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ArribaAbajo Identidad y mitos criollos en Sigüenza y Góngora197

Es ya casi un lugar común afirmar que el criollismo, como categoría y esencia histórica, alcanza su plenitud en el siglo XVII, el siglo barroco. Sin embargo, a pesar de que tal afirmación parece históricamente indudable, es difícil describir ese ser fantasmal del criollo, pues las contradicciones a menudo nos saltan al paso e impiden con frecuencia armonizar los varios elementos de esa identidad histórica que, entonces, parece esfumarse. En este trabajo quisiera abordar el problema -plantear más bien los supuestos de un estudio que juzgo necesario- del criollismo como un modelo ideológico, antes que como una configuración histórica real. En la primera parte del escrito quisiera esbozar los caracteres fundamentales del criollismo en su contexto y en sus determinaciones ideológicas tanto como la elección discursiva de una escritura barroca. La segunda parte del trabajo intenta ejemplificar estos supuestos culturales en uno de los textos más desconocidos, pero a mi juicio más interesantes y representativos de Sigüenza y Góngora, las Glorias de Querétaro.

Edmundo O'Gorman, en su iluminador ensayo Meditaciones sobre el criollismo, establece ya la relación definitiva entre criollismo y barroco:

Estamos en la segunda mitad del siglo XVII en que los escritores, ya en plena madurez criolla, parecen imantados por la interna e incontenible necesidad de ponderar, en extremos de lo inverosímil, todo cuanto pertenece a la naturaleza y a la cultura de la que, dotada de un pasado clásico propio, ya llaman patria.



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Esta extremosa ponderación constituye su discurso barroco. El criollo siente la necesidad de idealizar al máximo un entorno que percibe en sorda y perenne disputa con el «gachupín» en su necesaria convivencia en tierras americanas. Para establecer la diferencia entre su entorno y el de la sociedad peninsular, el criollo subraya unos signos de identidad cultural y de naturaleza; exalta los frutos de la tierra, la belleza del paisaje, la opulencia de las ciudades y la riqueza excepcional de los metales preciosos; la vastedad de su territorio y la variedad generosa e inimaginable de su clima. Junto con estos motivos de la vida natural, se encuentra una serie de signos culturales que constituyen verdaderos emblemas, mitos que ayudan a delinear la representación metafórica de la identidad criolla; el pasado indígena al que se le trata de inscribir en un contexto universal, y al cual se le otorga un valor afectivo, como si se tratara de una herencia medieval. Se pensaba que las culturas indígenas fueron altamente desarrolladas y de una elevada espiritualidad, lo cual hubo de propiciar la misión providencial y evangelizadora de España.

Otros mitos que fertilizan el nacionalismo son las personalidades que exaltan la santidad criolla; con ellos se borda una galería de santos americanos que intenta disputar el lugar a la iconología peninsular. De ahí que se enaltezcan hasta la desmesura figuras que han significado el prodigio y la santidad en estas tierras: Gregorio López, el beato Sebastián de Aparicio, santa Rosa de Lima, los mártires Felipe de Jesús y Bartolomé Gutiérrez, la alucinante Catharina de San Joan, es decir, la «China poblana». ¿Y qué decir del mismo agente del guadalupanismo, Juan Diego? El padre Florencia dice de él: «[...] de lo que nos habemos de avergonzar es de no seguirlo; y de que él, que en los ojos mundanos era la horrura aun de los mismos indios, porque era un triste Mazeguale, nos haya echado el pie adelante»198. Y llegamos, claro, al mito por excelencia de la identidad criolla, la Virgen de Guadalupe. Ella será, a partir de entonces, la gran distintiva representación   —145→   mariana en la Nueva España. Con ella también se instaura en tierras americanas un nuevo paraíso.

Como podrá verse, la exaltación de estos mitos americanos se adaptaba perfectamente al estilo barroco. Sin una aparente dificultad, el barroco toma carta de ciudadanía en tierras americanas; pero en el fondo la adopción de ese discurso barroco implica una profunda contradicción, pues con el discurso se filtra toda una visión del mundo que, si bien sirve para exaltar unos datos de la realidad, elude otros, dado el carácter marcadamente peninsular del estilo elegido. Es decir, por medio de esa suntuosa lengua de Góngora, Quevedo y Lope, el criollo recibe unos valores españoles en gran medida codificados. La lengua española tiene un pasado y constituye un paradigma frente a las lenguas indígenas americanas. El estilo barroco, además, destaca un modo de entender el mundo que es específicamente español; los modelos son peninsulares, pero también la exaltación del hidalgo, la honra, la condición de cristiano viejo y el orgullo de casta española aparecen en ese discurso. La adopción, pues, del estilo barroco crea la contradicción del criollo.

La realidad contextual se verbaliza en esa actitud de imitar la retórica de efusivas imágenes, de audaces metáforas, de enrevesados hipérbatos, de lejanos por hiperbólicos referentes; en fin, de una expresión barroca. El poeta criollo, cuanto más adorna y más eufemiza, más lejos parece situarse de una realidad que ha querido plasmar verbalmente de manera espontánea; su mundo subjetivo se vuelca en el entorno inmediato, y éste se vuelve signo de sus vivencias, que progresivamente se tornan en mitos propios. De ahí que todo lo embellezca y que la realidad social punzante y -qué duda cabe- contradictoria y conflictiva que representan los estamentos más abandonados y desposeídos de la población, como indios y castas, sean representados o bien en forma idealizada, sofisticada, o bien denigrados o ignorados del todo. Si la literatura de esta época parece sorda a estos conflictos, anticontestataria de una realidad social, ello se debe al cerco que pone un idioma -es decir, los valores de toda una cultura- y a su necesidad de hiperbolizar unos valores autóctonos. La actitud engendra una paradoja, pues la hipérbole resulta tan extrema que aleja a los escritores de lo que quisieron exaltar. Al elegir un estilo, eligen también un   —146→   modelo cultural que resulta distanciarlos de la vida americana. ¿Falta de compromiso social del criollo? ¿Insensibilidad a la realidad inmediata? ¿Temor a una crítica abierta del sistema? Creo que, de alguna manera, los supuestos anteriores vendrían a responder a estas cuestiones. Sabemos también de la presión ejercida por una vigilancia cotidiana, del control inquisitorial y de otros tipos de instancias civiles que aquí solamente apuntaremos como otra respuesta a las anteriores preguntas.

Si el criollo quería destacar en la sociedad novohispana -y éste es el caso de Sigüenza y Góngora-, debía asumir esa paradoja que hemos venido planteando, es decir, renunciar a ser crítico de un orden que, por otro lado, se le presentaba como el único posible. Ni reaccionarios ni insensibles a su entorno social y natural, o al menos no más de lo que lo eran los escritores españoles de la época, sino simplemente individuos congruentes con una realidad paradójica y conflictiva.

Las Glorias de Querétaro es la crónica que Sigüenza escribe para la inauguración del templo guadalupano de dicha ciudad, la tercera en importancia en la Nueva España. El texto es de 1680, el mismo año en que escribe su Teatro de virtudes políticas, a la llegada a México del virrey Conde de Paredes. Los dos escritos se significan por ser testimonio de una celebración oficial: la una religiosa, la otra civil. En ambos se ritualiza el poder y, por ende, son manifestaciones típicas de la ideología oficial.

Como sabemos, en el Teatro de virtudes políticas, Sigüenza, al contrario de sor Juana -quien toma el emblema de Neptuno para significar al virrey-, elige para el texto de su arco triunfal la historia ejemplar de los emperadores aztecas. En ello se cifra el arte del buen gobierno, a la manera de los grandes monarcas griegos y latinos. El pasado indígena está, pues, tomado como símbolo de una sociedad clásica. La República ideal se patentiza en el legendario tiempo prehispánico. Sigüenza hace un despliegue magnífico de su conocimiento del pasado autóctono y lo eleva a Edad de Oro histórica. El mundo indígena se ofrece, así, como uno de los sustentos míticos culturales asimilados por la ideología criolla.

En las Glorias de Querétaro, al contrario de lo que hace en el Teatro de virtudes políticas, se mueve en un tiempo inmediato y se muestra como un espléndido cronista documental. Este escrito es una crónica típicamente   —147→   criolla, en la cual se contextualizan todos los símbolos de representación a que hemos aludido antes.

El texto se estructura en ocho capítulos que describen sucesivamente los momentos que conforman la historia de la «fábrica», el edificio, o sea, la construcción guadalupana, desde sus modestos inicios hasta la clausura de las fiestas que celebran la inauguración del suntuoso templo. Es, pues, una obra que conmemora un gran suceso para la sensibilidad novohispana y en la que el autor magnifica para la posteridad este gran acontecimiento.

Veamos cómo se cumplen en el texto algunos rasgos de afirmación criolla representados en este código expresivo barroco que constantemente metaforiza y elude la realidad.

Sigüenza toma como inicio, dentro de su programa retórico, el tema del entorno natural, de las cualidades físicas que conforman a la ciudad. Vemos con sorpresa que el escritor no sólo describe el espacio, sino que, al ubicarlo geográficamente, lo personifica de una manera harto peculiar. Apoyado en sus conocimientos científicos, da la ubicación de Querétaro pero, acto seguido, hace un original «horóscopo» de la ciudad, con el cual explica la benevolencia de su clima: «Tiene en aquel territorio particular influjo el signo de Sagitario, casa y gozo del benévolo Júpiter, causa suficiente de su admirable abundancia». Continúa la descripción y conforma todo un original organismo telúrico que se extiende como un sugerente cuerpo humano en el que

[...] pasan cada día por su cenit de los peces al septentrional la cabeza y lomos de Aries, como también de Tauro, los muslos de Géminis, todo Cáncer y Leo y la mano diestra de Virgo. De las otras constelaciones: los muslos de Sottes, la cabeza de la Serpiente de Ofiuco y el cuello de éste, la Saeta, el Pegaso y el brazo siniestro de Andrómeda199.



Sigüenza, como en sus mejores textos, aprovecha todos sus recursos eruditos; en este caso concreto, los que tenía como profesor de astrología y matemáticas de la Universidad.

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Al referirse a la generosa fertilidad de la tierra, el autor puntualiza con una clara intención distintiva:

[...] porque en cualquier huerta de la ciudad hallará el criollo chirimoyas, aguacates, zapotes blancos, plátanos, guayabas, pirayas, ciruelas, tunas diferentísimas; y no echará de menos el gachupín sus celebrados y suspirados duraznos, granadas, membrillos, brevas, albérchigos, chabacanos, peras, naranjas y limones de diversas especies200.



Detengámonos en este pasaje, pues qué duda cabe de que es una abierta declaración criolla de principios y de afirmación de rasgos de identidad. En primer lugar, observamos el planteamiento de los dos términos históricos antagónicos: criollo versus gachupín. En segundo lugar encontramos la superioridad del primero sobre el segundo por la virtual generosidad de su tierra; como tercer postulado vemos algo todavía más significativo: la condición de extraño que tiene el gachupín en estos ámbitos, expresadas en el «no echará de menos» y en la distancia espacial que implica la palara «suspirados».

Sigüenza, en el embozo de su discurso, logra el primero de los símiles que le hacen equiparar la geografía americana con el paraíso, no sólo terrenal, sino el que encierra la totalidad y el conocimiento absoluto: «siete eran las iglesias en que como siete columnas estribaba allí todo el Empíreo que asiste la sabiduría del Padre»201.

Lo medular de la carga ideológica de las Glorias de Querétaro descansa naturalmente sobre la Virgen misma. Recordemos que cuando Sigüenza escribe este texto ya hay toda una literatura que afirma, en el aparicionismo, la condición de elegidos que el criollo y su tierra tienen para la divinidad. Sobre la Virgen apocalíptica y su elección para asentarse en la Nueva España han escrito, ya para entonces, los que De la Maza llama «los cuatro evangelistas guadalupanos». Con este apoyo y con la afirmación que del mito han hecho sus antecesores, Sigüenza llama a la Guadalupana: «[...]   —149→   nuestra regaladísima patriota, cuyas aras son el refugio más cierto de la devoción mexicana». En estas palabras se descubre a un -naturalmente inconsciente e involuntario- preindependentista. Más adelante, Sigüenza dice lo siguiente:

[...] aquella Señora que trasuntada del mismo original por beneficio de un ángel es el cariño amante del mexicano emporio. Era el motivo advertir que siendo Querétaro en su amenidad y abundancia un remedo del Paraíso, le faltaba aq uella flor por quien se nos perpetúan los veranos de las misericordias divinas y en quien se avivan los matices y fragancias de los favores del Cielo. Caso extraño ser María Santísima de Guadalupe de México el único imán suave de los americanos afectos y carecer hasta entonces Querétaro de una imagen suya [...]202



Vemos que en el pasaje citado el poder enfático del discurso se cifra en la suntuosidad escenográfica que como paraíso tiene Querétaro: el escritor insiste en lo divino trasplantado a la tierra de misión y promisión que es la Nueva España. A su vez, la Virgen se siente recompensada al ser «el cariño amante del mexicano emporio»203. Por otro lado, el escritor criollo parece casi un visionario histórico al afirmar que la Virgen es el «único imán suave de los americanos afectos»204. También es muy importante señalar que Sigüenza se adhiere a sus antecesores (Miguel Sánchez, en especial) al afirmar temerariamente que fue la Guadalupana:

[...] un trasunto fidelísimo de aquella que dibujaba en el manto diáfano del Cielo, le suspendió al extático Evangelista las atenciones: y siendo ésta una profética idea (como ya lo discurrió una pluma de elegante clero) de la que a beneficio singular de la Omnipotencia veneramos en nuestra indiana Guadalupe [...]205



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Sin podernos detener en otros aspectos de la crónica, diremos que, naturalmente, no faltan en ella pasajes de gran interés como la descripción de la iglesia, con su magnificencia arquitectónica y que queda como un testimonio descriptivo de arte virreinal: también enumera Sigüenza a los benefactores, cuya prodigalidad económica los hace convertirse, a ellos también, en auténticas «glorias de Querétaro»; sabrosa y prolija es también la descripción de las fiestas con la participación de las «religiones», o sea, las órdenes religiosas; el desbordamiento popular que se plasma en esta barroca descripción y que no puedo dejar de citar: «[...] hubo copia grande de faroles, hachones y luminarias, siendo la iglesia de Guadalupe, no sé si diga emulación de las centelleantes oficinas del abrasado Estérope o remedo encendido de los europeos Vesubios y los americanos volcanes»206. Creo que este pasaje ilustra de maravilla la suntuosa metaforización del estilo de Sigüenza.

Para terminar, quisiéramos señalar algo que nos parece en extremo revelador de la contradicción que el criollo guarda hacia el indio como objeto estético idealizado y como ser social inmediato. Cuando el autor va a describir el homenaje que los indios rinden a la Virgen advierte que es tan estrafalario lo contemplado, aunque «[...] haré todo lo que mis fuerzas pudieren, no dudo que me expongo a que la incredulidad me censure». Lo que sigue es impresionante, por la actitud de lejanía, exotismo de otredad radical que parece significar el indio para el criollo:

[...] que sin otra ropa que la que permitió la decencia y sin más adorno que los colores terrizos con que se embijan los cuerpos, afeadas las desgreñadas cabezas con descompuestas soeces plumas, y casi remedos de sátiros fingidos, o de los soñados vestiglos horrorizaban a todo con algazaras y estruendos, mientras jugando de los arcos, de las macanas, daban motivo de espanto con el bárbaro especimen de sus irregulares y temerosas peleas207.



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La distancia entre el indio como ente metafórico y como ser real, como elemento idealizado de la Antigüedad y como contemporáneo, es más grande que la que cualquier cronista del XVI pudo haberse planteado ante la contemplación de un indígena. Esta es sin duda una de las contradicciones más violentas que Sigüenza, como intelectual criollo barroco, guarda entre la realidad y los signos que la representan.



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ArribaAbajoCarlos de Sigüenza y Góngora: literatura culterana y literatura de almanaques208

Don Carlos de Sigüenza y Góngora es, junto con sor Juana, la máxima luminaria de nuestro siglo barroco. Al contrario que la monja -aunque ávida también de conocimiento científico- Sigüenza es más un intelecto empírico y un teórico de las ciencias matemáticas. Esto, no obstante, no anula su personalidad literaria, si bien no tan excelsa como la de la monja, sí de primera importancia. El sabio barroco es lo que podemos llamar un auténtico polígrafo; fue astrónomo, astrólogo, cosmógrafo real, matemático, poeta y prosista. En él se conjuga el ideal renacentista de un espíritu auténticamente universal.

Lo que en esta ocasión nos interesa del Sigüenza escritor es su importante participación en lo que podríamos llamar la «cultura oficial» de su tiempo. Lo que quiero decir es que casi toda la producción literaria conocida, incluyendo la poesía, corresponde a una expresión acorde con los valores y con la ideología dominante de la época. Esto no quiere decir que no exista «otra» literatura, marginal, subversiva, que agrede fuerte y violentamente al poder instituido. Sin embargo, esta literatura nunca fue publicada. Yace, casi intacta, en el Ramo Inquisición del Archivo General de la Nación, en la ciudad de México.

Volviendo a Sigüenza y Góngora, decíamos que su obra, tanto en verso como en prosa, se inserta dentro de la cultura dominante. Queremos analizar dos facetas del autor que aun dentro de esta línea «oficial» son completamente distintas. La primera corresponde al escritor culterano, ornamental, que presta su pluma -sin duda con sincera convicción- para   —154→   narrar una de las grandes festividades rituales: la celebración del dogma de la Inmaculada Concepción en los certámenes literarios de 1682 y 1683. El otro es el Sigüenza creador de almanaques, difundido y peculiar género ensayístico que, como dice Carlo Ginzburg, pertenece a «la cultura impuesta a las clases populares»209.

Dentro de las más famosas festividades celebradas durante el periodo colonial están los arcos y certámenes. Hablaremos de los primeros y veremos la participación de Sigüenza en una de esa ocasiones en que el poder se mitifica a sí mismo.

En el año 1680 entra el nuevo virrey, Conde de Paredes, a la ciudad de México. Dos arcos triunfales son erigidos en su honor; uno patrocinado por la Santa Iglesia Metropolitana, y el otro por el Cabildo de la «Noble, muy Leal, Imperial Ciudad de México». El primero, a cargo de sor Juana, quien compone su célebre y bastante inaccesible Neptuno alegórico. Sigüenza escribe su no menos celebrado Theatro de virtudes políticas. No sólo fueron contemporáneos sino aparentes amigos; más que eso, aduladores mutuas del reconocimiento de su respectiva grandeza. «Dulce, canoro cisne mexicano»210 lo llama irónicamente la monja, exagerando sus dotes poéticas. Sigüenza dice de ella:

[...] quánto es lo que atesora su capacidad en la Encyclopedia, y universalidad de sus letras, para que se supiera el que en vn solo individuo goza México lo que en los siglos anteriores repartieron las Gracias a quantas doctas Mugeres son el assombro venerable de las Historias211.



A pesar de lo elaborado de la frase, Sigüenza destaca con sincera admiración la indiscutible excepcionalidad de la poetisa.

Sor Juana crea su Neptuno alegórico, océano de colores, simulacro político, con los mejores artificios retóricos propios del clásico estilo   —155→   culterano: abundantes alusiones mitológicas que subliman hiperbólicamente al referente real (es decir, al virrey); numerosas citas en latín que aluden a la autoridad de las fuentes más prestigiadas; prosa, en fin, recargada y metafórica que sacraliza al nuevo mandatario inmortalizándolo en reminiscencias heroicas y sagradas.

Sigüenza no se queda atrás y en su Theatro de virtudes políticas plantea, en una también muy barroca prosa, las cualidades ejemplares del buen gobernante. Mientras la monja jerónima acude a los más sofisticados personajes de la mitología clásica, el presbítero del Hospital del Amor de Dios toma como modelos a los reyes del desaparecido Imperio mexicano. En la dedicatoria dice nuestro autor: «Ni pudo México menos que valiéndose de sus Reyes, y Emperadores celebrar condignamente la gloria, a que su felicidad se sublima, vinculada en conseguir por Virrey, a quien recomienda su nobleza con lo que las supremas [glorias] se exaltan»212. Es digna de notar la ejemplaridad que otorga don Carlos a los antiguos monarcas mexicanos, lo cual refleja el sentimiento distintivo que siente el criollo hacia su patria y hacia su pasado. Como bien dice Jorge Alberto Manrique: «Y ciertamente ese no mendigar en la historia europea, sino hallar lo necesario en la propia (en la que se sentía como propia) era el empeño de Sigüenza, como lo era, en la historia y en otros terrenos, el empeño de los demás novohispanos»213.

Por otro lado, y para terminar con los arcos, diremos que eran auténticas obras de arte arquitectónico perecedero, pues estaban construidos de papel, madera y cartón. En ellos se emblematizaban las cualidades más sobresalientes (siempre idealizadas e imaginadas con largueza) de las virtudes del gobernante en turno. A éste se le otorgaban los atributos metafóricos de la grandeza heroica o divina. A la erección de los arcos acompañaban, naturalmente, numerosas fiestas ofrecidas por las autoridades; se celebraban mitotes, saraos, comedias, mascaradas, corridas de toros y un sinfín de agasajos a los que tan propenso era el gusto barroco de la época.   —156→   La sublimación ornamental de la realidad inmediata fue uno de los rasgos de carácter, distintivos del criollo novohispano. El gusto por el ritual colectivo le viene de la herencia hispánica y del propio pasado indígena; en ambos orígenes se significa el atavismo de la fiesta que une -aunque momentáneamente- la comunión del poder con el individuo y su reconocimiento sagrado. Esta unión es, no obstante, efímera e ilusoria como los impresionantes arcos que fantasiosamente la representan. Por último, diremos que en estas festividades se fusiona lo sensorial con lo intelectual en una perfecta manifestación sensual de lo abstracto, tan propio de buena parte de la expresión barroca, como ocurre, por ejemplo, con el auto sacramental.

Tanto o más célebres durante el siglo XVII, e indudablemente de mayor importancia para la literatura de esa época fueron los certámenes o concursos literarios, patrocinados también por los representantes del poder. Al igual que los arcos, eran celebraciones que conmemoraban una gran festividad religiosa. Si éstos eran gozosos, su contrapartida, los túmulos, reales mausoleos, llantos o funerales pompas mostraban la luctuosa solidaridad de los súbditos novohispanos con la metrópoli, por la muerte de un príncipe o del mismo monarca. Eran también construcciones arquitectónicas prolijamente descritas y en las que, al igual que en los arcos, aparecían múltiples motivos mitológicos y alegóricos, alusivos al deceso de la regia personalidad. En la Colonia tenemos algunos célebres como el compuesto por el gran humanista y primer cantor del tópico de la Grandeza mexicana, Francisco Cervantes de Salazar, a la muerte del emperador Carlos V.

Como decíamos, los certámenes serían el reverso de la medalla de las fúnebres armazones, aunque las une el lujo deslumbrante que en ambos se ostentaba. Los certámenes celebran una festividad gozosa y casi siempre se conmemora a los santos patrones, a Jesús Nazareno, la canonización de un santo, la inauguración de un templo o a la misma Madre de Dios, generalmente en su advocación de la Inmaculada. José Pascual Buxó, en su brillante prólogo a Arco y certamen de la poesía mexicana colonial nos dice lo siguiente:

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Los certámenes literarios o «justas poéticas» fueron sin duda uno de los espectáculos que despertaron mayor interés en la sociedad novohispana. Convocados para celebrar un misterio de la religión o un acontecimiento eclesiástico, se concibieron y realizaron para disfrute intelectual de las clases privilegiadas, pero nunca olvidaron satisfacer el gusto de las castas incultas. El boato deslumbrante de la Iglesia, los arrobadores fuegos de artificios, la bulla y alegría de las mascaradas se hicieron coincidir con el empaque y gravedad del clero, con la altiva presencia de los doctores universitarios y con la pedantería de los escolares214.



Al igual que los arcos y los túmulos eran composiciones de circunstancias, de encargo, que, no obstante, y por ello mismo, podemos denominar como literatura de compromiso. Son textos muy coherentes en una sociedad en la que el poder eclesiástico y el civil estaban unidos en intereses comunes, en defensa de los ideales compartidos, en los que Dios y la Católica Majestad eran los máximos símbolos de reverencia.

Si hemos hablado, quizá prolijamente de este tipo de festividades, es con la intención de introducir a Sigüenza y Góngora como autor de uno de los certámenes más célebres del siglo XVII, hablamos del famoso Triunfo parténico que recopila las obras presentadas en los concursos poéticos de 1682 y 1683, convocados por la Universidad mexicana. Sigüenza fue el secretario de las justas poéticas y es él quien describe ambas celebraciones. Notables críticos como don Manuel Toussaint, Pascual Buxó y el eminente Alfonso Méndez Plancarte consideran al Triunfo como uno de los más importantes textos para el estudio de la poesía novohispana. El famoso investigador norteamericano Irving A. Leonard hace una buena reseña y una descripción no exenta de ironía acerca del Triunfo. Lo presenta como una manifestación obligada de la ideología institucional. Para él, todos los intelectuales de la época (entre ellos sobre todo los profesores de la Universidad, entre los que se encuentra Sigüenza) tenían el deber de declarar unánimemente la infalibilidad del dogma de la Inmaculada Concepción, como una necesaria declaración de principio. La ortodoxia   —158→   era el cimiento sobre el que descansaban los mecanismos de poder y de ahí que el Triunfo sea el medio por el cual los ingenios de la época profesaran en verso la expresión de su fe215. Si bien no le falta razón al crítico sajón, nadie puede negar, sin embargo, la importancia documental que tiene la obra de Sigüenza.

La descripción de los certámenes que hace el escritor novohispano es la muestra más valiosa del culteranismo poético, del XVII por un lado, y del propio culteranismo de la prosa de Sigüenza por el otro. El estilo o la tendencia cultista viene a ser -ejemplificada en uno de sus más brillantes autores- la expresión que encubre y descubre una manifestación sofisticada pero genuina de la realidad. Jorge Alberto Manrique lo dice de una manera estupenda cuando declara:

Ya desde la tercera década del siglo XVII aparece definido lo que Edmundo O'Gorman ha llamado «el sueño de la Nueva España», sueño que duraría casi dos siglos; más allá de lo «objetivo», Nueva España sueña lo que quiere ser: de tanto querer serlo, de alguna manera lo es. Proyecto de vida éste, en donde lo fáctico trata de alcanzar en desenfrenada carrera lo imaginado. La imagen soñada como modelo concreto que se impone a lo real, y lo real distorsionado por esa imagen. La manera normal en que tal actitud se expresa es la metáfora, y la metáfora, expresión alterada de lo real, a fuerza de ser dicha y oída, repetida, admitida como moneda corriente, adquiere la categoría de una verdad216.



Aunque larga, creemos que la cita nos revela extraordinariamente la actitud mental, estética y vital que el criollo tenía ante la realidad. Desde el punto de vista literario, ya Méndez Plancarte había descubierto -refutando a la endeble y mal documentada crítica anterior a él- la «naturalidad», llamémosle así, de la expresión gongorina en la poesía novohispana. La poética del gran artista cordobés no es una moda solamente (aunque los múltiples excesos y la mediana calidad de muchos de sus imitadores puedan   —159→   hacer creer lo contrario) sino que es una asimilación estética profunda que responde a un ideal de vida y a una necesidad de designar a la realidad, representándola en imágenes idealizadas. Creo que la muestra irrefutable de esto es el Primero Sueño de sor Juana. El gran poema de la monja novohispana, si bien de una intención y de alcances distintos a los poemas gongorinos, parte de la estética y de la metaforización de la realidad que había creado el poeta español.

Ahora bien, Sigüenza en el Triunfo se nos muestra como un apasionado y comprometido escritor con su causa de defender e incitar a los «Floridísimos ingenios mexicanos, alumnos de Minerva»217, a seguirlo en la magna empresa de propagar el dogma de la Inmaculada. El autor nos pone en antecedente de cómo en 1618 se declara la pureza de la Virgen y, cómo (no podía ser de otra manera):

Conmovióse entonces la nobilísima ciudad de México a la imperiosa voz con que el afecto de sus generosos habitantes veneraban este misterio admirable, les intimaba heroicas demostraciones en la celebridad de la virgínea pureza, que aun hoy se leen impresas en el libro de la común memoria, bien que ya comenzado a carcomer de la polilla del tiempo218.



Si analizamos la cita anterior vemos los rasgos inconfundibles del estilo cultista: periodo larguísimo; uso de vocablos cultos; elusión de referentes concretos; uso de sinécdoques; tono ornamental y gradilocuente. Ejemplos como éste abundan.

De no menor interés son las disposiciones establecidas en los Estatutos de la Universidad, que ordenan que todos los miembros de la misma

[...] han de jurar obediencia [al Rey y] a sus Virreyes en su nombre, y a los Rectores de la Universidad, y assimismo juren de guardar estas Constituciones, y de defender la doctrina de la Concepción de Nuestra Señora concebida sin pecado original, en la forma que por estas Constituciones se ordena, y se pondrá en   —160→   el título de su grado haver hecho el dicho juramento, y si sucediere haver alguno que rehusare hazerlo, le será por el mismo caso denegado el grado, y el que se atreviere a dárselo incurra en pena de cien ducados de Castilla para el Arca de la Universidad [...]219



Es en verdad revelador observar hasta dónde llegaba el totalitarismo de la dogmática cultura dirigida, en la que la religión era la proclama absoluta. La intolerancia intelectual era una de las salvaguardas más efectivas de la ortodoxia católica.

Demos otro ejemplo más de la culterana prosa de Sigüenza y Góngora. Uno de los muchos aspectos apasionantes del Triunfo concierne directamente a la historia del arte virreinal. Como ya hemos dicho era deslumbrante el lujo y la suntuosidad con que se presentaban los lienzos, altares y arcos de la época barroca. Nuestro autor hace una auténtica aportación a la historia del arte colonial cuando describe uno de los altares erigidos en honor de la Virgen. Veamos y oigamos la calidad plástica ornamental de su muy culterana expresión:

Toda la circunferencia diáfana y las goteras del cielo del baldaquín se orlaron de preciosas puntas bordadas de verde, azul y encarnado, sobre el sutil rengue que nos comercia la China, siendo estos matices tan bellos que los envidiara para su primavera el florido mayo, y las labores tan exquisitas, que pudieran ser de las telas de Ariadna gloriosa afrenta más que tarea y afán de la aguja frigia220.



En su recargada descripción Sigüenza hiperboliza la belleza del altar, que es tanta que empequeñece a la misma naturaleza y a la perfección legendaria de las telas de Ariadna. Formas, colores y superficies resaltan en esta admirable relación culterana.

Por último, antes de terminar con el Triunfo, veamos algunos excesos del verso gongorino que se dan cita en el famoso certamen. Dijimos que el libro es una recopilación de los poemas presentados y premiados en los   —161→   concursos poéticos de 1682 y 1683. En ellos desfilan los más connotados poetas o simplemente hábiles versificadores de la época. Entre ellos destacan el inquisidor Francisco Deza y Ulloa, Alonso Ramírez de Vargas, el propio Sigüenza y la gran jerónima que se encubre con dos seudónimos: uno como Felipe Salayses Gutiérrez y otro, bajo el ingenioso anagrama de Juan Sáenz del Cauri. Entre otras célebres personalidades desfila el misógino y maniático arzobispo de México Francisco de Aguiar y Seixas, así como el sapientísimo jesuita Antonio Núñez de Miranda, calificador de la Santa Inquisición y confesor de sor Juana.

El propio Sigüenza demuestra su destreza poética al ser el autor de los vejámenes, o sea los epigramas festivos que aludían al ganador y al premio que se le otorgaba.

Como en todo concurso marcado por el carácter oficial de sus propios requerimientos y cánones, los participantes debían ajustarse a los géneros y formas de versificación que se les señalaba. Es aquí donde vemos los desbordamientos y extravagancias de la versificación culterana. Como curiosidad, aludamos a algunos de ellos. Los poetas más cultos y habilidosos en el manejo del latín escribían epigramas o versos sáficos en esa lengua. No faltaban las canciones en la forma tradicional de la lira con heptasílabos y endecasílabos combinados, imitando al «Príncipe de los poetas líricos de España» (o sea Góngora)221. Están presentes también los artificiosos romances al estilo culterano que pierden toda su naturalidad característica del verso de arte menor, connatural a nuestra lengua castellana. No faltan las glosas compuestas de décimas que terminan obligadamente cada estrofa con cada uno de los versos respectivos de la cuarteta puesta como modelo. Hay naturalmente quintillas, sextillas, y, desde luego, sonetos. Copiamos a continuación el soneto con el que el propio Sigüenza obtiene el primer lugar en el certamen de 1682:



Si celeste, si cándida, si pura
es etérea azucena al sol luciente,
cuando indultando a Delos por su oriente
privilegia de intacta su hermosura:
—162→

¿Cómo pudo el borrón de sombra impura
profanar su excepción? ¿Cómo indecente
villana espina, horrorizar ardiente
la luz nevada, que aún en Delos dura?

Si en la sombra no hay sombra, si en la idea
la mancha falta: no queriendo el día
que menos de luz su cuna sea,

¿Cómo el original? ¿Cómo podía
hallarse impuro con la culpa fea,
siendo de luz la sombra de María?222



Sigüenza agradece la generosidad de los jueces y se compone él mismo este ingenioso epigrama, en que celebra que se le premie con un «penado» o sea una vasija antigua, ancha de boca:



Monstruo de desgracia es
mi soneto en sus arrojos,
pues hecho con cuatro ojos
nació con catorce pies.

Por eso, más que premiado
de la Justa y su atención,
salió en aquesta ocasión
con salva y vaso penado223.



Para finalizar con esta galería de habilidades rimadas citaremos solamente dos tipos de extravagancias más: los versos retrógrados. Es decir los que se pueden leer indistintamente de arriba abajo o al revés, y los monstruosos centones, verdaderas composiciones que son algo así como parches rimados en los que cada verso se compone de versos copiados de Góngora y adaptados para tener una cierta coherencia. Veamos la graciosa primera cuarteta del epigrama que Sigüenza dedica a uno de los ganadores:

  —163→  

El premio con mil abrazos
a tus centones se va;
¡qué tal tu valor será
si a Góngora haces pedazos!224



Con esta auténtica curiosidad poética abandonamos el Triunfo y pasamos a analizar otro rostro de la multifacética personalidad de Sigüenza y Góngora, al creador de almanaques. Estos textos eran lo que podríamos llamar escritos híbridos que contienen varias materias; textos interdisciplinarios les llamaríamos hoy en día. En realidad, contenían las predicciones que el autor pronosticaba para el siguiente año con base en los más minuciosos cálculos astronómicos, matemáticos y meteorológicos, así como ciertos conocimientos de medicina. Éste no era su único nombre; para un habitante del México del siglo XVII también resultaban familiares los de lunarios, vaticinios o prognósticos de temporales. Son lejanos y sofisticados antecedentes de lo que nosotros conocemos actualmente como calendarios de Galván. Los investigadores y curiosos los pueden encontrar en el Ramo Inquisición del Archivo General de la Nación, en el Distrito Federal. La razón de que se encuentran consignados en este Ramo es porque sus autores, año con año, tenían que pedir licencia a los calificadores del Santo Oficio para que sus almanaques fueran publicados. Si los autorizados especialistas y censores inquisitoriales daban su fallo positivo, el almanaque era publicado; si no era así, se le quitaban o «expurgaban» las partes ofensivas a la limpieza del dogma y a las sutilezas de la astrología judiciaria, y se aprobaba su publicación.

Carlos de Sigüenza y Góngora, astrólogo, astrónomo y matemático, entre muchas otras cosas, empezó desde muy joven su profesión de hacedor de almanaques. Según nos dice Francisco Pérez de Salazar, cuando Sigüenza concursa por la cátedra de Astrología y Matemáticas, en 1672, a la muerte del célebre guadalupanista Luis Becerra Tanco, aduce en su defensa que si bien no es bachiller, licenciado o doctor:

  —164→  

Ser perito en ella [astrología] como se conoce y es notorio en todo este Reyno por haber hecho dos lunarios el año pasado y el presente, que están impresos y fueron aprobados por el Padre Julio de San Miguel de la Compañía de Jesús y por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de esta Nueva España225.



Hasta el año de su muerte el sabio barroco continúa haciendo almanaques. Los lunarios fueron un nexo que quizá inconscientemente tuvo el erudito con la gran mayoría de la población, que los leía ávidamente. Sabemos que sus pronósticos fueron los más populares y confiables por la fama y el prestigio de auténtico sabio de que Sigüenza gozó en vida. Del cuidado que tenía el intelectual criollo al elaborarlos nos deja constancia su sobrino Gabriel al asentar lo siguiente:

No digo ahora nada acerca de lo mucho que trabajaba para hacer el pronóstico; sólo digo que los hacía con mucho cuidado porque decía era cargo de conciencia y restitución el hacerlo sin cuidado, hallándose con los mejores libros de esta facultad y efemérides novísimas en donde vio que el año de 1701 hay cuatro eclipses y no dos, y éstos que no se verán por las razones que expresa en su Pronóstico226.



Como dice Elías Trabulse: «Sigüenza distinguía bien la astrología judiciaria de la astronomía racional o meteorología a la cual nosotros llamamos astronomía»227. El peligro de incursionar demasiado en la astrología era llegar a predicciones de ciertos sucesos que sólo le corresponde decidir a Dios. Don Carlos hace suya la definición que Enrico Martínez da de astrología en su muy celebrado Reportorio de los tiempos, y que es de una meridiana claridad:

Astrología divídise primeramente en dos partes, la primera trata de los movimientos de los cielos y planetas, de sus varias   —165→   conjunciones, oposiciones y concursos y esto se dice comúnmente astronomía; la otra se dice astrología, que enseña a saber los efectos de los movimientos, conjunciones y aspectos que los cuerpos celestes causan en estas cosas inferiores; es ciencia natural porque tiene su fundamento en causas y razones naturales y ha venido a saberse por medio de la experiencia228.



Referente a los almanaques, creemos que son pequeños ensayos misceláneos que tienen, además del aspecto meramente astrológico, el agrícola y el médico. Es un calendario, en el sentido estricto, en cuanto que registra minuciosamente las fechas y sus días correspondientes; sabemos, por ejemplo, según el almanaque de Sigüenza y Góngora, que el primero de enero de 1692 fue martes.

Por supuesto estaban consignadas las fiestas religiosas. Además de las conmemoraciones litúrgicas del calendario católico, los almanaques consignaban con exactitud sorprendente los cambios climatológicos, señalando con esmerada precisión la llegada de los equinoccios y los solsticios.

No pueden faltar, como es lógico suponer en un texto de esta índole «los accidentes necesarios del cielo», como son esencialmente los eclipses de luna y de sol; se registran de manera puntual, marcando el día y la hora exacta en que se efectuarán.

Finalmente hablaremos de estos singulares textos en un aspecto que, al contrario de los anteriores, se nos antoja anacrónico, el relativo a la medicina. Dice Sigüenza al respecto: «Lunes 10, Martes 11 y Miércoles 12 (marzo de 1692) son electos para dar baños refrigerantes, purgarse con vomitorios y sangrarse»229. La conexión entre la astrología científica y la salud corporal era causal. Por ello Sigüenza consigna con gran seriedad los remedios que el lector debe seguir al pie de la letra. Sabemos que las sangrías eran consideradas la panacea para cualquier enfermedad; el sangrarse era combatir cualquier trastorno fisiológico. Los baños eran considerados no hábito de higiene sino remedios para la salud. Sin embargo, no   —166→   había que abusar de ellos, por eso es que se dosificaban. En algunas ocasiones sólo se recomendaba lavarse la cabeza, mientras que en otras, era necesario el baño de cuerpo entero.

Creemos que los almanaques se insertan no sólo dentro de un peculiar género literario ensayístico y que todavía sigue vigente hasta ahora: los calendarios. No obstante va más allá que el tener una continuidad reconocible hasta nuestros días. Por un lado, anuncia el periodismo posterior en cuanto que se centra en un sentido contextual de la información, resaltando la relación entre el individuo y su mundo social. Por último -y en este caso crea un fenómeno único dentro de la cultura dominante colonial-, es quizá un género excepcional y singular que logra el acercamiento entre el criollo intelectual -clase privilegiada al fin- y los individuos supersticiosos, crédulos y esperanzados de las clases subalternas; durante treinta años Sigüenza realizó ese milagro.



  —[167]→  

ArribaAbajo Los Remedios y Guadalupe; dos imágenes rivales y una sola virgen verdadera230

En 1660, el padre criollo Mateo de la Cruz hace una paráfrasis de la ya para entonces muy difundida obra del bachiller Miguel Sánchez sobre la aparición de la Virgen de Guadalupe; De la Cruz, siguiendo puntualmente a su maestro, declara lo siguiente:

[...] la devoción común de México tiene a la Santísima Virgen en su milagrosa Imagen de los Remedios por Patrona para pedirle aguas en tiempo de sequedad; y en su milagrosa Imagen de Guadalupe, por Patrona de sus inundaciones quando crecen las aguas: llamando a aquella Imagen la Conquistadora y la Gachupina, porque vino con los conquistadores de España, y a ésta la Criolla, porque milagrosamente se apareció en esta Tierra, donde tuvo su origen de flores. Aquella se apareció a un Indio en un Maguey, y ésta se apareció a un Indio y se pintó en la Manta del Ayate que se saca de la misma planta; para mostrar esta Señora en sus dos milagrosas Imagenes, lo que quiere favorecer a esta Tierra231.



Estas palabras son reveladoras de un subterráneo sentimiento inconsciente que el criollo novohispano guarda hacia estas dos imágenes que, en realidad, se traducen como símbolos al vivir sus dos orígenes opuestos. El autor pretende una paradójica reconciliación entre las dos vírgenes más populares del altiplano mexicano. Ya para 1660 los signos de identidad del criollo novohispano se inclinan por la simbología de Guadalupe como   —168→   la esencia de lo propio. En el texto citado se deja ver una fuerte contradicción; por un lado existe un premeditado propósito religioso de reconciliar a las dos advocaciones; por el otro, la adjudicación de los atributos opuestos está marcando su enfrentamiento. Ahora bien, ¿esta paradoja es afectiva, cultural, histórica, simplemente icónica, o étnica? Creemos que todas estas afecciones y actitudes influyen en el novohispano para propiciar este antagonismo que finalmente él ha creado y que forma parte de la confusión que significa el nacimiento de todo signo de identidad. Es claro que el criollo es un ente partido y desmembrado en sus dos hemisferios culturales y antropológicos. Las dos imágenes, finalmente, son las dos caras de estas afecciones antípodas. La Virgen de los Remedios -y en esto son claramente agresivos Sánchez y su seguidor- es la gachupina, traída por uno de los soldados que acompaña al Conquistador. Es evidente que el criollo reconoce en la Virgen de los Remedios la parte impositiva de la evangelización. Por el contrario, la de Guadalupe tiene el privilegio de haberse originado en esta tierra; como dice el autor, siguiendo la tendencia de los «evangelistas guadalupanos», «se apareció». De ahí que sin mayor esfuerzo ideológico, la Guadalupana sea la del prodigio, la del «origen de flores»; en ella se cifra lo mejor del mito del origen. No en vano:

En el cerro llamado Tepeyac, en que apareció la Santíssima Virgen a Juan Diego, adoraban los Indios Mexicanos supersticiosamente una Diosa, q[ue] en su idioma llamaban o Teotenantzin, que quiere decir Madre de los Dioses, ó Nonatzin, Madre de los hombres, o Tonanzani, madre nuestra232.



Ahora bien, son los criollos los que finalmente privilegian o distinguen semiblemente a la criolla por encima de la gachupina. El hecho mismo de llamarle la criolla le otorga una identificación plena con sus hijos.

A lo largo de la formación de la literatura y de la mitología mariana desde el siglo XVI y ya casi en las postrimerías del XVII, e incluso en pleno XVIII, observarnos un fenómeno curioso y de gran interés. Los autores que tratan de cualquiera de las dos imágenes, no resisten el correlacionar a la   —169→   una con la otra. En esto observamos la adjudicación ya muy específica que la de los Remedios tiene para los españoles, y la que la Guadalupana tiene con los criollos e indios, con los oriundos de esta tierra. Los paralelismos significativos que entre ellas existen y que, curiosamente ubican a la de Guadalupe como la antecesora e inspiradora de la de los Remedios, tiene que ver, abiertamente, con toda una mitología de signos sagrados, que se cifran en la búsqueda del origen, y en la rivalidad que implica el «aquí» indio con el «allá» español. Para que la imagen peninsular tenga validez plena como objeto de veneración, es necesario que comparta ciertos rasgos con la criolla. Veamos cuáles son estos rasgos comunes y distintos entre las dos advocaciones.

Lo más notable de todo lo que marca la diferencia esencial entre las dos y que magnifica a la de Guadalupe, es que ésta «se apareció» y la otra «se encontró». Es decir, el prodigio y la elección de la Virgen para singularizar y elegir esta tierra convierte a la imagen del Tepeyac en la Madre propia por antonomasia. En ambas se resalta lo prodigioso del milagro y la fineza de lo sobrenatural. Los puntos de correlación entre ambas imágenes se patentizan en lo siguiente:

1. Ambas vírgenes fueron encontradas en lugares yermos y desiertos, lo cual origina las profecías y los signos de libros sagrados como el Apocalipsis. La sequedad y austeridad de un espacio que se revela como sagrado propicia la penetración y el impacto de la fe. Paradójicamente estos yermos -siempre proclives a la santidad- dan una espectacularidad impresionante al «encuentro», en el caso de la imagen de los Remedios, y a la «aparición» en el de la de Guadalupe. Estos ámbitos señalados por Dios hacen decir a otro escritor guadalupano, el canónigo Francisco de Siles:

A esto atribuyo estar estas dos prodigiosas Imagenes y sus Santuarios como en soledades y desiertos y allí como unos abreviados cielos en la preciosidad de sus Hermitas, y con mas singularidad la de Guadalupe, pues es cielo a quien sirven de adorno los astros.



2. El segundo gran signo que comparten las dos advocaciones es el ser dadas a conocer al mundo por dos indígenas recién convertidos al   —170→   cristianismo. Para los escritores del XVII este hecho no sólo privilegia a los naturales por encima de los europeos, sino otorga reconocimiento y magnificación a los vencidos. A esto agreguemos que por medio de estos indios, premiados por la divinidad con el más feliz de los dones, se reivindica y defiende a los indígenas de la rapacidad y abuso de los blancos. Es así como Florencia, inspirado en la máxima de la elevación de la humildad, recuerda y conmina a los poderosos:

[...] que dirán, el día del juicio los hinchados soberbios que desprecian ahora, y hacen mofa de todos los pobres Indios, abatidos y humildes, viendo entonces muchos de ellos entre los escogidos gloriosos y honrados [...] Sirva esta consideración a muchos de irse a la mano en el mal trato de aquestos pobres, y siquiera por lo que estimó y quiso la Santíssima Virgen a estos dos Indios, merezcan los de su sangre, y nación no ser tratados con tanta civilidad233.



A la manera de los frailes de la primera evangelización, el escritor jesuita usa la advertencia metafísica (la predilección de la Virgen hacia los naturales) para buscar la justicia social y el trato humanitario hacia los indios.

3. La gran coincidencia no sólo reside en que ambos sean indígenas, sino en otro signo de elección más profundo todavía, el que los dos lleven el nombre de Juan, el apóstol elegido por la Madre de Dios para sustituir a Cristo como su hijo; el hermético evangelista que en el Apocalípsis nos habla de la mujer que domina a los astros, sostenida por un ángel. En el nombre se lleva, semánticamente, la predestinación del ungido por la divinidad. De ahí que los escritores marianos del XVII no se cansen de instruirnos que Juan quiere decir «Gracia», lo cual sublima teológicamente a ambos indios, como el evangelista, transmisores de buenas nuevas. De ahí que sea de nuevo Florencia quien, arrebatado por la devoción y el patriotismo, exclame:

  —171→  

[...] que parece quiso [la Virgen] se llamasse Juan para que se hallasse y entregasse de su Santa Imagen; como quiso que el otro, a quien se apareció en el cerro de Tepeaquilla, que hoi se llama de Guadalupe, y en cuya capa estampó su admirable Imagen, se llamasse también Juan. Que no puede ser acaso, en estas dos milagrososas Apariciones, el nombre de Juan en los sugetos, a quienes se manifestaron estas dos Imágenes234.



Es indudable que el historiador quiere enfatizar el tono de sagrado designio que hace que los dos protagonistas lleven un nombre profético, evangélico y tengan el carácter divino de los elegidos.

4. La última correlación entre las dos imágenes se refiere a los favores que cada una de ellas concede. Es quizá en el otorgamiento de dones en lo que más se deja ver la actitud de los criollos para hacerlas antípodas entre sí. Desde que surgen al culto, la de los Remedios propicia las aguas, cuando la sequía ahoga al altiplano. La tradición y las historias de la imagen nos indican que la Virgen otorga las lluvias desde que, colocada en un cué indígena en tiempos de Cortés, y ante la protesta de los indios de cómo los dioses indígenas ya no hacían llover, el capitán invoca a la imagen y cae un copioso aguacero. La de Guadalupe, por el contrario, es la Madre que aplaca las inundaciones, tan comunes y frecuentes en la ciudad lacustre. Ella es originaria de la laguna, del «mar tezcucano», como llama hiperbólicamente Florencia al lago. Estas advocaciones ya célebres a fines del XVII hacen que, en un sermón en honor de la Virgen de los Remedios, el orador diga:

[...] que este es el privilegio q[ue] dixe que gozaba aquesta Ciudad de México en las dos Imágenes santas que venera de María; pues si tiene esta milagrosíssima Imagen de los Remedios para el seguro de las aguas tiene también la admirable Imagen de N[uestra] Señora de Guadalupe por seguro contra las inundaciones235.



Queremos concluir estas breves consideraciones sobre la actitud del criollo ante sus dos imágenes marianas reiterando cómo siente la necesidad   —172→   de compararlas e interrelacionarlas, aun cuando trate de una sola de ellas. Esta actitud entraña una tácita rivalidad más que entre ellas, en el sentimiento que el novohispano siente hacia su propia armonía interior. La preferencia siempre se inclina por la Guadalupana, la «Madre Nuestra», tanto, que según estos cronistas a ella se debe que se erigiera un santuario a la de los Remedios, cuando el Juan indio que la encuentra va a ver a la del Tepeyac, y: «Mándale la Imagen de Guadalupe que edifique Casa a la Imagen de los Remedios»236.

Tanta y tan enconada es la lucha entre las dos advocaciones que Florencia trata de conciliar a los fieles para que no hagan distingos, para que acepten igual a la gachupina y a la criolla, para que no caigan en irreverencias, haciéndolas «distintas». Con sus significativas palabras queremos concluir:

Nótese cómo la Imagen Celestial de Nuestra Señora de Guadalupe fue la Architecta de la primera Iglesia de los Remedios, dándote al devoto D[on] Juan y el modelo y dibujo della: mandándole que solicitasse con los vecinos del Valle su fábrica, acreditando para ello su mensaje con la repentina salud [de don Juan] que le dio: dándose la mano la una a la otra, para que entendamos quan agradable es a la Señora de Guadalupe la devoción de Nuestra Señora de los Remedios, y a Nuestra Señora de los Remedios la de Nuestra Señora de Guadalupe, porque en la realidad, ambas con distinto nombre son una misma cosa237.





  —[173]→  

ArribaAbajoEl arco triunfal novohispano como representación238


[...] este Cicerón sin lengua,
este Demóstenes mudo,
que con voces de colores
nos publica vuestros triunfos:
[...]
este Prometeo de lienzos
y Dédalo de dibujos,
que impune usurpa los rayos,
que surca vientos seguro [...]


Sor Juana, Neptuno Alegórico                


La tradición de los arcos triunfales se remonta a una antigüedad lejana; sor Juana asevera que fue «muy especialmente de los egipcios»239. Los romanos, según sabemos por los vestigios arqueológicos, los erigían en piedra, para inmortalizar a la divinizada persona del emperador. La costumbre no desaparece a lo largo de los siglos, y cobra un singular esplendor en el derroche sensorial que despliega la época barroca. La finalidad sigue siendo la misma: reverenciar al poderoso, sólo que en el siglo XVII la piedra se cambia por una estructura perecedera de madera y cartón. La «fábrica», o sea la construcción arquitectónica y plástica, se enriquece y se complementa -en igual proporción e importancia- con el texto literario. Asimismo, en el México colonial, a la llegada de cada funcionario eclesiástico o civil de la mayor jerarquía (arzobispo o virrey) los cabildos, los tribunales, la   —174→   Universidad, los gremios y las cofradías, todos reunidos, erigían estos célebres arcos triunfales novohispanos. La fastuosidad del acontecimiento no pierde su carácter piramidal y jerárquico: es el pueblo, la colectividad, la que unge al gobernante y le muestra su devoción y vasallaje. La construcción tiene también su simbolismo político-cristiano: el personaje ritualizado se representa, por un lado, como deidad de la Antigüedad clásica, y por el otro, por decreto del todopoderoso, se manifiesta como la parte superior y divinizada del cuerpo social. Las palabras de Sigüenza y Góngora en su Teatro de virtudes políticas, arco triunfal erigido en honor del Marqués de la Laguna, no pueden ser más explícitas:

Porque como la parte inferior de nuestra mortalidad obsequia a la superior, de que le proviene el vivir, assí las Ciudades y Reynos, que sin la forma vivífica de los Príncipes no subsistieran, es necesario que reconoscan a estas almas políticas, que les continúan la vida240.



En una sociedad como la novohispana, separada radicalmente en estamentos sociales, son estas celebraciones fastuosas, en las que el poder se manifiesta a los gobernados, las que logran la congregación de todo el cuerpo social. En estas construcciones, los símbolos de la autoridad divinizada se hacen visibles para el pueblo, que es el gran público. Lo mismo ocurre en la canonización de un santo, en la inauguración de un templo, o en la celebración de un auto de fe. En todas estas ocasiones, el Estado absolutista novohispano pretende -y logra- una espectacular ritualización del poder por medio de la palabra y de la imagen. El ámbito de la ciudad se vuelve el gran espacio, y la teatralidad cobra un sentido prístino de escenario, de lo que se ofrece a la contemplación. Al respecto nos dice José Antonio Maravall:

A través de las representaciones o exhibiciones plásticas de todo tipo se pretendía conseguir algo más [...], se quería infiltrar en las conciencias un contenido doctrinario, al que se prestaba aquiescencia   —175→   no por vía de razonamiento, sino de adhesión afectiva, por pasión que arrastraba a la voluntad241.



El arco mismo es, en este sentido, y según los conceptuosos versos de sor Juana, el «Cicerón sin lengua», el «Prometeo de lienzos», y el «Dédalo de dibujos», que «habla» de las grandezas del príncipe eclesiástico o civil. Es por ello que no resulta sorprendente observar que las castas incultas, y en gran medida analfabetas, estén familiarizadas con los códigos de representación contenidos en un arco triunfal, con un lenguaje simultáneo que emplea signos plásticos y verbales. La cultura es visual y auditiva, medios perfectos del didactismo doctrinal.

Las fiestas son las ocasiones esporádicas en que se desvanece, por breves momentos, la estricta separación entre españoles, criollos y las numerosas castas que conforman la sociedad novohispana. Roberto Moreno de los Arcos ha definido bien este enlace entre pueblo y poder cuando dice que los arcos de triunfo: «Poseen un carácter popular. Son a la vez diversión y una de las formas de presentar al pueblo tanto la imagen solemne de la autoridad, como los rasgos principales de la biografía de la persona que la inviste»242. El ciudadano común, de cualquier estrato, gremio o casta, se impacta con las manifestaciones sensibles del poder, que se representan de forma alegórica. En la bienvenida a cada gran funcionario, civil o eclesiástico, existe siempre la esperanza y la fe del pueblo para la recepción de dones; el cuerpo solicita alimento al alma, como metafóricamente señala Sigüenza. El espectador está habituado a observar estas construcciones en las que se crea una analogía de identidad entre las referencias mitológicas y la personalidad del homenajeado. El primer mensaje es el designio divino de la investidura del protagonista del arco. No deja de ser importante el factor hierático dentro de la impresión que el arco causa en el espectador. La «fábrica» representa un amplio simbolismo deífico que alienta el asombro y la admiración de los que contemplan. La función ritual de la teatralidad   —176→   se cumple cabalmente en el protagonista real, en su encarnación simbólica y en la expectación (en ambos sentidos) de la colectividad. El poder se encarna en el relato mitológico y en la relación emblemática que existe entre el héroe de la fábula y el príncipe. Dice José Pascual Buxó:

[...] el autor a quien era encomendada la elaboración de un arco triunfal había de partir ineludiblemente de un asunto mitológico, concretamente de las hazañas y virtudes de algún héroe y hacerlas coincidir -mediante libérrimas y arbitrarias asociaciones- con las del [personaje] homenajeado243.



El teatro como concepción barroca es el gran escenario del mundo, en donde se «mira», en la acepción griega de la palabra. No es gratuito que gran número de textos lleven el nombre de theatros: el de Sigüenza, el Theatro de la primitiva Iglesia de Gil González Dávila, El theatro mexicano de Agustín de Vetancurt, para citar sólo algunos. Es por ello que los miembros de la colectividad están atentos a las representaciones emanadas del poder. Como dice Teresa Gisbert: «La vida, considerada transitoria, tiene como escenario este mundo y este escenario; como ocurre en el teatro, se lo hace lo más impactante posible»244. En el arco triunfal se cumple a la perfección el circuito de representación dramática: el pueblo que admira, la autoridad que pone en escena y el homenajeado que es el protagonista central.

Pasemos ahora al arco triunfal erigido por la Iglesia Metropolitana de México en honor de su pastor, el arzobispo Francisco de Aguiar y Seixas, en 1683. El diarista Antonio de Robles consigna: «Entrada del señor arzobispo. Lunes 4, día de nuestro padre San Francisco, hizo su entrada pública el señor arzobispo por el arco [...]; asistió el virrey y audiencia en la Catedral [...]»245.

  —177→  

Tanto los arcos triunfales, como los túmulos luctosos, tenían como función primordial dramatizar la historia del personaje aludido. En una cultura que funciona por analogías, como es el caso de la barroca, la equivalencia de lo real con lo metafórico se establece por medio del héroe mitológico que se equipara con el personaje venerado.

El arco es, pues, una metáfora visual que exalta al funcionario a una elevación universalmente válida. Como dice el anónimo autor, es «una Oración Panegyrica, adornada de variedad»246. La descripción textual de la construcción se inicia con una alabanza dedicada a Aguiar, y con el anuncio de ser Proteo la deidad elegida, aunque con la advertencia de que el Arzobispo rebasa al modelo mítico: «Las grandes perrogativas de nuestro amabilíssimo Príncipe no buscan exemplares, quando lo pueden ser de muchos a todas luzes; sólo pues servirá de alguna semejanza la de Proteo»247. La construcción es magnífica e imponente en sus dimensiones: treinta varas de alto y dieciséis de ancho, o sea, entre veinticuatro y diez metros, respectivamente. El escritor la llama «admiración primorosa de la Arquitectura»248.

Verdadero monumento a la grandeza, la «fábrica» emula todos los elementos y materiales mayestáticos de la arquitectura en piedra: sus tres cuerpos evocan las construcciones griegas; obras corintias y dóricas, columnas «remedo del Jaspe», plintos, basas, capiteles, triglifos, frisos, cornisas, etcétera. La montea del edificio consta de ocho tableros, que son propiamente los que ostentan la narración emblemática de Proteo-Aguiar. En los cuadros se desarrolla el drama que conjuga lo plástico con lo verbal. El título del arco, largo y típicamente barroco, nos refiere el contenido y el carácter mismo de su sentido alegórico: Transformación theopolítica, ydea mithológica del Príncipe Pastor, sagrado Proteo, alegorizada en   —178→   imágenes, descifrada en números que en el aparato magnífico del triumphal arco y padrón glorioso, en el fausto día de su plausible recibimiento dispuso y consagró al Ill[ustrísi]mo y Rev[erendísi]mo Señor D[octo]r D[on] Francisco de Aguiar Seixas. La siempre Augusta Iglesia Metropolitana de México. 1683.

En la familiar exaltación que produce la hipérbole barroca, el plano real y el metafórico se corresponden para relatar la historia mitificada del príncipe eclesiástico. Cada uno de los ocho cuadros descubre un episodio de Proteo-Aguiar; y aunque muchas veces la interrelación de los planos es forzada, logra, no obstante, una identificación feliz. En el primer lienzo, por ejemplo, observamos la personificación de Proteo «Archipastor» que encaja a la perfección con el ministerio del misógino contemporáneo de sor Juana.

El «Dios Padre Neptuno» aparece invistiendo a su hijo Proteo con el tridente, que simboliza la mitra episcopal. También hacen su aparición las deidades marinas menores, que son las iglesias sucedáneas que rinden obediencia al arzobispo. Las leyendas que acompañan las imágenes están en latín y eran seguramente incomprensibles para el vulgo inculto pero, quizá por ello mismo, le causaban más impresión. Las referencias a autoridades clásicas, patrísticas y bíblicas son frecuentes; menudean citas de Ovidio, Virgilio, Natal, san Gregorio, san Agustín, etcétera. Al final de cada cuadro va inscrito un poema en castellano, que explica y resume lo pintado en el lienzo. Por ejemplo, el primer cuadro lo concluye un soneto que en su penúltimo terceto refiere:


El Báculo en tres partes dividido,
[pretende] ligar y desatar en su potencia
y conservar ganando lo perdido249.



No entraremos en la descripción de los ocho cuadros, porque esto excedería las proporciones de nuestro trabajo. Lo que me interesa plantear es la, llamemos, «sinestesia estética», que se logra entre la representación   —179→   plástica y la codificación textual. El paso de lo visible a lo verbal se corresponde perfectamente: la palabra que enriquece y complica la imagen. A su vez, ésta refuerza la carga semántica de los signos lingüísticos. El lenguaje barroco apoya y recrea los emblemas figurativos de los lienzos.

En realidad, el arco se construye como un magno emblema, que continúa y cierra su estructura en los lienzos que compaginan los cuadros y los poemas. Los anónimos artistas, tanto plásticos como poéticos, armonizan sus motivos para expresar estas «voces de colores» de que habla sor Juana. Al igual que en el emblema, el proceso de representación se da por asociaciones alegóricas y metafóricas como reto para el desciframiento del enigma. Las fábulas de la gentilidad sirven para renovar el mito y hacerlo cristiano y contemporáneo. El sistema de representación barroco, alusivo y elusivo al mismo tiempo, revela y oculta para dar una visión ejemplar del protagonista del arco. Lo que se pretende es dar una «biografía» del personaje, una etopeya, es decir, una relación del carácter y las acciones del arzobispo. Es, como eruditamente lo señala el autor, una hypotyposis, o sea, una descripción viva, eficaz, de una persona por medio del lenguaje. De ahí la prolijidad descriptiva que con pinceles y palabras se hace, tanto de Proteo como de Aguiar. Es por ello que el pastoral ministerio de ambos se llama «Arte de artes»; ambos son «pastor-sacerdote». Como el hijo de Neptuno, Aguiar y Seixas tiene el don de la metamorfosis; los dos se convierten en los cuatro elementos que se designan en virtudes cósmicas de buena conducción:


Agua en lo igual a todos ajustado,
Tierra en sufrir la carga de contino,
Ayre en poder, como en mediar benigno,
Fuego que resplandece en sí abrasado250.



En los intercolumnios se concluyen las representaciones del dios marino y del prelado: «deducidas de la Fábula y Historia, mostrando en sus symbolos las especiales excelencias, que en su Ill[u]st[rísi]ma atiende la   —180→   veneración a todas luces grandes»251. La correspondencia se cierra apoteósicamente con el don de profecía que tuvo Proteo y que se respalda en el tridente del báculo y de la mitra arzobispal. Conforme avanza el desarrollo del arco, es curioso observar que el referente metafórico se apoya en el real; es decir, es Aguiar el que designa y explica a Proteo:


Con tres ojos el Tridente
tiene el govierno seguro,
lo passado le es presente
y alcança a ver lo futuro,
con prevenir lo presente252.



Lo que se pretende, al concluir la fábrica, es que ambos referentes resulten uno solo, que el proceso de mutua identificación haya sido ya asimilado a la perfección por el público asistente. La significación emblemática se magnifica con una «Explicación del arco» en romance, que cierra el texto, y en el que Proteo es ya trasunto del arzobispo:


Vesse en él representado
Proteo, Pastor prudente,
que en la virtud y en el rostro,
es copia vuestra dos veces253.



El romance termina con la invitación al príncipe eclesiástico para que trasponga el arco y entre al templo. La metáfora recurrente de esposo-esposa, arzobispo-Iglesia consuma la alegórica y feliz unión:


Entrad donde vuestra Esposa
con cánticos y placeres,
para ser eterno el gozo
sacro Thálamo os previene.
Entrad, que uniéndose a vos
—181→
alta y recíprocamente,
en la fee que os resive,
os paga la fee que os deve254.



El arco concluye donde se inicia: con el homenaje esperanzado ante el nuevo funcionario, en su apología y en la reverencia de la comunidad. La catarsis colectiva se ha consumado en la admiración de los signos verbales y visuales y, así, se han vuelto elocuentes el «Demástenes mudo» y el «Cicerón sin lengua».



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