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La utopía: entre la historia y la ficción

Mónica L. Bueno





Es el lenguaje el que arranca al hombre de los códigos de señales deterministas, de lo inarticulado, de los silencios que habitan la mayor parte del ser.


George Steiner                


¿Por qué me fascina la astucia literaria de la inscripción y toda la paradojicidad inexpugnable de una huella que no consigue sino arrebatarse, borrarse ella misma en la consideración de sí, ella misma y su propio idioma, el cual para alcanzar su realización debe borrarse y se produce a costa de borrarse?


Jacques Derrida                



Introducción

Los nombres de Héctor Tizón, Antonio Marimón y Daniel Moyano, recientemente fallecido, resucitan, de alguna manera, viejas pero nunca saldadas cuestiones entre los escritores que se exiliaron y aquellos que permanecieron en la Argentina durante la dictadura militar. Creemos que el exilio produjo un espacio otro de resistencia y, desde allí, se construyeron las ficciones. Aludimos a que, más allá de la circunstancia puntualmente biográfica de la expatriación no voluntaria pero imprescindible, se instaura una situación de exilio literario en cuanto el texto genera un espacio alternativo, o sea o no producido en el país.

Se trata de contar un fragmento reciente de nuestra historia desde esa zona escurridiza que es la literatura. Ficcionalizar los hechos implica decidir procedimientos y estrategias para mostrar, con la referencia directa o no, los espacios de los que otros discursos no pueden dar cuenta y, además, escalonar en esa posibilidad que la literatura tiene; en el juego entre escritura/lectura, el reconocimiento de la violencia, la represión, el autoritarismo como formas posibles de la conducta del hombre reconocibles en diferentes momentos históricos. En este sentido, la posibilidad utópica de la literatura reside en ese intento permanente de la modificación del lenguaje para nombrar de otra manera. Como señala Ricoeur, la utopía explora lo posible, sobre la base de una transformación metafórica de lo existente. El discurso literario resulta, entonces, un lugar privilegiado donde «esta variación imaginativa tocante a una esencia» -la utopía- permite no sólo «la fantasía de una sociedad alternativa» sino que opera «como uno de los formidables cuestionamientos de lo que es»1. Ricoeur llama poética a esta capacidad del lenguaje para crear, recrear y descubrir la realidad misma en el proceso de ser creada.

¿Cómo contar? ¿Qué estrategias utilizar para las ficciones históricas? Los discursos históricos parecen proporcionar ciertos procedimientos que los escritores toman prestados para construir sus textos. Si nos atenemos a las conceptualizaciones que Hayden White utiliza en su ya célebre Metahistoria (1992), relato y crónica son dos representaciones, dos procesos de selección y ordenación de datos del registro histórico. Mientras las crónicas «son abiertas en los extremos»2, es decir, que empiezan simplemente cuando el cronista comienza a registrar los hechos; los relatos se estructuran en secuencias que marcan motivos inaugurales, otras que definen hechos de transición y, finalmente, aquellas que indican los sucesos finales. El relato tiene, entonces, una organización, una ordenación de los hechos que se premedita para darle esa categoría de proceso. Si bien respetamos las limitaciones que el mismo White señala con respecto a su metodología, ya que indica manifiestamente que estas distinciones tienen valor para el análisis de obras históricas más que para el estudio de ficciones literarias, creemos que relato y crónica son dos modos posibles no sólo de las obras históricas sino también de las ficcionales. Nuestra crítica a White reside en que polariza los dos discursos (histórico/ficcional) como dos modos de representar el mundo, el de la obra histórica que está hecha de sucesos «que existen fuera de la conciencia del escritor», y el de la novela, donde los sucesos pueden ser inventados. Esta distinción parece contaminada de cierta concepción tradicional que permite al historiador el reconocimiento privilegiado de los hechos y otorga a su discurso cierta hegemonía frente al resto de los discursos culturales. Por otra parte, convengamos que la ficción no es homologable a la invención pura. En la novela histórica contemporánea, el escritor reconoce los hechos pero los reinserta en su escritura con el propósito de adelgazar la mera facticidad para cuestionar toda seguridad epistemológica. Las tres novelas que a continuación analizaremos, alternan e imbrican estos dos modos de contar para obtener determinado efecto de lectura y permitir la polifonía, la multiplicidad de las voces discursivas. Los préstamos, o mejor dicho, las apropiaciones de estrategias, modos discursivos y temas, que la literatura ha recogido de otros discursos, y, al mismo tiempo, la ampliación de las formas del discurso histórico han quebrado esa creencia de la historia y su atributo de verdad frente a la literatura con su carácter ficcional producto de la libre invención del autor. Este encasillamiento de estos textos de la cultura permitió, durante mucho tiempo, la manipulación ideológica de los mismos, decretando la historia oficial, única versión de lo acontecido, o desplazando a la literatura a un sector marginal del campo intelectual como forma «fantasiosa» y privada de entretenimiento.

Las novelas que trataremos nos hablan de la posibilidad de la literatura como un espacio que permite la respuesta contraideológica a «esa forma de locura que es, a veces la realidad» como señala el texto de Tizón. Los signos de la escritura literaria, que permiten, en su diferencia, la lectura con ese preciado margen de libertad, juegan con la paradoja de la ausencia y la presencia simultáneas que abren la posibilidad utópica.


El vuelo del tigre: la palabra como espacio de resistencia3

La novela de Daniel Moyano fue escrita en dos geografías diferentes: la de La Rioja y la del exilio madrileño, en 1975 y 1980 respectivamente. Esta obligada reescritura conjuga la circunstancia histórica con la misma novela que metaforiza la represión militarista4.

Hualacato, un pequeño pueblo provinciano, es invadido por los percusionistas, extraños seres que llegan montados en sus tigres y que decretan: «Todo prohibido en Hualacato» (p. 8). Sin embargo, los habitantes, músicos habilidosos, buscan en sus instrumentos una forma de conjurar el peligro. Todo es inútil. Los percusionistas se adueñan del lugar. La respuesta de los hualacateños no tarda en llegar: eligen el silencio. Dejan de tocar sus instrumentos para escuchar, para tratar de comprender esa otra realidad plena de ruidos que los invade. La brecha de silencio entre la música y los ruidos resulta una estrategia concebida por el pueblo como forma de conocimiento, como adquisición de un nuevo saber que le permitirá reacomodar sus comportamientos y sus relaciones. El margen de libertad que implica esta conducta es reconocido como peligroso por los represores, que exigen la devolución del orden musical. Entonces, el ataque se hace más violento y desenmascarado. La gente silenciosa es perseguida, sus casas son asaltadas y tomadas a pesar del resguardo de candados y tapias. Es en ese momento cuando la historia se particulariza más aún: el percusionista Nabu invade la casa de los Aballay. Su llegada, castigo al silencio revelador, determina un nuevo reacomodamiento de los habitantes y de la geografía de la casa. La realidad se abrirá, entonces, en dos dimensiones que, en un siniestro juego de enfrentamiento y convivencia, implicará una nueva forma de vida, y un lenguaje diferente con nuevas reglas5:

Vengo a organizar las cosas, a enseñarles a vivir en la realidad y sacarles los pajaritos de la cabeza, que ya les han causado muchos sufrimientos si lo piensan bien.


(p. 13)                


Según Nabu, hay una sola realidad, compacta y homogénea. En la formulación autoritaria de su discurso se percibe la perspectiva utópica de un nuevo orden social carente, sin embargo, de las condiciones básicas de una auténtica utopía, de los elementos imprescindibles de un proyecto social comunitario: la libertad y la igualdad. Es un discurso que se autoabastece, que no permite la entrada de otras posibilidades de representación del mundo. Por ello es que frente a esta manifestación autoritaria, los Aballay deberán buscar diferentes formas de resistencia, deberán ensayar nuevas estrategias para agrietar ese universo unívoco en el que se encuentran entrampados. Nabu les ha instaurado una nueva geografía dentro del espacio privado, geografía precisamente delimitada, con fronteras marcadas por lo prohibido; paredes que no existen pero que al haber sido enunciadas no pueden franquearse; pasillos y carteles que señalan el obligado tránsito de los habitantes.

Las primeras fisuras pronto aparecen. El mundo natural emite su primera protesta frente al avasallamiento: durante la noche, todos los gatos del pueblo -incluida Belinda, la gata blanca de la familia-, enloquecen con sus lamentos destemplados al Percusionista. Los disparos del arma de Nabu y la llegada de un monstruoso perro a la casa serán las respuestas del invasor. Así se establecerá un juego de ataque y defensa, de avances y retrocesos.

La primera resistencia esencial que los Aballay construyen para oponerse a ese presente opresor, es la recuperación de la memoria. Las imágenes del pasado se restablecen en la reconstrucción -fragmentaria y desorganizada pero dinámica- del álbum familiar de fotos, álbum que curiosamente está en posesión de Nabu. El objeto que es, por excelencia, el resorte del pasado en el ámbito privado, la foto, ha sido requisada por la autoridad pública. Debido a esta nueva y siniestra forma de invasión simbólica, los Aballay recuperan la imagen mediante el relato comunitario, efectuando una trasposición de códigos. El lenguaje, funcionando como amalgama, les permite unir las partes fragmentadas del pasado, y así cada descripción, cada representación discursiva de la imagen fotográfica, remite a la narración de la historia familiar, que es a la vez la de esa comunidad. Una historia de imágenes recuperadas por la palabra. Decir el pasado les permite sentirse vivos, les permite saber quiénes son y reconocer al otro como invasor y extranjero, ausente del origen fundacional.

Ingresamos así en la problemática de la creación de la palabra que instale un nuevo «juego de lenguaje», tal que no pueda ser «requisado» por el poder público y, a la vez que se inscriba en el ámbito de lo familiar y privado, tenga valor comunitario. Una cita guiará nuestra lectura:

Así, pues, alguien que no haya aprendido ninguna lengua, ¿no puede tener ciertos recuerdos? Claro, no puede tener ningún recuerdo verbal, deseos o temores verbales, etc. Y los recuerdos, etc., en él lenguaje no son meras representaciones deshilachadas de las verdaderas vivencias; ¿acaso lo verbal no es una vivencia?6


La cita de Wittgenstein nos lleva a uno de los planteos fundamentales de la Filosofía del Lenguaje: la compleja relación entre el signo y el objeto, su extraña simbiosis de transparencia y opacidad. La novela de Moyano explora esa posibilidad del lenguaje desde diversos ángulos. En este caso, decir el recuerdo es poseer el pasado, tener la vivencia de la propia historia. Por otra parte, el relato comunitario de los Aballay, que permite las diferentes interpretaciones, las versiones y el disenso, se opone al monótono soliloquio del Percusionista.

En la memoria, por supuesto, está todo el universo del pasado: dichas y desgracias, pero también el peligro del presente. El punctum en la foto es, según Barthes, ese agujero, ese abismo por donde se inserta lo no esperado. Y es así que lo siniestro emerge en una inocente foto familiar donde aparecen la tía Avelina y su esposo, el Cachimba, transformados en un disparador de muerte para la familia, ya que estos parientes son para la autoridad entes subversivos del orden. El recuerdo de esa foto que con seguridad está en posesión de Nabu, trastoca ese margen de seguridad y felicidad que los Aballay parecían haber logrado. Al mismo tiempo, refuncionaliza las relaciones de parentesco: la esfera del afecto y la confianza se contamina de peligro y de miedo. La tía Avelina y el Cachimba ya no son imágenes del ayer, son riesgos del hoy que deben conjugarse.

Nabu sigue leyendo o mirando fotos. Hay que ver lo que puede pasar aquí cuando llegue la foto de la tía.


(p. 41)                


Es un bicho invisible respirando. Avelina de alas negras aleteando arrinconada es un pájaro de tumbas, ya no tiene salida.


(p. 43)                


Además Avelina es sólo prima nuestra. Le decimos tía por costumbre. Una prima más bien lejana, por lo que el Cachimba no es nada para nosotros. Primo político en todo caso, que es un parentesco que no existe.


(p. 44)                


El miedo desata en todos y cada uno de los Aballay una serie de prevenciones, justificaciones, negaciones y mentiras ante la posibilidad del descubrimiento de la foto. Finalmente, será necesario el arrojo del héroe que salva a la comunidad. Kico rescatará la foto. Sin embargo, el robo será reconocido por el represor y se provocará una reacción terrible que sumirá a la familia en una lenta degradación, claramente asimilable a lo que se vive en un campo de concentración, metaforizando así que no todo encierro necesita límites físicos e inscribiendo la figura del exilio interior.

Uno de los mayores aciertos de la novela de Moyano es constituir, en el lenguaje que narra la sencilla historia de una familia, la poética alusión a un referente alucinado, donde se han internalizado en los sujetos las instancias de la represión: autoexilio interior y autocensura como marcas de la situación extratextual.

Si el nombre es arquetipo de la cosa, como nos dice Borges intertextualizando los escritos de Platón, los cambios del mundo de los Aballay y la refuncionalización de los objetos y de los seres que los habitan, implican la resemantización del signo que los nombra, la quiebra del significante. Las palabras nombran las mismas cosas del pasado pero de otro modo. Los objetos tienen nuevas definiciones. En las letras de la rosa está toda la rosa, pero la rosa puede ser, en este presente, un elemento de peligro, un arma de combate. Los habitantes reconocen, en esa ruptura del lenguaje, la apropiación ilegítima de su propio discurso, que los obliga a replantear sus relaciones con las reglas del juego lingüístico impuestas por el represor. Se trata de un lenguaje separado de la vida. Los actos de nombrar el mundo, representarlo y comunicarlo a los otros han perdido su autenticidad; por lo tanto, es necesario un nuevo código libre de las reglamentaciones de la autoridad espúrea y que posea sus reglas constitutivas genuinas. Ese intento no sólo es una resistencia al presente, sino una formulación vital de futuro.

Los idiomas nacen solos, por necesidades extremas. Cuando algo necesita ser nombrado, el primer sonido que surja ya le corresponde, ya está la palabra. Las cosas entran en lo real buscando la palabra.


(pp. 47-48)                


Los Aballay van creando lentamente un complejo sistema cuyos signos son sonidos, los sonidos de las cucharas y de los tenedores. Resulta interesante destacar la constante relación dialéctica entre el sonido y el ruido, en un paradigma no por casualidad surgido de una región cultural con un sustrato indígena muy presente en su música, y que configura una constante en la narrativa del autor. El abuelo registra el ingreso permanente de nuevos nombres con el afán de fijar esas normas. Un extraño pasaje se produce del viejo al nuevo lenguaje: si bien las derrotas en el primero son constantes pues las palabras mueren, se vacían, se pierden; casi al mismo tiempo renacen en gestos y sonidos. En el nuevo nombre se recuperan las formas de vida del pasado, se reconstruye la propia identidad. Representar el mundo, organizar una imagen propia y libre afinca la esperanza, inserta la utopía. «Aquí (en el espacio utópico), el lenguaje aparece como marca de la diferencia, signo de rigor, medio de apropiación del mundo»7. La diferencia -marca constitutiva de la utopía- emerge en la creación de un sistema cuya clave sea simple y productiva, en franca oposición al aquí que se desea modificar y criticar.

Y callados, les dijo el Percusionista como si ellos tuvieran palabras, sin saber que las estaban enterrando.

Y callado marchaba el otro bando entre guerras y pasillos, pasándose al idioma que estaban inventando para salvar las palabras y la vida. Tragando saliva, para borrar lo oído.


(p. 67)                


Nabu parece desconocer el valor del silencio de los Aballay, de un silencio que, como bien señalara Steiner, «rodea la desnudez del discurso» y «parece [...] no tanto un muro como una ventana»8. El discurso autoritario del represor se define abarcador, totalizador de la realidad, sin tener en cuenta que todo lenguaje ocupa un segmento restringido de esa realidad donde, como ya nos anunciara el Wittgenstein del Tractatus, la mayor parte es silencio9.

En el silencio está la lucha: es un grito de vida que no tiene sonido pero que se articula en los gestos del cuerpo de los reprimidos. El poder del Percusionista se cree seguro frente a la pasividad aparente de los habitantes, ya que no registra más que un solo modo del saber sobre el mundo: el propio. La novela despliega así esa perpetua relación entre saber y poder que Foucault analizara: ejercer el poder es crear objetos de saber, hacerlos emerger, acumular información, utilizarla10. La quema de los pocos libros que se encontraban en la casa, la obligación insistente del aprendizaje en la confección de papirolas, los discursos ejemplarizadores de las conductas y los comportamientos son algunas de las estrategias de Nabu para clausurar el mundo de los Aballay. Estrategias que nos recuerdan los gestos del poder totalitario en la historia de la cultura, índices imprescindibles y reductivos de la realidad. Sin embargo, las grietas se producen. Hay cierto margen insospechado para el poder que permite a los hombres la respuesta contraideológica y, en ella, la posibilidad de la utopía liberadora. Como señaláramos al principio, dos proyectos parecen enfrentares en la novela de Moyano: para esos dos proyectos, dos lenguajes. Dijimos, también, que las traslaciones del viejo al nuevo son constantes. Así, por ejemplo, los relatos que, en un primer momento, se formulan en el viejo lenguaje son traducidos a la nueva gramática de sonidos; paradójicamente, Nabu obliga al viejo Aballay a contar las historias del pasado como modo de afianzar su conocimiento y su poder sobre ellos; sin embargo, nadie las escucha, Nabu no tiene real interés en ellas y los Aballay reconstruyen su memoria en el nuevo código. Definitivamente, ese lenguaje es una cascara vacía, una resaca muerta.

El viejo suspendió de golpe sus palabras como si se hubiera olvidado del resto de la historia. El Cholo no podía soportar la lástima que le provocaba el viejo cambiando una vieja historia conocida, eligiendo las palabras y cargándolas de intenciones para darles el sentido de un encantamiento, inútiles como las agujas que se clavan en las fotos o las velas que se encienden en el monte en pleno día para ahuyentar espíritus malignos, un juego sin sentido. Y Nabu ni siquiera lo oía. Dormitaba.


(pp. 89-90)                


La convivencia de los dos lenguajes entrará en crisis cuando Nabu descubra en una de las habitaciones, fuera de su lugar correspondiente, el instrumento del que los personajes se valen para comunicarse; la cuchara. El objeto representará el cruce de los dos lenguajes y la imposibilidad, por parte del represor, de traducir, de saber el espacio de significatividad creado mediante ese simple elemento cotidiano. El Percusionista trata de recomponer en el significante del signo cucharais, potencialidad del peligro que la refuncionalización de la cosa encierra, pero será incapaz de traducir, de trasladar significaciones. La respuesta será inmediata:

El motivo de su ira era una cuchara encontrada en una de las habitaciones durante la requisa. Nada menos que una cuchara, con significación de incendio o cataclismo.


(p. 65, subrayado en el texto)                


Cada transgresión, cada avance de los Aballay será descubierto y castigado por el represor, por el redentor -como se autodenomina-. Como ya adelantáramos, Nabu descubrirá también el robo de la foto de la tía Avelina. El cordón de violencia se ajustará siniestramente. El episodio del interrogatorio al viejo Aballay desestructura la posibilidad representativa unívoca del lenguaje ya que, desde la perspectiva del personaje, el discurso da cuenta de una superposición de relatos; la historia de los esquimales, la película del estudiante de medicina obligado a practicar una operación de urgencia y la propia narración de los castigos a los que es sometido el viejo. Los tres relatos se contaminan mutuamente; las ficciones evocadas por el personaje en el mismo instante en que Nabu inicia sus torturas se fragmentan y adelgazan su sintaxis, a tal punto, que no permiten que las leamos como metáforas paralelas de la historia «real», sino que en ese juego de avances y retrocesos de las imágenes discursivas de cada una, las tres se homologan en una sola: la historia de la condición humana, del dolor, la violencia y el miedo.

Muerte y exilio precipitan el final de la novela. El asesinato del Cholo y la confinación del anciano en el exterior de la casa conjugan una fractura que parece definitiva. Sin embargo, en la reclusión del viejo estará la posibilidad de liberación. El personaje, desde su exilio, apela a los presupuestos fundamentales del saber científico: la observación y la experimentación. El mundo natural se erige como un ente posible, portador de significaciones nuevas. El recorrido geográfico de los pájaros resulta ser un paradigma diferente, una representación del mundo no prevista por el poder que, como afirma Deleuze, «opera totalizaciones»11, y administra las posibilidades previsibles de los saberes. El viejo Aballay, desde su destierro, trabajará con ese saber que le ha permitido el tiempo de la soledad y transformará un espacio destinado a la muerte, en el lugar de la libertad.

La voz del viejo cierra el relato: Hualacato ya puede construir el futuro y en esa construcción todos los habitantes estarán comprometidos. La utopía ha comenzado a formularse abiertamente, pero la memoria y el conocimiento del mundo natural serán los estructurantes de su plasmación.

Tenemos que hacer un cerco que no sea cerco, de modo que el tiempo no se quede ahí encerrado, porque el tiempo es muy largo y contiene todas las migraciones. El tiempo tiene que poder ir y volver como los pájaros.


(p. 172)                


Hemos señalado ya que el procedimiento de metaforización del referente histórico que la novela de Moyano despliega tiene una excedencia constitutiva que le permite la ampliación de la analogía evidente. Hayden White considera, en su teoría de los tropos, a la metáfora como uno de «los paradigmas proporcionados por el lenguaje mismo, de las operaciones por las cuales la conciencia puede prefigurar áreas de la experiencia que son cognoscitivamente problemáticas»12. En este sentido, Moyano redimensiona el espacio del exilio como un área de producción de sentido. Como señalara Nilda Flawia de Fernández, el discurso de Moyano «significa romper para siempre el vacío del exilio y de la historia mediante una escritura que exorciza los miedos y recupera el valor de la memoria»13.




La casa y el viento: el lugar de la escritura

La novela de Tizón nos propone, desde el inicio, un nuevo modo de ficcionalización de los hechos del Proceso. Si bien el núcleo productor del relato es el exilio, la historia se centra en el tránsito del viajero hacia la frontera donde se efectuará su destierro voluntario. Desde el principio, reconocemos un sujeto que escribe desde un presente, el tiempo del exilio, y que explica el motivo de su alejamiento: «Desde que me negué a dormir entre violentos y asesinos, los años pasan» (p. 9). Asistimos entonces al proceso de ficcionalización de la escritura desde el exilio de un relato autobiográfico que se centra en la etapa de tránsito, pero que fragmentariamente reconstruye momentos de la infancia del viajero y, al mismo tiempo, la historia de su pueblo.

En La casa y el viento se nos propone la crónica de los últimos días del viajero en su tierra. En ella reconocemos fácilmente el dolor y el desencanto de aquel que debe abandonar su lugar y, por lo tanto, su propia identidad. Beatriz Sarlo, al referirse a esta novela, escribe que «este relato habla de la fragilidad de los materiales con los que se articula una identidad»14. En efecto, la salida de su espacio es para el personaje la entrada a una zona de cuestionamientos donde la unidad del yo se destruye al fragmentarse entre el recuerdo de lo que fue y la incertidumbre del futuro. El viajero caminará por los últimos pueblitos del norte de su tierra hacia la frontera. Esta zona de transición será, entonces, no sólo la crónica dolorosa hacia un nuevo lugar, sino el pasaje de un hombre hacia una forma de la muerte.

La ficción nos propone el reconocimiento de «una estructura de sentimiento» como denomina Raymond Williams a aquellos elementos que forman un grupo, una estructura con relaciones internas específicas, entrelazadas y a la vez en la tensión del proceso. Estas estructuras del sentir son mejor reconocidas en un estadio posterior (Marxismo y literatura, 1977). La novela apunta a la identificación por parte del lector de esta estructura de sentimiento emergente de un período histórico determinado: el proceso militar que, como hipótesis cultural, nos permite comprender y reconocer los elementos y las conexiones de ese período y, al mismo tiempo -y ahí reside la posibilidad del arte- extender esas estructuras de la experiencia y del sentimiento a otros períodos históricos, a otras circunstancias geográficas. En una palabra, en la novela se nos cuenta la crónica del tránsito al exilio. Claramente reconocemos la referencia histórica reciente. Sin embargo, la ficción tiene una excedencia que nos permite identificar en el dolor individual, privado, del viajero, el sentimiento devastador de cualquier exilio, más como una «experiencia del sentir» que como estructura ideológica.

Es por ello que las referencias se adelgazan transformándose en una suerte de indicios fácilmente identificables por cualquier lector. Así funciona el cartel con los colores de la bandera nacional, sobre el muro de la estación en el inicio de la novela. La mención de la primera palabra del cartel DENÚNCIELOS resume una estrategia del autoritarismo y, al mismo tiempo, quiebra discursivamente la descripción del lugar. La intromisión de la palabra en la escena cotidiana de un andén de estación revela la invasión del poder público en la vida privada. Es así que la posibilidad de condensación que posee el lenguaje permite este juego de presupuestos y sobreentendidos al que apuesta el texto de Tizón. En otros momentos de la novela hay también rápidas referencias a otras circunstancias fácilmente identificables del proceso militar. Tal es el caso de la mención de requisas y desapariciones:

-Se han llevado a Rogelio -dice el capataz- y Aurelio se ha ido por detrás.

-¿Se lo han llevado? ¿Pero, quiénes?

-Vinieron ellos y revisaron por aquí, la casa y la oficina...


(p. 29)                


Nuevamente la carga de significación se centra en una palabra que implica la invasión de un otro que no puede ser siquiera identificado. La novela juega, entonces, con la posibilidad de decodificación y de reconocimiento por parte del lector, de esos datos históricos.

El texto, como ya dijéramos, es una crónica dolorosa hacia el exilio. El viajero se demora en ese tránsito que sabe definitivo porque desde el comienzo tiene el propósito de salvar su identidad en la memoria. La memoria será entonces el conjuro contra el exilio. Por eso la tardanza. Mientras otros huyen rápidamente, él se detiene para recuperar imágenes y relatos de los otros; y también para recordar su propia vida, o mejor dicho, aquellos fragmentos significativos que el recuerdo selecciona. Según señala John Shotter, el recuerdo cotidiano no indica sólo la re-presentación de ciertos hechos del pasado, frente a otros que olvidamos, sino que también implica la posibilidad de «re-sentir» ciertos acontecimientos, de ser capaces de reordenar esos sentimientos «para imaginar nuevas relaciones entre cosas conocidas y mundos completamente nuevos»15. Este parece ser el sentido del recuerdo personal en la huida del viajero. Si, como señaláramos antes, en este yo que recorre por última vez su patria se quiebra la unidad identificatoria que el lugar propio permite, la posibilidad de la memoria de ese pasado constitutivo permitirá que el futuro se abra en una perspectiva vital:

Los rostros de los hombres se repiten en el tiempo y yo soy, otra vez, un niño errante en busca de una casa. Este descubrimiento me trajo la alegría de no estar solo y vacío, de que tal vez existiese una armonía universal que no comprendemos hasta alcanzar la propia.


(p. 68)                


Cada recuerdo personal se enlazará con un fragmento de esa realidad cotidiana en contacto con los lugareños. Se establecerá entonces un primer plano de juego de oposiciones entre los saberes. Por un lado, el saber del viajero construido de sus experiencias y de sus lecturas; por otro, el saber de los habitantes conjugado por la tradición, las creencias y la supervivencia en un medio no siempre favorable. Esta oposición revelará al viajero su carácter de extranjero solitario frente a la comunidad. Sin embargo, a medida que el relato avanza, el personaje consolidará un nuevo rol que permitirá que esa polaridad se torne complementaria. En un primer momento, el personaje se limitará a escuchar y reconocer las diferencias con los otros; más tarde, comprenderá que la posibilidad de escuchar las distintas voces de su pueblo le permitirá conformar una historia comunitaria. Recogerá, entonces, las narraciones fragmentarias de todos, cotejará versiones y reconstruirá la historia del coplero Belindo. En esta nueva función la que abrirá el futuro, la que le permitirá una perspectiva utópica en el destierro: la del espacio de la escritura. De hecho, así lo declara en el comienzo de la novela:

Pero antes de huir quería ver lo que dejaba, cargar mi corazón de imágenes para no contar ya mi vida en años sino en montañas, en gestos, en infinitos rostros; nunca en cifras sino en ternuras, en furores, en penas y alegrías. La áspera historia de mi pueblo.


(p. 10)                


La memoria personal y la comunitaria insertarán, en la crónica del tránsito al destierro, el relato. Este relato será, como ya señaláramos, autobiográfico, pero, al mismo tiempo, contendrá «la áspera historia» de su pueblo. En un extraño ballet, ambas se complementarán y conformarán un marco de resistencia frente al poder que propende un tiempo de olvido. La utopía emerge entonces de esa complementariedad de los dos saberes que se construirá en la escritura en el exilio y se completará con la esperanza de la lectura. Escritura/lectura serán los dos hitos necesarios para que la memoria venza al olvido, para que el destierro sea un espacio productivo donde amorosamente se recupere el pasado.

La novela no nos propone leer solamente la biografía de un exiliado para que comprendamos los motivos de su huida, sus desencantos y frustraciones, y el doloroso final de la partida. Como señalara Morello-Frosch, con respecto al análisis de otras novelas, «el esfuerzo biográfico fictivo indica una ruptura de lo que sería el pacto biográfico tradicional, al eliminar el esfuerzo reconstructor arqueológico»16. Más aún, el texto no pretende, mediante la memoria, la construcción de una personalidad por el análisis retrospectivo (P. Lejeune, 1975). Por el contrario, se trata sólo de una conjunción de imágenes fragmentadas que quiebra toda univocidad, toda construcción totalizadora de un yo. Son tan sólo fragmentos, retazos de un sujeto que fácilmente identificamos como emergente social: el que pierde su patria, el que se va de su tierra huyendo, se disgrega, se dispersa en las marcas de su huida. Es por eso que la biografía puede abrirse al relato de la historia, pero de una historia también fragmentada en imágenes:

Sé que lo que de noche escribo en estos cuadernos no es la verdad. O, al menos, no es toda la verdad, sino retazos, trozos de la vida aparente, de mi vida y la de los otros, que de pronto vuelven a narrarse. ¿Pero acaso la historia no es eso? Sólo un puñado de momentos lúcidos, iluminados, unas cuantas imágenes despedazadas?


(p. 83)                


Definiciones corrosivas las de la cita anterior que cuestionan epistemológicamente el discurso histórico y su tradicional calificativo de verdadero. Tizón, en su ficción, se adscribe a las más recientes formulaciones desde Foucault en adelante, que propugnan por reconocer las limitaciones del discurso histórico y establecer las implicancias ideológicas que su formulación ha tenido en las distintas épocas y en sus lecturas posteriores. Esta relativización del saber histórico, esta imposibilidad de la verdad absoluta reconviene la pretendida legitimidad de la historia oficial, de la versión única que repetidas veces conocimos los argentinos y que, en el proceso que nos ocupa, permitió al poder homologar los saberes y los recuerdos para decretar un único futuro. Esta construcción ideológica de una sola historia para un solo futuro posible es la que la ficción intenta quebrar apelando a las estrategias narrativas que ya señaláramos: la crónica, el relato y la biografía. Sin pretender reducir nuestra lectura a un criterio meramente funcionalista, creemos que La casa y el viento funciona como respuesta contraideológica y, por lo tanto, utópica, a los residuos de esa conducta totalizadora y autoritaria (K. Manheim, 1947).

La historia de Belindo, el coplero, es el eje que estructura los relatos de los habitantes del lugar. El viajero rescata la biografía del cantor a través de las narraciones orales de los otros y de sus propios recuerdos de infancia. Hecha de versiones, hiatos y contradicciones, se construye la vida de Belindo que es, fundamentalmente, la leyenda del verso perdido:

Cuentan que en el arte de parear versos nadie igualó a Belindo de Casira. Mi abuelo, con las imágenes mezcladas por la edad, acostumbraba a citarlo como un testimonio prestigioso al recordar su propia niñez, pero también en la mía su historia aún era viva. Por ello es que el cantor llegó a una edad inalcanzable hasta entonces, o en realidad fueron dos o más los llamados con igual nombre.


(p. 38)                


El viajero recoge los testimonios de aquellos que conocieron o escucharon alguna anécdota de su vida. La leyenda surge, precisamente, de esos relatos marcados por el misterio del origen de Belindo, las hipérboles acerca de sus gestos y su canto, la descripción física de su belleza casi femenina, sus sucesivas apariciones y desapariciones y, finalmente, su muerte «persiguiendo el verso perdido, de una copla» (p. 58).

La escena de la muerte de Belindo, completa, dijimos, el carácter legendario de su biografía. En efecto, el duelo entre Belindo y el forastero lo instaura definitivamente en la categoría de héroe que muere peleando, sin abandonar la búsqueda del objeto perdido. Las estrategias discursivas del episodio tienen claros ecos borgeanos. La llegada del forastero, la provocación, el puñal, el duelo resignifican signos de la narrativa de Borges fácilmente reconocibles que apuntan a la constitución de un campo semántico que cuestiona, justamente, la ilusoria identidad del sujeto. El juego textual de inversiones entre perseguidor/perseguido que reiteradamente Borges nos propone intenta destruir toda seguridad de los límites del yo, toda perpetuidad en el rol adquirido. El otro es no sólo el causante de la muerte sino, al mismo tiempo, el que otorga en el último instante la revelación del verso buscado. La escritura de Tizón retoma estos postulados de cuestionamiento del sujeto y organiza con ellos la leyenda definitiva de Belindo:

Le quitó el sombrero y comenzó a ordenarle con la mano los cabellos mojados por el sudor. Belindo lo miraba, como animándole. Entonces todos pudieron ver que el agresor se agachó hasta pegar sus labios en la oreja del caído. Y cuando ya la memoria estaba a punto de apagarse lo escuchó. El agresor se desvaneció con la luz del día.


(p. 17)                


Sólo en el momento de su muerte, el cantor tuvo acceso a la revelación. Por lo tanto, la comunidad no conoce el verso perdido de la copla. En ese verso parece residir el conjuro contra el olvido. El viajero perseguirá, como antes lo hiciera Belindo, esa clave remota. Identidades que se conjugan, biografías que se cruzan y se complementan construyendo la búsqueda infinita de la palabra que, tal vez, sólo en el instante de la muerte pueda conocerse. Ficciones que continúan otras ficciones, escritura infinita que es, en realidad, la búsqueda de la palabra. La novela de Tizón nos propone, como ya dijéramos, esos ecos borgeanos que permiten el cuestionamiento epistemológico del sujeto y el mundo. El viajero, como Belindo, en su penosa marcha hacia el destierro, tratará de recuperar la huella de ese verso. No lo hará desde el canto, desde la foné, sino mediante la escritura. Ese será precisamente su exorcismo contra la muerte del exilio que el reconocimiento de los saberes de la comunidad le proporcionará. En el intento, en las marcas de la escritura está la salvación.

Tizón encuentra en la biografía fictiva la estrategia justa para desplegar esta suerte de historias que se continúan. Su acierto reside en el hecho de no legitimar con la biografía la explicación de la historia para hacer su lectura particular de un momento conflictivo retomando el paradigma romántico sarmientino. Por el contrario, las biografías se entrecruzan, se complementan, se transforman en fragmentos de un todo sólo cognoscible en el resto que es la lectura parcial de esos fragmentos.

Establecimos ya la perspectiva contraideológica del texto. En efecto, esta complementariedad de dos tipos de saberes: el del viajero, saber jerarquizado por los libros, índices de la cultura, frente a los saberes locales descalificados desde el mundo hegemónico social, plantea la posibilidad de dar cuenta, desde el exilio, de aquellos saberes marginales y oponerlos a la estructura de poder monovalente. Se trata de «una especie de tentativa para liberar a los saberes históricos del sometimiento, es decir, hacerlos capaces de oposición y de lucha contra la coacción de un discurso teórico, unitario»17. Esta cita de Foucault, referida a la concepción de su genealogía, describe con precisión la estrategia ideológica del texto de Tizón.

Desde diversos ángulos, la novela reconoce el espacio de poder que constituye el mundo de la cultura como resistencia y liberación frente al autoritarismo. El libro, objeto de ese mundo, y el oficio de escritor serán cuestionados. Con respecto al libro, se opondrán definiciones que aluden a la inserción del mismo en la esfera social. Por una parte, un recuerdo de la infancia le otorga el carácter mágico de conjuro contra lo maléfico: «Donde hay libros no hay diablos» afirma un maestro de escuela. Ese mismo carácter misterioso, lo inviste de peligrosidad, entendiendo el riesgo al sujeto poseedor del objeto. Esta alianza entre el sujeto y el libro conforma una zona contraideológica que históricamente ha tratado de ser destruida por todas las formas del autoritarismo:

-Vinieron ellos y revisaron por aquí, la casa y la oficina; urgaron por todas partes y se llevaron un montón de papeles y libros. Él era muy leído y tenía todo eso y un mapa.

-¿Un mapa?

-Sí. Del mundo.

La mujer dijo:

-Por algo será, pues.


(p. 29)                


La última frase condensa la significación de las intermediaciones del poder en el circuito social entendidas no como fenómenos de dominación de un individuo o un grupo sobre los otros, sino como algo que circula, que funciona en cadena. «El poder funciona, se ejercita a través de una organización reticular. Y en sus redes no sólo circundan los individuos, sino que además están siempre en situación de sufrir o ejercitar ese poder»18. El discurso tiene esa posibilidad condensatoria de la compleja red a la que alude la cita de Foucault donde, desde un lugar inofensivo, se emite un discurso que quiebra la aparente inocencia del alocutor.

El oficio de escritor, por consiguiente, resultará también sospechoso. Escribir se constituye en un acto subversivo para el orden establecido, incompatible, además, con otros oficios. «No se puede ser poeta y orador cuando se anda vendiendo cosas» (p. 27). Sanromán, el poco confiable vendedor que acompaña los primeros días del viaje del protagonista, define al escritor con una connotación ambigua que implica, a la vez, privilegio y marginalidad pero que de todas maneras indica una identidad con ciertos rasgos. Identidad que, como ya dijéramos, adoptará el viajero, finalmente.

«Esa huella minúscula y difusa» -como se titula el primer capítulo de la novela- es la escritura que se relaciona tanto con el pasado como con el futuro. Escritura que no propugna un significado único y exclusivo, que no pretende una verdad sino, por el contrario, construye un texto plural cuyos significados se diseminan, donde cada elemento remite a otro elemento anterior o posterior. Es, en este sentido, donde el texto de Tizón rescata a la escritura, no como representación de la voz, origen y portavoz de la verdad, sino como un sistema de suplementos que anulan el origen y se diferencian entre sí sin negarse mutuamente. La voz de Belindo no constituye el origen y los escritos del viajero su continuación, su representación. Muy por el contrario, foné y escritura se estructuran suplementariamente. «Poeta y orador» nos dice el texto, simultaneidad de los tiempos y alternancia de las ausencias y de las presencias. Identidades que se subsumen en las simultaneidades19:

A partir de entonces fuimos otros, más seguros y más sabios, no como los hombres sino -tal vez- como los árboles; al margen de la memoria, repitiendo un ciclo renovado cada día.


(p. 130)                


La escritura reconoce ese ciclo y trabaja la huella e identifica en su par complementario -la lectura- la concreción utópica que es, al mismo tiempo, el margen de libertad. Complementarios pero abiertos, marcando siempre la diferencia, escritura y lectura conforman ese espacio de resistencia que reconvierte el futuro. Los signos se inscriben en ese espacio plural y destruyen la posibilidad del olvido, aunque siempre resemantizados en la multiplicidad de lecturas, puesto que «lo que uno escribe no será precisamente lo que los demás leerán» (p. 117).

La escritura del sujeto se conforma, también, en las huellas en su cuerpo. El cuerpo del viajero será el espacio de la inscripción del juego de alternancias y borramientos, de pasajes. Dejar de ser uno, para conformar un otro que borra las marcas del pasado y al mismo tiempo las recupera resignificadas. Ese cuerpo guiará los pasos y marcará un nuevo tiempo. El viajero reconoce esa ley: «Hoy he escrito en mi cuaderno; La única verdad es el cuerpo» (p. 129).

Huellas de la escritura literaria, marcas de una escritura que se va haciendo en la lectura a la manera macedoniana, respuesta contraideológica al texto único son el marco de excedencia de una ficción que rebasa el referente para cuestionar no sólo la ideología totalitaria sino el complejo sistema de relaciones entre la literatura y la sociedad.

Reconoce en el signo, en la huella, una fuerza poderosa que resiste ante el exilio y la violencia:

Este será, al menos en mis apuntes, el testimonio balbuciente de mi exilio; pero quisiera que lo fuese también de mi amor a esta tierra y a los hombres, a mis vecinos, en los días en que se acobarda, aterroriza y mata [...] El testimonio de alguien que en un momento se había puesto al servicio de la desdicha, que ahora huye pero anota y sabe que un pequeño papel escrito, una palabra malogra el sueño del verdugo.


(p. 120)                





El antiguo alimento de los héroes: la recuperación de la utopía

La novela de Antonio Marimón plantea, al igual que La casa y el viento, la escritura desde el exilio. Nuevamente, el texto reconsidera esta controvertida alianza entre historia y ficción. Sin embargo, podemos marcar ciertas diferencias entre las dos novelas que apuntan básicamente al grado de ficcionalización de los referentes históricos. Mientras que, en la novela de Tizón, según veíamos, la ficción supera el referente adelgazando al máximo su representación en el texto, de modo que se imbrique sólo en un juego de lectura entre presupuestos y sobrentendidos para que emerja la estructura de sentimiento correspondiente; en el texto de Marimón el referente se despliega ficcionalmente tratando de abarcar todos los espacios históricos de manera de llenar explícitamente las marcas referenciales. Más aún, el sujeto de la escritura, sujeto ficcional, se híbrida con el propio sujeto autoral en la textualidad.

Mientras el viajero de Tizón reconstruía los fragmentos de una identidad sin nombre que se manifestaba a partir de ese rol -el de transitar los últimos pueblos hacia la frontera- y rescataba en ese tránsito la memoria, efectuaba, al mismo tiempo, el pasaje hacia la nueva identidad de exiliado pero también de escritor; la novela de Marimón nos presenta un sujeto que define su identidad desde el primer capítulo con concretas marcas de tiempo y lugar que permiten reconocer el contexto epocal y perfilar los rasgos de una generación.

Los dos capítulos iniciales de la novela señalan esa bifurcación de los discursos, esa hibridación que quiebra las fronteras entre la ficción y la realidad. A manera de prólogo, «Los textos» nos habla de la producción en el exilio, de las dificultades de la escritura y de las anteriores publicaciones fragmentadas del libro. En las iniciales de la firma reconocemos el nombre del autor.

La «Advertencia» es un texto poético que funciona como tal, ya que conjuga una serie de imágenes fragmentarias como relato recortado mediante la selección caprichosa de la memoria, sintetizando los núcleos que se narran luego. Este aviso al lector nos dice que el texto reúne «una crónica que asoma irregular desde sus caras», «un haz oscuro de relatos», «una morosa y quizás inescribible torre del lenguaje».

Con «Lorera» empieza la narración propiamente dicha. A manera de crónica, el texto nos cuenta los días en la cárcel a causa de la represión militar. Si bien se nos ubica en un referente preciso: el Proceso militar en la Argentina entre 1976 y 1983, los datos históricos pasan a segundo plano y el relato se centra en la supervivencia, la solidaridad, el cuerpo, la soledad y el silencio:

Sé que aprendí que acostumbrando los ojos a la oscuridad se puede ver, pues hasta la más mínima onda de luz que se filtraba en la mirada por debajo de la tela era suficiente para distinguir bultos, perfiles, dimensiones y aun fragmentos de color.


(p. 23)                


Asistimos, entonces, a los reacomodamientos del sujeto a esta nueva situación. Lentamente emergen nuevos códigos, nuevas formas de percepción que transforman el cuerpo retrotrayendo su campo espacial, adelgazando su espesor para no ser percibido. Esta transformación del cuerpo del sujeto es producida no sólo por las torturas físicas sino también por una redimensionalización de sus relaciones con el espacio y el tiempo. En efecto, reconoce una nueva rutina cotidiana en el lapso que transcurre entre las torturas y los intervalos de calma; por lo tanto, se prepara, espera y, al mismo tiempo, reacomoda sus movimientos al lugar reducido en que se encuentra. Por otra parte, el discurso también registra estos cambios ya que se resignifican conceptos. El silencio adquiere densidad significativa, nombra a la muerte: el cese de los aullidos de los victimarios y de los quejidos de las víctimas anuncia el fin. Se trata, simplemente, de un cambio de intensidad en los sonidos. Como señala Koselleck, la relación entre el concepto y la palabra es fundamentalmente una relación histórica, de tal modo sujeta a modificaciones y cambios20. La novela de Marimón da cuenta justamente de estos divorcios y alianzas entre los dos elementos con respecto a la constitución del espacio de la represión. Represión y encarcelamiento que exceden las marcas históricas puntuales y se universalizan para ubicar al lector en ese mundo otro, diferente, propio de cualquier tipo de reclusión y aislamiento. Foucault define la invención de la prisión como la creación de una técnica de vigilancia y control sobre los sujetos, «una tecnología de poder fina y cotidiana, una tecnología de poder sobre los cuerpos»21. Como toda tecnología, su implementación tiene grados. En la «lorera» la degradación, el horror y la violencia llegan al punto máximo.

La función social de la prisión, dice Foucault, hay que buscarla en torno al delincuente, personaje que comienza a perfilarse en el siglo XIX. La prisión es un medio de recentramiento para el delincuente mismo que no se conocía en la época clásica, donde el malhechor llegaba a confundirse con el resto de la sociedad o, si era detenido, los procedimientos penales eran expeditivos (la muerte, las galeras)22. Este concepto de la prisión como espacio de reclusión y de poder sobre los sujetos es retomado por las ideologías totalitarias que lo utilizan para el aislamiento de los grupos que ellos consideran peligrosos. De esta manera, al recluirlos los marginan y provocan la desconfianza de otros sectores de la sociedad. Generalmente, en estos casos, las conductas de poder alternan entre la mostración explícita del castigo en la prisión como modelo social y el ocultamiento de esa realidad. De las dos conductas, la segunda es mucho más nefasta a largo tiempo, pues instaura el doble discurso, el silencio y la máscara como códigos sociales cotidianos que se fijan en todos los sectores.

La «lorera» es la crónica descarnada de esa realidad «otra» a la que el lector accede descubriendo los detalles más horrendos y, al mismo tiempo, reconociendo los modos de resistencia. Los elementos del espacio se resemantizan y funcionan como simbólicos pasajes al pasado y al exterior. Así, por ejemplo, la única ventana exterior se transforma en el atalaya de los detenidos:

En la topografía del encierro, aquélla era nuestra parte de espacio abierto, representaba el mundo de afuera, la dignidad -tantas veces subestimada- del orden de la vida. No había momento en que alguno de nosotros no estuviese absorto, con los ojos fijos por ese mirador.


(pp. 52-53)                


La prisión y el común intento de supervivencia crean una especie de microsociedad en la que los miembros establecen entre sí una solidaridad real que les permite un mutuo apoyo. Se trata de una organización de hábitos y conductas individuales que, con precisión rigurosa, regula la convivencia y la hace más soportable. Esta rutina minuciosamente descripta se quiebra con la narración de la muerte de Paco, cuya biografía -relato de vida- se superpone al momento de contar su asesinato. Esta técnica de superposición incrementa el efecto de lectura provocando un mayor rechazo hacia las formas de violencia.

Memoria y escritura conjugan ese relato del horror cuyos bordes no se reconocen y se subsumen en la ficción. Realidad que contiene una lógica de acciones no sólo diferentes, sino impensables para la experiencia corriente. El sujeto se empeña por recuperar el sentido de ese pasado, pero las huellas de la escritura sólo le permiten el recuerdo borroso y el dolor.

Te doy cinco minutos para que te levantés la memoria parece una escritura interna; en la memoria veo la escena como proyectada por una ficción de otro individuo, diáfana y borrosa por la luz de la lectura.


(p. 58)                


Ficción y realidad dejan de leerse como dos compartimientos aislados con discursos definidos para cada uno y quiebran sus fronteras y se invaden perdiendo los derechos de exclusividad. La ficción ya no tiene el privilegio de producir la sorpresa y la realidad deja su sólida construcción monolítica para fragmentarse y abrir múltiples sentidos.

Otra táctica discursiva consiste en registrar, en el relato, las historias de otros, introducidas como discursos que multiplican, incrementan y agrietan la posibilidad de una interpretación unívoca de los hechos.

Ficción y realidad conjugadas en una dimensión diferente resumen la salida de la cárcel. Las imágenes del afuera desrealizan el exterior repitiendo de un modo onírico y metafórico el horror y la violencia. La imagen de la vidriera, donde un grupo de lagartos devora a dentelladas a monos y perros, teatraliza a modo de sangrienta fábula el espacio del cual se acaba de salir.

Las marcas de la cárcel persistirán en los cuerpos y determinarán los gestos de los sujetos provocando el reconocimiento de unos con otros:

Aquel individuo entró a la sala, saludó a algunos de los presentes y, en un lapso indescifrable, al cambiar el foco de su campo visual noté que se distraía, se desunía de todos y aun de las cosas íntimas, que miraba con el matiz lejano de un ausente. Para mí ésa era su marca de la prisión.


(p. 67)                


Los relatos que continúan la crónica de la prisión construirán los fragmentos de la biografía del sujeto. Como un modelo para armar tenderán líneas que se cruzarán o continuarán a lo largo de la escritura autobiográfica. Recuperadas y escritas en el exilio estas imágenes se cargan de un significado de mayor poder evocador y apuntan, además, al surgimiento de esas experiencias del sentir a las que nos referíamos en el análisis de la novela anterior. El primer recuerdo de la infancia desplaza el efecto de dolor, abandono y soledad del relato de la cárcel a la imagen del desencuentro con la madre en un paseo por la plaza de su pueblo. La memoria recupera la imagen y la imagen remite, como en una suerte de cajas chinas, al sentido individual de la angustia. Coincidimos con Nicolás Rosa en que los recuerdos de infancia constituyen la escena arcaica que funda el acto autobiográfico. Al respecto nos dice Rosa:

La escena primitiva funda en su retrospección la contemporaneidad del acto de escritura de la vida con el acto de recordarla en función del olvido necesario para reconocerla como tal. La forma retórica que la soporta y la construye es el episodio23.


En esta imagen fragmentada del episodio de la infancia se reconoce el sujeto que en la escritura remeda el simulacro del recuerdo. A partir de este recuerdo fundante del sujeto, el texto se abrirá en la ficcionalización de diferentes fragmentos que la memoria inscribe en el juego dialéctico con el olvido. El Cordobazo, la militancia política, la figura de su padre, el primer cigarrillo, la maestra de inglés, se conjugan en la sucesión del discurso que, como un caleidoscopio, nos permite establecer lazos y admitir interferencias de una imagen con otra al lograr el efecto de simultaneidad en la lectura. En este abanico de imágenes reconocemos una identidad que se construye con las ficciones fragmentadas del recuerdo: se trata del escritor, periodista, que en los setenta es, al mismo tiempo, un militante político. Los recuerdos de la infancia junto con los episodios de su actuación política, así como fragmentos de su adolescencia, permitirán la escritura de una teoría de su propio relato y de un análisis crítico de los hechos políticos que le obligarán a reconocer fracasos, derrotas y desilusiones. «Historias, hinchado coro de historias sin una escritura» (p. 87). ¿Cuáles son las historias sin escritura a las que se refiere el texto? La respuesta la propone la misma novela: no se trata de los hechos del momento histórico, sino de las experiencias del sentir que no son registradas por la historia oficial, cuya escritura sólo pretende la referencia fáctica. En un verdadero intento corrosivo de la fijación de estos hechos históricos, Marimón titula «La fiesta» al Cordobazo. En esta quiebra semántica del nombre se ubica el oxímoron que permite la subversión de la posibilidad de la escritura. Una historia sin escritura, la de una generación que descubre la peligrosa fascinación del ataque a la autoridad, el poder contraideológico y el sentido épico de sus conductas:

Genet dice que en toda revolución hay una embriaguez pavorosa; el enigma de ese día no es político, sino el origen de esa embriaguez. Nadie, ni actores ni testigos, lo conocemos: el comienzo se obnubila en una totalidad desbordada de sí misma, y por lo tanto sin habla o con un habla inaudible. El Cordobazo tuvo la magia de la peste: la vida era espectáculo y era historia o no era nada.


(p. 88)                


Una escritura que cuenta el origen del epos de los setenta, del sentido fundacional de esos jóvenes que apuntaban a la utopía de la revolución. Sin embargo, esa visión romántica de los héroes fundantes se quiebra por el análisis despiadado que el mismo texto nos propone de esas conductas. Se trata no sólo de un mea culpa retrospectivo, sino del reconocimiento de la contaminación, la degradación de los ideales, de la corrupción en el seno mismo de su grupo político. Así, la historia del gordo Ricardo sirve de modelo de esa lenta pérdida y del reconocimiento de esa pérdida. Con el título de «Héroe rojo», Marimón relata la historia de este personaje que se constituye para los sujetos ficcionales en el parangón de la época. Asistimos a los momentos heroicos del personaje tanto como a su lenta degradación y al sentimiento de desilusión que esto provoca en sus dos compañeros que desde el presente construyen, mediante el diálogo, el relato de esa vida. Su historia es, también, el espejo donde, desde el exilio, estos dos hombres pueden encontrarse. La figura de Ricardo es el emblema de la muerte de los ideales de una generación; sin embargo, la versión nostalgiosa permite el efecto a pesar del dolor. El relato, fragmentado en cuatro partes, se cierra con la imagen arcaica del héroe, escena fijada en la memoria de la escritura que selecciona para su recuerdo. Se trata de una imagen cotidiana, familiar. Así, este fragmento biográfico nos permite comprender el rescate afectivo no valorativo que el exiliado hace de los tiempos de la militancia.

Marimón desarrolla en la misma novela un registro teorético que reúne afirmaciones acerca de la historia, la posibilidad del relato o la significación de la literatura. ¿Para qué contar? El relato es, según el texto, el espacio que «se opone a la intemperie, al frío, a la soledad y a la noche. Contar para protegerse, para sentirse seguro, para creer en el mundo» (p. 119). La utopía ya no está, según la novela, en la revolución, sino en esta posibilidad del texto que propicia un espacio imaginado donde el que cuenta y los que escuchan (leen) se reconocen en la forma en que la palabra representa el mundo. La escritura busca y cree en la posibilidad de ese espacio abierto que conjura la soledad, que retarda la muerte. Los fragmentos que arman esta teoría se construyen en relación a distintos momentos de la narración. Así, por ejemplo, la descripción de las lecturas de la militancia en las que predominaba Cortázar le permiten definir lo fantástico y determinar ciertos rasgos de la escritura propia. Se dice admirar de Cortázar esa «precipitación del habla» que tiende a la complicidad del lector. Justamente, toda la novela persigue esa constitución de la escritura con las marcas de la oralidad. La permanente remisión al diálogo con el compañero exiliado refuerza esa intención donde se filtra la utopía del espacio seguro, donde hablar/escuchar destruyen los márgenes de lo escrito, los límites de la palabra, e instauran la conversación imaginaria. Las reflexiones del sujeto textual, del narrador, de ese yo exiliado, son reflexiones en voz alta que incluyen al lector. «Me preocupa que el relato, con su rapidez e ignorancia, olvide el sufrimiento» (p. 188). En el olvido está incluido el lector, el texto parece decirnos: «Tú, lector, no olvides mi sufrimiento» o mejor dicho; «No, no podrás olvidarlo pues al escribir/decirlo tú lo estás leyendo».

La novela concluye con una reflexión crítica acerca de la militancia política. «Cencerro» es uno de los títulos que el texto reitera para describir distintos episodios de la vida del sujeto autoral o para reflexionar sobre ellos. La cuarta y última repetición es una autocrítica. En efecto, se nos habla de una generación que creía en el sentido heroico de sus acciones, aun las más despiadadas, fundadas en el privilegio de esa casta conductora que podía llevar a los otros, «al común de la gente», a un futuro mejor. Aristocracia portadora del saber intelectual hibridado con figuras míticas que les otorgaba un sentido del poder tan absolutista y peligroso como el que ellos mismos cuestionaban. «Teníamos una visión de dioses» (p. 213) reconoce el texto, y es justamente esa visión del mundo tan monolítica, tan limitada, la que les puso anteojeras que les impidieron reconocer la dinámica del proceso histórico. De ella se desprendía una ética: la de todo guerrero en cualquier momento de la historia que justifica, como el mismo Maquiavelo aconsejaba, en el logro de los fines la ejecución de los medios.

El Epílogo nos devuelve al exilio o, mejor dicho, al paisaje desde la ventanilla del avión que, como señala Sarlo, se constituye en un espacio de tránsito que sobrevuela el lugar de la escritura de la novela: «El escritor muestra al escritor y a nosotros un increíble y definido espacio aéreo que lo separa del exilio» (p. 223). Esa distancia de los espacios vivenciales, ese desprendimiento de la tierra genera desde el aire el lugar poético de la escritura y en ella la posibilidad de la utopía.

La novela no se cierra con la palabra de Marimón. Con el título de «Fichero», aparece el texto crítico de Beatriz Sarlo al que hiciéramos referencia. Más allá de los evidentes méritos críticos de su escritura, sorprende, en primer lugar, la ubicación del mismo en el corpus de la novela, insertado en la escritura literaria cuando tradicionalmente hubiera ocupado el prólogo de la misma, separándose, de este modo, nítidamente de la ficción. Esta defraudación de las expectativas del lector con respecto a la arquitectura del texto nos recuerda los despliegues macedonianos que proponían en sus novelas una sucesión interminable de prólogos para una ficción que nunca comenzaba con el objetivo claro de cuestionar la constitución misma del relato y la posibilidad unívoca de la lectura. Por otra parte, leemos también el relato crítico de alguien que reconoce en esa ficción autobiográfica su propia historia. «La primera vez que lo leí, pude leer sólo una historia política; ella me incluía hasta devorar la escritura misma que la hacía posible» (p. 224). Lectura de lectura, este último texto nos permite reconocer esa voluntad de los intelectuales de reflexionar sobre este controvertido, terrible momento histórico. En esa reflexión, tanto en el texto de Marimón como en el de Sarlo, está la autocrítica que resulta valiosa para reconocer las marcas históricas de una generación que explícita el fracaso, pero que salva la utopía resignificándola en la misma escritura24.








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    • Frankel, B., Los utopistas postindustriales, Buenos Aires, Nueva Visión, 1988.
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    • Ricoeur, P., Ideología y utopía, Barcelona, Paidós, 1990.
    • Vattimo, G., La sociedad transparente, Barcelona, Paidós, 1990.
    • Weinberg, F., Dos utopías argentinas de principios de siglo, Buenos Aires, Soler, 1976.


 
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