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Capítulo XVII

Su predicación en Écija

     No fue menor el fruto de la predicación de este apóstol santo en Écija, que en las otras partes. El tiempo que llegó a esta ciudad, como a las demás, ha sido dificultoso averiguarse después de tantos años, y cuando pudiéramos ajustarlo, no era la importancia mucha, como ni las veces que estuvo en cada parte; porque en las ciudades en que dejamos escrito que predicó, no fue una sola, sino muchas veces, corriendo ya a una y otra parte, volviendo adonde había estado primero, como entendía era mayor servicio de Dios y provecho de las almas; si bien ha parecido juntar los sucesos de un lugar por mayor claridad, y evitar la confusión que resultara de escribir cada cosa en su tiempo, cuando fuera posible. Esto advierto, porque algunos de los sucesos, que hemos de escribir en Écija, precedieron a muchas de las cosas que dejamos vistas; en tanta obscuridad hemos escogido el método que haga menos molestos los discursos. La verdad hemos procurado ajustar en todo sin atender a tiempos.

     Habiendo en esta ciudad subido un día a predicar, antes de comenzar el sermón ni santiguarse, asió el rostro del púlpito con las manos, tentando si estaba firme, y pareciéndole que no, hizo que se asegurasen y dijo: «Algún fruto se ha de hacer hoy, y el demonio lo quiere impedir». En el discurso del sermón, explicando un lugar de san Pablo, en que tenía la excelencia que dijimos, se encendió con tan gran fuerza y espíritu, que muchas personas del auditorio le vieron salir centellas de fuego de la boca, y conocieron a las personas a quien habían tocado, y les vieron desde aquel día en adelante gran mudanza y trueco de vida que fue una semejanza de la conversión de san Pablo, y una de las personas dicen fue doña Sancha Carrillo, con que quedó como marcada, para la mudanza que después veremos.

     Sucedió en esta ciudad un caso raro; predicó el Evangelio con la obra, que es la más eficaz elocuencia. Llegó a Écija un comisario a predicar la bula de la Cruzada; mandó, como es costumbre, no se predicase aquel día en que había de hacer publicación. Fueron algunas personas graves, devotos suyos, al padre Maestro Ávila, y le pidieron no dejase de predicar el sermón que tenía echado, que ellos sacarían beneplácito del comisario. Descuidáronse de hacerlo. Habiendo publicado la bula con su sermón ordinario, supo que en una iglesia estaba predicando un clérigo; partió colérico y, en bajándose del púlpito el padre Maestro Ávila, le dijo: «Ha sido muy grande atrevimiento predicar hoy, habiendo yo mandado lo contrario». Y, sin esperar respuesta, alzó la mano y le dio una bofetada en el venerable rostro. Él, con grande humildad, se hincó al punto de rodillas y, con la mansedumbre de un cordero y admirable paciencia volvió el rostro diciendo: «Empareje esta otra mejilla, que más merezco por mis pecados». Acudió al caso la gente, que con clamor y sentimientos advirtieron al comisario lo que había hecho. Él, sabiendo a quien había injuriado (mejor dicho herido, que el varón justo sabe convertir la injuria en gloria), se arrojó en el suelo, pidió perdón al venerable Maestro; él le alzó y abrazó con rostro alegre y risueño, besóle la mano, y le perdonó, diciendo que más merecía por sus pecados.

     Una de las almas aventajadas, que tuvo en aquel siglo la dotrina del padre Maestro Ávila, fue doña Leonor de Inestrosa, mujer de Tello de Aguilar, ambos de la mayor nobleza de Écija. Posaba en su casa el padre Maestro Ávila las veces que estuvo en esta ciudad, y pagóles colmadamente el hospedaje. Cumplióse en ella lo que el Salvador promete en su Evangelio, que si en la casa donde fueren recibidos sus discípulos hubiere algún hijo de paz descansará sobre él la paz, esto es, será partícipe de los bienes y gracias, que iban a comunicar al mundo. Fue rara la devoción de esta señora a la pasión de Cristo Nuestro Señor, y así se firmaba algunas veces, Leonor del Costado, por el tierno amor que tenía a esta rosa hermosísima, de donde se le comunicaron tantos bienes. Era muy temerosa de su conciencia y, aunque era lenguaje suyo muy usado, que Nuestro Señor la amaba, dudaba ella de su amor para con él, y así el padre Maestro la escribió muchas cartas, para templar estos demasiados temores y esforzar su confianza. Entre otras anda una al fin del primer tomo del Epistolario, muy eficaz para esforzar personas desmayadas y desconfiadas. Comulgaba con mucha devoción y decía muy discretamente que el día de la comunión tenía gran reverencia a sus pechos, por haber recibido en ellos a tan gran Majestad. Muriósele una hija de once a doce años al mediodía; trataron de enterrarla aquella tarde, recelando la pena que, como madre, recibiría, teniendo el cuerpo difunto de la hija toda aquella noche en casa. El padre fray Luis de Granada, que en esta ocasión estaba en Écija, le dijo lo que pensaba hacer, y el motivo. Ella le respondió: «Padre, ¿por qué tengo yo de rehusar de tener toda la noche un cuerpo santo en mi casa, como lo es el de esta niña?» Después le dijo que fue tan grande la consolación que su alma recibió, considerando que aquella niña iba a gozar de Dios, que con ningunas palabras lo podía explicar, y que recibía gran pena con las visitas de algunas señoras, que venían a consolarla, porque le impedían algún tanto el gusto de aquella grande y verdadera consolación, en la cual quisiera estar ocupada noche y día. Tan grande era la conformidad de su voluntad con la divina, y así la premió Nuestro Señor, pues la ocasión de más tierno dolor la convirtió en consuelo.

     No es de menor admiración otro suceso. Estando doña Leonor de parto, no se halló presente el padre Maestro Ávila, que en estas ocasiones la acudía, como huésped agradecido, con el favor de sus oraciones. Viéndose desamparada de este socorro, presentóse con el espíritu a Nuestro Señor, con una profundísima humildad, y aquel Señor, que sabe agradecer el hospedaje que se hace a sus siervos, asistió en lugar del santo huésped, y en el punto del mayor dolor que se siente en los partos, ninguno sintió, porque el Señor, por su especial providencia y amor que tenía a esta sierva suya, dispensó con ella en la pena, en que están sentenciadas todas las mujeres en sus partos.

     Y, con ser tantas las virtudes de esta alma tan favorecida de Dios, no quiso su Majestad que saliese de esta vida sin una gran corona de paciencia, porque, cinco años antes que falleciese, le nació un cancro en el pecho, que todo este tiempo iba siempre labrando poco a poco, con un humor tan maligno, que la carcomía hasta los mismos huesos del pecho, y, en llegando al corazón, le acabó la vida. De esta manera visita Nuestro Señor algunas veces a sus grandes siervos; de esta manera favorece a sus escogidos: págales grandes servicios, dándoles ocasión de una larga paciencia, para darles después una gloriosa corona; mas es de ordinario a personas que tienen virtud y gracia para poder con la carga.



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Capítulo XVIII

Prosiguen sucesos de Écija. Sumario de la conversión de doña Sancha Carrillo

     Hizo ilustre la asistencia en Écija del santo Maestro Ávila la reducción a más acertada vida de doña Sancha Carrillo, hija de don Luis Fernández de Córdoba y doña Luisa de Aguilar, señores de Guadalcázar, hoy marqueses. Juntó en ella la naturaleza grande hermosura y discreción rara, y cuantas partes hacen a una mujer perfecta. Llegábanse a esto el brío que dan nobleza y riqueza, cuando acompañan superiores prendas, el talle, la bizarría y la gala, conforme a sus pensamientos, que se reducían todos a lo que aconsejan pocos años: lucir, valer, alcanzar un aventajado casamiento, gozar los intereses que los nobles y ricos logran comúnmente en este estado. Estaba recibida por dama de la emperatriz doña Isabel, en el palacio de Carlos Quinto; materia de levantados designios, todo era tratar de galas, joyas y vestidos, y prevenir la jornada, sin perdonar a gastos, que muchas veces arrastran a los deudos.

     Predicaba, a esta sazón, en Écija, donde vivían los padres de doña Sancha, el santo Maestro Ávila con aquel fervor y espíritu, que hemos visto. Seguíale don Pedro de Córdoba, hermano de doña Sancha, sacerdote de ejemplar vida y costumbres. Deseaba mucho ver en su hermana más recogidos pensamientos; dolíase de su olvido de las cosas del cielo; persuadíale se confesase con el padre Maestro Ávila que, como con pasajero, podía franquear sin empacho su conciencia. Valióse de las oraciones del padre Maestro Ávila, a quien sabía deberse las reducciones de muchas almas, tanto como a sus sermones. Diole cuenta de los designios de doña Sancha y de sus deudos, del estado de sus cosas, del divertimiento de su edad, que atiende poco a lo que más importa. Pidióle la encomendase a Dios de veras. Encargóse el santo varón de este negocio, y alcanzó de Dios la maravillosa reducción de doña Sancha.

     Persuadióla al fin don Pedro a que se confesase con el venerable Maestro; aplazó el día, prometiéndose de aquellas vistas y oraciones un gran suceso. Partió doña Sancha de su casa, acompañada de sus criados, con la gala y bizarría que si saliera a casarse, con más satisfacción de su hermosura que dolor de sus pecados. Esperaba el santo Maestro Ávila en la iglesia de Santa María (buen presagio de sus dichas); recibióla con agrado y suavidad, oyóla con paciencia, tratóla con mansedumbre y, en habiendo acabado su confesión, comenzó, con aquella elocuencia milagrosa y admirable eficacia que Dios puso en sus palabras, con gran blandura a descubrirla los caminos de Dios y su servicio; la hermosura de la virtud, sus premios; la felicidad de quien la busca; representóle vivamente los riesgos, los peligros del siglo, la vanidad de sus bienes, si así merecen llamarse los que solamente tienen unas apariencias vanas.

           Lastímame, señora, le decía, ver tantas partes como Nuestro Señor ha puesto en su persona, de nobleza, entendimiento y hermosura, dedicadas al mundo, a un tirano que paga servicios con olvidos y, después de largos años de seguir sus fueros, corresponde con baldones. Otra cosa dan de lo que prometen, los palacios. ¡Oh, cuántas vidas consumen con largas esperanzas, que dilatadas atormentan, cumplidas no satisfacen! ¡Cuántos servicios, aun con advertirse, no se pagan! ¡Oh, si supiera lo que es la vida de los palacios, los disgustos, las rencillas, la emulación, las contiendas, las competencias, envidias! Alimentan la soberbia, las galas; los adornos ricos, la vanidad; y el fausto es el cebo de los pensamientos; pásanse los años mejores de la vida en esperanzas inciertas. ¡Oh, si supiera lo que es esperar un casamiento que arrebata el pensamiento día y noche, pendiendo de quien no le da cuidado alguno! Y cuando todo suceda al pedir de su deseo, ¿qué hallará al fin de la vida, más de haber perdido el tiempo que le ha dado Dios para negociar y alcanzar su salvación? ¿Qué olvido es este, señora, de lo que tanto la importa? La vanidad está apoderada de su corazón, ¿cómo ha de entrar en él Cristo? A pedirle perdón viene con un manto transparente, arrastrando los ojos de cuantos hay en la iglesia. Eso delinquir es, no arrepentirse. ¿Dice con el dolor de los pecados tanta gala, tanta joya, tantos vestidos ricos, tantas guarniciones? ¿Qué lágrimas ha vertido? El tiempo de pensar las ofensas, que contra Dios ha cometido, ha gastado en aderezar el rostro. ¡Donoso arrepentimiento; buena disposición para llegarse a este sacramento! Duélale su perdición; errados lleva sus pasos; mire no paren en el infierno, como temo. Alumbre Dios, por quien es, su entendimiento, para que sepa a quien se debe dar toda. Tuerza, señora, el camino, mire que la espera Cristo con los brazos abiertos, dulce Esposo, que, con diferente amor y caricias de los que lleva el mundo, la tratará mientras viviere, y después le gozará en su gloria. Anímese, que, por el trabajo breve, le esperan premios eternos en compañía de innumerables vírgenes, que no están arrepentidas de haber servido a este Señor, con limpieza de alma y cuerpo. Breve es todo lo presente, o sea próspero o adverso. Aquel bien busque, señora; aquel mal tema, que ha de durar eternamente.

     Éstas, o semejantes palabras, le decía el gran ministro de Dios, tan abrasado en su amor, como deseoso que se abrasase su penitente. Las razones salían tan abrasadas del incendio de su pecho, que pusieron fuego en el de la doncella, tan eficaz y fuerte que, desde que comenzó él a andar, comenzó ella a resolverse en lágrimas tan copiosas, que regaban el suelo. Sintió el santo Maestro la mano del Altísimo y que su gracia iba obrando eficazmente en el alma de doña Sancha, dándole una luz extraordinaria, con una vocación muy rara. Decíalo el semblante y ademanes; calló, dejó obrar al Poderoso a trastornar corazones; levantóse de sus pies casi sin aliento, atravesada de un penetrante dolor de no haber antes conocido a Dios, y de haberle ofendido. Y, sin hablarle palabra, echó el manto hasta los pechos, y dando profundos gemidos, volvió a su casa bien diferente de la que había venido. Encerróse en un retrete; estuvo allí todo el día llorando amargamente sus pecados, condenando la vanidad de su vida, su olvido de Dios y de sus beneficios. Su comida aquel día fue dolor, las lágrimas su bebida, y, arrojada a los pies de Cristo, le pedía misericordia, que la admitiese por suya, recibiese su dolor y sus deseos, y dispusiese los ánimos de los suyos para que no le estorbasen sus intentos. Resolvióse con un firme propósito de servir a Dios toda su vida y de no admitir, ni aun pensar, en otro esposo. Despojóse, a toda prisa, de sus galas; deshizo los tocados; arrojó de sí las joyas; lavó con lágrimas el rostro; cortó el cabello; cubrió la cabeza de unas tocas bastas, el cuerpo con una saya negra, llana y sin guarnición, para que entendiesen sus padres y parientes la firmeza de su propósito, habiendo condenado al siglo con el vestido.

     En este traje humilde, con un semblante modesto, muerto el brío juvenil, desfallecida de fuerzas, salió a la noche de su aposento, y, como otra Demetrias, se puso en presencia de sus padres y hermanos; quedaron todos atónicos con espectáculo tan raro y novedad tan extraña; concurrieron los deudos y, admirados, todos a porfía procuraron divertirla de su intento, multiplicando razones, representando inconvenientes, que traen resoluciones grandes, ejecutadas aceleradamente. Estuvo de mármol a sus ruegos, de bronce a sus persuasiones; satisfízoles, aplacóles con una constancia más que humana. Quisiera retirarse a un monasterio, donde acabar sus días, sin memoria de lo que había sido. Sintiéndolo sus padres así, de acuerdo del padre Maestro Ávila, tomaron una pequeña casita que estaba pegada a la suya; acomodáronla dos aposentos y un oratorio y un patio; diéronle puerta a su casa, cerraron la de la calle.



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Capítulo XIX

Nueva vida y virtudes de doña Sancha Carrillo

     Encerróse doña Sancha en este retiramiento tan muerta a todo lo humano que no pudo hacerla estorbo la cercanía de la casa de sus padres; no admitió en su compañía doncella o dueña que la sirviese, para hallarse más libre y poder dar a Dios todas las horas. Retirada vivió toda la vida, desde el día que se consagró a Dios hasta que partió a gozarle al cielo. Tuvo la soledad por deleite y, como otra Asela, en medio de la ciudad halló la soledad de los monjes; encerrada en esta celda, gozaba de las anchuras del paraíso. Amaba a sus padres y sus deudos, mas sin dejarse ver de ellos. Consagróse a Dios con voto de perpetua virginidad, y guardóla en cuerpo y alma, con pureza de ángel; hizo preciosa su virginidad con la santidad de sus costumbres, que correspondieron a la grandeza de su propósito. Aspiró a la perfección incesablemente, con el aliento y ardor que comenzó el día que mudó de pensamientos. Comenzó con áspera penitencia a quebrantar la lozanía de diez y ocho o veinte años, afligía con extraordinarios ayunos el cuerpo, de suyo flaco y delicado. Los manjares viles y groseros, las naranjas exprimidas, los malojos o desechos de las yerbas, que arrojaban al muladar, recogía por una puerta secreta y eran su más regalado plato, a vista de las viandas preciosas de la mesa de sus padres. Era un corcho su cama; las almohadas, unos libros de que se ayudaba para la meditación ordinaria; el sueño, muy poco y a deseo; las disciplinas, cruelísimas, bañadas de sangre y muy frecuentes. Su camisa, un cilicio nudoso, desde el cuello a los pies; sobre él, una túnica basta, ceñida con unas cintas de cardas, tan apretadamente que penetraba hasta la carne, y la herían sin piedad. No vistió jamás lienzo, ni usó de otro refrigerio, multiplicando asperezas, acosando su cuerpo delicado y tierno de su natural, criado en tanto regalo. Halláronle, cuando la componían para la sepultura, carpido cruelmente por la parte que la ceñía las cardas, de manera que le entraba un hueso de un dedo por lo lastimado de la cintura.

     Puso su principal cuidado en la guarda del corazón, aprisionóle dentro de su pecho con las leyes divinas, sin dejar que supiese más caminos que el del cielo, ni sus pies, que el de la Iglesia. Fue la guarda de los sentidos rigurosa, en particular los ojos; traíalos tan compuestos y humildes, que mostraban bien la pureza de su alma. En los templos, adonde sólo eran sus salidas, no los apartaba del altar, o imágenes sagradas; en su retiramiento, cerrados, porque no hiciesen estorbo en la ocupación del alma, o levantados al cielo, fijos en aquel Señor a quien amaba. Puso igual cuidado en los oídos y lengua, atendiendo vivamente que por estas puertas no entrase cosa que pudiese amancillar su pureza.

     Dábale Nuestro Señor, grandes alientos, y animaba a proseguir vida tan penitente. Estando una vez comiendo, sintió un entrañable deseo de sentir algo de lo mucho que Cristo Nuestro Señor por ella había padecido; súbitamente se le apareció el Señor con su cruz a cuestas, cubierto de sudor; pero con un semblante blando y amoroso que regalaba en mirarle. Arrojóse ella a sus pies y díjole: «Señor, dadme vuestra cruz, y ayudaros he yo a llevarla». Miróla el Señor con ojos muy regalados y amorosos, y respondióla: «No doy yo mi cruz a los perezosos», y desapareció. Quedó regalada con el fervor, y herida con la respuesta, y animosa a proseguir su camino por las amarguras de la cruz.

     Fue extremada su caridad para con Dios; amó a los prójimos como a hijos de este Señor y queridos de su Padre; costóle este amor la vida, como adelante veremos. Su fe fue heroica; la estima de los santos sacramentos y veneración, admirable; sus fiestas eran cuando se publicaban indulgencias, viendo franquear la sangre de Jesucristo. La devoción al Santísimo Sacramento, no hay lengua que la explique. Comulgando, gozó de inestimables favores. Vio muchas veces a Cristo crucificado en la Hostia, diciéndola dulces y amorosísimas palabras. Yendo a comulgar un día al convento de San Agustín, que estaba entonces distante de la ciudad algún trecho, hallóse cansadísima, con el sol, que era muy fuerte, y grande su flaqueza; quiso volverse del camino, vio con los ojos interiores del alma a Cristo Nuestro Señor a modo de caminante, los pies descalzos, cubierto el rostro de sudor de sangre; miróla con amorosísima y dulce vista, y la dijo: «Hija, no me cansé yo de buscarte, hasta la cruz, y di mi vida, por ti, ¿y tú te cansas de buscarme a mí, viviendo?» Con estas tiernas palabras se animó, llegó al convento tan descansada, como si hubiera ido en palmas. Recibió a su Dios sacramentado y levantando los ojos a mirarle, le parecía que todo era un inmenso fuego, que abrasaba el mundo con amor.

     No la dieron estimación de sí tantas misericordias, porque su humildad fue rara, y grande la luz para conocer las manos de donde le venían las riquezas, y la miseria y pobreza propia. Desconoció ser noble, sólo se conoció mortal; su trato fue muy suave y discreto, sus palabras encendidas en el amor de Dios, que ardía en el pecho.

     Su oración y contemplación fue altísima, enajenándose del uso de los sentidos, engolfándose en el mar inmenso de las divinas misericordias; recibiólas grandísimas, en especial los días de la Encarnación, Nacimiento de Cristo, misterios de la Semana Santa y Santísima Trinidad, y cuando oía hablar del amor de Dios, que con cualquier palabras brotaba el fuego. Era su ordinario manjar la meditación de la vida y muerte de Cristo, bien nuestro; representáronsele con superior luz muchos de estos misterios, con notables efectos en su alma. Sentía muchas veces, en pies y manos, dolores tan intensos que no podía moverse.

     Las batallas y luchas con los demonios fueron continuas y crueles. No tiene pieza el infierno que no disparase contra la fortaleza de esta virgen; no ardid, no traza, que no se ejecutase; pero siempre en vano. Acometióle un día el espíritu de la fornicación, soplando aquel fuego infernal, con que hace arder las piedras, con tal furia, que ardía en vivas llamas; esperó el demonio tener una gran vitoria y rendir la inexpugnable fortaleza. Tal fue el asalto del enemigo. Peleaba la valerosa virgen con todas las armas que en estas ocasiones tenía usadas: ruegos, consideraciones, lágrimas, clamar al cielo. Estábase en su mayor fuerza el combate. Acordándose de lo que muchos santos habían hecho en semejantes aprietos, movida de un impulso superior, se arrojó desnuda en un tinajón de agua muy fría, que estaba en el patio de su cuarto; detúvose allí largo espacio; aseguró la entereza de su alma, con gran menoscabo de su cuerpo. Huyó avergonzado el infierno. Cantaron los ángeles la victoria; quedó a la Iglesia este ejemplo por este glorioso triunfo, por tan ilustre vencimiento; lo previlegió Nuestro Señor, para no ser más molestada en esta parte; premio debido a tan heroica hazaña.

     No se dio por rendido el enemigo, porque en tropas venían los demonios a espantarla y acosarla con horribles y formidables figuras, usando de varios engaños y fingimientos. Andaba a brazos partidos con los espíritus malignos. Vivía trabajadísima. Contólo don Pedro de Córdoba, su hermano, al padre Maestro Ávila. Él dijo Misa sobre una cruz, y enviósela, con que sintió grande alivio. En tan reñidas batallas tuvo favorable a Dios, que la defendió con su poder y amor de padre, y a los ángeles santos que, como los imitó en la pureza, tuvo asegurado su favor, en particular al de su guarda, con quien tuvo entrañable devoción; igual a las ánimas de purgatorio, a quien favoreció mucho; tuvo frecuentes visitas de personas difuntas, pidiéndole socorro en sus terribles penas.

     El don de profecía y visiones divinas fueron muchas. Las que tocan a nuestro venerable padre fueron que, cuando predicaba, vía, sobre su cabeza, un lucero de maravillosa claridad y hermosura, y que salían de su boca vivos rayos de luz, y iban a parar a las orejas de los oyentes; y, cuando oía su Misa, vía en su cabeza muchos resplandores, y, cuando volvía al pueblo a decir Dominus vobiscum, salían de su boca rayos resplandecientes; como, al contrario, en dos sacerdotes vio lastimeras señales de su mal estado.

     El rigor de tan áspera penitencia, las vigilias continuas, las luchas y encuentros con los demonios, la hambre y sed, los continuos martirios, con que atormentaba su cuerpo, fueron causa de gravísimas y perpetuas enfermedades. Padecía muchas fiebres, graves dolores, ordinarios desmayos, unos ardores interiores, que consumían las carnes y la abrasaban, sin que se sientiese afuera. Crecían los males con los remedios, que, como eran tan extraordinarios, más hacían los médicos experiencias que aplicasen medicinas. Favorecíala Nuestro Señor con estas enfermedades con notables favores. Estando un día apretada, oyó de lejos una capilla de dulcísimas voces; fuéronse acercando, entraron en su aposento gran número de vírgenes, y cantando la cercaron la cama. La Reina de los Ángeles, María, Señora nuestra, se puso a su cabecera, repartió una de sus damas velas a todas, y prosiguieron la música; al paso que las voces regalaban su alma, se partieron huyendo los males del cuerpo fatigado; fueron después saliendo, mirándola con unos rostros risueños, haciéndola con las cabezas señas, que se fuese en su compañía. La Virgen Santísima la mostró mayor cariño, con una hermosura y extraordinaria luz, con cuya comparación la del sol, dijo, le parecía oscura. Quedó con esta visita buena; levantóse de la cama, como si no hubiera tenido mal alguno.

     El último año de su vida se agravaron sus enfermedades, arrojáronla en la cama, desfallecida de fuerzas. Padecía continuos desmayos; veníanle sudores de un humor tan fuerte, que abrasaban la ropa de la cama: de manera que, cuando la levantaban, se hacía pedazos. El olor, muy molesto y como de sepultura de parroquia; llegaba a tanto la fuerza del mal humor que, con las manos, sacaba las muelas de la boca, y se le deshacían entre ellas. Su paciencia fue heroica. A dos causas atribuyeron su temprana muerte. Amenazó un año estéril al Andalucía, y la falta de agua obraba ya lastimosísimos efectos; en especial en los pobres, se temían mayores. Ofreció a Dios su vida por su remedio; el año fue muy fértil, y a doña Sancha se agravaron sus enfermedades, en especial después de aquel hecho heroico, cuando con el agua helada atajó, en el cuerpo, que el fuego no pasase al alma. Uno de los accidentes de su mal era un frío tan grande que, cargándola cuanta ropa podía sufrir, no podía entrar en calor. Favorecida de Dios con haberla avisado, un año antes que muriese, de su último día, habiendo recibido una gran ilustración del cielo, en que con especial luz se descubrieron los misterios de nuestra Redención, recibidos los santos sacramentos, purificada aquella alma santa en tan continuos crisoles, abrasada en unas ansias ardientes de ver y gozar de Dios, partió a poseerle eternamente a los veinte y cuatro años y medio de su edad, con los méritos de una ancianidad de siglos.

     Había pedido a Nuestro Señor le hiciese merced de que fuese ella arrastrada por Cristo. Sucedió que, llevando el santo cuerpo de Guadalcázar a Córdoba, a depositarle en el convento de San Francisco, cuya capilla mayor es entierro de los señores de esta casa, acompañándola el padre Maestro Ávila, que hasta este último oficio le quiso ser buen padre, al entrar en la ciudad, se espantaron las acémilas; dieron a correr con ímpetu; descolgóse el ataúd, quedando colgado por la parte de los pies; desenclavóse la tabla de la parte superior, y salió por allá la cabeza de la difunta; fue arrastrando por las calles, hasta la puerta del convento, donde pararon las acémilas, no guiadas ni detenidas por hombre; hallaron el cuerpo sin lesión, sonroseado el rostro, y los labios de risa, sin que el cuerpo y cabeza hubiese recibido ofensa alguna: maravilloso es Dios en sus santos.

     Éste es, cristiano lector, un mal formado resumen de la vida de esta esposa de Cristo. Entre otros favores que la hizo Dios, fue darle por coronista al padre Martín de Roa, de la Compañía de Jesús, que, con grave y elegante estilo, escribió las virtudes de esta virgen, gran ejemplo en la Iglesia de lo mucho que importa que en el tribunal santo de la confesión usen los confesores de la entereza que pide su oficio. Una gala profana reprendida con brío dio al cielo a doña Sancha. Decía ella a su Maestro santo, como lo refiere el padre Fray Luis en su vida, después con mucho donaire, haciendo memoria de lo que pasó aquel día: «¡Cuál me parastes aquel manto!» Porque, haciendo de su parte lo que deben, estará muy presente la luz divina, que concurre pronta a nuestro aprovechamiento.

     Si me he alargado fuera del intento, sobre haber quedado corto, respeto del gran sujeto, sea disculpa de todo la devoción de esta virgen, y para que los que no alcanzaren el docto original, tengan siquiera esta noticia y se muevan a buscarle y leerle.

     A esta esposa de Cristo escribió el padre Maestro Ávila el libro de oro del Audi, Filia; es muy acomodado al estado virginal. Estimábale ella tanto que le llamaba «mi tesoro»; de este libro se hará larga mención adelante.



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Capítulo XX

Predicación del Padre Maestro Ávila en Baeza y sucesos de esta ciudad

     Baeza, ciudad noble en el obispado de Jaén, fue sumamente dichosa por la predicación de este apostólico varón. Hallóla una selva de malezas; convirtióla en un vergel amenísimo, y donde antes nacían ortigas y cambroneras, dieron fragante olor lirios y rosas; y por el cardo espinoso florecieron la oliva de la paz, y otros árboles fructíferos.

     Ardíase la ciudad, cuando vino a predicar el padre Maestro Ávila, con unos antiguos bandos entre dos linajes nobles, que dividían la demás gente de lustre en dos parcialidades, que cada cual seguía a su cabeza; el vulgo era el teatro a quien se representaba la tragedia, afligido con escándalos, insultos, muertes, derramamientos de sangre. Intentó varias veces el poder del Rey Prudente aplacar estas que llamaban comunidades; mas en vano, porque si bien, a vista de los jueces, se cubrían las brasas con una ligera capa de ceniza, con cualquier ocasión leve, saltaban las centellas, quedando en los corazones las raíces de los odios implacables. Dolíase gravemente el varón santo de la perdición de tantas almas y que fuese hereditario el pecado y como anejo al vivir. Resolvióse de estar en Baeza muy de asiento, y poner todas sus fuerzas por remediar tantos males, y ya en sermones y pláticas particulares, rogando a unos, exhortando a otros, instando oportuna y importunamente, consiguió lo que tanto deseaba, porque dio Nuestro Señor tal fuerza y gracia a sus palabras, que allanó estas parcialidades. Dejaron de todo punto los bandos, haciéndose todos del bando de Cristo, trataron de su salvación; y de una Babilonia de confusión convirtió a esta ciudad en un Jerusalén de paz y unión. Y lo que no había podido hasta entonces acabar el brazo y poder del rey, lo consiguió un humilde sacerdote. Hubo después particulares llamamientos de caballeros y personas principales, y de otra gente del pueblo, verificándose en este caso el lugar del profeta Jeremías: Spiritus robustorum quasi turbo impellens parietem, et quasi malleus conterens lapidem. Porque verdaderamente la palabra de Dios por boca de este gran siervo suyo, a doquiera que predicase, era fuego que encendía los corazones, y martillo que quebrantaba la dureza de muchos, que estaban obstinadísimos.

     Sucedió una cosa digna de admiración, que, en la casa donde se hacían las juntas y fomentaban los odios, se fundó un Colegio, que fue como casa de una reformada religión, y donde se cometían tantos y tan enormes pecados, se han hecho a Dios grandes servicios y nacido increíbles bienes, lo cual pasó de esta manera.

     La fama de la santidad y predicación apostólica del santo y venerable Maestro, ocupaba ya el orbe cristiano; no se estrechaba en los límites de la Andalucía; llegó a Roma, donde le llamaban el Apóstol Español. Residía en esta corte el doctor Rodrigo López, capellán y familiar de Paulo Tercero, Pontífice Romano. Había comenzado a fundar en Baeza un Colegio, donde se enseñasen niños a escribir y contar, la dotrina y costumbres cristianas, de que había notable falta, con designio de fundar un Colegio, en que se leyese latinidad, Artes y Teología; y, teniendo noticia de las grandes partes, virtud, letras y santidad del padre Maestro Juan de Ávila; quiso valerse de su industria, para ejecutar su intento, a lo que parece con espíritu del cielo. Así obtuvo del Pontífice bula de erección de Universidad, con facultad de graduar en Artes y Teología; propuso a Su Santidad la persona del padre Maestro Ávila por patrón y administrador de las Escuelas, por estas palabras que vienen en la Bula: Joannem de Avila, clericum Cordobensem, magistrum in Theologia, etc. verbi Dei praedicatorem insignem. Así le llamaron treinta años antes que muriese.

     Estaba en este tiempo el obispado de Jaén y toda el Andalucía muy falta de Escuelas y Colegios; los pobres padecían grande mengua de estudios y enseñanza. Malográbanse excelentes ingenios; resultaba en los pueblos ignorancia de las cosas sagradas, por defecto de obreros, que enseñasen dotrina y buenas costumbres, y así se encargó gustosamente de esta empresa y puso el hombro con esforzado vigor a la fundación de estos estudios, de donde se prometía el reparo de estos daños. Asistía al edificio, que salió muy vistoso y capaz en las casas que dijimos.

     Fue su intento, no sólo que se criasen hombres de letras, sinos también de virtud; pues las Escuelas eran sólo para formar eclesiásticos, curas de almas y clérigos ejemplares. Así hizo que las constituciones mirasen a este fin, y que los mozos comenzasen desde luego a industriarse en costumbres eclesiásticas, pues se criaban para ministros de Dios, para enseñar su palabra y predicar al pueblo el camino de la virtud, y que habían de tener desde sus tiernos años embebido en sus entrañas el espíritu evangélico, porque mal puede uno ser maestro en el arte que nunca fue discípulo. Prohibióles todo género de galas, sedas, instrumentos músicos, juegos, que no fuesen moderados y modestos, los paseos de las calles, ir a las ferias los tiempos que se hacen en Baeza, salir de noche, y otras cosas, que forman un hombre concertado y modesto.

     Y porque importa poco acumular leyes, no poniendo medios para que se ejecuten, trajo el santo Maestro Ávila por piedras fundamentales de este edificio a los venerables padres los doctores Bernardino de Carleval y Diego Pérez de Valdivia, varones verdaderamente apostólicos, discípulos suyos, insignes en letras y virtudes. Sus acciones y sucesos tienen su lugar más adelante. Basta decir en éste que vivían como unos reformados religiosos; habitaban en las mismas Escuelas, cada cual en su aposento, sin servicio de mujeres. Su traje modestísimo: unas sotanas y manteos de paño moderado; en casa, unas ropas de paño vellorí pardo, de quien dicen las tomaron los religiosos de la Compañía de Jesús, dejando las negras que traían de Italia. Fueron estos insignes doctores, espejo de virtudes y santidad, a quien sucedieron otros, de que haremos mención más adelante. No trataban de aumentos temporales, rentas o dignidades eclesiásticas, ni salir a grandes puestos. Sacrificáronse a Dios y a criar aquella juventud en el temor santo de Dios y costumbres cristianas y eclesiásticas. Leían Teología escolástica y positiva (de Artes trujo otros maestros); predicaban en la ciudad todas las fiestas; confesaban, guiaban en el espíritu a muchas almas; hicieron ejecutar puntualmente las constituciones que hizo el padre Maestro Juan de Ávila, único arquitecto de esta fábrica. Trataron el negocio de la predicación y salvación de las almas. Apostólicamente, a imitación de su gran Maestro, los domingos por la tarde salía la Universidad, cantando la dotrina por las calles; predicaban en las plazas estos santos catedráticos. En tiempos de vacaciones, o si la necesidad lo pedía, salían a misiones por los lugares comarcanos, de que resultaban innumerables bienes; en especial dieron raro ejemplo en materias de honestidad y recato.

     El modo de vivir los estudiantes es más de religiosos que de seglares. Todos los días, antes de entrar en lección, oyen Misa; los viernes tienen plática de la dotrina cristiana y otros ejercicios de penitencia. Todos los meses confiesa y comulga toda la Escuela, y los sábados acuden al hospital a servir y hacer las camas a los pobres. Hacen los maestros pláticas continuas, en que exhortan a las virtudes, y gran desprecio de las cosas humanas. No admitían a persona al grado de maestro, sin que por algunos días hubiese salido a misiones por los lugares, a enseñar la dotrina cristiana: y así se decía que en aquel tiempo, que la Escuela de Baeza parecía más convento de religiosos muy perfectos que congregación de estudiantes. Habiendo en años pasados entrado un religioso grave de la Compañía de Jesús en estas Escuelas, y discurrido largamente con los doctores y maestros, que hay ahora, de aquellos doctores apostólicos, que, con vida, ejemplo y predicación evangélica, y con celo del bien común, ayudaron la salvación de tantas almas, les dijo al despedirse las palabras de Isaías: Respicite ad petram, unde excissi estis. El padre Andrés Scoto, de la Compañía de Jesús, en su Biblioteca Hispana hace honorífica mención de las Escuelas de Baeza, como de un gran ornamento de estos reinos.

     La utilidad de estas Escuelas ha sido grande. El obispado de Jaén es de los más ilustres de España; las letras muchas; la clerecía docta y virtuosa. Han gobernado las iglesias hombres insignes en erudición y santidad, hijos todos de estos Estudios.

     Mas la ciudad de Baeza, que ha estado más cerca de la fuente y ha gozado del riego de tan apostólica dotrina, ha dado frutos copiosísimos. Antes de la venida del santo Maestro Ávila y sus discípulos, se ignoraba el camino del espíritu. Era un lugar profano, divertido, lleno de escándalos y muertes; mas el trabajo de estos santos varones, y de los que han sucedido, ha sido tan lucido que no ha habido estado que no haya mejorado de costumbres. Los sacerdotes, ejemplares, grandes siervos de Dios; y un clérigo de Baeza se conoce en toda España en la modestia, moderación del traje, compostura y gravedad de costumbres. Fueron muchas las doncellas que consagraron a Dios sus cuerpos; y en los conventos de religiosas se renovó el espíritu; y en todo género de estados ha habido personas de gran virtud. Y no hay ciudad en España que no haya gozado de más varones santos y apostólicos, que hayan enseñado más sólida dotrina; y, con haber más de ochenta años que predicó el padre Maestro Ávila y sus discípulos, permanecen hoy en día discípulos de sus discípulos, que conservan el espíritu de este gran Maestro. Es común sentimiento de hombres cuerdos que han conocido estas Escuelas que, por la intercesión del santo Maestro Ávila, ha hecho Dios singularísimas mercedes, y casi milagros, a esta Universidad; porque verdaderamente han llegado y conservádose en gran perfección de virtud y letras, y gozado siempre de lucidísimos sujetos. De algunos se hará mención más adelante. Aquí, sólo del doctor Panduro, consumado teólogo y varón de gran santidad; pudo él solo con sus virtudes y letras hacer insigne esta Universidad y darle nombre. Tiénese por cierto está su cuerpo entero; fácil de creer a los que conocieron la entereza de su vida y ejemplo de sus costumbres.



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Capítulo XXI

De lo mucho que procuró que se fundasen colegios y seminarios en que se criase la juventud

     Desde los principios de la predicación del santo Maestro Ávila, reconoció que la quiebra de las costumbres cristianas y rotura de los vicios, procedía del corto conocimiento que se tiene comúnmente de las cosas de la fe y obligaciones del cristiano, y que el único remedio de que se podía esperar más asegurados bienes, era la abundancia de dotrina, para enseñar los niños, formar la juventud en costumbres cristianas, criar clérigos virtuosos; mas vía la falta que había en esto y los pocos medios que se descubrían, para remediar tan grandes daños; y así solía decir con grandes ansias: «Tengo de morir con este deseo». Así, herido de este celo verdaderamente apostólico, desde que comenzó a predicar en Sevilla, dio orden a las escuelas de los niños, y predicar en las plazas. Era su ejercicio continuo enseñar a los rudos y los niños, ministerio que continuaron sus discípulos en toda la provincia del Andalucía. Enseñaban públicamente la dotrina cristiana, acudiendo a las escuelas; procurando que prendiese en aquella nueva tierra la dichosa semilla del santo temor de Dios: cuidado primero de los prelados eclesiásticos y de todos los que tienen cura de almas. Solía decir el santo varón que, ganando los corazones de los niños en la tierna edad, se ganaban las repúblicas, porque ellos venían después a gobernarlas, y depender de ellos el estado del pueblo, y que, comenzando bien, comúnmente perseveraban; y así cuidó siempre que hubiese maestros que acudiesen a este ministerio y encaminasen la juventud con santa y verdadera dotrina.

     Entre estos cuidados ejecutados por muchos años por el santo varón, y sus discípulos, con un celo apostólico y maravillosos efectos, levantó Dios en su Iglesia el instituto santo de los padres de la Compañía de Jesús, tan conforme a lo que el apostólico varón deseaba. Cuando llegó a su noticia, se alegró grandemente su espíritu, viendo que lo que él no podía hacer sino por poco tiempo y con muchas quiebras, había Nuestro Señor proveído quien lo hubiese ordenado tan perfectamente y con perpetua estabilidad y firmeza.

     De aqueste mismo celo procedió el gran cuidado que puso el santo Maestro Ávila en que se erigiesen Colegios y Seminarios, donde se criase la juventud y se formasen hombres de letras y espíritu, que pudiesen ser maestros y ministros de tan importante enseñanza. Tuvo éste por tan proporcionado medio de su intento, y obra tan agradable a Dios, que, estando en Priego el conde de Feria, don Pedro Fernández de Córdoba, de quien haremos larga mención más adelante, deseando la Condesa asegurar su salud, preguntó al padre Maestro Ávila, qué obra haría más agradable a Nuestro Señor, para pedir en retomo y alcanzar de su Majestad lo que deseaba. Respondióle que fundar un Seminario, donde se criasen niños, y los enseñasen la dotrina cristiana, letras y virtud. Erigióse con título de Colegio; asisten rector y maestros a la crianza de la niñez; enséñanlos a leer y escribir, y, con las primeras letras, el gusto de la virtud y amor a la cristiandad. Éste dotó la Marquesa de Priego con renta bastante para empresa tan necesaria, y levantó un buen edificio, y capaz a este propósito, arrimado a la iglesia de San Nicasio, para que bajo la sombra e intercesiones del santo, como patrón del lugar, creciesen aquellas nuevas plantas en la enseñanza cristiana.

     Mas la obra, en esta parte, más digna de admiración y que debiera imitarse en todas partes, son las escuelas de niños de la ciudad de Baeza, gobernadas desde sus principios por la prudencia y cuidado de este celestial varón. Llegó en un tiempo a haber mil niños, de ordinario pasan de quinientos de la ciudad y comarca, divididos en diferentes clases, que rigen siete maestros, y les enseñan desde conocer las letras, a leer, escribir, contar, latinidad, hasta estar capaces de oír facultad mayor; pónese el principal cuidado en que sepan la dotrina y obligaciones cristianas; de estas escuelas pasan a las mayores, donde se leen Artes y Teología, todo de gracia; de manera, que desde poner en las manos a un niño la cartilla hasta subir al púlpito, o ponerse en el altar, no les cuesta a sus padres un solo real; y muchos lugares del obispado de Jaén gozan de este beneficio, enviando los padres a Baeza a sus hijos: socorro grande para la gente pobre. Gastan media hora por la mañana, otra media por la tarde, en enseñar la dotrina cristiana, con que crían a toda aquella niñez y juventud en santas y loables costumbres. Ha sido grande la utilidad de estas escuelas, por la buena crianza de estas nuevas plantas, que crecen felizmente con el riego de la sana dotrina que les enseñan.

     Para esto puso el santo varón un rector y preceptores, hombres de gran virtud y ejemplar vida, imitadores de su celo.

     Gobernó estas escuelas muchos años el venerable varón, el padre fray Francisco Indigno, descalzo carmelita. Crióse en Baeza en sus primeros años al lado de los doctores Bernardino de Carleval y Diego Pérez, discípulos todos del padre Maestro Ávila; andaba en hábito clerical; fue un raro ejemplo de todas las virtudes. Salía a predicar a las plazas, enseñaba por las calles la dotrina y, con no haber estudiado, por la grandeza del espíritu que hervía en su corazón, alentado con la dotrina del padre Maestro Ávila, su maestro, decía excelentes cosas, con admiración de todos; por ventura con más fruto que las grandes elocuencias. Sobre cualquier capítulo del Contemptus mundi (teníale bien estudiado y practicado) discurría largo tiempo con gran edificación y admirable doctrina. De estas escuelas sacó Dios a este varón para la Universidad insigne, donde se enseñan todas las virtudes, la perfección evangélica en su mayor rigor, la verdadera santidad de vida: a la sagrada religión, digo, de los padres descalzos carmelitas; aquí tomaron nuevos quilates sus virtudes. Descansa su venerable cuerpo en el convento de San Hermenegildo de esta villa de Madrid, en la capilla de la santa madre Teresa, en una decente urna, a que hace correspondencia otro Francisco, igualmente docto en las escuelas del cielo, el hermano Francisco del Niño Jesús, cuya admirable caridad con los pobres, sinceridad prudente, insigne humildad, y otras virtudes, le hacen digno compañero del Indigno, en el santo hábito, que vistieron, en la decente colocación de sus reliquias en el lugar que tienen, en el cielo.

     Fue también rector de estas escuelas el devoto varón Pedro Sánchez, digno discípulo del padre Maestro Ávila. Fue hombre de gran oración y silencio; no hablaba sino preguntado; ni respondía sino era lo necesario; estando siempre en perpetuo recogimiento interior. En particular, las noches de Navidad, permanecía inmoble, todo el tiempo que duraban los oficios, con ser hombre que pasaba de ochenta años. Resplandeció en la pobreza de espíritu; no llevaba la renta por entero, contento con lo que bastase a su sustento. Fue rara su caridad con los menesterosos: en años faltos recogía los niños pobres que hallaba desamparados, cuidaba de su abrigo y sustento. Fue admirable su paciencia en las injurias; murió con opinión de santo, y por tal le respeta hoy el clero y pueblo de Baeza.

     Otro Colegio o escuelas de niños, al tenor de éstas, fundó el santo varón en la ciudad de Úbeda, por medio del padre Diego de Guzmán, de la Compañía de Jesús, su discípulo, que hoy permanecen con igual utilidad.

     Por consejo del santo Maestro Ávila fundó en Montilla la marquesa de Priego, doña Catalina, el Colegio de la Compañía de Jesús; tiene también escuelas donde crían los niños desde los cinco años; enséñase lo mismo que en Baeza; procuran que desde los tiernos años frecuenten los sacramentos; han resultado en esta villa y su comarca innumerables bienes; han sido causa que haya habido en Montilla doctos y virtuosos sacerdotes, y algunos sujetos han salido insignies en letras y santidad.

     Ya dejamos escrito cómo en Córdoba el obispo don Cristóbal de Rojas, a instancia del padre Maestro Ávila, ordenó allí un Colegio de clérigos virtuosos, para que de allí saliesen a predicar por todo aquel obispado.

     En esta misma ciudad, de su consejo, se fundó el Seminario de San Pelayo, donde se reciben virtuosos, pobres de todo aquel obispado, susténtanlos siete años, hasta que acaben sus estudios en las clases de la Compañía de Jesús, donde se leen Artes y Teología. Los días de fiesta del año asisten con sobrepellices a los divinos oficios en el coro de la catedral. Críase esta juventud en virtud y letras: salen excelentes curas de almas y ministros del culto divino.

     Lo mismo pasó en Granada, donde a instancia del santo Maestro Ávila se hizo un Colegio de clérigos recogidos, para servicio del arzobispado, y otro de niños, para enseñarles la dotrina cristiana.

     En algunas partes, como en Córdoba, hizo se leyesen Artes y Teología, y él proveyó de lectores, de los discípulos que tenía; y duró esto hasta que los padres de la Compañía de Jesús fundaron allí un Colegio, los cuales sucedieron en este oficio.

     Finalmente cuantos Colegios se fundaron en su tiempo en toda la Andalucía, así de la Compañía de Jesús, como otros, en todo tuvo parte la diligencia, el cuidado, el consejo y el celo de este apostólico varón, que tuvo por sólido fundamento, para el aprovechamiento espiritual de los fieles y aumento de la disciplina cristiana, estos minerales ricos, que con aguas de saludable dotrina, y buen ejemplo, riegan los planteles de la Iglesia.

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