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Capítulo XI

Sumario de la vida del padre Juan Ramírez

     No tuvo la Corte la dicha de gozar de la predicación del padre Maestro Ávila; fueron varios sus motivos, para no dejar la Andalucía. Pudo templar este justo sentimiento la predicación del bendito padre Juan Ramírez, de la Compañía de Jesús, predicador verdaderamente apostólico, rayo abrasado en el amor divino, verdadero discípulo del padre Maestro Ávila, o, para decirlo en una palabra sola, el padre Maestro Ávila religioso. Oímos a nuestros padres la grandeza de la predicación de este varón santo, los grandes efectos de su dotrina. Eran sus palabras saetas encendidas, que penetraban los corazones más duros. Fue profeta, aceto en su patria; veneróle Madrid, donde había nacido de padres nobles. Desde muy niño se crió al lado del padre Maestro Ávila; bebió la leche de su dotrina, y entre el fervor de la predicación suya, y de sus discípulos, anhelaba emplearse a este ministerio. Llegó en tanto la intención de su deseo, que un día de la conversión de san Pablo, siendo de diez y seis años, pidió con grandes ansias y igual sencillez al Padre Eterno, por su unigénito Hijo, le hiciese su predicador; tuvo prendas que fue oído. Ordenóse a su tiempo de sacerdote con notable devoción, y habiendo dado los años de su juventud a los estudios sagrados, se graduó de doctor en Artes y Teología. Trató luego con el santo Maestro Ávila, si serviría el oficio de la predicación. Para determinarse quiso oírle una vez; diole un sermón para que le tomase de memoria, y le predicase en un convento de monjas de Córdoba. Fue a oírle el santo Maestro. En el discurso del sermón, con la novedad, y tener delante a su Maestro, habiendo comenzado a decir una autoridad de Jeremías, hizo una digresión, y no acertando a volver al puesto donde había salido, echólo de ver el padre Maestro Ávila, y le dijo desde la silla sólo esta palabra: Aquilón, con que le puso en camino, y volvió a aquella autoridad que decía: Ab Aquilone pandetur omne malum. Acabado el sermón, fue a oír el parecer del padre Maestro Ávila; pensó que le había de decir que tomase otro camino; mas, como el sabio varón no juzgaba por aquella falta de memoria, o turbación, el talento del nuevo sacerdote, con resolución le dijo que estudiase y predicase, que Nuestro Señor le había escogido para predicador de su palabra. Animado con esta aprobación, impaciente del deseo de la conversión de las almas, emprendió este alto y dificultoso ministerio, a los veinte y seis años de su edad. Comenzó su predicación en Córdoba, con notable admiración y aplauso, y grandiosos auditorios. Pasó a Málaga, donde fue oído con la misma aceptación, de donde dio cuenta de sus felices principios al padre Maestro Ávila, como lo hacía en todas sus cosas. Él, como médico experto, para evitar la enfermedad de muchos predicadores peligrosa, le respondió:

           Huelgo de que tan bien le vaya a vuestra merced; pero mire haga ese oficio con tanta verdad, como si estuviera con la candela en la mano.

     Trújole a Madrid la muerte de su padre, al amparo de su madre y hermanas; y, rector del hospital de la Latina (de cuyos fundadores era deudo muy cercano), hacía la vida de un perfecto religioso, según el orden que el padre Maestro Ávila le había dado, que era estar siempre encerrado en casa, ocupado en oración y estudio, sin salir sino era a sus sermones. Predicaba con gran fervor y provecho en las parroquias de Madrid; mas, deseoso de juntar a la predicación la perfección religiosa, consultó a boca su pensamiento con el padre Maestro Ávila, que con gran resolución le dijo: «Entraos en la Compañía, que en ella Dios os amparará». Admiró al doctor Ramírez tan pronta respuesta; díjole que por qué le decía a él tan resueltamente, y no a los otros sus discípulos. Respondióle: «No penséis que todos harán lo que yo les dijere, como vos». Obedeció al punto el doctor Juan Ramírez a la voz del gran siervo de Dios, porque le tenía por hombre por quien hablaba el Señor. Amoldóse fácilmente al instituto de la Compañía; su modo de vivir era el mismo.

     Prosiguió, por orden de la obediencia, el ministerio a que Nuestro Señor le había llamado, y como un apóstol, con extraordinario celo, corrió por toda España, Portugal, Aragón, Castilla, reino de Toledo, sin haber provincia, ciudad, población considerable, donde no esparciese la semilla del sagrado Evangelio. Tuvo todas las partes que componen un perfecto y consumado orador; era naturalmente elocuente, parecía haber derramado Dios la gracia en sus labios; el celo de la honra de Dios y de la conversión de las almas era la joya principal que le adornaba el pecho, de donde salían vivas y eficaces razones, para reprender los vicios, para exhortar a la virtud y desterrar el pecado, intento principal de sus sermones. Exageraba comúnmente la malicia del pecado mortal, cada día con nuevas ponderaciones, y al fin clamaba con una voz que hacía temblar los hombres: «Antes reventar que pecar»; palabra que hizo mudar a muchos vida. Faltárame la voz, aunque de bronce, si hubiera de referir las conversaciones, la multitud de almas, que redujo a penitencia, y cosas particulares en que se mostró la justicia divina severísima contra los rebeldes a sus amonestaciones. Poblaba las religiones: predicando en Alcalá quedaban los generales desiertos. El claustro de la Universidad, después de largo acuerdo, le envió a pedir se templase en el hablar, y poner tanta fuerza en las exhortaciones. Respondió que predicaba la dotrina de Cristo, y él era el que traía así la multitud de estudiantes, que no les pesase de lo que su Majestad hacía; tuvo particular gracia en reconciliar enemistados, en encaminar a la perfección las almas. Apenas había sermón en que no encomendase la limosna (camino real de la salvación de los ricos); hiciéronse grandísimas en su tiempo. Y no menos insistía en el modo de vida de los pobres mendigos, gente sin ley y sin rey, cuya perdición lloraba, parte de gobierno desamparada en la República. En los últimos años que predicó en Madrid y Alcalá, exhortaba a esta obra continuamente, y decía en los sermones: «No os espantéis, hermanos, que os repita y encomiende la limosna tantas veces, porque, cuanto más me llego a la muerte, más gana me da el Señor de encomendaros la caridad, que él tanto y tantas veces nos dejó encomendada». Tuvo grande destreza en el gobierno de las almas, profundo conocimiento de las cosas espirituales. Una buena mujer dábase mucho a ejercicios de devoción, sin guía que la encaminase, con que fue fácil perderse; vino a caer en ilusiones del demonio, que, fingiéndose ángel de luz, le persuadía a hacer exquisitas penitencias y azotarse tan cruelmente que quedaba como muerta; decíale el enemigo con unas voces muy suaves: «Date, hija, que me son tus azotes muy agradables». Con esto la pobre se batía cruelmente; íbase secando y consumiendo, de manera, que parecía un esqueleto; envióla Nuestro Señor un rayo de luz, para que reparase si iba bien encaminada. Llegó [a] aquella sazón al lugar el padre Juan Ramírez; acudió a pedirle consejo y remedio; conoció fácilmente el ardid del demonio; curóla tan diestramente que el enemigo la dejó; comenzó vida nueva, fue santa a menos costa, y Nuestro Señor la hizo particulares mercedes.

     Las admirables virtudes de este venerable padre, materia son de un entero volumen y hallaránse en otros libros. Sea epílogo, que por la divina gracia conservó hasta la muerte la inocencia batismal, con la virginidad y pureza. Despidiéndose en Valladolid del padre Juan Fernández, su grande amigo, y gran siervo de Dios, le dijo estas palabras: «Ya, hermano, no nos veremos hasta el cielo, porque yo me voy a morir a la provincia de Toledo (como se cumplió), y para que me ayudéis a glorificar a Nuestro Señor, os quiero decir, que en toda mi vida no he ofendido a Dios mortalmente, porque, cuando niño, me crié con la leche del padre Maestro Ávila, y después en la Compañía». Pasó a esta provincia, y últimamente a predicar a Alcalá, donde tanto provecho había hecho; consiguió su deseo de morir ejercitando su oficio. Habiendo predicado una cuaresma, aun no convaleciente de unas cuartanas, fue el último sermón la conversión de la Madalena, en que encomendó con notable espíritu la caridad y limosna; predicó con tan gran aliento, como si fuera de treinta años. Otro día le cargaron tantos males, que conoció claramente estar cercano a su muerte; pidió a Nuestro Señor le diese grandes congojas, para padecer algo por su amor, y sentir alguna parte de lo mucho que Cristo había sentido en su pasión. Dióselas Nuestro Señor tan grandes, que no le dejaban hablar ni reposar un momento; preguntándole si con ellas se olvidaba de Dios, respondió: «Téngole tan fijo en mi corazón, que no puedo olvidarme de Él». Otra vez dijo: «Yo he dicho a mi amado, que tenga el cuidado de mi alma, y se encargue de ella, porque las congojas grandes no me dejan hacer lo que quer[r]ía». Pidió a Nuestro Señor fuese servido de llevarle de esta vida en el día y hora que Cristo murió en la cruz, y, como si tuviera respuesta del cielo, lo afirmaba, que en aquel día y hora había de morir. El miércoles santo, después de tinieblas, le dieron el santísimo Viático, y regalándose con su Dios, el santo viejo le dijo: «¡Ay, amado mío de mi alma y de mi vida, si es posible Señor, si es posible, hacedme esta merced, que muera yo en el día que vos moristeis por mí!» Pidió perdón de las faltas de su oficio; decía por este tiempo a voces: «Perdonadme, Señor, los excesos y demasías que hice en mi oficio, en decir algunas curiosidades, que a mí me pesa mucho de ello» (de que estuvo bien lejos). Dijo en esta sazón que entendía se habían de condenar muchos predicadores, porque tenía Dios librada la salvación de las almas en ellos, y olvidados de esto, miraban más por su honra y estimación que por el provecho y salvación de los prójimos. Mostró en la ocasión de su muerte una profunda humildad, porque, pensando los padres les dijera algunas cosas de Dios, como lo hacía en vida, sólo atendió a su negocio, mostró pena de que le pidiesen la bendición. Llegando ya a la hora deseada, se le quitaron todas las congojas, y quedó muy sosegado, y teniendo el rostro sobre la mano derecha, con tanta quietud como si durmiera, sin dar boqueada, dio el alma a su Criador, el viernes santo, a los doce del día, a los cuatro de abril del año de mil y quinientos y ochenta y seis, de edad de sesenta y seis años, habiendo gastado los cuarenta de ellos en la predicación, los treinta y uno en la Compañía. Su entierro fue tan acompañado y glorioso como lo fue la hora de su acabamiento; el sentimiento de su muerte, grande; igual, la veneración que hicieron a su cuerpo, haciendo las demostraciones que suelen hacerse con los de los santos, debidas a una santidad a todos visos grande.

     Otros muchos fueron los que en aquel tiempo, de la escuela del padre Maestro Ávila pasaron a la de san Ignacio, donde vivieron con notable ejemplo de humildad y modestia, y desprecio de las cosas de la tierra, procurando parecerse a su santo Maestro. Los historiadores de esta sagrada religión lo testifican con singulares y notables elogios de nuestro santo. Sirva por todos el padre Nicolás Orlandino, que hablando del padre Maestro Ávila, dice: «Complures eius discipuli deinceps, et, quidem optimi, ad nos prodierunt, et inter nos, sancte pieque vixerunt sanctissimeque diem obierunt». Procedió esta propensión de los discípulos del padre Maestro Ávila a entrar en la Compañía de Jesús, del grande afecto que en su Maestro conocieron a esta religión sagrada, a quien en sus principios favoreció con felicísimos efectos. Dícelo así el mismo Orlandino por estas palabras: «Societati vero ipsi plurimum ille authoritatis, et gratiae, sua authoritate eximiaque in eam benevolentia comparavit».



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Capítulo XII

Vida y virtudes del venerable padre el doctor Diego Pérez de Valdivia

     Entre los discípulos del santo Maestro Ávila, lucidísimas estrellas de la Iglesia, resplandece con superiores luces el venerable y santo padre, el doctor Diego Pérez de Valdivia, varón verdaderamente grande, de prodigiosas virtudes, de superior espíritu, de sólida santidad. Fue el Eliseo de nuestro gran Elías, heredó su espíritu doblado, parecido en todo a su gran Maestro, a quien procuró imitar, y lo consiguió felizmente.

     Fue su patria la ciudad de Baeza, dichosa por madre de tal hijo; sus padres, Juan Pérez y Catalina de Valdivia, ricos de bondad y honor, más que de otros bienes temporales, de sangre conocidamente pura, dignos padres de este varón santo. Apenas pisó los umbrales de la vida, cuando dio muestras que era elegido de Dios para una gran santidad. Comenzó la abstinencia desde el primer alimento: dicen personas de crédito que les contaba su madre que no podía con él, que los sábados le tomase el pecho; de tres o cuatro años, rehusaba los regalos que le hacían las vecinas o parientas, y los tomaba forzado; de seis años ayunaba tres días a la semana; tan temprano comenzó a imitar al gran Bautista, de quien fue devotísimo; huía las travesuras de niños, ni él lo fue más que en la edad; prevínole a los primeros años el juicio, que muchos no alcanzan a los setenta; aborrecía pláticas deshonestas, amó sobremanera la pureza, conservó virginidad desde la cuna a la tumba; de doce años le llamaban el santo. ¿Quién piensas será este niño? sin duda la mano de Dios era con él.

     Después de las primeras letras de latinidad, que consiguió felizmente, estudió las Artes y sagrada Teología, en que salió eminente. Conoció por su dicha en muy buena sazón al padre Maestro Ávila; diósele por discípulo; resolvió seguir su santa vida. De su consejo recibió el grado de doctor y las órdenes sagradas, con la estimación debida a tan gran dignidad. Habiéndose fundado los estudios de Baeza, le encargó el padre Maestro Ávila la cátedra de la Sagrada Escritura; pudo muy bien fiarse a una gran virtud, a unos lucidísimos estudios. Fue de aquellos primeros padres, ejemplo de santidad, que con sumo trabajo y continuos sudores introdujeron y conservaron por largo tiempo el espíritu del padre Maestro Ávila en aquellas Escuelas. Los ejercicios y vida de aquellos primeros catedráticos los dejamos escritos; su pobreza de espíritu, su celo de la salud de las almas, el criar la juventud en virtud y letras. En todos estos ministerios apostólicos se ejercitó el padre doctor Diego Pérez con notable perfección. En un curso de Artes que leyó, entraron en el Colegio de la Compañía de Jesús de Granada doce de sus discípulos, dos de ellos fueron provinciales, y el padre Juan Jerónimo, predicador insigne.

     De un hecho solo de este varón santo se conocerá su espíritu y el modo con que entonces se vivía. Avisaron al venerable Diego Pérez un día de feria, en Baeza, que en el mercado y en la placeta del agua, había por las tiendas hombres y mujeres, parlando con alguna disolución, dando mal ejemplo. Al punto hizo que un bedel tocase a juntar los estudiantes; salieron todos diciendo la dotrina cristiana, como acostumbraban. Fue en esta forma al mercado, subióse sobre una mesa, y a voces dijo: «¡Ea caballeros, damas y galanes, que vendo el cielo; lléguense acá, que le ofrezco muy barato; tres blancas me dan por él, y más barato se da, dase por un golpe de pechos, por un suspiro, por una lágrima!, ¿quién le pierde?» Y habiendo repetido algunas veces estas y otras razones, se acercó la gente, prosiguió su sermón con notable espíritu, todo eran lágrimas, suspiros, con una conmoción grande. Convirtió la profanidad de tanta gente en un auditorio compungido, y acabado el sermón, se volvió cantando la dotrina.

     Fue eminentísimo en la predicación, con un espíritu tan vehemente y fuerte que desencajaba de su lugar las piedras, y arrancaba de cuajo los árboles de los más arraigados pecadores; unas verdades claras, llanas, sencillas, mas dichas con tan valiente esfuerzo, con un aliento y brío de un ministro verdaderamente apostólico; las reprensiones demasiadamente rígidas, algunas veces con sentimiento de muchos, que, en lugares no demasiadamente populosos, oféndense con facilidad los que algo pueden, causa en casi todo el discurso de su vida de grandes trabajos suyos. En una carta de letra del padre Maestro Ávila, que tengo original, le dice así:

           Avisado soy de parte cierta que aquellos señores están disgustados del modo riguroso y no llano del predicar de vuestra merced, y lo darán así a entender en la obra, si otra vez les viene vuestra merced a las manos; así convendrá mirar mucho cómo predica, para que no haya causa de asirle en palabras. En sus ocupaciones le enseñe nuestro Señor lo que debe tomar y decir por su misericordia.

     Este modo de predicar tan de veras, poco grato a los hombres, fue muy agradable a Dios, de grandes efectos y copioso fruto, como adelante veremos.

     Habiendo leído muchos años en la Universidad de Baeza, con el tenor de vida y empleos de virtud que veremos, el arcediano de Jaén, deseoso de hacer de su dignidad un buen empleo en un hombre de eminentes letras y superiores méritos, puso los ojos en el doctor Diego Pérez, y le ofreció su arcedianato; rehusólo su humildad y pobreza de su espíritu. Entre otros que intervinieron, para que aceptase, fue el venerable Luis de Noguera. Díjole el doctor Diego Pérez: «Yo la recibiera, padre mío, si supiera había de dar tan buena cuenta como vos de vuestro priorato». El humilde sacerdote le replicó: «Recibidla, que querrá Dios la deis mejor». Entre estas dudas fue a consultar si admitiría este ascenso con el padre Maestro Ávila; él le dijo: «Bien podéis aceptar; mas no os faltarán trabajos, cárceles, persecuciones»; profecía que se cumplió colmadamente. Aceptó esta dignidad.

     De Baeza pasó a Jaén, a su residencia. Prebenda tan honrosa, de tres mil ducados o más de renta, no alteró su modestia, no su pobreza de espíritu, profesada tantos años con un ejemplo raro; toda la renta enteramente la gastaban los pobres, trabajaba en remediar necesidades de alma y cuerpo. Su comida la misma que catedrático; pasaba muchos días con pan y agua, y unas hierbas; tal vez se quedó sin el puchero de su mesa, por darlo al pobre o la viuda. Sucedió que, para responder a una carta, no hubo en su casa un maravedí para comprar un pliego de papel, como se predicó en sus obsequias; el vestido modestísimo, sin aumentar más criados, o homenaje de casa, que la que tenía en Baeza. La oración duraba hasta la doce de la noche; prevenía con muchas horas al sol en las divinas alabanzas. No se le caían los ásperos cilicios de su cuerpo. ¡Notable vida de arcediano! Continuó con su predicación con gran espíritu; cesaron en gran parte los pecados, atajáronse vicios, mejoráronse costumbres; ponía particular cuidado en evitar ofensas de Dios, fin de todos sus trabajos; ayudó grandemente a estos intentos el raro ejemplo de su vida. Dijo un hombre docto, que si hubiera de escribirla, sólo dijera: «Hubo en la ciudad de Jaén un varón santo, y perfecto, que vivió según la ley de Dios, guardando su Evangelio, sin faltar un átomo, en penitencia y caridad».

     Éste su modo de vida mortificada y pobre, causó alguna ofensión en los canónigos, y se lo reprendían, que por qué no había de traer pajecillos y lacayos, y tratarse con el lustre y ostentación que otros arcedianos de Jaén. Respondía con alguna sequedad que las rentas eclesiásticas eran para mantener los pobres, y no para vanidades y ostentaciones de mundo. Renuncióse en él la dignidad contra la voluntad de un poderoso, que la quería para cosa suya. La severidad de sus costumbres y santidad de su vida desagradaban a algunos; el modo de predicar, más rígido que agradable, fue escándalo a los que [por] lo cancerado de sus vicios no admitían tan saludables remedios. A pocos lances, torciendo ésta o aquélla proposición del púlpito, y maliciándolo todo, acomulando calumnias a calumnias, imputándole proposiciones mal sonantes, le delataron en el Santo Oficio en Córdoba, con tan poderosos enemigos, y una persecución tan grande, que fue bien menester la robustez de su virtud para no desfallecer, y el valor de su ánimo y gran fortaleza para golpe tan pesado.

     Estando en la cárcel escribió una instrucción a su abogado que original tengo en mi poder. Pondré una cláusula de ella, en que refiere un resumen de su vida; y en casos tan apretados, lícito es, y aun necesario, valerse de sus defensas, y ninguna en Tribunal tan santo, como la santidad de la vida que sanea y da el verdadero sentido a cualquier proposición, porque de cabeza sana, nunca salen proposiciones erradas. Son éstas sus palabras:

           Puedo probar mi buen nombre, dondequiera que tienen noticia de mí, de tenerme por católico y recogido, y amigo de tal, y que hago fruto; que soy particular aficionado al Papa y a la Iglesia Romana, rogando por ella, y del Santo Oficio; celoso de todas las leyes, costumbres, ceremonias de la Santa Iglesia, y de los suyos, y de la veneración de los templos, y que se tenga reverencia a todo género de religiosos y sacerdotes, y de obedecer a mis perlados y rogar a Dios por ellos; enemigo de novedades y amigo de ser emendado, y de seguir la común vida y doctrina de los santos. Como soy recogido, honesto, y doy buen ejemplo de mortificación, he obrado verdad, hombre llano, sencillo, claro, humilde, con grandes y chicos, y que soy amigo de unión y paz, y no parcial, particular, ni que trato ni hago mis cosas a oscuras, ni ando en secretos. Limosnero, y que doy cuanto tengo y no tengo a pobres, y tengo especial y gran cuidado de ellos. Que visto hospitales, y cárceles, y que suelo ir a lugares públicos a predicar [a] aquellas pobres mujeres, y acompañar y consolar a los que llevan a ajusticiar; que ha veinte y cinco años que leo en Escuelas las Artes y santa Escritura, y otras cosas poco leídas, y predico gratis por amor de Dios, o si dan limosna, la doy a los pobres, trabajando día y noche sin parar, y siendo mi celda como mesón de todos, y respondiendo y dando consejo a cuantos me lo piden, los cuales son muchos, y de todo género de gente, los que en mi casa y en la iglesia comunico. Que decía Misa cada día, o lo más, y ordinariamente confesaba para decirla, y que desde que me conozco, guardo este modo de vivir, sin mudarlo, aunque me vi con un cuento y más de renta; antes me recogí en mí. Que mi modo de predicar es con traza, y orden, todo enderezado a la perfección de clara doctrina, y dando razón de lo que digo. Y que he sido celoso en reprender sin aceptación; que he sido siempre aficionado a la santa Teología y santos doctores de la Iglesia, y doctrina común, piadosa y de edificación; que desde que hago los oficios de lector, predicador, confesor, y común siervo de mis prójimos, he hecho mucho y notable fruto dondequiera que he estado, siendo instrumento para conversión de muchas almas, y para que se hiciesen muchas buenas obras, comunes y particulares, en Jaén, Baeza, mayormente en Úbeda, Andújar, Caravaca, Güésca[r], Marchena y otros muchos lugares, a los cuales me han llamado e importunado fuese a predicar.

     Hasta aquí la advertencia de este santo varón a su abogado; hela puesto gustosamente, porque puede servir de instrucción a los sacerdotes, de las ocupaciones de su estado, y cómo deben vivir; y juntamente declaran quién fue el doctor Diego Pérez, a quien Dios Nuestro Señor por su mayor corona permitió esta persecución.

     Todos los que conocían la virtud del arcediano confiaban mucho de su inocencia, si bien la calumnia se esforzó terriblemente. Duró esta prueba, este crisol, algunos años (así labra Dios sus siervos), que él con increíble paciencia tomó por purgatorio de sus pecados; mas Nuestro Señor, por cuya cuenta corre el honor de los suyos, por medios no entendidos de los hombres, manifestó su inocencia, sacó su virtud resplandeciente y clara después de los nublados de tantas calumnias y falsedades.

     La causa tuvo felicísimo suceso; salió reconocida su inocencia, su virtud más acrisolada, su espíritu más robusto, y con mayores deseos de emplearse en el servicio de Dios. Aquel Tribunal santo le dio por libre y le laureó en testimonio de su verdad y justicia. Volvió a Jaén triunfante; fue recibido con júbilo y universal alegría de los buenos que le amaban antes por santo, ahora por santo perseguido.

     Y porque la dignidad había sido la causa de la gran tempestad de sus persecuciones, aunque, pasada, podía esperar gozarla con tranquilidad, la renunció tan animosamente, como si le quedara otra tanta renta. Procuró el obispo detenerle, no fue posible. Respondióle estas palabras: «Reverendísimo señor, si vuestra señoría no gusta que yo muera en la cárcel del Santo Oficio preso, no me persuada tal». Con que dio a entender el origen de sus prisiones. Viéronse en sus perseguidores mil desdichas.

     Por este tiempo, o antes de estas borrascas, el señor rey don Felipe Segundo le hizo su predicador, con orden de ir a servirle; envió la carta al padre Maestro Ávila, para que le aconsejase lo que fuese más agradable a Nuestro Señor; el padre Maestro Ávila le respondió estas palabras:

           Jesús, hijo, no le dio Jesucristo Nuestro Señor corazón para palacios, sino para salvar las ánimas, por quien nuestro Maestro dio su sangre.

     Con que no aceptó este puesto, que ha sido ocasión a muchos de grandes dignidades.

     Tomó resolución de seguir la desnudez de su Maestro, el padre Juan de Ávila, y desasido de todo apoyo humano, confiado en la divina providencia, predicar el Evangelio evangélicamente; determinó pasar a Roma, y con la bendición del Sumo Pontífice, y su licencia, ir a tierra de infieles a predicar el Evangelio, con vehemente deseo de ser mártir. Partió para esto a Valencia, donde, habiendo intentado su navegación, por mal temporal, no tuvo efeto; empleóse algún tiempo en predicar en esta ciudad con aquel su grande espíritu; malquistáronle algunos al principio con el patriarca don Juan de Ribera, que, conocida su gran santidad, le estimó y veneró mucho.

     En esta ciudad le honró el cielo con una gran calificación, de que hacen gran estima cuantos hacen mención del venerable Diego Pérez. Florecían por este tiempo en Valencia dos resplandecientes lumbreras, los beatos fray Luis Beltrán y fray Nicolás Fator, honor de aquella ciudad y lustre de las religiosas familias de los santos patriarcas santo Domingo y san Francisco. El coronista del padre fray Nicolás, en el capítulo treinta y siete de su Historia, cuenta que, un día de Resurrección, el beato fray Luis Beltrán y el doctor Diego Pérez, gravísimo y famoso predicador, enviaron a decir al padre fray Nicolás, que le querían ir a dar las Pascuas; respondió que no viniesen, que él iría a casa del doctor, y juntos irían a ver al padre fray Luis Beltrán a su convento, y añadió: «Decidle al doctor, que haga gracias a Dios, que ha convertido a un gran pecador en el sermón que hizo en la iglesia mayor el viernes de Lázaro, el cual se había dado más de veinte pellizcos en los brazos entre tanto que predicaba.» Esto decía por sí mismo, conociendo cuán gran pecador era (¡oh maravillosa humildad, que no poco declara la eminencia, y energía de nuestro predicador!). Otro día fueron los santos fray Nicolás y el doctor Diego Pérez a la celda del beato fray Luis, donde gastaron hablando de Dios toda la tarde; allí, con ocasión de una grande humiliación, que intentó hacer, el padre fray Nicolás quedó elevado muy gran rato, y volviendo del rapto, alzó los ojos, y dijo al padre fray Luis Beltrán estas palabras: «Padre, ni tú ni yo aprovechamos», y, volviéndose al doctor Diego Pérez, dijo: «Éste sí, porque le ha comunicado Dios don apostólico». Ilustre testimonio, gran calificación de la santidad, del acierto de la predicación del doctor Diego Pérez, dado por persona de tan gran nombre, y en ocasión tan notable.



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Capítulo XIII

Pasa a Barcelona, queda de asiento en esta ciudad

     No habiendo podido en Valencia ejecutar su jornada, partió a Barcelona con el mismo intento, por el año de quinientos y setenta y ocho; tres veces se hizo a la mar, tres veces por temporal le volvió el mar a la tierra, con que se persuadió, no era voluntad de Dios dejase a España, y así resolvió quedar de asiento en Barcelona, dichosísimo por haberle conocido. Fue la ocasión de que quedase en esta ilustre ciudad, el canónigo Vila, doctor en Teología, que después fue obispo de Vique; tenía conocimiento del santo Diego Pérez por haberle oído leer en Baeza; dijo a los consejeros de la ciudad que tenían allí un hombre célebre en letras sagradas, y ejemplo raro de vida, que convenía detenerle, dándole una cátedra en la Universidad; diéronle la de Escritura, con ciento y cincuenta escudos de estipendio. Comenzó luego a predicar con tanto fervor y espíritu, que le se siguía la ciudad toda, con notable aplauso y grande aprovechamiento.

     Procuráronle casa acomodada las monjas de los Ángeles, que les pagó con buenas obras, siéndoles confesor y padre de espíritu. Fueron grandes las medras en la virtud de estas religiosas, y hubo algunas con opinión de santidad. Malquistóle con algunas un caso que parecerá ligero, mas en la estimación de los cuerdos muy considerable: Cantaban las religiosas el oficio divino en canto de órgano, con demasiada afectación, y tono más agradable al oído que, por ventura, decente a la majestad del culto; ocasionaba que los hombres volviesen el rostro al coro por mirarlas. Reprendiólo con alguna aspereza el padre Diego Pérez, y pidió se remediase; siguieron algunas su consejo, y entre ellas la priora; fueron otras de contrario parecer, y por medios que se hallan fácilmente, indignaron al obispo de Barcelona, don Juan Dimas Loris, desacreditándole de suerte que, al encontrarle en la calle, le volvía el rostro por no verle. Allegaron delaciones de algunos que referían sus cosas y doctrina con torcido afecto. Fueron grandes las contrariedades y inquietudes con que el demonio procuró desacreditarle a los principios, y echarle de Barcelona. Mas, a pocos lances, informado el Obispo del raro ejemplo de su vida, virtudes y santidad, le envió a llamar, pidiéndole el santo sacerdote la mano para besársela, intentó besársela el Obispo, y de allí adelante le estimó y honró con grandes demostraciones, sin hacer cosa de importancia del gobierno eclesiástico sin su consejo, y le encomendó los negocios más graves de su obispado, y de verdad fue este perlado sobre manera dichoso, porque le envió Dios un gran coadjutor de sus obligaciones.

     Otro accidente le pudo sacar de Cataluña, que parece le había cabido en suerte de su apostolado, como el Andalucía al padre Maestro Ávila. Deseó el obispo de Jaén volver a su obispado al venerable Diego Pérez, doliéndose que le faltase tal hombre. Escribiólo se volviese, moviéndole escrúpulo cerca del cumplimiento de cierta obra pía que tenía a cargo, a que él había dejado bastantemente prevenido. Fue esta como una porfía, que duró algunos años, inventando varios medios y estratagemas para sacarle de Barcelona; últimamente envió por él un canónigo, con carta de creencia; tomó juramento el canónigo que no revelaría lo que le dijese; hecho, le intimó el mandato del obispo de que volviese a Jaén; mas, por una carta que se escribió a un padre capuchino, en que le decían respondiese con aquel canónigo, que iba por el doctor Diego Pérez, avisaron al obispo Dimas, que vino en persona en casa del venerable doctor, y por obediencia le mandó que no partiese, y el consejo de la ciudad, por salir de estos riegos, y asegurar de una vez su apóstol, el año de quinientos y ochenta y cinco pidió a la Majestad de Felipe Segundo, que estaba en Monzón, teniendo Cortes a las tres coronas, que mandase al doctor Diego Pérez no dejase a Barcelona, y al Obispo de Jaén que cesase de su intento.

     Respondióles su Majestad esta carta:

           Amados y fieles nuestros: Habiendo visto una carta de catorce de octubre, y en ella nos suplicáis mandemos al doctor Diego Pérez, no haga ausencia de esta nuestra ciudad, por el notable fruto que en ella hace, con el fin que tenemos de complacer a esta nuestra ciudad en lo que se le puede dar satisfacción, habemos mandado escribir al Obispo de Jaén, que tenga por bien de que quede en esta ciudad, y al dicho doctor, que lo haga así y se os envían las dichas cartas, para que las deis y enviéis, como más convenga. Dada en Monzón, a veinte y tres de octubre de mil y quinientos y ochenta y cinco. Yo el Rey.

     La carta para el doctor decía así:

           Amado nuestro, el doctor Diego Pérez: Habiéndonos hecho entender esta nuestra ciudad el mucho fruto que en ella hacéis con vuestros sermones y buen ejemplo, y que tratáis de hacer ausencia de ella, por haberos enviado a llamar el obispo de Jaén, de cuya diócesis sois, y por lo que deseamos complacer a esta dicha ciudad, y porque no falte en ella tan buen ejemplo, y doctrina, como vos los enseñáis, habemos mandado escribir al dicho obispo que tenga por bien que quedéis ahí, y de vos seremos muy servidos que así lo hagáis, por ser tan conveniente al servicio de Nuestro Señor. Dada en Monzón, a veinte y cuatro de octubre de mil y quinientos y ochenta y cinco. Yo el Rey.

     Toda la estima que la ciudad de Barcelona hizo del doctor Diego Pérez de Valolivia la mereció muy bien por su doctrina, por sus virtudes y ejemplo, por las buenas obras que de él continuamente recibía; y dejando a los que dilatadamente trataren de sus cosas todo el campo, pondremos como los sumarios de los capítulos, que llenará el que intentare esta empresa.

     Leyó continuamente su cátedra de Escritura sagrada, con gran concurso de gente principal, y de todos estados, con grande aprovechamiento de los que le oían, porque no sólo en su lectura miraba a la erudición, más principalmente a las costumbres, y en tiempo de vacaciones, o feriados, que no se acostumbra leer, porque no estuviesen ociosos sus oyentes, leía en la iglesia de Santa Ana el Apocalipsi de san Juan, o epístolas de san Pablo, u otro libro, y un año leyó en su casa la Cosmografía.

     Su principal ejercicio fue la predicación, sin faltar casi todos los domingos y fiestas de entre año, y las cuaresmas enteras. Su modo de predicar fue a lo apostólico, con un espíritu y fervor tan grande, con un celo tan de la primitiva Iglesia, que parecía Elías; era en el púlpito un león, en la conversación familiar un ángel, en el confesionario manso como una oveja. Su tema, como la de su Maestro, Cristo crucificado, su amor, su cruz, sus trabajos, plantar la verdadera mortificación en los corazones, vocear contra los vicios, exclamar contra las ofensas de Dios, exagerar la fealdad del pecado, reprender trajes, abusos y todo aquello que aparte de la virtud e inclina al vicio. Decía que no había de predicarse, viniendo a partidos en el púlpito, ni darse licencia o permisión en cosa de que con facilidad se puede resbalar a lo que no fuere lícito; que en el confesionario se había de censurar lo que era o no pecado; en el púlpito reprehenderlo todo. Este su modo de predicar, tan rígido, hizo increíble fruto, reformó aquel reino, mejoráronse costumbres, y se vio Cataluña tan llena de virtudes, cual nunca en los siglos que pasaron, ni se han visto en los que se siguieron. Ganó la voluntad de los buenos, y tan gran autoridad y crédito que, en la ciudad y todo el principado, le llamaban «el apostólico». La santidad de su vida y la verdad con que ejercitó este tan importante oficio, le merecieron tan honroso título. Reprendíanle algunos de que en los sermones repetía una cosa muchas veces. Respondía: «Si diciéndolo muchas veces, no se enmiendan, ¿cómo se han de enmendar diciéndoselo una vez?»

     Fue celosísimo de la honra de Dios, persiguió, sin desistir de la empresa, los vicios y pecados públicos. Tenía casa de juego cierto caballero, con escándalo notable, y muchas ofensas de Dios; eran continuas las reprensiones contra este seminario de pecados; amenazáronle que le matarían si trataba más de la materia; no le permitió su celo de dejar de asestar contra este vicio. Dijo un domingo en el púlpito que le habían puesto un pistolete a los pechos, amenazándole de matarle, si no cesaba en las reprehensiones; pero que él no cesaría de reprehenderle, y de dar voces, hasta que fuese muerto, o remediado aquel daño; remedióse, y él quedó con vida, que los valientes espíritus no se acobardan con estas amenazas.

     Fue gran perseguidor de las comedias, bailes, máscaras, en Barcelona frecuentes, reprendíalas a voces, si las topaba en la calle. Escribió un libro contra ellas, y a vivir más, sin duda las quitara; hubo grandísima reformación en esta parte, y reprendió desde el púlpito al virrey públicamente, porque habiéndole rogado que no diese licencia para bailar públicamente en Carnestolendas, no lo había hecho; representóle en el sermón, con maravilloso artificio, los daños que se han seguido en el mundo de complacer a sus mujeres los que tienen cargo de gobierno público. Para evitar en parte los inconvenientes que suelen ofrecerse en este tiempo, fue el primero que introdujo que los tres días de Carnestolendas estuviese el Santísimo Sacramento descubierto en la iglesia de Belén, y en San José, de los padres descalzos carmelitas.

     Introdujo la frecuencia de los sacramentos y gran veneración al Santísimo de la Eucaristía, en que había algunas inadvertencias. Hizo que en las octavas del Corpus, y todas las veces que estuviese patente este divino Señor Sacramentado, estuviesen todos descubiertas las cabezas, ignorancia en que no se reparaba, y, predicando en Santa María de la Mar, estando descubierto el Santísimo Sacramento, y cubierto el virrey, le reprendió ásperamente, hasta que se descubrió, asentado este debido respeto. Reformó algunos abusos el día de la procesión del Corpus, a que asistían en coches y caballos con grandísima indecencia.

     Fue celosísimo de la honra de los templos, en que cargó la reprehensión en los sermones; no podía sufrir se hiciese paso por ellos, ni se tratasen negocios, ni se atravesase[n] con cosas de comer, o alhajas viles, ni que delante de las puertas en días solemnes se vendiesen golosinas, ni ramilletes. Mas, en lo que era implacable, y justamente, de que hablasen hombres y mujeres, y no se estuviese con el respeto debido a la gran Majestad de nuestro Dios, que allí asiste. Si vía que algunos mozos miraban a las mujeres, o las hacían señas, no quería pasar adelante en el sermón, paraba hasta que se quitasen de allí, y ellas se cubriesen y retirasen. Lo mismo hacía si hallaba por la ciudad hablando a mujeres mozas; reprendíalas severamente, y hacía se apartasen los unos de los otros. Entrando un día en la iglesia de los Ángeles, halló a un caballero mozo, hijo de un grande de España, hablando con una mujer de mala fama, con postura no decente; reprehendióle con notable brío, diciéndole: «Mal hombre, ¿en casa de mi amo habéis de estar vos de esta manera?» Y como el caballero tomase por la mano a la mujer, diciendo que era su hermana; le tomó por los cabezones, y le sacó de la iglesia. Tenía en estas acciones un valor un cierto modo de imperio, que hacía que le temblasen. Estando predicando en San Justo, se andaba paseando por la iglesia un caballero forastero con sus criados; reprehendióle desde el púlpito; aguardóle el caballero a que saliese [d]el sermón, y a la puerta de la iglesia, preguntó al santo doctor si le conocía; él, arrebatado de un celo grande de la honra de Dios, con un brío notable le dijo: «¿Sois vos más que Dios?» Le atemorizó tanto que se hincó de rodillas, y le pidió perdón. Un día de san Antonio Abad, yendo a visitar su iglesia, para ganar las indulgencias, encontró a un noble de la ciudad que iba a caballo con el mismo intento; tomó la rienda y le hizo apear, diciéndole que era muy grande inadvertencia ir a ganar indulgencias, y no querer trabajar un poco para ganarlas.

     Mirábanle todos con un respeto y veneración, que a un apóstol venido del cielo para la reformación de aquel reino. Dio muestras de tener espíritu profético, y los casos pudieron persuadirlo fácilmente. Predicando un día en Santa Ana, donde tenía la cuaresma, estaban dos señoras de lo principal de Barcelona oyéndole junto a la capilla del sepulcro, distancia grande del púlpito. Dijo la una (debía de ser culta, tan antigua es la dolencia): «¡Válgame Dios, que este hombre no se alzará dos dedos de la tierra, ni dice sutilezas!» No habiéndolo podido oír naturalmente, al mismo punto se volvió hacia ellas, y dijo mirándolas: «Yo no vengo aquí a decir sutilezas, sino a reprender vicios de los pecadores». Otro día en la misma iglesia, estando unos caballeros debajo del coro, oyéndole, muy apartados del púlpito, el santo predicador, arrebatado de aquella su vehemencia, reprendía los vicios y pecados. Dijo con voz baja uno de los caballeros: «Este hombre parece que predica a luteranos». Al instante el santo doctor volvió hacia ellos, y dijo: «Yo no pienso que predico a luteranos, porque aquí por la gracia de Dios no los hay, sino a cristianos pecadores».

     Era muy ordinario (si vía convenir al servicio de Dios, y provecho de las almas) referir en los sermones las cosas que se decían de él en las conversaciones. Dos mujeres de lustre habían una noche dicho mucho mal del padre Diego Pérez, y en particular la una, que había sido su hija de confesión y le había dejado, porque la reprendía algunas cosas que ella pensaba que podía hacer. Dijeron hartos disparates; hubo en la conversación una buena mujer (que lo depone) que le defendió valientemente. Halláronse el día siguiente todas tres en la parroquia de San Miguel, donde predicaba, y sin haberle dicho palabra de lo que había pasado, refirió en el sermón todas las palabras que habían dicho contra él, y las de su defensa, y añadió que los que le querían bien no volviesen por él, que Dios le defendería, y remató con decir: «¡Bueno fuera que el padre Pérez les diese licencia para lo que ellas quieren!» Quedaron espantadas.

     Mas lo que causó mayor admiración fue que, un día que predicaba en Santa María de la Mar, estaban en el auditorio dos mujeres muy compuestas, o por mejor decir descompuestas, haciendo ostentación y aun provocando con su gala. Viendo subir al santo doctor al altar a tomar la bendición, dijo la una a la otra: «Cubrámonos, no nos afrente el padre Pérez». Estando tan lejos, que fue imposible oírla, en subiendo al púlpito, comenzó su sermón con estas palabras: «Decid, buenas mujeres, no habéis tenido respeto a Dios, y, por haber visto este pobre viejo, habéis cubierto las cabezas». Y dando voces como un león replicó estas palabras: «¡Aquí de Dios, que me habéis tenido a mí respeto, y no a Dios; pues callad que vendrá el día de Dios!»

     Profetizó la peste que el año que murió vino a Barcelona. Pasó así. Entre las cosas en que puso mayor cuidado, fue en la observancia de los días de fiesta, que se profanaban en Barcelona irreparablemente; las tiendas abiertas, y el tratar y contratar, con poco menor publicidad que en días de trabajo. Reprendió mucho esto en los sermones, y lo remedió en gran parte. Opúsosele un boticario, que era de consejo de la casa de la ciudad, y por todos medios procuró estorbar los intentos del venerable doctor, y se dejó decir públicamente, con enojo, que, a pesar del padre Pérez, había de tener su tienda abierta, y que no había de venir él a mandarles. En un sermón que hizo día de san Juan Bautista, dijo estas palabras: «Buen viejo, vos que sois de consejo, y que tenís tantas canas, decís que, a pesar mío, se abrirán las tiendas los días de fiesta. ¿No veis que yo soy ya pobre viejo, y un no nada, y que no hacéis este pesar a mí, sino a Dios? Pues yo os aseguro que en los días de hacienda las cerraréis, porque os enviará Dios una peste, que os las hará cerrar, y esto lo veréis vosotros, y no lo veré yo». Cumplióse puntualmente, porque el santo varón murió por los principios de quinientos y ochenta y nueve, y el junio y julio siguiente comenzó la peste de Barcelona, que hizo notable estrago. Mas todos los cuerdos tuvieron por mayor daño y castigo más severo el haberles llevado Dios este gran padre que el azote de la peste, aunque muy severo, y parece le quitó Dios delante, para descargar el golpe, que su oración y santidad podían en alguna manera detenerle.



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Capítulo XIV

Prosigue la materia del pasado: sus escritos y virtudes

     Al continuo trabajo de leer y predicar se llegó el de sus escritos, en que, si hubiera gastado el tiempo que residió en Barcelona, le hubiera empleado fructuosamente. Son estos: un tomo, su título Documentos saludables para las almas piadosas, que con espíritu y sentimiento quieren ejercitar las obras y ejercicios que Jesucristo Nuestro Señor, y la santa Iglesia Católica Romana enseña. Forma en este libro un cristiano cuidadoso, y que obra con advertencia y mérito, intencionando las obras, que, en sí buenas, por hacerse sin intención, se pierdan. Al fin de este libro pone una Instrucción para ermitaños, con doctrina que alcanza a todo estado de personas. Otro: unos Discursos espirituales sobre la vida y muerte de la Princesa de Parma; un Tratado en alabanza de la castidad, efecto de la que tuvo; un Tratado de la frecuente comunión, y confesión, muy cuerdo y grave; un libro grande, que llama Camino y puerta de oración, en que facilita este ejercicio a toda suerte de estados; un Tratado de la singular y purísima Concepción de la Madre de Dios; otro anda con él, que intitula Explicación sobre el capítulo segundo, tercero y octavo del libro de los Cantares de Salomón; otro pequeño, contra las máscaras. Mas, donde se excede a sí mismo, en volumen y sustancia es en el libro que llamó Aviso de gente recogida, y especialmente dedicada al servicio de Dios, en que trata de los peligros de personas de espíritu, y en particular de toda suerte de tentaciones con gran conocimiento de esta materia.

     Estos libros, demás de ser muy doctos, están escritos con tan grande acierto, con un estilo tan sencillo y llano, que la persona de más corto caudal puede bastantemente entenderlos, sin ser necesarios comentarios y defensorios. Ostentan asimismo la profunda inteligencia que este padre alcanzó en la arte dificultosa de gobernar almas. Fue en esto tan gran maestro que por ventura en su tiempo (dejó a su gran Maestro, a quien sobrevivió veinte años) no hubo hombre de mayores noticias, ni de más acertadas experiencias. En la prefacción del último de los libros, que dijimos, dice era de sesenta y dos años, y había cuarenta y ocho estudiado estas materias, y treinta y dos tratado conciencias, y pasado por sus manos cosas innumerables, visto, leído y comunicado hombres doctísimos. Alcanzó un magisterio en esta parte y una doctrina tan sólida, que se puede seguir seguramente, y creer a quien la santidad, las letras, la edad, la experiencia, el haberse criado al lado del padre Maestro Ávila, y una gran luz de Dios, le hicieron prudentísimo. Estos talentos no los tuvo ociosos, porque, en cuantas partes estuvo, como si no atendiera a otra cosa, fue padre espiritual de innumerables personas; comunicólas, guiólas, mejorólas, sacó aventajadas almas; fue continuo en el confesonario, muchas veces le vieron, en acabando de predicar, sin desnudarse, sentarse en la escalerilla del púlpito, y oír de penitencia a cuantos llegaban. Todas las personas espirituales de las ciudades donde residió, fueron fruto de sus manos. Su casa, oficina de virtud, abierta siempre a cuantos quisieron valerse de su espíritu, oyendo a todas las personas, por bajas y humildes que fuesen, respondiendo a todas las preguntas, con una paciencia y mansedumbre increíble. Escribió cartas y avisos a los ausentes, perseverando continuamente en un perpetuo trabajo. Mas las que participaron con ventajas del espíritu y celo de este gran siervo de Dios, fueron las monjas de casi los conventos todos de Barcelona, a quien confesaba y hacía pláticas, que, como parte más bien dispuesta, dio grandes frutos de virtudes.

     ¿Qué ojos podrán fijarse en el resplandor de sus virtudes? Desfallece mi vista, cuando debiera alentarse, vencida de la fuerza de sus rayos. Mayor aliento, mayor vigor pedían; mas fueron tan esclarecidas, tan heroicas, que como un sol resplandeciente vencerán las nieblas de mi cortedad y insuficiencia. Su casa fue un recoleto monasterio; tenía en su compañía buen número de clérigos; vivían religiosamente, con gran recogimiento y concierto; ocupábanse en estudiar, escribir, dados a la oración y lección y otros ejercicios piadosos; algunos ratos del día, en hacer ciertas trenzas o cuerdas de esparto, para no estar ociosos ni un momento; sustentábalos con el estipendio de la cátedra, y lo que sacaba de la impresión de los libros, y limosnas. Fueron hombres de gran virtud, en especial un padre de Calatrava era su confesor, de quien hizo mucha confianza.

     Su aspecto fue de santo, venerable y grave; la composición exterior, admirable; su mesura, con gran edificación de cuantos le miraban; fue mansísimo y cortés, el trato de un ángel, sus palabras siempre espirituales, sin que jamás se le oyese alguna ociosa o inútil.

     Profesó la virtud de la pobreza evangélica en su mayor rigor; su vestido, pobre y humildísimo; anduvo siempre a pie; las alhajas de su casa, humildes y precisas, y que, más que al uso, servían a la penitencia, de que fue amantísimo. La cama, un colchoncillo; él la hacía, sin que consintiese llegar a ella otras manos; una cruz de madera grande a la cabecera. No se encendía jamás fuego en su casa, ni se comía hasta el mediodía; de casa de una persona devota se le traía una modestísima comida; la salsa, la lección de libros santos y pláticas espirituales; no era la comida común, que su rara y penitente abstinencia se contentaba con un poco de carnero cocido en agua sin sal; estos eran sus platos regalados, y sainetes; jamás cenaba, con una moderada colación pasaba toda la noche. Traía de ordinario ceñida al cuerpo una gruesa cadena de hierro con unas púas que le lastimaban; diola a una persona confidente, para hacer otra por ella; derramó algunas lágrimas, por verla esmaltada con su sangre. Tenía en su casa una capilla retirada en que decía Misa; los ornamentos, en extremo pobres; un Cristo de talla que tenía en el altar, no vino en que se le diese de encarnación, pareciéndole faltaba a la pobreza. La Condesa de Miranda, siendo virreina de Cataluña, se confesaba con él, y con su piedad deseó mejorarle de ornamentos, y colgarle la capilla con algunas sedas; su espíritu pobrísimo no consintió este adorno. Fue desasidísimo de cuanto el mundo estima. Dejó el arcedinato de Jaén, la cátedra de Baeza, su patria, la estimación que tenía entre los suyos; partió a Roma, de donde, desconocido, pensó ir a predicar a infieles. No acetó ser predicador del Rey, y las medras que de puesto tan honroso podía prometerse: y es opinión constante (fácil de creer en aquel siglo) que la Majestad de Felipe Segundo le presentó en un obispado, que no admitió su humilde conocimiento.

     Fue su humildad un prodigio. Léanse las prefaciones de sus libros, donde usa de términos tan abatidos y humildes, para aniquilar su persona, como si fuera un hombre lego que escribiera de cabeza. En el prólogo del Tratado de la limpia Concepción comienza con estas palabras: «Maravillarse ha por ventura el cristiano letor, cuando leyere o oyere, que un hombre tan sin devoción y letra, y teniendo por tan riguroso, haya osado tomar la pluma para escribir la limpia Concepción de Nuestra Señora». Esto dijo un catedrático que leyó Escritura cuarenta años. Y en la prefación del libro de la oración, dice: «Bien veo que dirá el letor, pues un hombre bajuelo, ¿cómo vos os atrevéis a escribir de una materia tan alta como la oración?» Y palabras equivalentes se hallan por todos los libros. Pidióle una persona grave un sermón; envió un hermano suyo estudiante a acordárselo; preguntó si estaba en casa el padre apostólico; atravesóle la palabra el corazón; bajó con aquella su santa indignación, y, después de haber dicho de su persona muchas bajezas, le dio una grave reprensión, porque le llamaba apostólico. En esta parte pudo conseguir poco: con este honoroso título le conocía aquel reino.

     Su castidad y recato fue admirable. Es opinión asentada que fue virgen. Así lo afirmó el padre Lorenzo, de la Compañía de Jesús, en el sermón de sus honras, y lo afirmaba su confesor, y de esta virtud fue fruto el Libro de la castidad, donde habla de la virginidad tan altamente. De su recato en el hablar con mujeres (guarda de esta virtud), me valdré de una gran autoridad, que saneará mi crédito: el maestro Juan Francisco de Villava, prior de Jabalquinto, en el docto tratado de los alumbrados, que anda al fin de sus Empresas espirituales, en la advertencia segunda, de la doctrina de san Crisóstomo, casi al fin del libro, reprendido el poco recato de algunos en el tratar mujeres, que hacen profesión de espíritu, dice poniendo al margen al doctor Diego Pérez:

           Y si los que se defienden con decir que no es su trato con galanas, y que por tanto no es razón que de ellos se presuma cosa fea, no obstante que se ponga en la ocasión, podrán engañar a los bobos, y no a una persona que yo conocí de las mayores prendas de letras y santidad que pisó nuestra tierra, que solía decir que no se atreviera él a ponerse solo en un aposento con una disforme negra de Etiopía, porque el demonio, cuando quiere y le dan lugar, es mejor pintor, y más diestro que Apeles y Micael Angel, y sobre lo más disforme y feo, sabe poner matices de cielo y sombras de gloria, como cada día se ve por experiencia de personas que, dejando a sus mujeres, como unos serafines, se mueren por esclavas y fregonas.

     Hasta aquí el Maestro Villava. Esto decía de sí un hombre de tan consumada santidad. Esta humildad fue su mayor defensa, que confianzas indiscretas han sido despeñadero de muchos.

     Su amor de Dios fue ardientísimo, igual el celo de su gloria, extremado en el amor del prójimo, para cuyo beneficio parecía haber nacido. Su oración, continua y elevada; gozó en ella muchas visitaciones divinas; tuvo muchas luchas con los demonios: sus compañeros le oían hablar con ellos; tratábanle con crueldad, ofendidos de las presas que les sacaba de las manos; apretábanle a veces de manera que el santo viejo no podía respirar; y, habiéndole una noche echado por una escalera, y pensando los enemigos que le dejaban rendido, él les decía a voces: «Aquí estoy, y si sois demonios, en el nombre de Dios volvamos a la pelea». Desaparecieron afrentados, tuvo notable imperio sobre ellos, y expelió algunos que tenazmente poseían y atormentaban los cuerpos. Pasó esta virtud a sus reliquias.

     Mas la virtud que con admiración le hizo amable y campeó más en este siervo de Dios, fue la caridad con los pobres. Apenas tenía para el sustento moderado de su casa; molestábale la necesidad ajena. Fueron grandes las limosnas que hizo, las miserias que remedió; cualquier regalo que le hacían, que la prudencia cristiana obligaba a recibirle, iba a los pobres de los hospitales; era muy inclinado a remediar necesidades de religiosas; todos sus ahorros eran para tener con qué contentar al pobre; dio tal vez las sábanas de la cama. Saliendo un día del Estudio general de Barcelona, se le puso delante un clérigo forastero, sin tener cosa con qué cubrirse; pidióle limosna; quitóse el manteo que tenía puesto, diole al pobre; fuese en cuerpo, nunca más bien adornado en los divinos ojos. Como lo vían tan fiel dispensador de lo propio, le ayudaron muchos con grandes cantidades de dinero; nunca le faltó qué dar. Una noche, dadas las diez, tocaron a su puerta y preguntaron por él; los compañeros no le dejaban bajar, temiendo que alguna persona a quien hubiese ofendido predicando, quisiese hacerle algún daño; él respondió que le dejasen ir, que no le haría Dios tanta merced que le matasen por esa causa. Bajando a la puerta, le dieron una gran suma de dinero y mucha ropa, de que venía una carga. Reformó el hospital general, y puso buen orden en el servicio de los pobres; servíanle franceses; hizo que todos los sirvientes fuesen naturales, y los vistió de sayal, y con las frecuentes visitas que los hacía, y sus limosnas, y lo que las encargaba en los sermones, se mejoró el partido de los pobres en número y regalo.

     El año de quinientos y ochenta y uno fue estéril en aquel reino, y grande el concurso de pobres de Barcelona. Insistió se erigiese el Hospital de la Misericordia, donde se socorriesen los pobres, y se doctrinasen, y en él se recogiesen las criaturas que andaban perdidas por la ciudad. Consiguiólo; venció grandes dificultades y contradiciones; fue obra heroica. Críanse en este hospital gran número de niños, y les enseñan oficios y ser cristianos. En reconocimiento de esta hazaña se puso un retrato suyo en este hospital.

     Extendióse su misericordia a los pobres de la cárcel; eran muchos, mayor su necesidad; hizo les dijesen Misa (había tiempo no la oían); reedificó una capilla y la proveyó de ornamentos; erigió una congregación de hombres píos, que cada día les llevasen una olla para su sustento. Apenas hubo obra pía que no recibiese aliento de su misericordia.

     Con estas obras y vida alcanzó tan gran opinión, que le tenían todos como un apóstol, un profeta, un ángel del cielo. Llamábale la ciudad a todas las consultas graves que se ofrecían; daba su parecer sin pasión, a gloria de Dios y provecho del bien público. Su autoridad, más que de hombre. Fue árbitro de la paz pública. Componía todas las diferencias y discordias públicas y particulares. Compuso un gran encuentro entre el virrey y el obispo, sobre llevar éste una silla en la procesión del Corpus. Temiéronse grandes pesadumbres y escándalos; mas el venerable doctor, con su prudencia y autoridad, los redujo a una amigable concordia. El año de quinientos y ochenta y ocho hubo una grande discordia entre la ciudad y virrey; pasó tan adelante el desconcierto, que una compañía de quinientos hombres acometió al palacio, y comenzaban a disparar, y la gente de la ciudad les seguía. Acudió con gran presteza el venerable Diego Pérez; fue tanta su autoridad, y la opinión de su virtud, que con sus persuasiones les hizo dejar las armas, y salir de los zaguanes de palacio; atajó aquel tumulto, sin que sucediese la menor desgracia; asentó un amigable acuerdo.

     Empleado en tan heroicas obras, tan del servicio de Dios, le parecía que era siervo inútil, y no hacer nada; todas sus ansias eran de ser fraile capuchino. Intentólo varias veces; opúsose el obispo y los perlados mismos de la religión no vinieron en sus ruegos, y se lo disuadían por no impedir el gran fruto que hacía; mas murió con estas ansias. En su testamento dice estas palabras: «Deseo que los padres capuchinos lleven mi cuerpo, o le hagan llevar a Monte Calvario, y allí me entierren cerca de ellos, que ya que en vida deseé estar con ellos, y ser su compañero, y no pude, sea siquiera muerto». Favoreció grandemente a estos padres cuando entraron a fundar en Cataluña; alabábalos en sus sermones y leciones. Del mismo beneficio participaron los padres descalzos carmelitas; venció algunas dificultades.

     Habiendo pasado una feliz carrera, acabado su curso, le llamó Dios para darle la corona de justicia. En su última enfermedad le faltó la habla y sentido ocho días continuos antes que muriese; algunos lo atribuyen a haber pedido a Dios no le enviase muerte con que diese contento a sus amigos; a esto llegó su humildad; que morir predicando, regalándose con Dios, dando consejos, disculpa una vida poco cuerda, aumenta grandemente el crédito de los que vivieron bien. Otros, y por ventura lo más cierto, dicen lo pidió a Dios, enfadado de ver que, estando enfermo, le viniesen a venerar como a santo, con demostraciones de estimación, intolerables al desprecio que de sí hacía. Libróle sin duda Dios de una gran molestia; todos los ocho días que duró la suspensión, vinieron a visitarle innumerables personas de todos estados; besábanle pies y manos, y hacían otras demostraciones de la opinión que tenían de su gran santidad. Por todo este tiempo salía de sus pies y manos, y de todo el cuerpo, un olor suavísimo que llenaba el aposento. No será juicio temerario pensar que esta suspensión fue efecto de la enfermedad, sino obra sobrenatural, y que Nuestro Señor, aun en esta vida, le comunicó unos vislumbres de la gloria, que tan vecina tenía. Y no es leve conjetura que, habiendo estado estos ocho días sin moverse, se levantó después por sí mismo, llamó al padre Calatrava, y se abrazó con él, y le dijo algunas cosas en secreto, que las entendió él solo; volvió a tenderse en la cama; poco después, con grandísimo sosiego, dio a Dios su espíritu, sin accidente o señal que suele haber en aquel trance, como levantarse el pecho, o caer alguna reuma, y no echaran de ver si había muerto, si unos como resplandores que le salían del rostro, con que parecía un ángel, no testificaran su tránsito, y su gloria. Viéndole muerto se abrazó con él el padre Calatrava, y con lágrimas dijo: «¡Oh, santo varón apostólico, bien te podemos llamar mártir, por el deseo que tuviste de padecer martirio, y virgen como el día que naciste, de lo que puedo dar testimonio delante de Dios, como el que te confesó cuarenta años!» Fue esta muerte a los veinte y ocho de febrero, a las once de la noche, de mil y quinientos y ochenta y nueve (habiendo predicado once años en Barcelona), en casa de una viuda noble y devota hija espiritual suya. Hizo el padre Calatrava salir la gente de la pieza, y dio orden a dos virtuosas matronas, hijas espirituales del padre, que compusiesen el cuerpo. Quisieron quitarle la camisa por devoción, y ponerle otra limpia, y yendo a ejecutarlo, perdieron de tal manera la vista que no pudieron ver el cuerpo virginal, ni hacer nada. Llamaron al padre Calatrava, que mandándolas salir, él solo cerrado compuso el cuerpo santo. Una de estas piadosas mujeres le cogió un bonetillo que tenía en la cabeza, con que dormía: instrumento con que ha obrado Nuestro Señor prodigiosas maravillas.

     Cuán gran milagro tuvo Barcelona en el doctor Diego Pérez vivo, lo mostró en su muerte; apenas había dado su espíritu, apenas había restituido su alma debida a Cristo, cuando toda la ciudad con gran concurso acudió a la casa, en que murió, a venerar y honrar al santo difunto, procurando algunas cosas de su uso para guardar por reliquias. Fue menester poner guardas; retratáronle muerto, y hoy se conserva con estima en muchas casas del principado. Con un concurso de toda suerte de personas, con un afecto y sentimiento grande, le llevaron a Monte Calvario, y le entregaron a los padres capuchinos, que con suma estimación le recibieron y le pusieron en la sepultura misma de los religiosos, pues lo fue con el afecto y deseos, donde es visitado de muchos. Hiciéronse en Barcelona grandes demostraciones de sentimiento y amor, reconociendo la gran pérdida. Apenas hubo iglesia o convento de monjas, donde no se hiciesen solemnísimas obsequias, las mayores que se han visto fuera de personas reales; levantáronse túmulos, humeaban los altares, resonaban las bóvedas de los templos con sus alabanzas. Pusiéronse varias poesías en lugares públicos, en que referían sus virtudes, sus hazañas, y se conservaron muchos días. Hase venerado su sepulcro como de hombre santo, y invocado su intercesión en todas necesidades, y Nuestro Señor ha obrado gran número de milagros con el contacto del bonetillo, que dijimos. Los padres capuchinos, agradecidos del afecto que les tuvo, cuanto envidiados de tener tan gran reliquia, han recibido deposiciones varias de muchos que han conseguido salud en dolencias peligrosas, enfermedades desesperadas; hanse reducido a un librico todos estos milagros, con algunas deposiciones de su vida de personas fidedignas, que por manos segurísimas han venido a las mías, de donde he sacado este sumario, que servirá de dar alguna noticia de este gran varón, mientras que sus barceloneses, obligados de tantos beneficios, nos den enteramente su vida. Si bien esta obligación toca igual y, por ventura mayor, a sus naturales de Baeza; y es de admirar que, en tantos años, una ciudad, donde ha habido tanta religión, tantos hombres insignes en letras y virtud, no haya hecho informaciones de las virtudes y vida de este varón apostólico, y sacádolas a luz; que fue gloria no sólo de la iglesia y obispado de Jaén, sino de toda España. Espero ha de enmendarse este descuido, y que unidas Barcelona y Baeza han de acudir al Pontífice Romano que nos permita públicamente venerar por santo al que tenemos por tal, manifestando al mundo sus virtudes y vida, para gran gloria de Dios y aprovechamiento de los fieles.



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Capítulo XV

Vida y virtudes del siervo de Dios, el padre Hernando Contreras

     El muy reverendo padre fray Luis de Granada, como dejamos escrito, no refirió en particular los nombres de los discípulos del padre Maestro Ávila, por ser los más de ellos vivos, y otras razones que pudieron obligarle al silencio. Sólo, hablando de su predicación en Sevilla, dice: «Aquí se llegó a él el padre Contreras, y algunos clérigos virtuosos, que trataron familiarmente con él, y se aprovecharon de su doctrina». Y en la predicación de Granada, añade: «Pudiera referir las personas insignes, que fueron tocadas de Nuestro Señor, que después fueron doctores en Teología, y muy útiles a la Iglesia con su ejemplo, y doctrina». Nombró al padre Contreras, o por ser ya difunto, o por el honor grande que daba al padre Maestro Ávila, con decir que se le llegó el padre Contreras y se aprovechó de su doctrina, ora sea como compañero, como yo creo, ora como discípulo. Fue alabanza incomparable del padre Maestro Ávila, que el padre Contreras, ya de mayor edad y consumada virtud, se le allegase. Debemos a este varón santo el haber gozado España al padre Maestro Ávila. Fue la mano de que se valió Nuestro Señor para detenernos a este varón apostólico. Debémosle grande agradecimiento y honorífica memoria, dándole el último lugar entre los discípulos, aunque haya sido el primero.

     Produjo esta generosa planta la nobilísima Sevilla; fecunda madre de eminentes hombres en letras, armas y santidad. Fue su padre Diego de Contreras: no se tiene noticia del nombre de su madre. Da lugar a que pensemos que lo fue la caridad, que le engendró en sus entrañas, e hizo olvidar la naturaleza Nació el padre Hernando de Contreras cerca de años de mil y cuatrocientos y setenta. Criáronle sus padres en todo género de virtud y ejercicios loables. Siendo de edad competente por sus grados, fue ordenado sacerdote. Sazonó los más floridos años de la vida con los estudios sagrados. Salió aventajado teólogo y muy buen Predicador, conforme a la verdad y sinceridad que se profesaba en aquel siglo. Sirvió en el coro de la iglesia catedral, y con humildad es fama que se ocupaba en enseñar los mozos de coro, y clerizones de la iglesia, latinidad sin algún interés, porque se aficionase a la virtud, y a servir mejor los ministerios eclesiásticos, y aplicarse al estado clerical. Comenzaron a descollarse en él desde muy mozo todas las virtudes; dificultoso es juzgar cuál de ellas dio mayores resplandores: sacaban las unas a las otras, y, como estrellas fijas en el firmamento de su alma, la convirtieron en cielo: grata habitación de Dios. Fue admirable su humildad en lo interior y exterior; escogió para su habitación una casilla humilde y pobre cerca de la iglesia catedral, no lejos de la puerta del Hospital de Santa Marta. Solía alquilarse a alhameles para tener allí sus caballos. No alteró nada su forma; acomodó en el pesebre la cama; los colchones, unas hazas de sarmientos, y un madero por almohada; y, por evitar la nota, la cubría con un cobertedor pobrísimo. Aquí le visitaron los más doctos y nobles hombres de Sevilla, y habiendo llegado a una suma estimación, perseveró en ella hasta la muerte. Después de ella el cabildo de la iglesia catedral la incorporó en el hospital; no permitió que aquella humilde casilla, ennoblecida con la habitación de tan insigne varón, y en cierto modo consagrada en templo, sirviese más a usos profanos.

     La templanza en el manjar afirman los cercanos a su tiempo que fue rara; apenas sabían cuándo comía; jamás admitió convite, aunque le porfiasen personas de autoridad, por no aventurar un solo día su abstinencia. No hay palabras que igualmente signifiquen su pobreza de espíritu, y el desinterés sobrehumano, siendo dueño de las haciendas de todos, y manejando tan grandes sumas de dinero, como después veremos. Nunca tuvo cosa propia; el menaje de su casa, correspondiente a la regalada cama que dijimos: unas sillas, una mesa con sus libros, prendas preciosas que hoy conservan doctos que los saben estimar. Su hábito, de verdadero pobre: un manto basto de paño negro abierto por los lados, como entonces usaban los sacerdotes, un bonete redondo, un sombrero encima con que cubría la cabeza, y un báculo en la mano. Su inclinación natural era la misericordia y caridad con los prójimos; devotísimo de los pobres de los hospitales, sus queridos amigos, para ellos eran todos los regalos que le hacían. Cantó Misa un sobrino suyo, llamado Francisco de Contreras; no previno cosa alguna para la fiesta; enviáronle devotos suyos muchos regalos; acetólos sin desechar ninguno; enviólos todos al hospital de los incurables, y generalmente cuantos socorros, limosnas y regalos le hacían, en salud y enfermedad, los repartía entre los pobres, dándose las manos la caridad y la pobreza y la abstinencia; ésta le hizo natural un sustento uniforme y moderado. Fue hombre de gran oración y meditación altísima; con ella celebraba frecuentemente, y con grande ejemplo de devoción; la contemplación, de la muy fina, y elevada; fue humanísimo: daba a todos agradable oído, acudía a las necesidades de todos, sin excusarse en cosa alguna, era afable de condición, jamás se le conoció descuido en su vida, ni una ligera imperfección. Hízole más amable ser de linda estatura y disposición corporal; fue muy devoto de Nuestra Señora, y la adoraba en su santa imagen del Reposo, que está detrás de la sacristía mayor de la santa iglesia. Cuentan que, habiéndosele causado de sus trabajos una pasión en el pecho, que le ahogaba, se vino delante de la santa imagen, y le dijo: «Virgen santísima, dadme reposo». Y al punto, echó de su boca una culebra mayor de un palmo, quedó libre de su mal. Por estas virtudes comenzó a ser conocido por los años de quinientos adelante, con notable estima de aquella gran ciudad, apreciadora de hombres de partes y méritos. Predicaba muchas veces (demás del sermón continuo del ejemplo de su santa vida); poníase una sobrepelliz muy llana, no por parecer singular, más por su humildad y el desprecio grande que de sí tenía. Estimóle en mucho el cardenal don Alonso Manrique, arzobispo de Sevilla, y haciendo una fiesta a san Ilefonso en su día, encomendó el sermón al bendito padre Hernando de Contreras; predicóle; hallóse presente el Cardenal; puesto en el púlpito puso los ojos en él; dijo: «Reverendísimo padre, vos me habéis mandado predicar este sermón de la fiesta de san llefonso, y yo os he obedecido como a mi perlado y señor, y me ha dado qué pensar lo que he de predicar: «Él Alonso y vos Alonso, mirad lo que va de Alonso a Alonso». Yo haré lo que debo por mí, y vos haréis por vos, y encomendémonos ambos a Dios». Con esto comenzó el sermón; fuese por la vida del santo, y sus virtudes; y, como las iba ponderando, volvía al arzobispo con su tema: «Él Alonso y vos Alonso, mucho va de Alonso a Alonso». Celebró el Cardenal el sermón, y gustó grandemente de aquella gran sinceridad y bondad; desde entonces en Sevilla quedó por proverbio, y común modo de hablar; cuando se hace comparación de personas desiguales, suelen decir: «Él Alonso y vos Alonso, mucho va de Alonso a Alonso». Floreciendo en esta gran opinión de santidad el venerable Hernando de Contreras, sucedió la jornada a las Indias del padre Maestro Ávila, y con ojos en cierto modo proféticos, conoció el gran provecho que había de hacer con su dotrina; dio noticia al Arzobispo, para que le detuviese, y conociendo más cada día la gran santidad de nuestro varón apostólico, se le llegó, como dice el padre fray Luis de Granada, con cuyo trato y amistad no hay duda que recibieron nuevos quilates sus virtudes.

     Coronó el santo padre Contreras esta vida tan ejemplar y santa con la obra de mayor misericordia de redimir cautivos, en que igualmente participan de libertad cuerpo y alma. Floreció la mayor parte de su vida, computado el tiempo de su muerte, cuando los moros de África, en emulación del invicto Carlos Quinto, molestaron con invasiones continuas las costas de nuestra España. Llevaban en cautiverio gran número de cristianos, y los trataban con rigor inhumano, en especial Dragud Arraez, rey de Argel, cosario cruelísimo. Llegaban por momento a Sevilla nuevas lastimosas de las continuas presas, y del fiero tratamiento; lastimaron el ánimo piadoso del santo sacerdote; resolvióse de darse a esta ocupación de redimir cautivos. El fuego grande de amor de Dios, que ardía en su pecho, le compelió en cierto modo a aplicarse a esta obra tan pía, tan santa, y con notable fervor vendió su patrimonio, ejemplo con que facilitó la empresa. Comenzó a juntar limosnas en Sevilla, y sus vecinos, viendo el ardor de su espíritu, estimando se ocupase en obra de tan singular misericordia, le comenzaron a acudir con larga mano. Juntó la mayor suma que pudo, y animoso en Dios, con un aliento gallardo, sin reparar en peligros, se encaminó la primera vez a Marruecos, donde comenzó su trato felicísimamente; y con la alegría natural de su rostro, y su modo afabilísimo, y con el ejemplo raro de su vida, ganó el amor y gracia de los moros; llamábanle «morab», que en su lengua quiere decir hombre de Dios, bueno y santo, usaron con él diferentes tratos de los que comúnmente suelen con religiosos y otras personas que hacen estas redenciones; no hubo menester mudar su hábito, ni disimular su estado clerical, que con él y por él fue respetado y conocido; con él entraba, y salía, y discurría por toda la Berbería, sin peligro ni recelo. Es fama que gastó en estas redenciones, en que ocupó gran parte de su vida, más de trecientos mil ducados, mas con tal despego y desentenresamiento, mejor diría, temores del dinero, que jamás le vio o tocó; todo cuanto juntaba y llevaba a las redenciones, corría por mano de terceras personas de confianza, que, como le estimaban, le acudían. Procedió con los moros con tan gran satisfacción y fidelidad, llegó a tener tan gran crédito con ellos que, si le faltaba dinero en Berbería para redimir los cautivos que le encomendaban, y él juzgaba que convenía sacarlos de cautiverio, por algún peligro, especialmente mujeres, y gente nueva, los pedía debajo de su palabra, y cuando quería asegurar a los moros que le pedían prenda, les daba el báculo que traía en la mano, compañero de sus peregrinaciones, y se le entregaba, y prometía desempeñarle presto, y los bárbaros quedaban tan seguros y contentos, como si les dejara un joyel precioso, y tal vez hubo que dejó el báculo empeñado en tres mil ducados; la avaricia africana, a vista de tan gran virtud, perdió su naturaleza; es tradición que este báculo le desempeñó la ciudad de Sevilla, dando los tres mil ducados, y le presentó, al emperador don Carlos, que le mandó poner entre sus joyas, y estimó como otra vara de Moisés, que mudó naturalezas; púsole el nombre del varón santo, cuyo había sido, y nota de quien le había dado.

     Iban en la compañía del santo padre Contreras, en los muchos pasajes que hizo al África, la paciencia, la humildad, la abstinencia, virtudes que se ejercitan en estas ocasiones, haciendo a todas la guía un fervoroso amor de Dios y de los prójimos. Cuando entraba en Argel, y en otras partes de África, le recibían los cautivos cristianos como a un ángel, cantando con voz alta: ¡Bendito sea el que viene en el nombre del Señor! Y los moros se lo permitían por la gran reverencia que tenían con el santo Contreras, que así le llamaban, y mientras se detenía en Argel, eran los cautivos tratados con humanidad por su respeto; era universal el consuelo de los fieles; animábalos, consolábalos, confortábalos en la fe, dando libertad a los unos y ciertas esperanzas a los que quedaban.

     Cuando salía de Sevilla (caminaba siempre a pie), le iban acompañando hasta la embarcación los hombres más principales de la ciudad, y al entrar en los puertos de Berbería le salían a recibir los moros y turcos, no sólo por el interés que les llevaba (como ellos decían), sino también porque les daba salud con su bendición y toque de sus manos, y le traían sus enfermos para que los tocase y bendijese. Mas lo que no puede referirse sin lágrimas y ternura, es el ver al venerable padre volver de sus redenciones. Entraba el noble triunfador en Sevilla; no como el ambicioso emperador romano, que acompañaban el carro de su triunfo libres hechos esclavos, por sólo el derecho de su espada; mas el capitán de Cristo, por el fuero de la caridad, entraba acompañado de libres, sacados de cautiverio. Salía todo el pueblo a verle y recibirle, y él, rico con tan honroso despojo, alegraba a todos con su presencia, y la de sus cautivos, y caminaba triunfante hasta el templo de la caridad, donde fijaba el estandarte del amor del prójimo, que servía de guión en esta empresa. Aumentaban este acompañamiento muchos moros y judíos que traía convertidos, que era otra parte de sus felicísimas jornadas, que pide más larga historia. Trabajó mucho en la conversión de [in]fieles; disputaba con ellos, sobre el engaño de sus setas, y con sus grandes letras, fervorosas y eficaces razones, trajo a muchos a la fe de Cristo.

     Publicaba en Sevilla su empeño, sus necesidades; decía públicamente en las iglesias y plazas, y en las casas de los principales, eclesiásticos y seglares, que venía empeñado en tantos millares de ducados, que cada cual había de ayudarle a desempeñarse, y que, después de la honra de Dios, era de los particulares de Sevilla; y así, con la confianza en el celo, y de los ciudadanos ilustres, prometía a los moros de cumplirles su palabra con brevedad; todos le acudían largamente, pagaba lo que debía, y las sobras de unas redención era principio de otra. La mayor parte, y última de su vida, como dijimos, se ocupó en esta contratación santa, imitando al Hijo de Dios, que, por rescatar los hombres del poder del demonio, del pecado y del infierno, vino al mundo, y ganó el glorioso título de Redentor. Con los continuos pasajes del santo padre Contreras, era tan conocido en Argel, como en Sevilla, y en ambas partes estimado por santo, de manera que los moros pedían rogase al santo Alá por ellos, para que les diese buenos sucesos en sus cosas; mas su gran caridad, reputándolos, aunque infieles, por sus prójimos, pedía a Dios su conversión, y porque se aficionasen a la fe católica, suplicaba les concediese los bienes temporales, en que sucedió un caso muy notable.

     Estando en Argel, en uno de estos rescates, por el mes de abril -no es cierto el año, aunque se presume sería el de quinientos y treinta y uno, que fue generalmente falto de agua-, era señor de Argel Hariademo Barbarroja, pidióle licencia para el rescate a que venía. Estaba la tierra falta de agua, preguntóle el rey si había llovido en España, respondióle el padre Contreras que sí, porque los cristianos habían pedido a Dios con devotas oraciones su remedio, y Dios les había oído; quedó suspenso el bárbaro, y le dijo si quería hacer oración a Dios por ellos, para que les diese agua. Vino el santo sacerdote en hacer lo que pedía, con que le diese para ello todos los niños menores de siete años, y los niños cautivos, que no pasasen de diez (había buen número entonces), y que si Dios le oyese y enviase agua, le había de dar libres los niños cristianos, y que si no, recibiese la buena voluntad y deseo de servirle. Aunque la condición parecía dura, vino el rey en el concierto; creyó que no tendría efeto la promesa, porque el milagro había de ser muy grande y, conforme a las influencias del cielo y días de luna, era imposible lloviese. Mandó luego dar los niños moros y cristianos de la edad que el santo varón había pedido; pasaban los fieles de doscientos; juntólos en la plaza de Argel; ordenó con ellos, y otros eclesiásticos, que le permitieron, una devota procesión; encaminó al baño de los cautivos (así llaman un lugar donde a estos esclavos miserables se les dice Misa y administran los santos sacramentos de la Iglesia); iban cantando las letanías romanas; apenas comenzó a caminar toda aquella inocencia, cuando el cielo reconoció la fe de su ministro, ablandóse de manera, y comenzó a dar tanta abundancia de agua, que por todo aquel día no pudieron salir del baño; los moros quedaron atónitos, el rey confuso y les envió socorro de comida. Duró el agua seis días continuos, con que remediaron los campos. Cumplió el rey su palabra, con que el santo varón volvió muy rico con los gajes de su fe; afirman que aquella vez trujo más de trecientos cautivos.

     Creció con esto su opinión entre los moros, y en todos sus trabajos se encomendaban en sus oraciones, y comunicábanle sus más íntimos secretos, hasta los renegados, que suelen, por la vergüenza que sienten de su apostasía, huir de los religiosos; y algunos, que conocían su yerro, le pedían sus oraciones; dábanle algunos avisos de máquinas que se intentaban contra los cristianos, en gran beneficio de estos reinos, especial una salida que intentaba el rey de Argel; vino a reparar el daño, con sentimiento del moro; con que cesaron sus viajes, con gran dolor de corazón, por impedirle el uso de su caridad en obra tan heroica, aunque él la ejercitaba en otras cosas muy del servicio de Dios.

     Tuvo noticia de las virtudes y viajes del santo padre Contreras el emperador Carlos Quinto, y le presentó en el obispado de Cuadix; mas el varón cuerdo, con profunda humildad y agradecimiento, se excusó de esta carga, no se pudo acabar con él que la acetase. Cuentan personas de crédito que, el día que le trujeron la cédula, sintió una grande y notable turbación, y que se retiró a su casa, y se dio una fuerte disciplina, como para vencer una molesta tentación, y entendido por un amigo suyo, le preguntó la causa de maltratarse así; tras haber dejado un obispado, hazaña que merecía más premio que castigo, respondió que había azotado a un diablo obispo, que le quería tentar.

     Habiendo llegado con estos santos ejercicios a una grande ancianidad, causada más de los trabajos y penitencias, que de los años, se le aumentaron sus enfermedades: padecía unas llagas en las piernas ocasionadas de los caminos; andaba con dificultad y pena. La aflición de su espíritu, por no poder acudir a sus peregrinaciones, le congojó en demasía; entre estas ansias, y muchas obras buenas, le sobrevino la enfermedad postrera, en su pobre casilla, teniendo su gran pobreza por compañera, la cama en el establo, donde le visitaban los hombres más graves y principales de Sevilla; asistíale el sobrino clérigo, o un hermano del hospital de las tablas. Vino a visitarle en esta ocasión la duquesa de Alcalá, doña Juana Cortés, y compadecida de tan pobre y áspera cama, le ofreció enviarle una, en que tuviese algún descanso; acetóle de buena gana, y luego que llegó, la envió al hospital de las tablas. Con el poco regalo, y los dolores, y miseria, que voluntariamente padecía, ocupado continuamente en la meditación de la pasión de Cristo nuestro Señor, habiendo recibido con devoción cristiana todos los sacramentos, que en el discurso de la enfermedad había frecuentado diversas veces, con suma paz y tranquilidad, volvió su espíritu a su dueño, que para tan gran gloria suya le había dado, a los veinte de febrero el año de mil y quinientos y cuarenta y ocho, a los setenta y seis años de su edad. Quedó su rostro tan hermoso y ledo que parecía dormido. Las duquesas de Alcalá y de Béjar le amortajaron y vistieron con sus manos; buscábanse sus alhajas por reliquias, y con un bonete suyo, que llevaban a enfermos, obró Dios grandes milagros. El cabildo de la santa iglesia, con generoso y piadoso afecto, se encargó de sus obsequias. Hízosele el entierro con la pompa funeral que si fuera un gran perlado; lleváronle en hombros los más graves prebendados; concurrió todo el pueblo, deseoso de venerar y tocar el santo cuerpo. Diósele honorífico lugar en la iglesia catedral, señalado milagrosamente, según cuentan, por un niño, en parte que se ha negado a sus perlados. Y, a su costa, el cabildo, sobre el sepulcro, murado para mayor conservación y decencia del cuerpo, puso una losa gravada; en ella este epitafio:

           Gloriam G. D. Deo.
     Dormit hic clarus virtutis omnis alumnus Fernandus a Contreras, Guadice Episcopus designatus, qui post omnia monstra devicta pauperiem mansuefecit habuitque comitem, et captivorum in Africa redemptioni magnis exhaustus erumnis usque ad senium inservit, postquam judaeos et sarracenos ad veritatis agnitionem compulerat. Obiit anno Domini 1548, decimo kalendas Martii.

     Declara esta inscripción sus virtudes, con pocas palabras comprende lo más generoso y excelente de su vida. Estos días la piedad religiosa de un gran amador de la virtud, y honrador de los santos, ha hecho que se reciban informaciones de su vida, y renovado las letras de la losa, y, aunque se movió para este efeto, la veneración al santo cuerpo venció a la curiosidad, aunque parecía justa; no se llegó a descubrir el cuerpo, que sin gran causa no es bien inquietar a los muertos, si bien los que andaban en la obra, setían se encubría allí un gran tesoro. No se quedó su opinión en estos reinos, túvola igual de santidad en los extraños; el padre Nicolás Orlandino, ya citado, dice de él estas palabras en el libro octavo, número ochenta y nueve:

           Hispanus erat quidam Ferdinandus, cognomento Contreras, apprime sancus, qui charitatis studio flagrantissimus eorum sibi christianorum depoposcerat curam, sive corpora de servitute redimeret, sive ut animas a Satanae dominatu defenderet. Hic oblatum episcopatum et abbatiam simul adiunctam constanti animo recusaverat, eodemque semper tenore vitae adeo se probaverat universis ut magna apud Hispalim sanctitatis opinione decesserit. Cuius ad funus facto undique ex ea civitate concursu tanta fuit seu pie cadaveris attrectadi religio, seu reliquiarum inde aliquid asportandi cupiditas, vix ut aliquid ex barba, capillo, unguibus totoque cultu corporis superfuetit.

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