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Capítulo XXII

Su predicación y asistencia en Montilla

     Montilla, antes noble villa, y ya ciudad, en el marquesado de Priego, es estancia de sus Marqueses, dichosa por las muchas veces que gozó de la dotrina del padre Maestro Ávila, y haber sido su morada los últimos días de su vida, y poseer hoy el tesoro de su cuerpo.

     Predicó a los principios una cuaresma con gran fervor y aprovechamiento de las almas; hiciéronse más de quinientas confesiones generales, no por vía de jubileo, sino por la impresión que habían hecho las palabras de este siervo de Dios en los corazones de las gentes.

     La comunicación y buena correspondencia con los señores de esta nobilísima casa comenzó muy de los principios de su predicación, y continuóse con una amistad muy agradable, no sin gran bien de los Marqueses, y envidia (si así puede llamarse) de otros señores del Andalucía, viendo que los Marqueses de Priego tuviesen en esta villa tal prenda, y justamente porque fueron grandes las medras que se siguieron de esta asistencia. Fue rara la cristiandad, la religión, la bondad de estos señores, y de verdad pudo llamarse feliz aquel estado, por haber residido en él tan de asiento el padre Maestro Ávila, como tocaremos en otras partes. Las veces que vino a Montilla, antes de vivir de asiento, fueron muchas en todo el discurso de su vida.

     Sus enfermedades y, lo más cierto, el acudir a la dirección y magisterio de la Condesa de Feria, le avecindaron, como hemos dicho, en Montilla; dispusiéronle los Marqueses una casa moderada cerca de la suya, no lejos del convento de Santa Clara.

     Su modo de vida y de distribuir el tiempo era éste: Levantábase a las tres de la mañana (dando lugar la salud); el primer pensamiento que ocupaba su corazón era el de haber de recibir aquel gran Huésped que es adorado de ángeles, rey suyo y hermano nuestro; rezaba con este pensamiento sus horas. Comenzaba luego su oración; duraba dos horas largas, como después diremos; esto, cuando predicaba y andaba cercado de negocios; mas, por el tiempo que vivió en Montilla, cuando le molestaron las enfermedades, y no predicaba tanto, fue mucho más dilatada, porque el tiempo del estudio le añadía a la oración. Gran parte de la oración de la mañana daba a las consideraciones que le dispusiesen para decir bien Misa (algunas pondremos en el libro tercero, en capítulo particular, que trata de esto). Decía Misa tan larga y tan devota, como veremos en su lugar. Daba gracias una hora por lo menos; después rezaba parte de las horas que faltaba, siempre con gran devoción y pausa; leía alguna cosa devota; de manera, que toda la mañana la llevaba Dios enteramente, hasta las dos de la tarde, sin que en todo este tiempo atendiese a otra cosa, ni admitiese negocio por importante que fuese. Rezaba las Vísperas y Completas a su hora, con un poco de oración, acordándose de aquel Señor, que aquel día había sido huésped.

     Desde las dos a las seis daba audiencia a los que venían a hablarle; era siempre en negocios de importancia, y materias espirituales del concurso que había, y consuelo de los que le trataban. Hay discursos particulares adelante. Respondía algunas tardes a cartas. Salía caída la tarde (ésta era su recreación) a visitar y consolar enfermos, y otras personas afligidas, que le habían menester para consuelo de sus almas, no olvidaba los presos de la cárcel, que en él tuvieron padre; acudiólos por su persona y por sus discípulos amorosa y cuidadosamente; los últimos años, por la falta de la vista, le llevaban de la mano. Desde las seis de la tarde hasta las diez de la noche se tornaba a recoger; volvía a la oración dos horas por lo menos en tiempos de ocupaciones; estudiaba después, y, cuando aquéllas cesaron, y el estudio, que obligaba a predicar, casi la noche toda daba a la oración, en que gastó casi el último tercio de su vida. Allí, el pensar en la muerte, en el juicio de Dios, haciendo cuenta que estaba delante de Él, y el cuerpo echado en la sepultura; entraba el examen riguroso de sus obras, consideraba sus defectos y raíces de las pasiones, para que fuese fundado el edificio; consideraba los beneficios divinos, la cuenta que había de dar de sus talentos; eran sus vigilias continuas y largas, llenas de dolores y gemidos por los pecados del mundo; los jueves y viernes en la noche había particulares ejercicios, que en su lugar veremos; la intención, fervor y modo de obrar en todas estas cosas eran de un varón perfectísimo. Es materia de diferentes capítulos. Ésta es la vida de un verdadero y perfecto sacerdote, que trata de cumplir su vocación exactamente, y lo que pide su estado. Esta distribución de tiempo se colige de lo que escribe el padre fray Luis de Granada en la segunda parte de la Vida, tratando de la oración, y de una carta que escribió el venerable Maestro a un sacerdote (comienza «Pues que por la gracia de Jesucristo»), en que le ordena cómo ha de distribuir el tiempo, sacada de sus ejercicios y modo de vivir. Es cierto no había de aconsejar varón tan santo lo que él no hacía; antes se acomodó con las fuerzas del sujeto a quien aconsejaba, desiguales a la robustez de su virtud. Éstas eran las ocupaciones ordinarias.

     Predicaba muchas veces; oyóle siempre aquel pueblo, en especial los últimos años, con notable afecto y copiosos auditorios. El día que predicaba no se oía otra cosa en la villa, sino: «El Padre Ávila predica, el Padre Ávila predica». No le faltó hombre de importancia, y siempre con mucho gusto. Predicó un día en el convento de Santa Clara, y por no caber la gente en la iglesia, se quedó en el patio mucha parte, entre ellos un gentilhombre del Marqués, que fue por la tarde a visitar al venerable Maestro, y le dijo: «Dos horas y media predicó vuestra reverencia hoy, y me pesó cuando se acabó el sermón, porque me parecía que entonces comenzaba». Tal modo y gracia de decir tenía que sus palabras, aunque fuesen de reprensión, iban envueltas en amor, caridad y celo del aprovechamiento de las almas, y así le oían con notable afecto.

     El fruto que hizo en Montilla, con tan larga asistencia no es posible escribirse. Los eclesiásticos, en particular, mejoraron sus vidas. Hubo clérigos, en este tiempo, ejemplarísimos; en lo restante del pueblo, gran reformación de costumbres. De lo mucho que obró en Montilla es materia gran parte del tercero libro, que trata de sus virtudes, porque, como estuvo tan de asiento en esta villa, y los últimos años de su vida, en que se acrisolan las virtudes de los santos, fue raro el ejemplo que dio de todas. Pasemos a su mayor hazaña.



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Capítulo XXIII

Sumario de la vida de doña Ana Ponce de León, Condesa de Feria, y la mucha parte que el Padre Maestro tuvo en sus virtudes

     La obra que, mediante la divina gracia, más descubrió la grandeza del espíritu del santo Maestro Ávila, el primor y acierto de su magisterio, fue la virtud y santidad de doña Ana Ponce de León, condesa de Feria, hija primogénita de la enseñanza y dirección de este venerable varón. Pudo decir con Séneca a su Lucilo, cuya virtud atribuía el filósofo a sus cartas: Assero te mihi, meum opus es. Atribúyome tu virtud, obra eres mía. En esta proporción es cosa cierta, que el ser espiritual de esta santa señora se debe, en muy gran parte, a la doctrina y documentos de este gran devoto de Dios, porque desde sus primeros años hasta que Nuestro Señor la levantó a tan heroico grado de virtudes, la encaminaron siempre los documentos y avisos de este excelente Maestro.

     Fue doña Ana Ponce de León hija primogénita de don Rodrigo Ponce de León, duque de Arcos y doña María Girón, hija del conde de Ureña, nobleza de las mayores de España. Excedióla la de su rara virtud. Huérfana a los tres años de su edad, se encargó de su crianza la duquesa doña Mencia, su tía, mujer de don Pedro Girón, conde de Ureña, ejemplo del valor y piedad cristiana.

     Las virtudes de la primera edad de la Condesa eran unos presagios de lo que en la mayor se aumentarían; llamábanla, por su mansedumbre, la Cordera. Comenzó a ser misericordiosa antes que pudiera saber qué era misericordia. Sus ventanas eran las tribunas; sus vistas, el Santísimo Sacramento, a quien, desde su niñez, fue por extremo devota. Era en hermosura y gentileza un ángel, mas acompañada de tan rara honestidad que componía a cuantos la miraban. El cuerpecito inocente preservaba de pecados con la penitencia, con que recibió de Dios en este tiempo tiernos y dulces favores.

     Quisiera de buena gana conservar el estado virginal, mas sus deudos la obligaron a admitir el matrimonio. Casó con don Pedro Fernández de Córdoba y Figueroa, hijo de don Lorenzo Suárez de Figueroa, conde de Feria, y doña Catalina Fernández de Córdoba, marquesa de Priego, señor de excelentes virtudes, digno sólo de tan rica prenda. De Osuna la trujeron a Montilla el año de quinientos y cuarenta y cinco, con alegría y estima universal de sus vasallos, que aumentaron, conociendo sus virtudes. Estando un día en el pasadizo, que de la casa de los marqueses va al convento de Santa Clara, la pidió un pobre limosna; quitóse de la mano la sortija de su deposorio y arrojósela. Admiróse ánimo tan generoso. Fue este hecho como prenda de lo mucho que dio después a los pobres; quebrantaba los collares de oro; hacía piezas las gargantillas y joyas, para venderlas, sin que fuesen conocidas, para el sustento de los miserables. Pudo decirse de esta gran señora lo que de santa Marcela, nobilísima romana, refiere el gran padre de la Iglesia, san Jerónimo. Repudió el oro, hasta el anillo del sello, guardándolo en los vientres de los necesitados, antes que en los talegos y los cofres.

     En el capítulo de la predicación de Zafra dejamos escrito cómo estos príncipes llevaron a esta villa al venerable Maestro Ávila, año de mil y quinientos y cuarenta y seis, y cómo confesaron con él generalmente. Recibiólo desde este tiempo la Condesa por Maestro, veneróle por santo, reconoció sus heroicas virtudes y que, por sus oraciones y avisos, le había de hacer Nuestro Señor muchas mercedes; y ya por este tiempo las recibía muy grandes y sobrenaturales, y admirables sentimientos; mas, con grande humildad y reconocimiento de su flaqueza, no dando a cosa ningún crédito, sin haberla comunicado y tenido aprobación del venerable Maestro Ávila, a quien Nuestro Señor había dado gran luz y gracia para discernir espíritus, y encaminar las almas a la vida espiritual.

     Escribió los sentimientos y favores que Nuestro Señor la hizo por este tiempo. Hallaránse en el libro que de su vida escribió el padre Martín Roa, de la Compañía de Jesús. Remitiólos a su confesor el padre Maestro Ávila; violos, y al pie puso estas palabras:

           Heme consolado con este cuadernico, y toda la dotrina de él es verdadera, y toda merced de nuestro Señor; y debe ser muy agradecida, leída y obrada.

     Aconsejóla el santo Maestro que, cuando entrase a rezar en su oratorio, hincase las rodillas, y pidiese a Dios limosna con el corazón; hízolo así, y libróla Su Majestad de una tentación, que la afligía contra la fe.

     Habiendo tenido, entre otros, que allí cuenta, un gran sentimiento del misterio de la Encarnación, en que se le representó vivamente el amor, la bondad, la sabiduría y largueza de Dios, y deseo de la salvación de los hombres, dándonos a su Hijo por Redentor, y sus amorosísimas y dulcísimas entrañas para con nosotros, espantada, preguntó al padre Maestro Ávila, cómo es posible irse hombre al infierno, teniendo Dios tanta misericordia. Respondió el venerable Maestro que porque eran los hombres malos y pecaban, y no se querían arrepentir, ni tomar el remedio que Dios les había dado en los sacramentos.

     Más adelante dice estas palabras:

           Mostróme nuestro Señor que tuviese más recogimiento, y envióme al Maestro Ávila que me lo enseñase, y mostrase de la manera que había de andar el ánima encerrada su corazón, y morir a todos los amores del mundo.

     Y en otro papel dice:

           Mostróme que a los grandes y fuertes salva Dios por otros caminos de más trabajos, y con los chicos se comunica, porque esto es su condición, tratar con los pequeños, y para esto se hizo hombre; y mostróme que uno de estos era el padre Maestro Ávila, puesto de rodillas ante él, con gran reverencia, pidiéndole para sí muchos trabajos.


     Después de grandes favores, por una faltilla bien ligera, que, calificada por nuestro docto Maestro Ávila, no llegó a más que a pecado venial, se le ausentó el Señor; escondió su dulcísimo semblante por un año; pasó una gran tempestad y sequedad interior, no sintiendo en los ejercicios santos la dulzura y visitación antigua; mas, en la mayor ausencia, acudió con mayor fervor a sus ejercicios, oración y penitencia, recibiendo a tercero y cuarto día el Santísimo Sacramento, hasta que volvió la misma serenidad.

     Comenzó Nuestro Señor a labrar a la Condesa con trabajos, que son las mejoras de los hijos más queridos; llevóle la mejor prenda de su casa, quitándole al primogénito, que le había dado, heredero de su nombre, y de su estado. En esta ocasión la escribió una carta el santo Maestro Ávila, que guardó toda su vida para su consuelo. Díjole así:

           Si nuestro Señor hiciere rey en el cielo al que de sus entrañas salió, déle gracias, y envíele con él muy cordiales encomiendas, y téngalo allá en prendas que ella no dará su amor a otro, sino al Señor; y mire bien qué merced hace el Señor a esta criatura, que, al primer abrir de ojos, se halle viendo a Dios, y gozándole para siempre.

     Poco después enfermó el Conde por tres años continuos, con accidentes penosísimos; sirvióle la Condesa con gran puntualidad días y noches, sin desnudarse en tan largo tiempo, mostrando las fuerzas del verdadero amor que debe tener una casada, sin reparar en los antojos de un señor enfermo, en los ascos, las quejas y destemples; cuidaba mucho de la salvación del Conde, y para este fin hizo venir a Priego, donde a la sazón se hallaba, al padre Maestro Ávila, único consuelo suyo y luz de todo su estado.

     Iba disponiendo Nuestro Señor a la Condesa, para la muerte del Conde su marido, con grandes sentimientos del valor de los trabajos y padecer por Dios. Pidióla Nuestro Señor que le ofreciese al Conde, a quien tenía un excesivo amor; hízolo, y fue tanto el dolor que sintió en darlo que, como ella dijo al padre Maestro Ávila, le pareció que se le había arrancado el corazón, y sacádosele por la boca. No quiere Dios a los suyos insensibles; sujetos sí, y resignados y conformes.

     La enfermedad del Conde fue agravándose, y lo penoso de los accidentes daba nuevas ciertas de su breve vida. Acosábanle unos vómitos, con una flaqueza del estómago notable. Dio orden la Condesa le trujesen el Viático, y, teniéndolo en el oratorio de frente de la cama, le dijo: «Señor, si supiésedes lo que os tengo. Allí está el Santísimo Sacramento a haceros compañía en este camino». Despidióse la Condesa; llegó en esto el padre Maestro Ávila, y dijo al Conde: «Comulgar quiero a vuestra señoría». Respondióle: «Si como Su Majestad ha dado quietud a mi alma, se sirviese de dar sosiego a mi estómago y detener mis vómitos, sólo este consuelo me falta para esta jornada». «No tema vuestra señoría, replicó el santo Maestro, que quien de buena gana perdona sus ofensas, también suspenderá el castigo de ellas, que son las enfermedades. Yo comulgaré a vuestra señoría, y me quedaré aquí a acompañarle». Comulgóle; quedó con muy gran sosiego; quietósele el estómago por las oraciones del venerable Maestro Ávila; reconociólo el Conde de manera que, a punto, con un criado envió a decir a la Condesa: «Decidle que el Maestro Ávila me ha curado el alma y el cuerpo».

     El día siguiente fue el último de la vida del enfermo; acompañóle hasta el postrer trance el buen amigo y Maestro, asistiéndole en aquella hora, de donde pende la eternidad de gloria o pena. El llanto de los criados al expirar del Conde, dieron nueva a la Condesa de la muerte; levantóse de donde estaba retirada, y a largo paso fue a entrar adonde estaba el cuerpo; mas atajóla en el camino el padre Maestro Ávila, a quien preguntó ella. «¿Cómo queda el Conde?» Llevaba en la mano el crucifijo con que le ayudó a morir, y alargándosele, dijo: «Éste es el Conde de vuestra señoría, que ya no tiene otro». Reportóse, y con un rendimiento grande a la voluntad divina, recibió el Cristo, que le daba el Maestro en lugar del Conde, y abrazada con él se recogió a su tribuna, donde en los brazos de su nuevo Esposo, templaba el dolor de la ausencia del primero.



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Capítulo XXIV

Prosigue la materia del capítulo pasado

     Fue el dolor de la Condesa en esta pérdida tan grande que, hablando de ella el muy reverendo padre fray Luis de Granada, que se halló a la sazón en Priego, afirma fue la mayor que vio en su vida. Mereció el Conde cualquier demostración de sentimiento; fue señor de raro valor, entendimiento y virtud; gobernóle el santo Maestro Ávila, como su confesor, algunos años; estimó el Conde con notable veneración y respeto a su Maestro.

     Templaba este acerbísimo dolor la Condesa con la presencia de Cristo Nuestro Señor crucificado, sin exceder los límites que pide una cordura cristiana. Acabadas las obsequias del Conde, pasó de Priego a Montilla, villa principal del estado; y, por no estar sin cabeza a obedecer en una edad tan florida como de veinte y cuatro años, con parecer del santo Maestro Ávila, que nunca fue de opinión que confesores acetasen obediencias de mujeres, dio la obediencia a la Marquesa, su suegra, en quien resplandeció un alarde de las virtudes cristianas, una de las más queridas y aprovechadas hijas del padre Maestro Ávila, y que más gozó de su dotrina y consejos, por su asistencia en Montilla en tantos años.

     Los cuidados de la Condesa en este tiempo eran, como desembarazada del antiguo estado, entregarse más libremente a Cristo, ser santa en el cuerpo y en el alma, guardando eternamente el grado de continencia, que tuvo los últimos tres años de casada. Trataba con el padre Maestro Ávila, encerrarse en algún monasterio, aunque sin obligación y título de monja, estado desigual a sus fuerzas, quebrantadas con enfermedades suyas y del Conde. Recogíase algunos días en el convento de Santa Clara, de la Orden de San Francisco, donde se entregaba a la oración largas horas; consolaba su soledad Nuestro Señor con amorosas visitas. Pensaba un día cómo le había llevado Dios las prendas que más quería; vínosele a la memoria el hijo primogénito, como primero amor. Estando en este pensamiento apareciósele el niño y, con gran alegría y orgullo, le dijo: «Madre, vengo muy de prisa a verla, porque me quiero volver luego al cielo». Desaparecióse al punto; quedó por una parte alegre de ver a su hijo glorioso, triste por otra de haber sido tan breve la visita. Sacrificó a Dios su contento; ofrecióle de nuevo al hijo, que ya le tenía dado. Pagóle Nuestro Señor este servicio, porque, estando el día del Corpus en su tribuna de Santa Clara, entró la procesión del Santísimo Sacramento, de quien fue por extremo devota, y poniendo los ojos en la Hostia Sagrada, y la fe en Cristo, que venía en ella, oyó que de allí le decía: «Con mi cuerpo y sangre te he sustentado la vida del alma, y con ellos te he mantenido; ábreme tu corazón, que quiero entrarme a descansar en él». Dijo al padre Maestro Ávila, que le pareció que venía Cristo hacia su alma: Saliens in montibus, etc. transiliens colles. Y sintióse llena de particular dulzura, y más estrechamente unida por amor y soberana contemplación con el mismo Señor. Dio cuenta, como solía, al padre Maestro Ávila, y preguntóle qué quería significar Nuestro Señor en aquella manera de venir a su alma. Respondióle el venerable Maestro, que era como salvar sus culpas, y disminuir sus imperfecciones, para llegar a unirse con su alma. Preguntóle cómo abriría su corazón a Dios, para que en él descansase, y ordenóle por particulares razones, que en ella concurrían, sin nota de otras, que comulgase cada día, que hasta entonces no había dado esta licencia, si bien tan santa casada; hízolo así hasta lo último de su vida.

     Las grandes virtudes de la Condesa la fueron disponiendo para mayores favores de Dios. El mayor fue escogerla por esposa suya, trayéndola a la religión seráfica, con una vocación maravillosa. Habíase recogido al convento de Santa Clara de Montilla, para darse más a Dios algunos días, donde la llamó Nuestro Señor a la alteza del estado religioso. El modo y lo que pasó en esto lo escribió al padre Maestro Ávila, su confesor, para pedirle consejo, si había de ejecutar determinación tan ardua. Sus palabras formales son estas:

           Estando yo un día en mi aposento, pasó por delante de mí nuestro Señor Jesucristo, vestido de una ropa morada y una cruz grande en el hombro, y vuelto el rostro a mí, me dijo: «¿Qué, no has querido ayudarme a llevar esta cruz?» No respondí nada; mas, diome pena que no me contase Nuestro Señor por cruz los trabajos que había padecido desde niña, ni la enfermedad del Conde, ni la viudez presente: y quedé deseosa de entender qué quisiese hacer el Señor de mí. El sábado siguiente, estando oyendo a una monja, que cantaba el psalmo In exitu Israel de Aegypto, púseme en oración y, entrando en el recogimiento de mi alma, preguntéle a Nuestro Señor qué era su cruz, y díjome: «¿Quieres mi cruz?» Respondí: «Sí, Señor.» Díjome otra vez más alto: «¿Quieres mi cruz?» Respondí: «Sí, Señor; con vuestro espíritu y vuestra gracia, y con el amor que vos la llevasteis por honra de vuestro Padre, y el bien de los hombres.» Mostróme la cruz, y abrazándome con ella, comencé a gloriarme en ella, y dije: «¿Quién me despreciará y terná en poco, viéndome tan honrada, con la cruz de mi Señor Jesucristo?» Miré hacia arriba a ver la cruz, y ya no tenía figura de cruz, sino de palma, con su copa muy linda. De ahí a poco comencé a pensar qué sería una cruz tan grande en cosa tan pequeña, y acordéme que, pocos días ha, predicó aquí el padre Maestro Ávila y dijo que el hábito de las monjas era cruz, y clavos los votos; mas consideraba que yo no era para monja, por falta de salud, aunque holgara mucho vivir con ellas.
     Estando así en el recogimiento de mi oración, llegáronse cerca de mí los gloriosos santos san Francisco y santa Clara; dijéronme que les pidiese el hábito de su religión; mas excusábame diciendo que no tenía fuerzas para los trabajos de ella; pero que hiciese Dios de mí lo que fuese servido. Tornaron segunda vez a alentarme, representándome su sagrada religión en un navío, en que iba mucha gente al cielo. Dudaba todavía mucho darles el sí, por el temor a los trabajos de la religión; y díjome Nuestro Señor que, arrimada a Él, podía llevarlos. Y ofreciéronme los bienaventurados san Francisco y santa Clara, que el uno me alcanzaría de Nuestro Señor la virtud de la humildad (por la cual dije yo que daría cuanto hay) y la otra, la virtud de la religión. Rindióseme con estas promesas el corazón y dije: «Sea lo que Dios quisiere». Estuve en esta oración desde que comenzaron la Salve hasta las once de la noche, unas veces en pie y otras de rodillas, otras postrada en tierra, y cuando salí, hallé a la puerta del coro a soror Juana, y no supe si había oído algo de lo que había pasado. Escribí todas estas cosas al padre Maestro Ávila, para que me dijiese lo que había de hacer o creer en ellas.
     Domingo siguiente, por la mañana, fui al torno, y nunca hallé criado del monasterio que llevase el papel al Maestro Ávila, y dije llamasen un paje de palacio, que lo llevase, y nunca vino, ni hubo remedio que el papel se llevase. Estando yo con este cuidado, díjome nuestro Señor, que, sin dar más parte al Maestro Ávila, tomase allí el hábito de monja, porque así convenía. (Fue bien menester que Nuestro Señor se lo mandase tan expresamente, porque en todas ocasiones en nada se determinaba sin el parecer y consejo del santo Maestro Ávila, su confesor, y cuando de su oración resultaba algún impulso, o ilustración, que la moviese a hacer algo, decía: «Mi padre me dirá en esto lo que tengo que hacer»; tanto era el respeto que tenía a este gran varón, y esta vez tuvo particular misterio el mandarle nuestro Señor lo contrario, como adelante veremos). Fuime, prosigue la Condesa, a la oración para disponerme mejor a ir a pedir el hábito, y estuve más de una hora peleando con el demonio, y, saliendo ya del aposento, llamóme Nuestro Señor, y díjome: «Mirad, que si tomáis el hábito, que no le habéis de dejar». Respondíle que nunca le dejaría con ayuda de su gracia.

     Conocida la voluntad de Dios, y con tan preciso mandamiento, salió del aposento la Condesa, tan arrebatada de su deseo que se le conoció en el semblante que iba a ejecutar alguna grande resolución; pasó por delante de la Marquesa, su suegra, que estaba hablando con la abadesa. Iba tan en su negocio, que no les hizo ningún comedimiento. Viéndola así la Marquesa, dijo: «¿Dónde va tan denodada la Condesa? Parece va a hacer alguna hazaña» Pidió a dos monjas el hábito; y, dificultando el dársele, les rogó se le diesen para ver cómo le estaba. Creyendo ellas lo hacía por divertimiento de cuidados, le dio su hábito la una religiosa. La santa Condesa dijo: «¿No me está muy bien?» Respondiéronle que sí. Replicóles: «¿No me darán ellas sus votos, para ser monja?» Respondiéronle que sí, con mucho gusto, no creyendo iba la cosa de veras. Concurrieron en lo mismo otras muchas religiosas y casi todo el convento para verla; ella declaró su voluntad, y que de ningún modo dejaría aquel santo hábito; esto, con tan constante resolución y viveza en el semblante y palabras, que no dudaron del hecho. Admiráronle alegres de verse con tal señora y hermana, suspendiendo el ánimo a ver el paradero del suceso.



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Capítulo XXV

Lo que pasó el Padre Maestro Ávila con la Marquesa de Priego

     Entendiendo la marquesa doña Catalina el hecho de la Condesa, su nuera, partió al punto adonde estaba, con el sentimiento que pedía el suceso; procuró con todos los medios divertirla del intento; representó los grandes inconvenientes que de tan acelerada resolución se descubrían. Díjola cuán justo era no hacer mudanza de estado, hasta dar cuenta al duque de Arcos, su hermano, que la amaba y estimaba tanto, ya que había atropellado el respeto que la debía tener, por madre y suegra, mayormente estando de por medio la obediencia, que, con voluntad del padre Maestro Ávila, la había dado. Advirtióla su delicadeza y pocas fuerzas, desiguales a la carga de una religión tan áspera, pasando del regalo de un palacio a las descomodidades de un convento. Ponderó mucho el desamparo de una hija única, que le había quedado de cuatro años, cuyas costumbres había de reformar su dotrina, y enseñanza, dejando aquel estado sin gobierno, y tanto número de criados sin amparo.

     Respondióla fácilmente la Condesa, satisfaciendo todas sus razones, que el grande amor de Dios la dio elocuencia, y valor contra la autoridad de la Marquesa. Viéndola tan resuelta en lo intentado, dijo con gran sentimiento: «El Maestro Ávila es autor de la obra y bien se parece propia obra suya; él me dará cuenta del hecho». Replicó la Condesa: «Tan ajeno está el padre Maestro Ávila del hecho, como yo de dejar de proseguir lo comenzado; no lo supo, ni lo sabe, ni creo ha caído en su pensamiento». Previno la divina providencia, con no llevarse el papel que dijimos al padre Maestro Ávila, la indignación podía apoderarse en el pecho de la Marquesa contra el santo Maestro, si fuera autor del caso, o, si lo supo y no dio cuenta de ello, y era muy verisímil perder la gracia de esta señora, y la Condesa tal Maestro, y tal varón su estado, dichoso por haber tenido los Marqueses tal huésped y consejero.

     Mandó al punto la Marquesa le llamasen al padre Maestro Ávila, y certificada que no tenía culpa alguna, dijo: «Si el Maestro no lo hizo, el lo podrá deshacer». Tuvo por cierto que, si él ordenaba a la Condesa dejase el hábito, al punto obedecería; tal era el respeto, que tenía a su Maestro. Vino el padre con el rigor de la siesta, a los postreros de junio, sin saber para qué le llamaban. Hablóle la Marquesa con declarado sentimiento; poniéndole delante a la Condesa con el nuevo hábito, multiplicó razones, ponderó inconvenientes, valiéndose de los medios que le daban la indignación y dolor. Concluyó con decir: «Hable vuestra reverencia a la Condesa, desengáñela, o desengáñeme, que, si lo que deseo no es justo, no quiero impedir su bien: pospondré mi gusto a su provecho».

     Estuvo atento el padre Maestro Ávila a las razones, a los semblantes de la Marquesa, que no menos declaraban la voluntad que tenía de que se dejase el hábito. Lo que duró el razonamiento, estuvo consultando con Dios en su interior la respuesta. Con gran serenidad la dijo:

           Mucha pena me diera ver el sentimiento grande que tiene vuestra señoría del hecho de la Condesa, a no tener conocido su grande entendimiento, sus cristianas costumbres y su celo de la honra de Dios, y sus deseos de darle gusto en todo, como lo hará en esta ocasión, sabiendo es voluntad suya. De este suceso vine muy ajeno, como lo estaba aún de pensarlo; mas persuádome que, habiendo tomado tan ardua resolución la Condesa, ha tenido muy grandes fundamentos, y sin impulso grande de nuestro Señor no se atreviera a hacerlo. En su virtud, en la luz que le ha comunicado el cielo, en su grande entendimiento y desengaño de las cosas del siglo, fío mucho, y que no ha sido determinación de poco acuerdo. La acción de suyo es buena, como el haber abrazado la perfección evangélica, cumbre de la religión cristiana. ¿Cómo puedo abalanzarme a reprobar una acción, a que convida Cristo nuestro Señor en su Evangelio? Tengo por premio de sus virtudes el haberla dado Dios mano de Esposo, y traídola a su casa, vistiéndola de aquel traje humilde, mas felicísimo, de que se honraron tantas princesas y reinas. No niego que podía ser buena en el estado de viuda, en que se hallaba; mas hay grande diferencia de serlo en la grandeza de un palacio, entre las rentas y regalos, multitud de criados y vasallos, gozando de la estimación y aplauso de los suyos, o en la estrechura de una celda, en la pobreza evangélica, en penitencia y descomodidades, en el abatimiento de la cruz, pasando a súbdita de señora, de ser servida a servir, de ser señora de su voluntad, o entregarla a la obediencia. No se alcanzan fácilmente los premios que a cada cosa corresponden. Ella sin duda escogió la mejor parte, no se la ha de quitar vuestra señoría, que así lo prometió Cristo a los que, retirados de los cuidados de la vida, pendieron de las palabras de su boca, en oración y contemplación continua. Ninguna agravio hace al Conde, su primer esposo, si en su lugar ha escogido el mejor que hay en el cielo y en la tierra. Deja el estado de Priego; halla el reino de los cielos, y trueca el título de Condesa por el de reina, porque su esposo es Rey y Rey de reyes. Viviendo vuestra señoría, que sea por largos años, no hay que darle cuidado la crianza de su hija; crecerá a vista de las virtudes de vuestra señoría y de su ejemplo. Dios es el que ha hecho este concierto; pase por él vuestra señoría; estime con su aprobación las bodas, no se agravie el desposado de que se hace menos estimación de su persona.

     Templó la Marquesa el sentimiento, mitigó el dolor del corazón con las palabras del santo Maestro. Fue escudo de defensa a la Condesa; diole ella razón de su resolución, la que podía darse en público; dejó lo particular para el secreto. Satisfecho el venerable Maestro de su propósito, dijo a la Marquesa: «Señora, esto es hecho; quos Deus coniunxit, homo non separet». Con esto se volvió a su posada, habiendo mostrado gran valor y entereza, con una prudencia milagrosa, disponiendo el ánimo de la Marquesa, que halló lleno de indignación y dolor, a que llevase con cristiana conformidad el mayor golpe que tuvo después de la muerte de su hijo.

     La Condesa santa se retiró a su celda, donde estuvo desde los últimos de junio del año de mil y quinientos y cincuenta y tres, hasta julio del año siguiente, en que el día de santa Madalena, tomó el velo de monja, y diole el parabién de las bodas el padre Maestro Ávila, con un sermón dulcísimo, en que tomó por intento declarar que este suceso fue empresa del amor que tuvo Dios a la Condesa, conocido y correspondido por ella: oyóle con mucho gusto, cobró bríos y deseos grandes de agradar al nuevo Esposo.

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