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Las comienzos del «Facundo»

Mónica L. Bueno






El principio de la escritura

Para un hombre que ha dejado de tener una patria, el escribir se convierte en un lugar para vivir.


Theodor Adorno, Minima moralia                


Incipit. Sabemos de la fuerza seductora de la primera escena de un texto literario. Los principios determinan el movimiento de la lectura de un relato si entendemos, como dice Blanchot que el relato «no es la relación de un acontecimiento, sino ese mismo acontecimiento»1. La mecánica del comienzo se activa en la doble perspectiva de la escritura y la lectura. El principio es siempre ese instante de distanciamiento de la multiplicidad de lo posible. El comienzo de un libro diseña la frontera del espacio textual, pone el marco al modo del relato.

Facundo es un libro de célebres comienzos. Las ediciones en vida del autor nos muestran las diferencias. Si en la primera edición en Chile aparece su Advertencia, la segunda no cuenta con la célebre invocación2. Hoy por hoy el texto se multiplica en la forma de tres escenas originarias que pautan el trayecto de lectura. Entendido como un relato, el texto se garantiza a sí mismo. Todo relato encierra en la forma, su ley secreta y la forma es, en Facundo, su mayor desconcierto. Intentaremos sostener la hipótesis del relato en el libro en función de esquemas simples que impliquen la escena, el personaje y la ficción. Podemos pensar que el libro describe, a la manera de Balzac, un mundo complejo y poblado, una galería de personajes que sustentan el movimiento del relato cuya superficie se sostiene por la estrategia del diagnóstico. Por otra parte, contar una historia obliga a una inscripción precisa acerca de las fronteras entre verdad y ficción. Y si bien el lugar de la narración en el siglo XIX europeo es la novela, no parece ser, para los escritores argentinos, un género de legitimación. Pensemos en Mármol y su preocupación por nombrarse como poeta o político (nunca como novelista) o en los presupuestos con los que Echeverría define la alianza entre literatura y política. Ciertas formas son permitidas, otras no. El reivindicativo prólogo de Mitre a su novela confirma el descrédito. Asimismo Sarmiento debe sentar las bases «pedagógicas» de un género en el que no cree demasiado. Al respecto, señala al final de un artículo titulado «Las novelas» y que, según su costumbre, es una réplica que instala la polémica:

Nos ha forzado a hacer estas reflexiones la eterna prédica del Orden contra las novelas. Nosotros hemos pasado nuestra vida fundando escuelas y aconsejando formar bibliotecas parroquiales para instrucción del pueblo, entre las que no aconsejábamos introducir novelas. Pero nos sacan de paciencia estos moralistas atrabiliarios que están siempre echando pelos en la leche3.



Por otra parte, el desprestigio del folletín implica a la novela y viceversa. Sin embargo, tanto Amalia como Soledad se publican por entrega en periódicos de la época. Sarmiento reconoce «el pecado de los folletines» pero sabe de su eficacia en el público: «Un buen folletín puede decidir los destinos del mundo dando una nueva dirección a los espíritus»4. En conclusión, contar una historia en la Argentina del siglo XIX parece ser un asunto complejo con marcos difusos si atendemos a la consabida relación modelo/copia.


El principio de la lectura

Toda decisión de lectura es una puesta en movimiento. El inicio de un texto condiciona la manera de leer. Los paratextos de los que hablara Genette son, en realidad, indicadores precisos de la inscripción de ese texto en la familia correspondiente. Sabemos que un prólogo de autor es una señal y, también, sabemos, que un prefacio ajeno es, a veces, un obstáculo prescindente. De todas maneras, tanto uno como otro forman parte del relato de la lectura de un texto. Regulaciones y desregulaciones textuales se fundamentan en las entradas a un libro. Una dedicatoria, una salvedad o una advertencia configuran imágenes precisas del mundo que se cuenta, incluido, claro está, el propio autor.

¿Cómo empieza el Facundo? Rápidamente uno podría decir que el libro comienza con la célebre invocación al fantasma. Sin embargo, el principio se dibuja en esas tres escenas que se implican y garantizan la eficacia del relato del «libro extraño»5.




Primera escena: la Advertencia del Autor

En la primera edición de julio de 1845, aparece esta nota del autor. Sin embargo, en la tercera y cuarta edición -1851 y 1868, respectivamente- es reemplazada por el «Prefacio de la traducción inglesa por Mrs. Horace Mann». Se restituye en 1874 cuando se publica la última edición en vida del autor.

Sarmiento, en esta Advertencia, concierta la forma de lectura del texto y desarma las argumentaciones en contra. Podemos decir que corrige el modo de leer de sus lectores correctores. Las acusaciones de inexactitud y prisa son rápidamente disueltas frente a la validación de peso que el libro contiene: «un tema del que no se había escrito nada antes». Por un lado, hace explícita su estrategia de buen romántico, esa falsa «estética de la espontaneidad» que todo lo disculpa, como la bautizara Barrenechea; por otro, reconoce el carácter fundacional de su libro. La singularidad del texto anula las formas incorrectas; la premura de la denuncia, esto es, la legitimación política del libro, oblitera los excesos del marco.

Como decíamos antes, esta nota es una suerte de económica teoría de la lectura ya que pauta el sentido último de la manera de entender Facundo. El marco de pertenencia genérica de la obra queda suspendido por la eficacia de su objetivo. Corre al lector del lugar del género, lo ubica fuera de los límites seguros y le dice que allí encontrará la verdad.

La Advertencia contiene y previene las futuras correcciones de lecturas equivocadas. No son los datos que Alsina le corrige los que darán la clave de la verdad histórica que Sarmiento cree necesaria para modificar los acontecimientos. Encontrar las causas de la situación actual es el enigma que propone y para ello, el relato del pasado prefigura el movimiento del presente y posibilita los cambios futuros. La realidad que describe se une a la eficacia del relato y lo garantiza. Como diría Blanchot, en un punto, Facundo «no hace sino relatarse a sí mismo»6.

La primera escena, entonces, describe al autor que asume el control del espacio textual e indica su recorrido. Esta figura de autor celoso y atento a su obra se corrobora en las modificaciones que sufriera el libro en las cuatro ediciones en vida de Sarmiento así como el cambio de título o la incorporación de la carta de Alsina. Estos paratextos que Sarmiento agrega o quita se tornan, entonces, partes del texto, suplementos de una teoría de la lectura condensada en la Advertencia, metapoética del género que funda.

Al contrario de Beckett o de Foucault, Sarmiento no hubiese podido decir jamás, «qué importa quien habla» ya que si el sujeto que puede revelar el enigma tiene un nombre propio, hay otro nombre propio que posee el mérito de saber las formas del ritual, de ser el detective que sigue las huellas correctas para encontrar la clave. Sarmiento construye con precisión la descripción rigurosa de su nombre de autor. Alberdi lo entiende y se lo recriminará en sus Quillotanas. Sarmiento condensa en esta Advertencia su ejercicio recurrente en todo el libro: lograr que el lector capte un determinado sentido de la obra. Esta nota así como la respuesta a Alsina tratan de establecer lo que el autor ha querido decir que, evidentemente, no es lo que el lector entiende.

Recordemos que, en mayo y junio de 1845 junto con «Vida de Quiroga» aparecen publicados en El Progreso, artículos que refuerzan la tesis que desarrolla el folletín y que son evidencia cierta del celo de su autor. Sarmiento intenta organizar la lógica de la lectura para lograr el sentido recto de su obra. La insistencia en la figura del lector es una estrategia en todo el Facundo que excede la forma del ensayo.

En el final de la Advertencia, el autor promete una ficción futura e innecesaria. De todas maneras, ese nuevo plan nunca se confeccionará. Jamás corregirá los deleatures que le marcara Alsina. La carta de Alsina es emblemática porque condensa uno de los puntos de desajuste entre Sarmiento y su época. Alberdi en las Quillotanas mostrará otra de las facetas del «gaucho malo de la prensa». Alsina corrige las faltas en la representación porque cree que en la fidelidad a la copia reside la verdad. La verdad para Sarmiento parte del análisis y la reflexión sobre las causas de los acontecimientos y no se anula por la irregularidad de los detalles de esos acontecimientos. Su declaración de verdad es manifiesta «no ha traicionado los acontecimientos del pasado y del presente». Es cierto. El libro los refiere con claridad. De lo que se trata, evidentemente, para el autor, es de la función reveladora del libro: Facundo establece el diagnóstico, ilumina las sombras del pasado (la del caudillo, la de Rivadavia), describe exhaustivamente las formas bárbaras. La verdad es, ante todo, para Sarmiento, un concepto puramente epistemológico. En este sentido, construye una curiosa alianza entre las verdades de razón y las verdades de hecho. Son los acontecimientos históricos, verdades de hecho que en su contingencia muestran que su contradictorio o su negación es lógicamente posible. La barbarie contiene la posibilidad de la civilización. El principio de causalidad que soporta su argumentación conduce a las verdades de la razón que se esgrimen desde el principio de identidad irrefutable. Sarmiento, como Leibniz, concluye que las verdades de hecho también son verdades de razón para una mente infinita.

La Advertencia inaugura una red textual que Sarmiento completará parcialmente cuando agregue o suprima -según convenga- en las sucesivas ediciones- la Carta de Alsina y su respuesta7. La respuesta de Sarmiento en 1851 es una repetición y una amplificación de las justificaciones de la Advertencia. Si en la última llama a su libro «obrita», en la carta le dirá «librejo» pero no dejará de subrayar el éxito de Facundo que lo constituye en «un mito como su héroe». Por otra parte, volverá a argumentar sobre el criterio de verdad que no exige verificación. Cierta acostumbrada ironía que articula con su estudiada humildad de provinciano le hace nombrar como «falta» lo que considera acierto en la economía del relato8.

Facundo inaugura también una tradición: la del que escribe mal y se lo corrige. Alsina y luego Alberdi, trazan las primera líneas de esa figura de lector-corrector.

Todos los que en nuestra tierra leéis, conocéis el estilo general de Sarmiento, ese ímpetu un tanto desordenado, aquel atropellarse de las ideas, que se quitan el sitio unas a otras para llegar primero, aquellas indicaciones bien vagas a veces, que nos obligaban a Del Valle y a mí, a ir metiendo en las frases los verbos ausentes.

Es evidente que Miguel Cané en este Prólogo a las Ciento y una se inscribe en esta genealogía9. Sus juicios determinan la falta a la norma, la ilegalidad y, por supuesto, no se limitan a la literatura sarmientina. Una carta de Cané a José Hernández publicada en El Nacional el 22 de marzo de 1879 donde marca repetidas veces la incorrección de los versos del Martín Fierro, «que harían la desesperación de un retórico» así lo muestra. Veamos una cita: «Lo he dicho al principio y se lo repito: su forma es incorrecta. Pero Ud. me contestará y con razón, a mi juicio, que esa incorrección está en la naturaleza del estilo adoptado. La corrección no es la belleza aunque generalmente lo bello es correcto»10.

La literatura argentina es una zona de litigio, de puesta a prueba de leyes y contravenciones. Entre los que se apartan de la norma y los que observan la incorrección y la subrayan para desplazar o anular la figura del ilegal, se establece un contrapunto. El campo intelectual se construye, entonces, de esta manera y los nombres propios que arman el canon varían según esta perspectiva de combate. Roberto Arlt es un buen ejemplo de esta pelea por el lugar de la norma. Arlt quiere publicar La vida puerca en la colección «Los Nuevos» de la editorial Claridad, Castelnuovo lo rechaza porque no le parece un libro bien escrito. Güiraldes corrige el manuscrito, sugiere un nuevo título y lo impulsa para que lo publique. El uso equivocado de un vocabulario mal aprendido, la falta insistente en la coordinación sintáctica, el error ortográfico convocan la figura de corrector. «El idioma de los argentinos» (¿título casual?) es una de las Aguafuertes que arma el espacio de la polémica. Arlt contesta a las declaraciones de Monner Sanz en El Mercurio de Chile y transcribe un fragmento de estas declaraciones. Monner Sanz, como Bello con Sarmiento, se erige en la figura de la legalidad idiomática, por lo tanto determina con precisión el buen uso y el mal uso del idioma. Arlt muestra con ironía cómo los argumentos de su oponente acerca de la pureza de la lengua y el uso correcto caen en el absurdo11.

Sarmiento dibuja en esta primera escena, que se amplía y dinamiza con la carta de Alsina y su respuesta, tanto la figura de escritor moderno que dice verdad en los entramados de la ficción (que dice la verdad que no se verifica en las minucias del dato sino que refulge en los tiempos de la historia) cuanto la figura del lector que corrige porque se afinca en la ley de su tiempo.

En el final de la Advertencia, promete a sus lectores correctores, la reparación que nunca hará. «Alejado de los acontecimientos» -dice- refundirá la obra en un plan nuevo. Traspié para su estudiada improvisación romántica porque la posibilidad del plan nuevo confirma la existencia del viejo negado. Nunca cumplirá la promesa. Su «obrita», ese falso borrador, será lo que él mismo ya sabía un texto definitivo y fundacional. El referente privilegiado de los diagnósticos esencialistas o historicistas de los ensayos del siglo XX acerca de la Argentina. La marca indeleble del sentido de origen que el texto formula. Este pequeño prefacio que Sarmiento escribe como respuesta a sus correctores es evidentemente una escena. La del escritor que debe dar cuenta. El texto se aparta de la ley y por eso fuerza los motivos, inventa las excusas, exagera, negocia con los otros, los que juzgan su eficacia. Motivos de su falta son la premura del caso (su actitud siempre reactiva) y la lejanía de los acontecimientos. El exilio y la denuncia conforman el marco del mérito singular que lo caracteriza: fundar el diagnóstico, las causas del presente político y social. Sarmiento recorta la figura «autor» y la esgrime en la dinámica del funcionamiento textual. La primera escena gira en torno a su presencia que enseña cómo debe leerse ese texto.




Segunda escena: el exiliado

La segunda escena comienza con un epígrafe que funda un sistema de traducciones «equivocadas». La traducción del autor «nacionaliza la cita» dice Ricardo Piglia12. «Los hombres se degüellan, las ideas no». No hay degüello en francés; la cita en español es una apropiación que se legitima porque en el matiz de la lengua está la denuncia. El epígrafe de esta escena da cuenta de dos temas que la crítica sarmientina ha discutido ampliamente: la cita y la traducción. Evidentemente esas dos cuestiones son marcas culturales. La cita es patrimonio de la tradición cultural argentina. Define al que posee el saber porque sólo cita el que sabe. De ahí que el rigor y la precisión en la cita sean imprescindibles ya que funda la legalidad del enunciador. Autorización que otorga el funcionamiento del modelo de autoridad. Sarmiento, en cambio, no copia sino que se apropia de textos ajenos. En la apropiación hay una carga entrópica, un exceso y una pérdida. La cita tiene en la escritura sarmientina un solo propietario; de ahí que el nombre ajeno pueda confundirse, mezclarse. El desorden del saqueo de la «barbarie letrada». (Fortoul, Volney, Didier; Diderot son sólo nombres que se pierden en la lista que la crítica restituye para una frase que finalmente tiene un solo dueño). El uso irreverente de la cita es otra forma de legitimación de la figura de autor que explícitamente conduce la escena de la Advertencia y que ahora diseña una política con respecto al modelo cultural13. Por otra parte, en la traducción, Sarmiento muestra otra huella de su política de la lengua. En el espacio de cruce de las lenguas, se permite la libertad de las asociaciones infinitas. La cita tiene una existencia nueva en la lengua propia y fija en el trayecto entre una y otra, la dinámica de lo heterogéneo.

La segunda escena es el relato del uso de la cita, de su contextualización, de las múltiples maneras de interpretarla. Como señala George Steiner, es la interpretación «lo que da vida al lenguaje más allá del lugar y el momento de su enunciación inmediata» y el traductor es siempre un intérprete que trabaja con un diccionario privado14.

Cuerpo y letra forman en esta escena una unidad dialéctica. El exiliado se aleja herido y golpeado. La marca en el cuerpo muestra las formas de la barbarie; la cita en francés pone en evidencia al provinciano culto. Si el unitario de «El matadero» muere por la pasión, por el gesto pudoroso del cuerpo desnudo, el escritor exiliado que deja en la piedra una cita (un texto de otro en otra lengua) completa el ciclo ficcional que muestra el lugar del individuo frente a la masa. En los dos textos, el enlace entre las heridas en los cuerpos y las huellas de la escritura dibuja el relato. La diferencia está en la coherencia lógica. El escritor huye del escenario, el unitario de Echeverría entra en el espacio del enfrentamiento casi como un suicida. La barbarie marca el cuerpo del individuo pero no entiende la otra huella poderosa y eterna de la escritura, la de la civilización. El relato se mide en los dos tiempos del mismo lugar, el borde del exilio. La cita en francés es la evidencia de una paradoja del siglo pasado: La lengua extranjera es la lengua del letrado que debe construir la literatura nacional. La gauchesca será otro movimiento de esa construcción que trabaja en contra de la lengua de los antiguos colonizadores. Cambaceres lo dice claramente en el prólogo a su primera novela: para ser escritor en Argentina no hay que «saber escribir el español».

El hombre que escribe, el héroe que denuncia la injusticia, asume en ese gesto su destino: el de escritor y el de exiliado. La Comitiva del Gobierno debe realizar una serie de operaciones con la escritura y finalmente no entiende. El individuo frente a la masa. Esta escena puede encadenarse con otras escenas de la época que señalan una de las caras del conflicto civilización/barbarie: El unitario que muere frente a la chusma enardecida. Brian que muere por las hordas indias. Esta relación sostiene el relato y es paradójica porque el individuo muestra la aversión del hombre por lo desconocido e informe mientras que la masa es el exorcismo de ese temor. «De pronto, todo acontece como dentro de un cuerpo», señala Canetti respecto de este movimiento que va del individuo a la masa15. En la Argentina del siglo pasado, esa oposición es ideológica y política. Si se hila muy fino, la coherencia del verosímil se hace añicos pues uno puede preguntarse: ¿Qué hace un unitario en el Matadero? ¿Por qué un soldado de la Independencia se encuentra en pleno desierto? ¿Cuál es la relevancia política de ese hombre que huye a Chile para que Rosas mande a descifrar un «jeroglífico» de una sola línea?

David Peña escribe en 1903 su Juan Facundo Quiroga, una serie de ensayos vindicatorios de la figura del caudillo, que, como explica el autor en el prólogo, no desconocen la envergadura de su maestro Sarmiento16. Sin embargo, en el primer capítulo, intenta mostrar las fabulaciones y exageraciones del sanjuanino en la velada autobiografía que Facundo encierra. Peña, discípulo irrespetuoso, pretende probar -vaya novedad- que el episodio es un microrrelato ficcional. Confronta esta escena del libro y la narración correspondiente en Recuerdos de Provincia, con escritos autobiográficos de un joven unitario llamado Hudson. Para probar las mentiras sarmientinas lee los textos de Hudson como documentos de la verdad histórica. De lo que no se da cuenta Peña, como muchos otros, es que el episodio del exilio le permite a Sarmiento la invención de la escena literaria y en esa ficción, la construcción del héroe romántico que había ya ensayado con relativo éxito dos años antes en Mi defensa.

Por otra parte, si la escena ficcionaliza circunstancias de la época, contiene imágenes futuras. Sarmiento funda la representación del que debe irse de su tierra por motivos políticos. La literatura argentina exhibe las maneras del exilio y Facundo cuenta el primer episodio. Es posible pensar en otras escenas que se encadenan. Se nos ocurren dos. La casa y el viento de Héctor Tizón es la crónica del que se va de su tierra hacia el exilio. La novela amplifica y narrativiza la escena sarmientina. El personaje de Tizón encuentra en el relato de los otros la forma de la escritura fuera de su tierra:

Este será, al menos en mis apuntes, el testimonio balbuciente de mi exilio; pero quisiera que lo fuera también de mi amor a esta tierra y a los hombres, a mis vecinos, en los días en que se acobarda, aterroriza y mata [...] El testimonio de alguien que en un momento se había puesto al servicio de la desdicha, que ahora huye pero anota y sabe que un pequeño papel escrito, una palabra malogra el sueño del verdugo.



El vuelo del tigre de Daniel Moyano fue escrito en La Rioja en 1978. El manuscrito fue enterrado por unos sacerdotes amigos del escritor en el jardín de la iglesia. Moyano recibe varias amenazas y huye a España. Desde allí pide que le envíen el manuscrito. Nunca pudo ser encontrado. Reescribe, entonces, la historia en Madrid, en 1980. La novela se cierra con la mención de las dos fechas y los dos lugares.




Tercera escena: el nombre del fantasma

Salgo del taller de Rodin; la figura de Sarmiento va tomando vida y forma. El soberbio viejo, que fue uno de los raros cultos individuales de mi vida, me llena el espíritu [...].

De vuelta, me echo a vagar por las calles de este París que entra a su vida normal, pasado el síncope, y de nuevo Sarmiento surge en mi memoria, como si su personalidad absorbente saltara de la tumba para imponerse a los vivos, como en tiempo de la acción, por el vituperio o el entusiasmo, por el cariño o el odio17.



Este es el comienzo del prólogo de Miguel Cané que ya mencionáramos. Está en París, en 1896. Como vemos, el dispositivo de la evocación reduplica curiosamente los mecanismos ajenos. Se produce cierta transposición de una escritura a la otra, una alquimia que trastoca los lugares: el recuerdo casi se transforma en una invocación al espíritu de ultratumba. De este modo, en la, quizás impensada repetición, homologa el mito del caudillo con el del escritor. La imagen romántica del fantasma que le sirve de recurso de comienzo en Facundo se transforma en instrumento para el joven escritor culto, fragmentario y autobiográfico, que gusta de recordar ancestros y de armar linajes en su escritura. Sin embargo, la admiración no le impide establecer su lugar de lector-corrector, como ya vimos.

La presencia de los muertos corroe la historia argentina. Es el enigma de la fuerza del ausente que se hace visión omnímoda. «Hay un fusilado que vive» es el disparador de Operación masacre y es, también, la condensación proteica de la relación de la literatura con la historia que Facundo dramatiza18.

Como ya dijimos, los epígrafes del libro conforman un sistema de lectura de la cultura europea y una apropiación de ese saber. En la Introducción, el texto de Villemain sintetiza la metodología de trabajo y da una pista acerca del modo de entender el libro. La cita justifica la solapada autobiografía, es decir, legitima la presencia de un sujeto que se empeña en exhibir su lugar «fuera de». Si es necesario que el historiador sufra y se alegre, es necesario, en definitiva, que la pasión organice su deambular por la historia. De poco valen, entonces, las certezas en los datos de la realidad.

Convengamos que Sarmiento evoca al fantasma y en este sentido es taxativamente correcto. Mucho más que Cané pues en su primera acepción «evocar» significa: «Llamar a los espíritus y a los muertos, suponiéndolos capaces de acudir a los conjuros e invocaciones». De esta manera, el escritor desde el exilio, -las dos imágenes de las otras dos escenas- construye la tercera en el juego de la donación de la voz y el lugar al fantasma. Une su nombre y su figura a la del mito popular. Su gesto lo ubica y lo define. Entre los saberes de la civilización y los de la barbarie, el autor de Facundo puede decidir cuál es el camino correcto para descifrar el enigma de la patria. Con esta escena concluye el primer episodio del relato de la «novela familiar». El fantasma acudirá a la cita. A partir de ese momento, el lector sabe que deberá recorrer la tensión entre la literatura y la historia, sabe también que los marcos genéricos se organizan en una coherencia interna perfecta que sostiene la hipótesis de las causas. Como los antiguos que iniciaban sus poemas con una invocación a la Musa, Sarmiento realiza un homenaje y un conjuro a aquél que custodia la memoria del relato19.

En 1852, Carlos Marx publica en forma de folleto, El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. El análisis del golpe de Estado de Luis Bonaparte tiene una premisa hegeliana: «todos los hechos importantes de la historia universal parecen ocurrir dos veces»20. Sarmiento también lo cree cuando sobreimprime y opone los rostros de Quiroga y Rosas como un monstruo bifronte. Pero mientras Marx define como farsa la repetición, Sarmiento la cataloga de drama. Si en algo parecen acordar es en que «la herencia de todas las generaciones muertas acosa la mente de los vivos como una pesadilla» (dice Marx). Para exorcizar las sombras es necesario el conjuro. En estos tres comienzos, se define el relato de ese conjuro pero también son epifanías de otras escenas, procedencias insoslayables de la literatura argentina21.








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