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La novela en el Plata por Eugenio Cambaceres (Sud América del 7-12-1885)

Martín García Mérou

Claude Cymerman (Comp.)





El autor de los Silbidos de un vago, de Música sentimental y de Sin rumbo, ha obtenido desde la aparición de su primera obra un éxito sin ejemplos en nuestra vida intelectual. Discutido acerbamente, atacado con saña por la mayoría, pocos son los que han tomado su defensa con entusiasmo, desafiando las preocupaciones sociales y afrontando la ira del rebaño común que se subleva contra toda manifestación de talento e independencia. Así, Cambaceres ha tenido que luchar secretamente con el pequeño gremio literario, herido por el auge de sus novelas. Se necesitaba demostrarle que él era un advenedizo en nuestro mundo literario, que no había pasado por la iniciación sagrada, recibiendo el humo de incienso de los gacetilleros amigos, ni se había sometido al fallo de las camarillas que reparten la popularidad y se reservan el derecho de dar patentes de genio a sus neófitos más queridos.

La venta de su primera novela, los ejemplares corriendo de mano en mano, el estilo sin escuela de aquellas páginas acres e interesantes, produjeron, ante todo, un movimiento de asombro. Se buscaron pretextos para explicar aquel hecho. Se insistió sobre el carácter de libro «con clave» de los Silbidos de un vago; se quiso equipararlo con esas obras pornográficas que devoran en el misterio de los dormitorios comunes los adolescentes encerrados entre las cuatro paredes de un colegio. Se pensó, por último, que aquella tentativa audaz, aquel capricho pasajero de los ocios de un mundano, no se reproduciría, y entonces hubo voces imparciales que comenzaron a ensayar algunas frases de tímidos elogios.

Pero cuando a los Silbidos de un vago sucedió Música sentimental, la indignación se hizo general. No era posible bordar sobre esta novela la misma leyenda escandalosa que sobre la primera. ¡No importa! Se insinuó que el autor buscaba en la diatriba una vena inagotable, se le exhibió como un cortesano de las bajas pasiones de la humanidad, y no faltó un amigo espiritual que definiera en una frase incisiva el efecto que le había causado la obra: «Es -decía- un water closet tapizado con telas de Persia». Sin rumbo, finalmente, acaba de poner sobre el tapete la antigua querella. La fuerza de voluntad se impone, a despecho de todas las resistencias contrarias, y el autor de estos trabajos ha conquistado por sus propios méritos un puesto eminente en la literatura nacional. Voces elocuentes, pero escasas, se han levantado en su defensa; pero, en el salón y en el club, en las reuniones familiares como en el seno de la amistad, se le eleva o se le deprime, se falsifican sus intenciones, se desconoce su método, se achica deliberadamente su acción intelectual, presentándolo como un fabricante de escritos afrodisíacos, como un rebelado de la vida, un outlaw que combate a todas las creencias e insulta a todas las virtudes. Creemos llegado el momento de desentrañar la verdad en medio de estos extremos igualmente falsos.

Se reprocha ante todo al autor de Sin rumbo el haber levantado velos que cubrían detalles de la vida privada que es ilícito sacar a luz. Hemos contestado a los que nos han hecho esta reflexión que al recibir, a varios miles de leguas de distancia de la patria, el Potpourri, al recorrerlo ignorando esa pretendida crónica de que se hace tantas menciones, no es seguramente lo picante de revelaciones de que ni siquiera teníamos noticia lo que ha provocado nuestro juicio y producido nuestra simpatía literaria.

Hay una personalidad que se impone por su propia naturaleza, hay un estilo especial, un vocabulario nuevo, un plan fantástico si se quiere, pero de ninguna manera vulgar, en esas páginas menos pimentadas de lo que se cree por la generalidad, que retratan con valor y sin condescendencias hipócritas muchas de las fases de nuestra existencia. Encerrar al autor de Sin rumbo en el círculo infame en que reinan el Barón de Faublas, y en que el Marqués de Sade se revuelca en el lado sangriento de la prostitución refinada, hacerlo un émulo moderno del autor del Satyricon y del de Los diálogos de las cortesanas; pretender que su única aspiración consiste en seguir las huellas de cualquiera de esos Casanova que rebajan sus conciencias por el atractivo de una popularidad enfermiza y abyecta, es un medio fácil de lapidación nefasta, pero él no debe ser empleado sino por los espíritus estrechos que esgrimen el odio y la mentira, como armas de buena ley en las luchas literarias.

Por lo demás, haríamos el más sangriento de los insultos a todos los que leen entre nosotros si creyéramos que es solamente el atractivo del escándalo lo que los lleva a arrancarse de las manos las obras del autor de Música sentimental. Hay que desengañarse una vez por todas. Los libros de medio pelaje, que revelan los misterios de la alcoba y el tocador, esas glorificaciones infectas del sexo omnipotente o esos cuadros de crudo colorido en que se despedaza la honra y se prostituye el hogar, no traspasan jamás las manos de los curiosos o las imaginaciones enfermas que los recorren a hurtadillas, como el ebrio que se encierra en su habitación para entregarse al vicio que lo domina. El nabab de Daudet, y el libelo sangriento Sarah Barnum de María Colombier, tienen por bases hechos reales y personajes copiados del natural; pero mientras el primero es considerado como una de las obras maestras de la novela contemporánea, el segundo es arrojado con repugnancia por toda organización en que el espíritu predomine sobre la bestia humana.

No basta, pues, el escándalo para justificar un éxito y popularizar un autor. El Decamerón tiene páginas licenciosas y detalles de una escabrosidad manifiesta, pero él no habría conseguido inmortalizar el nombre de su autor si Boccaccio no hubiera formado parte de esa trinidad de autores en que unido a Dante y Petrarca fundó la lengua y la literatura italiana. Y no es solamente el cuento libertino lo que debe admirarse en él; es el estilo, la erudición, aquella pintura conmovedora y terrible de la peste de Florencia con que se abre el volumen, pórtico bien tenebroso por cierto para un jardín lleno de flores tan lozanas. ¿Y Rabelais? ¡Ah! No es ciertamente el cura alegre, que pasa de la taberna al convento, sigue al cardenal de Bellay y muere en Meudon sin haber flaqueado jamás su afición al culto de la Dive Bonteille; no es el escritor bufón que crea una epopeya fantástica y la llena de inmundas bajezas y de detalles obscenos, el que merece la posteridad. Las almas elevadas no ahondan esas debilidades y aprecian sobre todo al erudito, al lingüista, al que publicó el Ars parva de Galiano y los Aforismos de Hipócrates. Y él mismo nos advierte desde el principio que el objeto de su obra no es la simple diversión de sus lectores, sino otro más noble y elevado, «siendo necesario por curiosa lección y meditación frecuente romper el hueso y chupar la sustantífica médula, es decir, lo que entiendo por esos símbolos pitagóricos».

Los que se han detenido inmoderadamente sobre los cuatro o cinco términos crudos de las obras de Cambaceres se dan por satisfechos y fallan sin apelación. Sus dientes se mellan sobre el hueso que no alcanzan a romper; son jueces que dictan su sentencia sin estudiar el proceso. Porque para juzgar a un autor, en efecto, no basta tachar en el conjunto de su obra alguna escena de realismo implacable, alguna palabra que escandaliza a los oídos pudibundos, como no basta para juzgar a un hombre examinar la conformación de los dedos de su mano o de la forma de su pie. Los productos intelectuales son organismos completos cuyas partes están estrechamente vinculadas las unas con las otras y, estudiados en conjunto, estos libros de que nos ocupamos, revelan cualidades extraordinarias, están dotados de un valor propio, y resisten a todas las pruebas, porque aun despojados de los atavíos del artificio, o contrariando algunas disposiciones del arte, queda materia suficiente en ellos para despertar el interés o el aprecio. Escribir cuando se siente con viveza, cuando el espíritu palpita sacudido por todas las ráfagas de la inspiración, trasladar al papel el fruto de los pensamientos que se han ido acumulando en la soledad, cuando la vida ha presentado panoramas sombríos, cuando el hombre ha tenido que perder sus mejores años en la lucha por la existencia que la suerte reserva a sus hijos escogidos, es hablar a la humanidad el lenguaje de sus penas y sus alegrías, de sus vacilaciones y sus esperanzas, es presentar sus títulos a la simpatía de todos los que combaten y a la confraternidad de todos los que piensan.

No es posible examinar las novelas de Cambaceres sin rozar de paso la eterna cuestión del naturalismo. Apresurémonos a decir que, según nosotros, no debe ser considerado discípulo de Zola. Pero antes permítasenos una digresión. Hace algunos anos, cuando apareció Nana, sublevados por el horror de todos esos cuadros que no podía conocer el alma de un adolescente, nuestra pluma indignada protestó contra las tendencias de la nueva escuela. La reflexión y la vida, tanto como la experiencia propia, nos han mostrado más tarde la profunda y desoladora verdad de aquellas pinturas. El naturalismo, empero, no se limita a copiar la realidad, a retratar la vida tal cual es, sin afeites ni disfraces. Sintetizando la teoría del maestro, él consiste simplemente en la aplicación de un método científico al arte literario. Así, la serie de los Rougon-Macquart está basada en el principio fisiológico de la herencia.

No somos naturalistas en el sentido estricto de la palabra. Y, sin embargo, amamos la realidad y leemos con deleite las páginas que la retratan desnuda. En la literatura griega, en el nacimiento de la comedia, que brota de las embriagueces y licencias de las fiestas báquicas, mitad ceremonia religiosa y mitad orgía, el genio de Aristófanes nos atrae con un poder irresistible. En medio de la descomposición de una sociedad que entraba en un período de decadencia, de la justicia venal, las exacciones rigurosas, el libertinaje desenfrenado, y la retórica ampulosa de los sofistas sin alma, él es la voz que protesta, el látigo que hiere, la pluma que escarba y ensangrienta la carne muerta de las llagas de aquella sociedad que desfila a nuestra vista con sus enérgicas pasiones y su priapismo cáustico, en una especie de linterna mágica donde se suceden las figuras más abigarradas, la hetaira al lado del filósofo, el Dios al lado del sátiro. Y en la Roma de las grandes tradiciones, no es en el sereno Virgilio donde buscamos datos sobre la vida íntima; Plauto los da, al hacemos confidentes de las intrigas que se agitan en aquel mundo original, raptos, argucias de esclavos, disputas en el foro, tiendas de bribones, espectáculo siempre nuevo y variado en que representan un papel importante los criados, las cortesanas, los mercaderes, los jóvenes libertinos y los ancianos engañados. Bajo el derroche de sus sarcasmos acerados, en medio de aquel fuego artificial de epigramas crueles y flagelaciones implacables, admiramos la mano del artista ameno y del filósofo amargo que ha sintetizado en una palabra breve las miserias humanas y la pequeñez de las afecciones terrestres: Lupus est homo homini, «el hombre es un lobo para el hombre».

La observación sutil, la copia exacta de la realidad, bastan para mostrar el talento de un autor y éste es el caso de Cambaceres. Ante todo, su mérito consiste en la pintura exacta de la realidad; los colores se funden en su paleta y recorren toda una escala brillante, desde los tonos más cálidos hasta los matices más tenues. ¡Cuánta originalidad, la de ese libro tan profundamente humano, tan vivido, escrito con un derroche tan continuo de paradojas humorísticas y reflexiones bizarras! ¡Cómo se ve desfilar la sociedad, la política, la prensa, la vida que palpita a nuestro alrededor y que él reproduce como un daguerrotipo implacable! Se dirá que es cruel, algunas veces, que ante los ojos de su imaginación todos los objetos se deforman y afean. No lo culpemos demasiado; no olvidemos que todo verdadero observador carece de piedad. La Rochefoucauld nos lo ha dicho, a fines del siglo pasado, y sus palabras podrían ser reivindicadas por Flaubert, Zola y cualquiera de los novelistas actuales: «soy poco sensible a la compasión y desearía no serlo absolutamente nada. Ella no tiene objeto en un alma elevada, no sirve sino para debilitar el corazón, y debemos dejársela al pueblo, que, como no razona, necesita pasiones que lo impulsen a obrar».

La cualidad culminante en los escritos de Cambaceres es la fuerza, el vigor mancomunado del pensamiento y de la palabra. Su estilo carece de las inflexiones artísticas que sólo se adquieren después de haber labrado mucho tiempo con ardor incesante el informe bloque de la lengua madre, en que debe tallarse la estatua tersa y pulida. Sus párrafos incisivos, cortantes, ásperos y de aristas agudas, tienen, sin embargo, el temple del acero. Se diría que, en lugar de pluma, maneja el buril. Le falta la delicadeza sencilla, el periodo cadencioso cuyo ritmo se pone al unísono de esas vagas tristezas que dormitan en las almas soñadoras. Pero, estudiadlo en esos grabados al agua fuerte, en que el líquido corrosivo muerde y socava el metal, en esos esbozos de una sátira terrible, de un odio casi ditirámbico, como cuando venga a dos mil muertos inmolados por la ambición, flagelando la espalda vil del que los llevó al sacrificio, seguidlo en esos profundos análisis morales, en que su pensamiento penetra al fondo de la conciencia más oscura, y allí va sacando a luz, una por una, con crueldad horrible, todas las ideas adormecidas, todas las corrupciones aletargadas, todas las malas pasiones, las escorias y los detritus de una naturaleza enlodada, como el cirujano revuelve con las pinzas la herida recién abierta, hasta extraer el plomo y las esquirlas incrustadas en la carne viva.

Música sentimental y Sin rumbo señalan en su autor un progreso evidente y una concepción cada vez más lúcida y perfecta, del género literario a que se ha consagrado. Nada más temblé que el cuadro desolador que se presenta en la primera: la historia de ese collage sin altura moral, y la vida francamente licenciosa de Pablo, terminada de una manera tan trágica. Ciertamente, el horror de esa agonía dolorosa y repugnante oprime el corazón más endurecido. Pero todo está narrado con estricta verdad, y la lección moral resalta más del seno de aquellos males que nos aterran que de las insulsas moralejas de los novelistas al uso de las hijas de familia. Música sentimental nos parece una obra notable, hondamente estudiada y poderosamente escrita, a la cual no se ha hecho aún la justicia que merecía...

Para examinar con alguna detención el último libro de Cambaceres, ocuparíamos un espacio inconciliable con el tono de estas apreciaciones. Sin rumbo es el estudio franco, profundo y desgarrador de una existencia perdida para el bien y la felicidad. Un mundano fatigado de la vida, retirado en una estancia donde fortalece su cuerpo marchito, prostituye a una humilde campesina y después del estragamiento de la posesión, la abandona con el fruto de su falta en las entrañas, por los encantos y atractivos de la capital. Allí se siente atraído por un nuevo capricho, se liga con una prima donna a la moda y trata de hacer revivir en sus brazos las sensaciones que creía aletargadas para siempre. Pero el hastío se encarniza en su existencia. Misántropo y desencantado interrumpe, por fin, aquella dolorosa embriaguez, y regresa al campo impulsado por un sentimiento cuya existencia no sospechaba en el fondo de su ser. La paternidad lo ennoblece y purifica; su única felicidad, su único porvenir, el norte de su vida, la esperanza de su redención, todo se encierra para él en la pequeña cuna en que reposa el cuerpo de su hija. Una primavera inesperada cubre de flores las grietas de aquel corazón en ruinas. Pero un día se levanta iracunda la expiación. Aquel ángel inocente muere, ahogado por el crup, y su padre se abre el vientre delante de su cadáver aún tibio. Una mano criminal incendia sus bienes, y en el fondo de aquel cuadro sombrío «la negra espiral de humo, llevada por la brisa, se despliega en el cielo como un inmenso crespón».

En Sin rumbo como en Música sentimental y Potpourri, Cambaceres se ha complacido en pintar escenas de nuestra vida. Es siempre la misma buscada perfección de detalles, los mismos cuadros realistas que definen y destacan su vigorosa originalidad literaria. El viaje a caballo, bajo el sol del mediodía, hasta el rancho de la campesina que le entrega el cuerpo y el alma; las sensaciones de la noche de verano pasada en el lecho común, la descripción de la esquila con que se abre el volumen, los entretelones de nuestro primer coliseo, el furor imponente de la tormenta que cambia los arroyos en torrentes y pone en peligro la vida de Andrés; la admirable escena de la llegada de éste a la estancia y su conversación con la curandera campestre en que, en nuestro juicio, el autor toca a la perfección; la agonía de Andrea, su muerte y el suicidio de su padre; todos los cuadros, todas las notas de este vasto conjunto son dignos de un novelista de raza y un escritor de talento luminoso. Exceptuamos, sin embargo, la última pincelada de la novela, no por el empleo de una palabra que en aquel sitio nos parece real y ennoblecida, sino por el inútil lujo de barbarie, que juzgamos anti-natural, del suicidio de Andrés.

Para terminar, notamos en las obras que nos ocupan dos rasgos distintivos. Ante todo, el medio. El autor de los Silbidos de un vago ha fundado entre nosotros la novela nacional contemporánea. Así como Dumas hijo fue el descubridor del demi-monde parisiense, Cambaceres nos ha demostrado con el ejemplo que nuestra vida es susceptible de estudio interesante en cualquiera de sus múltiples fases, y esto solo revela el poder y alcance de su visión intelectual. En segundo lugar, el idioma. Es el verdadero slang porteño, como lo ha hecho notar un joven crítico de espíritu sagaz. Las locuciones más familiares, los términos corrientes de nuestra conversación, la jerga de los paisanos como el argot semi-francés, semi-indígena de la clase elevada, son los retazos que forman la trama de ese lenguaje pintoresco, hábilmente manejado, genuinamente nacional, en que están escritos los libros de que nos ocupamos. He aquí la segunda prueba de superioridad que hemos admirado en el autor de Sin rumbo.

Cambaceres, en suma, es una personalidad literaria original, y dotada de mérito propio. En nuestra escasa vida intelectual está llamado a ocupar un puesto importante y abrir el sendero en que se espaciará en el porvenir la novela argentina. Sus progresos son evidentes y palpables; ellos revelan claramente que, en breve, adquirirá esa perfección de la forma que es en lo único en que sus libros se prestan a la censura. Los que pretenden hundirlo con el gastado reproche de inmoralidad debían meditar en estas palabras elocuentes y sensatas de Zola: «Para mí, la cuestión del talento decide de todo en literatura. No sé lo que se entiende por un escritor moral y un escritor inmoral; pero sé bien lo que es un escritor que tiene talento, creo que todo le está permitido. Para mí son únicamente oscuras las obras mal pensadas y mal ejecutadas». Estas palabras sinceras y generosas son una noble glorificación de los espíritus superiores, que rompen las redes de la falsa moral convencional. Por lo demás, ellas encierran una gran verdad. El porvenir pertenece a los fuertes y a los audaces, ¿qué importa que el odio y el error se completen contra ellos? Los golpes de la envidia se mellan en su coraza férrea. Se parecen a aquel gigante de las «Eddas», en uno de cuyos guantes pasó la noche oculto el dios Thor, y que, cuando éste pretendió matarlo, asestándole un golpe de maza en la cabeza, se pasó la mano por la frente y dijo: «¡Creo que me ha caído una hoja sobre los cabellos!».





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