaltar en su Evangelio con arreglo a las necesidades de la época y a la condición de los lectores a que iba próximamente dirigido; lo cual se revela en algunos toques más marcados, así como en el tono general de la exposición, según vamos a exponer.

Cada uno de los cuatro Evangelistas ha tenido un pensamiento fundamental al considerar la persona y la obra del Salvador, y se ha colocado en un punto de vista para contar su historia, dice el sabio Riggembach en su Historia de Jesucristo, lección 111.

Así, el intento o idea especial de San Mateo, es mostrar ante todo a los israelitas la venida del Mesías prometido; ostentar en el retrato de Jesús los rasgos del Mesías. San Marcos nos muestra al Hijo de Dios poderoso en obras. San Lucas, en su cualidad de historiador, asciende a las fuentes, busca sobre todo las huellas que manifiestan desde un principio cómo el Salvador de Israel pertenece también al mundo entero, cómo trae la salvación a todos los pecadores, y de qué modo esta salvación, en el hecho de rechazarla los Judíos, se difunde sobre los gentiles. San Juan se fijó especialmente en la parte sacramental y dogmática de la revelación de Cristo según hemos dicho y se elevó hasta los cielos para escribirnos el origen del Verbo divino.

Este objeto o idea especial de San Mateo, aparece en los frecuentes cotejos que hace de la profecía con los acontecimientos respectivos; y mas cuando algunos de ellos eran o podían ser mal interpretados (Cf. Matt, J, 22 y siguientes; II, 5, 6, 15, 18, 23; III, 1-3; IV, 14-16; XI, 5-10; XII, 18; XIII, 34-35; XXI, 4-5, 16, 42; XXII, 43-44; XXVI, 31-56; XXVII, 9-10, 35, 40-43, 46-49). Lo que caracteriza, pues, el Evangelio de Mateo, y cuadra mucho mejor a su propósito, mal se avendría con el Evangelio de Marcos y de Lucas, y cuando era muy diverso su auditorio, Romano o Asiático, Judío, Helenístico o gentil, del de Palestina, por lo que los rasgos prominentes del primero deben señalarse menos en los segundos, apareciendo otros diferentes, con lo que resulta cierta novedad de colorido, propia del objeto especial de cada uno. Así ésta se nota menos en Marcos, atendida su franca y pura brevilocuencia, y aparece más en Lucas por dar éste mayor realce a la vocación de los gentiles, a la catolicidad del cristianismo (Cf. Luc., III, 34; Matth., I, 1; Luc., II, 31-32, IV, 25-27), a la eficacia de la fe, del amor, del arrepentimiento para obtener el perdón (Cf. Luc., VII, 36-50; XV, 11-30; XVII, 11-19; XIX, 1-10), que no al carácter mesiánico de Jesús y a la observancia ritual de la ley. Manifiéstase sin embargo, la identidad de la doctrina, a pesar de la diversa manera de exponerla, respecto de San Lucas comparativamente con San Mateo, en las alusiones que hace el primero (Cf. Luc., I, 6, 32-33, 54-55, 59, 62, 68, 79; II, 21, 24, 34, 41-42; X, 26-28; XVI, 17, 29, 31; XVIII, 19, 20; XII, 30) con el modo de que se vale el segundo en muchos pasajes sobre la vocación de los gentiles, el repudio, la cesación y abrogación de los ritos figurativos (Cf. Matth., II, 1-2; VIII, 11-12; IX, 16-17; XXI, 33-44; XXII, 1-14; XXIV, 14 y siguientes; XXVIII, 19). San Juan nos expone claramente su principal objeto con estas palabras que se hallan al fin de su libro: «Jesús hizo también en presencia de los discípulos otros muchos milagros que no se han escrito en este libro. Pero estas cosas han sido escritas a fin de que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y que creyéndolo así, recibáis la vida en su nombre (XX, 30-31). De esta declaración se deduce también según hacen San Ireneo, San Clemente de Alejandría, Eusebio, San Gerónimo, y San Epifanio, y modernamente Ritschs, que San Juan se propuso completar las narraciones de los demás Evangelistas, reproduciendo toda una serie de acciones y de discursos del Señor que estos habían omitido, y omitiendo mencionar la mayor parte de los hechos y de los discursos referidos ya por San Mateo, San Marcos y San Lucas. Reconócese todavía mejor que este fue su objeto, comparando su Evangelio con los demás, considerado en su pensamiento fundamental y en su conjunto. San Mateo había probado por medio de las profecías que Jesús era el Mesías prometido a Israel. San Juan quiere ir más al fondo y elevar más alto las miradas de los creyentes. Quiere convencerles de que Jesús es el Mesías porque es el Hijo eterno del Dios eterno. Y esto es lo que prueba no solo con la palabra profética realizada y consumada en Jesucristo, sino más aún con el testimonio que se rinde Jesús a sí mismo. No hay duda que según ya hemos dicho, tienen presente esta verdad los otros tres Evangelistas, pero ninguno de ellos manifiesta como San Juan la eterna gloria del Hijo de Dios y la vida que de él emana y se difunde sobre todos los creyentes. Pintarnos de esta suerte la persona del Salvador, quitar el velo del santuario interior, mostrándonos al lado de las obras de Jesús la esencia de la persona que las operó, es en verdad completar los tres primeros Evangelios por medio del cuarto que es particularmente el Evangelio espiritual.

Así, pues, los Evangelistas nos anuncian al Señor cada cual a su manera, pues no era posible que bastara uno solo para manifestar la plenitud divina de la vida del Salvador; mas a pesar de esto, todos están concordes en los hechos y en la doctrina.

La gloria del Hijo de Dios había sido anunciada del modo más sencillo por San Marcos, refiriendo sus obras, pues de esta suerte era como debía procederse para causar una impresión profunda en los que oían estas cosas por primera vez. San Mateo había probado al pueblo de Israel que Jesús era el Cristo anunciado hacía tiempo por los profetas; San Lucas le había mostrado como el Salvador del mundo entero; San Juan quitó el velo del santuario, escribiendo, no para los principiantes o novicios, respecto de los cuales era preciso que sirvieran de primer fundamento los otros Evangelios, sino para la Iglesia ya formada, para fortificar su fe y completar su enseñanza y conocimiento. A los que habían llegado a la fe, hizo conocer como fondo de la verdad, que este Hijo de Dios, este Mesías prometido, este Salvador del mundo, vino del seno del Padre a traer la vida al mundo entero y regenerarlo con su luz.

He aquí los cuatro Evangelios, cuatro radios que emanan de un mismo foco de luz; cuatro espejos que reflejan la misma vida; cuatro dones del mismo Espíritu; cuatro querubines que ostentan la gloria del Señor (V. la Vida de Nuestro Señor Jesucristo de M. Wallon, introd.; la Vida de Jesús, de G. Ghiringhello, pág. 180-208; la Historia de Nuestro Señor Jesucristo, de Riggenbach, lección III; el Examen de la Vida de Jesús, de M. Renan, del abate Freppel, y la Historia de Nuestro Señor Jesucristo y su siglo, del conde de Stolberg, introd.)

(N. del T.)

 

122

Martirol. rom. XXII, Februar. Cf. Irenaei, Adversus haereses, lib. V, cap. XXXIII.

 

123

Photii, Myriobiblon, Cod. CCXXXII; Patrol. graec. tom. CIII, col. 1104.

 

124

En un artículo titulado: Vidas de los Santos (Diario de los Debates, 8 de setiembre de 1854), se expresaba así el crítico que acababa de leer los Bollandistas: «En los momentos de tedio y abatimiento, cuando el alma lastimada por la vulgaridad del mundo moderno, busca en lo pasado la nobleza que no encuentra en lo presente, nada iguala a la Vida de los Santos.» (Cf. L. Veuillot, Misceláneas religiosas, etc., 2.ª serie. tomo II, página 232, 247).

 

125

Bolland. Februar., tom. III, pág. 287.

 

126

Bolland. loc. citat.

 

127

La importancia del libro titulado: Vida de Jesús, dice M. Ewald, es tan limitada, que no encuentro interés en señalar sus errores particulares. El autor ignora la historia verdadera del pueblo de Israel, durante los dos mil años que precedieron a la venida Jesucristo; y aunque ha tenido los medios más expeditos de apreciar esta historia en todas sus partes, no se ha tomado la pena de adquirir un conocimiento suficiente de ella, parcial o total. No obstante, es imposible tener una idea exacta de Jesucristo, sin el estudio previo del Antiguo Testamento, puesto que es el Mesías ta flor, mas aún, el fruto por excelencia de la vegetación histórica que le precedió. (Artículo de M. Ewald, sobre la Vida de Jesús, publicado en el Cottinsgische gelehrte Anzeigen; 31 Stuck. (Véase la Vida de Jesús y la Crítica alemana, por M. Meignan, Vic. gen. de París.

 

128

Rom. cap. III, 2.

 

129

Irenaei., Advers. haeres. Procemium, Proaemium, Patrol graec. tomo VII, col 437.

 

130

Clemen. Alexandrin. Cohortatio ad Gentes, Patrol. graec. (tom. VIII, col. 224.).