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ArribaAbajo Capítulo I

DON FÉLIX
El rostro es en vano
querer ocultarme;
tú has de matarme,
o yo te veré.
DON DIEGO
No es verme tan llano 5
que baste el querello;
mal que os pese de ello,
burlaros sabré.

(Comedia antigua inédita.)                


Como a las ocho de la mañana de uno de los primeros días del mes de julio del año de 1595 se apeó en Madrigal, a la puerta de una pastelería, un caballero joven, galán y bien portado. Dejando los caballos al cuidado del sirviente que le acompañaba, entró en la pastelería con gentil desembarazo, y tocando ligeramente con la mano el bonete de terciopelo negro que cubría su cabeza, pronunció con voz clara y apacible la entonces usual fórmula de saludo

-Ave María.

-Sin pecado concebida -contestó la única persona que en la tienda había, y era una mujer joven, morena, de hermosos ojos, rostro más agraciado que bello y aire más grave e imponente del que su edad, condición y humilde traje prometían.

Estas observaciones las hizo el caminante sentado ya en uno de los escaños que había dentro de la misma chimenea; y fuese que su natural cortesía le moviese a ello, o bien que el aspecto de la huéspeda le pareciera exigir más respeto del que hasta entonces había mostrado, el hecho es, que se quitó cortésmente el bonete, y dejó ver una cabeza cubierta de cabellos castaños, cortados según la moda de aquel siglo, es decir, sobre poco más o menos, de la manera que hoy llamamos a la inglesa.

-¿No tendrá usted, señora huéspeda -dijo el caminante, después de breves instantes- alguna cosa con que aplacar el hambre de un mozo, que ya esta mañana ha caminado algunas horas?

No contestó a esta pregunta la persona a quien se hacía, sino que levantándose del asiento que ocupaba al frente del viajero, abrió y examinó el cajón del mostrador, algunas alacenas, y el horno, y visto todo, volvió a su puesto diciendo flemáticamente al mancebo:

-Nada.

-Bien por mi vida. ¿Y no hay otra pastelería en el pueblo?

-Ninguna.

-¿Y absolutamente no hay nada que darme?

-Nada, si no se contenta con un pedazo de pan.

-Corta cosa es, y mi estómago me parece que ahora requiere más sustancioso refrigerio. Duélase, hermana, de mi necesidad, y no me obligue a andar en ayunas el resto de la jornada, que por la paga no quedaremos mal.

-Mi señor no está en casa -replicó la huéspeda-; además, que aunque estuviera, no creo yo que quisiera ahora hacer nada.

-Válgame Dios, y qué poco amigo de trabajar es el pastelero: sea usted más caritativa, y alivie mi necesidad, que tengo prisa; el pueblo a que voy aún está lejos, y no quisiera llegar a él hambriento, y creyendo que en cuerpo tan bello haya una alma empedernida.

Estas últimas palabras, pronunciadas en un tono entre galán y jocoso, arrancaron, por decirlo así, una sonrisa a la grave pastelera; pero había en ella tanta dignidad, y en su aire tal importancia, que a ser en una princesa, se dijera que el requiebro la agradaba, sólo en cuanto a mujer. Mas el mancebo no estaba entonces para pagarse de sonrisas; el hambre le aquejaba, y continuó sus instancias, quizá con importunidad; pero mezclándolas con tantas y tan discretas lisonjas, que al cabo dio al traste con la pereza o el orgullo de la huéspeda.

-Por oír misa y dar cebada -dijo ésta- ya sabe usted que no se pierde jornada. Haga, pues, que su criado lleve los caballos al mesón, que está en la misma calle, y váyase el señor caballero a oír la misa del padre vicario de Santa María la Real, que dentro de una hora veremos de dar modo para satisfacer su apetito.

-¡Una hora! Mucho es, pero sea: oigamos misa y después volveremos a...

-A desayunaros.

-Y a ver los negros ojos de la más bella pastelera de esta tierra.

-Lisonjas de cortesano.

-No, sino verdades de hombre honrado.

-Si se retarda, caballero, no llega a la misa.

-¿Está lejos la Iglesia?

-A dos pasos. Desde la puerta de casa verá usted la del monasterio.

Y diciendo así, acompañó al caminante hasta la puerta, y, en efecto, le indicó el convento, que desde ella se veía.

Don Juan de Vargas, hermano del marqués de X, que es el caminante que hemos visto, era un caballero mozo, de buen parecer, mediana estatura, rostro blanco, complexión enjuta, humor jovial, muy aficionado a las armas, y sobradamente a las damas; sirvió al rey en Flandes con honor algunos años; su valor y nacimiento le alcanzaron una compañía; y en la ocasión en que le hemos visto se hallaba en España a causa de haberle llamado su hermano el marqués, que achacoso antes de la vejez, soltero, y sin inclinación al matrimonio, le propuso hacerle su heredero, con sólo la condición de renunciar el ejercicio de las armas y venirse a vivir en su compañía.

Don Juan repugnaba dejar los campos de Marte; pero el agradecimiento a su hermano, las muchas ventajas que la proposición de éste le ofrecían, y finalmente, algunas desavenencias con el cabo principal del tercio en que servía, le decidieron a dejar su bandera, con permiso del rey, y regresar a Valladolid, ciudad donde el marqués residía.

Éste, desde luego, descargó en su heredero el cuidado de su hacienda y estados que estaban en Castilla la Vieja, lo que proporcionó a don Juan hacer frecuentes viajes por la provincia, los cuales hacía siempre a la ligera con un solo criado, divirtiendo en ellos y en la caza el ocio de su nueva vida, insoportable para un hombre activo como él, vehemente, y habituado al continuo movimiento de la guerra.

Regresaba don Juan a Valladolid, después de haber visitado varios pueblos del señorío del marqués, situados en la sierra de Ávila, y se había propuesto llegar aquel día y detenerse algunos, en Medina del Campo, villa ya muy decaída entonces, pero no de tan poca importancia como lo es en el día.

Sigámosle al monasterio de Santa María, que lo era de monjas de San Agustín: dirigiéndose a él, con el piadoso fin de oír misa, iba don Juan repasando en su memoria el gracejo de la pastelera, y tratando, por decirlo así, de casar lo plebeyo de su condición con la nobleza de su porte; el deseo de la ganancia, natural en el tratante de oficio, con la negligencia y descuido de aquella mujer, que nada tenía en su casa preparado para la venta, y finalmente, la solícita adulación de la mayor parte de las gentes dedicadas a aquel tráfico, con el despego casi grosero de la morena de Madrigal.

Poco tiempo hacía que don Juan había vuelto de Flandes, donde las gentes, aunque de suyo poco aficionadas a los españoles, no perdían nunca la ocasión de ganar con ellos el dinero; los tudescos, flemáticos, sí, mas no perezosos, saben adoptar siempre el tono conveniente a la profesión que el interés, o la necesidad, les obliga a ejercer, y don Juan se olvidaba de que estaba en Castilla la Vieja.

Embebido, pues, en sus reflexiones, llegó al pórtico de la iglesia; en donde se hallaba reunido todo el pueblo, pues el día en que principia nuestra historia era festivo, y la misa del padre vicario la que siempre oían las personas de más cuenta, y las que sin serlo aspiraban a darse importancia, que ya entonces eran en bastante número.

Todo en aquel tiempo llevaba en España el sello del carácter severo y sombrío de su monarca. Cada una de las clases del Estado se distinguía en todo género de actos por sus insignias, por la calidad y hechura de sus vestidos. El color más de moda era el negro; los militares eran acaso los únicos que vestían de color; los adornos eran ricos y costosos, pero sencillos y graves: un cintillo, de diamantes par presilla en el bonete, una larga y gruesa cadena de oro colgando del cuello, y dando una o más vueltas sobre el pecho, y una sortija de valor en algún dedo.

El traje del siglo era airoso: Vandick, dice Walter Scott, lo ha inmortalizado. En efecto, o es la magia de aquel gracioso pincel, o verdaderamente el corte y disposición de los tales vestidos era infinitamente superior a los inconcebibles arreos de que hoy nos vemos cargados. Confieso ingenuamente que como no sea la idea de asimilarnos a los monos, no concibo cuál fuese la del inventor de los faldones de nuestros fraques. El pantalón, a la verdad, ya se entiende, porque la especie ha degenerado ya tanto, que apenas hay pierna masculina capaz de llevar con honor el calzón ajustado. ¡Pero el chaleco, casaca, y sobre todo, el corbatín! El corbatín -instrumento eterno de suplicio para el hombre obeso y corto de cuello, a quien no deja respirar, y para el ético agrullado, cuya cabeza, dejándose ver sobre una columna de raso o terciopelo, parece blanco puesto allí para diversión de muchachos-, el corbatín, repito, es la más desatinada de las invenciones.

Pero aún es mayor disparate entretener al lector con tales reflexiones: para concluir en general esta materia, diré que el calzón en aquel tiempo era ajustado y largo, que llegaba hasta la garganta del pie; la bota como la de campaña; el jubón, ajustado a la forma del cuerpo, llegaba hasta la cintura, a la cual se ajustaba por medio de un cinturón, del que ordinariamente pendía la espada; comúnmente estaba, como entonces decían, acuchillado, es decir, con ciertas aberturas cubiertas con unos bollos de seda en los ricos, y de lienzo más o menos fino en los artesanos y demás clases pobres.

El pueblo andaba de ordinario en cuerpo, y es natural, pues de esta manera estaba el hombre más desembarazado para entregarse a sus faenas; y en la cabeza llevaban los plebeyos un sombrero de copa redonda y ala ancha, al paso que los nobles, los funcionarios públicos, los criados y demás gente ciudadana, o por una razón o por otra, superior a la plebe, usaban la capa corta, que no pasaba de la cintura, y un bonete o gorra semejante; si no igual; a la que vemos en nuestros cómicos cuando representan las comedias de Lope; Calderón, etcétera.

El traje de camino variaba en algún tanto: éste era constantemente de color menos fino y delicado que el de la ciudad; y en lugar de la capa corta se llevaba el gabán, especie de capotillo sin mangas, y que cuando la ocasión lo requería, se usaba con forro de pieles; y aun a veces una capa parecida en las dimensiones a las del día.

Diremos al paso que tal era el vestido que llevaba nuestro don Juan, y cesando en las digresiones, continuaremos acompañándole en el pórtico, en donde se paseaba esperando la misa, siendo él objeto de las miradas de todos, y batiendo por su parte algunas observaciones en aquellos honrados vecinos.

El traje de camino, el aire desembarazado y libre de un cortesano, la osadía del militar, y un cierto no sé qué de seguridad, y ninguna extrañeza al verse solo entre personas desconocidas, que debía don Juan a la educación, al ejercicio y viajes, eran para Madrigal una cosa nueva.

Los individuos de la justicia del pueblo, que con el traje de etiqueta, la vara en la mano y el alguacil al lado, esperaban que la campana les diera la señal de ir a ocupar en el templo su asiento privilegiado, y estaban, como de razón, algún tanto separados del resto de la concurrencia, no fueron por eso los últimos en notar la llegada del forastero.

El corregidor, hombre de mediana edad, chico de cuerpo, abultado de barriga, de rostro circular a manera de luna, con dos ojitos de color de perla abiertos a punzón, chato, y de pocas letras, pero lleno de la importancia de su empleo, cuya insignia, la golilla, no abandonaba ni para dormir, y que hasta para pedir la comida o el sombrero creía necesario un auto de oficio, hubiera de buena gana mandado a su secretario que fuera a notificar al recién venido se presentase ante su señoría a declarar en forma su nombre, apellido, profesión, etcétera, pena de diez ducados de multa (que las multas eran lo que mejor le parecía del oficio); pero como su consorte le había apercibido de que hablase poco; si no quería exponerse a decir solemnes necedades, y el buen magistrado era un marido paciente y obediente, se contentó por entonces con señalar con el dedo a don Juan, llamando la atención del escribano, pronunciando gravemente la palabra «visto».

-Por mando de su señoría -respondió maquinalmente el escribano, especie de autómata legal con todas las apariencias posibles de una momia.

El alcalde, regidores, el personero y el alguacil, fijaron también la vista en el forastero, que acaso se dirigía hacia ellos en su paseo.

-Es galán -dijo uno de los regidores.

-Y su porte de cortesano -contestó el personero, que había estado alguna vez en Valladolid.

-Más parece soldado que otra cosa -replicó el primero-; Dios tenga de su mano a las mujeres si ha de pasar algunos días en el pueblo.

-Y a los mozos si viene de bandera -dijo el alcalde.

-¿Qué dice su señoría?

-Conforme -respondió el corregidor.

Ya en esto don Juan les había vuelto la espalda, y era observado por otros corros formados por distintas personas del pueblo; pero no halló cosa en ninguno que le llamase la atención, ni le distrajese del apetito que el caminar le había excitado; sólo notó un hombre vestido, en cuanto a la forma, como el resto de los habitantes, es decir, humildemente; pero que tanto en la calidad del paño de su ropa, que bien se echaba de ver era finísimo, como en el aire del cuerpo, no sólo lejos de ser grosero y torpe, sino además noble, distinguido y riguroso, se hacía notable entre todos.

Éste se paseaba solo como don Juan; pero se conocía que no era forastero, pues aun cuando los madrigaleños no dejaban de mirarle con cierta curiosidad, se dejaba ver que era objeto a que sus ojos estaban acostumbrados.

El rostro puede decirse que no se le veía, pues el ala inmensa de su sombrero no daba lugar a ello; pero si alguna vez por un movimiento brusco se dejaba ver, dos ojos negros como el ébano, vivos, penetrantes, y entre airados y melancólicos, hacían dudar de si las arrugas que le cubrían eran efectos de pesares y trabajos, o de una edad que se aviene mal con tanto fuego, y músculos tan vigorosos en la apariencia como los suyos.

Cuando este individuo pasaba por las inmediaciones de algún corrillo de gente del pueblo, nadie dejaba de saludarle, más respetuosa que afablemente; los hidalgos y los ricos volvían con tiempo la vista para no saludarle ni hacer desaire a su persona; y él ni parecía admirarse del acatamiento de los unos, ni extrañar la afectada distracción de los otros.

La justicia era la que aún le trataba de un modo más extraño. Al pasar por sus inmediaciones, la mano del para don Juan desconocido personaje hizo un movimiento como para tocar el sombrero, mas se quedó en el camino, y aquellos señores hubieron de contentarse con un «buenos días nos dé Dios», pronunciado en voz apenas inteligible.

Sin embargo, todos contestaron, aunque con cierta expresión en la fisonomía que no era fácil decidir si era de desprecio o de temor. Mas cualquiera que fuese, al interesado pareció dársele poca pena, pues continuó sus paseos, sin inquietarse en manera alguna de los magistrados de la villa.

Cuando el ánimo está libre, cualquiera cosa basta a llamar nuestra atención; así es que don Juan la fijó, sin saber por qué, en aquel hombre. Por su parte, el incógnito clavó también un instante la vista en el hermano del marqués. En un momento recorrió toda su persona; parecía querer penetrar en lo íntimo de su corazón; preguntarle con su mirar quién era, a qué había venido, por qué le observaba; pero un momento después, cruzando los brazos sobre el pecho, e inclinando la cabeza, en apariencia se olvidó de que don Juan estaba allí, y siguió paseándose.

Lo que a nosotros nos ha costado algunas páginas decir, fue, sin embargo, obra a todo lo más de unos cinco minutos que tardó la campana en sonar el acostumbrado tercer toque a misa.

Rompió la marcha el corregidor hacia la iglesia, y siguiole el ayuntamiento, atravesando la calle, que, con el sombrero en la mano, formaron los circunstantes, a excepción de don Juan y su incógnito, que por causas distintas no creyeron necesario rendir homenaje al magistrado. De aquí resultó, que ambos fueron también los últimos a entrar en el templo, lo que verificaron tan a un tiempo, que don Juan esperó poder entonces satisfacer la curiosidad que tenía de verle el rostro al individuo en cuestión; mas se engañó, pues éste, antes de poner el pie en la iglesia hizo un movimiento rápido para colocarse detrás del caballero, a quien ya no le quedó más partido que el de continuar su camino.

No fue, sin embargo, sin un secreto despecho de verse burlado en el mismo instante en que ya creía conseguido su designio. Tenaz por carácter, y no reprimida aún su vehemencia por el hielo de los años ni por la mano de hierro de la desgracia, era natural que no renunciase fácilmente a una empresa que ya por sí no presentaba graves dificultades, porque a la verdad, verle el rostro a un hombre que anda por la calle no es cosa maravillosa. Ofreciole la fortuna una ocasión, y la agudeza de su ingenio medios de aprovecharse de ella. No había en la iglesia más que una sola pila de agua bendita; a ella pues, había de acudir el incógnito. Don Juan sentía detrás de sí los pasos de aquel hombre; llega a la pila, introduce la mano, y se vuelve con rapidez para ofrecer cortésmente el agua; pero sea que el último hubiese previsto lo que iba a suceder, sea que por evitar las miradas de otros curiosos creyera oportuno seguir ocultándose, lo cierto es que con la mano izquierda llevaba inmediato a la cara un pañuelo, como si sufriera de dolor de muelas, de manera que no era posible vérsela. Alargó, sin embargo, el brazo derecho, recibió de don Juan el agua bendita, como si aquel obsequio le fuera cosa debida, e inclinando apenas la cabeza en señal de gracias, desapareció detrás de una de las columnas de la iglesia antes que aquel caballero volviera en sí del asombro que la presencia de espíritu y gravedad del desconocido le causaron.

El órgano sonaba ya; las religiosas en el coro habían dado principio al oficio divino, y don Juan, buen católico, y por otra parte hombre cuerdo, conoció que ni el paraje ni la ocasión eran a propósito para empeñarse en seguir a un hombre que visiblemente se obstinaba en no dejarse encontrar. Renunció, pues, por entonces, a su empresa, y púsose a oír la misa con toda devoción, si bien, a pesar suyo, no cesaba de mirar por todas partes, con objeto de descubrir en algún rincón al misterioso habitante de Madrigal.

Mas todo su mirar fue en vano; la misa se concluyó, y ya iba don Juan a retirarse de la iglesia, cuando advirtió que su incógnito iba delante del sacerdote y en dirección a la sacristía. En el momento tomó el mismo camino, y acelerando el paso se adelantó al vicario, quedándose, no obstante, algo más atrás que el objeto de su curiosidad.

Éste, así que llegó a la puerta de la sacristía, se paró, colocándose a la derecha de ella, de modo que era imposible que el fraile pasase sin verle. Don Juan, resuelto ya hasta a reñir con aquel hombre si necesario fuese, para verle a su gusto, hizo igual movimiento en el lado izquierdo de la puerta, quedándose frente a él, de manera que estaban como dos centinelas puestos para guardar un paso importante.

El de Madrigal, que conservaba el pañuelo puesto en la cara, lanzó una mirada de furor a don Juan; pero éste, que no era hombre de asustarse por miradas, permaneció intrépido en su puesto, mirándole de hito en hito.

En esto ya el vicario llegaba a la sacristía con las manos cruzadas sobre el pecho, baja la cabeza, y en el más profundo recogimiento, sin advertir en manera alguna a aquellos dos hombres inmóviles como estaban, y que acaso eran los únicos que quedaban en la iglesia.

Ya iba a entrar por la puerta, cuando el desconocido, dejando caer el brazo izquierdo y descubriéndose por consiguiente el rostro, dijo en voz clara y sonora, si bien no muy elevada:

-Fray Miguel de los Santos, guárdeos el cielo.

Desde la primera palabra levantó el fraile la cabeza, tan despavorido como si oyera la voz del ángel exterminador, y clavando sus ojos desencajados de espanto en la fisonomía del que le hablaba , «¡Jesús me valga!», exclamó con voz apagada; y cediendo a la fuerza de su temor, se desmayó.

Venturosamente, don Juan estaba tan cerca, que pudo impedir su caída, recibiéndole en los brazos.

El desconocido, entonces, dirigiéndose a él, le dijo entre airado y pesaroso:

-Socórrale; y otra vez no sea tan entremetido.

Dicho esto, volvió la espalda y dejó la iglesia. Don Juan llamó al sacristán, a quien entregó el vicario, sin decirle nada de la causa de su accidente, y echó a andar apresuradamente, pero con ánimo de alcanzar al singular personaje que acababa de dejar; y obtener de él, de grado o por fuerza, la explicación de aquel suceso.




ArribaAbajoCapítulo II


    Como de leve chispa al solo fuego
se inflama el bronce vomitando muertes,
al torpe influjo de calumnia impía
así la furia popular se enciende.


(Canción anónima.)                


Por más pronto que el sacristán del monasterio acudió a la voz de don Juan, y a pesar de cuanta prisa se dio éste a salir de la iglesia, no pudo hacerlo con tanta brevedad que alcanzase a la persona que buscaba. Todavía, cuando don Juan salió, quedaban en el pórtico algunos corrillos, y uno entre ellos formado por los individuos de la justicia, que ya conocemos de vista; pero ni con estos, ni con ninguno de los habitantes, estaba el incógnito, como don Juan vio después de haber examinado apresurada y curiosamente la fisonomía de todos los circunstantes, incluso la del señor corregidor.

El aire afanado de don Juan, cierta especie de sobresalto que se dejaba ver en su rostro, y, sobre todo, el desacato inaudito con que se atrevía a pasar en revista la fisonomía del primer magistrado de la villa, llamaron la atención general de un modo tan visible, que a estar menos preocupado con su designio, conociera nuestro caballero que su conducta era, por lo menos, imprudente. Mas ya se ha dicho que don Juan era obstinado; él mismo lo ha dejado ver en toda su conducta desde que está a nuestra vista, y además, en el punto a que las cosas habían llegado entonces, su curiosidad estaba demasiado exaltada para contenerse por respeto al desagrado de los honrados madrigaleños.

Sin embargo, todas sus diligencias fueron inútiles. Después de haber examinado detenidamente todas las inmediaciones de la iglesia, conoció que correr las calles de un pueblo desconocido en busca de un hombre, cuyo nombre, calidad y empleó ignoraba, sería sobre descabellado, infructuoso. Resolviose, pues, a regresar a la pastelería, con ánimo de adquirir en ella, si posible fuese, algunas noticias sobre el objeto en cuestión.

Pensar y ejecutar eran para el hermano del marqués casi una misma cosa. Cinco minutos después de tomada su resolución, estaba ya sentado en la pastelería, adelante de una mesa que la huéspeda le había hecho preparar durante su ausencia. Mas no estaba cuando don Juan llegó la agraciada morena; un marmitón mulato y silencioso como la tumba fue quien le hizo seña de ocupar su asiento; y poniéndole delante un asado de cabrito, medio pan blanco y un frasco de vino, se retiró sin decir palabra, al interior de la casa.

No pudo menos don Juan de sonreírse viéndose recibir de aquella manera, y de exclamar para sí: «¡Por vida de mi padre, que a estar en carnestolendas dijera que estos señores de Madrigal se han propuesto hacer burla y chacota de mi persona! Todos son misterios, y voto... pero comamos, que después habrá lugar para todo».

En efecto, don Juan ocupó su asiento, y después de persignado y santiguado devotamente, empezó a embaular bonitamente, unos tras otros, muchos no muy pequeños pedazos de cabrito, los que, para que no se le secaran en el estómago, tenía muy buen cuidado de humedecer con copiosas libaciones.

Al paso que iba, había cabrito para muy poco tiempo; pero aún no había concluido, cuando por detrás de él, y sin haber precedido ruido de puerta ni de pasos que se lo anunciase, apareció la huéspeda, y tocándole ligeramente en el hombro, le dijo, sin detenerse, y en voz tan baja que apenas se oía:

-Guárdese de requebrarme.

Cuando la última de estas palabras hirió el oído de don Juan, ya la morena ocupaba el mismo asiento en que la había visto la primera vez, y su actitud y aparente indolencia eran absolutamente las mismas también que en aquella ocasión.

El primer movimiento de don Juan, sintiéndose de improviso tocar en el hombro, fue llevar la mano al puño de la espada, pero viendo, casi al mismo tiempo, a la huéspeda, y escuchando las palabras que le decía, se quedó absorto durante algún tiempo. Recobrado, empero, y volviendo a su humor festivo; se sonrió con la morena; quien le correspondía igualmente; y animado con tan buen principio, empezó a decir:

-¿Querrá usted decirme por qué me prohíbe...

La huéspeda, conociendo que la palabra requebrarla u otro equivalente era la que el forastero iba a pronunciar, recorrió rápida y sobresaltadamente el aposento con la vista; y tomando en seguida una actitud tan imponente que rayaba en teatral, puso el dedo índice sobre sus labios, clavando al mismo tiempo sus hermosos ojos en los del desconocido caminante, que entonces no sabía qué cosa admirar más, si la gracia y belleza de la mujer que tenía delante; o aquel aire de dominio con que sin derecho alguno quería tratarle.

-Es singular -exclamó-; pero al cabo es mujer -dijo para sí-. No hay humillación en someterse a ella; variemos la conversación. Paréceme -continuó en alta voz- que la gente de Madrigal tiene mucha afición al padre vicario del monasterio, pues, según los informes que tengo, poca gente más será la que hay en el pueblo que la que yo he visto en misa.

-Muy poca -respondió la morena, que había vuelto a recobrar su primera apatía.

-Y no faltan hidalgos en el pueblo.

-Podrá ser.

-¿Cómo podrá ser? ¿Pues usted no lo sabe?

-No, a fe mía.

-¿Y cómo, estando en la villa y habiendo tal vez nacido en ella?

-Porque jamás me empeño en averiguar lo que no me importa.

Y a estas palabras, acompañó una mirada expresiva, tan burlona, que confundió a don Juan y suspendió su locuacidad por algún tiempo.

La pastelera calló también, y al parecer se ocupaba en contar las vigas del techo, mientras que el caballero, rojo como el carmín, apoyaba un codo en la mesa, la frente en la mano, y con la otra desmenuzaba prolijamente una miga de pan, como si la destinara a cebar algún pajarillo.

Después de algunos segundos, pasados en esta posición, don Juan, dejándola bruscamente como por efecto de una de aquellas luminosas reflexiones que; cuando menos esperamos, vienen a facilitarnos la solución de algún problema que nos parecía imposible resolver, don Juan, repito, volvió a anudar la interrumpida conversación.

-¿Conocería, por ventura, vuesa merced a un hombre?...

-¿Más curioso que siete mujeres? -interrumpió malignamente la huéspeda, con no poca mortificación del preguntante.

-No es eso lo que voy a decir, hermana -replicó, entre vergonzoso y enojado, don Juan-; iba a preguntarle si conocía a un hombre que hoy en misa ha llamado mi atención.

-Yo no he ido hoy a oír, la misa del padre vicario.

-Lo sé, pero, sin embargo, pudiera ser que las señas que yo diese de su persona (aquí advirtió don Juan que la huéspeda mudaba de color), hiciesen venir a usted en conocimiento de quién sea.

-Diga, pues, señor caballero -prorrumpió la huéspeda, la morena, pero con visible agitación.

-Su edad es entre la mocedad y la vejez; su persona parece ser de hombre robusto y asendereado; sus movimientos anuncian la agilidad que sólo se adquiere con el ejercicio de las armas.

-O haciendo pasteles -dijo detrás de don Juan la misma voz que en la iglesia causó el desmayo de fray Miguel de los Santos.

-Pardiez -exclamó don Juan; que familiarizado ya algún tanto con las sorpresas, recibió la nueva aparición con menos asombro que era de creer-, pardiez; hermano, me alegra más de haberos encontrado que si el rey me hubiera hecho merced de alguna encomienda.

El incógnito, que llevaba su gran sombrero calado, como siempre, hasta las cejas, y los brazos cruzados sobre el pecho, dejó a don Juan decir libremente, y continuó andando hasta colocarse en pie enfrente de él, y al lado de la pastelera, cuyos ojos, desde el momento de su entrada, no se apartaron del suelo.

El silencio duró algunos instantes; quien le rompió fue el pastelero.

-Señor caballero; si en efecto lo es usted, puede saber que la curiosidad indiscreta es gravísimo defecto, propio más bien de mujercillas y hombres bajos, que de gente noble y principal. Pero usted es mozo, y como tal no es extraño que aún no haya aprendido a moderar sus pasiones. Yo no soy ni quiero ser un misterio, y ciertamente creo que para correr a usted bastaría decirle que el que ahora está hablando es el pastelero de Madrigal, su humilde criado.

El principio de esta arenga inflamó al irascible don Juan; cuanta más era la razón con que el pastelero le reprendía, tanto mayores eran su mortificación y cólera; pero cuando oyó a aquel hombre concluir declarando su oficio; sin embargo de que la tal declaración se hizo con un tono indefinible, que ni bien era amargo, ni irónico, ni cortés, ni grave, fue tan poderosa con él la risa, que prorrumpió en una gran carcajada.

Ésta se prolongó tanto, que la pastelera acabó, como a pesar suyo, por hacer otro tanto; y hasta el mismo dueño de la tienda dio muestras de abandonar por un momento su austera gravedad.

Así se pasó algún tiempo, y sabe Dios el que se hubiera pasado, si en medio de aquella inmoderada, y acaso intempestiva alegría, no se dejara ver en la puerta de la calle, que estaba abierta, un hombre o esqueleto de tal, alto, flaco, carilargo, ojihundido, vestido de negro, con un lío de papeles debajo del brazo y un gran tintero de cuerno en la mano: el escribano, en fin, en cuerpo y alma, si es que la tenía.

-Abran aquí a la justicia -dijo, parándose en el umbral de la puerta-, y esta frase fue la primera noticia que de su venida tuvieron los tres reidores; al oírla cesó la risa; cada cual fijó los ojos en la puerta; y don Juan, viéndola abierta de par en par, y que el fantasma que en ella había, decía, sin embargo, que se la abriesen, estuvo por empezar de nuevo a reírse; contúvole, empero, la idea de que aquel hombre era al cabo un ministro de la justicia, y se contentó con decirle:

-¡Por más abierta no doy ni una blanca; entre usted, que bien puede!

La pastelera se inmutó extraordinariamente; sus manos, que don Juan notó ser de primorosa estructura, y no embrutecidas por el trabajo, se cruzaron sobre sus faldas con un movimiento convulsivo y casi involuntario; perdió el color del rostro, y echó una mirada al cielo, como pidiéndole protección.

Del pastelero no fue posible juzgar, pues el ala del sombrero le cubría, como se ha dicho, toda la cara, y en su persona no se notó movimiento que anunciase temor ni sorpresa, como no fuese el echar la mano al puño de una daga corta que llevaba casi oculta entre los pliegues del vestido; y aun esto con tanta negligencia y espacio; que más parecía movimiento casual que de precaución.

No bastó la invitación de don Juan para que el escribano pasase adelante, sino que, despreciando el aviso del caballero, se dirigió de nuevo al dueño de la casa, repitiéndole en su falsete:

-Abran aquí a la justicia.

-Abierto está; entre la justicia cuando quiera -respondió el pastelero; y entonces el escribano entró, seguido de dos alguaciles y cuatro robustos mozos armados con alabardas, mohosas, sí, mas de un tamaño respetable.

«Este Madrigal, dijo para sí don Juan, viendo aquello, es villa maravillosa, o se ha trastornado desde que estoy en ella: ¿qué va a que se llevan preso a mi huésped?»

Mientras hacía estas reflexiones, dos de los alabarderos se quedaron guardando la puerta, y otros dos se colocaron a los costados del escribano, quien, tranquilo, al parecer, con aquella escolta, empezó a decir:

-Gabriel de Espinosa: el rey nuestro señor, en su nombre el señor corregidor de esta villa, y yo, por comisión de su señoría expedida en debida forma, según más latamente consta en autos, os requerimos para que en este mismo instante nos entreguéis, para que puesto en lugar de seguridad y juzgado, y secundum alegata et probata, conforme a derecho, sufra la pena a que haya lugar, la persona de un asesino que tenéis en vuestra casa pastelería; sita en la villa de Madrigal, en el reino de Castilla la Vieja.

-Señor escribano: mi casa no es, ni ha sido nunca, asilo de malhechores. Usted viene engañado, pues en ella no hay persona alguna forastera, como no sea ese gentilhombre que usted está viendo; que seguramente no tiene trazas de asesino.

-Nada más engañoso que la apariencia -replicó gravemente el escribano-. Cierto, no es el hábito que acostumbra vestir la gente maleante el que vemos en la persona que usted nos señala; pero como, por lo demás, conviene en ello todas las señas contenidas en el auto del oficio y mandato de su señoría, fuerza será reconocer en este buen hombre el asesino que buscamos.

-Mentís como un bellaco -gritó furioso don Juan, irritado con tan rigorosa y no merecida acusación.

-¡Favor a la justicia! -exclamó el escribano.

Y al mismo tiempo sus dos satélites, enristrando las lanzas, le pusieron a don Juan las puntas al pecho, obligándole a retroceder hasta la pared, sin darle tiempo para tirar de la espada.

Sin embargo de verse en tan crítica posición, aún pudo tirar de un puñal, y hacía ademán de resistirse con él. Los alabarderos, por su parte, irritados con sus amenazas, le apretaban tanto con sus armas, que hubo momento en que realmente pudo decirse que estuvo a un dedo de la muerte.

El escribano se había retirado hacia la puerta; el pastelero miraba desde el lugar en que le cogió el principio de aquella escena singular, el valor de don Juan; pero la morena, más sensible y arrojada, corrió a los mozos, separó con sus manos las puntas de las alabardas del pecho del caballero, y poniéndose delante de él, le dijo:

-Entréguese usted a la justicia; si es inocente, como lo creo, no estará mucho tiempo en sus manos; y si fuese culpado, sobre que la resistencia sería inútil; no haría más que perjudicarle en su causa.

El raciocinio era concluyente; pero todavía más que su evidencia pudo con don Juan la dulzura de la voz, el tierno interés con que se pronunció, y la expresión hechicera del rostro de la que con razón llamó su libertadora.

-Usted -contestó- acaba de salvarme la vida, y justo es que yo ponga mis armas a sus pies -y, en efecto, lo hizo así-: disponga pues vuesa merced de mi persona, y crea que desde este instante se ha ganado un amigo, que lo será mientras viva.

No replicó la pastelera, sino que cogiendo la espada y el puñal de don Juan los puso sobre una mesa; y dirigiéndose al escribano; le dijo desdeñosamente.

-Ya puede hacer su oficio.

Don Juan, adelantándose entonces hacia el secretario sin soberbia ni humildad le dijo:

-Soy vuestro preso; pero acordaos que soy noble, y mi familia poderosa.

Concluidas estas palabras, los cuatro mozos de las alabardas cogieron en medio al hermano del marqués, y salieron procesionalmente de la pastelería, cerrando la marcha el escribano, y dirigiéndose todos hacia la casa-posada del señor corregidor, que estaba esperando al presunto reo con alguna impaciencia.

En el tránsito se agregaron muchas personas, que ya el aparato desplegado por la autoridad en la prisión de don Juan había reunido a la puerta de la pastelería; la mayor parte de ellas que andaban por las calles, y no pocas de las que estaban en sus casas y vieron pasar el singular acompañamiento de nuestro caballero.

-¿Por qué llevan preso a ese mancebo? -preguntó uno de modo que el interesado pudo oírlo.

-No sé -respondió otro-, pero, según dicen, ha cometido un asesinato.

-Imposible -interrumpió una mujer-, imposible: ¡Si es tan galán!

-Sí; como él sea galán, nada malo puede hacer -exclamó gruñendo un hombre, que, por amabilidad que con ella usaba, se conocía ser su marido.

-Señores, es un hereje.

-Judaizante, judaizante.

-No hay tal, señores; es un morisco disfrazado.

Todas estas conjeturas más divertían a don Juan que le mortificaban, pues, seguro de su inocencia, lo estaba de justificarse de cualquier crimen que se le imputara.

Pero, de repente, y de entre las personas del pueblo que más distantes estaban del preso, sale una voz de trueno gritando:

-¡Matadle, matadle, al asesino, al sacrílego!

Este apóstrofe produjo un momento de horror y profundo silencio; pero a poco se oyó un ruido sordo como el del mar en el momento de empezarse una tempestad.

Los habitantes se hablaban entre sí, y casi todos a un tiempo la pregunta «¿y qué es lo que ha hecho?» vuela de boca en boca. Pero el estrépito es tal, la diferencia de voces y la agitación tan grandes, que la respuesta no se da, o no puede llegar a los oídos del interesado.

Un momento después, la voz de «¡muera!, ¡matadle!, ¡a la hoguera!» es general; los alabarderos, los alguaciles y el escribano bastan apenas con amenazas, con razones y ruegos, a contener a aquellos furiosos, que más de una vez estuvieron a punto de arrojarse sobre la persona de don Juan, y de hacerle pedazos.

Decir que este caballero iba tranquilo en tan amargo trance sería falso, inverosímil. El amor a la vida es natural, y perderla inocente, sin esperanza de gloria, y por el necio capricho del vulgo ignorante, será siempre muy cruel, por más que suceda alguna vez en todos siglos y épocas.

Sin embargo, fuera de ponérsele el rostro amarillo como la cera, no dio nuestro don Juan otra señal de temor. De buena gana se hubiera tapado los oídos para no escuchar las horrendas imprecaciones que de todas partes, y sin cesar, llovían sobre él; pero conoció que, sobre no poder excusarse de oírlo que le mortificaba, pues los pulmones de los madrigaleños eran de bronce, o tal le parecían, dar aquella prueba de debilidad sería indecoroso y a propósito para alentar en sus sanguinarios proyectos a aquellos amotinados.

Uno de estos hubo tan osado, que, deslizándose por entre dos de los alabarderos, llegó a coger un brazo al preso; mas éste, conociendo lo crítico de su situación, y que sólo arrostrándolo todo era como le quedaba alguna esperanza de salvarse, le descargó en la cabeza un golpe tan furioso y tan bien aplicado que dio con él en el suelo, en donde se quedó como muerto. Tal fue el aturdimiento que tuvo.

Los alabarderos, viendo aquello, e interesándose como es natural por un hombre indefenso y expuesto a la ira de todos, y que, sin embargo, tan valiente se mostraba, enristraron las alabardas, y cerrándose en torno de él, lograron, no sin trabajo, abrirse paso por medio de la multitud que por todas partes les rodeaba.

El escribano intentó al principio resistir al tumulto con autoridad, conminando a los amotinados con diversas penas si al punto no le dejaban el camino expedito para que la justicia pudiera ejercer libremente sus funciones. Pero nadie le hizo caso, y hubo quien llegó a contestarle con muy poca cortesía.

Visto esto, varió de rumbo; empezó conviniendo con los habitantes en la enormidad del delito del prisionero y la justicia del castigo que para él pedían; pero les suplicaba que dejasen a cargo de los magistrados puestos por el rey aplicar la pena que conviniese, citándoles en apoyo de su opinión cuantos aforismos, leyes, comentarios y pragmáticas le vinieron a la memoria. Mas nadie atendía a su aflautado y meloso acento, ni aunque hubiesen atendido sirviera de nada, pues una vez rota por el pueblo la barrera del orden, ¿adónde pararán sus extravíos? Dios sólo alcanza saberlo.

A pesar de todo, permaneció firme en su puesto el escribano hasta la ocurrencia de que últimamente hemos hablado, pues así que vio caer a un hombre en el suelo, fue tan pánico el terror que de él se apoderó, que escabulléndose por entre los circunstantes, encorvado para que se le viese menos, se dio tan buena maña, que en pocos instantes se vio fuera del campo de batalla con no poca satisfacción suya.

Entre tanto, los mozos de las alabardas, valientes como castellanos de entonces, continuaban lenta y penosamente su marcha, y el pueblo gritaba a más y mejor contra el pobre don Juan, que daba al diablo la hora en que se le antojó venir por Madrigal, y quisiera más entonces habérselas con todos los tudescos del mundo que con sus furiosos compatriotas.

Llegaron por fin al umbral de la casa del corregidor y la hallaron cerrada, gracias a la prudencia de la consorte de éste, doña Petronila, que informada por un oficioso vecino de lo que ocurría en el pueblo, dispuso tomar a todo evento la precaución de no dejar que nadie entrase en su casa hasta que todo estuviese sosegado.

Por más que los alabarderos llamaron, por más que suplicaron, la puerta no se abría.

El corregidor, puesto a la ventana del piso principal, colocada precisamente encima de una de las rejas del cuarto bajo, decía constantemente:

-Hijos, no puedo abrir; mi mujer tiene la llave.

-Ya se ve que la tengo -exclamaba desde el interior del aposento la voz cascada de la dueña-. Ya se ve que la tengo, y no la daré.

Los amotinados se agolpaban; su furia, lejos de disminuirse, iba tomando incremento, y era visible que en breve todos los esfuerzos de los cuatro alabarderos serían inútiles para salvar al infeliz don Juan.

Éste, conociendo desde luego toda la intención del peligro, echó una mirada en rededor de sí, ve la reja, da un salto, gatea por ella, alcanza la ventana a que el corregidor estaba asomado, y entra por ella en el aposento. Inmediatamente coge al magistrado absorto por el brazo, le retira de la ventana, cierra vidrieras y contra ventanas, y rendido de fatiga y de sobresalto se arroja sobre un sillón.

Al ver el pueblo el arrojo de don Juan, todo él prorrumpió en un grito de espanto, del que se formará una idea el que haya oído la exclamación universal de los concurrentes a la elevación de un globo en cuya barquilla se ve algún atrevido aeronauta.

Pero a la admiración sucedió el furor y el grito de derribar la puerta, que sonó en los oídos del corregidor como la sentencia de su muerte.




ArribaAbajoCapítulo III


    Doleos la dueña,
doleos de mí;
si no me amparades
es fuerza morir.
-Mal hora que os coja,
¿por qué aquí venís?
Ni sé vuestro nombre,
ni jamás os vi.
-Salvadme, que os juro,
que voy a morir
sin culpa ninguna.
-Mancebo, venid,
que soy compasiva
y mujer al fin.


(Romance inédito.)                


Mientras que en la calle se discutía tumultuariamente sobre si sería más conveniente echar abajo la puerta de la casa del corregidor; o cercarla tomando todas las avenidas a ella, de manera que el fugitivo no pudiera absolutamente escaparse de sus manos, es imponderable la apurada situación del magistrado, su mujer y don Juan.

Por de pronto, la sorpresa en los dos primeros; y en el último el deseo de la conversación, no dieron lugar a ningún otro pensamiento; pero pocos minutos bastaron para que cada uno de ellos hiciera reflexiones sobre su posición y análogas a su carácter.

El corregidor repasaba en la memoria las penas impuestas por la ley al escalamiento pero al mismo tiempo veía con disgusto no serían aplicables en aquel caso; porque era claro que sólo el inminente peligro de su vida movió al acusado a tomar por asalto la audiencia de su señoría. Sin embargo, lo que más le mortificaba era cierto escrúpulo sobre si tendría o no que inhibirse del conocimiento de aquella causa, pues, como testigo presencial del escalamiento, su deposición se hacía necesaria; y le imposibilitaba de ser juez en ella.

Doña Petronila empezó por ceder a la timidez de que en general adolece su sexo, y aun estuvo muy cerca de tener un desmayo; pero venturosamente se hizo cargo de que su ilustre esposo tenía demasiado miedo para socorrerla entonces, y el recién venido cosas de más importancia en qué pensar; y resolvió contentarse con derramar algunas lágrimas por el momento.

Don Juan, después de recobrado algún tanto, prestó la mayor atención a las voces de los amotinados, y a poco se hizo cargo de sus intentos, los que fácilmente se figurará cualquiera que le alarmaron en extremo.

-Amigo, quien quiera que seáis -dijo, dirigiéndose al magistrado-, en vuestra mano está salvar la vida de un hombre que, sin saber por qué, ni haber cometido crimen alguno, es el objeto de la furia de esa canalla.

-Doña Petronila, esposa, ya oís lo que dice este hombre.

-Sí, ya oigo, y más valiera que ese hidalgo no hubiera venido a ponernos en tan grave peligro.

-Señora, el peligro en que yo mismo me hallaba es mi disculpa.

-¿Y quién le mandó ponerse en él, señor mío?

-El demonio, que sin duda me inspiró el pensamiento de venir a este malaventurado pueblo.

-¡El demonio! -murmuró aparte el corregidor-. Vade retro. Este hombre tiene pacto.

-Sí, -contestó la corregidora, que iba cobrando aliento-; echa la culpa al pueblo, de lo que la tienen sus malas mañas.

-Pero ¿qué malas mañas, pecador de mí? ¿Qué mañas? ¿De qué me acusan? Sépalo yo, al menos.

-Traslado -respondió el magistrado.

-Le acusan -dijo su mujer- del asesinato que ha cometido.

-¡Válganme todos los santos del cielo! ¡Yo asesino! ¿Y quién lo dice?

-Oiga, hermano, y escuchará como se lo dice todo el pueblo.

-¿Y eso basta?

-Vox populi, vox Dei -dijo el juez.

Aquí interrumpió la conversación el estrépito horrible de las voces de los amotinados, que con más furia que nunca gritaban, «¡Abajo la puerta!» y tomó por vía de acompañamiento se oían los golpes que daban en ella algunos impacientes con las astas de las alabardas que habían logrado arrancar de manos de sus dueños, en tanto que recibían las hachas que habían enviado a buscar.

-Toda discusión es ociosa, señores; dentro de algunos minutos seremos todos víctimas de la rabia de esos desalmados, si por caridad no me indican vuesas mercedes un medio para huir de aquí.

Doña Petronila, mujer al fin, y conmovida con el riesgo a que conocía se hallaba expuesto, quiso echar una mirada sobre su extraño huésped; a quien hasta entonces no había examinado, temiendo hallarle espantoso; pero cuando vio un mancebo tan bien dispuesto y sereno hasta cierto punto, aun puesto en aquel duro trance, sintió enternecérsele el corazón, y empezó a pensar en qué paraje podría ocultarle para sustraerle a la espantosa muerte que sin duda le aguardaba.

Mujer que quiere, pocas veces no puede; un retrete en su propia alcoba, cuya entrada dispuesta ya con arte para que no se notase, era todavía menos visible a causa de la oscuridad del lugar en que estaba, fue el paraje que doña Petronila creyó a propósito para ocultar a don Juan. Y en efecto, levantándose de su asiento, le asió de la mano, diciéndole:

-Sígame.

El hermano del marqués, en el entusiasmo de su gratitud no vio ni los sesenta años de doña Petronila, ni su figura colosal y descarnada; ni los ojos a manera de perdiz, ni la mano semejante a la de una parca; nada vio, repito, en aquella mujer, sino un ángel tutelar que venía a arrancarle de las garras de la muerte. Así es que imprimió en la mano que le llevaba un beso tan ardiente como hubiera podido hacerlo y en la de la misma diosa Venus, si en persona se le hubiese presentado a ofrecerle sus favores.

No habían puesto aún el pie fuera del aposento la dueña y el caballero, cuando les hizo pararse una voz que se oyó en la calle, primero a lo lejos y repetida a pequeños intervalos, después muy próxima, últimamente, inmediato a la misma casa y universal, diciendo «¡Milagro, milagro!»

Casi al mismo tiempo cesaron los golpes de la puerta, y el ruido de las pisadas anunció que los amotinados se retiraban, pero con tanta precipitación, que era una verdadera fuga, y repitiendo sin cesar el grito de «¡Milagro, milagro!», que debilitándose, progresivamente acabó por dejarlo todo en el más profundo silencio.

Cuando llegó este caso, don Juan, que había permanecido en pie, y siempre asido de la mano de doña Petronila, exclamó como maquinal e involuntariamente:

-¡Milagro!

-¡Milagro! -repitió la dueña.

-¡Milagro! -tartamudeó el corregidor.

Después que ya fue evidente la partida de los amotinados, cada cual se fue serenando progresivamente, como es natural, la curiosidad sucedió desde luego al temor.

Lo ocurrido era a la verdad para tenerla. Don Juan, en un pueblo en que a nadie conocía, en el que apenas hacía dos horas que se hallaba, sin que durante ellas se hubiese querellado con persona alguna, se veía de repente acosado, preso por la justicia, perseguido por el pueblo; y de repente, también como por encanto, a la voz de milagro, se verifica en efecto el de dispersarse espontáneamente el tumulto, y esto en el momento en que era muy probable consiguiesen su intento los amotinados.

Por su parte, el corregidor y su esposa, aunque enterados del crimen de que se acusaba a aquel caballero comprendían aún menos que él mismo la dispersión del motín.

No tardaron mucho ni unos ni otros en salir de sus dudas; pero para hacer inteligible la solución del misterio en cuestión, nos es forzoso volver atrás por un momento con el hilo de nuestra historia.

Recuérdese que hemos dicho que el aguijoneado don Juan, por el deseo de conocer al que después vio ser el pastelero, había dejado al vicario del monasterio de Santa María la Real desmayado, en brazos del sacristán del mismo, y que inmediatamente echó a andar en busca de su incógnito.

Sucedió, pues, que no pudiendo el sacristán entrar solo al fraile desmayado en la sacristía, llamó en su auxilio a dos monaguillos, que, en efecto, le ayudaron a echar al vicario sobre un banco y prodigarle los socorros ordinarios en tales casos, como rociarle el rostro con agua, hacerle oler vinagre, despojarle de parte del vestido, etcétera.

Pero como, a pesar de todos sus esfuerzos, y del movimiento que recibía el cuerpo del padre vicario no volvía de su paroxismo, el pobre sacristán, hombre pacato y de poco espíritu, exclamó, afligidísimo:

-¡Válgame Dios! Está como muerto el buen señor.

No aguardaron a oír más los dos monaguillos, muchachos de diez a once años ambos, sino que echando a llorar amargamente salieron corriendo de la sacristía dando grandes alaridos, en los cuales no se les oía más palabras inteligibles que las de «Ha muerto el padre vicario».

Ya en esto, la mayor parte o todas las personas que quedaban aún en el pórtico cuando salió don Juan de la iglesia, se habían retirado a sus casas; los mismos individuos del ayuntamiento se habían dispersado, y sólo el corregidor y el escribano, con algún otro rezagado, estaban bastante próximos a la iglesia para oír las lamentables exclamaciones de los acólitos.

-Homicidio -dijo el corregidor.

-Homicidio -repitió el escribano; y recordando entonces con infernal sagacidad la salida de don Juan de la iglesia después que todos los demás circunstantes, infirió como consecuencia de la prisa y azaramiento que en él advirtió entonces, que él era sin duda el asesino del padre vicario, e inmediatamente se lo comunicó a su señoría, quien contestó:

-Préndasele, y le ahorcaremos.

Con tan buenas intenciones; el escribano, hombre diligentísimo en tales ocasiones, dispuso la prisión de don Juan en la forma que hemos visto se verificó en la pastelería; y su ánimo era llevarle a casa del corregidor para tomarle inmediatamente las primeras declaraciones.

La casualidad hizo que las primeras personas que se reunieron a la comitiva de don Juan no estuviesen enteradas del crimen de que se le acusaba; pero ya cuando se aumentó el concurso, se agregaron a él uno o dos sujetos que, habiendo oído la conversación del juez con su secretario en las inmediaciones de la iglesia, hicieron correr la voz de que aquel hombre iba preso por haber asesinado al padre vicario en la iglesia misma, en el momento de acabar de decir misa, y revestido aún de las sagradas ropas.

El delito era enorme en sí, atroz por la persona en quien se cometía, y sacrílego por el paraje en que se suponía haberse cometido y circunstancias que le acompañaban.

Pero, sin embargo, para comprender bien el furor que encendió en el pueblo, es preciso saber lo que amaba al que creía muerto.

Fray Miguel de los Santos era religioso del orden de San Agustín, y portugués de nación, provincial de su orden en Lisboa, predicador, confesor, y amigo del desgraciado rey don Sebastián: se unió, después de su pérdida, en estrecha amistad con don Antonio, prior de Crato, que fue, como es cosa bien sabida, uno de los pretendientes más obstinados a la corona de aquel reino.

Fray Miguel debía a la naturaleza un carácter vehemente, entusiasta y arrojado; así es que no supo sustraer a la suspicacia de Felipe su mal reprimida adhesión a don Antonio.

El monarca español le hizo traer a Castilla encerrado en un coche con guardas de a caballo, y le tuvo preso algún tiempo, hasta que, por fin, o creyendo que el fraile se habría demudado con el infortunio, o cediendo a empeños de poderosos, le concedió su libertad, enviándole de vicario al monasterio de Madrigal, en el cual era monja profesa la señora doña Ana de Austria, hija natural del inmortal vencedor de Lepanto.

Costumbres irreprensibles, moral pura e indulgente para los demás, y severa para sí mismo, ayunos, penitencia, limosnas, la práctica constante de todos los ritos exteriores de la religión, con más el ejercicio, en cuanto le era posible, de las virtudes reconciliadas, adquirieron a fray Miguel en Madrigal la reputación merecida de un varón justo y un sacerdote ejemplar.

Nunca la miseria acudió en vano á la caridad de fray Miguel; a si los socorros que daba no eran siempre tan cuantiosos como él hubiera deseado, iban por lo menos acompañados de buenos consejos y palabras compasivas, lenitivos muchas veces, si no remedio a nuestros males.

Con estos antecedentes es fácil hacerse cargo de la inflamación extraordinaria y portentosa de los habitantes de Madrigal contra don Juan de Vargas, que ni siquiera podía sospechar qué había hecho para que tan mal le quisiesen.

Pero el pueblo estaba firmemente persuadido de que aquel caballero había asesinado al vicario; y el castigo que la justicia le impusiera le parecía tardo y suave; no se trataba ya de castigar un crimen oscuro, sino de vengar a una población entera privada del protector de los pobres y lavar la afrenta hecha al templo del Señor con un atentado inaudito.

Personas de Madrigal que por carácter, estado y edad, no se hubieran mezclado en el motín en ninguna otra ocasión, se unieron a él en aquella. Hombres naturalmente compasivos pedían a voz en grito el fuego y los tormentos más terribles para el que juzgaban culpable, y esto sin tener la menor seguridad de que el crimen se hubiera cometido, mucho menos aún que, ya que fuera así, fuese su autor el desgraciado a quien quería sacrificar. Tal es el efecto de las conmociones populares, movidas a veces para un solo fin, nunca muy honrado, pero que, por circunstancias, podrá ser provechoso en un momento dado, y jamás se contentan con lograrlo; como los graves aumentan velocidad en cada instante sucesivo de su descenso, y como este aumento de velocidad acrecienta la fuerza de la masa que desciende, así el tumulto aumenta continuamente sus exigencias; se aumenta también sin cesar una especie de fuego eléctrico que se comunica de hombre a hombre, los inflama a todos, los funde, por decirlo así, en un solo cuerpo monstruoso, capaz de todo lo malo; y nunca de nada bueno.

¿Son exageraciones? ¿Son frases de escritor? ¡Ojalá! Pero dígalo la historia, y no hay necesidad de ir a buscar la antigua.

Volvamos a Madrigal. Las hachas acababan de llegar; dos de los más robustos amotinados se habían apoderado de ellas y se disponían a empezar la obra de destrucción, cuando el grito de «¡Milagro!» se oyó por primera vez en las últimas filas de los circunstantes; y los que las formaban dieron a huir como gamos por calles y callejuelas, persignándose al mismo tiempo, con toda la devoción que la prisa les permitía, y encomendándose cada uno al santo de quien era más devoto.

¿Cuál era la causa de su espanto y gritos? ¿Cuál el milagro que anunciaban?

La resurrección de fray Miguel de los Santos, nada menos: este religioso llegó a saber el peligro inminente en que se hallaba un hombre acusado de haberle muerto; y a pesar de que su desmayo le había puesto realmente enfermo, dijo la causa inmediatamente para salvar a aquel infeliz.

La palidez de su rostro, su andar mal seguro, y la expresión melancólica de su fisonomía, le daban cierto aire poco común. ¿Qué más necesitaba el pueblo para creer que era un muerto resucitado?

La palabra milagro volaba de boca en boca. Unos corrían porque habían visto a fray Miguel; otros porque oyeron que venía; otros porque veían correr a los demás; y finalmente, algunos porque temieron, quedándose solos, pagar la culpa de todos por el desacato cometido contra la justicia.

Así se disipó aquella tempestad; cada uno se fue a su casa, sabiendo menos sobre el asunto en cuestión que cuando salió de ella, ronco de gritar, molido de encontrones y otros azares (pero al cabo contento por haber sacudido, por un instante, el yugo de las leyes, aunque nada hubiesen conseguido). No faltó tampoco quien hallase de menos el pañuelo, el dinero, o alguna alhaja de valor que llevaba en el bolsillo; debió de consolarse con la idea de que había pasado a manos de alguno de sus co-hermanos del motín, y probablemente no de los menos celosos por el bien general.

Pero el hecho es que el motín se disipó, y que, a pesar de lo que el pobre vicario se esforzaba en gritar que no había milagro ninguno en andar por las calles un hombre de carne y hueso, y que él no había muerto, que viniesen y le tocasen, verían como estaba vivo, aquellos señores; cuanto más los llamaba, mas huían, diciendo que no querían nada con muertos.

Vista la inutilidad de sus razones, continuó fray Miguel su marcha hasta la puerta de casa del corregidor, y llegando a ella, dio dos o tres golpes con el aldabón.

Oírlos el juez y pegar un salto, de resultas del cual se quedó en cuclillas, como una mona, sobre el sillón que ocupaba, todo fue uno.

Doña Petronila, creyendo también que volvía de nuevo la persecución, quería llevarse a don Juan adonde ya tenía proyectado esconderle; pero Vargas, más acostumbrado a los peligros que los dos esposos, no quiso consentir en ello.

-No, señora -dijo-, estos golpes no son ya de persona que intenta forzar la puerta, sino de uno que pretende que se la abran. Además, el profundo silencio en que estamos es prueba evidente de que la canalla, por milagro, en efecto, ha abandonado el campo. Tal vez el que llama es algún amigo: veámoslo.

Y sin esperar respuesta ni dar lugar a reflexiones, abrió la ventana, y viendo, con no poca satisfacción suya, la calle enteramente desembarazada, preguntó:

-¿Quién va?

-Fray Miguel de los Santos -respondió el fraile.

El corregidor se tiró desde el sillón al suelo, se tapó la cara con las manos, y además se puso como si besara la tierra, no cesando de decir apresuradamente y sin intermisión.

«¡Abrenuncio, Satanás; abrenuncio, Satanás!»

Su mujer, más atrevida, sacó inmediatamente su rosario; y adelantándose hacia la ventana, haciendo la señal de la cruz, empezó a decir:

-«De parte de Dios te digo, ánima de fray Miguel, que me digas a qué vienes, y si estás en pena, por qué, y qué quieres que hagamos para sacarte de tan mal estado».

Durante esta arenga, que el pobre juez acompañaba con su refrán de «Abrenuncio, Satanás», el cual producía un zumbido muy semejante al del moscón, don Juan, absorto, hubo un momento en que estuvo tentado a tener miedo y ponerse también a rezar por su parte; pero juzgó después más prudente pedirle explicación de aquel misterio al fraile, que con paciencia admirable estaba esperando a que doña Petronila concluyese su exorcismo.

-¿Qué es esto, padre? Dígame vuesa reverencia si la gente de Madrigal pierde el seso periódicamente tal día como hoy en cada año.

-Señor caballero, que tal lo parece usted -dijo fray Miguel-, esa señora me cree muerto, y por mano de usted.

-¡Jesús! ¿Y cómo?

-Eso se alcanzará si usted logra que se convenzan de que, gracias a Dios, vivo todavía, estoy bueno y sano, y lejos de haber recibido de usted el menor insulto, aún tengo que agradecerle algún servicio.

Era menester ser muy necio o muy obstinado para negarse a dar crédito a un hombre que con tan buenas razones probaba que vivía. Doña Petronila, que si bien no era joven ni agraciada, y sí dominante y un tanto colérica, tenía, sin embargo, una cantidad de razón regular, se convenció, pues, de que en el supuesto asesinato del vicario había habido algún extraño error; desde luego, mandó a su esposo que creyese que realmente estaba en esta vida fray Miguel.

-Doña Petronila, ¿estáis segura?

-¿Cómo es eso? ¿Cuándo no estoy yo segura de lo que digo?

-Ya, pero cuando son cosas sobrenaturales...

-¿No basta que os lo diga yo? Id noramala, y mandad que abran la puerta a su reverencia. Ya van, fray Miguel, ya van. Vamos, muévase.

El pobre corregidor, a pesar de que conservaba su recelo, no tuvo más remedio que obedecer; y, gracias a sus providencias, a poco tiempo entró fray Miguel en el aposento que fue teatro de la escena de que acabamos de ser testigos.

Haciendo una ligera inclinación de cabeza a la dueña de la casa, se dirigió el vicario hacia don Juan, diciéndole:

-¡Señor Mío! En cuanto hoy ha pasado, espero que usted me hará la justicia de creer que yo no he tenido la menor parte. Un paroxismo que al retirarme de decir misa me sorprendió a la entrada de la sacristía...

-Del que fui testigo felizmente, pues evité que vuestra reverencia viniese al suelo.

-Favor que ya sospechaba deberos, y a que estaré eternamente agradecido; ese paroxismo, pues, ha dado lugar a creer por una combinación de concomitancias, que sería muy prolijo explicar ahora, que yo había sido víctima de un asesinato y vos el homicida. El señor corregidor, y perdóneme su señoría que se lo diga, ha obrado con vos ligeramente, dando lugar a cuantos desórdenes han ocurrido, y exponiendo a una persona inocente a gravísimos riesgos. Usted, señor caballero, tiene sin duda derecho a reclamar daños y perjuicios; pero yo fío en que por amor de la paz, y por mi intercesión, si de ningún valor por lo escaso de mis méritos, de algún peso a lo menos por el santo hábito que visto, y querrá usted darse por contento con que yo en nombre de todo el pueblo le pida perdón por lo ocurrido, y perdonado, en efecto, como buen cristiano, se vendrá conmigo a mi celda por el tiempo que tenga a bien pasar en este pueblo y honrar a su servidor.

Don Juan no contestó a este razonamiento, aviniéndose a todo; y dando gracias a la corregidora, y aun al corregidor, salió de su casa acompañado del fraile y razonando con él sobre lo ocurrido en aquella mañana.

No podía Vargas menos de conocer en su interior que a todo había dado lugar su curiosidad verdaderamente pueril; pero, a pesar de ello, lo que más sentía era el no haber podido descubrir el misterio del desmayo de fray Miguel al nombrarle el pastelero.

Cuántas penas le costó su fatal empeño, lo veremos en el curso de esta historia si nos alcanza la paciencia, al lector para hacerse cargo de ella, y a mí para concluirla.




ArribaAbajoCapítulo IV

Pero estorbóselo una carreta que salió al través del camino, cargada de los más diversos y extraños personajes y figuras que pudieran imaginarse.


(Cervantes: Don Quijote, parte 2.ª, cap. 1.)                


Sosegado el pueblo de Madrigal, y enterado después de algunas horas de la falsedad del hecho que dio lugar al motín, volvieron las cosas al orden regular. La tarde del mismo día del tumulto, aprovechando la hermosura del tiempo, salieron a paseo a una pradera inmediata de la villa gran parte de sus habitantes.

Acostumbraban los mozos a reunirse en aquel paraje los días festivos con objeto de recrearse en diversos ejercicios corporales, haciendo en ellos alarde cada cual de fuerza y habilidad.

La barra, la carrera y la lucha para los plebeyos; montar a caballo, arrojar una lanza, tirar al blanco y correr sortijas para los nobles.

Las mujeres asistían a estos espectáculos, como a todos, para ver y ser vistas. Su presencia servía de estímulo al valor de los combatientes; hombre que en las circunstancias ordinarias no hubiera levantado del suelo un peso de dos arrobas, levantaba seis sólo por estar delante su amada. ¿Qué esfuerzos no hará un hombre por no verse humillado a presencia de su dama? El que amando no es valiente, seguro es que nunca lo será.

Habíale sido forzoso a don Juan ceder a las instancias de fray Miguel y acompañarle a su celda a comer con él.

Durante la comida intentó Vargas diversas veces que la conversación recayese sobre el lance de aquella mañana en la iglesia; mas el vicario se obstinó en eludir constantemente sus deseos, y viéndose ya últimamente muy apretado por el caballero, pretextó ocupaciones importantes, y rompió la conferencia más apresurada que cortésmente.

Libre don Juan, se encaminó sin detención a la pastelería, pero la encontró desierta. Su criado, que estaba en la puerta del mesón, le dijo que los pasteleros habían salido con ánimo, según creía, de pasearse en la pradera.

Informándose entonces de dónde estaba ésta, y dirigido por una persona que la casualidad hizo pasase por allí para ir al paseo, el caballero se resolvió a hacer otro tanto. Su llegada causó alguna sensación en la concurrencia, pero como ya se sabía la inocencia de Vargas, avergonzadas las gentes de su proceder con él, más bien le mostraban atención que curiosidad indiscreta.

Él, por su parte, como hombre de mundo, mostró haber ya olvidado lo ocurrido, y tomó parte en las diversiones como uno de tantos.

Aquí seis u ocho robustos mozos, labradores por las trazas, arrojaban una pesadísima barra como si fuera un junco; más allá, otros levantaban piedras enormes con las manos o los dientes.

Dos amigos luchaban a brazo partido a presencia de un concurso numeroso; sus músculos tendidos, su arrebatado color y sus esfuerzos repetidos y constantes, hacían un singular contraste con la sonrisa que se dejaba ver en los labios de ambos y las palabras cariñosas que se dirigían; mientras que, por el contrario, en otro corro, dos rivales en amor, desafiados al salto, y combatiendo delante de su dama, se miraban con un ceño espantoso y hacían unos esfuerzos desmesurados para obtener la victoria.

Corría sucesivamente Vargas a todos los grupos, y en todos ellos, aunque formados en gran parte por los mismos que habían querido quemarle vivo aquella mañana, encontró la más urbana acogida, pues siempre se le abrió paso para que, ocupando la primera fila, gozase con mayor comodidad del espectáculo.

Aquí le consultaban sobre un lance dudoso; allí le pedían su aprobación como necesaria para confirmar el triunfo del vencedor; en una palabra, todos a porfía se esmeraban en reparar el agravio que le habían hecho.

No pudo menos Vargas de corresponder lo mejor que supo a tanta cortesía, alabando a los felices, consolando y animando a los vencidos, y sobre todo, ponderando con encarecimiento cuanto presenciaba, como si nunca tal maravilla hubiese visto.

Pero ya empezaba a fatigarse de un espectáculo, que muy poca o ninguna diversión podía ofrecer a un cortesano, soldado y viajero, cuando de un extremo de la pradera salió una voz estentórea, diciendo:

«Aquí, aquí, señores caballeros, van los comediantes a ofrecer a vuesas mercedes la más extraña y bien dispuesta farsa que nunca han oído.»

Este cartel parlante, repetido algunas veces, y que, como ya se ha visto, prueba la antigüedad de las notas laudatorias y preventivas conservadas hasta nuestros días en los anuncios teatrales, con no poca ventaja de gran parte del público que, poco acostumbrado a formar juicios, se encuentra ya hecho el de la pieza que va a ver, y esto regularmente por mano del autor, que es quien mejor debe conocer el parto de su entendimiento y juzgarlo con más imparcialidad, este cartel, digo, deshizo todos los corrillos reuniendo al público entero delante del paraje en que iba a hacerse la representación.

Desde luego, nadie creerá que se tratase de teatro: nada menos que eso; ni siquiera una barraca como las que los tratantes forman hoy en las ferias y romerías.

Todo el aparato consistía en cuatro puntales hincados a mano en el suelo y que terminándose en forma de horquillas por su extremo superior, servían de apoyo a otros cuatro palos horizontalmente colocados, y dispuestos en forma de figura cuadrada.

De estos pendían, no sé si diga cortinas o harapos, que cerrando tres lados del rectángulo sólo dejaban uno descubierto, para que por él pudieran los concurrentes gozar del espectáculo.

Detrás de la cortina del fondo estaba colocada la música, mejor diré el músico, que tocaba una dulzaina y a más un tamboril guarnecido de sonajas, instrumentos que producían una armonía grata, por lo menos a la mayor parte de los oídos para que estaba destinada.

Una carreta como la que Cervantes describe con la gracia inimitable de su genio, condujo a una compañía de farsantes a Madrigal, por casualidad, el día en que nos hallamos.

Al pasar por la pradera, y viéndola llena de gentes, pareciole bien al autor de ella dar una representación in promptu para sufragar con ella los gastos que en aquella noche habrían de hacer.

En un instante saltó a tierra la turba alegre y regocijada, plantó los palos, colgó las cortinas, y el gracioso anunció la función.

Entre tanto, y en el mismo paraje en que el de la dulzaina soplaba a más y mejor; agitando cuanto podía las sonajas del tamboril, los actores se vestían o se desnudaban, que la cosa ofrece sus dudas, y el anunciante vestido de mojiganga y cargado de cascabeles; recorría, con el sombrero en la mano, la concurrencia, con el piadoso fin de recoger lo que cada uno tuviese voluntad de dar, o él maña suficiente para sacarle.

-¡Ea, caballeros! sean generosos con los pobres farsantes, que hacen oficios de disipar sus melancolías, muchas veces a costa de haber de tragarse las suyas, y no pocas sin tener que tragar. Usted, señor galán, que tan embebido está contemplando, no quiero decir a qué dama, sea garboso en su presencia, que nada cautiva más a las mujeres que la liberalidad. Dele Dios tan buena suerte en amores, señor mío, que nunca encuentre mujer con quien casarse.

-¿Cómo, deslenguado, así trata a quien le ha dado más él solo que cuantos hasta aquí le han hecho limosna?

-Limosna, señor gentilhombre, es la que se da de buena voluntad y sin más interés que el de servir a Dios; pero no lo es lo que se le paga a un hombre por solazarse, viéndole hacer sus pocas o muchas habilidades.

-Insolente...

-No se enoje, que yo la llamaré limosna, si en eso estriba la paz; ¿pero por qué se queja, si en pago de su liberalidad le deseo tanta suerte en amores, que no encuentre mujer con quien casarse? Y ya que el tal casado lo sea tan malo que aún conserve tales aficiones, ¿qué mujer que no sea la que ninguno de nosotros quisiera que fuera la suya ha de dar oído a sus requiebros?

Diciendo así, continuó su camino el farsante, dejando corrido a su contrario.

Al pasar por delante de don Juan de Vargas, cierta especie de instinto de su profesión le hizo conocer que no era persona a propósito para irle con bufonadas, y así, se contentó con alargar el sombrero, en el cual recibió una ofrenda tal que le obligó a inclinarse profundamente por dos veces seguidas.

Pidiendo a unos, burlando a otros, y sacando más o menos casi de todos, iba ya el gracioso o bobo, como entonces se llamaban, a retirarse; pero viendo llegar a la reunión tres personas más, le pareció mejor esperarlas para ver qué podían dar de sí.

-Más vale tarde que nunca, señores míos; sean vuesas mercedes muy bien venidos, y por vida del inventor del arte que profeso, que hubiera sido gran lástima no viesen nuestra función los dos ojos más bellos que en cara de mujer se han visto.

El pastelero, que él era quien, con la morena y el mulato, acababa de llegar, como siempre, con el sombrero calado hasta las orejas, no respondió palabra al agasajo que a su compañera se le hacía, sino que, metiendo la mano en el bolsillo y sacando una moneda de plata la echó desdeñosamente en el sombrero del que pedía; diciéndole:

-Está entendido.

Retirose el cómico contento con lo que había recogido, y anunciando que la función iba a empezarse.

-Vecina, ¿ha visto lo que ha dado el pastelero? -dijo una vieja a otra que estaba a su lado y cerca como ella del objeto de la pregunta.

-No, tía Juana: ¿ha dado algún pastel?

-¡Bien! No sé de qué le sirven los ojos a algunas personas; ¿pastel había de dar? Menester era para darlos que empezara por hacerlos; ha dado una moneda de plata.

-¡Moneda de plata! ¡Virgen santa! ¡Moneda de plata un pastelero! ¿Quién vio tal? Y un pastelero que no hace pasteles, y que nadie sabe cómo vive.

-Verdad es, vecina, que me tiene asombrada este hombre. Yo no sé, ni he podido saber nunca quién es, ni de dónde vino. Un mes hace que está en el pueblo, y en todo él no he cesado de averiguar...

-Sí, sí; bonito es él para averiguarle la vida; ni aun el rostro he podido verle a mi gusto, y eso que el otro día; encontrándomelo de manos a boca en la calle, que íbamos frente a frente, al llegar a él hice como que se me caía algo de la mano inclinándome a cogerlo, me metí debajo de sus narices, pero qué, ni por esas; me conoció la intención, y apenas yo me bajé dio un salto por encima de mí con más ligereza que un corzo, dejándome afrentada y no poco medrosa.

-Pues no digo nada, vecina, de esa mujer que vive con él.

-Callen noramala las brujas -interrumpió un muchacho de unos catorce años, que habiéndose presentado de los últimos, logró, sin embargo, a fuerza de codazos y empujones, llegar hasta donde se hallaban las dos vecinas, que era bastante cerca del estrado, si así podía llamársele.

-Deslenguado -replicó furiosa la que había dado principio al diálogo.

-Eso quisieran, abuelas, que lo fuese, para que no pudiera haberlas llamado por su nombre.

-Yo te aseguro, rapaz...

-Qué, ¿que vendrá a chuparme por la noche? Ya soy grandecito para eso, madre mía, y cállese noramala, que no nos deja oír a los representantes.

«Silencio, silencio», se oyó, alrededor; y fuerza les fue a las dos Megeras tragar por entonces las injurias del atrevido rapaz, quien de cuando en cuando las miraba con cierta risa burlona, bastante a hacerlas desesperar.

En esto, ya la representación había comenzado. El arte estaba verdaderamente en su infancia. Solo un principio, o, por mejor decir, un fin, era el que se proponían los autores; divertir al público. La moral, si la había, era una cosa secundaria; riérase el espectador, y el fin estaba conseguido. Las gracias, de que realmente abundaban aquellas primeras composiciones, no eran siempre del mejor gusto. La cultura del siglo se echaba de ver en las obras dramáticas; pero obsérvese que al paso que gracioso y chocarrero en el teatro eran una misma cosa, el espíritu de metafísica y controversia que entonces dominaba de tal modo que puede decirse era el carácter de la época, se extendía hasta los diálogos de los personajes cómicos.

El amor, sobre todo, era el tema perpetuo de sus disertaciones, y lo más singular que los disertantes eran siempre los mismos enamorados.

Que diserte del amor el que no ama; que el filósofo lo mire como una aberración del entendimiento cuando ya ha cumplido los sesenta años; que el filósofo nos diga que, en el orden moral, es una enfermedad, ni más ni menos, como en el físico lo es un tabardillo pintado, todo esto se entiende y explica; pero que el poeta cómico, cuyo principal, cuyo único estudio debe ser el del corazón humano, ponga en boca de personas que quiere hacer pasar por enamoradas las extrañas sutilezas sobre el amor, y que haga pasar el tiempo a los amantes discurriendo en vez de acariciarse, es cosa verdaderamente intolerable. Apelo, si no, al testimonio de mis amables lectores; díganme sinceramente qué pensarían si el hombre que distinguen al llegarse a ellas, en vez de ponderar sus atractivos, encarecer su cariño y ver por todos los medios posibles de arrancar un dulce, si entrara explicándoles el efecto de las pasiones en el corazón y la cabeza, probando que cuando el hombre está dominado por ellas es un demente, o citando como don Hermógenes a toda la antigüedad para demostrar las que gustan de ellas.

Como quiera que sea, la farsa que se representó en Madrigal en la ocasión que nos ocupa adolecía menos del tal defecto que otras muchas de su especie.

El artificio era sencillo hasta no más. Un soldado que volvía manco a su pueblo después de haber hecho la guerra algunos años era el protagonista. Este personaje era el más entendido de la pieza, y en monólogo con que daba principio a ella regalaba al público con la relación de sus trabajos interpolado con tres o cuatro batallas, que no había más que pedir. En ellas, como de razón, el partido del narrador era siempre el victorioso; pero con la singularidad de que la muerte de tres o cuatro millares de enemigos nunca costaba a los vencedores más pérdida que la de uno o dos contusos.

Extraña, peregrina y cómoda manera de pelear.

La familia de nuestro soldado había perecido durante su ausencia, lo que unido a la ocupación judicial de sus bienes le dejaba realmente en la calle; desgracia de que se lamentaba justamente, aunque con alguna afectación y comparaciones un si es no es forzadas, pues revolvió, hablando de sus desdichas, la botánica entera, la astrología y su poquito de historia, queriendo ponerse en parangón nada menos que con Mario sobre las ruinas de Cartago.

En eso le deparó su buena ventura una zagaleja (papel que desempeñaba un muchacho) inocente y compasiva; tratada de casar con Gilote, solemne majadero, a quien el autor escogió para gracioso de la pieza.

El resto se redujo a los amores del manco con la zagala, a los ridículos celos de Gilote, y por último, a que este, burlado y apaleado por el único brazo de su rival, tuvo que cederle el campo, terminándose la función con una cantilena por el orden de lo que había precedido, y que el público aplaudía a rabiar. Los concurrentes a esta representación estaban todos en pie, formando un semicírculo alrededor de la escena, de manera que la posición de ningún individuo era constante.

La gente de edad avanzada no se avenía muy bien con la movilidad casi perpetua de los jóvenes, pues de ella resultaba que muchas veces perdían parte del diálogo, pero los muchachos, que en la facultad de variar de puesto hallaban unos el medio de aproximarse al objeto querido, otros el de comunicar sus observaciones a un amigo, y todos, finalmente, el placer del movimiento, que en cierta edad es tan necesario como el pan, oían con desprecio, o no oían los gruñidos de su mayores, y continuaban andando de un lado para otro.

Vargas, así que vio presentarse al pastelero y a la morena en el círculo de los concurrentes, formó el proyecto de unirse a ellos, y al cabo lo logró, después de sufrir pacientemente razonable número de pisadas, encontrones, y aun dicterios, de tal cual anciano atraviliario, por delante del cual tuvo que pasar en su marcha.

Todo lo dio, sin embargo, por bien empleado, y aun lo olvidó, cuando por fin pudo colocarse al lado de la morena.

Un movimiento casi imperceptible de cabeza y una mirada rápida de la pastelera hicieron conocer a don Juan que ésta le había visto.

«¿Será su marido este hombre, cuando tan tímida está en su presencia? ¡Pero qué diablos! Por más marido y más celoso que sea, no podrá impedir que yo agradezca el servicio que me ha hecho.»

Pensando así, se aproximó a la morena, y en voz, ni bien tan baja que lo que decía llevara el aire de un misterio, ni tan alta que alcanzasen las personas inmediatas a oír más de alguna palabra suelta, de cuando en cuando, dijo:

- Si tan flaca de memoria es usted, señora mía, que en pocas horas olvida los beneficios que hace, yo presumo por mi parte, de tan agradecido, que sé decir de mí, que viviera cien años sin olvidar la merced que de su generoso corazón he recibido.

-Si habla de lo de su prisión -contestó la bella-, nada hay que agradecerme en lo que hice, que no fue más que cumplir con mi obligación.

Estas palabras dijeron en tono natural; pero, en seguida, y tan bajas, que apenas pudo oírlo don Juan, a pesar de que en sus mejillas sentía el suave aliento de su huéspeda, la cual añadió:

-Por Dios, que se separe de mí, si no quiere, por su cortesanía, hacerme graves perjuicios.

Gabriel de Espinosa, que distaba algunos pasos de los dos interlocutores, y cuya atención durante su diálogo estaba al parecer embebida en la farsa de los representantes, debió, sin embargo, de oír lo que la morena decía, pues en el momento en que don Juan, siguiendo su aviso, iba a retirarse, volviéndose el pastelero a ella, dijo:

-¿Y por qué recibir con tan poca cortesía a ese caballero? Una cosa es, Inés, que yo os tenga dicho que no gusto de galanteos, y otra que no cumpláis como quien sois; quiero decir, como persona de buena crianza, con quien tan buenos modos usa con vos. Usted, señor caballero, siga si gusta al lado de esa mujer, que nadie en el mundo pudiera impedírselo sino yo, y yo vengo en ello.

Dijo esto, y sin esperar respuesta, volvió la espalda, ocupándose como antes exclusivamente en el espectáculo.

Mientras duraba su arenga, Inés no hizo movimiento ni dio señal de aplauso ni reprobación; pero cuando, ya concluida, volvió la cabeza y vio a Vargas inmóvil como una estatua, con los ojos clavados en las espaldas del pastelero, como si aún esperase que añadiera algo a lo dicho, no pudo menos de dejar escapar una de aquellas risas malignas que ya habían desconcertado a don Juan más de una vez en la pastelería.

Perdíase en conjeturas el buen caballero, pues a pesar de ser bastante despreocupado para su siglo, pertenecía, sin embargo, a él, y su claro ingenio no bastaba a libertarle de la influencia de las ideas y preocupaciones generales entonces.

Ya lo hemos dicho otra vez; las jerarquías sociales se hallaban entonces más marcadas, o por mejor decir, tenían una existencia de hecho que conservan hoy, aunque mutilada.

Esta existencia era visible; un noble no sólo tenía en su casa ahumados pergaminos y vistosos escudos de armas, sino que, en virtud de ello, gozaba de ciertos privilegios, y estaba sujeto a determinadas cargas enteramente distintas de las que pesaban sobre el que no lo era.

De aquí resultaba, como consecuencia precisa, que la educación de la nobleza era especial, las maneras de sus individuos peculiar a la clase, y distintas enteramente de las del resto de la sociedad.

Por su parte, las órdenes inferiores del Estado, nacidas para la agricultura, las artes y el comercio, a los que entonces, por desgracia, no se daba aún la importancia que merecen, se habituaban desde la niñez a usar de gran deferencia con los nobles, y era raro ver que se apartasen de tal sistema, pues cuando algún espíritu revoltoso quería salir de su esfera; tardaba poco en experimentar los malos efectos de querer volar más alto con cortas alas.

En tal estado de cosas era, en efecto, un fenómeno que un hombre que por su profesión pertenecía, no ya al estado llano, sino a la clase ínfima, y que no lo ocultaban, afectase, sin embargo, modales que podrían parecer soberbios aun en un caballero.

Por otra parte, la misma Inés dejaba ver cierto señorío en sus modales, no menos disonante con su profesión que el orgullo del pastelero.

Pero lo que a Vargas le tenía perplejo no eran tanto estas observaciones; como el no saber qué conducta observar con aquella gente.

Si consultaba su gusto, la cuestión estaba pronto resuelta. Los ojos de la morena habían producido su efecto; y el hombre, en cuanto hombre no más, resiste pocas veces a este género de seducción.

Mas recibir órdenes de un pastelero, usar de un permiso concedido por él para hablar a Inés, y deberse un favor y entrar con él en relaciones, no ya de igual a igual, sino como un protegido con su protector... La sangre goda se rebelaba contra tal idea.

Separarse, pues, era el partido único que juiciosamente le quedaba a don Juan, y así lo resolvió; en efecto, al ponerse en marcha; en vez de tomar el camino que en su cabeza se proponía tomó el preferido por su corazón, y, casi sin saberlo él mismo, al primer paso se halló al lado de la hermosa pastelera.

Mas una especie de fatalidad en amor, en que algunos no creen, porque no sienten ni pueden sentir con vehemencia, y otros porque viven como los irracionales, sin tomarse el trabajo de observar ni siquiera sus propias sensaciones, pero que tenemos por irresistibles, perseguía a don Juan.

Cuando esta fatalidad pesa sobre el hombre, en vano es luchar contra ella. Más poderosa que cuantas consideraciones sociales e intereses individuales pueden oponérsele, es un torrente impetuoso, que engrosado en las montañas con el deshielo de la nieve, baja por ellas arrastrándolo todo, y si algún obstáculo encuentra se embravece más con él, parece que en la lucha para vencerlo ha adquirido nuevas fuerzas, y el único medio de salvarse de su furia es huirle si se puede.

Don Juan quiso y no pudo. Que al empezar la vida un joven, que al entrar en el mundo, como hoy decimos, enmudezca al lado de la primera mujer que hizo palpitar su corazón, se entiende; y debe ser así, pero que pasados ya los veinte y cinco años, después de una campaña y de más de unos amores, Vargas al lado de una mujer de baja extracción no supiera cómo entablar la conversación, es una cosa que sólo se concibe poniéndola a cargo de la fatalidad.

Como quiera que sea, lo cierto es que don Juan, colocado a la izquierda de Inés, quería y no podía hablar verdades, que en cambio de lo que su lengua callaba, sus ojos clavados siempre en el mismo objeto indicaban bastante qué género de pensamientos le asaltaban.

Inés, con los ojos bajos y el rostro encendido como una grana, al parecer no miraba, pero hay opiniones de que repasando entre los dedos las cuentas del rosario que llevaba pendiente de la cintura, halló medio de observar todos los movimientos de nuestro caballero.

Pero el tiempo vuela, mal que le pese a los amantes, y así se concluyó la farsa antes que Vargas se resolviera a hablar, ni su bella hubiera acabado de recorrer las cuentas del rosario.

Gabriel, sin cuidarse de uno ni de otro, echó a andar como para continuar su camino, y la pastelera, que debía de estar acostumbrada a sus maneras, se dispuso a seguirle; pero no lo hizo sin echar antes una mirada sobre don Juan, en la cual, al través de cierto aire de despecho, se descubría un no sé qué de afectuoso que prometía no ser muy duradero su enojo.

Conoció entonces Vargas que se había portado como muchacho de escuela, y aún debía de tener intenciones de enmendarse; parece notó en sus labios un movimiento como para querer hablar; mas ya era tarde, y una tierna y expresiva mirada fue la única contestación que pudo dirigir a Inés; quien, respondiendo con una sonrisa, continuó su camino en pos del pastelero, seguida por el mulato.

Don Juan, caviloso más acaso que lo había estado en su vida, seguía a corta distancia a la hermosa morena, cuando del camino real que pasaba por cerca de la pradera vio venir un hombre caballero en un hermoso caballo negro, pero que, o por haberse asombrado, o por acosarle fuera de tiempo su jinete, se había desbocado.

Tal era la rapidez de la carrera del fogoso animal, que verle salvar una zanja que separaba el campo del camino, arrojar a su jinete de un solo bote en el suelo, que llegó casi a arrojarse sobre las gentes que paseaban, puede decirse que fue obra de un solo instante. Sucedió entonces lo que generalmente sucede en semejantes ocasiones, el temor, desterrando la serenidad; hizo que todos los circunstantes se atropellaran unos a otros: hubo desmayos, alaridos y todo género de accidentes. Las madres apretaban a los hijos contra sus pechos, con riesgo de sofocarlos; los muchachos, enredándose entre las piernas de las gentes, daban con ellas en el suelo; en un caído tropezaban veinte, éste suplicaba, el otro maldecía, y nadie se cuidaba de lo importante que era saber la dirección del caballo desbocado.

Sin saber cómo, se halló colocada Inés frente al ciego animal. El peligro era evidente y visible, y su inmediación la privó de todo discurso y no acertó a hacer otra cosa más que taparse los ojos con ambas manos, lanzando un ¡ay! de aquellos que parten realmente del corazón.

Pero dos hombres se lanzan detrás de ella como dos saetas y se interponen entre el bruto y la que iba a ser su víctima.

Don Juan y Gabriel eran estos dos hombres. El primero sin reflexión ninguna se arroja sobre la cabeza del animal; pero ni sus fuerzas, ni acaso las de Hércules, bastaban para detenerlo. Vargas, despedido como una pelota, fue a caer a los pies mismos de Inés, y ella y él hubieran sido infaliblemente atropellados sin la admirable serenidad, fuerza y destreza del pastelero.

Éste, conociendo lo inútil que sería luchar de frente con el caballo, se corrió sobre un costado, y cogiendo una de las riendas que llevaba sobre el cuello, con ambas manos, tiró de ella con tal brío, apoyando su cuerpo en la espalda del animal, que le hizo dar mal de su grado una media vuelta completa.

En el mismo instante, y con agilidad sorprendente, de un sólo salto se plantó en la silla, y por más esfuerzos que el caballo despechado hizo para sacarle de ella permaneció firme, más como estatua ecuestre que como hombre a caballo.

Un aplauso general y prolongado fue la muestra de la admiración general; pero si aquella ocurrencia produjo sensación en el pueblo, más fuerte, al parecer, la experimentaba el mismo Gabriel.

En su estatura parecía aumentarse repentinamente; era tal su gallardía a caballo, tal la gracia y agilidad de todos sus miembros, que no hubo circunstante que no jurara que aquel hombre era el más perfecto jinete que jamás había visto. Al saltar a caballo se le había caído el sombrero; veíasele, por consecuencia, el rostro agraciado e imponente, y unos ojos que pocos hombres hubieran mirado frente a frente sin bajar los suyos. Olvidado, al parecer, de que allí hubiese reunido un pueblo entero, Gabriel sólo se ocupaba en humillar la soberbia del bridón, cuyos lomos oprimía. Caracoleando y haciendo escarceos recorría la pradera, y así llegó al paraje en que poco antes varios hidalgos del pueblo habían estado recreándose en correr sortijas. La casualidad hizo que se hallase arrimado a un árbol un lanzón que por lo pesado y macizo servía para prueba de fuerza y habilidad, pues eran pocos en Madrigal los que podían y sabían manejarlo. Esta particularidad debía de saberla el pastelero, porque era público en la villa, y esta harto pequeña para que dejase de haber llegado a noticia suya cosa tan conocida de todos. Pero supiésela o no, el hecho es que llevando el caballo a media rienda por junto al árbol, agarró el lanzón con la mano, derecha, sin pararse, y levantándolo como si fuera una caña, lo blandió en el aire sobre su cabeza con tal pujanza, que rompiéndose fueron a parar las astillas a más de cincuenta pasos.

Aquella admiración de los madrigaleños es imposible de encarecer: «¡Viva Gabriel, viva nuestro pastelero!», era el grito general; pero sea que el amor propio de éste le faltase, el triunfo conseguido, o que fuera tan filósofo que creyera que con el pueblo es tan peligroso estar muy bien como estar muy mal, se dio por contento, y entregó el caballo a su dueño, que, no habiendo recibido daño en su caída, llegó a reclamarlo.

Vitoreado, aplaudido y escoltado por el pueblo, y cansado ya de dar gracias a todos y de suplicarles que no se molestasen más en acompañarle, llega Gabriel a su casa, y entrando en ella se halló que ocupaba su propio lecho don Juan de Vargas, y que a la cabecera estaba en persona el médico de la villa. Sin darle tiempo a preguntar cosa alguna, Inés se le acercó para decirle que habiendo don Juan perdido el sentido de resultas del golpe, y herídose además en la cabeza, había creído deber trasladarle a su casa, pues en obsequio de su persona había expuesto la suya.

-Bien hecho, Inés; ese mozo es valiente, aunque demasiado entremetido. Dicho esto volvió la espalda, y salió del aposento.




ArribaAbajo Capítulo V

Siempre que la ignorancia no halla la explicación de un fenómeno cualquiera, acude a las causas sobrenaturales. Semejantes supersticiones son una calamidad porque han pasado todos los pueblos de la Tierra.


(Discurso inédito sobre duendes y brujas.)                


Sabida cosa es que Felipe II vivió en sus últimos años encerrado, por decirlo así, en el monasterio del Escorial. Allí se ocupaba incesantemente en los negocios políticos, sus devociones, y la obra del monasterio; que con razón se llama la octava maravilla. El sitio de San Lorenzo era, pues, propiamente la corte de España, a pesar de que Madrid llevaba el nombre de tal; y Valladolid, recientemente despojado de su grandeza, conservaba aún sus pretensiones, como las conservan algunas mujeres que fueron buenas mozas, mucho tiempo después de dejarlo de ser.

La extensión de Valladolid es considerable; sus calles, para los tiempos en que se hicieron, muy buenas; numerosos sus monasterios, y sus alrededores fértiles en viñas y cereales, si bien presentan el aspecto triste y monótono de casi todos los países llanos.

Aún hoy, cuando se anda la ciudad, se nota en sus calles cierto vacío que aflige, y previene indudablemente de que la población es muy reducida para el casco del pueblo; pero en la época a que nos referimos, siendo muy reciente la salida de la corte, la falta de gente se hacía más notable y sensible para sus habitantes.

Por descontado; todos los extranjeros, que eran los que casi exclusivamente ejercían entonces las artes industriales, siguieron al gobierno y fueron a establecerse a Madrid.

Los criados de la real casa, los asentistas, los pretendientes, el enjambre, en fin, de gentes que dependen de una corte, todo se ausentó, quedando sólo en Valladolid sus naturales y tal cual cortesano retirado ya del mundo y que sólo aspiraba a vivir tranquilamente el resto de sus días. En este número se contaba el marqués hermano de don Juan de Vargas, que ocupaba una casa de las mejores del pueblo, en cierta calle no muy distante de la Plaza Mayor: a esta casa nos es fuerza por ahora trasladar la escena, y por lo mismo diremos algo sobre ella y sus moradores.

El marqués, criado desde su infancia por una madre indiscretamente tierna y cuidadosa, y por un padre que quería educar a sus hijos como monjas, vivió hasta los veinte años de edad sin salir de casa más que los días serenos, en que no había ni mucho calor, ni mucho frío.

En cualquiera de estos dos últimos casos oía misa en un oratorio de su propia casa, y después se le permitía hacer ejercicio durante una hora en un salón herméticamente cerrado por todas partes.

Enseñáronle a leer, a escribir, y a rezar; el blasón por adorno; pero en cuanto a armas, jamás quiso consentir su madre en que tomara en las manos ni un alfiler.

Esta educación, recibida por un hombre de complexión naturalmente débil, contribuyó a hacer de él un valetudinario desde la juventud.

Perdió el marqués a su padre cuando sólo tenía veinte años, y su madre tardó poco en seguir a su marido al sepulcro, dejando a más de él otro hijo, que fue don Juan, de edad entonces de diez años.

Después de pasados los dos primeros años consagrados a llorar la pérdida de los autores de sus días, empezó el marqués a ver el mundo, y empezó por la corte.

Rico y joven; no podía menos de encontrar muchos amigos, es decir, muchos hombres, que, amantes de todos los vicios, y privados ya por sus desórdenes de medios, para darles pábulo, fueron a buscar en el bolsillo del novicio los que en los suyos faltaba.

El humo del incienso de la adulación cegó al marqués; sus parásitos le parecieron cada uno un Pílades, y su casa y bolsa se abrieron para todos.

Pero aún no le bastaba esto: tenía que tropezar en un escollo fatal; y tropezó, en efecto.

El amor, esa pasión irresistible, inherente a la juventud, cuyo germen depositó la naturaleza en nuestros corazones como garantía para conservación de la especie, el amor le reservaba sus tormentos.

El hombre cuya sociedad se compone de cortesanos corrompidos, ¿qué mujeres ha de frecuentar que no sean dignas de tal sociedad?

¡Pobre marqués! Lleváronle sus amigos a casa de la viuda de un contador de Indias, mujer interesante, de amable trato y graciosa figura, que rayaba ya en los treinta; pero tan bien conservada, tan compuesta, que a otro más experto le hubiera hecho creer que apenas tenía veintidós años.

Fácil es de inferir, por lo que se ha dicho de la educación del marqués, que sólo conocía el amor por oídas; pero es de advertir que le había caído en las manos tal cual libro de caballería, en el cual aprendió que una mujer puede ser muy honrada corriendo montes y valles en compañía de un hombre, y que primero morirá que faltar a la fe jurada a su amante.

Con estos preliminares se deja entender que el desdichado tardó poco en caer en la red, y tan de veras, que trataba nada menos que de casarse con su Dulcinea, y así se lo hizo entender a ella misma.

Otra menos diestra hubiera, desde luego, acogido con ansia aquella proposición y prestádose a ella; pero Violante, que así se llamaba la ninfa, conocía su posición, y se negó abiertamente, diciendo que prefería sacrificar su virtud para hacer la felicidad de su amante, a exponer a éste a romper con su familia e iguales, como en efecto sucedería, a causa de tan desigual matrimonio.

La verdad es que Violante, cuya reputación estaba ya hecha, conoció que en el momento en que el marqués anunciase su casamiento no habría en la corte quien no se apresurara a abrir los ojos del ciego amante; y que aun suponiendo que la ceguera del marqués fuese tal que se negase a la evidencia, la cosa podría llegar a oídos del rey, y su severidad era harto notoria para exponerse a sufrir sus efectos.

Mas como estas reflexiones no se le alcanzaban al interesado, no vio en la conducta de su dama sino un proceder sobremanera generoso y noble, y no perdonó sacrificio alguno para compensar el que suponía que prestándose a sus deseos hacia Violante.

Pasáronse así algunos años, durante los cuales, don Juan, a quien su hermano quería como a hijo, recibió una educación distinguida, pues la intención de éste era que siguiese la carrera de las leyes; mas, a pesar de todo, el fogoso joven se empeñó en ser soldado; y el marqués, débil por carácter y por cariño, accedió a sus deseos enviándole a Flandes, en donde, como se ha dicho, probó que, en efecto, la naturaleza le había hecho más a propósito para las armas que para las letras, aun cuando su ingenio y aplicación eran notables.

Mientras don Juan añadía a los antiguos blasones de su casa nuevos timbres con los laureles con que en Flandes se coronaba, vegetaba su hermano al lado de Violante, amándola cada día más.

Así le hubiera tal vez sorprendido la muerte, sin el incidente que vamos a referir.

Un primo hermano del marqués, llamado don Pedro de Hinojosa de Vargas, comendador del hábito de Santiago, hombre de poca más edad que él, pero de mucho más mundo, experiencia y penetración; fue a la corte a establecerse; y, como era natural, lo hizo en casa de su pariente.

Era el comendador uno de aquellos hombres que han aprendido a conocer el mundo a fuerza de repetidas y dolorosas experiencias, y que, aunque dotados de bastante rectitud de conciencia para no convertirse de víctimas en verdugos, conservan, sin embargo, para lo sucesivo, la memoria de los pasados extravíos, y jamás dan un paso sin estar seguros de la firmeza del terreno en que sientan el pie. Para obrar así es preciso ser observador. Hinojosa, pues, lo era; como no era necesario demasiada perspicacia para conocer de qué pie cojeaban los acompañantes de su primo, a los ocho días de estar en su casa vio, desde luego, que éste era juguete de sus pretendidos amigos.

Las relaciones del marqués con Violante le parecieron sospechosas, sin más que saber su origen, y a poco que averiguó tuvo motivos de confirmarse en el propósito formado de desembarazar a su pariente de tan vergonzosos lazos.

El medio para conseguirlo no era fácil de hallar; la menor insinuación que se le hiciese al marqués contra su amada y amigos le sacaban realmente de sus casillas. Razones eran, pues, excusadas; hechos, y hechos claros y evidentes, eran los únicos que podían convencer al engañado amante.

Como el comendador estaba íntimamente convencido de que la dama no podía menos de hacer de las suyas, su único objeto fue hallar manera para hacer testigo a su primo de algunas de sus hazañas; y sabiendo que no hay medio más seguro para conocer las flaquezas de los amos que preguntárselas a sus criados, hizo sobornar a una sirvienta de Violante, que a fuerza de oro prometió servirle completamente, y lo cumplió en efecto.

Para abreviar: Hinojosa tuvo maña para hacer al marqués testigo presencial de una de las infinitas infidelidades de su dama. Encarecer el sentimiento del engañado amante es imposible. Su melancolía fue tal, que produjo una obstinada ictericia que estuvo a pique de costarle la vida. Mas el tiempo, su índole apática y los cuidados y reflexiones del comendador, acabaron por suavizar, si no extinguir enteramente su pena.

Vivían con el marqués, además de Hinojosa, un capellán sexagenario, hombre de bien, pero sobradamente pedante, que había sido su ayo; su mayordomo, sujeto tan aritmético como una tabla pitagórica; y la servidumbre, que no dejaba de ser numerosa.

Una tarde, como a las dos de ella, y una hora después de haber comido, estaban reunidos en el comedor de la casa del marqués, éste, don Juan, el comendador y el capellán.

Jugaban los dos últimos al ajedrez con el silencio y recogimiento que acompañan infaliblemente a tal ocupación, tan impropiamente llamada juego.

El marqués, sentado en un sillón de maciza madera, guarnecido de clavos dorados y forrado de terciopelo carmesí, se conservaba a la cabecera de la mesa, con los ojos cerrados como si durmiera; pero no lo hacía, o soñaba en cosas tristes, pues dos lágrimas bajaban por sus lívidas mejillas, tan despacio que parecía que se avergonzaban de humedecer el rostro de un hombre.

Nuestro don Juan, no muy lejos de su hermano, estaba también sentado a la mesa con la cabeza apoyada en una mano, el semblante descolorido; el ademán pensativo, y los ojos fijos, que daba temor mirarle.

Desde que este joven había regresado de Flandes perdió la casa del marqués cierto aspecto claustral que aún conservaba desde el tiempo de su padre. La natural alegría de don Juan, y hasta su mismo aturdimiento, encantaban al marqués, y daban más libertad a las restantes personas de la casa para desembazarse alguna vez de las severas formas que en aquel tiempo prescribía la etiqueta.

Ésto, y el ser él naturalmente bondadoso, le granjearon el afecto general de tal manera, que podía decirse que más amo era él en la casa que su mismo dueño.

Como un mes antes de la tarde en que nos hallamos regresó don Juan de Vargas de Valladolid, después de una ausencia de más de tres semanas; viosele entonces enteramente distinto de lo que era al partir. Entonces, lleno de salud, impetuoso, decidor y alegre; después, descolorido, pensativo, callado y melancólico.

Todos se admiraron, y todos anhelaban saber la causa de aquella metamorfosis; pero nadie llegó a conseguirlo. A cuantas preguntas se le hacían contestaba: «Nada tengo; no sean aprensivos; yo estoy bueno, estoy alegre».

Nadie le creía una palabra, porque todos veían lo contrario de lo que afirmaba; mas, cansados de preguntar, conjeturaron, y cansados también de conjeturar; dedujeron sabiamente que, pues don Juan estaba triste y enfermo, y ellos no sabían la causa; o se había vuelto loco, o le habían hechizado.

Cada una de estas dos opiniones tenían en la casa su partido, aunque no faltaba quien adoptase las dos a un tiempo.

El comendador, cuya manía favorita era la de creerse el más profundo de los observadores, era el que capitaneaba el partido de la locura; y el capellán, que no encontraba placer compatible en este mundo sublunar al de combatir a hisopazos y exorcismos con un espíritu maligno, afirmaba que el mancebo estaba hechizado. El marqués era el justo medio, pues no creía alternativamente lo unir y lo otro, y a veces lo creía todo a un tiempo.

Descrito ya el teatro y los actores, vengamos a la acción.

-Jaque al rey, padre capellán -dijo el comendador, dando un salto: en la silla y frotándose las manos con visible satisfacción.

El capellán, arrugando las cejas y con la mano tendida hacia el tablero, iba a contestar no se sabe qué, cuando encendiéndosele el rostro repentinamente a don Juan, se alzó de su asiento, y descargando el puño sobre la mesa exclamó:

-¡Imposible! ¡Jamás!

Y como desatinado se salió del aposento apresuradamente.

-¿Cómo imposible? -dijo el comendador, creyendo que don Juan hablaba de su jugada; pero volviéndose al mismo tiempo de decir esto, y viendo los movimientos de su primo, no pudo menos de exclamar:

-Lo que yo digo; pobre mozo, loco de remate. Para hacer esto sin haber yo averiguado la causa, no puede menos de estar loco.

-Loco... lo será el que no vea en los desatinos de ese mancebo la mano de Astorot que le atormenta -replicó el capellán.

-Padre Teobaldo; ¡un Vargas endemoniado! Primo, un pariente loco... Pero en efecto..., pudiera..., no sé... veremos... -interrumpió el marqués, despavorido y absorto con lo que pasaba.

-Un Vargas, señor marqués, está tan sujeto a calamidades de esta especie como el más miserable jornalero. Nabucodonosor, rey de Babilonia; fue bruto muchos años, y...

-Desde entonces acá no nos faltan ejemplos de grandes personajes que lo han sido toda su vida -repuso el comendador-. El rey Saúl estuvo poseído del espíritu maligno, y el mismo David nos dice: Cuare tristis incedo dum afligit me inimicus? Sic est, que el señor don Juan de Vargas, aunque de ilustre nacimiento, es infinitamente inferior al pagano Nabucodonosor, al ungido Saúl, y al rey profeta: Ergo, don Juan puede muy bien estar endemoniado.

-No lo niego -dijo el marqués, cediendo al peso de tan poderosos argumentos.

-Yo no niego el posse, por mi parte; lo que niego, primo, es que vuestro hermano esté ahora endemoniado -contestó Hinojosa.

-Provo -exclamó el capellán.

-Dejémonos de argumentos, padre. Yo soy observador, y me intereso demasiado en el bienestar de don Juan, para que en más de un mes que hace que le vemos así, no haya estudiado su enfermedad. Estoy seguro, segurísimo; de que los que padecen una demencia absoluta...

-Veritas veritatum.

-Nada de latines, capellán, y menos de desvergüenzas: razones y no citas ni insolencias son las que aquí necesitamos.

-¡Paz, paz, por Dios santo!; en mi casa no quiero riñas.

-Ni reñimos tampoco marqués, ya sabéis que los doctores se tiran los bonetes en un acto, y luego salen de él tan amigos como entraron. Ministerio es de paz... No se hable más de ello, que será peor. Lo que importa es descubrir cuál es, en efecto, el mal de don Juan y ponerle remedio.

-Sí, sí, eso es lo que importa, primo Hinojosa, ponerle remedio, como vos decís.

-Las armas espirituales... son eficacísimas y excelentes a su tiempo, pero por ahora no las necesitamos.

-¡Oh pertinacia, oh ceguedad!

-Dejad hablar al padre, primo; si le interrumpís siempre, ¿cómo ha de explicarse?

Con esta insinuación del marqués calló el comendador, y pudo el capellán explayar su erudición, de la cual haremos gracia a los lectores, contentándonos con decir que en un largo, difuso y embrollado discurso, después de explicar muy por menor los síntomas que se advierten en los endemoniados, quiso probar que la melancolía, las frecuentes distracciones y los repentinos accesos de cólera que se notaban en don Juan, eran otras tantas señales de hallarse el infeliz sirviendo de posada a algún diablo, y no de los de menor importancia en el infierno.

Don Pedro le escuchó como quien oye llover; mas no así el marqués; que, acostumbrado desde la infancia a mirar al padre como un oráculo; y persuadido por otra parte de que sus últimos disgustos habían provenido de haberse apartado del camino que en sus consejos le trazaba el capellán, se sintió extrañamente conmovido, y no sólo consintió, sino que suplicó a su antiguo ayo que desde luego pusiese mano a la obra de echarle los demonios del cuerpo a su hermano.

Esto era justamente lo que el padre Teobaldo quería, pues en todo el discurso de su dilatada vida nunca se le había presentado ocasión de habérselas cara a cara con el señor demonio. Así es que, tomándole la palabra al marqués, salió inmediatamente de la sala temiendo que el comendador le hiciese volver atrás.

Iba, en efecto, Hinojosa a tronar contra tan desatinada idea; pero la retirada del capellán y la del marqués, que temiendo la tormenta se marchó también en pos de él, se lo imposibilitaron.

Parecerá a un lector del siglo XIX, que el padre Teobaldo y su alumno debían de ser muy necios para creer en el endiablamiento del pobre don Juan, y, sin embargo, se desengañará: medio a medio.

No sólo en el siglo XVI sino en mucho después, el último monarca español de la casa de Austria, Carlos II; se hizo atormentar voluntariamente por espacio de muchos años consecutivos para que le sacaran del cuerpo los demonios, que estaba muy lejos de tener en él.

Este ejemplo bastará para probar cuáles eran en la materia las ideas de aquellos tiempos, pues si en el trono había tales preocupaciones, fácil es de inferir que más abajo no faltarían.

Media hora después de terminada la discusión entre el marqués; el comendador y el capellán, entró este último en la estancia de don Juan, vestido de sobrepelliz y estola, con el bonete en la cabeza, en la mano derecha un hisopo, y en la izquierda un misal abierto.

Seguíale un lacayo con un caldero de agua bendita, otro con una taza de aceite, el marqués y su mayordomo, y dos o tres criados más, todos con el rosario en la mano.

Don Juan estaba aletargado sobre su lecho, encima del cual se había arrojado cuando salió del comedor con la precipitación que se ha visto, y como el padre Teobaldo y su comitiva entraron silenciosamente en su aposento, nada sintió.

Rodearon, pues, su cama, y, quedándose el capellán a los pies, comenzó a leer en voz baja algunas oraciones del misal, respondiendo los circunstantes amén cada vez que terminaba una de ellas.

Al cabo de algunos minutos de rezo le pareció bien al padre rociar al demonio con agua bendita, y, mojando el hisopo en el caldero; le mojó la cara a su sabor, con lo que despertó al pobre don Juan; incorporose éste en la cama, y no sin algún sobresalto contemplaba el extraño grupo que veía, cuando una segunda descarga del hisopo le inundó completamente el rostro.

-Váyanse a todos los diablos -exclamó colérico- o por vida...

-Hermano don Juan, sosegaos, que por vuestro bien se hace todo esto -le interrumpió el marqués, asiéndole de un brazo.

Le coge Vargas la cara lo mejor que pudo, y se encaró con su hermano, mirándolo de hito en hito para asegurarse que, en efecto, era él quien le hablaba, y que no era un sueño cuanto estaba sucediendo.

Entre tanto, el capellán rezaba y rociaba intrépidamente, y el mayordomo y las criadas respondían amén siempre que les tocaba.

Viendo don Juan que de toda aquello no le resultaría más mal que el de mojarse alguna cosa, y que su hermano parecía tener particular empeño en que siguiera la operación, resolvió tolerarlo; y cruzándose de brazos permaneció inmóvil, limitándose a observar cuidadosamente los movimientos de cuantos le rodeaban.

A cierta seña del capellán, el criado de la taza de aceite se aproximó al marqués, y éste, tomándola en las manos, se la acercó a los labios a su hermano «Bebed, don Juan, le dijo, bebed, siquiera por amor de mí».

Tomó Vargas la taza con mucho sosiego, y se disponía tal vez a beberla, pero el olor del aceite, en el cual iban además algunos granos de incienso, era tan fuerte, que lo percibió inmediatamente.

Entonces miró el brebaje de la taza, y, volviéndose al marqués, le preguntó:

-¿Esto queréis que beba, hermano?

-Sí, hermano, bebedla y sanaréis de vuestra dolencia.

-Yo no estoy enfermo; estáis engañado; no estoy enfermo.

-Enfermo estáis -dijo el capellán-, y de enfermedad mortal.

-Padre, no estoy enfermo; mi salud es cabal, nada me duele.

-El alma, el alma es la enferma.

-Tal vez.

-Bebed, don Juan -volvió a decir el marqués.

-No, no, hermano, no; este brebaje me haría reventar.

-Es preciso beberla -exclamó el capellán.

-Es preciso -repitió el marqués.

-Es preciso, es preciso -dijeron en coro los criados.

-Pues no la bebo, señores, no la bebo -replicó el interesado, volviendo a poner la taza en el plato que tenía el marqués en la mano.

Éste se la entregó al mayordomo, y al mismo tiempo echó a andar para salir del aposento, y, en efecto, salió. Entonces dos criados se aproximaron a don Juan para obligarle a beber; mas él, conociéndolo, cogió de nuevo la taza; bautizó con ella al mayordomo, y saltando en seguida de la cama, asió la espada que a la cabecera de ella tenía, y dio tras de todos a palos.

La puerta les parecía estrecha para salir por ella a cuantos había en el cuarto, incluso el capellán, y con tanta precipitación quisieron huir, que al llegar a una escalera, por la que precisamente tenían qué pasar, se le enredaron las piernas al mayordomo entre las del que llevaba la caldera, y uno y otro rodaron de alto a bajo, poniendo el grito en el cielo; la caldera, suelta, soltó toda el agua que contenía, y después con estrépito notable siguió a su portador hasta el piso bajo.

Los perros del marqués, que eran bastantes, comenzaron a ladrar, y uno de ellos, abalanzándose a los dos caídos, sacó en triunfo el peluquín del mayordomo, que maltrecho yacía al pie de la escalera.

El capellán y los restantes llegaron sin tropiezo hasta aquel punto, pero allí tropezaron en los dos que, por bajar más deprisa, llegaron antes.

Los primeros poseedores del suelo renovaron sus aullidos al recibir encima a sus compañeros, y estos, enredados unos con otros, y no acertando a levantarse, gritaban también cuanto podían. Tan extraordinario rumor alarmó toda la casa, de modo que inmediatamente acudieron el marqués, el comendador, el cocinero, sus ayudantes, los pinches, etcétera.

Hinojosa soltó la carcajada viendo el singular grupo de hombres y perros que había al pie de la escalera, y a don Juan, que con la espada en la mano lo contemplaba desde lo alto de ella.

Era, en efecto; difícil no reírse: la calva del mayordomo salía de entre las piernas de un lacayo, y las narices del padre capellán hacían parte integrante del posterior de otro.

Un podenco se había sentado sobre la espalda de uno con la peluca en la boca, y otros dos o tres se entretenían con las piernas de los pobres caídos.

El primer cuidado de los recién venidos fue levantarlos a todos y examinar si tenían alguna herida, pero felizmente no hallaron más que tal o cual chichón; aunque no había uno que no se quejase como si se hallara en la hora de la muerte.

Puesto ya en pie el capellán, y recobrada su estola; que había perdido en la retirada, volvió la cabeza a la escalera, y viendo en ella a don Juan; como ya se ha dicho, echó a huir de nuevo, diciendo:

-Te conjuro, espíritu rebelde, te conjuro en nombre de Dios.

El comendador mandó retirar a todos los caídos, y habiéndolo hecho por sí el marqués, sentido del mal éxito de aquella empresa, se quedó Hinojosa sólo con don Juan, a quien rogó que pasara con él a su cuarto, en lo que este consintió sin dificultad.

Solos ya, y sentados ambos pacíficamente, pasaron algunos minutos en silencio, reflexionando don Juan en sus asuntos particulares, o en lo que acababa de suceder, y su primo en la manera más a propósito para entablar la conversación. Bien hubiera querido Hinojosa que el hermano del marqués rompiese la barrera haciéndole alguna pregunta; mas viendo que no lo hacía, hubo de determinarse a romper el silencio.

-Estaréis asombrado; don Juan, con lo que acaba de pasaros.

-¡Asombrado!... ¿De qué puedo asombrarme ya en este mundo?

-Sin embargo, primo, no es cosa que sucede todos los días a un caballero esto de exorcizarle.

-No, en efecto; y a la verdad, no concibo qué extraño capricho ha sido el de mi hermano en hacerme esta burla tan intempestiva.

-Os engañáis, don Juan, tomando a burla cuanto acaba de suceder. El marqués os ama de veras, y es incapaz de tan pesada chanza. No, primo, nadie ha tratado de burlarse de vos. El camino se ha errado, y yo bien se lo he dicho; pero las intenciones han sido las mejores del mundo.

-Pero, ¿no, me diréis a qué viene el rociarme con agua de pies a cabeza, el rezarme, y sobre todo el quererme hacer beber una taza de aceite?

-Creeros endemoniado.

-¡Jesús! El Señor me libre en lo sucesivo de semejante trabajo, como hasta aquí lo ha hecho.

-Amén. Ya os he dicho que estoy persuadido de la falsedad de semejante suposición. Y, sin embargo, ¿qué queréis que crean los que observan sin cesar vuestra extraña conducta, sin que aparezca ni remotamente motivo para ella? ¡Don Juan, don Juan! ¿Merece el marqués, que os ama como un padre, y que tantos años hace os sirve de tal, merezco yo, mozo ingrato, merece la fidelidad de vuestro criado, que a todos nos tengáis con el alma en un hilo, viéndoos perder la salud y hacer extrañas locuras? ¡Qué hemos de creer! Decidlo vos mismo.

Mientras que Hinojosa declamaba así, con bastante vehemencia, don Juan; levantándose de su asiento, comenzó a dar vueltas por el aposento, con visible agitación; y aun algunas lágrimas, fugitivas se escaparon de sus ojos.

Viéndolo así enternecido, no quiso el comendador atormentarle más, ni perder la ventaja conseguida, y para conciliar ambos extremos se fue a su primo; y, tomándole la mano afectuosamente continuó diciendo:

-En vuestra mano está hacer cesar en un punto todos nuestros temores.

-Decid el medio, comendador.

-Romped ese obstinado silencio, reveladnos la causa de vuestro padecer. Si ella es tal que admita remedio, se le aplicará, y si por desgracia no lo tiene, lloraremos con vos.

A esta última proposición soltó don Juan la mano de Hinojosa y dio dos o tres pasos sumamente aprisa; el comendador volvió a ocupar su asiento, esperando en él el resultado de aquel acceso.

No fue éste muy duradero, pues apenas pasaron dos minutos, sentándose Vargas de nuevo, empezó a hablar de esta manera:

-Sí hay, primo, en este mundo personas que por todos títulos merezcan mi confianza, sois mi hermano y vos. Pero escuchadme bien, y sea esta la última vez que hablemos de semejante materia.

»Dentro de mi corazón hay una pena que me devora, que me seguirá hasta el sepulcro y más allá, si después de la muerte conservamos la más pequeña parte de nuestra existencia.

»Mi honor está por ahora comprometido a no revelar la causa de mi disgusto. He dado mi palabra de no hablar. Excusad, pues, súplicas y razones. Los más crueles tormentos no me arrancarían una sílaba más de lo dicho.

»Nada me digáis, comendador, para agradecer la tierna solicitud de mis parientes: bastante he hecho, pues confesando que tengo un secreto, os he revelado ya más de la mitad de él.

»Compadecedme; pero no os obstinéis en saber más de lo que puedo deciros.

»Grabad en la memoria lo que voy a deciros. Si mi propio padre, saliendo del sepulcro, sólo para ello; diera un paso para sorprender mi secreto, pudiera ser que le arrancase la vida.

»Comendador, dadme la mano; nuestra amistad será eterna, como el agradecimiento que me inspiran vuestros cuidados; pero, lo repito, jamás, jamás volveremos a hablar de esta materia.

En tanto que don Juan estuvo hablando no apartó Hinojosa los ojos de su semblante, y si bien en algunos momentos se agitaba extraordinariamente Vargas, es cierto que no advirtió en él síntoma alguno de demencia.

Convenciose, pues, de que, en efecto, la situación de aquel mancebo dependía de causas naturales, aunque sólo conocidas del mismo interesado; y renunció a su primera idea.

-Os he escuchado -dijo- con la mayor atención, y no pretenderé saber lo que como hombre honrado no podéis decirme. No se hable más en ello. Pero voy a hacer una súplica que está en vuestra mano concederme. Ocultad lo que podáis, al menos en presencia del marqués: don Juan, conocida es por vos su melancolía. No queráis aumentarla. Ninguna gloria es mejor que la de vencerse a sí mismo.

-Yo me esforzaré para complaceros. Recibid mi promesa.

-Cuento con ella. Quedad, primo, con Dios, y si alguna vez necesitáis de un pecho fiel y de una espada que en sus tiempos tuvo buenos filos, el comendador Hinojosa no necesita saber en qué ni por qué le empleáis; su vida es vuestra.

-No quiera Dios que yo os envuelva en mis males; pero jamás olvidaré tan generosa oferta. Dadme los brazos.

-Y el alma con ellos.

Abrazáronse, en efecto, los dos primos con la mayor ternura, y el comendador salió del aposento para dirigirse a la habitación del marqués, a quien encontró en conferencia con el capellán y el mayordomo sobre los medios de renovar con menos riesgo y mejor éxito el pasado exorcismo.

La llegada de Hinojosa puso término a la discusión y al proyecto.

Dijo el comendador a aquellos tres personajes que acababa de tener una larga conversación con su primo en la cual había acreditado completamente que se hallaba en su sano juicio.

-Me ha confesado -añadió- que tiene penas que su honor le prohíbe revelar. Vuestra merced, padre capellán, se ha engañado, y yo también. Don Juan no está endemoniado, y menos loco. Probablemente su pena será algún amorío: es enfermedad de la edad. Los años la curarán. Entretanto; dejémosle en paz por nuestra parte; harto tiene que hacer el desdichado con lo que se conoce que sufre interiormente.

Esto bastó por entonces a que el marqués prohibiera al padre Teobaldo la continuación de sus combates espirituales, y, gracias a tal medida, pudo don Juan dormir tranquilo, sin temer que al despertarse le ofreciesen por desayuno una taza de aceite bendito.





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