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Libro primero

Vida y predicación del padre Maestro Juan de Ávila



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Capítulo I

De la patria del padre Maestro Juan de Ávila

     Una de las mayores dignidades a que Dios ha levantado al hombre, es hacerle órgano de su divina voz y oráculo del Espíritu Santo; no reparando para cosa tan grande valerse de un instrumento tan vil, como una lengua de carne, obrando por este medio sus grandezas y consiguiendo sus glorias (discurso de nuestro gran Maestro). El primero en quien este espíritu obrador y vivificativo de los ayentes se aposentó llenamente, fue Cristo Nuestro Señor, que, engendrando por la palabra hijos a Dios y muriendo por ellos, mereció aquel ilustre título de Padre del siglo venidero. Sus riquezas comunicó a los hombres, sin que hubiese parte de sus tesoros que no les franquease; dioles espíritu para ganar los perdidos, compasión para traer las almas enajenadas de su Criador; comunicóles el don de la palabra viva y eficaz para dar vida a los que les oyesen y para que a gloria suya pudiesen gozar también de aquel honroso título de padres del espíritu y poder decir osadamente con el apóstol san Pablo: Por el Evangelio os he engendrado. Las primicias de este soberano don, de esta divina eficacia de palabras, gozaron los apóstoles sagrados y los doctores de la Iglesia, que fueron el alma del mundo que yacía miserablemente muerto en tantos errores y pecados. Y aunque en todos los siglos ha enviado Dios a su Iglesia maestros y predicadores, que guíen a los fieles en la verdadera religión católica y les enseñen las sendas de la virtud y los despeñaderos de los vicios, mas con particular misericordia en algunas ocasiones ha favorecido a los mortales, enviándolos algunos varones apostólicos de excelente santidad, de poderoso espíritu, que en alguna manera renovasen aquellos siglos de oro de la primitiva Iglesia.

     De esta felicidad gozó en la edad de nuestros padres la ilustre provincia de Andalucía, porción más fértil de España, en la predicación del varón divino el venerable Maestro Juan de Ávila, a quien comunicó la liberal benignidad de Dios con larga mano aquella viva y eficaz palabra que gozaron los siglos apostólicos. Su espíritu, su doctrina y santidad encaminaron al cielo innumerables almas y a él le adquirieron inmarcesibles coronas.

     Los hechos más señalados de este varón insigne, que no ha podido dar al olvido por su grandeza el tiempo, pretende recoger a este volumen mi corto y débil talento, para la mayor gloria de Dios y de este varón santo. Y porque hazañas tan gloriosas, virtudes tan ilustres, sean también ejemplo a los siglos venideros. ¡Oh, si alguna corta parte de aquel rayo divino, que ilustró el entendimiento de este doctor santo, de aquel espíritu que movió la lengua y mano de este grande orador, de este escritor sagrado, se dignase de favorecer mi intento, para que mis palabras correspondan en parte a la grandeza del asunto! Suplícote, soberano Señor mío, pues acostumbras para obras grandes valerte de flacos y viles instrumentos, me des el vigor de tu espíritu y dirección de tu gracia, para que acierte a describir los hechos y las virtudes heroicas de este gran siervo tuyo, que, confiado en tu misericordia, emprenderé hazaña tan desigual a mis fuerzas.

     Fue la patria del venerable Maestro Juan de Ávila la noble y muy leal villa de Almodóvar del Campo, puesta en el de Calatrava, de donde tomó renombre. Es del arzobispado de Toledo, primado de las Españas, población favorecida del cielo. Ha producido varones tan ilustres que cualquier de ellos pudiera hacer dichosa la mayor ciudad del orbe. Cuenta esta villa entre sus naturales, o por haber nacido, o traer de allí su origen, a aquella sonora trompeta del Evangelio, el padre fray Alonso de Lobo, de la Orden Seráfica en su primer vigor, varón verdaderamente apostólico, cuya predicación en lo mejor de Europa redujo a mejor vivir innumerables almas; pobló los monasterios y llenó los claustros sagrados; y en los más obstinados pecadores su voz, rayo sagrado, alumbró de manera sus tinieblas que conocieron y siguieron la verdad: no pueden los más encarecidos encomios igualar al gran concepto que comúnmente se tiene de este heroico varón.

     No es inferior adorno de esta villa el padre Martín Gutiérrez, de la Compañía de Jesús, varón de grande espíritu y letras y superior talento en el gobierno de almas; ocupó los mayores puestos y estima de su religión en la provincia de Castilla. Constó su vida de un ejercicio continuo de todas las virtudes; fue muy devoto de la Santísima Virgen, que le favoreció con mercedes grandes; aparecióle diversas veces; y, siendo rector, le daba avisos de algunas cosas secretas en orden al buen gobierno de sus súbditos; y consolóle en una grande aflicción que tuvo por un testimonio que le levantaron. Siendo prepósito de la casa profesa de Valladolid, fue eligido con otros religiosos para hallarse en la Congregación general que se hacía en Roma, para dar sucesor al excelentísimo duque, después perfecto religioso, el santo Francisco de Borja. Haciendo su jornada por la Francia, fue preso con sus compañeros por unos bandoleros luteranos, y llevados a un castillo, donde los trataron como suelen a los sacerdotes de la Iglesia. En esta prisión, [de] donde no pensaron salir vivos, le dio un dolor de costado, que en cinco días le pasó al cielo. Prevínole Dios con grandes sentimientos. Mostró en esta ocasión su gran fe, paciencia y constancia. Tuvo ocho días antes revelación de su muerte. Diole la buena nueva su gran Patrona María. Murió cumpliendo su obediencia, confesando entre los enemigos de la Iglesia ser su verdadero hijo. Luego que expiró -caso raro- entró en aquella prisión una matrona venerable que amortajó el cuerpo. Creyóse piadosamente fuese la Virgen Santísima, o alguna mujer santa, de orden suya. Enterráronle junto a una iglesia, donde solía estar una cruz: de este lugar treinta años después le sacó la piedad de los suyos y trujo a España, y colocó aquellos huesos venerables al lado del Evangelio de la Casa Profesa de Valladolid, con un honroso epitafio. La gloriosa santa Teresa le vio en el cielo con aureola de mártir y entre los suyos le pone su religión con opinión de hombre santo.

     Dio más dilatado vuelo el padre Antonio Critana, de la misma Compañía. Pasó al Japón, donde por espacio de treinta años predicó entre los gentiles la fe de Cristo, a la cual convirtió innumerables almas. En tan largo tiempo padeció grandes persecuciones y trabajos. Hizo copioso fruto, que halló junto en el cielo. Murió en aquellas provincias, perseverando hasta el fin en vocación tan heroica.

     No elogio breve, corta sí será la más dilatada historia que se empleare en aquel varón del cielo, el muy reverendo padre fray Juan Bautista de la Concepción, el primero que renovó la vida de los que profesaron la regla primitiva de la religión sagrada de la Santísima Trinidad. Fue varón apostólico, de admirable caridad, obediencia rara, pobreza singular y prodigiosa penitencia. Fue su vida un cúmulo de todas las virtudes, que en él resplandecieron en grado heroico. Tal convenía que fuese el que había de ser la piedra fundamental de tan ilustre edificio y ejemplar de perfección a tan santa, tan penitente, tan religiosa familia, que en tan breve tiempo ha producido tantos varones de gran santidad. Durmió en el Señor en Córdoba, en catorce de febrero de 1631, donde se venera su cuerpo claro en milagros, como lo fue en virtudes, honor de su patria, la dichosa villa de Almodóvar.

     Resplandece entre sus esclarecidos hijos el venerable sacerdote Juan Fernández, que empleaba su vida en enseñar la doctrina cristiana en el reino de Granada a aquellos incrédulos miserables. En la ocasión del infeliz levantamiento, le cogieron los moros y le pasaron una navaja muchas veces por la cara y con ésta y otras inauditas crueldades acabaron aquella santa vida, que se empleaba tan en beneficio suyo, poniendo este mártir santo al lado de tantos confesores que ilustran esta noble villa.

     Don Juan Fernández de Portillo, obispo de la Vera Cruz, el doctor Pedro de Almagro, catedrático de Prima jubilado en la Universidad de Baeza, hombres de grandes letras y virtudes, fueron naturales de Almodóvar; y otros doctos y santos varones, a quien pudiéramos -a ser profana esta historia- dar iguales hombres en las armas de la nobleza de esta ilustre villa, que han hecho heroicas hazañas y derramado su sangre en defensa de la santa fe católica y servicio de sus reyes.

     Florece la religión cristiana con raras demostraciones en los naturales de esta villa. Son muy dados al culto divino y su celebración. Los sacerdotes imitan las iglesias catedrales. En el resto del pueblo se halla una piedad nativa sustentada en congregaciones pías, con que se alientan a la virtud. De aquí sus dichas, y por ventura su primer origen de una devoción admirable a la Reina de los cielos: consérvase una hermandad más ha de docientos años, dedicada a la Concepción purísima de María. Celebran este misterio con solemnes fiestas, a que exceden las que hacen a Cristo Sacramentado. Tal es el suelo que produjo nuestro varón apostólico, que colmó con sus hechos y virtudes las felicidades de su patria.





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Capítulo II

Padres, nacimiento y niñez del padre Maestro Juan de Ávila

     Fueron los padres de nuestro venerable Maestro, Alonso de Ávila y Catalina Gijón, de lo más honrado y lustroso de Almodóvar, de familia pura y limpia, sin mezcla de aquella sangre, que una gota dicen que inficiona mucha buena; en nuestro vulgar, «cristianos viejos», de limpieza asegurada, muy bien puestos de hacienda, y, lo que más importa, temerosos de Dios y observantes de su ley, cuales convenía que fuesen los que tal planta habían de producir.

     Habían pasado días en su bien conforme matrimonio sin tener hijos. Deteníanse de suerte que pudieron ocasionar grandes deseos en la honesta matrona. Acudió con su piedad al Señor de la naturaleza, que sólo puede alegrar con la fecundidad a las mujeres. Después de muchas devociones y ruegos, tomó por intercesora a la gloriosa santa Brígida, yendo en romería trece días a pie y descalza, con una soga ceñida a lo interior del cuerpo, a visitar una ermita, donde se apareció una imagen de esta santa, puesta en una sierra muy áspera, poco distante de Almodóvar. Pedía como otra Ana un hijo, que se dedicase a Dios y a su servicio. A pocos días, después de esta romería, sintió prendas de que Dios la había oído. Concedióle otro Samuel, hijo de lágrimas y oraciones, que desde sus tiernos años asistiese en su templo.

     Nació el venerable Maestro Ávila día de la Epifanía, Pascua solemne en la Iglesia, en que la estrella guió aquellos santos Reyes al pesebre de Belén, donde conocieron y adoraron al Salvador del mundo, con feliz pronóstico de que el niño que en este día nació había de ser estrella resplandeciente en la Iglesia de Dios, que había de encaminar a muchas almas al servicio de su Criador, como en el discurso de esta historia se irá viendo.

     Consérvase hasta hoy la casa en que nació, y se venera la pieza en que gozó de esta luz. Muchos religiosos y seglares, y personas graves que pasan por Almodóvar, visitan este aposento, y, arrodillados con devoción y lágrimas, besan el suelo, dando gracias a Dios, que les ha dejado ver lugar que gozó de tanta dicha.

     El día del bautismo, como el año, ha borrado el tiempo; mas, si como es ordinario, fue el octavo, en que celebra la Iglesia el bautismo de Cristo por el gran Bautista -de donde por ventura le llamaron Juan-, no es de menor misterio porque este dichoso niño había de ser una clamorosa voz de Dios en el desierto del mundo, imitando al mayor de los nacidos en austeridad de vida y predicación, reduciendo a tantos pecadores al bautismo de la penitencia.

     Voz es entre su gente recibida que, todo el tiempo que duró el preñado, no podía Catalina comer los jueves y viernes más que una vez al día, y que, si lo intentaba, no lo sufría el estómago y lo volvía; y que, nacido el niño, sola una vez tomaba el pecho estos dos días, novedad que dio pena al principio, temiendo ser enfermedad, hasta que desengañó el tiempo. Esto aseguran los antiguos de Almodóvar, y muchas matronas ancianas, que conservan con mayor tenacidad estas piedades. No tuvieron otro hijo. Hizo Dios a Catalino con uno solo fecunda: uno dicen que pare la leona, pero león. Criáronle sus padres cristiana y cuidadosamente en santo temor de Dios, enseñándole la dotrina y obligaciones cristianas, en que su blando natural, como una cera, recibía en lo bueno fácil enseñanza. Vivió niño con tal modestia y cordura que pudo ser ejemplo a los ancianos.

     No llamaré virtudes las de la niñez, sino unos impulsos o prisas de la divina gracia, que se anticipa a la naturaleza, y prorrumpía impaciente entre lo imperfecto de la edad. Así lo vemos en los que tiene Dios escogidos para grandes siervos suyos. Experimentóse en nuestro Juan, con quien nacieron de un parto la gravedad de costumbres, la obediencia y rendimiento a sus padres, la penitencia, los ayunos, la misericordia con los pobres, la piedad con Dios, la oración, la inclinación a la Iglesia. Apenas tenía cinco años cuando le hallaban fuera de la cama, echado en unos sarmientos en el suelo, o unas tablas. Desde este tiempo comenzó a usar de este regalado lecho. Si tardaba en recogerse a casa, le habían de hallar sus padres rezando en un rincón de la iglesia. Cuentan que, siendo muy niño, le hizo su madre un sayo de terciopelo negro con guarnición pajiza, que él rehusaba ponerse; yendo a la escuela, encontró un día a un pobrecico de su edad, muy mal parado; vistióle su sayo galano, y tomando el sayo roto del pobre, fue a los ojos de su madre, que le dijo: «Hijo, ¿cómo traes ese sayo?, ¿qué es del tuyo?» Él respondió: «Madre, aquel es mejor para aquel niño, y este para mí». En aquella tierna edad se encerraba y tomaba disciplinas, continuaba el ayunar jueves y viernes, que había comenzado desde el vientre. Decía su buena madre, que ignoraba la mano que movía estas acciones: «¿Qué pecados ha podido cometer mi hijo para que haga tanta penitencia?»

     Ya mayor era su trato con gente religiosa y docta, frecuentaba con mayor asistencia las iglesias, sacramentos, sermones; mostraba gran inclinación al culto divino, empleándose en obras de virtud; huía de compañías y tropiezos que pudiesen amancillar la candidez de su ánimo y su gran honestidad; de manera que, desde su niñez y tierna edad, comenzó a dar muestras de la gran santidad para que Nuestro Señor le había escogido, sin que jamás se entendiese, en todo el discurso de su vida, hiciese cosa reprehensible, antes todas dignas de muy grande alabanza, y que prometían lo que después se vio con gran colmo cumplido.



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Capítulo III

Sus estudios

     Habiendo felizmente conseguido los primeros estudios, que abren puerta a los mayores, siendo de catorce años, le envió su padre a Salamanca a estudiar Leyes, con los intentos honrosos que se desvanecen tantas veces. Poco después de haberlos comenzado se le descubrió con mayores resplandores aquella divina luz, que hace santos a los dichosos a quien Nuestro Señor la comunica. Íbale trayendo a sí con un particularísimo llamamiento, con que le eran poco gustosos los estudios de la jurisprudencia. Acudía a sus lecciones, y mucho más estudiaba la ciencia de los santos, de que solo es Dios maestro. Vivió con gran virtud en Salamanca. Solía decir después, cuando predicador y docto en las ciencias sagradas contaba estos sucesos: «¿Y cómo, o para qué se me daban a mí las negras leyes?»

     Volvió a las vacaciones a casa de sus padres, y, como persona tocada de Dios, les pidió le dejasen estar en un aposento apartado de la casa, para con quietud darse del todo a Dios. Concediéronsele sus padres, porque era raro el amor que tenían. En este aposento tenía una celdita muy pequeña y pobre, donde comenzó a hacer vida muy recogida y áspera penitencia; la cama eran unos haces de sarmientos, continuos los ayunos, la comida poca y desabrida; añadía cilicio y disciplinas y largas horas de oración todos los días; era su vida la de un monje en el desierto. Sus padres sentían tiernamente este tenor de vida, tan contrario al amor que tenían a su hijo; mas no lo contradecían, considerando, como temerosos de Dios, la merced que en esto les hacía. Perseveró en estas costumbres santas casi tres años. Confesábase muy frecuentemente. Comenzó su devoción por el Santísimo Sacramento; y así muy de ordinario asistía muchas horas en oración en su presencia. Comulgaba con mayor frecuencia que se usaba en aquel tiempo, con gran devoción y reverencia. Estas acciones de tan grande ejemplo fueron de suma edificación, así a los clérigos como a los demás del pueblo; qué virtud tan grande en tanta mocedad llevó los ojos y los afectos a todos.

     Acertó a pasar por Almodóvar un religioso de la Orden de San Francisco, varón de vida ejemplar, que, admirado de tan anciana virtud en tan floridos años, animó al mancebo prosiguiese sus estudios, mudando la facultad, y aconsejó a sus padres le enviasen a estudiar a Alcalá las Artes y Teología, para que con sus letras pudiese mejor servir a Nuestro Señor en su Iglesia.

     El consejo pareció del cielo y así lo mostró el suceso. Partió a Alcalá, donde estudió las Artes. Fue su Maestro en ellas el gran padre fray Domingo de Soto, insigne en religión y letras. Mostró con brevedad la gran delicadeza de su ingenio, acompañada de una rara virtud. Ganó el amor de su maestro, que hizo tal estimación de su talento, que decía que, si siguiera las escuelas, fuera de los sujetos aventajados en letras que hubiera habido en España. Fue ejemplo a sus condiscípulos, que estaban edificados de su proceder y modestia. En este tiempo ganó con su virtud la amistad de don Pedro Guerrero, que después fue arzobispo de Granada, ilustre prelado por su santidad y letras. Caminaban a un paso en los estudios, y duróle siempre la efición, y favoreció mucho, cuando arzobispo, las cosas del venerable Maestro, que se lo pagó colmadamente en las admirables advertencias que le dio para el gobierno de su iglesia. Antes de acabar sus estudios fallecieron sus padres. Prosiguiólos; oyó la sagrada Teología; estudióla exactamente; salió de los más aventajados de su curso, así por la grandeza y delicadeza de su ingenio como por la diligencia y cuidado del estudio. Duró en Alcalá por muchos años el buen olor de sus virtudes. Y los mayores maestros y doctores de esta Universidad las proponían por ejemplo a los estudiantes de Almodóvar, cuando no veían en ellos el buen suceso y modestia, que admiraron en el Maestro Juan de Ávila. El que más pregonaba sus virtudes fue el doctor Garnica, obispo que fue de Osma. A varones tan grandes obligó a veneración con sus costumbres.



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Capítulo IV

Ordénase de sacerdote

     Acabados felizmente sus estudios, trató luego de conseguir el intento a que los había encaminado, de dedicarse a Dios y al servicio de su Iglesia. Tuvo particularísima vocación de Dios al estado santo del sacerdocio. Entró por la puerta de una recta intención de consagrarse al divino culto y ser una hostia viva, agradable a los divinos ojos, por medio de los órdenes sagrados, cumpliendo exactamente las obligaciones que pide dignidad tal alta. No le llevaron los ojos las rentas eclesiásticas al que dejó con brevedad las propias; no conseguir dignidades, teniéndose por colmadamente honrado con la sublime de ser sacerdote de Cristo; no la estimación de los hombres, mas ser familiar a Dios; que los que entran en la Iglesia por aumentos y conveniencias temporales, raras veces son buenos eclesiásticos, ni el principio torcido se endereza: de aquí la ruina de innumerables sacerdotes.

     La disposición para recibir los sacros órdenes comenzó desde los años que pudo tener conocimiento de la dignidad sacerdotal y las cosas sagradas, que amó y reverenció desde muy mozo, con una propensión particular al culto divino. Mas la preparación más inmediata fueron unos deseos encendidos, con un temor reverencial y un profundo conocimiento de su insuficiencia, con larga oración y penitencias. Recibió los santos órdenes humilde y reconocido, y confiando en Dios le había de dar gracia para el cumplimiento de tan apretadas obligaciones.

     Esta preparación fue tan rara y con el tiempo tuvo tan gran nombre, que muchos, a su imitación, con la noticia que tuvieron de lo que en esta ocasión hizo el venerable Maestro, se prepararon para decir la primera Misa con varios ejercicios de oración, actos de humildad, mortificación, recogimiento y penitencias. Y se animaban unos a otros para semejantes ejercicios por este gran ejemplo.

     Habiéndose ordenado, quiso decir la primera Misa en Almodóvar, por honrar los huesos de sus padres y consolar sus deudos. Decíanle sus amigos hiciese alguna demostración honrosa, como se acostumbra en estas ocasiones; mas el santo y cuerdo mancebo, el día que dijo su primera misa, como quien tenía más altos pensamientos, trujo a su casa doce pobres, vistiólos, lavóles los pies, dioles de comer cumplidamente, sirviólos a la mesa, agasajólos, hizo con ellos otras obras de piedad, acción que admiró y edificó a todos, juzgando prudentemente que los festejos han de tener proporción con las cosas, por qué se hacen. Con la acción más santa, con el misterio más venerable, con la mesa en que el manjar es Dios, ¿qué conveniencia tienen los banquetes, las más veces profanos, o en que muchos se portan profanísimamente?

     Fue el padre Maestro Ávila uno de los grandes, perfectos y santos sacerdotes que ha tenido la Iglesia en nuestros tiempos. Comunicóle el Espíritu Santo una gran luz, con que alcanzó un alto conocimiento, en grado muy excelente, de la dignidad y oficio sacerdotal, la pureza, la santidad que pide, y cuáles son las propias obligaciones de este estado. Éstas cumplió tan perfecta y cabalmente en todo el discurso de su vida, que fue un raro ejemplo de las virtudes sacerdotales. Y cuantos preceptos y instrucciones dan los santos y doctores de la Iglesia a los que han sido llamados a este santo ministerio, las ejecutó exactamente. De esto es comprobación el discurso de esta historia, en particular el libro tercero, donde se describen sus virtudes, y allí tiene su lugar la estimación que hizo del estado sacerdotal, de su dignidad y su excelencia.



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Capítulo V

Determina dejar a España y su suceso

     Conociendo el nuevo sacerdote que los talentos que Nuestro Señor le había dado de letras y conocimientos grandes, no eran sólo en orden de sí mismo, sino para bien de los prójimos, cuya enseñanza en las cosas del espíritu, es oficio propio de los ministros del altar, abrasado de un ardiente celo de la honra de Dios y salud de las almas, deseaba emplear sus fuerzas, letras y talentos en su beneficio y edificación. Cuidadoso deliberaba del lugar en que había de poner por obra sus intentos. Ofreciósele las Indias, mies copiosa, por parte donde había más trabajo, más necesidad, menos honra y aplauso de mundo, y allí emplearse todo en la conversión de la gentilidad con denuedo de entrar por la tierra tan adentro que, en pago de sus servicios, pudiese esperar un glorioso martirio: que el ardor grande de amor que abrasaba ya su corazón, no se contentaba con menor correspondencia.

     El matalotaje que previno para su jornada fue procurar las expensas evangélicas, que para el oficio de predicador se requieren. Éstas señaló Cristo nuestro bien a los suyos cuando dijo: Si alguno no renunciare todas las cosas que posee, no puede ser mi discípulo. Ejecutó el varón apostólico, antes de su partida, este consejo evangélico; vendió toda la herencia de sus padres; repartióla a los pobres, sin reservar para sí más que un humilde vestido de paño bajo. En lo cual también cumplió lo que el Señor dijo a sus discípulos, cuando les envió a predicar por el mundo, mandándoles no llevasen bolsa, ni alforja, sino sólo la fe y confianza en Dios; porque con esta provisión nada les faltaría. Lo cual se cumplió muy bien en el venerable Maestro Ávila, porque, todo el tiempo que vivió, ni poseyó nada, ni quiso nada, ni nada le faltó; mas antes, siendo pobre, remedió a muchos pobres y pudo decir lo del Apóstol: Vivimos como pobres, mas enriquecemos a muchos, y como quien nada tiene y todas las casas posee. Protestó también con este hecho que no pasaba a las Indias a adquirir hacienda con el Evangelio; que dotrina interesada más llena la bolsa que los cielos. Dio con esto el primer paso de la perfección evangélica, profesaba en su mayor rigor; saliendo vitorioso en el primer combate, vendiendo lo que tenía, dándolo todo a los pobres; con que facilitó seguir desembarazadamente a Cristo, virtud de Dios y su sabiduría, y ejercitar todas las virtudes y en particular aquellas que conducen a la persuasión de la dotrina y son propias del predicador apostólico.

     Ofreciósele comodidad para su intento en el pasaje a las Indias del Obispo de Tlaxcala, que gustó llevarle en su compañía. Vino para esto a Sevilla, donde esperaba tiempo para su navegación, a que se iba previniendo; mas Nuestro Señor, que le tenía escogido para diferente empleo, y muchas veces declara su voluntad, imposibilitando la nuestra, impidió la jornada de este modo. En este tiempo que esperaba embarcación, iba todos los días a decir misa a una iglesia de Sevilla; decíala con gran devoción y reverencia y copiosas lágrimas. Concurría en esta iglesia un ejemplar sacerdote, su nombre Hernando de Contreras. Florecía a la sazón en la ciudad con gran opinión de santidad; sus virtudes y vida tienen su lugar en esta historia. Reparó este varón santo en la persona del padre Maestro Ávila; arrebatóle los ojos su modo de decir misa. Movido, pues, de lo que veía, y de la modesta gravedad del venerable Maestro, comenzó a comunicarle, visitóle algunas veces, supo el intento que tenía, descubrió el fondo de las letras y virtudes, su talento y espíritu, y en particular el celo de la salvación de las almas, que dificultosamente podía disimularse; parecióle con particular luz del cielo, como lo mostró el suceso, sería servicio de Nuestro Señor muy agrable el detenerle en España, y así trabajó mucho para que mudase de propósito, asegurándole que harto había que hacer en el Andalucía, sin pasar tantos mares. El empleo que ya tenía en su jornada y los grandes bienes que de ella se prometía, no le dejaban desistir de su propósito, ni dejar la compañía del Obispo. Acudió el padre Contreras a don Alonso Manrique, arzobispo de Sevilla, Inquisidor General. Diole la noticia de lo que había comprehendido de la persona y partes del Maestro y cuán gran fruto se podía esperar, si quedaba en su arzobispado; persuadióle que le mandase llamar y obligase por obediencia a que se quedase. Supo este gran prelado cuánto debe estimarse y procurarse un buen obrero, sin los cuales es imposible cumplir tantas obligaciones como corren por cuenta de un prelado. Hizo llamarle, comunicóle mucho, fuese aficionando grandemente, insistió por muchos días se quedase, a que resistía el Maestro: tan empeñado se hallaba en los deseos de publicar y predicar la fe a los idólatras y hacer en esto grandes servicios a Dios. Después de muchas razones que en esto pasaron, el Espíritu Santo, que por los pontífices declara muchas veces su voluntad, le mandó con precepto de santa obediencia que se quedase en su arzobispado. Obedecióle el Maestro, y levantando los ojos y espíritu al cielo dijo: «Pues vos, Señor, no os servís de que yo pase por ahora a las Indias, hágase vuestra voluntad». Preguntándole después al Arzobispo qué le había movido a impedir con tanta instancia el viaje al padre Maestro Ávila, respondió que por no privar a las ovejas de su arzobispado de la dotrina, santidad y buen ejemplo de un tan insigne varón, y que más necesidad tenía España de virtud, santidad y letras que las Indias, donde por la mayor parte bastan unos virtuosos sacerdotes, que enseñen dotrina con buen celo.

     Mandóle después el Arzobispo que predicase. Excusábase como nuevo en aquel oficio, por la instancia y respeto al prelado hubo de animarse y predicar. El sermón fue en la iglesia de San Salvador, día de la Madalena. Quiso asistir el Arzobispo, con que se juntó un copioso auditorio, gran parte de gente principal. Fue éste el primer sermón. Hallóse antes de subir al púlpito apretado grandemente de una pesada vergüenza y encogimiento natural. Volvió en este trance los ojos a un crucifijo, y con tierno afecto le dijo estas palabras: «Señor mío, por aquella vergüenza que vos padecisteis cuando os desnudaron para poneros en esa cruz, me quitéis esta demasiada vergüenza, y me deis vuestra palabra, para que en este sermón gane alguna alma para vuestra gloria». Y así se lo concedió Nuestro Señor. Fue uno de los grandes sermones que predicó en su vida, y de más provecho. Dejó los oyentes grandemente maravillados, viendo el espíritu y fervor con que predicó.

     Prosiguió con este feliz principio con el mismo fervor y ardiente espíritu, moviendo grandemente los corazones de los que le oían, comenzó su predicación de los veinte y ocho a los treinta años de su edad. Ganó a su comunicación al padre Contreras, y algunos clérigos virtuosos, que le trataron mucho y se aprovecharon de su dotrina. Predicaba también en los hospitales; eran copiosos los auditorios. Comenzó asimismo a dar orden en las escuelas de los niños y predicar la dotrina cristiana por las plazas; y en estos ejercicios perseveró en Sevilla por algún tiempo; que, por ser el más antiguo de su predicación, se tiene poca noticia de sus efetos, que sin duda fueron grandes.

     Es muy digno de saberse cómo lo pasó en Sevilla en el tiempo que esperaba embarcación y comenzó a predicar y no era tan conocido. Preguntándoselo un discípulo suyo, le respondió que moraba en unas casillas con un padre sacerdote, sin tener nadie que le sirviese; y así, cuando iba a decir misa, pedía a algunos de los que allí se hallaban que le ayudasen a Misa. Y, en cuanto a la comida, dijo que comía de lo que pasaba por la calle: leche, granadas y fruta, sin haber cosa que llegase a fuego; y que algunas personas devotas le hacían algunas veces limosna, con que lo compraba. Éstos fueron los regalos del nuevo predicador; poco se mejoraron cuando más conocido y estimado: tiene su abstinencia lugar en el tercero libro.

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