Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoCapítulo VIII

Sobre la observación y medida de los fenómenos crepusculares


132. Habiendo determinado en el capítulo anterior las refracciones que experimentan los rayos luminosos al atravesar la atmósfera terrestre, y encontrado el medio de calcular aproximadamente a lo menos, la curvatura de las trayectorias que en ella describen, podemos probar a establecer las huellas de la iluminación que deja su paso en las diferentes capas de aire, huellas que se hacen sensibles a causa del poder reflector de este fluido que despide en todos sentidos una parte de la luz que recibe.

Ya hemos indicado en el capítulo VI la existencia de estos fenómenos. El poder reflector del aire, como dijimos entonces, se manifiesta por la luz que arroja en todos los lugares en que es visible alguna parte de la atmósfera, aunque los rayos solares no penetren en ellos directamente. Muéstrase además en la claridad sensible que las regiones atmosféricas iluminadas por el sol continúan comunicándonos después de algún tiempo que este astro ha descendido debajo del horizonte, o cuando no ha llegado a él todavía. Esta claridad se llama por la tarde el crepúsculo, y por la mañana la aurora. Es tanto más viva, cuanto más cerca del el sol del plano del horizonte; y no deja de observarse hasta después de encontrarse de 17 a 18º debajo de este plano. Para definir sus límites ópticos, estudiémosle por la anochecer durante un día sereno, después de que el sol haya desaparecido para nosotros en el horizonte occidental. Si se concibe entonces un cono de rayos luminosos vinientes de este astro tangencialmente a la superficie terrestre, y se le prolonga al través de toda la atmósfera supuesta esférica, teniendo cuenta las refracciones que en ella sufre, trazará al salir de la misma un círculo que separará las regiones aéreas directamente iluminadas de las que no lo son. Este círculo-límite, que tiene su centro sobre el eje del cono solar, se elevará sobre el horizonte oriental, a medida que el sol descienda más profundamente del lado opuesto, y girará así en derredor del centro de la tierra con un movimiento angular igual al de este astro. Pero un observador situado en la superficie terrestre no descubrirá nunca sino la pequeñísima parte de arco que se alza encima de su horizonte aparente; y por una ilusión de perspectiva este pequeño arco, visualmente proyectado sobre la esfera celeste, le parecerá sensiblemente una sección de círculo máximo. Además el límite observable del fenómeno no deberá parecerle tan claro como supone esta descripción geométrica; porque la parte iluminada de la atmósfera despedirá necesariamente alguna luz sobre la parte que no recibe directamente los rayos del sol, convirtiéndose para ésta en un cuerpo iluminante de una intensidad de irradiación infinitamente menor que el astro, pero que deberá darle sin duda un fulgor sensible, sobre todo para una pupila que se dilate a medida que reciba menos luz. Esta iluminación secundaria se llama el segundo crepúsculo. La parte de atmósfera que la recibe, está limitada por trayectorias luminosas que, arrancando de todos los puntos del último círculo directamente iluminado, se propagan tangencialmente a la superficie terrestre del lado opuesto al sol y al través de toda la atmósfera oscura; de forma que este segundo espacio crepuscular está limitado también en la superficie de la atmósfera por un círculo que tiene su centro en el eje del actual cono solar como el primero, y gira como él angularmente con el sol. Se puede concebir geométricamente a este segundo espacio crepuscular como generador de un tercero iluminado más débilmente todavía, terminado circularmente de igual modo, y así sucesiva e indefinidamente.

Los caracteres generales de circularidad y movimiento angular que indican estas consideraciones ópticas se encuentran en efecto en los fenómenos de la retina. El punto del horizonte que el sol acaba de abandonar per la tarde parece rodeado de una aureola luminosa cuya intensidad va decreciendo a contar desde este punto; y cuando el cielo está puro, destacándose del resto del cielo los bordes extremos de esta zona, marcan un límite claramente determinable de luz y de oscuridad. Este límite se llama la curva crepuscular. Vésela subir progresivamente por encima del horizonte oriental, alcanzar al zenit, y descender hacia el horizonte occidental, a medida que el sol se baja más profundamente bajo este plano. Por último se pone a su vez, y después desaparece tras de dicho astro cuando ha alcanzado la profundidad de 17 a 18º: entonces presenta la apariencia óptica de un círculo máximo, cuyo plano coincide con el horizonte.

Pocos astrónomos han tenido cuidado de observar y anotar así todas sus fases, sin duda porque no reconocían la importancia de ellas para sus estados habituales. Pero hay entre aquellos que la han visto y descrito uno cuyo testimonio basta para confirmar la posibilidad de observarla con precisión, y éste es Lacaille. Véase cómo se expresa acerca de este punto en la relación de su viaje cabo de Buena esperanza.

«En los días 16 y 17 de abril de 1751, estando en la mar con calma, y habiendo un cielo sumamente despejado y sereno en que veía a Venus en el horizonte como una estrella de segunda magnitud, vi la luz crepuscular que terminaba en arco de círculo del modo más regular posible. Habiendo arreglado mi reloj a la hora verdadera al ponerse el sol, vi este arco, confundido con el horizonte; y por la hora en que hice esta observación calculé que dicho astro se hallaba (a la sazón) abajado 16º38´ el 16 de abril; y 17º13´ el 17.»

Empero, si el formal testimonio de Lacaille aleja toda incertidumbre sobre la claridad del fenómeno y la posibilidad de observarle distintamente con circunstancias atmosféricas favorables, deja mucha acerca de su interpretación física; porque, falta saber si la curva luminosa cuya existencia, movimiento angular y desaparición se ponen de manifiesto, pertenece al límite geométrico del primer espacio crepuscular, del segundo, del tercero, o a alguna parte intermedia de uno de ellos.

133. Entre los astrónomos y geómetras que se han ocupado de este fenómeno, Lambert es, creemos, el único que haya advertido la alternativa precedente, e indique los medios de decidirla. Para mostrar su extensión, según lo ha hecho él mismo, pero con datos probablemente más exactos, hemos calculado por sus fórmulas la altura de las últimas capas de aire reflejante que resultaría de las observaciones de Lacaille, atribuyendo la curva luminosa observada al límite del primer espacio crepuscular, del segundo, del tercero, y empleando el poder refringente hoy conocido del aire atmosférico, así como la refracción horizontal dada por nuestras tablas para una presión de 0,m76 (2 pies 8 pulgadas) y una temperatura de 20º centesimales. Véase cuales han sido los resultados.

Altura de las últimas capas de aire reflejantes
Para el límite del primer espacio crepuscular 58916 metros (70464 varas.)
del segundo 10797              (12913 id.)
del tercero 6392               (7645 id.)

Siendo esta última altura menor que aquella a que ha llegado Gay-Lussac, no puede ser admitida. La segunda parece también muy escasa, si se considera que a la elevación de 7000 metros (8372 varas) según las observaciones de Gay-Lussac, la densidad del aire sólo se había reducido a la mitad de su valor en la superficie del suelo. La verdadera altura final es pues verosímilmente intermedia entre ésta y la primera; de modo que la curva crepuscular, cuando se le observa en el horizonte, pertenecería a alguna parte del segundo espacio crepuscular. Ésta es también la opinión de Lambert, y la apoya en consideraciones fotométricas que parecen evidentes.

Porque, dice, la capa de aire directamente iluminada, que termina el primer espacio crepuscular, es infinitamente delgado en este límite. Cuando llega al horizonte occidental, el débil fulgor que la misma difunde en virtud de esta circunstancia llega al ojo del observador al través de la parte del segundo espacio que recibe del primero más rayos reflejados, y al través también de la mayor dimensión de este espacio que se extiende entonces por todo el horizonte. Éste debe ofrecer pues en aquel momento un resplandor sensible al cual debe atribuirse la curva crepuscular persistente; y así ésta pertenece, no al primer límite, sino a alguna parte del segundo espacio cuando se pone y desaparece debajo del horizonte.

Entonces, y por medio de consideraciones análogas, Lambert trata de probar que esta mezcla de luz no tendrá ya lugar de una manera sensible, a lo menos cuando se observe a la curva crepuscular antes de ponerse y se halla todavía a algunos grados de altura sobre el horizonte occidental. En apoyo de esta observación refiero una serie de observaciones hechas por el mismo en Ausburgo la tarde del 19 de noviembre de 1759; y atribuyendo los números observados al límite geométrico del espacio crepuscular, encuentra para la altura de las últimas partículas de aire reflejantes 29,115 metros (34,822 varas), lo que es casi el término medio entre las dos primeras evaluaciones deducidas hace poco de las observaciones de Lacaille. Y en efecto, según los cálculos de Lambert, la curva crepuscular, cuando se pone, correspondería casi a la zona media del segundo espacio crepuscular, y no al límite del primero.

Estos resultados, ya seguramente muy notables, sobre todo si se los compara con las ideas exageradas que de la altura de la atmósfera se tenían en la época en que Lambert escribía, son apoyados, y diríamos gustosos confirmados, por una consideración cuyo uso nos parece ser de grande importancia, si se la aplicase a observaciones tales como pudieran hacerse hoy. Y es que la altura de las capas de aire, a que pertenece realmente la curva crepuscular, se manifiesta realmente en el movimiento angular vertical de esta curva mucho más sensiblemente todavía que en las medidas absolutas de su altura correspondientes a las varias depresiones del sol. Porque según su cálculo, si se adoptase la altura sobrado grande dada por el primer límite, la curva crepuscular invertiría en las estaciones en que es más rápida su marcha angular cerca de una hora para subir desde el horizonte oriental hasta el zenit, al paso que sus observaciones le dan sólo 38,30´´; y por el contrario sólo necesitaría 14´ para recorrer la misma fase, si se supiese que pertenecía al segundo límite de altura, que es demasiado pequeño. Tan grandes diferencias no se ocultarían por cierto a observaciones cuidadosamente hechas y seguidas durante algún tiempo. Y como la altura señalada de este modo a las capas aéreas reflejantes sería evidentemente más reducida que la de las últimas capas más raras, se tendría así un límite inferior de la altura de la atmósfera que hasta ahora no se ve ningún otro medio de conseguir31.

Esta investigación podrá ser notablemente secundada por los efectos de polarización que se verifican en las capas atmosféricas en virtud de su desigual densidad y de su recíproca radiación, efectos cuya existencia y condiciones determinantes ha descubierto Arago refiriéndolas a las causas que acabamos de indicar.

134. Para manifestar la aplicación de ellos al estudio de los fenómenos crepusculares consideremos con él al sol en el momento en que acaba de ponerse en el horizonte occidental. Si un observador situado en la superficie terrestre analiza entonces la luz comunicada a su ojo por las moléculas aéreas comprendidas en el vertical del astro, encontrará que desde el horizonte occidental hasta una pequeña altura aparente no aparece esta luz sensiblemente polarizada. Pero a mayor altura comienza a presentar caracteres de polarización en el sentido vertical; la intensidad de estos caracteres se aumenta gradualmente hasta cierta distancia angular del sol, después de la cual disminuye progresivamente hasta otra distancia mayor en que se hace enteramente insensible; y más allá de este término empieza a crecer de nuevo hasta el horizonte oriental. Mas entonces la polarización se dirige según un sentido rectangular al precedente, y por lo mismo horizontal en el caso que consideramos. Ahora pues, Arago ha descubierto que, cuando un rayo de luz natural cae sobre un cuerpo cualquiera, la porción de ella que es despedida por irradiación en todos sentidos al rededor del punto de incidencia se polariza siempre parcial y paralelamente a la superficie del cuerpo, como si hubiese penetrado en él a alguna profundidad y salido luego sufriendo una serie de refracciones al través de capas paralelas. Aplicando esto a los efectos de la polarización atmosférica que se observa en el vertical del sol, se echa de ver que desde este astro hasta el punto neutro la polarización tiene los caracteres de la reflexión, al paso que más allá reúne los de la refracción. Esto es también lo que Arago ha anunciado.

En todos los planos tirados por los centros del sol y de la tierra deben verificarse con precisión fenómenos exactamente semejantes y sometidos a las propias leyes de sucesión; pero prodúcense también fuera de estos planos con leyes de dirección e intensidad más complejas, de modo que llegan así a hacerse visibles en todos los azimús en torno de cada observador. Arago ha probado que estos últimos fenómenos, y sin duda igualmente en parte los primeros, resultan de las irradiaciones y reflexiones recíprocas efectuadas entre las moléculas aéreas. Porque, observando en el momento de ponerse el sol la luz comunicada por una zona vertical de aire opuesta a este astro y sumergida en la sombra de un edificio que la privaba de sus rayos directos, ha reconocido en ella todavía los signos de una polarización perpendicular al plano vertical, la cual no podía pertenecer evidentemente más que a la luz arrojada sobre esta masa oscura de aire por las partes laterales directamente iluminadas. Pero debe una irradiación parecida ejercerse entre las partículas de aire que componen cada espacio crepuscular iluminado directa o secundariamente, y lo propio también tiene que suceder de una a otra. No pueden pues dejar de existir en ellas los efectos de polarización que acompañan a estas irradiaciones y reflexiones recíprocas. Así que se los ve manifestarse todavía largo tiempo después del ocaso del sol hasta grandes distancias del vertical de este astro y a grandes alturas aparentes, como Arago lo ha comprobado, y yo mismo lo he confirmado tanto con su aparato de imágenes coloreadas, como con el de refracciones cruzadas del Sr. Savart, que tan clara y fácilmente indica las direcciones de polarización. Estos fenómenos deberán pues servir para caracterizar las partes de la atmósfera de que emanan las irradiaciones, cuando sus leyes geométricas estén fijadas por la observación y relacionadas con sus movimientos angular central. Y acaso entonces se encontrarán signos propios para definir los límites de los diferentes espacios crepusculares, así como el punto real de estos espacios a que pertenece la curva luminosa cuyo movimiento angular y desaparición en el horizonte se observan; lo que permitiría deducir de aquí con seguridad un límite inferior de elevación de las capas que reflejan o irradian dicha curva hacia el ojo.

135. Por la exposición anterior se concibe que la duración de los crepúsculos, así de la mañana como de la tarde, depende del tiempo que el sol tarda en describir debajo del horizonte el arco vertical de 17 ó 18º, más allá del cual la luz que arroja en la atmósfera deja de ser perceptible para nosotros, aun por las reflexiones e irradiaciones secundaria citadas en las capas aéreas. Esta duración debe pues variar para un mismo lugar en diferentes estaciones, según diferentes declinaciones del sol le hagan invertir más o menos tiempo el describir el arco de depresión a que está circunscrito el fenómeno; y debe también ser desigual en diferentes lugares a declinación igual, según que el círculo diurno recorrido por el astro es más o menos oblicuo a su plano horizontal. Esto da lugar a un problema que ha ocupado mucho a los geómetras, y consiste en determinar cuál es el día del año en que la duración del crepúsculo es la más corta en un lugar cualquiera cuya latitud está dada. Encuéntrase su solución en la Fotometría de Lambert, y también en el gran Tratado de Astronomía de Delambre.




ArribaAbajoCapítulo IX

Del concurso de los instrumentos necesarios para las observaciones astronómicas, y en particular de los relojes que sirven para la medida práctica del tiempo


136. No está todo en reconocer en general, los fenómenos que nos presenta la naturaleza, sino que es preciso determinar de un modo rigoroso sus circunstancias y fijarlas con bastante precisión para que no quede en ellos nada arbitrario. En los capítulos anteriores hemos reconocido la existencia del movimiento diurno común a todos los astros, y la de los movimientos propios que corresponden a algunos de ellos. La comparación de las variadas apariencias que el aspecto del cielo presenta en los diferentes países nos ha descubierto la redondez de la tierra y su aislamiento en el espacio. Por último, experiencias muy sencillas nos han dado a conocer la constitución y la forma de la atmósfera de que está rodeada la misma. Ahora es menester perfeccionar estas primeras nociones, completarlas y fijar sus resultados por medio de medidas exactas.

137. La Astronomía perfecta exige el concurso de dos clases de instrumentos. Necesita de aparatos ópticos que sirven para perfeccionar la visión, y de los relojes que se destinan para medir el tiempo. La teoría de los primeros es uno de los estudios más importantes que pueden comprenderse, y requiere el conocimiento profundo de los principios matemáticos sobre que se funda la construcción de los aparatos32. La relojería está mucho más adelantada en el establecimiento, y sobre todo en la aplicación práctica de los principios mecánicos que depende. Sus productos llegan sólo al astrónomo en estado de máquinas enteramente determinadas que deben funcionar por sí mismas sin su intervención, y no las emplea nunca más que como contadores temporales cuyas indicaciones imperfectas sin remedio se apresura a sustituir con la marcha abstractamente perfecta del reloj ideal que le ofrece el movimiento diurno del cielo.

* El arte de fabricar los instrumentos astronómicos puede mirarse con razón como una de las mecánicas que requieren mayor perfección, y en que se ha alcanzado una exactitud casi matemática. Posible es creerla fácil cuando no se está familiarizado con la delicadeza que exigen las operaciones de tornear un círculo de metal, dividir su circunferencia en 360 partes iguales, subdividir en seguida a cada una de ellas, colocar el círculo exactamente sobre su centro, y ajustarle a él según una posición dada; pero en la práctica todo esto es de la mayor dificultad. No sorprenderá esto si se considera que por la aplicación de los telescopios a las medidas de los ángulos, cada imperfección de sus divisiones se aumenta en todo el poder óptico del instrumento, y esto no solamente por las faltas del trabajo del artista, sino también por esas inexactitudes a las cuales es imposible señalar otras causas que la dilatación y contracción de los metales de resultas de los cambios de temperatura, y la flexión o curvatura que experimentan en razón de su propio peso relativamente a su longitud. Un ángulo de un minuto ocupa sobre la circunferencia de un círculo de 0m,25 (10 pulgadas 9 líneas) de radio un espacio de 0m,00007 (0,009 de línea) cantidad harto pequeña para ser señalada con certidumbre sin el auxilio de cristales de alimento; y un minuto sin embargo es una crecida cantidad en la medida astronómica de un ángulo. Con los instrumentos que en la actualidad se usan en los observatorios un simple segundo o la 60sima parte de un minuto llega a ser una cantidad distintamente visible y apreciable en el arco de círculo subtendido por un segundo y menor que la 200000sima parte del radio; de modo que en un círculo de seis pies ingleses (2 varas 6,7 pulgadas) de diámetro no tendría mayor extensión lineal que 0m,000004 (0,0005 de línea), la cual para ser vista ha menester de un poderoso microscopio. Figúrese pues la dificultad de colocar sobre la circunferencia metálica de un círculo de esta dimensión, suponiendo vencida la de construirle, 360 divisiones o grados susceptibles de reconocerse y ocupando sólo los sitios señalados por tan estrechos límites, por no decir nada de la subdivisión de cada uno de estos grados en minutos y segundos. Semejante operación ha desafiado siempre probablemente y no dejará de desafiar a todas las fuerzas de la industria humana; y aun cuando se llegase a ejecutarla no podría conservarse este trabajo. Porque cada variación de calor o de frío tiende a producir, no cambios temporales y transitorios, sino alteraciones permanentes en la forma de las masas metálicas, que son las que únicamente pueden destinarse para este uso. Sus pesos, aunque distribuidos simétricamente, no están nunca sostenidos del mismo modo, toda vez que es imposible aplicar un apoyo separado a cada parte, y suponiendo que así fuera sería menester llegar a mover y fijar el todo, lo que no podría ser sin ocasionar un cambio de forma, por lo menos temporal, ya que no permanente. Verdad es que dividiendo el instrumento centrado y colocado en su sitio, empleando una multitud de medios ingeniosos y delicados, se hacen en dicho arte maravillas, habiéndose logrado dar cierto grado de perfección, no sólo a obras maestras, sino a instrumentos de mediana magnitud y un precio moderado. Pero si estamos acostumbrados a ver salir maravillas de las manos hábiles de nuestros entendidos artistas, no podemos esperar de ellos milagros. El astrónomo pedirá siempre más de lo que puede dar el artista, y por lo tanto incumbe al sabio tratar de emanciparse cuanto pueda de las inevitables imperfecciones de los instrumentos que éste pone entre sus manos. Para ello debe combinar sus observaciones, escoger los momentos favorables, familiarizarse con todas las causas que pueden descomponer los instrumentos, y conocer, por último, bastante bien su estructura y sus propiedades, para no engañarse nunca con sus indicaciones erróneas, antes bien sacar de ellas toda la verdad posible. He aquí en lo que consiste el arte de la Astronomía práctica, arte curioso y complicado de suyo, y cuyos principios generales vamos a bosquejar brevemente.

* El mayor cuidado del astrónomo práctico es la corrección numérica de las medidas dadas por sus instrumentos: debe extender su vigilancia a todo lo que pueda servirle para el descubrimiento, compensación, destrucción, o a lo menos cálculo de los errores. Si examinamos ahora cuáles son los orígenes de los procedentes del uso de los instrumentos, encontraremos que pueden reducirse a tres principales.

1.º Causas exteriores o accidentales de error que comprenden los que dependen de circunstancias exteriores que no podemos estimar: tales son entre otras las variaciones de tiempo que cambian los valores de las refracciones dados por las tablas, sin que sea posible comprenderlos en una fórmula que regule positivamente su influencia, y también los cambios de temperatura que varían la forma y posición de los instrumentos, alternando la magnitud relativa y la tensión de sus partes.

2.º Errores de observación, tales como los que provienen, por ejemplo, de inexperiencia, de una mala vista, de lentitud o precipitación en apercibir el instante exacto del acontecimiento de un fenómeno, de la falta de transparencia de la atmósfera, de la insuficiencia del poder óptico de un instrumento, y otros parecidos. A esta misma fuente es preciso referir todos los errores procedentes de una descomposición momentánea del instrumento, juegos de las piezas, aflojamiento de los registros, etc.

3.º La tercera y más numerosa clase de errores a que están sujetas las medidas astronómicas es, por decirlo así, instrumental y puede subdividirse en dos principales especies. La primera comprende todo lo que procede de una falta del artista, no siendo el instrumento lo que anuncia que es: así un eje será achatado o elíptico en vez de ser exactamente cilíndrico; bi será enteramente concéntrico, como debía con el círculo que conduce: este círculo, aunque así se le llame, no será en totalidad circular, ni plano; sus divisiones, aunque equidistantes entre sí, tendrán intervalos desiguales y otros defectos análogos. Éstas no sólo son fuentes de error en la teoría, sino en la práctica, y obstáculos con que el observador tiene que luchar continuamente.

* La otra especie de errores instrumentales comprende todos los que proceden de un instrumento que no está bien colocado en la posición que debe tener, o de que las partes movibles no estén convenientemente dispuestas entre sí. Son los errores de ajuste. Algunos son inevitables, porque dependen de la instabilidad del suelo o de los instrumentos; y aunque insensibles en cualquiera otra circunstancia, son estimables en las observaciones astronómicas delicadas; otros son efecto de un trabajo imperfecto consistente en que el instrumento, que al principio estaba bien ajustado, no permanece en este estado sin alteración. Empero los errores más importantes de esta clase provienen de una falta de las indicaciones naturales diferentes de la observación astronómica misma; tal por ejemplo como una posición falsa o inexacta del instrumento con relación al horizonte, a los puntos cardinales, al eje de la tierra, o a cualquiera otra línea o círculo astronómico con que deba estar convenientemente coordinado.

* Tocante a las dos primeras clases de errores es preciso observar que, mientras no puedan reducirse a leyes conocidas y estimarse desde luego, vician los resultados de cada una de las observaciones en que subsisten. Siendo por otra parte fortuitos y accidentales de suyo, sus efectos tienen necesariamente lugar, ora en un sentido, ora en otro, e influyen en su consecuencia en los resultados en más o en menos; de modo que, multiplicando mucho las observaciones con circunstancias distintas y tomando el término medio, puede descartarse esta clase de errores por destruirse unos con otros y no viciar ya la conclusión teórica o práctica. Éste es además el grande y aun único recurso que contra semejantes errores pueden tener los astrónomos e investigadores de resultados numéricos.

* Respecto de los errores de ajuste y de las imperfecciones materiales de todo linaje de instrumentos bajo todas formas, preciso es confesar no sólo su posibilidad, sino también su certidumbre. Ninguna mano humana, ninguna máquina describirá nunca un círculo perfecto, una línea recta, una perpendicular exacta, ni colocará jamás un instrumento perfectamente ajustado, a no ser por casualidad y por poco tiempo. Pero esto no obsta para que en todas estas cosas no se alcance una grande aproximación, y es una notable particularidad de las observaciones astronómicas la de ser el postrero medio de descubrimiento de todas las faltas de los mecanismos que por su pequeñez eludirían todas las investigaciones. Lo que ni el ojo puede distinguir, ni sentir el tacto, llega a ser evidente por una serie de observaciones astronómicas. La imperfección de los productos de la industria humana se revela por su comparación con las obras de la naturaleza, y nada resiste a esta prueba. Parece sin embargo que es girar en un círculo vicioso deducir por una parte condiciones teóricas y leyes de observación por medio de instrumentos que tachamos de imperfectos y tratar de rectificarlos por estas mismas teorías cuyo conocimiento nos han conducido a adquirir; pero bastarán algunas consideraciones para probar que semejante modo de proceder es de por sí muy legítimo.

* La marcha que conduce a las leyes de los fenómenos de la naturaleza, y sobre todo de aquellos cuya comprobación depende de determinaciones numéricas, es por necesidad sucesiva. Por toscas observaciones hechas con miserables instrumentos, o sin ellos enteramente, se han obtenido grandes resultados y leyes notables; luego se han corregido y perfeccionado estos resultados investigándolos mejor y con el auxilio de medios más delicados. Durante este progreso se han descubierto leyes secundarias que modifican a la vez las significaciones y los resultados numéricos de las que se habían presentado primeramente y cuando éstas han sido trazadas con certidumbre, aparecen otras todavía en segundo lugar y llegan a hacerse objeto de nuevas investigaciones. Porque sucede invariablemente (y es claro la razón de esto), que las primeras indicaciones que tenemos de estas leyes secundarias, las primeras formas bajo que se presentan a nuestro espíritu, nos parecen errores, toda vez que hay discordancia entre lo que encontramos y lo que esperábamos. Al principio atribuimos esta discordancia a la casualidad; vuelve a reproducirse de nuevo, y de nuevo también empezamos a sospechar de nuestros instrumentos; en seguida inquirimos hasta dónde puede llegar el error cuyas determinaciones tienen la posibilidad de ser alcanzados; si sus límites de error posible exceden a la alteración observada, condenamos el instrumento, su construcción o su ajuste. Reprodúcese la misma alteración, y lejos de poder remediarla, es más marcada y mejor definida que antes. Henos, pues, aquí seguros de estar a los alcances de una ley natural, y la seguimos hasta haberla reducido a una forma determinada después de comprobado por repetidas observaciones hechas con una gran variedad de circunstancias.

* Durante el curso de esta investigación no dejará de sucedernos el que otras discordancias nos llamen la atención. Avisados por la experiencia, sospechamos la existencia de alguna ley natural desconocida hasta entonces; ponemos en cuadros nuestras observaciones, y advertimos en esta disposición sinóptica, indicaciones claras y distintas de una progresiva regular. Condenamos de nuevo o variamos nuestros instrumentos, y perdemos de vista esta nueva ley de la naturaleza, o la hallamos sustituida por alguna otra de un carácter totalmente diverso. Vémosnos así conducidos a sospechar un error de los instrumentos en lo que hemos consignado. Examinamos entonces la teoría sobre que se funda su construcción, tomamos en cuenta la imperfección del trabajo artístico, y con la ayuda de la geometría calculamos la influencia que estas causas pueden tener en los errores presentes de sus indicaciones. Estos errores tienen sus leyes, que, mientras hemos ignorado sus causas, han podido confundirse con las leyes de la naturaleza o combinarse efectivamente con ellas. Estos errores no son fortuitos como los de observación; pero como son inherentes al instrumento y se mantienen constantes en tanto que no se cambie el instrumento o su ajuste, son reducibles a formas fijas y ciertas, ocasionando cada falta de construcción o ajustado su forma especial de error. Después de esta investigación se reconoce el error que por su naturaleza y progresión coincide con el de las discordancias observadas. El misterio queda aclarado por último, habiendo descubierto un error de instrumento por una observación directa.

Es pues indispensable para un astrónomo práctico que se haga sumamente familiar la teoría de sus instrumentos, y que se ponga en estado de decidir qué efecto podrá producir sobre sus observaciones una falta de construcción o de ajuste, según las circunstancias en que las mismas sean hechas. Supongamos, por ejemplo, que la teoría de un instrumento requiere un círculo perfectamente concéntrico con el eje sobre que gira. Como ésta es una condición que ningún artista puede llenar cumplidamente, se hace necesario saber, qué errores se cometerán en las observaciones por el uso de semejante instrumento y según su más o menos alteración; es decir, qué diferencia habría entre estas observaciones y las hechas con un instrumento absolutamente perfecto, si pudiera obtenerse uno. Ahora bien, un simple teorema de geometría prueba que cualquiera que sea la latitud de esta alteración, no tiene efecto sobre el resultado de las observaciones dependientes de la graduación del limbo, leyendo estas divisiones en dos puntos diametralmente opuestos del círculo; y tomando un término medio en razón a que el efecto de la excentricidad es aumentar a uno de los ejes cabalmente en la misma cantidad en que disminuye al otro. Supongamos además que el uso conveniente del instrumento requiera que su eje sea exactamente paralelo al de la tierra. Supongamos además que el uso conveniente del instrumento requiera que su eje sea exactamente paralelo al de la tierra. Como nunca se podrá colocarle o mantenerle exactamente en esta disposición, es preciso calcular así mismo el error que provendría de su apartamiento determinado en el plano horizontal o vertical. Tales investigaciones constituyen la teoría de los errores instrumentales; teoría de la mayor importancia en la práctica y cuyo perfecto conocimiento hace capaz al observador de obtener con instrumentos medianos un grado de precisión que alcanzaría apenas con los mejores y más costosos.

138. El tiempo no es fenómeno físico que pueda percibirse inmediatamente. Es una noción abstracta y resultante de la comparación que nuestro espíritu puede establecer entre dos ideas engendradas por la experiencia, la simultaneidad y la sucesión33. Viendo todos los días que las cosas físicas cambian, que tienen un principio de existencia, un periodo de incremento y un fin, adquirimos la idea de antes y después. Todos los árboles de mi bosque, diferentes en magnitud y en producciones, los niños, los hombres hechos, y los ancianos reunidos en un mismo recinto nos presentan seres cuya existencia comparada se compone de fases simultáneas para los unos y sucesivas para los otros. Esta distinción puede hacerse más precisa y clara por medio de los fenómenos del movimiento considerados en abstracto. Concibamos, por ejemplo, dos puntos geométricos A y B situados en el mismo lugar de una recta matemática; su existencia será simultánea en esta posición. Supongamos a ambos lanzados sobre la recta, y contemos sus dislocaciones a empezar desde el común origen. Podrá suceder que A preceda a B, o le siga o coincida con él siempre. En los dos primeros casos la llegada de cada uno de ellos a un mismo punto de la recta será sucesiva; en el tercero será simultánea. Igual alternativa de ideas se manifiesta a nuestros sentidos en la experiencia diaria. La noción abstracta del tiempo resulta de la distinción entre las sensaciones percibidas de este modo; y la diversidad del orden de sucesión puede medirse por la comparación establecida entre los movimientos que la efectúan.

Concibamos, por ejemplo, un fenómeno físico compuesto de fases distintas, y que fuese tal, que después de su total realización la causa mecánica que le produce volviera a encontrarse obrando exactamente con las mismas condiciones que tenía al principio de su acción. Tendremos lo que se llama un fenómeno periódico. Si puede realizarse así a arbitrio, tantas veces como se quiera y con iguales caracteres de fases y restablecimiento, su total consumación suministrará una unidad de tiempo con la cual se podrán comparar todos los fenómenos sucesivos. Y podrá servir también para medir las condiciones relativas de su sucesión; contando cuantas veces el fenómeno periódico tomado por tipo se ha verificado mientras que los otros recorren sus fases. Esta rigorosa periodicidad no se realiza nunca por completo en ningún fenómeno natural conocido; pero un gran número no se apartan de ella sino en virtud de modificaciones físicas o mecánicas que es fácil apreciar: de modo que cada uno de ellos puede usarse como expresando una unidad de tiempo, tanto más exacta y comparable con ella misma cuanto menores sean las modificaciones que la hacen variar.

139. Tomemos por ejemplo, fig. 50 un vaso cónico V, terminado por una abertura superior O muy estrecha; y después de haberle llenado enteramente de un líquido pesado, tal como el agua o mercurio, tapemos su orificio con el dedo; volvámosle luego verticalmente, y quitando el obstáculo que le cierra, dejemos al líquido correr en virtud de la pesadez que le impele. Este derrame se verificará por fases sucesivas; pero la realización total de ellas será siempre un fenómeno semejante para el mismo vaso, lleno del propio líquido, si se supone idealmente repetida la experiencia en circunstancias físicas idénticas entre sí. Esta realización total podrá pues ofrecer en tal caso una unidad de tiempo. Empero en la práctica esta unidad será siempre imperfectamente exacta; porque la identidad de las operaciones, así como de las circunstancias interiores o exteriores que concurren a la producción del fenómeno, tomado por tipo, no podrá nunca verificarse rigorosamente. No obstante basta ya para las evaluaciones toscas; y es un principio parecido sobre el que está fundado el clepsidro de que se sirven los marineros para fijar la unidad de tiempo según la cual regulan las observaciones de la corredera. Consiste en un doble cono de vidrio VV´ (fig. 51) cerrado herméticamente, y una de cuyas mitades V´ está llena en parte de arena fina. Cuando se quiere echar la corredera que es un flotador atado al extremo de una cuerda que se deslía mientras que el buque va marchando, un marinero toma en la mano el clepsidro por su centro C; y luego en el momento en que se deja caer el flotador, lo vuelca lo más repentinamente que puede, y hace una señal convenida para que se detenga el desenrollo de la cuerda, y por consiguiente al flotador, luego que la arena está completamente derramada.

140. El derrame de los líquidos, y particularmente del agua, ha sido durante muchos siglos el solo fenómeno de que se han valido los hombres para obtener una unidad constante de tiempo, imaginando una infinidad de combinaciones para aproximarle a la exacta periodicidad que supone esta constancia. La menos imperfecta ha consistido en medir el tiempo por los volúmenes de agua derramados por el orificio inferior de un vaso cónico que se mantenía constantemente lleno de este líquido por medio de una corriente superior horizontal. Tal fue el principio de los relojes de agua llamados de nivel constante, que fueron empleados por los griegos y los romanos y luego perfeccionaron los árabes; y con bastante anterioridad, muchos siglos antes de la era cristiana, los chinos medían iguales intervalos de tiempo por el derrame del agua al caer en vasos que contenían unas tiras divididas. Sólo hasta muy tarde, hacia la mitad nada más del siglo XIV de dicha era fue cuando se empezó a usar en Europa un procedimiento incomparablemente más exacto. Y por una injusticia de la suerte, felizmente rara en la historia de las ciencias, se ignora el nombre del hombre de genio que fue el autor de este procedimiento, principio fundamental de nuestros relojes actuales y que debe por lo tanto considerarse como el origen de los innumerables descubrimientos a que ha dado margen.

141. Consiste esencialmente en sustituir el derrame de un líquido con el descendimiento de un peso cuya aceleración se interrumpe periódicamente por medio de un mecanismo que este mismo peso hace mover y está compuesto de piezas enteramente sólidas de que resulta la constancia de su modo de acción. Todo el aparato en su sencillez primitiva está representado (fig. 52) tal como se le veía aun establecido y operando ha menos de un siglo en algunos relojes públicos, y en particular en el de la torre del palacio de Justicia en París. Condúcele y mantiene invariablemente un sistema compuesto de barras metálicas que designan las letras C. El motor es un peso M suspenso de una cuerda que se enrolla en derredor de un cilindro horizontal sólido, el cual puede girar en derredor de su eje central TTI estando éste sostenido por sus extremos por ejes atravesados en los brazos laterales del armazón. Si no se opusiese nada al continuo esfuerzo que hace el peso M desenrollaría la cuerda que le retiene, y haría girar al cilindro con un movimiento semejantemente continuo que se aceleraría mientras durase su descendimiento. Pero este efecto se interrumpe periódicamente por un mecanismo aplicado a uno de los extremos del cilindro y que le sirve de moderador. Compónele un cilindro metálico AAI, sostenido verticalmente por golletes que le ligan al armazón sin apretarle en términos de que puede girar libremente sobre los ejes que le terminan. En su parte superior lleva una traviesa metálica horizontal BB, llamada el volante, que le está fijamente adherida de forma que gira con él; y en los dos brazos de ésta traviesa, que son iguales en longitud, se suspenden pesos iguales m, m, que pueden a arbitrio colocarse más o menos cerca del centro de rotación. Dispuesto así todo este sistema si está inerte, no puede ponerse a girar espontáneamente en derredor del eje AAI. Es menester que el movimiento se le comunique por la acción de una fuerza mecánica; y el esfuerzo necesario para hacerle describir un mismo arco de rotación en igual unidad de tiempo dependerá de la cantidad de masa que le compone, así como de la distribución de las partes de ella en derredor del eje. Este esfuerzo es que se da a hacer al peso motor M, no continuamente, sino por intermitencias, enlazando el cilindro TTI con el eje AAI por un mecanismo que los hace dependientes uno de otro, de forma que el primero no puede girar sin hacer al segundo que gire también. El extremo del cilindro más próximo a AAI lleva para esto una rueda dentada vertical RRI; y a la altura de los dos vértices R, RI, de esta rueda, el eje AAI lleva dos pequeñas chapas metálicas P, PI, llamadas paletas, las cuales están fijadas allí en direcciones rectangulares entre sí, de modo que sólo puede presentarse una de ellas a la vez e ingerirse entre los dientes del vértice a que corresponde. Arregladas así las cosas, concibamos a la paleta superior P encajada ahora entre los dientes del vértice R y encontrándose en el mismo instante la inferior PI fuera de los dientes inferiores. El cilindro TTI propenderá a girar en el sentido de la fracción que ejerce el peso M sobre la cuerda que le enrolla y que se designa aquí por una flecha curva. Mas no podrá ejecutar este movimiento sin que el diente superior R impela delante de sí a la paleta P que le sirve de obstáculo hasta que por último se desencaja de ella. Ahora pues, esta operación que le deja libre no se realizará sino en cierta cantidad de tiempo dependiente de la relación que exista entre la fuerza del motor M y el momento de inercia del sistema a que está ligada la paleta P, lo que acarrea un descenso correspondiente del peso M. Pero el propio movimiento que impele a P trae otra vez la paleta inferior PI delante del diente inferior RI, y se le presenta como obstáculo en el momento en que el superior acaba de quedar libre. El entonces para desembarazar a RI se necesita un nuevo gasto de fuerza motora que se invierte en hacer girar al eje AAI con un apéndice de masas inertes, y en sentido contrario del movimiento, que le había sido comunicado anteriormente. Esta segunda operación requiere pues todavía para verificarse un nuevo intervalo de tiempo que sería exactamente igual al primero, si pudieran suponerse absolutamente semejantes todas las circunstancias físicas y mecánicas. Luego que ha terminado, la paleta superior P se encuentra restituida a su posición primitiva delante del diente superior R, lo cual reproduce las circunstancias primordiales del movimiento de que resulta una nueva alternativa de oscilaciones del volante BB semejante a la primera que habíamos descrito; y el mismo efecto se repite sin interrupción hasta que el peso motor M haya tocado en tierra, o que la cuerda que le suspende del cilindro esté totalmente desenrollada.

142. Sin duda que es muy imperfecto todavía este mecanismo. La tosquedad de las piezas que le componen, su pesadez, su volumen comparativo, y la extensión así como la energía de los contactos de que las mismas han menester, deben motivar frotamientos considerables que no pueden permanecer constantes. Los brazos del volante deben cambiar de longitud según las diferentes temperaturas que se les comunican por el medio ambiente; y merced a estos cambios, no sólo su masa propia, sino también los pesos adicionales que se atan a ella, serán sucesivamente transportados a diferentes distancias del eje de rotación vertical, lo que modificará el momento de inercia del regulador, al propio tiempo que variarán las resistencias opuestas por los frotamientos. Resulta de todo esto que las intermitencias efectuadas en el descenso del peso motor no tendrán lugar por fases exactamente semejantes; y que así su consumación sucesiva no podrá ofrecer una unidad de tiempo uniformemente continuada. Pero lo que es preciso ver y notar en este aparato es; primeramente, su composición con materias completamente sólidas que lo hace menos alterable que cualquiera otro sistema mecánico de que formasen parte los líquidos, y después, su principio fundamental que consiste en transformar el descenso continuo de un peso motor en una sucesión de caídas intermitentes, limitadas periódicamente en su amplitud por la intervención de un regulador constante. Los descubrimientos de Galileo sobre las leyes que regulan las caídas de los cuerpos y la aplicación que de ellas hizo Huyghens a los relojes completaron la realización de esta idea, introduciendo como regulador un sistema sólido movible que tuviese por sí mismo las condiciones de isocronismo que debía comunicar a las intermitencias de caída del peso motor.

143. Cuando se suspende un cuerpo pesado del extremo inferior de un hilo tirante fijado por el otro extremo, este hilo toma naturalmente la dirección vertical, y el cuerpo se sitúa en el punto más bajo. Si se le aparta algo de esta posición, propende a volver a ella en virtud de su pesadez; por último, si se le abandona a sí mismo, oscila de una parte y otra de la vertical; y por una propiedad sobremanera notable, cuando sus oscilaciones tienen una amplitud muy pequeña, son todas isócronas entre sí, es decir, de igual duración. Su paridad hijo este concepto subsiste todavía, aunque la resistencia opuesta por el aire ambiente al movimiento del cuerpo disminuya continuamente el arco total que recorre y acabe por no dejarle más que una extensión insensible. Pero con tal que este arco variable sea muy reducido, como lo suponemos, la duración de la semioscilación descendente se aumenta por la resistencia del medio tanto como se disminuye la de la semioscilación ascendente que le sucede; lo cual restablece en suma el isocronismo de la oscilación total, como si se hubiese en un vacío constante en que su amplitud se hubiera mantenido constante.

Esta propiedad no es sólo un resultado de la experiencia, sino que se prueba rigorosamente por el cálculo34. Lo propio sucede con las pequeñas oscilaciones de un cuerpo de una figura cualquiera, atado al extremo de una vara de forma invariable. Cuerpos suspensos de este modo, y puestos de tal forma en movimiento, se llaman péndulos. La duración absoluta de las oscilaciones depende de la figura del cuerpo suspendido, de su magnitud, de su masa y del largo de la vara. Mas los geómetras han encontrado métodos para reducir todos los casos al de un péndulo en que la masa de la vara fuese nula con relación a la del cuerpo considerado como un punto infinitamente denso. Este péndulo ideal se llama péndulo simple. Los demás son péndulos compuestos.

Cuando se han observado las oscilaciones de un péndulo compuesto, puede inferirse la longitud del péndulo simple que haría las suyas en el mismo tiempo. De este modo nunca se tienen que comparar más que péndulos simples de diferentes longitudes, y el cálculo hace conocer además en virtud de éstas la duración de las oscilaciones35.

144. Estas oscilaciones regulares son muy propias para sustituir el movimiento alternativo del volante en los relojes de ruedas, que poseen por sí mismas el principio del isocronismo en vez de recibirle del motor. Para usarlas como fenómeno regulador, se hace que el péndulo lleve las paletas de escape, u otros medios de parada análogos, los cuales al fin de cada oscilación van a encontrar los dientes de la rueda vertical que el motor propende a hacer girar. Entonces el movimiento de esta rueda, y por consiguiente la marcha de todas las otras que conduce por engranajes, se conforma con la del péndulo. Un diente se escapa a cada oscilación, y como todas ellas son iguales en duración, los pasos de la rueda conductora son perfectamente uniformes. Así es que hoy no se usa ya para las observaciones sino de relojes de péndulo, que vulgarmente se llaman péndolas del nombre de la pieza que produce su regularidad.

En estos instrumentos el péndulo se compone ordinariamente de una vara metálica por bajo de la cual se ata fijamente un lente también metálico, y formado ordinariamente por dos segmentos de esfera. Se hace este lente muy pesado para que pierda menos de su movimiento por la resistencia del aire, y también para aproximarse al caso del péndulo simple en que se supone que la vara no tiene ninguna pesadez. La acción misma del peso motor, transmitida convenientemente al sistema de escape que lleva el péndulo, repara a cada oscilación el decrecimiento de amplitud que propende a comunicarle la resistencia del aire, y mantiene así la igualdad en los arcos que describe, lo que asegura con mayor rigor todavía el isocronismo de las oscilaciones haciendo a sus fases sucesivas idénticas entre sí.

145. La vara metálica que lleva el lente está sujeta a dilatarse y a encogerse por las variaciones de la temperatura. Entonces la duración de las oscilaciones del péndulo viene a ser distinta. Porque en los péndulos simples de longitud desigual los tiempos de las oscilaciones muy pequeñas son entre sí como las raíces cuadradas de las longitudes; y cuando varían las dimensiones de uno compuesto, esta proporción se traslada al péndulo simple que le es equivalente. Nacerían de aquí continuas variaciones en la marcha del reloj, si no se hubiese encontrado medio de corregir este inconveniente. Esto es lo que se consigue por medio de diferentes mecanismos que se aplican a la vara del péndulo y se reducen en último análisis a trasladar arriba una parte de la masa total del sistema cuando la vara se alarga, y abajo cuando se acorta; de tal modo y en tal proporción, que estos efectos contrarios se compensan exactamente. Estos aparatos, cuya descripción circunstanciada pertenece a la mecánica física, se llaman compensadores, y se tiene cuidado de ponerlos en todos los relojes destinados a observaciones exactas. Si con todo se encontrase uno en la precisión de usar alguno que no le tuviera, podría suplirse su falta observando con mucho cuidado la variación de la temperatura, y corrigiendo por el cálculo los efectos de ellas. La mecánica da para este objeto métodos que se encontrarán en los tratados de esta ciencia; y que no nos corresponde exponer.

146. Para evitar el embarazo de contar una por una todas las oscilaciones, lo cual no dejaría de acarrear frecuentes errores, algunas de las ruedas del reloj tienen agujas que, moviéndose con ellas y en igual cantidad a cada oscilación, señalan en un cuadrante dividido el número de las que se han verificado.

Los relojes son sexagesimales o decimales, según la división de su cuadrante. En los sexagesimales una de las agujas da la vuelta entera al cuadrante en 60 oscilaciones, y se la llama aguja de los segundos. La reunión de sesenta oscilaciones o segundos forma lo que se llama un minuto. Hay igualmente una aguja de los minutos, la cual da un paso en el cuadrante mientras que la de los segundos da la vuelta entera. Por último, la reunión de 60 minutos forma lo que se llama una hora. Hay asimismo una aguja de las horas que da un paso en el cuadrante mientras que la de los minutos da toda la vuelta. La hora sexagesimal contiene de este modo 3,600 segundos. Las horas, minutos y segundos, se designan al escribirlos por los caracteres h, m, s, colocados en forma de exponente a la derecha del número que los expresa como se figura aquí. Compréndese por lo demás que estas denominaciones son completamente arbitrarias; y que no indican medidas absolutas de tiempo sino relativas a la duración de las oscilaciones del péndulo que hace marchar al reloj, y la cual es diferente según la longitud del péndulo. No obstante los hábitos nacidos de nuestras necesidades han introducido en esta materia usos generales de que se prescinde pocas veces. Los relojes sexagesimales se arreglan siempre de modo que marquen poco más o menos 24 horas en el intervalo de un día y de una noche. Las horas entonces llegan a ser período de tiempo comunes a toda la sociedad, y en relación con sus necesidades y trabajos.

La introducción tan ventajosa del sistema decimal en todas las medidas ha dado origen a los relojes decimales. En ellos el intervalo todo de un día y de una noche se divide en 10 horas, la hora en 100´, y el minuto en 100´´. Hay igualmente una aguja para cada uno de estos sistemas de división, y las del cuadrante les son conformes. Se ve, pues, que 10 horas decimales corresponden a 24 sexagesimales, y generalmente es muy fácil convertir un número cualquiera de horas, minutos y segundos de una de estas divisiones en la otra.

147. Supongamos que se tengan dos relojes astronómicos A y B de péndulo compensado, ejecutados con toda la perfección que hoy se les da. No nos cuidemos de los pormenores de su mecanismo; estimemos sólo su marcha por el golpe seco e instantáneo, pero periódico, que hacen oír a cada oscilación de su péndulo. Este sonido se produce por el choque que la paleta o en general la pieza de escape del péndulo tiene con el diente de la rueda conductora que encuentra al fin de cada oscilación. Es lo que se llama las pulsaciones del reloj. El intervalo de tiempo que las separa debe ser igual para el sentido del oído, cuando el reloj está bien arreglado. Empero si se halla entre estos intervalos una desigualdad sensible que proviniese de que la acción del escape no es exactamente simétrica de una y otra parte de la vertical, un movimiento de tornillo sujeto a la voluntad del observador da el medio de destruirla y de hacer sensiblemente iguales a los intervalos de las pulsaciones. Dentro de poco diremos en qué consiste este procedimiento, y el modo como opera. Por ahora le tomamos como un hecho. No obstante, a fin de que la apreciación que vamos a hacer, sea independiente del leve resto de desigualdad que no estimara el oído, supondremos que se compara a cada reloj consigo mismo por la vuelta de una pulsación del mismo sentido, lo que indicará el correspondiente del movimiento de su lente.

Sentado esto, fijemos nuestros dos relojes A y B en las sólidas paredes de una misma sala colocándolos bastante distantes entre sí para que las vibraciones comunicadas por cada cual a las masas circunvecinas, no se transmitan de uno a otro con bastante energía para modificar sensiblemente sus marchas respectivas y sin embargo bastante próximos para que el observador colocado entre ellos pueda oír desde este sitio la sucesión de las pulsaciones de ambos. Si los escucha con atención, reconocerá que hay épocas en que le llegan simultáneamente de un modo sensible. Pero a menos de que los dos relojes no tuvieren una marcha rigorosamente semejante, lo cual sería una rarísima casualidad, no se sostendrá esta simultaneidad de percepción; y las pulsaciones al perder su coincidencia, se separarán con tanta mayor prontitud, cuanto más se diferencien entre sí las marchas respectivas de los dos relojes. Para más sencillez admitiremos que estos dos relojes han sido fabricados con la intención de que su marcha fuese poco más o menos semejante, lo que supone que los péndulos compuestos que se les aplican han sido construidos tan aproximadamente como era dado equivalentes a un mismo péndulo simple. Entonces cada vez que sus pulsaciones se encuentran coincidiendo sensiblemente, tardarán algún tiempo en separarse, y se hará esta separación tan lenta como se quiera, bajando un poco el lente del péndulo que va más aprisa, o subiendo un tanto la del que va más despacio. Todos los relojes astronómicos llevan bajo su lente un tornillo de movimiento anejo a la vara del péndulo, y que sirve para producir a arbitrio uno u otro efecto.

Habiéndose hecho así más duradera la concordancia de las pulsaciones, esperemos una época de coincidencia y anotemos en este instante la hora, el minuto y el segundo señalados por cada reloj sobre su respectivo cuadrante. Para fijar las ideas, supondremos estos cuadrantes sexagesimales, y convertiremos todos los intervalos de tiempo medidos por las agujas en segundos de la división del reloj; es decir, en números de oscilaciones simples. Poco a poco las pulsaciones se separarán, y después de que haya pasado un cierto número de ellas, empezarán otra vez a ponerse acordes. Pero dejemos pasar esta segunda coincidencia sin anotarla, porque ha tenido lugar entre contactos de piezas de escape diferentes de los que primero se compararon. Aguardemos, pues, a que las pulsaciones se separen de nuevo, y que luego hayan vuelto a una tercer coincidencia, que será en tal caso de la misma naturaleza que la primitiva, y anotemos las nuevas indicaciones de las agujas en estos instantes. Entonces aquel que anda relativamente más aprisa, B por ejemplo, habrá ganado dos oscilaciones sobre el otro de molo que si A hace N, B habrá hecho N+2. En su virtud si sus respectivas marchas son individualmente uniformes, aunque diferentes, cuando A haya efectuado 86,400 oscilaciones compuestas de 24 horas cada una, B deberá haber ejecutado proporcionalmente 86,400 (N+2)/N o 86400+2.864000/N. En breve vamos a comprobar si es así; pero antes es preciso estimar la extensión del error que puede envolver individualmente semejante estimación.

Para esto, y habiéndonos permitido el movimiento de tornillo de los lentes alejar las coincidencias tanto como lo consideremos conveniente, supongamos, como ejemplo, que su intervalo haya venido a comprender 2 horas de A, lo cual dará N=7200. Entonces el término 2.86400/N será igual a 24. Es decir que, a juzgar por esta sola prueba, mientras A efectúe 86400 oscilaciones comprensivas de 24 de sus horas, B deberá efectuar 86424, y señalar en su consecuencia 24 segundos más de 24 horas en su respectivo cuadrante.

El solo error que pudiera afectar a esta deducción resultaría de las inexactitudes que habrían podido cometerse al estimar las épocas precisas de las dos coincidencias, cuyo intervalo da el divisor N. Efectivamente, cuando se establece la simultaneidad de las pulsaciones, parece que la misma persiste sin diferencia apreciable durante cierto número de oscilaciones que para un oído ejercitado ascendería tal vez a lo más a 40 en el ejemplo que hemos escogido. Así pues se juzgaría sólo con certidumbre que al principio de este intervalo las pulsaciones no estaban enteramente acordes, y que han dejado por último de estarlo. Coloquemos la época precisa en medio de estos extremos y operando del mismo modo respecto de las dos coincidencias consecutivas, admitamos que pueda sobrevenir un error final de 20 unidades en el cálculo del mismo N. Será en tal caso el I/360 de su valor; por lo que el error que resultaría de aquí en el cociente 24 sería una fracción proporcional, es decir, 24/365 ó I/15 de oscilación solamente, que es en lo que se engañaría uno sobre el cálculo del número total de ellas ejecutado por B en 24 horas de A. Vese con esto cuanta exactitud encierra este medio de comparación.

Reconocido esto, continuemos siguiendo nuestros dos relojes, y repitamos el propio cálculo al cabo de cada par de coincidencias de la misma naturaleza que se sucedan ulteriormente. Si los dos relojes están bien construidos, los valores parciales del término correctivo 2.864000/N resultarán ambos iguales, o a lo menos no se encontrarán en ellos más que leves diferencias accidentales, cuyo signo nada tendrá de regular, como deben ocasionarlas naturalmente los errores parciales que no se pueden evitar al estimar experimentalmente los intervalos N. De aquí habrá de inferirse que durante toda la duración de estas pruebas los dos relojes A y B han ejecutado oscilaciones en números siempre proporcionales entre sí, en igual intervalo de tiempo absoluto, fijado por fenómenos simultáneos en sus dos límites; de modo que en dicho intervalo sus marchas han sido constantes relativamente una a otra.

Del propio modo que se ha comparado así el reloj A con el reloj B, puede compararse a A con cualquiera otro C,D,E... que se hubiese construido para tener una marcha poco más o menos semejante. Si los mismos están ejecutados con toda la perfección que hoy se sabe dar a estos instrumentos, estas pruebas conducirán siempre a una consecuencia parecida, a saber: que sus marchas respectivas, aunque diversas, ofrecen una proporcionalidad invariable entre los números de oscilaciones que ejecuten en tiempos iguales. Esta constancia relativa de movimientos periódicos, mantenida entre un número cualquiera de aparatos y para intervalos de tiempo cualesquiera, no puede existir sino admitiendo, que cada movimiento llena la continua serie de sus períodos según fases idénticamente repetidas en cada una de ellas; lo cual los caracteriza como otros tantos fenómenos propios para servir de unidad constante de tiempo. Se podrá pues emplearlos legítimamente en semejante uso hasta que su aplicación haga reconocer la periodicidad tanto o más exacta de algún fenómeno natural que, pudiendo ser igualmente apercibido desde todos los puntos de la tierra, ofrezca a las observaciones una medida común y una expresión universal del tiempo.

En las pruebas precedentes hemos supuesto para mayor rigor que las comparaciones se establecían entre las pulsaciones que empiezan o terminan una oscilación del mismo sentido. Pero cuando se usa un reloj para fijar la época de un fenómeno instantáneo, no se puede hacer tal distinción; y preciso es referir la observación a la pulsación más próxima a ella valuando por cálculo la fracción de oscilación que se hace menester añadir o quitar para tener la época precisa, lo que enseña a hacer la experiencia con una exactitud sorprendente. Ésta es la porque, habiendo precisión de referir los fenómenos indiferentemente a la una de las pulsaciones o a la otra, segundos trae la casualidad, es menester cuidar mucho de hacer a su intervalo tan aproximadamente igual, que el oído no pueda reconocer en él diferencia alguna; lo que se obtiene por un movimiento de tornillo cuyo efecto explicaré dentro de un momento.

148. A fin de que no ofrezcan ninguna vaguedad las ideas que preceden, presentimos aquí el ejemplo de las dos figuras 53 y 54 que muestran los mecanismos, motor y regulador, de un reloj astronómico construido en los talleres de los señores Breguet. La primera, número 53, presenta primero la rueda dentada que el peso motor propende a hacer girar en el sentido indicado por la flecha curva. Encima de ella se ve el escape de la especie de aquellos que se llaman de áncora, porque el arco metálico E E que le constituye tiene sus dos extremos encorvados como áncoras, que se engranan sucesivamente entre los dientes de la rueda al fin de cada oscilación. Este arco E E está atravesado centralmente por una barra metálica CFC, que forma cuerpo con él y puede girar con el menor frotamiento posible en derredor de un eje horizontal C que le sirve de centro de rotación. Concíbase entonces que el peso motor tienda la cuerda que hace girar a la rueda dentada; y que al mismo tiempo, colocando la mano por bajo de la flecha CF, se le comuniquen alternativamente desvíos muy pequeños de ambos lados de la vertical. Los dos extremos del áncora vendrán sucesivamente a engranarse entre los dientes que les hacen cara. Mas el aparato está dispuesto de tal modo que entre estas dos posiciones extremas, hay una levísima amplitud de curso en que la rueda es totalmente libre. Entonces, cuando viene esta fase del escape, gira la misma obedeciendo a la tracción que la impele, pero se detiene en el momento en que una de las dos áncoras llega a engranarse en ella. No resta ya más que efectuar estas alternativas de libertad y de reposo, en términos que se sucedan al cabo de periodos iguales de tiempo; y esto es lo que hace el péndulo regulador representado en la figura 54 con el sistema de barras metálicas que sirve para compensar los cambios de longitud que propendiesen a comunicarle las variaciones de temperatura. Algunas veces este péndulo lleva en su cabeza un cuchillo de acero pulimentado por el cual se le suspende sobre un plano del mismo metal, horizontalmente fijado delante del centro de rotación C de la figura 53. El que está aquí representado se halla suspendido por una hoja de acero templado con consistencia de resorte flexible, la cual está fijada por arriba en un sólido armazón que se acomoda por gruesos tornillos a la caja del escape. El péndulo así colocado se enlaza con la flecha CF por una tira metálica horizontal, fijada en M perpendicularmente al plano de sus barras compensadoras, cuya tira viene entonces a ingerirse entre las ramas porque está terminada inferiormente la flecha citada. En virtud de esta conexión, el péndulo conduce la tira de escape y le hace seguir su movimiento de oscilación propio; lo que regulariza los encuentros de los dos extremos del áncora con la rueda dentada según el mismo periodo de isocronismo. Y para que este movimiento conserve siempre la misma amplitud no obstante la resistencia del aire, los planos curvos que terminan las áncoras tienen formas, así como posiciones relativas, tales que los dientes las empujan siempre algo al desprenderse, pero sólo lo que es necesario para mantener estas condiciones de igualdad. Cuando la conexión está así establecida entre el motor y el regulador, se aparta un tanto el péndulo de la vertical en que se mantendría en reposo, y se le abandona a sí mismo; después se escuchan las pulsaciones ocasionadas por los choques de las áncoras contra los dientes de la rueda en los instantes sucesivos en que se verifica su ensarte. Si parecen seguirse por internos iguales, se deja continuar el movimiento, y el reloj está pronto para las observaciones; pero si se advierte alguna diferencia, se hace mover un tornillo de movimiento colocado en M que transporta lateralmente la tira de comunicación, lo cual basta para restablecer la igualdad tan aproximadamente como pueden juzgar los sentidos. Cuando se ve que la cuerda que el peso motor se acerca a su entero desenvolvimiento que llegue a él, se la enrolla de nuevo en derredor de la rueda que conduce, lo que se hace por un mecanismo especial para cada reloj; mas siempre este mecanismo poe en acción un peso, o un muelle llamado auxiliar, que alimenta el movimiento mientras que se arma el motor principal. Sólo para esta operación debe abrirse la caja en que está encerrado el reloj y que la resguarda de las agitaciones del aire. Bueno es que la pared interior de esta caja sea de cristal, a fin de que no sólo sea dado la marcha de las agujas, sino también todas las modificaciones accidentales que pudiera experimentar el reloj. Apenas necesitamos añadir que, cuando se establece éste en el sitio en que ha de estar fijado, todas las piezas de que se compone deben disponerse según las direcciones horizontales o verticales que requiera su modo de acción respectiva. Se las ajusta así con plomadas y niveles, y se asegura su estabilidad, así absoluta como relativa, sujetándolas con tornillos de presión. En seguida es preciso tomar todas las precauciones imaginables para que la caja del reloj no reciba choques exteriores que pudieran trastornarle; y hasta se deben evitar los más pequeños movimientos de vibración que pudieran comunicarse al péndulo, por el intermedio de las masas circunvecinas.

149. También debemos dar una idea de los relojes portátiles, llamados con mucha razón cronómetros, es decir medidores de tiempo, cuando están fabricados con un grado de perfección suficiente para hacerlos susceptibles de servir para las observaciones astronómicas. Su isocronismo está fundado en un principio semejante al de los antiguos relojes, cuya aplicación se hace sólo por procedimientos mecánicos diversos para obtener en menos volumen efectos parecidos. El peso motor se sustituye por un resorte de acero templado, llamado el muelle mayor, que se tiende por medio de una llave giratoria que ejerce su tracción sobre una cadena de acero compuesta de anillos muy sutiles. Pero para que esta tracción se mantenga constante a medida que el resorte se desarma, la cadena está arrollada en derredor de un barrilete de forma conoidal al que está fijado interiormente el resorte, de manera que la saca por un brazo de palanca cuya longitud es siempre inversa de su potencia. El regulador es un volante circular atravesado por un eje guarnecido de dos paletas que se engranan alternativamente, en los dientes de una rueda que el resorte trata de hacer girar continuamente. Mas la necesaria pequeñez de esta pieza le daría demasiado poca masa para que su momento de inercia pudiera bastar para balancear la fuerza del muelle mayor. Éste es el motivo porque la secunda y nos atreveríamos a decir, la anima otro resorte mucho más sutil, que por uno de sus extremos está unido a una platina fija y por el otro a un brazo del volante en derredor de cuyo eje se enrolla, lo que le ha hecho dar el nombre de espiral. Cada vez que escapa una de las paletas del engranaje, se arma por tensión o extensión este pequeño resorte; y su fuerza en estos dos casos está calculada de modo que balancea suficientemente la del mayor para determinar alternativamente el engranaje, así como el desprendimiento de las paletas. Este mecanismo se completa por un sin número de artificios de construcción cuyo efecto es hacer a su juego fácil, uniforme y constante bajo todas las indicaciones que se pueden dar al plano del reloj, así como en los diferentes estados de temperatura circundante que puede estar expuesto a compartir. A pesar del arte infinito con que están combinadas todas estas precauciones, los más perfectos cronómetros no tienen nunca tanta regularidad como los relojes de péndulo. Así es que no se las usa en los procedimientos astronómicos, sino cuando no es dado valerse de otros. Por ejemplo, a bordo de los buques, en que el movimiento de la mar hace imposible el establecimiento de un reloj de péndulo, es sobrada dicha tener unos relojes tan perfeccionados. Para este uso se los construye más gruesos que los cronómetros portátiles, lo que facilita más el asegurar la regularidad de su marcha, construyéndolos con igual cuidado, y se los tiene colgados en cajas por medio de un sistema de ejes de rotación cruzados rectangularmente, para que su propio peso mantenga siempre en lo posible el plano de sus ruedas en el estado de horizontalidad entre los vaivenes que experimenta el buque. Estos instrumentos se llaman entonces relojes marinos o guarda-tiempos; porque, cuando han sido comparados, al partir con u reloj de péndulo compensado establecido en tierra, guardan, o a lo menos se considera que indican durante el viaje el tiempo absoluto que marcaría el reloj en el mismo instante físico. Sin embargo, no se confía ciegamente en lo fijo de esta relación, por esmero que el artista haya puesto para lograrlo, y se comprueba la marcha del reloj por observaciones astronómicas en todas las ocasiones en que son practicables, como lo explicaremos posteriormente. Los cronómetros y los guarda-tiempos se comparan entre ellos y con los relojes de péndulo, como éstos entre sí, por las coincidencias de las pulsaciones que su escape hace oír a cada vibración del volante que le sirve de regulador.




ArribaAbajoCapítulo X

Del modo de asociar las indicaciones de los relojes con las de los instrumentos de pasos para estudiar las circunstancias generales del movimiento del cielo


150. El instrumento de pasos se llama así porque sirve para observar los tránsitos simultáneos o sucesivos de los astros por un vertical constante.

* Este vertical es generalmente, según veremos luego, el llamado plano meridiano. Compónese dicho instrumento de un anteojo o telescopio perfectamente asegurado sobre un eje horizontal, cuyos extremos descansan en muñones cilíndricos de igual diámetro que se fijan en muescas hechas en apoyos metálicos y susceptibles además de ajustarse horizontal y verticalmente por medio de tornillos. El primer ajuste tiene por objeto hacer al eje cumplidamente horizontal, lo cual se comprueba con el auxilio de un nivel de aire colocado en aquéllos; el segundo sirve para poner al mismo eje en una dirección muy perpendicular al vertical de los pasos.

* Los muñones deben ser exactamente perpendiculares a la línea central del anteojo, a fin de que la misma describa un plano exactamente vertical durante su rotación. Esta línea central es la que une los centros del objetivo y del ocular36; y se llama línea decolimación, la cual, una vez bien ajustada a ángulos rectos con el eje del instrumento, es claro no saldrá nunca del plano en que se encuentra, cuando el anteojo gire en derredor de su eje.

* En el foco del ocular y perpendicular a la línea de que se trata que no es otra que el eje óptico del anteojo, está colocado un sistema de cinco hilos verticales equidistantes y de otro horizontal que aparecen siempre en el campo de vista; y este sistema recibe un pequeño movimiento horizontal de los tornillos que le ajustan y sirven para hacer coincidir exactamente el hilo vertical del medio con la línea central del anteojo. Estos hilos están iluminados de día por la luz del sol y de noche por una luz dispuesta en un aparato que no podemos explicar ahora, y para lo cual se hacen huecos los muñones.

* Respecto al modo de construir y ajustar este sencillo y curioso instrumento, así como al de tener en cuenta los errores inevitables en su uso, se hará bien en consultar las obras destinadas especialmente a esta parte de la Astronomía práctica. Sólo haremos mención por ahora de una comprobación importante que consiste en trastornar los extremos del eje, o sea, en volverlos hacia puntos encontrados de aquellos a que se dirigen y que en la posición ordinaria del instrumento son los que hemos dado a conocer bajo los nombres de este y oeste. Si después de esta operación continúa dando el instrumento los mismos resultados, es seguro que la línea de colimación del anteojo está realmente a ángulo recto con el eje del aparato de los pasos, y que describe exactamente un plano vertical en los cielos37.

Dada ya una idea general del instrumento de pasos, y suponiendo que sean conocidas las condiciones principales a que es preciso satisfacer a fin de que las observaciones hechas por su medio tengan la exactitud requerida en Astronomía, fáltanos sólo presentar el conjunto de dicho instrumento establecido en su lugar correspondiente, y es el que ofrece la fig. 55, la cual representa de frente y de perfil el plano del construido por el hábil artista Reichemback para el observatorio de Nápoles. Dámosle únicamente por ejemplo, y no como un tipo universal o necesario, pues pueden variarse a lo infinito los pormenores de construcción que realizan su general efecto. En la figura susodicha, tomada de la descripción que se ha publicado de aquel observatorio, se ven las columnas de piedra que sostienen el eje de rotación del instrumento, y los contrapesos adaptados por abrazaderas en derredor de sus muñones para disminuir la presión de su masa, atenuar así la fracción harto grande que ejercería sobre los apoyos, si no fuese contrabalanceada en parte y evitar de este modo un desgaste demasiado temprano. Una barra metálica fijada en el tubo en el sentido de su longitud sirve para prevenir la flexión que pudiera ocasionar el peso del objectivo y un contrapeso, atado a la extremidad de esta barra la más próxima al ocular, sirve para equilibrar las dos mitades del anteojo en derredor del eje de rotación con bastante exactitud para que pueda mantenerse inmóvil en todas las indicaciones que se le den en derredor de la vertical que pasa por su centro. También se ha figurado el nivel que se suspende de los muñones del eje de rotación para establecer o comprobar su horizontalidad; y por último la lámpara lateral que ilumina el campo del micrómetro reflejando su luz sobre un diafragma interior oblicuo al eje longitudinal del instrumento. No se ha adaptado al ocular el pequeño círculo vertical provisto de un nivel que se usa y sirve para traer aproximadamente el anteojo a la distancia zenital del astro cuyo paso requiere observar; pero igual indicación da un círculo dividido cuyo plano está fijado en los apoyos de piedra y cuyo limbo recorre una alidada que lleva el eje de rotación. Este sistema, que se usaba generalmente en otro tiempo, no carece de inconvenientes. Porque si el extremo de la alidada va sobre el limbo, es de temer que la resistencia desenvuelta de este modo influya sobre la dirección del eje que la conduce; y si no toca al limbo, se estima difícilmente con exactitud la proyección de su índice sobre la división del círculo. Así que este círculo lateral tenía otro objeto en la construcción que aquí se representa. El artista le había destinado para dar la exacta medida de las distancias zenitales en el vertical del paso, a fin de poder observar así a la vez su valor angular y la época en que cada una se realizaba. Mas la experiencia no ha confirmado las ventajas que se esperaban de esta asociación; y respecto de los instrumentos astronómicos se ha vuelto a observar el principio general de que sólo se debe exigir de cada uno de ellos una sola fundación determinada y especial, para la cual se tiene entonces toda la libertad de acomodarlos lo más ventajosamente que se pueda. Es preciso, pues, suprimir por el pensamiento el círculo lateral en la figura que presentamos, y sustituirle idealmente por el pequeño círculo de dirección adherido al ocular. Se tendrá entonces un instrumento de pasos exento de toda mezcla, tal como aquel que el hábil artista ha construido también para el observatorio de Nápoles y de que con efecto se hace uso en él. Pero hemos creído deber aprovechar esta ocasión de indicar la tentativa hecha para reunir las observaciones del tiempo y de las distancias zenitales, a fin de disuadir el que se piense en otras como ha sucedido ulteriormente en varios observatorios respecto de diferentes instrumentos fabricados por Reichemback; todo por economía mal entendida.

151. Concibamos pues un instrumento de pasos sólidamente establecido y bien arreglado. Su eje óptico describirá exactamente aquel vertical en cuya dirección se le dirija, cualquiera que sea. Supondremos primeramente hechas las observaciones solamente en el hilo vertical y central de la retícula que coincide con el eje óptico. Después examinaremos el uso de los hilos laterales que se le asocian generalmente.

Entre todos los planos verticales en que puede dirigirse así el eje óptico, escojamos aquel en que todos los astros alcanzan su mayor altura sobre el horizonte, cuando son traídos a él por el movimiento diurno del cielo. Este vertical será el meridiano, según le hemos definido en los capítulos III y IV, en virtud del aspecto solo de las apariencias generales. Entonces dimos medios prácticos de determinar su dirección aproximada en cada punto de la superficie terrestre; bisecando, ya las direcciones azimutales de los puntos de nacimiento y ocaso de un mismo astro fijo, ya las de las sombras solares de igual longitud observadas con el gnomon en las épocas de los solsticios. Suponiendo pues a la línea meridiana del lugar de la observación y aproximadamente determinada por estos procedimientos, coloquemos en ella una mira fija y muy distante, sobre la cual dirigiremos el eje óptico del instrumento; y después de haberle así establecido fijamente, volvámosle hacia el cielo durante una noche clara, observando en seguida los fenómenos de movimiento que se ofrezcan a nuestros ojos a medida que los astros se presenten en el campo del anteojo.

152. Admitamos que estamos en un clima situado al norte del ecuador terrestre, y empecemos por observar a los astros que pasan al sur del zenit. Una estrella entra en el campo de la visión por la derecha; y hacemos mover verticalmente el anteojo para traerla sobre el hilo transversal de la retícula que entonces es horizontal. Sigue la estrella este hilo, y sin dejarle recorre sucesivamente los intervalos de los diferentes hilos paralelos al central, hasta que al cabo de algunos momentos sale del anteojo por la izquierda y hacia el lado opuesto.

Aquí vemos en un momento los efectos del movimiento diurno cuya existencia hemos reconocido de una manera general. La marcha aparente de la estrella de derecha a izquierda en el anteojo indica una marcha real de izquierda a derecha, o de oriente a occidente, porque los anteojos astronómicos invierten los objetos.

Además, la permanencia de la estrella sobre el lado trasversal de la retícula muestra que la dirección de su movimiento era sensiblemente perpendicular al plano vertical que describe el anteojo. Esta dirección es pues, horizontal. Así que, la estrella estaba en punto más alto de su revolución.

Empero no debemos conceder un rigor demasiado absoluto a esta consecuencia. Bastaría que el movimiento del astro fuese casi horizontal para que nos pareciese tal en el pequeño intervalo angular subtendido por el cielo horizontal de la retícula en el campo de la visión al través del instrumento.

Todos los astros situados al sur, y cuyo paso podemos observar de este modo, presentan los propios efectos. El meridiano determinado por el sol es pues el mismo que el de las estrellas; es el plano del mediodía de cada de ellas, por lo menos en cuanto podemos juzgar por estos efectos.

Dirijamos ahora el anteojo del lado del norte hacia las estrellas que no se ponen nunca. Entonces vemos a las unas marchar en el anteojo de izquierda a derecha, las cuales son las más altas: otras van de derecha a izquierda, y son las más bajas. Las primeras marchan pues en realidad de derecha a izquierda, o de oriente a occidente; las últimas de occidente a oriente. He aquí los efectos de su revolución circular; las superiores están en el punto más alto de su curso, las inferiores en el punto más bajo.

Por lo demás, se nota evidentemente una grandísima diferencia en la rapidez de los pasos en general. Las estrellas situadas del lado del sur recorren mucho más aprisa el campo del anteojo; las que se hallan del lado del norte van con mucha más lentitud. Una de ellas particularmente tiene un movimiento tan lento, que, durante el tiempo que tarda en atravesar el campo del anteojo, se puede observar un gran número de pasos de estrellas del lado del sur.

Estas diferencias indican claramente que el movimiento general de los astros se ejecuta al rededor de un eje, uno de cuyos polos de rotación está situado hacia la parte del norte; y esto es también lo que nos había hecho sospechar el aspecto general del cielo.

153. Pero lo que da la medida precisa de estos diversos movimientos, es la admirable invención de los relojes de péndulo. Cuando se observa el paso de un astro, se escucha en silencio las pulsaciones del reloj, y se anota exactamente la hora, el minuto, el segundo y la fracción de segundo en que el astro pasa por cada uno de los hilos.

Cuando estos hilos están todos a igual distancia, y se procura siempre colocarlos así, un término media aritmético entre las épocas observadas da en tiempo del péndulo el instante preciso del paso del astro por el hilo central de la retícula38. Este paso se encuentra entonces determinado por las cinco observaciones con mucha más exactitud que por una sola, porque es siempre probable que uno no se engañe en el mismo sentido respecto de todos los hilos, sino en sentidos diversos; de modo que adicionando los cinco resultados deben muy probablemente destruirse entre sí parte de los errores.

Si las distancias de los hilos no son exactamente iguales, y es muy difícil que no haya en esto alguna leve incertidumbre, el término medio aritmético de las cinco observaciones no se aplicaría al hilo del medio del micrómetro sino al medio verdadero que le estará sumamente próximo. Este medio formará pues como una especie de hilo ideal que será igual para un mismo astro, aunque no exactamente idéntico para todos, a causa de sus desiguales distancias al polo y al zenit. Pero, circunscribiéndose a comparar entre sí los pasos sucesivos de un mismo astro en sus diversas revoluciones diurnas, como vamos ahora a hacerlo, no resultará de ello ningún inconveniente de consideración, mientras no se desarregle la retícula; condición indispensable, y cuyo olvido ocasionaría los mayores errores.

Habiendo así aprendido a combinar las indicaciones del anteojo meridiano con la medida del tiempo por los relojes, reunamos un sistema de observaciones hechas con estos dos instrumentos, y veamos las consecuencias positivas que de ellas podemos sacar.



Anterior Indice Siguiente