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281

Actos de los Apóstoles; I, 29-32.

 

282

Rom, I, 3.

 

283

Vida de Jesús, pág. 237-238.

 

284

En Galantino cap. IV, lib. IV, pág. 196. A. B. C.

 

285

Joan. Evang. XIX, 15. 19, 21, 22.

 

286

Véase en el capítulo intitulado, Infancia de Jesús, n. 20.

 

287

Mármol de Aneyra, citado más arriba.

 

288

Vell. Cap. II, 15; cf. Cicer. Verr. act. I, 18; Liv. cap. XLII, 10; Zell., Delect. Inscription, Rom. Pág. 275, Heidelberg, 1850.

 

289

La constitución social hebraica, fundada en la distinción y concierto de las varias tribus, significando la estabilidad de los bienes, la consanguinidad de que se derivaban los varios derechos y deberes, era la norma a que se ajustaba toda razón de catastro o registro (V. Núm. I, 2 y siguientes; XXVI, 1 y siguientes. Ios., VII, 16-18; Reg. X, 19-21). De aquí que fuese el lugar que daba origen a una familia el del patrimonio particular, catastro o archivo correlativo, y si algunas veces por efecto de los acontecimientos o casos de fortuna, se extinguía alguna rama, no por eso dejaba de quedar sano el tronco, debiendo buscarse el árbol genealógico donde había echado las primeras raíces. Esta constitución, aunque era judaica, no era muy diferente de la romana, en la cual, desde los tiempos de Servio Tulio, cuando se hizo el primer censo, hasta los de Cicerón y de Apuleyo, se inscribían no sólo el nombre, prenombre y cognombre, el patrimonio, la edad y la condición, sino también la familia y las demás particularidades. (Véase Dionis. Halic. Antig. Rom. IV, 15, edit. Reiske, pág. 676, Aneo Floro; Epit. rev. rom. VI; Cicerón; De leg lib. III, c. III, Apul. Apol., c. I. Lex Julia municipalis; Zell. Delect. inscript. rom. P. 275. Liv. III, c. III; lib. LIX, LIII). Y esta reseña o descripción debía hacerse en el lugar de origen o de la ciudadanía adquirida por nacimiento, adopción o manumisión. (Dig. Lib. I, tit. I ad Municip. 1), y no, atendiendo a la residencia o al lugar donde se tenían las propiedades. Así, pues, los ciudadanos romanos que se hallaban en las provincias debían acudir a Italia para dar su nombre (Veleyo Paterculo, Hist. rom. n. 15; Cic. ad Altic. I, 18; Liv. XXIX, 37) a no que se les dispensase de ello expresamente, lo que consideraba P. Scipión como un abuso. (Aul. Gel. Nolt. Alt. V, 16), y era hasta cierto punto una excepción que confirmaba la regla; y por el contrario, los Latinos que residían en Roma, debían acudir cada uno a su propia ciudad (Id. XLII, 10). Y si bien respecto de los ciudadanos romanos, bastaba que el padre o el marido declarase el nombre de la mujer y de los hijos, puesto que para ellos el censo tenía una exacta correlación con sus derechos personales de ciudadanía, no era así respecto de los súbditos extranjeros (peregrini), para los cuales el censo era un gravamen, de que no estaban exentos ni las mujeres ni los hijos durante cierta edad. (Digest. lib. L, tit. De Censibus, III, según el cual, estaban obligados a empadronarse en Siria desde los catorce años los varones y desde doce las hembras, hasta los 65, In Syriis a quatuordecim annis masculí, a XII foeminae usque ad sexagesimum quintum annum tributo capilis obligantur. V. Ci. in Verr. act II, lib. II, LIV); por lo que el acudir María a Belén era conforme el uso romano en las provincias sujetas, pues según dice Lactancio, se exigía en las provincias la presencia de las mujeres, de los hijos y de las hijas, De mortibus persecutorum, cap. XXIII y las notas de Cuperi.

Sin embargo, objétase respecto al empadronamiento de María, que podría decirse que no la implica el texto de San Lucas necesariamente; porque según se traduzca: «Josef fue a empadronarse con María» o «Josef fue con María a empadronarse» figurará María en los registros públicos en su nombre, o no será más que una compañera de viaje, según lo fue aún en circunstancias en que no exigía la ley su presencia; por ejemplo, en el viaje a Jerusalén, con ocasión de la Pascua (Luc. II, 41). Pero se puede entender el empadronamiento de María, lo mismo que el de Josef según hemos dicho ya; y este empadronamiento que no lo reclamaba la costumbre de los judíos, a menos que la mujer fuese heredera, figurando a falta de varones para representar la casa, es una señal más de que se verificaba este empadronamiento por el estilo de un empadronamiento romano. No que el texto de Dionisio de Halicarnaso sobre el empadronamiento de Servio Tulio, alegado a este propósito, sea decisivo, como se ha creído con frecuencia en esta cuestión, y según el cual se exigía que se inscribiera la mujer, más no que se inscribiera personalmente ella misma, debiendo presentarse el marido y hacer la declaración de su mujer y sus hijos; pero si esto era así respecto de los ciudadanos, no lo era relativamente a los súbditos del Imperio, según ya hemos dicho; pues en cuanto a ellos, el empadronamiento atendía al impuesto personal; y la mujer estaba sujeta a él en su propio nombre lo mismo que el varón, sin que hubiera ninguna tutela legal que la dispensara de comparecer por sí misma, por este título ante el censor.

Así, pues, San Lucas nos muestra a Josef acudiendo a empadronarse a Belén con María, conforme a las prescripciones del derecho Romano y a la costumbre de los judíos.

Pero debe tenerse asimismo en cuenta, que el empadronamiento tenía también un carácter político religioso, pues iba acompañado del juramento que se prestaba al sumo imperante y del sacrificio imperante y del sacrificio expiatorio (lustrum), que era como su consagración final, y del cual se hallan analogías en el Exod. XXX, 1 y siguientes. No se trataba, pues, en el caso en cuestión de sólo el empadronamiento del pueblo; los Judíos debían prestar juramento y homenaje a Herodes bajo los auspicios del emperador Augusto, siendo Belén uno de los lugares en que debía verificarse esta prestación de juramento. Debiendo, pues, avalorarse el empadronamiento con un juramento individual, éste no podía prestarse de otra suerte que designando el lugar donde debía acudirse a dar el nombre para poder averiguar quienes eran leales y quienes refractarios. (V. Sepp. Vida de Nuestro Señor Jesucristo: segunda parte, sección segunda, cap. V, Ghiringhello, ob. cit. pág. 257 y 262.

(Nota del traductor)

 

290

Assemani, Bibl. Orient. lib. II, pág. 104.