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Capítulo XI

Del don de consejo y de prudencia

     Tuvo este varón, con singular alteza, los dones de consejo y discreción de espíritus, con una prudencia mas que humana, y por eminente en esta ciencia fue conocido y tenido en toda España de todas las personas santas que en su tiempo florecieron. Estos atributos fueron como debidos a la facultad y oficio que profesó, de perfecto predicador y guía, y padre de almas, a quien habían de ocurrir innumerables casos, en que era forzoso valerse de estos dones.

     Fue un oráculo en su tiempo; acudían a él de muchas partes a pedirle consejo y determinación en dudas de conciencia, y de otras muchas materias. Pudo decirse por él lo que la Escritura santa de Alquitofel, aquel gran consejero de David, aunque de diferente virtud, que era tal su consejo que se acudía a él como si se consultara a Dios; por ventura de ningún santo se dicen tantos casos, en que con tan gran acierto aconsejase lo conveniente. Diole Nuestro Señor una excelente y singular prudencia, y una maravillosa virtud en conocer las inclinaciones y sujetos de las personas que le comunicaban, y pedían consejo, mayormente sobre la elección de estado, o eclesiástico o seglar, mostrando la experiencia que los que no habían seguido su consejo se habían perdido. Sus consejos como se vía por el efecto, no eran consejos de hombre, sino de Espíritu Santo.

     Fue sin duda la persona más consultada que hubo en España en su tiempo, y por no faltar a tantas cartas, que sobre todas materias se le escribían, usaba de esta providencia, que tenía en su aposento un ovillo hincado con clavos a trechos en la pared con los títulos de las personas y ciudades de donde le escribían, y así trabajaba por satisfacer a todos. Otros acudían por oír alguna palabra de edificación. Y por este concurso tan continuo dijo una persona discreta que este gran varón, entre los siervos de Dios, era como señor de salva, por la mucha gente que con él negociaba y pendía de su consejo, porque de más de cien leguas venían a él para determinarse en el estado y manera de vida que tomarían. A unos aconsejaba, que fuesen religiosos de esta o de aquella religión; a otros que se casasen; a otros que tomasen órdenes sacros, o quedasen solteros, o de otra manera; o ejercicio de vida, según la información que le daban. Finalmente, este don de consejo fue el más particular que se ha visto ni leído en Historias eclesiásticas, porque a los que aconsejó el estado que habían de tomar para alcanzar la salvación, o la perfección, parece que un ángel se lo había aconsejado, y así perseveraban en aquel puesto que el santo Maestro les señaló, por cuarenta y cincuenta años, como si fuera el primer día que este varón prudentísimo les había dado aquel consejo. Ya admiramos la gran perseverancia de aquel devoto sacerdote de Córdoba, que permaneció tantos años en el hospital de San Bartolomé, sin que la edad ni el tiempo le sacasen de aquella penosa ocupación, sólo por habérselo aconsejado su buen Maestro.

     Fueron inumerables los casos y sucesos en hombres, que sin conocerlos, de sólo una visita les decía este varón iluminado lo que debían hacer, con tanto acierto, que fueron varones insignes en las religiones, y fuera de ellas; y lo que es más de admirar, que muchas de las personas que venían a pedir consejo para tomar estado, viniendo inclinados a casarse, les aconsejaba que fuesen religiosos, y otros, con ánimo de entrar en religión, les decía se casasen. Ninguna persona le consultó y hizo lo que le ordenaba, que errase; fueron muy acertados sus consejos, y todos los que le siguieron vivieron alegres y contentos, fueron muy virtuosos, dieron buen ejemplo y dejaron loable fama. Movió con su consejo a muchas personas para obras grandes del servicio de Dios; emprendieron muchos animosos la perfección, que consiguieron felizmente.

     No vimos pocos ejemplos de esta verdad, tratando de sus discípulos; los más, o todos, eligieron estado por su consejo, siguieron sus pisadas, fueron hombres eminentes; dijo a muchos estudiasen latinidad, y se hiciesen sacerdotes; intento a que, por la edad y modo de su vida precedente, repugnaba la prudencia; el suceso mostró que un espíritu divino movía aquella lengua.

     Vino de las Indias don Pedro de la Cerda con grande hacienda, que gastaba más como mozo que como indiano. Súpolo el padre Maestro Ávila, y por todos caminos procuró su reducción; persuadióle que era mejor gastar su dinero con pobres que con mujeres. Fue una de las más raras mudanzas, la de ese caballero, que se vio en Granada, empleóse en ejercicios de todas obras buenas; resolvió ser religioso, en que no vino el padre Maestro Ávila, antes hizo se casase; procedió en este estado santamente, y dos hijas que en él tuvo, las dedicó a Dios, aunque muy ricas. Fue larguísimo en limosnas; llevaba a sus hijas, cuando crecidas, a las casas de los pobres enfermos vergonzantes; dábales en su presencia limosnas, para que ellas hiciesen lo mismo con las religiosas menesterosas; murió ejemplarísimamente; fruto de los consejos y dirección del padre Maestro Ávila.

     Un mancebo de Córdoba le fue a consultar, si sería ermitaño; estaba muy inclinado a este modo de vida, y aún persuadido tenía vocación de Dios, y señales de ello. El santo padre Ávila dijo no le convenía. Entristecióse el mozo, y le pareció que el consejo no era bueno; discurrió porfiadamente, llevado por ventura de alguna melancolía. El santo Maestro le respondió con frío: Numquid tantum est Deus solitariorum? Poco después perdió el juicio.

     En otra ocasión le consultó una persona sobre cierto negocio, y no le agradó su respuesta; más, el día siguiente este hombre confesó, y comulgó, y acabando de comulgar, estando recogido, sintió que interiormente le decían: «A mí tu voluntad, a mi siervo tu parecer; y esto no es engaño». Entendió el hombre esto, y otro día fue al padre Maestro a pedirle se determinase en lo que le había de aconsejar, porque él venía determinado a cumplirlo, y no le dijo por entonces nada de aquel movimiento que había sentido en su corazón, mas después se lo vino a declarar. Este caso pone el padre fray Luis de Granada.

     Estando un día en oración, llamó al padre Villarás y le dijo: «Si llegare algún hombre a preguntar por mí, aunque esté recogido, llámeme». Era esto fuera de su estilo, porque las horas que tenía señaladas para la oración no se habían de interrumpir por graves negocios que se ofreciesen; poco después llegó a la puerta un hombre que venía de camino; preguntó por el padre Maestro, entró y hablóle; después de haber salido, dijo el forastero: «Yo he venido desde Roma a tomar parecer con el padre Maestro Ávila del estado que me conviene tomar, para que mi alma se salve, y me ha dicho algunas cosas cerca de dudas que yo tenía, que sólo las sabía Dios y yo». Después de ido, dijo el santo Maestro al padre Villarás: «Lástima tengo a este hombre, el trabajo que ha pasado: pero será Dios servido que no sea perdido, hemos de acudir unos a otros.»

     El doctor Pedro López, natural de Valladolid, médico insigne del emperador Carlos Quinto, vino desde Alemania hasta el Andalucía a poner en manos del santo Maestro Ávila su persona y hacienda, para que dispusiese de ello, como entendiese ser más agrado y servicio de Dios. Estaba persuadido que con su rara prudencia, y luz que Nuestro Señor le daba, acertaría en lo que acordasen. El santo Maestro le aconsejó que hiziese asiento en Córdoba, y fundase un Colegio de estudiantes, donde se criasen buenos sacerdotes. Vino fácilmente en ello; hízose un muy bastante edificio, cercano al Colegio de la Compañía de Jesús, a cuyo estudio acuden los colegiales, y están al gobierno de los padres. En esta obra tan santa empleó toda su hacienda y gajes, que tiraba del emperador, y grandes ganancias, que hizo con señores del Andalucía. Vio y gozó de esta fundación en vida, que son las obras pías que se logran y favorece más Dios, y después de muchos años murió santamente.

     Siendo mozo, el ilustrísimo cardenal Toledo le consultó la facultad que estudiaría; él se inclinaba a la Jurisprudencia, para socorrer sus padres, que necesitaban de su ayuda; el santo varón le aconsejó que estudiase Teología, que su ingenio era aplicado a esta ciencia y le aseguró que había de lucir en esta facultad. Envióle a Salamanca, donde le acudió en los alimentos necesarios; el suceso mostró el acierto del consejo en la eminencia y letras de este gran Cardenal.

     Residiendo en Montilla, vino un forastero a pedirle consejo en un negocio importante, preguntando en la posada por la casa del Maestro, le dijeron que estaba para predicar en la iglesia parroquial; fuese a oírle; en acabando el sermón, salió diciendo: «El padre Maestro parece me había leído el corazón, y sabía lo que venía a consultar; en el sermón me ha respondido a las dudas que traía, y satisfecho a mi deseo, vuelvo muy contento, mayormente por haber oído predicar a un varón santo».

     Vivía en Montilla un Diego López, hombre virtuoso; tuvo intento de hacerse religioso; consultólo con el padre Maestro Ávila; no le salió a ello; él porfió en su intento; negoció le recibiesen en el convento del Tardón, aquel gran santuario, que está en Sierra Morena, de que hablamos. Fue a despedirse el buen hombre el día de su partida del padre Maestro Ávila; pidióle consejo de cómo se había de haber; el santo varón le dijo: «Vaya hermano, que cuando venga se le dirá lo que ha de hacer». Tomó el hábito, a pocos meses cargaron sobre él tantas enfermedades, que le fue forzoso dejarle, y vuelto a Montilla visitó al padre Maestro Ávila; holgó de verle y le dijo que no le convenía el ser religioso, que su vocación era estado de continente, que no se casase, que tomase algún oficio honesto de manos para sustentarse; hízolo así; vivió con mucha virtud y buen ejemplo.

     Tuvo el santo Maestro en su servicio a Juan Rodríguez, hombre virtuoso. El año último de su vida, pocos meses antes que muriese, le dijo: «Hermano Juan, yo le puedo aprovechar poco en poco tiempo, y así le aconsejo, si quiere servir mucho a Nuestro Señor, tome estado de religioso, que en él le honrará Dios, y esto le conviene para salvarse». Juan Rodríguez siguió este consejo, tomó el hábito y profesó en la sagrada religión de nuestra Señora del Carmen; resplandeció en toda virtud, y fue muy observante religioso, y estimado en su religión, y con el tiempo fue provincial en el Andalucía; cumplióse a la letra lo que el santo Maestro le predijo.

     Vivían en un lugar cerca de Montilla dos casados afligidos, porque en ocho o diez años de matrimonio no habían tenido hijos; resolvieron de hacerse religiosos; fueron a consultar su determinación con el padre Maestro Ávila; discurrió con ellos en la vocación; díjoles, que se volviesen a su casa, y encomendasen a Dios sus deseos, y que de allí a dos meses volviesen a darle cuenta de cómo les iba de propósitos. Hiciéronlo así. A poco más de un mes volvió el marido muy alegre de que se sentía preñada la señora. El santo Maestro dijo: «Hermano, vaya con Dios, haga vida conyugal, que eso le conviene para su salvación». Exhortóle a que sirviese a Dios con su mujer en aquel estado, y que al hijo que naciese, que sería varón, le criasen con cuidado en santo temor de Dios, y buenas costumbres, porque sería religioso, y hombre de letras y gobierno; sucedió así como lo dijo.

     No puedo dejar de referir con ternura las admirables virtudes, loables trabajos y sudores del venerable padre Juan del Águila, de la Compañía de Jesús, maestro y guía de mis primeros años. Merecían mejor pluma; suplirá por la elocuencia el afecto. No trato de la nobleza de su casa, que la dejó por Cristo, donde mejoró de calidad, siendo la suya tan buena. Residiendo en Salamanca, graduado de licenciado en derechos, oyendo un sermón al padre doctor Juan Ramírez, aquel varón apostólico, de quien tan cortamente hablamos, se movió de manera que, quitándose el cuello de la lechuguilla, le fue siguiendo llorando; trató de mejorar vida y mudar de pretensiones; comenzó a emplearse en obras de caridad, hasta hacer en su casa un hospital de hasta treinta enfermos, a quien curaba y servía. Dejando la facultad primera, se puso, ya hombre, a estudiar Artes, y inflamado en deseos de mayor perfección, tomó, para su acierto, por intercesora la Virgen santísima. Fue en peregrinación a Guadalupe, y otros santuarios; anduvo por diversos monasterios, mirando el modo de vida que más ajustase a sus intentos, en que anduvo a pie más de doscientas leguas; y como por este tiempo llenase a España el gran nombre de santidad del padre Maestro Ávila, y el singular don que tenía de Dios para encaminar las almas en el estado de vida que a cada uno convenía, acordó ir al Andalucía a tomar consejo del padre Maestro Ávila. Diole cuenta de sus intentos; aconsejóle entrase en la Compañía de Jesús, con que tuvo por cierta su vocación. Dio la vuelta a Salamanca; allí recibió el hábito de esta sagrada religión, donde vivió santamente, ocupado en los ministerios que profesa. Después de haber sido rector de Valladolid y Medina del Campo, vino a vivir a Madrid, donde fue el empleo de sus mayores trabajos. Tenía partida la semana, sin tener un día de descanso, en cárceles, hospitales y escuelas de los niños. Hablo como testigo de vista de muchos años. Diole Nuestro Señor particular talento para enseñar la dotrina a los niños; y por ventura en este ministerio fue de los más eminentes que tuvo su religión. Tenía una voz de bronce, una gracia y agrado extraordinario, que hacía más amable o venerable de la persona. Predicaba todos los domingos en la plaza por la tarde. Las fiestas y los jueves, que no había estudios de latinidad, en compañía del padre Miguel de Reino, inseparable compañero suyo, varón digno de memoria eterna por sus solidísimas virtudes, iban a hacer la dotrina, ya a una ya a otra parte, y, las más veces, por los arrabales de la villa. Sacaban los niños de una escuela; iban cantando la dotrina a la primera plazuela; allí la enseñaba y predicaba; a que se juntaba mucha gente. En esto se empleó muchos años, con edificación grande de la corte. Y el rey don Felipe Segundo deseó oírle; su grandeza y achaques no dieron lugar a ello. Dábanle personas devotas algunas limosnas para el agasajo de los niños; ocupado en estos ministerios le halló la muerte; pasóle a mejor vida a veinte y cinco de mayo del año de quinientos y noventa y nueve, a los setenta y tres años de su edad. Probó bien el suceso el acierto del consejo del santo Maestro Ávila.

     No daba estos consejos acelerada y repentinamente, mas con gran madurez y advertencia; porque ordinariamente, en todas las preguntas de cosas graves, siempre acudía a la oración, y la pedía también a la persona que pedía el consejo, porque, como prudente y visto en las sagradas Escrituras, sabía que estaba escrito que los pensamientos de los mortales son temerosos, y sus providencias inciertas, y dudosas, y que dijo Salomón que es grande la aflicción del hombre, porque ignora las cosas pasadas, y por ningún mensajero puede tener noticia de las venideras. Entendiendo, pues, esta verdad el varón prudentísimo, y que el suceso de los negocios que se esperan, y están por venir, nadie sabe cuál será, sino sólo Dios, tenía por cosa peligrosa dar parecer en cosa alguna, sin encomendarlo mucho a Nuestro Señor, así por su parte, como del que pedía el consejo, y para esto traía aquellas palabras del rey Josafad, que, viéndose en un aprieto, hablando con Dios, decía: Cómo no sabemos, Señor, lo que nos conviene hacer, sólo este remedio nos queda, que es levantar nuestros ojos a Vos. Por defeto de esta diligencia engañaron a Josué, y a los príncipes del Pueblo, los gabaonitas. De la oración, y de la luz particular, que en ella le daba Dios, nacieron los aciertos de los consejos del padre Maestro Ávila, a que ayudó su prudencia, que fue la que veremos.

     La prudencia del padre Maestro Ávila fue celestial, y más rara, y en más heroico grado de cuantas se han conocido ni oído en nuestros tiempos, ni en muchos de los pasados; y manifiestamente parecía sobrenatural y divina, porque la presteza y destreza tan general, con aciertos tan grandes, en todo género de materias, pedían causa muy superior, como era el Espíritu Santo, que gobernaba a este apostólico varón. Fue su prudencia por todas maneras excelente en todo, y para todo. Decía el conde de Feria, don Pedro Fernández de Córdoba y Figueroa, que, si le preguntaban quién era bueno para rey, dijera que el Maestro Ávila; quién bueno para Papa, que el Maestro Ávila; quién bueno para capitán, el Maestro Ávila; quién bueno para asistente de Sevilla, el Maestro Ávila, y es común sentimiento de hombres doctos y espirituales, que el don de sabiduría, y consejo que tuvo el santo Maestro Ávila, fue de lo muy raro que ha habido en la Iglesia de Dios.

     En el tiempo que vivió en Montilla, la marquesa doña Catalina, gobernó sus estados de Priego y Aguilar por el consejo y prudencia del padre Maestro Ávila, con singular paz y quietud, y satisfacción de sus vasallos. Llamaban aquel tiempo el siglo de oro; estuvieron los vasallos ricos, prósperos y obedientes; excusábanse pecados, castigábanse los públicos, remediábanse los secretos, y esto con gran caridad. Es la mayor felicidad de los príncipes, buenos lados; enferma muchas veces la salud pública de dolor de costado.

     Tuvo tan gran concepto de la prudencia y consejo del padre Maestro Ávila, don Pedro Guerrero, arzobispo de Granada, que, habiendo de ir al Concilio de Trento, donde este insigne prelado mostró sus grandes letras, santidad y talento, le deseó llevar consigo; excusóse el venerable Maestro con sus grandes enfermedades; diole un memorial con avisos divinos, para reformación de la cristiandad, en especial del estado eclesiástico. Refiriéndolos en sus ocasiones a los padres del Concilio, los recibieron con aplauso, y el humilde Arzobispo dijo llanamente ser del padre Maestro Ávila. Cuentan también que le escribieron cartas para que informase en diferentes materias; tan grande fue el concepto que se tuvo de su consejo y prudencia.

     Sea última prueba de su prudencia un consejo que importará a muchos el tomarle. Aconsejaba comúnmente a todos el huir ocasiones, en que son pocos los cuerdos. Tuvo amistad con don Juan Manuel, caballero de los más principales de Córdoba; decíale muchas veces: «Señor don Juan, si quiere ahorrar dineros y pecados, haga casa y vivienda en el campo»; tomó el consejo, hizo algunas en diferentes partes, donde se recogía, y afirmaba le había sido el consejo de gran provecho.



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Capítulo XII

De la gracia de discreción de espíritus y don de profecía

     Esta gracia de discreción de espíritus, dicen los que tratan de ella, que es especie de profecía, y un don muy excelente y de mucho provecho en la Iglesia. Dale Nuestro Señor comúnmente a personas que gobiernan almas. El oficio de esta gracia es discernir, si la moción interior es inspiración de Dios, o del buen ángel, o instigación del demonio, o moción del propio espíritu o alma del hombre, conociendo por los efectos, y otros principios y reglas, y principalmente por una luz superior, el origen verdadero de lo que pasa en el alma. Y asimismo juzga de muchas obras que en la apariencia pueden ser muy buenas, y proceder de muy torcido principio. Tiene también por oficio sobrenatural, y maravilloso, el penetrar y conocer los pensamientos que están más secretos y escondidos en el corazón, y ver cómo con los ojos corporales lo que en aquel secreto retrete pasa, y juzgar por aquí los quilates de oración y perfección que una alma tiene. Este don no reside siempre en el alma, sino al tiempo que Dios es servido, porque, en las ocasiones que son de su gloria y voluntad, suele ilustrar con luz sobrenatural el entendimiento de sus amigos, para que, mediante esta luz, conozcan tan grandes secretos.

     Es cosa certísima que tuvo con singular alteza el venerable Maestro Ávila este don de discreción de espíritus, y esta luz extraordinaria y grande. En esta opinión fue tenido y conocido en toda España de todas las personas santas de su tiempo. Varios testimonios de esto pornemos más adelante, cuando escribamos los elogios del santo padre Maestro Ávila. Basta por ahora el del padre fray Luis de Granada, que afirma haberla tenido, y que podía referir varios casos en que declaró con una luz admirable no ser de Dios muchas cosas que, en la apariencia, se tenían por buenas. De esta verdad quedaron estos sucesos.

     Acudía a la capilla de la Vera Cruz de San Francisco de Córdoba un hombre de exterior bueno; la continuación y el tiempo que gastaba en oración le dieron fama de santo; del ademán y elevamiento creían todos estaba arrobado. Estando en esta postura llegó el santo Maestro Ávila, y tocándole con la mano, en voz baja le dijo: «Hermano, déjese de eso, mire que le entiende Dios; deje ficciones, vaya a la verdad». Levantóse el buen hombre, como víbora pisada, y furioso, con una cólera grande, y no menor soberbia, le dijo: «Mal cristiano, demonio, inquietador de los siervos de Dios, que están en oración, ¿qué me quieres?» Tras esto le cargó de otras injurias, con que se descubrió hasta dónde llegaba la santidad del hipócrita. El venerable Maestro llevó las palabras con gran modestia y mansedumbre.

     Madalena de la Cruz, monja de Córdoba, ocupaba la primera opinión de santidad de España; es cierto que le llevaron los primeros paños, y mantillas del príncipe don Carlos, primogénito del señor rey don Felipe Segundo, para que los bendijese. Nuestro santo Maestro conoció que sus cosas eran del demonio, y, estando en Córdoba, nunca se pudo alcanzar de él que la visitase; antes le envió a decir que presto se descubriera quién era, y esto pasó cuando su fama volaba por el mundo; a pocos años el Santo Oficio averiguó el fingimiento de su santidad y la castigó, como es público.

     Por el contrario fue maravilloso el acierto que tuvo en juzgar del espíritu de santa Teresa de Jesús, cuando su humildad y recelos aún la tenían tan dudosa, que fue a dar cuenta de sí al inquisidor, como vimos. El venerable Maestro, con una seguridad admirable, calificó sus cosas por de Dios, y como, un sol clarísimo ahuyentó todas las dudas, y aseguró que en aquella alma santa reinaba Dios, y cuanto en ella pasaba eran cosas suyas, y no había en ellas el menor engaño. Débese a esta calificación gran parte de la opinión que tuvo la santa en aquel tiempo, que después fue creciendo en la opinión del mundo, hasta calificarla la Iglesia.

     Tuvo en tan heroico grado esta gracia, que, viendo a cualquier persona, que le pedía consejo, para mejorar de vida o estado, o tratar de virtud, parece le leía el corazón, y así le aconsejaba con notable acierto lo que le convenía para su salvación, o el camino que había de tomar para servir a Dios.

     Francisco Ruiz de Aguilar, vecino de Montilla, instaba a Francisca de Aguilar, su hija, se casase, a que ella resistía, resuelta de ser monja; intentó reducirla a su deseo, por medio de diferentes personas; valióse entre otras de la madre Agustina de los Ángeles, beata profesa de la Orden de San Agustín, mujer de mucha virtud, hija de confesión del padre Maestro Ávila. Un día que la apretó mucho el padre, se fue la doncella a la casa de la beata, que, juntas con otras buenas mujeres, fueron a casa del padre Maestro Ávila; bajó al zaguán, y en viendo a la Francisca de Aguilar, volviendo el rostro a la beata le dijo: «¡Oh, madre Agustina, qué linda esposa de Cristo trae aquí en su compañía!; váyanse a la iglesia y, espérenme allí». Envió a llamar a Francisco de Aguilar, hablóle con aquella su elocuencia blanda y eficaz, allanóle para que no diese a su hija estado contra su voluntad, ni le impidiese el perfecto a que Dios la llamaba; de allí se fueron al convento de Santa Clara, donde aquel día, hechas las escrituras, la recibieron por monja. Fuelo muy ejemplar, y decía que jamás le había pesado del estado que escogió, y cuando, en algunos trabajos interiores, se acordaba de haber sido monja por medio del padre Maestro Ávila, se hallaba con gran paz y quietud en su espíritu.

     Confesaba en Córdoba a cierto caballero que vivía muy atormentado con tentaciones sensuales; por su ausencia, o ocupaciones, le encomendó al padre Alonso de Molina, su discípulo; díjole que tuviese gran cuidado de aquel caballero, que, aunque le había tratado poco, había de ser un gran siervo de Dios; sucedió así; pasado algún tiempo, fue un ejemplar cristiano.

     Remate este capítulo el don de profecía. Comunicó Nuestro Señor a este gran siervo suyo esta gracia, con que la bondad divina ha enriquecido a muchas personas de gran santidad, que con espíritu divino revelan lo que está lejos de nosotros, porque no falte adorno alguno a la Esposa de Cristo, la santa Iglesia Católica. Uno fue el venerable Maestro Ávila, como lo mostraron diferentes casos.

     Hallándose en Priego, en la enfermedad del Conde de Feria, el padre Maestro Ávila, el padre fray Luis de Granada, y don Diego de Guzmán y doctor Loarte, comiendo un día juntos, sobre mesa se ofreció tratar de las herejías, con que comenzaba a arder el reino de Francia, y se abrasaba el de Alemania; comenzaron los tres a arquear las cejas y encoger los hombros, diciendo: «Guarde Dios a nuestra España». El santo Maestro Ávila se suspendió un poco, y dando una palmada en la mesa, dijo estas palabras con gran aseveración: «Demos gracias a Nuestro Señor, que su voluntad determinada es que las herejías no entren en España». Más ha de ochenta años que lo dijo, y el efecto ha mostrado haber sido profecía; no permita Nuestro Señor, por su clemencia, que por nuestros pecados falte.     Habiendo ofrecido al venerable doctor Diego Pérez el arcedianato de Jaén, fue a tomar consejo con el padre Maestro Ávila. Respondióle:

           Bien le podéis tomar; mas no os faltarán trabajos y persecuciones, y prisiones.

     Túvolas tan grandes, como vimos, cinco años que tuvo la prebenda, que, para quietud de su alma, hubo de dejarla; suma felicidad de Barcelona.

     Estando el venerable Maestro viejo y enfermo en Montilla, salía alguna vez en el año a la heredad de San Lorenzo, que tienen para recreación los padres de la Compañía. Allí tendía las velas a la oración, sin embarazo, y descansaba algunos días de sus continuos trabajos y enfermedades. Cuidaba de esta heredad el hermano Francisco López. Llamóle un día el santo Maestro, y díjole: «Hermano Francisco, dése mucho a amar a Dios». Respondióle que lo deseaba. Replicó el venerable Maestro: «Pues, mire, mi hermano, ¿sabe cuándo le amará? Cuando sufra a un mozo de esta heredad que le dé muchos palos, y ande tras él dándoselos, y él calle su boca, y no lo diga a nadie, y no sólo los sufra, sino que también le procure su bien». Como lo dijo sucedió después, y el buen hermano afirmó el fracaso, sin despegar su boca. Murió en la Compañía con grandes muestras de virtud, y colmo de merecimientos.

     Siendo el doctor Diego Pérez mozo ordenado de Evangelio, comenzaba a predicar. Fue a Sevilla; deseó oír algunos sermones (como lo hacen todos los principiantes); oyó, entre otros, en la iglesia mayor, al doctor Constantino. Fue todo predicar de la pasión de Cristo, con notables afectos, haciendo gran ponderación en cada punto, con gran moción de los oyentes; vio que, acabado el sermón, le aguardaba una mula muy apuesta con pajes y lacayos, y él crujiendo seda. Fue a visitarle a la tarde, vio la casa adornada de colgaduras ricas, el menaje precioso, los diurnos y breviarios hechos una ascua de oro sobre ricos bufetes. Como estaba hecho a la pobreza de su Maestro, y muy enseñado por él, que habían de concertar las obras y palabras del predicador, reparó que sermón de tanta pasión de Cristo, y tan poca mortificación en la persona y casa, olía a hereje luterano. Vínose por Montilla, donde estaba el venerable padre Ávila, preguntóle qué predicador había oído; dijo que al canónigo Constantino. Replicó: «¿Qué os ha parecido?» Respondió: «No me ha parecido bien, porque el sermón fue todo predicar pasión de Jesucristo, y luego tanta relajación en su vida, y tan poca mortificación, discípulo me parece de Lutero». Respondió el padre Maestro: «Hijo, en la vena del corazón le habéis dado». Pocos días después prendieron al Constantino por hereje luterano, y como tal le castigó la Inquisición,

     Residiendo en Córdoba, sobrevino un año falto de agua. Los cabildos eclesiástico y seglar ordenaron se hiciesen rogativas, una procesión solemne a nuestra Señora de Villaviciosa, imagen milagrosa. Estaban los sembrados casi secos. Convidaron al padre Maestro Ávila predicase en esta ocasión; hízolo el día de la fiesta, entre los dos coros de la catedral, oyéndolo una multitud grande de gente; exhortólos a tener gran confianza en la misericordia de Dios, y acabó su sermón con estas palabras: «Hermanos, confiad en Dios, que yo de su parte os prometo y doy palabra que este año ha de ser muy fértil, y que tiene de llover antes de veinte y cuatro horas». Cumplióse como lo dijo, y estando el día muy claro y sereno, antes de tocar a vísperas, llovió, y el resto del día, y los dos siguientes; fue el año abundantísimo.

     Viviendo el santo Maestro en Montilla, vinieron cartas a la marquesa doña Catalina, que su hermana, la Duquesa de Arcos, estaba a lo último de la vida, y se la daban por horas. Mandó aprestar el viaje muy aprisa, y llevada del afecto, por parecerle que tardaban los criados, mientras se disponían, salió a pie camino de Marchena. Súpolo el padre Maestro Ávila, fue en su seguimiento, alcanzóla junto a una ermita, que está al salir de la villa; persuadióla entrase en ella a hacer oración a Nuestra Señora. Habiéndola hecho, le dijo estas palabras:

           No parta vuestra señoría tan aprisa y de esa suerte, que yo le aseguro y doy palabra de parte de Dios que vuestra señoría halle viva a la señora Duquesa, su hermana; vaya vuestra señoría con sus criados y autoridad, que no es tan acelerada la muerte de la señora Duquesa como dicen, vuestra señoría la hallará viva, y la verá hacer su testamento.

     Sosegóse con esto la Marquesa; esperó su gente; tardó dos días en el camino. Halló viva a la Duquesa su hermana; otorgó testamento en su presencia, y vivió cuatro días después, habiéndose cumplido a la letra lo que dijo el padre Maestro Ávila.

     En el capítulo donde tratamos del don de consejo, referimos muchos casos, en que profetizó algunas cosas que se hallaron verdaderas; mas por haber sido, dando consejo, tocaron a aquel lugar.



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Capítulo XIII

Del particular don que tuvo de consolar y de quitar tentaciones

     Entre otros dones con que Nuestro Señor enriqueció al venerable Maestro Ávila, fue el de consuelo; habitaba en su alma el Espíritu Santo con gran plenitud de gracia y, como ese divino espíritu es el consolador verdadero, comunicó con abundancia grande esta misma propiedad a este santo varón, como a instrumento suyo. Teníase experiencia cierta que todas las personas afligidas y desconsoladas, acosadas de graves y vehementes tentaciones, en llegando a sus pies, hallaban remedio, aliento y consuelo en todos los trabajos interiores, de ordinario molestísimos; consolábales confortábales, encaminábales para que saliesen de sus miserias y lazos del demonio. Pudo decir con Isaías: El Señor me ha dado una lengua discreta, para que sepa yo con mis palabras sustentar a los flacos, para que no caigan. Como hemos dicho, igualmente acudía al confesonario como al púlpito, y su casa estaba abierta a cuantos querían valerse de sus talentos. Salían todos mejorados, consolados, instruídos del modo de gobernarse en el camino del espíritu; en esto procedía con aquella su eficacia y suavidad, y con un acierto grande en penetrar la enfermedad de cada uno y aplicarle conveniente medicina, sin que, por incurable que pareciese la llaga, por implacable el dolor, dejase de alcanzar salud eterna. Y en todas estas importunidades, no sólo no se cansaba o recibía fastidio o molestia, mas antes, como solícito obrero decía que ésta era la gloria del predicador, ofrecésele materia en que pueda aprovechar; y a veces, cuando acertaba a venir alguna persona, aunque fuese de humilde condición, estando él comiendo, se levantaba de la mesa a oírle, y a los que de esto se maravillaban decía que él no era suyo, sino de aquellos que le habían menester. Finalmente, todas las personas que se sentían congojadas y afligidas en cualquier género de tentación y desconsuelo, tenían librado su remedio en el padre Maestro Ávila, porque les daba camino con que saliesen de sus miserias y tentaciones. Tuvo particular eminencia en remediar los tentados de la sensualidad.

     Confesábanse con el padre Maestro Ávila algunas religiosas del convento de la Encarnación de Granada; comunicábanle algunas tentaciones y trabajos interiores que padecían; preguntándoles algunos días después cómo les iba, afirmaban que se hallaban libres de aquellas tribulaciones, y reconocían este bien a los consejos y oraciones del padre Maestro Ávila.

     Decía ordinariamente: «La tentación a vos y vos a Dios». Dejamos escrito cómo remedió a doña Sancha Carrillo una tentación que le afligía demasiado, dándola una cruz sobre que había dicho Misa, con que ahuyentaba los demonios.

     Estando un día en oración, el santo Maestro Ávila salió de su oratorio y dijo al padre Juan de Villarás: «Si viniere aquí un clérigo forastero, avíseme al momento»; volvióse a su oración; poco después llegó un clérigo; quedó con el santo a solas, y le dijo: «Padre Maestro, vengo afligidísimo a que vuestra merced me dé remedio en una vehemente y molesta tentación del pecado (su enormidad le ha quietado el nombre); aflígeme de manera, que me trae sin sentido; he usado muchas remedios para librarme de esta gran molestia: Misas, limosnas, oraciones, penitencias, porque Dios me libre de ella; a más remedios más persevera, y aprieta el enemigo; confío en Dios, mediante su misericordia, y las oraciones de vuestra merced, que ha de librarme de este peligro». Consolóle el padre Maestro Ávila; díjole que se estuviese con él, y se previniese para hacer una confesión general, y que confiase en Dios le ayudaría en su trabajo. Entretúvole en su casa algunos días; gozó de su conversación y trato; confesóse con el padre Maestro generalmente; diole muy buenos consejos y advertencias, y consolado le envió a su tierra. Este clérigo, vino después de la muerte del padre Maestro Ávila, a Montilla, a visitar su sepulcro; decía que debía a aquel gran santo la quietud de su conciencia, y que, mediante sus oraciones y consejos, le había Nuestro Señor librado de una gran aflicción, que tanto le había molestado, de que se hallaba libre; y afirmaba que nunca le había afligido más el demonio con aquella tentación nefanda.

     No es menos peligrosa la tentación de la ira y la venganza, antes, cuanto la apadrina el honor, carece de aquel horror que causa la sensual. Viviendo en Montilla, supo que había dos personas honradas encontradas con odio capital y vengativo. Entrando un día el padre Maestro Ávila en la iglesia de Santiago, vio a uno de los dos enemigos, el más ofendido, y por esta parte más incontrastable; llegóse a él y con muchos ruegos y humildad procuró atraerle a que se reconciliase con su contrario, y fuese su amigo; estuvo el hombre de bronce, sin poder hacerle mella; multiplicaba ejemplos y razones con singular modestia y suavidad; perseveraba inexorable, era una obstinación terrible. Díjole: «Por lo menos, señor mío, haga una cosa por amor de Dios, éntrese en aquella capilla de las ánimas, delante del santo crucifijo, que allí está, rece un Pater noster, y una Ave María, pidiendo a Dios le alumbre el entendimiento». Vino en ello, postrado delante de una imagen santa de Cristo crucificado, comenzó su oración y, antes de acabar el Pater noster, se levantó muy aprisa, y salió perdido el color, temblando y muy turbado, y dijo al padre Maestro: «Digo que quiero ser amigo del señor N. (nombrando por su nombre al enemigo)»; y echándose a los pies del venerable Maestro decía: «Padre, suplico a vuestra reverencia, por amor de Dios, no deje este caso de la mano, hasta que muy aprisa nos haga amigos. Yo desde luego le perdono todos los agravios y injurias que me ha hecho, así de obra como de palabra, y lo hago puramente por amor de Cristo, Dios y redentor nuestro, que padeció muerte de cruz, y en ella pidió perdón por los que le quitaban la vida. No quiero, padre, que se muestre enojado en el día de mi muerte, porque, según me pareció que vi su imagen en aquella cruz airada contra mí, temo su ira, y pido misericordia a su divina Majestad, y perdono a mi enemigo, y a vuesa reverencia le suplico, disponga de manera que seamos muy amigos, y ruegue a Dios por mí, que me tenga de su mano». Decía descolorido y temblando. El padre Maestro Ávila le echó los brazos, y agradeció lo que hacía; hízolos amigos; fuéronlo con amistad muy estable de allí adelante. Decía esta persona que lo que el padre Maestro Ávila no había acabado con ruegos, lo alcanzó con la oración; decía de él grandes alabanzas.

     Casi del mismo modo libró a otra persona de una aflicción bien grande. Un hombre principal estaba tentado de matar a su mujer, por celos que tenía, con bien poco fundamento. Fue a hablar con el santo Maestro Ávila, y comunicarle su tentación; entráronse en una iglesia cercana, oyóle cuanto le dijo en el caso; el padre Maestro le dio muchas razones para desengañarle y sacarle de aquella imaginación; no se convencía el personaje, díjole: «Mucho me duele que se aprovechen tan poco los consejos que os doy, y, pues todavía quedáis tan fatigado, os ruego os vais delante de aquella imagen de Nuestra Señora, que está allí, y le supliquéis os remedie en tan gran aflicción, como tenéis». Hízolo así, y sintió luego en su corazón remedio y alivio en su tentación, y se lo fue luego a decir al padre Maestro, y ambos glorificaron a Dios por esta merced de haberles librado de tan grande aflicción y engaño que tenía de su mujer. Esto sucedió en Sevilla, y lo cuenta así el padre fray Luis de Granada.

     Contra tentaciones sensuales daba el santo varón por remedio la devoción con la limpia Concepción de Nuestra Señora. El padre Pedro de Ribadeneira, de la Compañía de Jesús, en el día de esta fiesta, a ocho de diciembre, dice estas palabras:

           Y así el padre Maestro Ávila, predicador apostólico de nuestros tiempos, en Andalucía, tratando de las tentaciones sensuales, cuándo son importunas y molestas, y cuánto vale para vencerlas la intercesión de los santos, y particularmente de la Virgen, dice estas palabras: «Especialmente he visto haber venido provechos notables por medio de esta Señora a personas molestadas de flaqueza de carne, por rezarle alguna cosa en memoria de la limpieza virginal con que concibió al Hijo de Dios, y es cierto que Nuestro Señor ha hecho algunos milagros para testificar esta verdad».

     Esta misma virtud de quitar tentaciones parece quedó en los libros. Una persona espiritual en Granada vivía afligidísima con varias tentaciones y notables dudas sobre el acierto del camino que llevaba; los confesores no la entendían, ni se atrevían a resolver, o ya aprobando o reprobando el camino; encomendábase a Nuestro Señor, pedíale luz para elegir lo que más le agradase. En esta ocasión tomó el libro de las Epístolas del venerable Maestro Ávila, leyó en la primera que se le ofreció abriendo el libro; habiéndola leído, se halló enseñada, y consolada, y con luz particular de lo que debía hacer; cesaron todas sus dudas permaneció con notable fortaleza, sin poderse olvidar un punto de lo que una vez había aprendido; quedó muy agradecida a la merced que Nuestro Señor le había hecho; comunicó su camino con hombres doctos y el medio con que Nuestro Señor le había alumbrado; asegurándola todos iba bien; tuvo toda su vida por Maestro al venerable Juan de Ávila.

     Otra buena mujer estaba casi determinada de dejar el camino interior, que llevaba, pareciéndole que éste le ocasionaba aquellas aflicciones y trabajos, y decía: «¿Para qué quiero yo estos caminos, sino rezar mi rosario, y encomendarme a Dios, sin meterme en estas dificultades?» Padecía mil recelos, si iba errada o había de padecer algún engaño, con que peligrase; en estas dudas leyó el libro del Audi filia; cesaron con esto todos los nublados; quedó con particular luz y fortaleza para no dejar lo comenzado, por cuantos temores le pusiese el enemigo, padeciendo cualesquiera tentaciones que le acosasen. A estas dos personas, que fueron muy virtuosas y ejemplares, llevó Nuestro Señor por camino de trabajos interiores, en que padecieron mucho, y no aprovecharon menos, como suele suceder.



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Capítulo XIV

De su oración

     Uno de los dones que con más larga mano comunicó Nuestro Señor a su gran siervo fue el de la oración; derramó sobre él espíritu de gracia y oración, como lo prometió por su profeta. Fue el riego continuo, con que crecieron sus virtudes; el fuego, con que se forjó su santidad; el aliento, con que sonó su voz. Fue opinión común haber sido una de las almas más regaladas de Dios, que en esta centuria de años ha habido en España, con haber, por la bondad divina, florecido tantos varones y mujeres santas célebres en esta virtud.

     Su oración fue levantadísima, pura, sin engaños y ilusiones, de gran seguridad y certeza; prueba esto manifiestamente la alteza de sabiduría y superior conocimiento que tenía de las cosas espirituales, y acierto en el gobierno de almas; una superior luz, una prudencia rara en cuanto escribía y hacía, unas palabras abrasadoras de los corazones en grado superior, a que moralmente no podía haber llegado, si en la oración y contemplación no le hubiera Nuestro Señor enseñado lo que bien supo aprender.

     Fueron extraordinarios los favores y mercedes que el santo Maestro Ávila recibió de Nuestro Señor en la oración; mas, como era tan prudente, discreto y moderado y humilde, callólos todos; mas su grande sufrimiento en los trabajos y dolores, el desengaño y desprecio del mundo, con que vivió, y otros dones que nunca se hallan sino en hombres de muy grande oración.

     Fue muy regalado de la Virgen santísima, de quien fue muy devoto, recibió muchos consuelos y ilustraciones del Espíritu Santo. Tuvo muchos raptos y éxtasis y arrobos. Depone con juramento Hernando Rodríguez del Campo, en la información de Montilla, que, pasando un día cerca de su oratorio, le vio en oración arrobado alto del suelo en el aire más de una vara, fijos los ojos en un crucifijo, que parecía inmóvil, y diciéndolo a un cuñado suyo, criado del santo, por cuya causa tenía entrada en su casa, le respondió: «Esos raptos y arrobos son muy ordinarios en nuestro santo Maestro Ávila». Y yendo yo a hablarle algunas veces, llamándole, no responde, y tocándole, le hallo inmóvil en el aire, de rodillas; y acabada la oración me llama, y dice: «Hermano, ya sé lo que quería, no sea molesto otra vez, vaya a fulano y dígale esto», con que le respondía a su pregunta.

     También cuentan que, yendo camino, llegó de noche a la posada; recogióse a un aposento a tener oración; estando en ella acertó a entrar en la pieza un niño, y salió diciendo: «Madre, que se está quemando un clérigo»; subieron al aposento y hallaron al santo Maestro, hincado de rodillas en oración; presumieron que el fuego que vio el muchacho eran resplandores que salían del santo.

     Vivía de oración, en que gastó la mayor parte de la vida. En el mismo tiempo que predicaba, cercado de tantos negocios, tenía cada día dos horas de oración por la mañana, y otras dos en la noche. El día que había de predicar era la oración más prolija; esto era a costa del sueño, porque, como dijimos, se acostaba a las doce y levantaba a las tres de la madrugada. Después que sus enfermedades le impidieron el predicar tanto, el tiempo que quitaba a la predicación acrecentaba a la oración, gastando en ella la mayor parte del día y de la noche. Entrábase en su oratorio, pasaba su tiempo en alta contemplación; y las horas, que tenía señaladas a este ejercicio santo, no admitía negocios, ni le entraba a hablar familiar o discípulo, si la importancia de la cosa no pidiese dispensación del orden; sucedía raras veces.

     Su modo ordinario de estar en oración era hincado de rodillas, delante de un Cristo, con ambas manos puestas en el clavo de los pies. Allí recibió singulares favores y mercedes, y alcanzó los altos misterios que predicó y enseñó a las almas. Afirmaban sus discípulos que, estando de esta manera en oración, le habló el santo crucifijo, y le dijo: «Juan, perdonados te son tus pecados». Y esta merced, como muy cierta, corría entre todos sus amigos y confidentes más íntimos, y con juramento deponen muchos haberlo oído a sus discípulos.

     Éranle tan dulces los ratos que gastaba en este ejercicio santo, que, cuando salía de su casa a confesar, o negocios de caridad o bien del prójimo, que no tenía otras ocupaciones, ni gastaba el tiempo en visitas, que no fuesen del servicio de Dios, estando confesando en la iglesia, decía: «¡Ay, Dios si fuera mejor estarme en mi dulce rincón, llorando mis pecados, y los del pueblo, y ocuparme en la contemplación de las perfecciones divinas, y en sus alabanzas!». Y así tenía grande envidia a los religiosos, que, por medio de sus superiores y obediencia, saben con certidumbre cuándo es voluntad divina se ocupen en las alabanzas de Dios, y en la oración, y cuándo deben acudir al bien de los prójimos.

     Cuando salía de la oración reparaban sus discípulos que traía en su rostro un género de novedad o inmutación, como quien había tratado con Dios, y había recibido mercedes en esta conversación; víanle inflamado como un serafín; parece sacaba unos nuevos resplandores, que obligaban a mirarle con gran veneración y respeto.

     Rezaba el oficio divino con notable atención, reverencia y devoción, en que dio raro ejemplo a los sacerdotes; poníase a rezar algunas veces en parte donde le pudiesen ver los clérigos de Montilla, con deseo le imitasen. Reformáronse con este ejemplo muchos, y en los años que vivió en aquella villa se adelantaron los clérigos en virtud y buen ejemplo.

     La grandeza del don de la oración, que tuvo el padre Maestro Ávila, fue como debido a tres grandes ministerios, que ejercitó en la Iglesia, siendo estilo de la Majestad divina dar el caudal a sus santos, proporcionado al oficio, para que los escoge. Puso al venerable Maestro Ávila para ejemplar sacerdote y predicador apostólico, maestro de oración; y a cualquiera de estos tres oficios era convenientísimo concederle este soberano don en grado muy levantado.

     Es el principal oficio del sacerdote ofrecer continuas oraciones a Dios, y ser medianero entre Dios y el pueblo, y como persona pública que se encarga de las necesidades de todos, representando la persona de Cristo Nuestro Señor, parecer en el trono soberano, interceder por el universo mundo, aplacar la indignación divina, impetrar el perdón de los pecados, hacer propicio a Dios a los hombres, detener los castigos, alcanzar misericordias con la fuerza de su oración. El sacerdote ha de pelear con Dios, vencer al Omnipotente, para que no ejecute su enojo, y levante los castigos, y, como abogado en el tribunal divino, hace la causa del pueblo, que él no sabe hacer por su ignorancia; es ministro de la casa de Dios, que es casa de oración, y así su ocupación ordinaria es interceder y orar, y este orar e interceder ha de ser más con gemidos y sentimientos del corazón que con palabras, y igualmente con santidad de vida y ejercicio de virtudes, para que sea grata y impetratoria la oración. Palabras son todas éstas de nuestro santo Maestro en la plática segunda a los sacerdotes, donde los exhorta eficazmente al ejercicio continuo de esta virtud santa, y no sólo en las pláticas, más en las cartas y en las conversaciones ordinarias que tenía con los sacerdotes, era continuo exhortarles que tuviesen oración. Suspiraba por sacerdotes que, con su oración y vida santa, hiciesen las amistades entre Dios y los hombres, pidiendo con lágrimas y gemidos misericordia, y decía muchas veces, y aun lloraba, viendo cuán pocas viudas había en Naín, que llorasen los hijos muertos; esto es, cuán pocos sacerdotes que llorasen tantas almas muertas en pecado. Habiendo, pues, colocado la providencia divina al padre Maestro Ávila en el candelero de su Iglesia, por un modelo de un sacerdote perfeto, y dándole por ejemplo de virtudes a este estado, fue convinientísimo que su oración fuese altísima, como parte tan principal de su profesión de vida.

     Es el segundo título el de predicador, oficio que, sin fervorosa y continua oración, apenas puede hacerse con provecho; diolo así a entender con las obras y palabras, porque como dijimos, sus sermones igualmente los prevenía con estudio y oración; dispuesto su sermón, y puntos que había de tratar, conforme al Evangelio, en una cubierta de una carta; se entraba en su oratorio, y de rodillas, delante de un Cristo, gastaba gran parte de la noche en oración. Salía de allí a decir Misa, y dadas gracias, subía inmediatamente al púlpito. Con esto tenía absorto y admirado al pueblo; de aquí las grandes conversiones y moción del corazón. Esta oración era más larga, si había de hacer plática a sacerdotes o estudiantes; en éstas ponía mayor estudio y tenía más horas de oración.

     Un predicador de nombre hizo en la cátedra de Granada un sermón, admiración del auditorio, lleno de lugares de la Escritura y santos, traídos con erudición y delgadeza; tuvieron los oyentes un buen rato. Pidió don Pedro Guerrero, arzobispo de Granada, a nuestro Maestro, que predicase otro día; excusábase con falta de libros y de tiempo, y haber de ser el sermón en fiesta a que había de concurrir lo docto y noble de la ciudad; hubo de obedecer el mandato del prelado; encerróse en su aposento, sin pedir libro ninguno; descubrió la curiosidad de los que acecharon por los canceles de las puertas, que pasó de rodillas la mayor parte de la noche en oración; predicó otro día un sermón grandioso, tan lleno de espíritu, y de Dios, que salieron todos compungidos, mirándose unos a otros con gran demostración de conversión. Hallóse a ambos sermones don Francisco de Terrones, colegial entonces en el Colegio Real de Granada, después predicador de reyes, y obispo de León, de quien dejamos hecha mención; era frecuente, en su boca este suceso, cuando reparaba en el modo de predicar presente tan docto, tan erudito, tan deleitable, de que se saca o poco, o ningún fruto, y verdaderamente, a menos costa, el venerable Maestro Ávila cogió los colmados frutos que hemos visto.

     En la carta primera a un predicador le dice el santo Maestro:

           Más importa una palabra, después de haber estado en oración, que diez sin ella; no en mucho hablar, mas en devotamente orar y bien obrar, está el aprovechamiento, y por eso, así hemos de mantener a otros, como nunca nos apartemos de nuestro pesebre, y nunca falte el fuego de Dios en el altar. No sea pues muy continuo en darse demasiadamente a otros, mas tenga sus buenos ratos deputados para sí, y crea en esto a quien lo ha bien probado.

     Debíasele asimismo este don, por el ministerio y oficio para que nuestro Señor le escogió de maestro de la oración, para introducir este ejercicio santo en el mundo, y guiar innumerables almas, que muchas llegaron a gran perfección y santidad, encaminadas por este gran Maestro; y era preciso saber los primores de este arte y ser muy docto en ella, y tener gran conocimiento de esta ciencia. Predicó la fuerza de esta virtud, y su importancia, deseaba grandemente que todo el mundo se ocupase en este ejercicio santo. Afirman cuantos le conocieron que fue el maestro del espíritu y oración de la provincia del Andalucía, y reino de Granada, y, por sus escritos, en toda la cristiandad. Y hasta que Dios trujo al mundo a este santo varón, poco era lo que se sabía y practicaba esta materia en estos reinos, y con sus sermones y libros fue el maestro común de esta ciencia; y fue tan fervoroso en su oración y trato con Dios, lo pegaba de manera a todos sus discípulos, y a cuantos trataba, que quedaban presos del amor de esta virtud, y les aconsejaba se retirasen del bullicio del mundo y del trato ordinario, y recogerse a tratar a solas con Dios, porque así ahorrarían pecados.

     Acudían a él muchas personas religiosas, y otros de diversos estados, a tratar con él cosas particulares de esta virtud, y era cosa muy notable ver la satisfacción con que se apartaban de su presencia, glorificando a nuestro Señor por haberle dado tanta luz y discreción en estas materias, dando consejos y enseñando caminos de grande seguridad, y avisando de los peligros que en ellos puede haber.

     Vino un día a comunicarle algunas cosas de espíritu el padre Centenares, su discípulo; preguntóle cómo gastaba el tiempo; respondióle: «Tanto gasto en rezar las horas y oficio canónico, y decir Misa, tanto en oración, tanto en estudio». El padre le dijo:

           Hermano, quite del tiempo del estudio y póngalo en la oración, porque ésta es el maestro que más enseña, y en ella se aprende más en poco que con el estudio en mucho, y en la oración se alcanza a conocer mejor a Dios, y saber ejercitar la caridad con los prójimos.

     Y así le encargó lo uno y lo otro, que es cadena de fuertes eslabones; y era ordinario consejo a todos sus discípulos, quitar del estudio y ponerlo en la oración. Haciendo una plática espiritual en Granada a unos estudiantes les dijo:

           Hijos míos, más querría ver a los estudiantes con callos en las rodillas de orar, que los ojos malos de estudiar.

     El modo de oración que enseñaba se hallará en el libro del Audi filia, en los capítulos que trata del propio conocimiento, y en particular desde el sesenta y ocho, en que habla del conocimiento de Cristo y sus misterios con notable alteza. Anda también un discurso de esa materia; comienza: «Así que mi hermano». Está en la nueva impresión, a folio docientos veinte y uno, es de lo mayor que escribió el Padre Maestro Ávila, contiene una doctrina admirable y avisos importantísimos.

     Remate este discurso el padre fray Luis de Granada, que [en] el capítulo de la oración dice así:

           Y es familiar consejo, y doctrina suya, que nos lleguemos a la oración más para oír que para hablar, y más para ejercitar los afectos de la voluntad, que especulación del entendimiento; antes me dijo él una vez que lo ataba como a loco para que no fuese parlero en la oración. Por donde, en una carta que escribe a un sacerdote, le declara esto por una comparación, diciendo que una cosa es hablar con el rey, y otra estar con acatamiento y reverencia, en presencia de él; y así decía que una cosa es hablar con Dios, y otra estar con este acatamiento y reverencia, y una voluntad amorosa, y temerosa delante de Él, que es un modo fácil y devoto, y aparejado para recibir particulares favores de Nuestro Señor, poniéndose el hombre, como aquel hidrópico del Evangelio, delante de Nuestro Salvador, esperando humildemente el beneficio de su salud.


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Capítulo XV

De la devoción que tuvo al santísimo sacramento del altar y particularmente en la Misa

     La santidad del venerable Maestro Ávila, como al principio dijimos, comenzó por la devoción al Santísimo Sacramento del Altar; con ella se fue aumentando hasta la alteza que vemos, y así, reconociendo sus medras a este divino Señor Sacramento, le respondió con un indecible afecto. Procuró extenderla entre los fieles, éste fue uno de los principales intentos de su predicación; consiguiólo felicísimamente.

     Dijimos algo de la especial lumbre y conocimiento que tenía del misterio de Cristo. Esta misma luz y gracia le concedió nuestro Señor de este divino Sacramento del Altar: misterios entre sí tan enlazados y unos, que el mismo Señor que fue sacrificado en el Calvario es el que se sacrifica en la Misa, diferenciándose en el modo, y aunque ambos misterios eran para él de grande ternura y consuelo, pero del primero tenía fe, aunque muy viva, mas del segundo, juntamente con la fe tenía gusto y experiencia. Fueron grandes y cotidianas las consolaciones y favores que recibió de este soberano Sacramento, tan sobrenaturales los júbilos y dulzuras, que, predicando una vez, dijo que por la gran experiencia que tenía de la virtud y efectos que este divino Sacramento obra en las almas, no sólo no le era dificultosa la fe de este misterio, sino antes muy fácil y suave, y como el torrente de los deleites divinos que inundaban su alma, cuando recibía este divino Sacramento, eran con tanta abundancia, predicaba de él cosas altísimas, y con grande espíritu y fervor. Dejó escrito un tomo grande de sermones del Santísimo Sacramento, donde habla con tan gran alteza que el que con atención los leyere, verá que palabras tan fervorosas y encendidas no podían salir sino de un pecho abrasado.

     Era tan grande su afecto y devoción a este misterio que, cuando alguna persona decía: «Voy a comulgar», era tanta la suavidad que sentía en su alma, pues prorrumpía en estas dulces palabras: «¡Qué golpe de amor!»

     A este conocimiento correspondía la reverencia y amor. Su modo de entrar en la Iglesia era éste. Entrando por la puerta, en descubriendo el sagrario del Santísimo Sacramento, hincaba la rodilla profundamente en el suelo, luego iba a tomar agua bendita y hacía oración con suma reverencia.

     Su sello tenía esculpido con la figura del Santísimo Sacramento, con él cerraba sus cartas, tan llenas de sacramentos. Era de metal, de hechura y tamaño muy humilde. Esta era su empresa y divisa, a cuya Deidad reconocía cuantas mercedes recibió de la mano liberal de aquel Señor, que en él está con su divina presencia.

     Era tan grande la devoción que tenía a este soberano Sacramento que tomó por linaje de recreación y alivio de sus enfermedades, escribir cosas devotísimas de este misterio: y afirmaba, que aunque toda su vida quisiera estar escribiendo de él, jamás le faltaría materia.

     Decía que toda su vida deseó morar en una casa que tuviese una ventana para el Santísimo Sacramento; este deseo era efecto propio del amor, que es su centro estar con la cosa amada.

     Díjole una vez uno de sus discípulos: «Señor, ¡si fuera Jerusalén de cristianos, para que nos fuéramos poco a poco a vivir y morir en aquellos lugares santos, donde el Salvador obró nuestra redención!» Oyendo esto, con su acostumbrada serenidad, respondió: «¿No tenéis ahí el Santísimo Sacramento?; cuando yo de él me acuerdo se me quita el deseo de todo cuanto hay en la tierra». Sentencia verdaderamente digna de grande admiración, que pueda la fe viva, la experiencia dulce, la particular lumbre del Espíritu Santo, a que con verdad dijese ese santo varón que, acordándose del Santísimo Sacramento, se le quitase el deseo de cuanto hay en la tierra; ya era esto una como participación de la vivienda del cielo.

     Escribió cartas a los Sumos Pontífices, suplicándoles ordenasen que todos los jueves del año se rezase del Santísimo Sacramento.

     Predicó las grandezas de este soberano Sacramento cuarenta y seis años; así lo afirma el padre Juan Díaz, su discípulo, en el prólogo del tomo de los sermones; introdujo su frecuencia, dio a conocer al mundo sus tesoros, la grandeza de la caridad que el Salvador nos mostró, queriendo aquella soberana Majestad, que beatifica los ángeles del cielo, morar con los pecadores de la tierra y aposentarse dentro de nuestro cuerpos y ánimas, para santificarlas y hacerlas semejantes a sí en la pureza de vida, y después en la alteza de la gloria.

     Estando en Granada, predicaba todos los jueves en el sagrario de la iglesia mayor, donde acudía mucha gente con ser día de trabajo. Predicaba, las octavas del Santísimo Sacramento, cada día su sermón; sucedía de ordinario estar gravado con sus enfermedades, sin poder volverse en la cama; hallábase entonces con buena disposición corporal, que parecía del todo sano, mas luego, pasados los ocho días, volvía como antes a la misma enfermedad y esto duró muchos años, y en particular fue más notable su fervor y eficacia en los sermones en lo último de su vida.

     No hay palabras que justamente signifiquen la devoción, la ternura, el sentimiento, el afecto amoroso, con que decía Misa, con una profundidad y silencio que causaba devoción. Preveníase largo tiempo, y con devotísimas consideraciones, de que pondremos adelante algunas. Concedióle Nuestro Señor un singular don de lágrimas, mientras decía Misa; era con tanta abundancia, derramaba tantas, que mojaba los corporales, que era necesario ponerlos a enjugar. En especial era raro el respeto y sumisión en el elevar la Hostia; víase una profunda humildad y reverencia, que causaba los mismos afectos en quien se hallaba presente. Tardaba de ordinario dos horas en la Misa, y al decir la oración: Domine Jesu Christe, antes de consumir, era mayor la avenida de las lágrimas, los afectos y ternuras.

     Contaba el padre Alonso Fernández, su discípulo, que, habiendo ido a visitarle a Montilla, le había oído una Misa; díjola con tan notable y extraordinaria devoción que duró tres horas, y había visto unas luces del cielo en ella, con que se había consolado mucho, y dejó los corporales y manteles tan mojados con lágrimas que se pudieran torcer.

     Con decir de esta manera la Misa, dijo una vez a uno de sus discípulos: «Deseo decir bien Misa un día». Y otra vez dijo al mismo: «Cuando acabo de recibir a Nuestro Señor en la Misa, no quisiera abrir la boca». Esto lo podrá interpretar cada cual como quisiere, o porque juzgaba ser bien tapar la boca del horno, porque el fuego de amor, que en este Sacramento se enciende, no saliese fuera, o porque le pareciese ser cosa indigna entrase otra cosa por la boca, por donde había entrado Dios.

     Deseaba tan libre la voluntad y afecto para decir Misa que, cuando estudiaba alguna materia de Teología, que obligaba a mucha especulación, no se atrevía a decir Misa; decía que el entendimiento se entretenía y embebecía en aquellas agudezas especulativas, y que la voluntad quedaba con alguna sequedad.

     En acabando de decir Misa, se recogía a su oratorio, o retrete, a tener larga acción de gracias, y significando el tesoro que llevaba consigo decía: «Ángeles, quedáos a fuera».

     Deseaba esta devoción en todos los sacerdotes; hacíales pláticas familiares, declarándoles la devoción y reverencia con que se habían de disponer para celebrar, y en algunas cartas toca maravillosamente esta materia, y sentía mucho cuando en esta obligación faltaban.

     Estando diciendo Misa un sacerdote en el monasterio de santa Clara de Montilla, en un altar de la puerta de la sacristía, yendo a entrar en ella el venerable Maestro, vio que el sacerdote hacía los signos, en particular sobre el cáliz, muy aprisa y con poca reverencia; llegóse a él disimuladamente, como que iba a enderezar una vela, y le dijo con voz baja. «Trátelo bien, que es Hijo de buen Padre». Y acabada la Misa se llegó al sacerdote, y con mucha modestia y cortesía le exhortó a la devoción y reverencia de aquel santo sacrificio; díjole tales palabras que el buen sacerdote comenzó a llorar, mostrando gran sentimiento, y prometió enmienda, y seguir su consejo; el santo Maestro le abrazó con gran afabilidad.

     Las enfermedades en los últimos años le impedían decir Misa, y una flaqueza de estómago tan grande que era forzoso comer algo a las dos, o a las tres de la mañana; carecía de un gran consuelo en sus males, y el deseo de recibir el pan de los ángeles le hacía más penoso su trabajo. El Papa Paulo Cuarto, el año de mil y quinientos y cincuenta y ocho, informado de los méritos y enfermedades del siervo de Dios, le concedió que, después de las doce de la media noche, pudiese decir Misa, o comulgar, de mano de otro que se la dijese; alcanzóle este breve el padre Salmerón, de la Compañía de Jesús, uno de los primeros compañeros de san Ignacio.

     Lo grato que eran a Dios sus sacrificios lo da a entender este suceso. Contaban los doctores y maestros antiguos de las Escuelas de Baeza, discípulos del padre Maestro Ávila, que tenía devoción de ir un día en la semana a decir Misa a una ermita, algo distante del lugar donde moraba; yendo un día fatigado, se le puso al lado Cristo Nuestro Señor en traje de peregrino, preguntándole dónde iba; respondió que a decir Misa, mas que iba tan cansado que entendía no poder llegar a la ermita, ni decirla; animóle el peregrino que perseverase en el camino y que no le faltaría buen premio; replicó el siervo de Dios que no podía, porque estaba fatigado. Entonces descubrió el pecho el peregrino, y mostrando la llaga del costado, y sus heridas, dijo: «Cuando a mí me pusieron de esta manera, ¿no estaba yo más fatigado?», y diciendo esto desapareció, y él prosiguió su camino.

     Con la devoción del Santísimo Sacramento corría igual la que tuvo el venerable Maestro al Espíritu Santo. Fue una rara ternura, un amor intenso el que arrebataba sus afectos a esta divina persona. Experimentaba su alma a la continua unas influencias divinas, unas avenidas soberanas de su liberalidad, de que procedía hablar de este Divino Espíritu con notable alteza. Es la devoción, dicen los santos, la lengua del alma, y como la del padre Maestro Ávila estaba tan envestida en este incendio amoroso, decía que nunca le faltara qué decir por mucho que dictara y escribiera. Cinco sermones andan en la tercera parte de sus obras, que prueban bastantemente este intento; toca con gran destreza doctrinas provechosas y admirables de la persona del Espíritu Santo, y de los efectos que causa en el alma, y cómo pueden conocerse. Éstos sentía el varón de Dios, particularmente los ocho días antes de la solemnidad de Pentecostés, de cuya festividad fue devotísimo. Dice en el sermón segundo:

           Tenga cada uno el gusto que quisiere, el mío harto ruin es por cierto, mas uno de los tiempos en que mi alma está más consolada, y en que mayores mercedes espera recibir de Dios, es esta semana antes de Pascua, llamadla por nombre Semana Santa.

     Predicó siempre que debía vivirse en ella con el recogimiento y devoción que en la semana mayor, en que la iglesia celebra la muerte de Cristo, nuestro bien; discurre en varias partes de los sermones y cartas, ponderando la importancia de disponerse estos días, de la Ascensión a la Pascua, con obras de piedad, oración, ayunos, limosnas, frecuencia de sacramentos, para gozar de los dones y riquezas que trae al alma la venida del Espíritu Santo. Deseaba grandemente que todos los fieles fuesen muy devotos de este Divino Espíritu. Así en el sermón primero dijo con gran afecto:

           ¡Oh si os pudiese yo pegar la devoción del Espíritu Santo! Pégueosla Él por su infinita misericordia.

     Conocía la importancia de esta devoción, y así la encargada tanto. Encomendóla también santa Teresa, virgen, en algunas partes de sus obras; hablaron estos santos de experiencia.

     Cuatro misterios fueron, en los que el venerable Maestro decía que no le faltaría qué decir días y noches; sujeto principal de su predicación y su elocuencia: el misterio de Cristo, el Santísimo Sacramento, el Espíritu Santo, la Virgen santísima María. La devoción que tuvo a la Madre de la gracia, Madre de misericordia, fue tan tierna y afectuosa, como lo muestran los sermones que de sus festividades dejó escritos. Fue predicador fervorosísimo de la devoción de Nuestra Señora; no quedó sólo en referir sus grandezas y virtudes, sino en imitarlas y persuadir que las imitasen otros. A las doncellas aconsejó la virginidad, y que en este estado santo siguiesen a la Reina de las vírgenes; muchas, por su medio, dejaron el mundo y se dedicaron a virginidad perpetua, y hicieron voto de castidad, o entrando en religión, o fuera de ella. Pidieron al venerable Maestro, en Granada, que en un sermón ecomendase al pueblo, ayudase con sus limosnas a la fábrica de la iglesia mayor, que entonces se comenzaba, con advocación de Nuestra Señora; y, entre otras razones y persuasiones, dijo: «Yo iré allí, y tomaré una piedra sobre mis hombros, para poner en la casa que se edifica a honra de la Madre de Dios». Y dio Nuestro Señor tanta eficacia a ésta y a otras palabras, que sobre esto dijo, que se llegó una copiosa limosna, mayor de lo que se puede encarecer. Y los pobres que no tenían dinero vendían en almonedas sus alhajas para dar limosna para la obra. Y todas las veces que la encargó, fue ayudada de muchos con increíble largueza. Las misericordias que este santo varón recibió de Dios, por medio de la santísima Virgen, fueron muchas; basta haber dicho que fue muy devoto suyo, que en la recompensa no puede nadie dudar. Escribimos cómo sosegó el ánimo alterado de un ciudadano de Sevilla, haciendo que, postrado delante de la imagen de Nuestra Señora, pidiese remedio a su aflicción. Sabía cuán buen despacho tienen todos los negocios en manos de tan piadosa valedora.

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