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Capítulo XVI

De cuánto procuró se celebrase con decencia la procesión del Corpus y la aparición notable

     Una de las cosas, en que por ventura comete mayores inadvertencias mucha parte del pueblo cristiano, es el modo de celebrar la gran festividad del día del Corpus, que, siendo toda espiritual, la tienen los hombres convertida en vanidad; dice en un sermón el padre fray Luis de Granada. Trabajó mucho el santo Maestro Ávila en que este día se venerase, y festejase con espíritu, y procuró estorbar los abusos y pecados que suelen cometerse.

     Instituyeron los Pontífices Romanos y concilios sagrados esta fiesta por revelación divina, hecha a algunos católicos, mandando se celebrase universalmente en la Iglesia el jueves próximo al domingo de la octava del Espíritu Santo, en memoria de aquel estupendo beneficio, de exceso de amor, de aquella libertad prodigiosa, de aquel favor soberano, de aquella misericordia incomprehensible de haber Cristo, nuestro bien, quedádose con nosotros hasta la consumación del siglo; de habernos dado su carne por comida, por bebida su sangre, para hacernos participantes de su ser, instituyendo este venerable, admirable, suave, deleitable y divino Sacramento, en que renovó todas las maravillas, en que mostró los extremos de su bondad, dejándonos un memorial insigne de su amor, y un compendio de cuanto hizo por el hombre, donde depositó todos los deleites, toda la suavidad de los sabores. Éste es el memorial dulcísimo, memorial sacratísimo, en que se renueva la gracia de nuestra reparación, con que nos libramos de los males, nos confortamos en el bien, con que crecemos en aumentos de gracias y virtudes, en que gozamos de la presencia corporal de nuestro Salvador. En otras festividades del año hacemos sólo memoria en el espíritu, y fe de otros misterios, mas en esta conmemoración de Cristo Sacramentado, celebrárnoslo presente, y debajo de otra forma, mas en su propia sustancia, anda entre nosotros. ¡Oh memoria felicísima, digna de que nunca se interrumpa, en que cantamos nuestra muerte muerta, y aquel renuevo de Dios hombre injerto en el árbol de la cruz, habernos dado el fruto de la salud! Ésta es la memoria gloriosísima, que llena los ánimos de los fieles de un gozo inenarrable, y de una alegría infusa de lo alto, que les obliga a derramar dulces lágrimas. Saltamos de placer, haciendo memoria de nuestra libertad; y celebrando la pasión del Señor, por la cual salimos de cautiverio, apenas podemos detener las lágrimas. En esta sacrosanta conmemoración concurre un gozo suavísimo, y unas lágrimas devotas, porque, llenándose el corazón de una alegría dulcísima, derraman suave licor los ojos. ¡Oh inmensidad del divino amor, oh superabundancia de la divina piedad, donde el donador se da en don, y lo dado es lo mismo que el dador! ¡Oh excelentísimo Sacramento, digno de ser adorado, venerado, glorificado, celebrado con continuas alabanzas! Festejámoste, Señor, con todos nuestros corazones, nuestros entendimientos, nuestras fuerzas, dedicando a tu servicio cuanto somos.

     En alguna demostración de tan grandes obligaciones, instituyó la Iglesia Católica esta fiesta, y aunque su día era el jueves santo, en que Cristo Nuestro Señor instituyó este divino Sacramento, ocupada la Iglesia en llorar su pasión y sus dolores, en la consagración del olio y crisma, y oficio del mandato, dedicó este día para que, desocupada de otras cosas, celebrase esta gran festividad. Ordenó se trujese la Hostia santa en procesión por las calles, con la mayor honra que puede la cortedad humana, en alguna recompensa de los pasos afrentosos que Cristo anduvo en Jerusalén, llevado de unos a otros tribunales, y últimamente con la cruz a cuestas de la cárcel al calvario. Sale la santa fe católica triunfando de la herejía, y la verdad vencedora, para que sus enemigos, a vista de tan gran resplandor, y de la alegría de la Iglesia universal, quebrantados y debilitados, se consuman, o, confundidos, vuelvan sobre sí. Pretende también la Iglesia que las negligencias y descuidos que entre año se cometen en el oír Misas, y asistir en las iglesias, se supla este día y sus octavas, y así exhortan los Pontífices a que acudan los fieles a las iglesias, se entreguen todos a las alabanzas divinas, y que los corazones, las lenguas y los labios resuenen himnos y cánticos, y paguen el tributo de alabanzas. Cante, dicen, la fe; regozíjese la esperanza; dé saltos la caridad; haga el son la devoción, correspóndanse los coros, alégrese la pureza, y todos, con ánimos alentados y unas voluntades fervorosas, celebren tan gran solemnidad, y inflamados con un ardor divino, reconozcan a Cristo nuestro bien, tan inestimable beneficio. A esta festividad exhortan los pontífices se dispongan los fieles con la confesión, y comunión, con derramamiento de lágrimas y limosnas, con toda obra de piedad, para que puedan conseguir copiosos frutos.

     De esta breve descripción de la institución del Corpus, se ve cuán fuera van de celebrarla con el espíritu que la Iglesia pide los que impíamente, para festejarla, corren toros, tal vez por voto, malbaratando la sangre de Cristo, que celebran, en las almas de los miserables que allí mueren, ofendiendo aquel Santísimo Cuerpo, con entregar a una fiera que despedace los cuerpos de un cristiano, que ha de resucitar el día postrero. ¡Oh tiempos!, ¡oh costumbres!, ¡oh festejo cruel, y en esta ocasión sacrílego! ¿Festéjase por ventura a simulacros gentílicos, en que los demonios que allí moran se brindan con sangre humana y banquetean con la perdición del hombre? Sacrificaron, dice la Escritura, sus hijos y hijas a los demonios. Mas, fiesta instituida a la salud de las almas, ¿ocasiona que se pierdan?; ¿que el día de remisión de pecados sea causa que se cometan? ¡Oh, destiérrese del pueblo cristiano semejante atrocidad; no tengan tanta parte los demonios en las fiestas de Cristo!

     Hacen a este propósito unas palabras del padre Maestro Ávila, dichas a intento no muy diferente, en el tratado trece del Santísimo Sacramento. Dice él así:

           Hablemos nosotros a los que corren toros. Mas, decidme, cristianos, por caridad: ¿Habéis oído decir que mandase el Señor que le matasen hombres delante de su arca? Diréis: No, por cierto, porque el amador de los hombres y dador de la vida, no le son agradables los matadores de los hombres; porque escrito está: Al varón de sangres, y engañoso, el Señor lo aborecerá. Mas, ya que esto no hayáis oído, ¿por ventura sabéis si ha mandado que le maten ánimas, delante de su arca? Diréis que esto muy menos, y que cuán lejos está la alteza del cielo de la profundidad del infierno, tanto y muy más está del corazón del Señor querer muerte de almas, que se causa por el pecado. Nunca tal hemos oído, mas esto sí, que el arca de Dios, Jesucristo Nuestro Señor, murió en la cruz delante de mucha gente, porque las almas no muriesen en el acatamiento de Dios. ¿Cómo ha de mandar, o se ha de holgar, que le maten las ánimas en su presencia, pues es padre de ellas, criador y redentor y glorificador? Y cuando la Escritura quiere dar a entender cuánto desagrada a los ojos de Dios ofrecerle sacrificio de hacienda que roban al pobre, no halla otra cosa más fea con que la comparar, que sacrificar un hijo delante de su padre. Cosa ajena es esta de Nuestro Señor, y muy propio del demonio, y de sus servidores, que adoran ídolos, los cuales matan, o ven matar delante de sí a sus propios hijos, y sacándoles los corazones y así ensangrentados, untan con ellos los bezos del ídolo, de lo cual el demonio, que en ellos mora, recibe gran contentamiento, de ver que tal crueldad hagan los hombres para honra de él y mal de ellos, como quien los aborrece de corazón, y les desea todo mal, que les puede venir. Eso hemos oído; mas Nuestro Señor en ninguna manera, mas todo lo contrario de aquesto. Pues tened por cierto que, cuanto esta verdad es más cierta, y el Señor más amador de las almas, que no sólo no ha mandado que se las maten, mas halo vedado.

     Hasta aquí el santo Maestro, hablando de algunos que ocasionan pecados este día. Lo que le pareció imposible vemos hoy hacer en algunas partes, matar cuerpos y almas, para hacer fiesta a Dios.

     Mal también se celebra este solemne día con comedias lascivas, bailes deshonestos y otras representaciones profanas, que no contengan alabanzas y memorias de este soberano beneficio. No se celebra con galas, con paseos, con vistas y entretenimiento deshonestos, que son grandes ofensas de Dios, y aunque, en otros días del año, son éstos pecados graves, en la ocasión de esta festividad son gravísimos, porque cuando es corto el hombre, sin con cien mil corazones se entregase todo a Dios, a su servicio, a las alabanzas divinas y al agradecimiento de tan inefable beneficio, ¿cómo sentirá cometer de nuevo ofensas ocasionadas de las mismas fiestas?

     Dio a entender esto claramente Cristo Nuestro Señor en una aparición que hizo al santo Maestro Ávila, que, como a tan celoso, de esta fiesta, le dio a entender el gran sentimiento que de esto tiene. Pasó así: Un día del Corpus, yéndose el siervo de Dios a retirar al convento de la Cartuja de Granada, y yendo recogido en oración, junto a la puerta de Elvira, se le apareció Cristo Nuestro Señor con la cruz a cuestas, su corona de espinas, corriendo sangre por su divino rostro, con aquel amarguísimo semblante, con aquella agonía y aflicción, cuando por las calles de Jerusalén iba a morir. Admirado el venerable Maestro le dijo: «Señor, ¿en día tan solemne trae vuestra Majestad traje tan doloroso?» respondióle: «Así me ponen los hombres con los pecados que este día cometen». Desapareció, dejando al santo Maestro lastimado.

     Otra visión semejante tuvo otro día del Corpus doña Sancha Carrillo, que para mayor comprobación de la verdad que escribo, la pondré a letra, como la escribe su docto coronista, en el libro segundo, capítulo cuarto. Dice así:

           Salió un día de Corpus Christi a la iglesia mayor, muy de mañana, para oír la Misa y adorar el Santísimo Sacramento; estando allí, pareciéronle los juegos y regocijos de aquel día instrumentos de la pasión del Señor, a quien se ofrecían. Acabada la Misa, y saliendo el sacerdote del altar vio en él a Jesucristo Nuestro Señor, que le llevaban preso, maltratado, corriendo sangre y gran golpe de gente, que, con mucho ruido y voces, escarnecían de él, y le decían mil baldones y afrentas. Oyó también pregonarle por malhechor, y viole tan afeado por una parte, y tan lastimado, que despertaba gravísimo dolor en quien le miraba; por otra, con tan increíble mansedumbre y paciencia, que causaba grandísima compasión. Preguntó a uno de los que andaban a vista de tan doloroso espectáculo, qué tropel de gente era aquel, qué prisión y justicia, y qué persona, en la que se hacía. Respondiéle: «Hoy llevan preso y maltratado por las calles públicas a Jesús Nazareno, hijo de María Virgen». Palabras fueron estas para ella, no palabras, sino cuchillos, que hirieron y que rasgaron su corazón, y le atravesaron de dolor tan agudo que enmudeció la lengua, y hechos fuentes los ojos dieron sentida muestra de lo que pasaba en el alma.
     Volvióse luego a casa, arrebatada toda en este sentimiento, de manera que en sus ojos y lágrimas, y en otros semblantes, todos conocieron particular misterio y visita de Nuestro Señor. Recogióse aprisa en su aposento, hincó las rodillas y cerró los ojos, para atender sin estorbo a lo que Dios le comunicaba. Estando así recogida y atenta, sintió que le tiraron del brazo, abrió los ojos, y vio junto a si a Cristo Nuestro Señor, atadas las manos, abofeteado el rostro, lleno de cardenales y muy sangriento. Corríanle hilo a hilo por las mejillas y barba muchas lágrimas, pero con un semblante tan piadoso y tan tierno, que sólo verlo bastara para derretir en amor y dolor los corazones más rebeldes y endurecidos. Animóse su sierva, y con humildad juntamente, y ternura, le preguntó: «Señor, ¿cómo estáis así?» Miróla su Majestad amorosamente, y respondióle: «Hoy me trata así el mundo, y me pone tal cual me ves». Dicho esto él se ausentó de su vista, y, quedó ella tan lastimada de la respuesta que, por más de veinte o treinta días, todo era gemir y derramar muchas lágrimas, sin admitir otro género de consuelo. Y en los años que le restaron de vida, nunca más salió de su casa en tal día, porque no le bastaba el ánimo para ver ofendido a quien amaba más que a sí misma. Gastaba después de haber oído Misa, todo aquel día, cerrada en su aposento, suplicando a Nuestro Señor por el pueblo, pidiéndole favor para que no lo ofendiesen, y perdón para quien le ofendía.

     Hasta aquí el padre Martín de Roa.

     Semejante aparición a éstas tuvo el siervo de Dios Francisco de Santa Ana, ermitaño del Albaida, varón de santa vida. Un día del Santísimo Sacramento, se le apareció Cristo Nuestro Señor con la cruz a cuestas, y le dijo: «Francisco, de esta manera me tratan hoy los hombres». Léase en el capítulo veinte y ocho de su vida. Grande es sin duda el sentimiento de Cristo Nuestro Señor, de las ofensas de este día, pues a tantos siervos suyos le ha manifestado.

     De la visión que el padre Maestro Ávila tuvo, a que por ventura se llegó noticia de la de doña Sancha, se engendró en el pecho del varón de Dios un ardientísimo celo, de que esta fiesta se celebrase con gran veneración y decencia, y evitasen cuantos inconvenientes suelen ofrecerse. En cuantas partes estuvo, adelantó grandemente esta festividad, y así en Montilla, donde vivió más tiempo, es de las cosas grandes que hay en el Andalucía. Hizo poner en metro castellano los himnos del Pange lingua y Sacris solemniis, para que los niños, vestidos de angelicos, fuesen cantándole en la procesión del Corpus.

     Y aunque en las demostraciones exteriores pedía se hiciese cuanto las fuerzas alcanzasen; pero en la que principalmente insistía, era que se celebrasen con devoción y espíritu cristiano; reprendía todas las seglaridades, galas demasiadas, festejos y paseos, vistas peligrosas, con que muchos celebran esta fiesta, y de verdad la profanan. Habla en esta materia en algunos sermones, en particular, en el décimotercero, predicando víspera de la fiesta (comienza: «Toda la ley»), en que, después de una introducción muy docta, y del intento, reprehende a las mujeres que, con galas demasiadas, se ponen este día donde puedan ser vistas, sirviendo de tropiezo a los livianos; reprehende a los mancebos que, con ojos lascivos, pasean las calles, y van en la procesión ofendiendo aquel Señor, a quien dicen que acompañan. Es de las cosas más altamente y bien escritas que hay en la materia; y, si alguno quiere saber cómo predicaba el padre Maestro Ávila, cómo eran los sermones que volcaban corazones, y sacaban a los hombres dando voces, y hacían que las mujeres mudasen vidas y trajes, lea este sermón, y considere aquellas razones dichas por un hombre santo, y con viveza y espíritu, y verá que no han sido encarecimientos todo lo que hemos escrito. ¡Oh, qué elocuencia cristiana qué viveza y energía en las razones, qué multiplicar argumentos, qué insistir, responder, porfiar, hasta vencer y rendir! De bronce habían de ser los corazones, en quien no hiciesen mella verdades tan evangélicas. De que se verá claramente que una reprehensión ligera, apenas tomada cuando dejada, qué poca moción puede hacer en los oyentes, muchas veces de piedra; mas sí el seguir el intento con cuantos preceptos pone el arte, y la retórica, para dejar un ánimo rendido y convencido. Pusiera de buena gana algunas cláusulas, porque es materia que nunca o raras veces oímos en los púlpitos, estando el mundo perdido por las galas y paseos de todos los días. Remato con unas palabras de este gran orador, al intento de este capítulo, en el sermón que he citado:

           ¡Oh día de Corpus Christi, instituido para honra de Dios Nuestro Señor, y para espiritual alegría y aprovechamiento de los fieles! ¿Quién te ha vuelto tan al revés, que te ha hecho día de muerte de ánimas, de guerra cruel contra ellas, que de muertas o heridas no hay cuento? Hízote Nuestro Señor Dios convite para darte espiritual vida con este pan que vino del cielo, y haste tornado banquete de ponzoña, con que las almas mueren. Y lo que fue ordenado para alegrar a los ángeles, y para tristeza de los demonios, has tornado tan al contrario, que se regocijan los enemigos con la mucha ganancia de almas, y los ángeles, que allí va acompañado de ellos, llorarían, si pudiesen llorar, porque se pierden las almas, que con el precio de su preciosísima sangre Él compró. ¡Oh fiestas tan falsamente dichas fiestas, para los que de esta manera las celebran, y que con más razón serían llamadas para ellos día de muerte; pues con miserable descuido mueren en ellas y muerte de alma!
     Desdicha grande de tiempos tan faltos de temor de Dios, y de amor de virtud, que no hay junta de hombres sin que haya contenciones, rencillas, malquerencias y algunas veces llegan a muerte; y cuando se juntan mujeres y hombres, se han de hacer o codiciar tales cosas que salga el diablo con mucha ganancia, y Jesucristo, Nuestro Señor, con mucha pérdida, sin que se tenga respeto a santidad de fiesta ni a la misma presencia de Dios.
     Dadme, Señor mío, licencia para que os pregunte quién os metió entre gente tan descomedida, y que tan mal os sabe servir, y tan desacatadamente os trata, y atrevidamente os ofende. Señor, mirad el amoroso corazón con que vais en la procesión, deseando afectuosamente el bien de todos, y holgándoos de haber muerto por ellos, y determinado de, si menester fuera, pasar otra vez por ellos lo que primero padecistes; y, por otra parte, mirando el corazón de éstos, con que os van acompañando tan irreverentemente, desagradecidos de vuestros mandamientos, y que tienen en más el pecado que a vos. Si no fuese porque vos sabéis todas las cosas, yo os diría que vais como vendido entre aquesta gente, como de otro Judas, y que, debajo de alegrías y reverencias exteriores, os dan bofetadas y os ponen espinas, y os hieren con caña, como lo hicieron los soldados en casa de Pilato, y os dan a beber hiel y vinagre, como en el Monte Calvario. Allí, Señor, la malquerencia y deshonra era en descubierto; no os creían, no os amaban, y así concordaban las obras de fuera con lo de dentro del corazón. Mas creer, Señor, que vos vais allí, y que sois Dios y hombre, y no hacer caso de vuestra presencia, ni darse nada por ofenderos, y llevando corazones vacíos de vuestro amor verdadero, y llenos de desobediencia, ir con vos en lo de fuera, y cantaros, acompañaros, y bailar delante de vos, matando sus propias almas, renovando vuestra pasión, espantable cosa es de oír, lastimera de ver y, con muy justa causa, amargo sentimiento en el corazón de quien bien os quiere.

     Estas doctrinas, y las apariciones, concuerdan en todo; prosigue el venerable Maestro con dolorosos sentimientos, sin haber ocasión en que no renovase esta materia importante sin duda, así en las procesiones, como cuando se asiste en las iglesias, estando Nuestro Señor descubierto. Es copioso este lugar, a él remito al que con el espíritu del santo Maestro Ávila pudiere remediar los desacatos que suelen cometerse en estas ocasiones.



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Capítulo XVII

De lo que el venerable Maestro Ávila sentía de la frecuencia de las comuniones

     Fueron varios los estilos que los santos guardaron en sus comuniones, notable la diferencia, como parece de las historias eclesiásticas. Unos, de vida santísima, se contentaron con una frecuencia moderada, comulgando cada ocho días, como se escribe del seráfico padre san Francisco, san Diego, santa Lutgarda, santa Gertrudis, y otras muchas. Comulgaron cada día santa Catalina de Sena, santa Teresa y algunas otras santas. No es materia que puede ponerse en disputa cuál parte de estos santos eligió mejor camino, porque la verdad es que todos acertaron. A los primeros comunicó Nuestro Señor un alto, conocimiento de la grandeza de este Sacramento, de las grandes disposiciones que se requieren para recibirle cada día, y con profunda humildad conocieron su bajeza, y, llevados de esta consideración, que preponderó tanto en ellos, escogieron para sí lo más seguro de esta moderada frecuencia, conforme al dictamen que tenían, y al espíritu por donde Dios les gobernaba. Los segundos obraron con diferente dictamen, a que el espíritu de Dios les movía, de otras consideraciones que en ellos hicieron mayor peso, y que debían seguir, ordenándolo así la providencia altísima de nuestro Dios, para que, con estos ejemplos, los animosos se detuviesen, los tímidos se animasen, y se tuviese el medio conveniente.

     Con esta mesma consideración se ha de hacer juicio de los padres espirituales, que dieron reglas para la menor o mayor frecuencia; porque, según el espíritu divino que los gobernaba, en unos preponderaron estas consideraciones a las otras; y ésta puede ser la causa de haber permitido Nuestro Señor estas diferencias en la Iglesia, para que las unas opiniones reciban moderación de las otras, y se elija un buen medio, como lo pidiere el estado de las almas, gobernadas por la prudencia y juicio de un confesor discreto y docto.

     Es verdad constante que el santo Maestro Ávila, con la gran devoción que tuvo al Santísimo Sacramento, y experiencia de sus efectos, no se contentando de comer este bocado a solas, sin partirlo con sus hermanos, introdujo en estos reinos la frecuencia de la comunión en tiempo que no la había en el mundo y con sus sermones y consejos adelantó el uso de este divino Sacramento. Padeció por esta causa muchas persecuciones, así de los prelados, como de otras personas que extrañaban este negocio, no porque fuese nuevo, pues nació con el mismo Evangelio en tiempo de los Apóstoles, sino porque la malicia y negligencia de los hombres había hecho nueva la cosa más antigua y más provechosa de toda la religión cristiana; mas, como el venerable Maestro no se movía por el sentido del mundo, sino por el espíritu de la verdad, que en su corazón moraba, se opuso contra todo el torrente común, teniendo por dichosas las tempestades que, por esta causa, contra él se levantaron. Valióse también para este intento de sus discípulos, que eran predicadores; aconsejábales que en sus sermones exhortasen a la frecuencia de este Sacramento, con que adelantó grandemente esta costumbre.

           Mas de tal manera, dice el padre fray Luis, exhortaba él a esta frecuencia, que se tuviese respeto a la vida y costumbres, y aprovechamiento de los que lo frecuentan, y que, conforme a esto, el prudente confesor alargase o estrechase la licencia para comulgar, como parece por las cartas que él escribió a algunos predicadores sobre esta materia, llenas de prudencia y descrición como quien tanta experiencia tenía de estas cosas.


     Fue sumamente difícil en dar licencia para comulgar cada día; diola a raras personas de muy gran virtud; el gobierno, en esta parte, con que guió sus hijos espirituales, pónele en tres cartas; referiré sus palabras, para que se entienda su sentimiento; seguirále quien tuviere su espíritu.

     En la carta primera del Epistolario del año de noventa y cinco (es a un predicador, y comienza: «Las señas que vuestra merced me da»), le dice estas palabras:

           Sabido he que se usa mucho la comunión por allá, y en algunas tierras más que lo que yo querría, aunque no hay cosa que a mí más alegría me dé que este ejercicio, cuando es como se debe hacer. Visto he algunos que, siendo flojos en el cuidado del aprovechar, piensan que, con comulgar muchas veces y con sentir un poco de devoción entonces, que dura poco, y no deja fruto en el alma de aprovechamiento, les parece comulgan bien, y después vienen a perder aun aquella poca devoción, y quedan tales que no sienten ya más de la comunión que si no comulgasen; lo cual se causó de la frecuentación de este sacrosanto misterio, sin haber vida digna de ello. Por tanto, esté sobre aviso, que no todas veces abra la puerta de este sagrado y divino Pan; mas, mirando la conciencia de cada uno, así dispensarlo. No querría que hubiese quien más frecuentemente lo tomase que de ocho a ocho días, como san Agustín lo aconseja, salvo si hubiese alguna tan particular necesidad, o particular hambre, que pareciese hacer injuria a tanto deseo quitarle su deseado, y a los demás, o de quince a quince días, o de mes a mes, se les dé, avisándolos que, si les deleita este convite, que les ha de costar algo en la enmienda de la vida, que si viven flojamente, no quieran recibir el pan que para los que sudan y trabajan en resistir a sus pasiones, y en mortificar su voluntad, se ordenó. Cierta sentencia es la de san Pablo, en el un pan y en el otro, que quien no trabaja no coma, que de otra manera el pan come de valde, y este santísimo pan ¿quién sin trabajar y pelear lo tiene en su alma?

     Y en una carta muy notable, que anda en todas impresiones, al principio del libro del Audi filia, y comienza: «Dos cartas de vuestra reverencia», entre otros avisos importantísimos que da a un predicador, dice:

           No les suelte la rienda a comulgar cuantas veces quisieren, que muchos comulgan más por liviandad que no por profunda devoción y reverencia, y acaece a éstos venir a estado que ninguna mejoría ni sentimiento sacan de la comunión, y esto es grande daño, y se debe evitar. Téngalos siempre debajo de una profunda reverencia a este misterio, y al que sin ésta viere, reprehéndale, y quítele el pan, hasta que mucho lo desee, y se conozca muy digno de él. Al vulgo basta comulgar tres o cuatro veces en el año; a los medianos, nueve o diez veces; a las personas religiosas, de quince a quince días, y, si son casadas, se pueden esperar a tres semanas o un mes, y a los que muy particularmente viere tocados de Dios y se conociese casi a los ojos el provecho, comulguen de ocho a ocho días como aconsejó san Agustín. Y más frecuencia de ésta no haya, si no se viese una grande hambre y reverencia, o alguna extrema tentación o necesidad, que otra cosa aconsejase; en lo cual se tenga miramiento de algunas personas cerca de esto. Y creo que hay muy pocos que les convenga frecuentar este misterio más que de ocho a ocho días. Y san Buenaventura dice que, en todos los que él conoció, no halló quien más a menudo de aqueste término lo pudiese recibir. San Francisco de Paula primero comulgaba cuatro o cinco veces en el año, después de muy santo, cada domingo. Aprendan en pago de aquella celestial comida a hacer algún servicio a Nuestro Señor, o en ir quitando alguna pasión cada día, o en otra cosa alguna, que corresponda, cada vez que comulgaren, que llegarse a los pies del confesor, y luego al altar, tornarse ha en tanta costumbre a algunos, que casi ninguna cosa hay más para aquello que aquel ratico que están allí.

     En otra carta, que comienza: «La continua falta de mi salud», trata por toda ella esta materia con admirable prudencia, y habiendo tocado casi todos los cabos de la intención y disposición en común, discurre de la comunión de los casados. Va a la letra; merece andar estampada en muchos libros; dice así:

     En lo que vuestra merced pregunta de la frecuencia de comuniones que en esa ciudad hay, me parece que ninguno debe poner tasa absolutamente en la comida de este celestial Pan; pues, mirándolo así, es bien y gran bien tomarlo cada día, si hay cada día aparejo para lo recibir. Todo el negocio ha de ser ver no haya engaño en el aparejo, pensando que lo hay, donde no lo hay; y, cierto, se engaña alguna gente de la devota en ello, así como los que solamente son movidos a lo hacer porque su amigo, y vecino o igual, lo hacen, y algunas de estas personas se afrentan por ser tenidas por menos santas de los confesores, si ven que dan licencia a la compañera que comulgue, y a ella no. A estos no los llama Dios a su mesa, su liviandad los lleva, y lo que habían de imitar para tener igual llamamiento divino, quererlo imitar con igualdad de carne. Y claro es que, aunque una persona sea menos buena que otra, puede la menos buena tener alguna causa justa de comulgar alguna vez, y más a menudo que la otra más buena, por haber mayor necesidad, o por estar alguna temporada con más aparejo, o por otras particulares causas, que no concurren en las más buena. Así que este error se debe mucho reprehender, que, cierto, es dañoso y usado ir al celestial convite, sin llevar llamamiento del Señor de él. Verdad es que aprovecha, y no poco, ver comulgar a otro; y uno de los provechos, es gana de imitar tan santa obra. Mas han de entender que han de imitar el aparejo, si quieren imitar la obra. Así como si uno se va a soledad o vive vida en virginidad, o es predicador, o cosas semejantes, no es bien, porque aquél lo hizo, hacerlo yo, sin mirar que llevó aquél espíritu bueno, y me lleva a mí espíritu humano. Quísose Dios servir de aquél por allí, y no de mí: y así acá quiere el Señor que uno llegue a su celestial mesa más veces que otro, y por esto no ha de ser regla lo que unos hacen, para que lo hagan los otros. Otros se engañan en pensar que es aparejo suficiente una gana tibia de hacerlo, más fundada en costumbre que tienen que en otra cosa; y si a esto se junta, que echar alguna lagrimilla, al tiempo de recibir al Señor, tienen por muy bien hecho su negocio, y el engaño de éstos consiste en no mirar al provecho, que reciben de comulgar, que es ninguno, o de no saber que la verdadera señal del bien comulgar es el aprovechamiento del alma, y, si éste hay, es bien frecuentarlo, y pues no lo tienen, no lo frecuenten. Vienen éstos a un mal grande, del cual había de temblar todo hombre que lo oyese, que es recibir al Señor, y no sentir provecho de venida de huésped tan bueno, y que ordena esta venida para bien de la posada, y cuando los remedios, y tan grande como éste lo es, no obran. su operación, es cosa muy peligrosa, y que mucho se debe huir, con condición que se mire que algunos, que, aunque no parece que crecen, sacan este bien de la comunión, que no tornan atrás, teniendo experiencia que, si no lo frecuentan, caen en cosas que no caen, cuando lo frecuentan; a éstos bien les está hacerlo con frecuencia, pues se sigue provecho de evitar caídas con la frecuencia del comulgar. Mas hay otros que ni van adelante ni evitan males, sino con una vida como de molde, no habiendo más ni menos, así como así. A éstos se les debe predicar cuán terrible cosa es meter el fuego divino en el seno, y no calentarse, gustar el celestial panal y no sentir su dulzura y eficacísima medicina, y quedarse tan enfermos; y débeseles quitar el manjar, como a gente ociosa, para que, lastimados con verse apartados de bien tan grande, aprendan a estimarlo en algo, y pasen algún trabajo para ir mejor aparejados, castigando con rigor las faltas en que caen, deseando con ardor el remedio de ellas, orando y haciendo el que así vayan al pan celestial con hambre interior. Porque, como san Agustín dice: Panis hic interioris hominis esuriem desiderat. Aunque algunos hay que tan mal se saben aprovechar de quitarles la comunión, que no por esto se aparejan mejor, sino paréceles que es aparejo el ir más de tarde en tarde que solían; lo cual no es aparejo, como san Jerónimo dice muy bien, que de esa manera mientras más tarde fuesen, mejor aparejo llevarían. Como lo dicen y hacen los que por desamor y pereza, y gana de estarse en sus pecados, dilatan la comunión para una vez en el año, pareciéndoles que, por ir tarde, van con más reverencia que si fueran más veces, aunque llevaran menos pecados, y mejor aparejo. Llaman reverencia a un temblor de esclavos y turbación que de la gran pesadumbre de pecados llevan, y aún gana de huir de la comunicación del Señor, si no fuera por miedo del mandamiento de la Iglesia. Quien dilata la comunión halo de hacer por algún día, o días, para en aquéllos andar aparejándose con diligencia, y castigando sus caídas, y procurando todo bien, para que así vaya con alguna mejoría al Señor todo bueno, que el sólo pasar el tiempo no mejora a nadie.

     Viniendo a lo particular que vuestra merced escribe de la mucha gente del estado de casados, que en esa ciudad comulga cada día, digo que me engendra sospecha no ser Dios agradado de ella, por decir que son muchos los que lo hacen; porque, como este negocio de comulgar cada día pida muy grande aparejo y tanto, que los teólogos, como vuestra merced sabe, especialmente santo Tomás y san Buenaventura, hablan de ello más como de cosa posible que de in esse; y esta dificultad de aparejo crece en el estado del matrimonio, así por los continuos cuidados que distraen el alma, como por el uso conyugal, que en gran manera la embota. No entiendo que en muchos haya tan grande santidad que en tan grandes impedimentos haya aparejo cual quiere Dios para que cada día le reciban. Tengo creído que éstos no sólo [no] saben qué es comulgar, más ni aún qué es orar; porque el Apóstol aconseja que, para orar, se aparten los casados, teniendo por impedimento de ello el usar el conyugal ayuntamiento. Y cuando teme que hay peligro de parte de la carne, dice que, revertantur in idipsum. Y conozco yo casados, que él y ella se dieron a la oración, y como fueron entrando en ella, entendieron que no venía bien uso de matrimonio, y familiar plática y comunicación con Dios, y movidos y enseñados con sola esta experiencia, apartaron la comunicación de la carne, por tenerla con el Señor, que es espíritu, y ha tres años que viven así, lo cual concuerda asaz bien con el dicho de san Pablo, porque el espíritu que le hizo a él hablar aquella, hizo a éstos hacer esto otro. Pues, si es dotrina de Dios no venir bien uso de carne con uso de oración, ¿cómo le parecerá bien que se junte en uno cuidados que impiden la oración, y carne que impide la elevación del espíritu, y lo embota para recibir al Señor, que quiere ser recibido con sentido, que diiudicet corpus Domini, y lo discierna de todo lo que no es Él; y esté pronto para conocerle en la habla, como san Juan, y en la fracción del pan, como los dos discípulos?

     Si me dijeran que algún casado, o casada, hacían esto cada día, aún me maravillara, mas no mucho; más que muchas, no alcanza mi fe a creer que el Señor es de ello contento; ni me mueve para aprobarlo lo que en la Iglesia primitiva se hacía, pues los casados de entonces eran tan sin cuidados temporales, tan devotos y llenos de Espíritu Santo, que con mucha abundancia en ellos se derramó, que no tienen los de agora, por la mayor parte, que defenderse con la sombra de aquellos en el comulgar cada día, pues no les imitan en la vida. Y pues de los decretos que entonces se hacían, se ve que pedían mucha limpieza en la carne a los casados para comulgar, y el dicho de san Pablo, ya alegado, no era tenido en poco, alguna moderación debía de haber en el comulgar cada día, en lo que toca a los casados en general. Ni me mueve autoridad de hombre devoto que ahora aconseje a todos los que confiesa, o van a él, que hagan lo mismo porque pienso que dice de la feria como le van en ella, y no mira a muchas partes que en esto hay que mirar, y aunque parezca esto temeridad, juzgar sin oír, no valga por juicio sino por una vehemente sospecha y temor, causado con mucha razón de dichos de Escritura sagrada y de santos, y de muchas experiencias que tengo. Incitar a que vivan de arte que merezcan comulgar cada día, esto sí, san Ambrosio lo aconseja; mas creer que hay muchos casados que hacen esto que es menester para cosa tan alta, yo no lo creo y absténgome de no lo juzgar. De sólo san Apolonio se lee, entre los padres de los monasterios del yermo, que hacía comulgar cada día a sus monjes; mas habíalo con monjes, y tales como los había en aquel tiempo, y no con casados de éste, y creo yo sería el cuidado del buen abad tan ferviente, por el aprovechamiento de sus monjes, que con su oración y diligencia les haría andar aparejados para la alteza de la obra que les aconsejaba. Ni hay agora aquellos padres, ni aquellos discípulos, ni aquel aparejo, ni aquella vida, que llama san Jerónimo vida de ángeles, y que por oraciones de ellos el mundo le sustentaba. ¿Qué mucho que éstos comulgasen cada día? Júntase a esto lo que toca a terceros, que es la inquietud causada en los maridos por la tardanza continua de las mujeres en la iglesia, y los males que acaecen en casa por la ausencia de la señora. Cosas claras son éstas no ser de espíritu bueno, pues contradicen a los mandamientos de Dios, dicho por la boca de san Pablo, que en una parte manda que obedezcan las mujeres a sus maridos, como a Cristo, y les sean sujetas, y en otra que: Sint curam domus habentes, o, como el original griego: Domus custodes. Débeles vuestra merced predicar que cumplan con la obligación que a su estado tienen, y que lo que aquí les sobrare den a su devoción, y no harán poco si reciben al Señor bien de ocho a ocho días, y esto no todas, y algunas más a menudo, que, como he dicho, no hay una regla para todos.

     En lo que toca a esa persona que confiesa sentir provecho de la frecuencia de la comunión, y daño del haber pasado a ocho días no se rinda vuestra merced luego, pruebe, si con añadir cuidado, si le va bien con este modo de comulgar, que hay gente que el día que no comulgan no se saben tener en pie, ni hay más devoción y aliento, sino de haber comulgado. ¡Bien lejos estaban éstos de aquellos padres pasados (ejemplo de verdadera santidad), que estaban días y meses sin comulgar, mas no por eso desaprovechados, porque la diligencia del aprovechar suplía el favor que de comulgar recibían! Y a este espejo es bien que miremos, y hagamos a otros que miren, especialmente a mozas, que les va la vida en tratar sus negocios con Dios a solas, sin medio de hombres; y si fuesen tales cuales Dios quiere, con pocas comuniones se pasarían, y no alegarían para su andar y hablar: «Siéntome mal sin comulgar cada día.» Niñerías son éstas de gente que pide alfeñique, y no son para comer pan de destetados. Trabajen y revienten por poderse pasar con poca plática de hombres, y si lo hacen así verán a cabo de poco tiempo otro fruto en sus ánimas; mas si hay pereza y liviandad, no me aleguen que la falta de la comunión lo hace. Lo que me parece que se debe predicar es los grandes bienes que de la frecuencia se reciben, y que ninguno juzgue a otro por comulgar cada día, pues se puede bien hacer, antes se compunga y acuse de flojo e indevoto, pues él no es para hacer bien hecho lo que el otro hace. Y con esto se avise a los que comulgan de los peligros que hay, si bien no lo hacen, y que por no poderse dar una regla para todos, ni para uno en diversos tiempos, se remite el cuándo al juicio del confesor, con que sea prudente y devoto, y que parece ser término razonable para gente medianamente aprovechada, comulgar de ocho a ocho días, salvo si no se ofrece algún caso particular en la semana; y que quien más que esto quisiere, que le hable a vuestra merced en particular, y le dirá su parecer, y a quien viere claro que hay provecho de ello, concédalo, y esto a pocos, y a los otros quítelo, pidiendo primero lumbre a Nuestro Señor para acertar. Y puede ser más largo en esto con personas no casadas, que casadas; y con personas de edad, que mozas; porque la madurez de seso y reverencia y peso es gran parte para fiarles la frecuencia de la comunión. Ya sabe que san Francisco, el de Asís, no comulgaba cada día, ni san Francisco de Paula, aun después de viejo, sino de ocho a ocho días. Y con esto entiendo que a los no tan santos es bien comulgar de ocho a ocho días, y también más a menudo, porque entiendo que la gran necesidad que la malicia de tiempos y engaños del demonio, y propia flaqueza, causan ahora, pide mayor recurso al remedio y mesa, que contra todos los males acá Dios nos dejó, yendo a ello no como tan santos como aquéllos, mas porque no lo somos, y como más necesitados vamos al médico más veces, para que nos cure. Y así concluyo que, en púlpito, se favorezca mucho la comunión, y se dé un poco de aviso, para que no se yerre cuando comulgan muchas veces, de arte que queden los tardíos en ella confundidos, y los que la frecuentan favorecidos, aunque avisados. Y es muy bien tratar esto en particular con los confesores, y Cristo lo trate con unos y otros por su gran bondad, para que cosa en que tanto va se use mucho, y bien usada.

     Hasta aquí el santo Maestro Ávila, que con tan gran peso, y tiento habla en esta materia, que muchos tienen por corriente y fácil.

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