Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Capítulo V

De otros discípulos del padre Maestro Ávila de singular santidad. Del padre Esteban de Centenares

     Discurrido hemos largo tiempo por ciudades y villas; visto varios sucesos, conversiones y virtudes grandes. Bien es descansar un rato, retirándonos al yermo, donde en el silencio y soledad se quiete el ánimo, y tome para lo que resta de esta historia algún aliento, considerando las vidas y virtudes de tres grandes solitarios, discípulos del padre Maestro Ávila, que han de dar materia a tres capítulos. Nuevo estilo pedía este sujeto, más esforzado aliento que no el mío; débeseles historia entera, mas un sumario dará noticia breve de sus cosas, mientras que un libro que está próximo a salir la dé cumplida.

     Es el primero el padre Esteban de Centenares, varón ejemplarísimo, muy conocido por su gran santidad en el Andalucía. Fue de los más queridos discípulos del padre Maestro Ávila. Nació por el año de quinientos en Ciudad Rodrigo, del linaje de los Centenares y Pachecos, de la primera nobleza de esta ilustre ciudad. Fue paje del rey don Fernando el Católico; después, con mejor acuerdo, se dedicó a la Iglesia y, siendo canónigo de la iglesia de su patria, se dio a las letras sagradas, que consiguió felizmente en la madre de las ciencias, Salamanca. Lo bizarro del ingenio le inclinó a la Astrología, en que salió eminente. Movido con particular luz del cielo determinó emplear grandes talentos de sabiduría e ingenio, que Nuestro Señor le había dado, en su servicio, y en beneficio de las almas. Dejó su prebenda a un sobrino; acordó pasar a predicar a las Indias. Caminando a ejecutar su intento, halló en Sevilla al padre Maestro Ávila, a quien comunicó y pidió consejo. Díjole el venerable Maestro que en España hallaría dónde ejercitar su celo, que se quietase. Dejó la jornada, y alistóse en la escuela del padre Maestro Ávila. El tiempo que estuvo en su compañía, gozando de su dotrina, no se sabe, más de que, en el discurso largo de su vida, pendió de su dirección, gobernándose en todo por su consejo; su modo de vivir fue raro, y los empleos tan extraordinarios, que por ventura hay pocos ejemplos en la Iglesia semejantes.

     Hecho ya sacerdote, ilustre por la sangre, consumado teólogo, cuando por sus grandes prendas podía aspirar a honorosos puestos, se fue a las almadrabas, do se pescan los atunes, a predicar y enseñar la dotrina a aquella plebezuela de todo punto bárbara, que en multitud grande se ocupa en aquella pesca. Hacíales pláticas, enseñaba la dotrina, instruíales en los principios de la fe católica, haciéndose cura de tanta gente perdida, que no hay quien cuide de sus almas, ni ellos saben si las tienen. Hizo una casa de juncos, fábrica de la pobreza, donde les decía Misa, empleo de un hombre abrasado en el amor divino. Vieron él y un mozo, que le acudía, una víbora cerca de la estancia; procuraron matarla, escondióseles en un pajar que allí estaba; pegáronle fuego; saltó a una choza en que tenía sus libros; perecieron los de Astrología, quedaron libres los teólogos, con que entendió ser voluntad de Dios que dejase aquella ciencia, como lo hizo. Saltaron turcos en tierra; cautivaron mucha de aquella gente; no toparon con el padre Centenares, con estar a la marina; retiróse, por más seguridad, la tierra adentro, y aposentado en una cueva, salía a predicar y hacer pláticas espirituales por los pueblos del condado de Niebla, con un celo y espíritu apostólico. De las almadrabas se vino a las montañas de Don Martín a hacer vida solitaria; edificó una celdilla en un sitio asperísimo, que hoy día permanece, con un hornillo en que cocía su pan; perseveró aquí dos años, donde padeció grandes trabajos, hambres, necesidades; procuró echarle de aquí el demonio, fingiendo grandes temblores de tierra, y aullidos por espantarle.

     Tuvo noticia el santo Centenares, que en Fuenteovejuna, y grande parte de Sierra Morena, y otros despoblados del obispado de Córdoba, habitaban cabreros, colmeneros, cazadores, pastores y otra gente poco menos que bárbara. Abríganse en chozas y cabañas, y otros que entienden en cultivar la tierra, en los cortijos, en casas mal formadas. Padecían notable falta de dotrina y sacramentos, y muchas veces peligraba el del bautismo. Habiendo reconocido el estado de esta gente, entendió que estas necesidades eran las Indias que su Maestro le dijo, y a que le llamaba Dios. Determinó hacer aquí su asiento, teniendo el cultivar estas almas por la empresa de su vocación; discurrió por estos montes y halló algunos muchachos y niñas, de nueve y más años, sin bautizar, y uno de veinte y cinco, con la rusticidad, ignorancia y poca dotrina que pudiera en el Japón. Acudió al obispo de Córdoba; lamentóse que sus visitadores quitaban la lana y no curaban la roña, que aquello pedía gran remedio. Ayudado del Obispo y la Marquesa de Priego, gobernado todo el caso por el santo Maestro Ávila, con quien comunicaba los menores pensamientos, edificó siete iglesias, y otras ermitas distribuidas a competentes distancias, con el Santísimo Sacramento y pilas de bautismo. En éstas puso el padre Maestro Ávila algunos de sus discípulos, hombres de grande espíritu. Decían Misa; acudían las fiestas mucha gente de los montes, confesaban, comulgaban, oían la dotrina con notable fruto de la sierra; ganaron muchas almas con los sacramentos; bautizaban los hijos de aquella gente rústica, todo tan sin interés, que de lo que les daban de limosna repartían a los pobres. Sucedió muchas veces decir: «En tal parte está un cabrero de peligro», y el santo sacerdote con sobrepelliz y estola tomaba el Santísimo Sacramento en una mano, y linterna en otra, muy de ordinario en el mayor rigor de los calores, cantando salmos. Llegando a la cabaña confesaba y comulgaba al enfermo, daba la extremaunción, y sucedió tal vez morir el enfermo al punto. Esta obra tan heroica se debió la mayor parte al padre Maestro Ávila, digna de imitarse en muchas partes de España, que tanto necesita de ella.

     Este género de vida tan raro, y de tan gran merecimiento, abrazó el padre Esteban Centenares, y perseveró en él cuarenta años, juntando con eminencia los dos grados más excelentes de la Iglesia: la vida solitaria y ministerios apostólicos. Vivió como anacoreta recogido en una iglesia en aquella soledad; gastaba la mayor parte del tiempo en oración y contemplación altísima; jamás estaba ocioso, ya en los libros, ya en ejercicios de penitencia, y trabajo de manos. Tenía junto a su estancia un huertecillo, que cultivaba, y, regando con el sudor de su rostro, le daba, con sus verduras, parca y penitente mesa. Alcanzó aquel candor de ánimo, aquella pureza de los antiguos padres del desierto; viéronle muchas veces jugar con las anguilas de los ríos, y los peces venírsele a las manos, y, halagados, los volvía al agua; ninguno se halló burlado, jamás los tomó para el sustento. A un conejillo que le comía su huerto le castigó con unas varas, y riñéndole le dejó ir libre, mandándole no volviese; obedecióle, sin que animal de aquella especie, o otra atravesase sus lindes.

     Predicaba, enseñaba a la gente de aquella serranía, bautizaba los niños, instruíalos en la dotrina cristiana, hacíales pláticas después del ofertorio, con tan gran fervor y espíritu, que le vieron muchas veces levantado del suelo media vara. Las fiestas decía dos Misas, caminando leguas con una sed de almas insaciable; administraba todos los sacramentos a todas horas, con notables riesgos; mas el amor de Dios, y el bien de sus hermanos, le hacía animoso. Yendo un día a decir Misa a otro cortijo, le salió al camino un mastín grande, que le acosó pesadamente; tomó por remedio el asentarse (leyó que lo era en un libro), hizo lo mismo el perro; púsose a rezar en su breviario, y el mastín estuvo quieto; pensando que eran ya amigos, prosiguió su camino, y le tornó a acometer con mayor brío, hasta que vino gente, y le libró del peligro. Lo mismo le sucedió un día de verano, que vinieron a llamarle para que fuese a dar los sacramentos a un enfermo, que estaba muy al cabo; sin reparar en la vehemencia del sol de mediodía, tomó el Santísimo Sacramento, y olio santo, partió a buscar el doliente; salióle al camino un mastín ferocísimo, que andaba con un hato de ovejas; acometióle con tal ímpetu, que, por librar la cabeza, opuso el brazo; tiraba de él con gran furia y coraje por buen espacio; acudieron los pastores, que estaban lejos; divirtieron al mastín; hallaron el brazo sin lesión alguna; adoraron al Señor que llevaba el sacerdote; a él le tuvieron por santo, y el caso por milagroso.

     Sucedió que una noche muy obscura llamaron a deshora a la puerta de la ermita, y, recelando no fuesen ladrones, rehusaba el abrirles; mas, vencido de la porfía de los que llamaban, salió a ellos; halló dos mancebos hermosísimos de rostro, y talle maravilloso, con dos antorchas resplandecientes en las manos; dijéronle tomase el Santísimo Sacramento y se viniese con ellos; fueron acompañando al Señor de cielos y tierra con las luces por aquella soledad y asperezas de aquel monte, como si fuera por un campo llano; lleváronle a la choza de un enfermo; confesóle; diole el Viático; acabó la vida dichosamente. Los dos mancebos le volvieron a la ermita con la luz y guía que le habían llevado; y, después de haber puesto el Santísimo Sacramento en su lugar, saliendo a dar las gracias a los dos mancebos, no los halló, ni rastro de las luces.

     Estando el padre Centenares para escribir este caso al padre Maestro Ávila recibió carta suya, en que le dijo:

           Hermano Centenares, no tiene que dudar, que los mancebos que tal noche le acompañaron eran ángeles de los que asistían al Santísimo Sacramento.

     Tuvo el santo varón revelación divina de este suceso. Así escribe que pasó el padre Martín de Roa, de la Compañía de Jesús, en el libro del Ángel de la Guarda, en el capítulo nono del libro tercero, y en el capítulo quinto del mismo libro refiere que, viniendo otra noche el padre Centenares con su compañero (dicen lo era entonces el padre Alonso de Molina) de ejercitar sus ministerios, bien necesitados ambos de algún refresco y descanso, hallaron puesta la mesa en su celda con pan blanco, una perdiz bien aderezada, y vino generoso, donde en la ocasión no tenía, ni aun dejado prevenida, cosa alguna; quedó la puerta cerrada y llevándose la llave; reconocieron ser beneficio del cielo; comieron con hacimiento de gracias. Con estas demostraciones aprobó Dios los empleos de este sacerdote tan pocas veces vistas en el mundo.

     Ocupado en esta vida tan santa y tan provechosa al prójimo, sucedió vacar el obispado de Ciudad Rodrigo. Sus ciudadanos, que tenían gran noticia de la virtud y empleos del padre Centenares, pidieron al Rey Prudente, se les diese por obispo; vino fácilmente en ello, recibiendo la cédula el santo anacoreta. Agradeció la merced y excusóse, con que estaba criado en la soledad, y entre breñas, y que no apetecía dignidad alguna. Repudióla fácilmente el que había gustado de Dios en la soledad y quietud de aquel desierto; pena juzgó intolerable volver a vivir entre hombres, y en el ruido y bullicio de los pueblos. No dejaba su puesto sino por ir a ver al padre Maestro Ávila, que vivía por este tiempo en Montilla; las cartas eran más frecuentes.

     Superfluo parecerá discurrir por las virtudes de este varón admirable, que, a no ser excelente, mal pudiera perseverar cuarenta años en tan singular modo de vida. Su pobreza, la forzosa en un desierto; su traje, una loba y papirote de paño gordo grosero; su regalo, el que le daba el huerto y las limosnas; rara su abstinencia; finalmente, tuvo todas las virtudes que componen un perfecto anacoreta y un predicador apostólico.

     Coronó nuestro Señor esta vida tan agradable a sus divinos ojos, con un remate felicísimo. Habiendo muerto en San Basilio del Tardón su abad, el padre Mateo de la Fuente (sujeto del elogio que se sigue), los monjes desconsolados pidieron al arzobispo de Sevilla, don Cristóbal de Rojas, que lo había sido de Córdoba, y amaba y estimaba grandemente al santo Centenares, que le mandase fuese a consolarlos. Habitaba en el cortijo de la Posadilla, seis leguas del convento. Envióle carta el Arzobispo, que obedeció el padre; enviaron un monje, que le llevase con secreto. Apenas llegado al monasterio, puso en ejecución unos grandes deseos de morir en religión, pidió el hábito, diéronsele gustosamente, pues honraban con tal nombre su casa. Vistió la cogulla negra, con barba y cabeza más alba que la nieve, comenzó a ser novicio el gran maestro de virtudes, de setenta y siete años, con la candidez, y sinceridad de un niño. Diole nuestro Señor grandes sentimientos de esta misericordia, y así decía con tierno sentimiento: «Gran cosa es acabar el hombre en religión». Admitióle aquella comunidad santa el mes de noviembre del año de mil y quinientos y setenta y siete; diole cuidado antes de profesar, si habían de hacerle perlado; díjole, por consolarle, un monje, con quien lo comunicó: «Mire, padre Centenares, lo que puede hacer es decir en la profesión, que no vino a ser perlado, sino a obedecer»; él le dijo: «No digas más, no digas más; dísteme la vida, dísteme la vida». En que se echa de ver la simplicidad, y candor del cielo, que había en su alma, como si bastara decir aquellas palabras para que no le hiciesen perlado. Andaba rogando a todos pidiesen a Dios no le llevase hasta hacer profesión; hízola el último de noviembre del año de quinientos y setenta y ocho, y a los diez y ocho de mayo del año siguiente de setenta y nueve, le llamó nuestro Señor para el premio de sus trabajos a los setenta y nueve años de su edad. Sin tener calentura ni otra enfermedad murió naturalmente, habiendo dicho tres días antes Misa, y recibido los santos sacramentos con la paz y tranquilidad que había vivido. Los monjes le coronaron de flores; el Señor de los monjes, con la corona inmortal. Dejó opinión de santo; por tal le tiene toda la serranía de Fuenteovejuna, que cuentan casos maravillosos, obrados por este santo varón, y raros ejemplos de virtudes.



ArribaAbajo

Capítulo VI

Resumen de la vida del padre Mateo de la Fuente, discípulo del padre Maestro Ávila

     Síguese un raro ejemplo de santidad de nuestros tiempos, que renovó los siglos de oro antiguos, que vieron poblados los desiertos de hombres de santidad incomparable, que en la miserable condición humana fueron émulos de la naturaleza de los ángeles, en la pureza de vida, continuo trato con Dios, en los cantares dulces de sus alabanzas. Este fue el venerable padre Mateo de la Fuente, que en la profesión de vida fue imitador de los Antonios y Paulos, varón verdaderamente grande, que, guiado por el magisterio del padre Maestro Ávila, llegó al grado de santidad heroica, y mostró cuán universal fue la sabiduría del venerable Maestro en todos los propósitos de vida, en todas las sendas de perfección que hay en la Iglesia, cuán diestro cooperador del Espíritu divino en el camino por donde lleva a las almas.

     Nació este santo varón por el año de mil y quinientos y veinte y cuatro en un lugarejo cerca de Tomejón, Arzobispado de Toledo, su nombre Alminuete; de sus padres, Pedro Diego y María de la Fuente, humildes como el lugar, cristianos viejos, y, lo que importa más, buenos cristianos. Criáronle como tales. Mozo ya de buenas inclinaciones y costumbres, fue a estudiar a Salamanca, supo bien Gramática, Lógica y Filosofía, que, con virtud se aprende fácilmente; a que le amaneció una luz grande, que muestra el camino de la virtud y mueve eficazmente a seguirle. Vivía en soledad cerca de Salamanca un ermitaño ejemplar, que se sustentaba del trabajo de sus manos; baste ésta por seña de su gran virtud. Trabó Mateo amistad con este siervo de Dios; estuvo algún tiempo en su compañía; practicaba los ejercicios mesmos que vía en el ermitaño; inclinóse poderosamente a la vida solitaria, a que le llamaba Nuestro Señor con una vocación muy descubierta. Por no satisfacerle este buen hombre a algunas dudas que le proponía, volvió a Salamanca, donde las comunicó con el padre fray Domingo de Soto, de la orden de Santo Domingo, catedrático de Prima jubilado, oráculo de su edad, admiración de las que le sucedieron. Trató a nuestro estudiante, descubrió el fondo de su virtud, y, de las muestras que daba, coligió lo mucho que había de ser en lo adelante; amóle tiernamente, pagóse de su bondad, aprobó sus deseos, animóle a seguirlos; gustara el padre Maestro tenerle en su compañía en un retiro que premeditaba, que en varones tan grandes puédense desear, ejecutar difícilmente, cuando tira por ellos el bien común y beneficio de las almas. Del trato de estos dos varones, el uno santo, y el otro santo y docto, sacó por conclusión cierta Mateo, que la verdadera sabiduría consiste en buscar a Dios con veras, dejar todas las cosas de la vida, facultad que se enseña (siendo Dios el maestro) en los desiertos, con el trabajo de manos, oración, mortificación y penitencia. Y así resolvió seguir este camino arduo y dificultoso. Leyó mucho en las vidas de los santos solitarios, meditaba sus virtudes, determinó praticarlas. Tuvo noticia que en las sierras de Baeza hacían vida en soledad unos ermitaños; partió en su busca desde Salamanca, con sólo una Biblia pequeña, y la Vida de los Padres; pidióles le recibiesen en su compañía; no duró mucho en ella; desagradóle el no trabajar de manos; pedían limosna, con que la oración ni el recogimiento era tanto como él deseaba. Entróse por aquellas montañas, deseoso de aprender algún oficio, con que sustentarse. Deparóle Dios un hombre que andaba cortando mimbres para labrar cestas; contentóle el oficio, aprendióle con brevedad, con que se prometió poder imitar aquellos antiguos anacoretas, que se sustentaban con la industria de sus manos; detúvose en aquellas soledades, con distancia moderada de poblado, para oír Misa las fiestas; su ejercicio, orar, leer en su Biblia, meditar las vidas de los Padres, hacer sus cestas; con su precio compraba un poco de pan y unas cebollas; la cama, el suelo duro do le tomaba la noche, o en una cueva, o arrimado [a] alguna mata del monte. En una vida tan penitente y santa andaba lleno de recelos, si iba errado, si le movía el espíritu de Dios, o el propio gusto, que en todo puede buscarse el hombre; y, si se busca, perderse (¡oh miserable condición humana!). Llegó a su noticia en este tiempo el gran nombre del padre Maestro Ávila, su destreza en discernir espíritus, su magisterio en gobernar las almas; fuele a buscar a Montilla, echóse a sus pies, pidió le oyese de confesión generalmente, diole cuenta de su alma, hasta el menor movimiento. Conoció el gran ministro de Dios las grandes prendas que el cielo atesoraba en este mozo, y los grandes bienes para que le escogía; aprobó su vocación, recibióle por hijo con una afición y amor ternísimo. El ermitaño Mateo veneró al varón de Dios, y en sus palabras, la asistencia del espíritu divino en su pecho santo, y docto; tomóle por maestro y padre espiritual, con tan grande afición y rendimiento que, lo que duró la vida del santo Maestro Ávila, no dio paso, ni hizo cosa alguna sin su orden y consejo. Diole a conocer el padre Maestro Ávila a los Marqueses de Priego y otras personas devotas, que le ayudaron y estimaron todo el discurso de su vida. Muy consolado se despidió Mateo del padre Maestro Ávila; volvió a su soledad, fuese a la Albaida de Córdoba, donde en una cueva pasaba como un ángel, habitando en el cielo con la mejor parte del hombre; oía Misa en el convento del Arrizafa; venía a la ciudad a vender sus cestillas y otras cosas que labraba; sustentábase con lo que sacaba de ello, sin pedir jamás limosna. No pudo estar encubierto mucho tiempo esta virtud; ganóle tanto aplauso y estimación en Córdoba, que le obligó a desamparar el puesto; pasó a las montañas de Don Martín: están en Sierra Morena, en término de Hornachuelos, sitio de notable aspereza; pasa por lo profundo de un valle Bembejar, río de nombre, teniendo a un lado y a otro tan gran altura de riscos que se descuellan media legua en alto de camino. La aspereza de peñascos, la maleza de los montes impiden el paso humano; danle apenas a las fieras. En esta profundidad, poca distancia del río, halló una celdilla, que había habitado dos años el padre Esteban Centenares, que hoy aún dura; comenzó en esta horrible soledad a hacer vida tan penitente y áspera, cual la describe el gran padre de la Iglesia san Jerónimo de su amigo Bonoso; tal la de nuestro Mateo. Goce de aquella elocuencia, pues no puede la mía engrandecer sus virtudes. Habla el santo con Rufino; dice así:

           Tu Bonoso, digo mío, y para decir la verdad, de ambos, sube ya la mística escala en el sueño de Jacob prevista. Ya lleva su cruz, ya no cuida lo que será del mañana, ni vuelve a mirar atrás. Siembra en lágrimas para coger en gozo, y con el sacramento de Moisén, suspende la serpiente en el desierto. Cedan a esta verdad cuantos portentos con mentira han fingido plumas griegas y romanas. Veis aquí un mancebo enseñado en nuestra compañía, en las honestas artes del siglo, que gozaba riquezas en abundancia, y estimación grande entre sus iguales; despreciada su madre y sus hermanas, y un hermano amantísimo, como un nuevo cultivador del paraíso, habita en una isla, náufrago en el mar, batida por todas partes con los horribles bramidos de las olas, donde los riscos ásperos, los peñascos pelados, la soledad espantosa, ponen terror. No alcanza allí gente que cultive el campo, ni monje alguno; ni el pequeño Ormésimo, que tú conoces, a quien trataba con amistad de hermano, en tan dilatada soledad le es compañero. Solitario, mas no solo, porque acompañado de Cristo, ve allí la gloria de Dios, la cual aun los apóstoles, si no es en el desierto, aun no habían visto. No alcanza a ver las ciudades torreadas, mas hase avecindado en la nueva ciudad. Están sus miembros deshechos con el horrible saco, mas así será mejor arrebatado a las nubes, saliendo a Cristo al encuentro. No goza de la amenidad de las artificiosas fuentes, mas bebe del costado del Señor agua de vida. Propóngase el suceso ante los ojos, ¡oh amigo dulcísimo! Entrégate atento con todo el ánimo, con todo el entendimiento a la representación de lo que pasa; podrás entonces celebrar la vitoria, cuando hubieres conocido el trabajo del que así pelea. En contorno a toda la isla brama furioso el mar, y, hiriendo en los peñascos cóncavos de los montes, resurte con mayor estruendo. No reverdece aquí el sitio con hierba, o flores, ni el campo en la primavera se teje de espesuras, que hagan sombras. Las quebradas peñas forman con su horror, como una cerrada cárcel. Él empero, seguro, intrépido, y todo armado con la doctrina del Apóstol, ya oye a Dios mientras lee las divinas Escrituras, ya habla con Dios mientras ora, y por ventura, a semejanza de Juan, algo ve mientras mora en aquella isla. ¿Qué lazos, piensas, no le arma el demonio? ¿Qué asechanzas, imaginas, no le pone? Quizá, no olvidado de la antigua astucia, procura persuadirle le ha de acabar la hambre; mas ya se le respondió: No en sólo pan vive el hombre. Propornále por ventura riquezas y gloria humana; mas dirásele: «Los que desean ser ricos caen en el lazo y tentación del diablo, y también para mí toda mi gloria está en Cristo». Combati[r]á los miembros quebrantados con ayunos, con enfermedades largas, mas rebatirásele con el dicho del Apóstol: Cuando estoy enfermo, entonces soy más fuerte, y la virtud en la enfermedad se perficiona. Amenazarále con la muerte, mas oirá: Deseo verme desatado de este cuerpo, y estar con Cristo. Vibrará dardos ardientes, mas repararánse con el escudo de la fe; y, para no acumular más cosas, combatirále Satanás, defenderále Cristo.

     Hasta aquí el Doctor Máximo a nuestro intento. Tal fue la vida y peleas del hermano Mateo de la Fuente. Su vestido, un saco de jerga, que le curtía las carnes, de color de ceniza; un escapulario y capilla pardo, también de jerga; para algún abrigo, aforró la capilla de pellejo crudo de becerro; descalzo de pie y pierna. Estaba todo el día en la presencia de Dios, en oración y contemplación continua, de la que hace sabrosa tan áspera soledad. Iba a Misa las fiestas, confesaba y comulgaba, costábale seis leguas de camino ida y vuelta, y en ayunas, en que padeció grandes aprietos y aflicciones; trabajaba de manos, y, teniendo acabada mucha labor, la llevaba a vender un hombre de Hornachuelos; traíale un poco de harina de cebada o trigo, sal, vinagre, cebollas, raras veces aceite; era el mayor regalo. Fueron grandes y continuas las batallas con los demonios; consultaba cuanto le pasaba con el padre Maestro Ávila, y de todos los combates del enemigo alcanzaba vitorias gloriosísimas; despertábale el demonio a la media noche puntualmente, para que se levantase a maitines, llamándole por su nombre: «Mateo, Mateo», a fin de ensoberbecerle; estaba quedo y dormía, que no se ha de hacer el bien, si le aconseja el demonio. Hurtóle el breviario en que rezaba las horas; registró la Biblia, valíase de ella, hasta que tuvo otro. En esta vida tan ardua, tan superior a las fuerzas del hombre, en estos trances tan fuertes, le ayudaba el arcángel san Miguel, de quien fue devotísimo. Muchos ermitaños desearon dársele por discípulos; no quiso admitir alguno, teniéndose por insuficiente para gobernar a otros. Yendo por este tiempo a comunicar su espíritu con el padre Maestro Ávila, único refugio suyo, le pidió llevase consigo al hermano Diego Vidal, hombre de mucho espíritu, que tenía en casa; obedecióle; habitaron algún tiempo junto al río; una creciente hizo inhabitable la estancia; retiráronse cerca de una ermita de Nuestra Señora de la Sierra; hallaron unas cuevas, que hicieron su habitación. Aquí le persuadió el ermitaño Diego Vidal, como diremos en su elogio, que recibiese ermitaños, y consultándolo con el padre Maestro Ávila, le ordenó los admitiese. Por ser este sitio, para este intento, corto, subieron a la cumbre de la Sierra Morena, donde al pie de un cerro altísimo que, por abundar de cardos, le llamaron el Cardón (hoy el Tardón, mudándole una letra), halló una extendida llanura, mas vestida de un asperísimo monte, espeso de encinas y malezas y alcornoques, que nacen entre las peñas; tierra seca, inculta y áspera, que forman una extendida soledad, que, abrasada con los ardores del sol, espantosa morada es a los monjes. Comenzóse a poblar este desierto de hombres santísimos; en poco tiempo llegaron a cuarenta, sin muchos a quien echó del yermo el excesivo rigor. Vivían en unas chozas, o celdillas; formábanse de unas tapias cubiertas de jaras, y de corchas; un corcho servía de puerta, otro de cama; pendía, junto a la celda, una campanilla de la primer encina, o alcornoque; tocábanla todos a la media noche, para dar a esta hora principio a las alabanzas de Dios, si es que cesaban. Cada uno trabajaba para sí; con eso se sustentaba. Comenzaron a desbastar la tierra; labraba cada cual su pegujar; cogían trigo, regado con su sudor, beneficiado con su hazada. Edificaron una iglesia con licencia del Obispo, donde oían Misa, muy semejante a las celdas: la bóveda de corchos; las paredes de tierra sobre piedras informes; el cáliz y demás ornamentos no valían cien reales; el retablo, un lienzo al temple de san Miguel patrón del yermo; arrodillado ante él, el padre Mateo. Gobernaba este santo varón sus ermitaños con gran cuidado, ayudábales en todas sus necesidades, hacíales pláticas espirituales, era en todo solícito y piadoso padre. Dioles regla breve y compendiosa: Perseveren los monjes en oración sin intermisión, coman el pan en el sudor de su rostro, quien no trabaja no coma. Dio la obediencia a don Cristóbal de Rojas, obispo de Córdoba, y él le dio potestad sobre los ermitaños. Advirtió el padre Diego Vidal al Obispo que el padre Mateo sabía suficientemente para ser sacerdote, cosa que no había entendido de un trato muy continuo, tal fue su mortificación; ordenóle y dio licencia para confesar, vista su suficiencia. En este desierto vivió ocho años, en la disciplina eremítica del venerable Mateo, el padre Mariano de San Benito y el padre fray Juan de la Miseria, que después, descalzos carmelitas, fue el primero una gran columna de su religión, el otro un raro ejemplo de santidad; hace mención de este desierto santa Teresa virgen, en el capítulo diez y seis del libro de Las fundaciones, y hablando del padre Mariano dice:

           Por estas y otras virtudes (que es hombre limpio y casto, y enemigo de tratar con mujeres) debía merecer con Nuestro Señor que le diese luz de lo que era el mundo, para procurar apartarse de él, y así comenzó a pensar en qué orden tomaría, y intentando las unas y las otras, en toda debía de hallar inconvenientes para su condición, según me dijo. Supo que cerca de Sevilla estaban juntos unos ermitaños en un desierto, que llaman el Tardón, teniendo un hombre muy santo por mayor, que llaman el padre Mateo; tenía cada uno su celda aparte, sin decir oficio divino, sino un oratorio, donde se juntaban a Misa; ni tenían renta ni querían recibir limosna, ni la recibían, sino de la labor de sus manos se mantenían; y cada uno comía por sí, harto pobremente. Parecióme cuando lo oí el retrato de nuestros santos padres; en esta manera de vivir estuvo ocho años.

     Hasta aquí santa Teresa. Bastantemente queda acreditado este desierto. Llegó el olor de este vergel del cielo a recrear el ánimo del santísimo Pío Quinto. Diole noticia de él un general de la Orden de santo Domingo; dio gracias a Dios, que en su tiempo tuviese la Iglesia lo que en los pasados la Tebaida y Egipto. En esta sazón despachó en breve, para que todos los ermitaños, que estuviesen sujetos a perlados, eligiesen una regla de religión aprobada y se redujesen a conventos. Al punto el padre Mateo lo puso en ejecución: y él y sus ermitaños eligieron la regla de san Basilio; fundóse el venerable convento del Tardón. Juntaron la vida eremítica a la conventual, conservándose la pobreza y rigor que antes había. De estas pobres celdillas salió la sagrada religión del gran doctor y padre de los monjes, san Basilio, restituida a su primer rigor por el padre Mateo de la Fuente y sus ermitaños. Traza ordinaria de Dios, de pequeños principios levantar fábricas grandes; unas cuevas y cabañas dieron principio heroico al monasterio de Claraval, y ejemplarísimo fundamento de la Orden de san Bernardo; de una humilde choza, por sus habitadores venerables, que el glorioso san Francisco, antes de mudarse a la Porciúncula, vivía con sus discípulos con tanta desnudez y pobreza, salió la más fecunda familia de la Iglesia, a que son cortas las cuatro partes del orbe.

     Eligieron los monjes por su abad al padre Mateo; dio forma a su convento al modo de los de Egipto, que pinta san Jerónimo; asentó la labor de lana; labraban paños, disponían la lana, tejían, hilaban, hasta darles perfección; labraban la tierra. Salían por la comarca los monjes; tomaban a destajo las siegas de los lugares vecinos; lo que ganaban repartían entre pobres enviándoles pan y paño para su abrigo y sustento, con que a los monjes del Tardón los veneraban como a verdaderos santos. Fue tan grande la opinión del padre fray Mateo, que, pasando el rey don Felipe Segundo por Córdoba, le dijeron de él tantas alabanzas, que mandó al Obispo que se le trujese; holgó verle, y le ofreció si quería alguna cosa; respondió que no había menester cosa de esta vida; por ventura no pudo decirlo el Rey, que en esta parte aventajan los verdaderos pobres de espíritu a los reyes de la tierra; díjole el Rey: «Padre Mateo, lo que pude daros os ofrecía, mirad que tengáis cuidado de encomendarme a Nuestro Señor me dé gracia para cumplir su santa voluntad y cumplir con mis obligaciones, y que vuestros monjes hagan lo mismo»; mostró gusto de ir a ver el Tardón; desviólo el padre Mateo, así por la aspereza del camino, como porque sus monjes no tuviese ocasión de desvanecimiento, viendo que los visitaba el Rey.

     Las enfermedades de este siervo de Dios fueron iguales a sus penitencias. Entre otras ocasiones que salió a curarse a poblado, porque en el Tardón ni un poco de carne fresca había, fue una a Montilla, a que fue más gustoso por ver al padre Maestro Ávila que por curarse; estando en esta villa sucedió la muerte de nuestro venerable Maestro, asistióle con particular providencia de Dios, consolándole, y confortándole en aquel amargo trance; y como representando a Dios en su persona los frutos de la predicación y enseñanza del santo Maestro Ávila. Dijo el padre Mateo en una carta a sus monjes:



           Al padre Maestro Ávila hemos enterrado. Túvolo por muy gran dicha, por el consuelo que de ello recibió, de verme a su cabecera en tiempo de tanta estrechura, y él, que tanto lo merecía, y que tanto se lo debemos todos, como a buen doctor, que tanto ha trabajado en la Iglesia de Dios, y tanto fruto ha hecho en ella.

     Éste es, cristiano letor, un breve discurso de la vida de este discípulo del padre Maestro Ávila. ¡Quién pudiera adornarle con ejemplos, y hechos particulares de sus heroicas virtudes, de las pruebas con que Dios acrisoló su fineza, los dones con que le enriqueció! Habiendo llegado a una grande ancianidad en solos cincuenta y un años, estándose curando en Hornachuelos, sintió que se llegaba su fin; envió a llamar diez de sus monjes, consolóse con ellos, exhortóles a la rigurosa observancia de su regla, a la caridad unos con otros, que se conservase el trabajo de manos, el retiro, la oración, el silencio, que de nadie recibiesen, que cuidasen de los pobres; habiendo recibido los santos sacramentos, restituyó su alma a Dios a los veinte y siete de agosto del año de quinientos y setenta y cinco; quedó su cuerpo tratable; sintióse un olor suavísimo; lleváronle los monjes a su convento. Éste se conserva hoy con gran observancia y religión; es uno de los mayores santuarios de España; pasan los monjes de ciento, la tercera parte de sacerdotes; nunca piden limosna; conservan el trabajo de manos en la labor de la lana, con que no sólo se viste toda la comunidad; mas sacan para otras necesidades. Este insigne convento reconoce por maestro y bienhechor al venerable Juan de Ávila, por cuyo consejo y dirección encaminó Nuestro Señor esta reformación de la Orden de san Basilio. Tiene esta provincia dos solas casas, ambas fundadas por el padre Mateo con que han asegurado más su conservación.

Arriba