Lenguaje, humanismo y tiempo en Antonio Machado
Ricardo Gullón
—567→
El examen de los
versos de Antonio Machado debiera comenzar por el estudio de sus
materiales primeros, del elemento propiamente básico,
constitutivo de los mismos, es decir, por el análisis del
lenguaje. Cuando abordamos un poema, lo hacemos utilizando la
única vía posible: las palabras que lo componen y
expresan el sentimiento del poeta; si tiene acierto en la
elección y disposición de esas palabras,
conseguirá producir en el ánimo del lector una
cascada de sensaciones, de las cuales importa sobre todo la
emoción poética. Pues el poema es, en primer
término, una serie de palabras dispuestas de cierta manera.
De la palabra depende el poema, y a ella se subordina lo
demás; de nada valen grandes ideas, sublimes pensamientos,
si falta la posibilidad de comunicarlos adecuadamente. Y en ese
sentido debe entenderse la conocida anécdota del pintor
Degas, cuando al quejarse a Mallarmé de no conseguir un
poema, pese a las muchas ideas que hormigueaban en su cerebro,
obtuvo del poeta la famosa respuesta: «Los
poemas no se hacen con ideas, sino con palabras»
.
Esta frase no ha de ser entendida al pie de la letra, en sentido de considerar que las ideas son entes extraños a la creación poética, sino más bien como afirmación del valor supremo, primero y último, de las palabras en el verso. Conviene desentrañar la intención creadora, —567→ esclarecer lo que el poeta ha querido decir, pero antes es necesario ver cómo lo ha dicho; en el cómo y no en el qué reside el secreto de la poesía, y aun ese qué no tiene gran cosa que ver con las ideas. Busquemos un ejemplo entre los bien conocidos: la Sonatina de Rubén Darío. Cuando, después de la lectura, surgiendo deslumbrados de un mundo feérico y maravilloso, todavía bajo el hechizo del verso, nos preguntamos cuál es la razón del encanto, cuál la causa del gran deleite estético obtenido, hemos de responder lealmente que esa razón y esa causa no estriban en la situación expuesta, asaz trivial, sino que, dependiendo bastante de un sutil mecanismo de embellecimiento del mundo, de la puesta en marcha de una fantasía de poderosa sugestión, han de ser atribuidas en su mayor parte al espléndido artificio verbal que reconstruye, por medio del canto, la irreal visión del poeta.
Por el contrario, las agarbanzadas filosofías de Campoamor (a quien don Juan Valera, con bastante guasa fina andaluza -a juzgar por sus confidencias epistolares a Menéndez Pelayo-, comparaba en un artículo con Schopenhaer), sus mesocráticas vulgaridades, se derrumban verticalmente por falta de un valioso soporte léxico. Campoamor pretendió utilizar el lenguaje común según se emplea en la vida cotidiana, para decir «cosas», y su fracaso merece ser recordado. Porque la intención de combatir el altisonante efectismo de Núñez de Arce y los epígonos del romanticismo no iba muy descaminada; tuvo algún atisbo de la conveniencia de insuflar al vocabulario poético la frescura y la gracia que sólo pueden llegarle de las fuentes vivas del lenguaje. Campoamor tenía ingenio, mas le faltaba intuición, instinto para utilizar el idioma sin hacerle prosaico y trivial o «poético». Esta intuición la poseyó en grado sorprendente Antonio Machado.
No es una mera cuestión técnica, si bien la técnica importe al caso. La preocupación de Machado podría sintetizarse en esta pregunta: ¿cómo lograr un lenguaje suficientemente expresivo y bello para decir lo que importa, sin retener en él la atención del lector? La respuesta podemos verla en sus poemas, escritos con lúcida percepción de los riesgos del vulgarismo y del preciosismo. Ni desdén hacia la palabra, ni culto por la palabra. Ni Campoamor ni Mallarmé. Selección del lenguaje de acuerdo con las emociones que ha de transportar. El lenguaje clásico era inadecuado a su sensibilidad, precisamente por ser clásico, es decir, dechado de una perfección conseguida para expresar sentimientos distintos de los suyos; el vocabulario romántico estaba gastado por el mal uso, y ni el engolamiento ni la proclamada melancolía se ajustaban a su pretensión. Quedaba el —569→ modernismo, pero, aun sintiéndose cercano a Rubén, comprendiéndole y siendo bien comprendido por él, su mensaje no podía ser dicho en el habla rutilante, pródiga y recamada, del gran renovador nicaragüense.
Se vio Machado en
la necesidad de crear un lenguaje personal, y lo hizo con tanta
sencilla naturalidad, que el suceso tardó en ser advertido,
y hoy mismo, los admiradores de su poesía no suelen
destacarlo como merece. La creación de ese nuevo lenguaje,
en vez de implicar intenciones herméticas, tendía al
habla corriente, a infundir en cada palabra la significación
normal, la previsible e imaginable por el lector, buscando la
claridad y la transparencia como primeras condiciones del verso.
Los vocablos expresaban sin veladuras la emoción en donde
arraigaba el poema y eran fieles al designio de Machado en cuanto
no se interponían entre la obra y su destinatario,
alcanzando así el tipo de poesía imaginado por otro
gran poeta contemporáneo, T. S. Eliot: «una poesía que sea esencialmente
poesía, sin que tenga nada de poético,
poesía que se yerga sobre sus huesos desnudos, tan
transparente que no veamos la poesía sino aquello
que el poeta quiere mostrarnos a través de ella; una
poesía tan transparente, que, al leerla, nos fijemos en lo
que el poema señala, y no en la poesía
misma»
.
Esta aguda calificación de Eliot está de acuerdo con las intenciones de Antonio Machado. No le preocupa la palabra en sí, sino en cuanto materia fundamental del poema. No hay en él tendencia a exaltar la palabra -o son tan ocasionales que pueden desdeñarse-, no supedita nada a la palabra; al contrario, su afán fue encaminado a adecuar expresión y sentimiento en forma que los vocablos parecieran enlazados del modo más natural, produciendo la impresión de que esa naturalidad había sido lograda sin esfuerzo, casi espontáneamente.
La distinción establecida por Sartre entre la manera de utilizar las palabras en la poesía y en la prosa, resulta ineficiente ante la obra de Machado, quien, ni las emplea en la forma atribuida a los poetas por el escritor francés, es decir, como objetos, prescindiendo de su significado1, ni tampoco lo hace a guisa de los prosistas, como mera designación de cosas encaminadas a expresar una idea, sino fundiendo en un equilibrio de tanta sencillez como armonía la sensación y la palabra, lo que desea expresar y el vínculo donde transporta lo expresado. Vivencia y lenguaje nacen juntos. La sensación parece ir asociada a la palabra. Separarlas es destruir una y otra. En cada vocablo van implícitas múltiples sugestiones; dice «amor» o «soledad» o «mañana», y en cada palabra resuenan ecos de muchas —570→ cosas, de diversos sentimientos, del conjunto de sensaciones que la hicieron surgir, a veces mágicamente, en la conciencia del poeta. Ya lo he dicho: nunca busca Machado la rareza. En el lenguaje cotidiano encuentra reservas suficientes. Lo popular, el lenguaje del pueblo, tiene tanta expresividad y soterrada hermosura, que en cuanto lo maneja quien sabe hacerlo, rehaciéndolo, recreándose y re-creándose en su uso, suena a limpia y fresca corriente de montaña.
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Este breve ejemplo
servirá para corroborar mi opinión. Señalemos,
por de pronto, que en el fragmento copiado todo es propiamente
poético; no hay en él nada correspondiente a los
llamados por Dámaso Alonso «puntos
neutros»
, o sea, «las partes no
poéticas expresadas en lenguaje
cuotidiano»
2.
Pero en estos seis versos (y en los seis restantes del mismo
poemita) ni una sola palabra sonará extraña al
profano. Más aún: las imágenes empleadas
están al alcance del lector medio. El corazón dormido
y la vida parada en somnolencia, cuando ya no labra la
máquina de soñar. ¿Quién no se
preguntó eso mismo alguna vez, y acaso empleando
términos semejantes? Y tras la pregunta primera, el
maravilloso y verso -colmenares de mis sueños- de
tan rica y plástica expresión, pues el recinto de los
sueños no es un recoveco oscuro de la fantasía, un
lugar donde, en secreto, germina la ilusión; Machado lo
puebla de rumores, lo sitúa en pleno sol, y el zumbido de
las incansables abejas se deja oír en nuestra
imaginación asociado al tejer sin fin de los sueños,
labrando la dulce miel de la esperanza.
Imágenes de campesino. La colmena de los sueños, primero, y después la noria del pensamiento. Gran acierto comparar el girar de la noria con el pensamiento, minero de la sombra, que extrae de ella unas veces sustancia y alimento, y otras veces nada. Del pensamiento yerto y seco, ¿qué puede sacar la incesante vuelta de la cadena, sino sombra y vacío? Para expresar esta idea, nacida de una sensación de desaliento en que el poeta, como todo hombre cayó alguna vez, se atiene Machado al vocabulario corriente, tomando las palabras como son y por lo que son. Se transfiguran en la imagen, y así resulta que en esta poesía el aliento propiamente poético estriba en la creación de esas atractivas estructuras donde la sensación —571→ resplandece de una manera insólita por su novedad y su belleza. La invención, la creación, constituye la clave de toda poesía; la palabra, «honor del hombre», según escribió Valery Larbaud, elemento fundamental de ella, no se interfiere entre Machado y su necesidad de crear, su voluntad de poner era marcha el deslumbrante mecanismo del poema.
La sucesión
de preguntas, en los versos transcritos, muestra, no ya la duda,
sino la ansiedad del poeta, transfundiéndola al alma del
lector, a quiera los signos de interrogación hacen sentir la
angustia latente bajo las palabras, suscitando el anhelo de conocer
la respuesta a cuya búsqueda se encaminan. El lenguaje,
utilizado en forma interrogativa, puntualiza la vacilación
consustancial al ser del hombre, a la condición humana, y
nos fuerza a participar, de manera directa y espontánea, en
el sentimiento del poeta, Digamos, incidentalmente, que algunas de
las composiciones de Machado están compuestas
íntegramente por interrogantes3
Machado quiere decir justamente la palabra que crea la cosa o el
sentimiento, pero esto no significa abandono del margen de
posibilidades ofrecido por la evocación de lo indecible,
pues en él, como en todo poeta, la marcha predominante del
esfuerzo es compatible con otras vías de penetración
en la poesía. Su mensaje se encamina a cada lector era
concreto, a cada hombre, y por eso escribió: «El que no habla a un hombre, no habla al hombre;
el que no habla al hombre, no habla a nadie»
. Y
quería hablarle llanamente, en su mismo lenguaje, como
procedimiento el más seguro de herir su atención, mas
infundiendo a las palabras una resonancia peculiar que operaba
sobre el espíritu, transmitiendo en ellas algo más y
algo distinto de su significado intelectual. Esta resonancia la
advertimos como canto, cántico; y se obtiene devolviendo al
lenguaje su riqueza figurativa, realzada por la disposición
armónica de los vocablos, el juego de los acentos y la
cadencia del verso:
|
Machado, como
Lope, es un poeta inspirado, pero entiéndase claramente que
inspiración no se opone a esfuerzo; «Ríete de poeta que no borra»
,
decía el propio Lope siglos atrás. La
impresión de naturalidad de los versos machadescos es
consecuencia de un acto deliberado, consecuencia de la negativa a
utilizar el lenguaje poético —572→
vigente, y de su sustitución por otro más
sencillo y de más difícil empleo. En el
prólogo a una de las ediciones de Soledades,
refiriéndose a su admiración por Rubén
Darío y a su diferente intención creadora,
escribió muy nobles y claras palabras: «pensaba ya que
el elemento poético no era la palabra por su valor
fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de
sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu;
lo que pone en el alma, si es que algo pone, o lo que dice, con voz
propia, en respuesta animada al contacto del mundo. Y aun pensaba
que el hombre puede sorprender algunas palabras de un íntimo
monólogo, distinguiendo la voz viva de los ecos inertes; que
puede también, mirando hacia dentro, vislumbrar las ideas
cordiales, los universales del sentimiento».
En esta declaración desecha expresamente el cultivo de la palabra por su belleza o rareza, la selección de vocablos atendiendo a criterios meramente esteticistas. Su voluntad de aprehender la «honda palpitación del espíritu» le obliga a poner el acento en la percepción de las voces interiores (de las «soledades», ensueños y recuerdos personales) atendiendo a comunicarlas con la mayor nitidez posible:
Estos doce maravillosos versos -escogidos, no al azar, pero si entre muchos de análogas características- servirán para dar testimonio de la validez de mis asertos. No hay en ellos una sola palabra rebuscada, ajena al habla de día; los adjetivos no son sorprendentes, aun siendo bellos y adecuados para hacernos sentir que los caminos por donde pasea el poeta su melancolía son caminos castellanos -encinas «polvorientas», «doradas» colinas, «verdes» pinos de Navaleno y San Leonardo, cerca de Urbión, en la Soria pura del poeta-; no son sorprendentes estas adjetivaciones, porque el poeta quiere situarnos frente a un paisaje del alma que transmita al lector la sensación de algo cercano e identificable, para así forzarle a entrar sentimentalmente en la confidencia expresada.
Y ¿cuál será, por tanto, el secreto de esta poesía, el secreto de la emoción poética que produce? La austeridad expresiva no parece —573→ ser el mejor modo de conseguirla, pero el ejemplo propuesto demuestra lo contrario; el poeta habla sobriamente: Yo voy soñando caminos-de la tarde, canta sin estruendo, en tono menor, esbozando el soñador nostálgico en la luz indecisa de los crepúsculos: caminos de la tarde. Enseguida puntualiza, con tres referencias concretas, el paisaje de sus ensueños, prolongándolo con puntos suspensivos que refuerzan el sentido de la breve y densa descripción: ¿Adónde el camino irá?, pregunta -se pregunta-, y quien lee experimenta la sensación de recibir directamente la confidencia, de ser interrogado en voz baja por el poeta, y también de estarse formulando una cuestión que ¡tantas veces! álzase calladamente en su propia alma. Se advierte otra cosa: Yo voy cantando, viajero,-a lo largo del sendero, mientras muere la tarde, y ese canto alude al dolor por la palabra perdida, por la pasión enrada, que se llevó consigo el corazón del poeta.
La revelación de la nostalgia por el mundo íntimo donde arraiga esta poesía, revelación hecha directamente, de hombre a hombre, obliga al lector a realizar una introspección personal en los abismos, a inquirir el sentido de los propios sueños y de los caminos que va recorriendo, tan a ciegas, en la soledad de su vida. La expresión, no por sencilla deja de salvaguardar el misterio poético, y el principio del poema transcrito me produce una impresión que, por algún motivo, se asocia en mi memoria a la de los versos finales del «Romance del Conde Arnaldos»:
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Ese motivo puede ser que en ambos lugares la expresión, sencilla y «fácil», es un tanto oscura, pese a la engañosa apariencia. Tal oscuridad no daña al poema, antes lo vigoriza y embellece, promoviendo un halo de sugerentes nieblas, tras las cuales se advierte la limosa de un sol resplandeciente. Debo advertir que al asociar la poesía de Machado con un romance viejo, he querido también subrayar el parentesco que une a nuestro gran contemporáneo con la lírica española tradicional. El lenguaje machadesco no es nuevo en nuestras letras. Tiene sus precedentes en el Romancero, donde vemos la misma precisa adecuación entre la palabra sencilla y el sentimiento vivo, capturado en el verso, no milagrosa, sino artísticamente.
En nuestro Romancero se oyen las respuestas del alma a las incitaciones del mundo. Y se oyen en un tosco siempre familiar a los oídos españoles. Quizá ésa fue la causa de que los poemas de Machado —574→ no encontraran grandes resistencias, pese a cuanto tenían de disonantes en el momento de su aparición. Su circunstancial novedad los emparejaba, a distancia de siglos, con la corriente eviterna de la tradición viva, de la tradición capaz de operar eficazmente por no estar amojamada y reseca, sino erguida y obradora en el seno de la conciencia colectiva, en la médula de la conciencia popular, que vale tanto como decir en la conciencia nacional.
Machado era un
humanista -en la más vasta y noble acepción del
vocablo-, y su interés se dirigía directamente hacia
el hombre. No le preocupaba la humanidad en abstracto, sino el
hombre en concreto, visto desde la vida en la vida, sin idealizarlo
(Mucha sangre de Caín-tiene a la gente labriega) ni
deformarlo, el hombre en la integridad de su condición, que
es donde alcanza la plenitud del ser. Su humanismo es -dicho con
palabras de Heideger- «el empeño
destinado a que el hombre esté en libertad de asumir su
humanidad, y en ello encuentre su dignidad»
4
. El mismo espíritu latente en los romances viejos de
Castilla -o en el Quijote-, creados siempre por un movimiento de fe
en el hombre y en la posibilidad, a cada uno reservada, de llegar a
realizarse plenamente.
Esa los versos de Machado los hombres están individualizados; no son entelequias, sino hombres de carne y sangre, como el pintado en Del pasado efímero, siquiera pertenezcan a una especie frecuente en España, a una especie de la cual todos conocemos algún ejemplar:
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Igual pudiera
citarse a Don Guido, muerto de una pulmonía, o cualquier
otro de sus retratos. En las breves estrofas de Iris de la
noche se advertirá cómo el ansia de conocimiento
le lleva de la mujer al niño y del niño al viajero
misterioso, procurando decir, en lugares pinceladas, el secreto de
cada uno. Y en Esto soñé, el primer verso
puntualiza su sentimiento: Que el caminante es suma del
camino, que en el hombre se compendia todo lo demás.
Humanismo y también existencialismo. Por ahí, entre
otras causas, pudiera explicarse la aversión de Mairena al
barroco literario, cuyas imágenes —575→
le parecían conceptuosas, razonadoras y artificiales,
o sea, inhumanas. Su admiración por Lope arraiga en la
coincidencia de actitudes. Los dos son humanistas en el sentido
indicado y los dos son popularistas. Recuérdense estas
palabras de Juan de Mairena: «El vulgo en
arte, es decir, el vulgo a que suele aludir el artista. Es, en
cierto modo, una invención de los pedantes, mejor
diré, un ente de ficción que el pedante fabrica con
su propia substancia. Ningún espíritu creador en sus
momentos realmente creadores pudo pensar más que en el
hombre, en el hombre esencial que ve en sí mismo, y que
supone en su vecino»
5.
Machado pensaba
que lo mejor de la raza estaba en el pueblo, y él era y se
sentía pueblo: pueblo castellano, pueblo andaluz, cuyes
lenguaje, y sentimiento consta en coplas, canciones, romances y
refranes que llevó a sus versos, utilizando las mismas
formas de expresión, sin alterarlas, sumergiéndose en
la corriente y dejándose penetrar por el sentir popular para
cantarlo luego con exacta fidelidad, lírico portavoz de los
hombres de su raza, cuya sabiduría -cuya filosofía-
constituye la jugosa entrada de su verso. Quiso que sus libros
fueran al menos una sombras de su ser, y temió no conseguir
ni eso siquiera. Al prologar Páginas escogidas,
veía en ellas «la ceniza de un
fuego que se ha apagado y que, tal vez no ha de encenderse
más»
, echando de menos bastantes cosas,
extraviadas de alguna manera, pues que estando en la
intención no las hallaba en el poema. Su obra íntegra
está traspasada de humanidad, por afecto y simpatía
del corazón hacia los hombres, que para él fueron en
verdad semejantes, porque de veras se les parecía y deseaba
parecérseles.
Esa humanidad se revela en la selección de temas, en la limpia mirada con que contempla el mundo y describe a los hombres. Los ejemplos abundan en su obra: las precisas descripciones de Un criminal, el espléndido retrato del provinciano en Del pasado efímero y el encanto de uno de sus poemas «en el tren»: el ya citado Iris de la noche. En ellos advertimos cuán real era la voluntad de adscribirse a las diversas situaciones en que el hombre vive, de estar en su tiempo, en la otra banda de las tendencias predominantes en los primeros años de la entreguerra, según las cuales el poeta debía permanecer al margen y crear intemporalmente su poesía. Machado llegó, en La tierra de Alvargonzález, a desafiar la más bronca vulgaridad, el romance para cartel de feria, convirtiendo la hirsuta anécdota en clave para desentrañar el sentirlo del mundo ibérico, cargado de dramatismo, hosco y duro como las almas tenaces que en él habitan, encarnando en hombres de abrasadas pasiones, Aceptando el riesgo más alto, consiguió penetrar en los abismos del ser y mostrarnos —576→ sus luchas intimas, sus pasiones vivas -con el acento sobre este adjetivo: vivas-, al hombre entero y verdadero.
Es sabida la
receptividad machadesca en cuanto a la percepción del tiempo
como elemento poético. Este aspecto de su obra depende
también de su temple humanístico, pues viviendo el
hombre en el tiempo, en una realidad cambiante cuya sustancia
permanece mientras el ser se hace y deshace en su corriente, no
puede desentenderse de la sensación de angustia producida
por el constante reflujo de las horas que constituyen su
existencia. Una existencia constituida precisamente por el tiempo
pasado y con un horizonte de tiempo por-venir, pues, como
decía Machado: «vivir es devorar
tiempo: esperar; y por muy trascendente que quiera ser nuestra
espera, siempre será espera de seguir
esperando»
.
El hombre está en el tiempo, es en el tiempo, su vida marcha ligada al tiempo. (No olvidemos que Machado, en su juventud, siguió en la Sorbona los cursos de Henri Bergson, el filósofo de «la durée»). Cuando piensa en la vida, la imagina como una corriente mezclada, revuelta, de arrastres múltiples, despojos de las tormentas pasadas y aguas de purísimo neverío:
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La vida, la poesía. El poeta se vuelve a la vida y, según ya dije, su poesía es cántico, exaltación de la vida. (Cántico se titula la obra impar de Jorge Guillén.) Pero lo característico de Machado, dentro de su época, es la inclusión en la poesía del cieno verdoso y turbias heces que la existencia lleva consigo, de los cuentos fundidos con los cantos, y por eso dice en otra parte:
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No se cantan únicamente las gracias del mundo, sino una viva historia, algo «que pasó» y debe ser contado. Pocas veces se ha expuesto con tan penetrante sencillez la fuerza del tiempo como en el poema titulado Los ojos, donde Machado cuenta y canta la historia del hombre a quien se le murió la amada y se encerró en su casa con el designio de vivir del pasado y en lo pasado, hasta advertir, trascurrido —577→ con año, que había olvidado el color de los ojos de la muerta, y sólo los recordaba viéndolos en otro rostro, al entrar en su corazón el destello de una promesa nueva. Contada cosa alguna ironía; la anécdota resulta reveladora de nuestra impotencia para luchar contra el tiempo, es decir, contra la vida, reflejando en un incidente personal el destino de olvido común a todos los hombres, a todas las sombras empeñadas de manera patética en dar permanencia a sus sentimientos, para vencer así al tenaz enemigo que los devora y a la vez les da sustancia.
Pues el tiempo es el aliado de la muerte. Teje la vida y acerca la muerte6. Vivir es esperar un desenlace previsto, incierto sólo en su fijación temporal, siempre cercano, en suma.
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Al abordar estos temas parece inevitable el tono elegíaco, de la lamentación por la brevedad de una existencia cuyas mañanas -como las de abril en uno de los poemas de Machado- pueden ser sonrientes, por la ilusión de la alegría presentida, mas cuyas tardes serán siempre a melancólicas y sombrías. En esa palabra -melancolía- está la explicación de una actitud, connatural en el poeta, y aun reforzada por la experiencia. La temprana muerte de su esposa, evocada siempre por él con apasionada y viril emoción, le hizo sentir con mayor ahínco la falacia de cualquier ilusión, incitándole a soñadora soledad.
No faltan en su poesía algunos versos donde la amargura del ser moral, transeúnte por el mundo, se crispa ante la idea de que puedan perderse con la muerte los dones de la vida -los dones espirituales, se entiende-, de que puedan desvanecerse los suaves recuerdos de aquel asesor único, pensamientos, ensueños y nostalgias.
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En la nota que
antepuso a sus poemas, en la Antología de Gerardo
Diego, Machado declaró explícitamente el imperativo
de temporalidad a que debe someterse el poeta. «Las ideas del poeta -no son categorías
formales, cápsulas lógicas, sino directas intuiciones
del ser que deviene, de su propio existir; son, pues, temporales,
—578→
nunca elementos ácronos, puramente lógicos. El
poeta profesa, más o menos conscientemente, una
metafísica existencialista, en la cual el tiempo alcanza un
valor absoluto. Inquietud, angustia, temores, resignación,
esperanza, impaciencia que el poeta canta, son signos del tiempo, y
al par, revelaciones del ser en la conciencia
humana».
La necesidad de sumergirse en la corriente del tiempo es consecuencia del deseo de estar en la vida, pues que la una va inmersa en el otro, con sus inquietudes, angustias y demás sentimientos enumerados por el poeta. Su existencialismo está, empero, contrapesado por el reconocimiento de otro imperativo parejo al de temporalidad, que es, según su propia denominación, el de esencialidad. Heidegger y Edgar Poe, no fundidos, sino integrados en una concepción filosófica compleja, apoyo y sostén de una poética de líneas personales, bastante difícil en sus realizaciones y apenas seguida sino por el propia Machado.
Solía llamarse él mismo «el poeta del tiempo», y en una de sus páginas más sagaces, comparando la Elegía de Jorge Manrique con el soneto A las flores de Calderón, recusó el empleo de «elementos de suyo intemporales», «conceptos e imágenes conceptuales», «imágenes en función de conceptos», que son o pretenden ser nociones válidas para todos las tiempos, cuando en verdad le parecían tan sólo disquisiciones lógicas, y defendió, en cambio, la tendencia manriqueña a individualizar, a destruir esas nociones lógicas situando sus intuiciones en un momento dado del tiempo, con lo cual quebranta aquella intemporalidad presunta y busca otra de raíz vivamente humana, estremecida por el recuerdo de los seres determinados y concretos cuya evocación hace sentir, mejor que cualquier razonamiento, la presencia del tiempo en toda su vasta significación.
Esta preferencia
por las formas puramente líricas es notoria en toda su obra.
La impresión de la fugacidad del tiempo se expresa con
referencia a cosas concretas: la mañana y la tarde de abril,
cuando doblaban las campanas; el hermano vuelto, tras larga
ausencia, a la casa familiar; la falta al trabajo de don Francisco
Giner... En tales poemas hallamos las vivencias del poeta
traducidas en imágenes precisas, únicas, recreadas en
su imaginación, surgidas -como él decía-
«ahora en el recuerdo, como escapadas de
un sueño, actualizando, materializando casi el
pasado»
. Pues su poesía está compuesta por
plásticas alusiones e intuiciones que procura mantener
vivas, singulares, autónomas, sin embalsamarlas o
petrificarlas en la rigidez de los conceptos, buscando la
intemporalización por la máxima efectividad y
dinamismo de los elementos temporales.
Otros poetas
sienten el tiempo de manera muy distinta. Juana Ramón
Jiménez ampara su Diario de poeta y mar (el antiguo
Diario de un poeta recién casado) bajo una cita
traducida del sánscrito, titulada Saludo del alba,
que dice así: «¡Cuida bien
de este día! Este día es la vida, la esencia misma de
la vida. En su leve transcurso se encierran todas las realidades y
todas las variedades de tu existencia: el goce de crear, la gloria
de la acción y el esplendor de la hermosura. El día
de ayer no es sino un sueño y el de mañana es
sólo una visión. Pero un hoy bien empleado hace de
cada ayer un sueño de felicidad y de cada mañana una
visión de esperanza. ¡Cuida bien, pues, de este
día!»
.
Se describe así, con bellísima expresión lírica, la reducción del tiempo a lo presente. No existe sino esta hora fugitiva, este momento preciso que estamos viviendo. Lo demás, nos advierten: «no es sino un sueño... o una visión». Mientras el poeta vive su buen tiempo de recién casado, puede, como Juan Ramón, pensar que la vida empieza y acaba cada día, y puede, como él también, cantar diariamente su júbilo nuevo o renovado, y eterno. Pero en Machado, en la conciencia de Machado, gravitaba el peso de lo pasado y la seguridad de lo futuro, insertándole en esa continuidad de los días, donde lo actual, equivale a lo permanente. No conviene, pues, exaltar el hoy ni pretender fijar al tiempo límites imposibles. Si cada día debe ser cuidado es por saberle parte del gran todo del tiempo, no por sí mismo. Lejos de poder el acento sobre lo de hoy, es el de ayer la principal raíz de la poesía machadesca. Pesando cuidadosamente el valor de los elementos que cuentan en ella, el recuerdo me parece el más importante y decisivo.
Su poesía, transida de temporalidad, lo está también -y quizá por eso mismo- de melancolía. Melancolía sencilla, temperada por cierto amable escepticismo, por un brote de amable ironía. Su poesía se apoya en un trasfondo de cosas rememoradas, de cosas pretéritas revividas en el recuerdo, presentes en el recuerdo, que es la más importante parte de lo presente porque, según dice en algún lugar, el ayer sigue teniendo vigencia, pesando en el alma con tanta fuerza como el hoy; ese hoy cantado en el más breve de sus poemas:
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Sentencia que responde a su consideración del tiempo como vasta continuidad donde el hombre se asienta pasajeramente, sin —580→ que le sea lícito considerarlo dividido en compartimentos estancos, aislados, incomunicados: pasado, presente, futuro. Lo cierto es lo contrario: la fusión de estos tres eslabones, de estos tres conceptos, en una magia única de sucesos, dentro de la cual se mezclan recuerdos con afanes y con ensueños. Su meditación ante el tiempo es la clásica meditación del hombre agite la vida y la muerte; el anciano que sube lentamente la escalera, advierte tras él, saltando de tres en tres peldaños la escalera, a la juventud perdida, y en el alma de Machado dialogan el viejo y el joven:
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Mientras se vive, el tiempo es «todavía», es el espacio lleno de profundidad y secreto donde germinan los sucesos que van a constituir nuestra vida, que van a convertirse en nuestra vida y, un poco más allá, en nuestra muerte. Viviendo en el tiempo, vivimos para la muerte, vivimos nuestro destino de muerte, y sin cesar nos preguntamos cuál es su sentirlo y su significación. Pues sin conocer los de la muerte, mal parlemos decidir sobre los de la vida. Las cámaras del tiempo y las galerías del alma están juntas en el pensamiento como en el verso de Antonio Machado. Gracias al poema aparece clara su soterrada afinidad. Las galerías del alma son, como las del tiempo, habitadas por el recuerdo, y en consecuencia, también por la nostalgia. La reflexión sobre el tiempo le hace sentir dramáticamente la fugacidad de la existencia, la servidumbre y fatalidad de nuestra condición de hombres. En la poesía de Machado apenas se vislumbra el futuro; el poeta está vuelto al ayer, a los días vividos, y de una ilimitada corriente del tiempo le interesa fundamentalmente el acotado espacio en que se inserta su vida. Su obra está construida en torno al recuerdo, tejida con recuerdos. Para él la sustancia del tiempo es lo pasado, y esa sustancia, viviente en la memoria, son los recuerdos. De la vida, de la propia vida, de lo que pasó y está pasando, arrancó el buen don Antonio lo mejor de su palpitante poesía. Por eso la sentimos tan próxima y eficaz, y tan —580→ viva que nos parece advertir, a través de ella, el batir de la sangre en el claro corazón de su creador.