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Capítulo IV

Elogios de los venerables padres Maestros Luis de Noguera, Hernando de Vargas y Juan Díaz

     Muchos de los discípulos del padre Maestro Ávila fueron hombres tan insignes, que merecían historia particular por sus hazañas, que no fueron menos admirables que las de su Maestro. Triunfó de muchas el tiempo, poniéndolas en olvido; mas son muy conocidas en la gran corte del cielo. De tres ilustres varones discurriremos en este capítulo, no como merecía la grandeza de sus obras, mas conforme lo que ha podido juntar nuestro trabajo.

     Sea el primero el Maestro Luis de Noguera, cura de la iglesia parroquial de Santa Cruz, de Jaén, que de consejo del padre Maestro Ávila ejercitó este oficio santamente. Fue este gran varón discípulo de los de mayor nombre del padre Maestro Ávila, y a voces decía en el púlpito haber sido su Maestro, y que debía la merced que Nuestro Señor le había hecho a su enseñanza; y el santo padre Juan de Ávila pudo muy bien honrarse de haber tenido tal discípulo, que fue corona y gloria suya, como de su patria Baeza, donde nació de padres virtuosos. Criáronle en temor santo de Dios, humildad, y modestia; fue a un paso aprovechando en letras y virtudes; en todo salió eminente. Graduóse en Artes y Teología en las Escuelas de Baeza, de donde le sacó el priorato (así llaman los beneficios curados) de Santa Cruz de Jaén, tenue en la renta, desigual (hablando al modo humano) a sus estudios y letras. Fue tan rara su modestia que perseveró en él treinta y dos años, sin dejarle hasta la muerte. Y aunque los obispos de Jaén intentaron mejorarle, porque acrecentarle en renta era dársela a los pobres, fue tan fino amante de su primera esposa que no la dejó jamás; clavóse en esta cruz; perseveró en ella, aunque le pedían que bajase. El gran obispo don Francisco Sarmiento le hizo gracia de un arcedianato. Dijo el humilde sacerdote: «No me quiere vuestra señoría bien, pues quiere quitarme de mi quietud». Replicóle el obispo que así tenía más que dar a pobres; respondió que con las limosnas que su señoría y otros buenos hacían por sus manos serviría a la Majestad divina. Perseveró en el primer puesto, en que le puso su Maestro santo. Apuntaré solamente las virtudes de este varón insigne, mientras más dilatada historia le diere a conocer al mundo. Su humildad fue profundísima, de la que desprecia honores y tiene contento en un rincón a un hombre docto; esta virtud le hizo admirable y de la que más le alaban los que escriben de sus cosas. La caridad con los pobres, prodigiosa: daba cuanto tenía de renta, de limosna. Víanle tan fiel dispensador de lo propio (si es de los eclesiásticos lo que sobra) que acudían a él todos los ricos, y despendían por sus manos sus haberes, ciertos de la seguridad y del acierto; despendía al año más de dos mil ducados, con que era el remediador de todo el pueblo, a todos acudía y consolaba. Padre de huérfanos, aliento de las viudas, era lince de las necesidades más ocultas. Guardó con sumo rigor la pobreza evangélica: el traje modestísimo, los adornos y homenajes de su casa, dos sillas, una camilla pobre, unos libros. Fue su abstinencia rara. De casa una señora noble se le enviaba una porción moderada, apenas lo bastante a su sustento. Tenían espías hasta que hubiesen comido, porque era muy de ordinario dar la comida de limosna, y era forzoso hacerle algún socorro. La penitencia, sobre las fuerzas humanas. Fortalecíanle las influencias del cielo en la oración, que fue altísima. Dio raro ejemplo en materia de recato; servíale un viejo honrado. No atravesó mujer jamás sus puertas, aun estando enfermo, ni aun su madre ni hermanas. ¿Con qué modo trataría a las que no la fuesen? Fue opinión común que murió virgen. Cumplió exactísimamente la obligación de cura; fuelo de verdad y no de nombre; no se conoció en su parroquia mujer escandalosa, muchas sí religiosas y de ejemplar virtud y penitentes; los hombres, de modestas costumbres. Velaba sobre su ganado; amonestaba, reprendía, cuidaba de cada uno, como si fuera solo. No se limitó su celo al gobierno particular de sus ovejas, participó toda la ciudad de Jaén de su dotrina. Fue insigne predicador, y de encendido espíritu; reprendía los vicios, y los viciosos con vehemencia (modo de predicar del santo Maestro Ávila y sus discípulos). Eran sus sermones continuos, fervorosos; convirtió innumerables almas; oíanle como a santo; decían muchas personas que, cuando predicaba, parecía que hablaba el Espíritu Santo en él, y que sus reprensiones las hacía Dios a cada uno dentro del alma. Remedió muchas ofensas de Dios, públicas y secretas, con notable prudencia y recato. Tuvo particular gracia de componer enemistades, hizo perdonar agravios, curó odios, y rencores sangrientos y envejecidos. Puso freno a los juegos escandalosos, persiguió los usureros. ¡Tan dilatada es la jurisdicción del verdadero predicador! Finalmente, no hubo pecado público a que no hiciese guerra. Diéronle estas obras y virtudes opinión y veneración de santo; y más, la estrecha amistad con el venerable padre Diego Pérez (correrá la pluma más dilatada en sus cosas). Fueron estos insignes varones muy parecidos condiscípulos en esta santa Escuela. Andaban en una piadosa competencia, confesando el uno al otro por más siervo de Dios, más humilde y justo. Y el humilde Luis de Noguera suspiraba con lágrimas, diciendo que daba gracias al Padre Eterno, que el santo Diego Pérez era más puro y más santo, y a quien no osaba nombrar, ni merecía por su compañero; mas que tenía confianza en Dios que, por las oraciones de aquel tan grande amigo suyo, vendría sobre él su misericordia; y suspiraba, rogando al Señor le dejase seguir sus pisadas, por ser tan parecidas a las de Jesucristo, nuestro bien. Cuán gran alabanza sea del venerable Luis de Noguera el andar apareado con el doctor Diego Pérez se verá cuando hablemos de su vida. Habiendo el santo Luis de Noguera pasado una carrera felicísima, cargado de años y merecimientos, dio a Dios su espíritu el año de mil y quinientos y noventa. Concurrió toda la ciudad a su entierro, aclamándole hasta los niños por santo. Estima Jaén su venerable cuerpo, que hallaron incorrupto después de diez años, con tan fragante olor, como fue el de sus virtudes.

     Fue el honor de esta Escuela, y gloria de su Maestro, el padre Hernando de Vargas, varón verdaderamente digno por sus virtudes y vida de historia entera. Nació en Granada. Fueron sus padres Fernando de Vargas y María de Rojas, ciudadanos nobles; merecen memoria eterna los que escogió Dios para ser origen en la tierra de un tan insigne varón, a quien predestinó en su eternidad, para tanta gloria suya. En diversos lugares gastó lo más florido de sus años en los estudios sagrados, en que salió suficientemente docto; la entereza y bondad de sus costumbres dieron realce a sus letras, como se deslustran y envilecen, cuando los vicios ahuyentan la virtud que aquellas persuaden. Cuando el gran capitán de Cristo, el santo Maestro Ávila, hacía gente para debelar el reino de los vicios, el Maestro Hernando de Vargas, movido del clamor de su dotrina, dio su nombre a esta celestial milicia, a lo que puede entenderse, cuando predicó en Granada; salió valentísimo soldado. Cuán rara fue su virtud, cuán apostólica su vida, el modo con que anduvo predicando por orden de su Maestro, lo describe el venerable Juan Díaz en una carta que le escribió, que se hallará en su elogio a pocas planas.

     Por ventura para probar las fuerzas de su celo con la obstinación de los moriscos del reino de Granada, aceptó el curato de Berja, lugar populoso, distante un día de camino de aquella insigne ciudad. Fue en esta villa verdadero cura; apacentaba sus ovejas con palabras de vida; era continuo en la predicación, en las exhortaciones. Fue el amparo de las viudas, padre de los huérfanos; su casa, refugio de todos los miserables; blasón glorioso del verdadero eclesiástico.

     La víspera de Navidad del año de quinientos y sesenta y ocho, día destinado a la cruel rebelión de los moriscos, al salir de vísperas, le avisó un morisco, viejo criado suyo, el levantamiento que estaba prevenido aquella noche; que, si amaba la vida, sin volver a su casa, disimuladamente se fuese retirando. Temió prudente, y sin quitarse la sobrepelliz abriendo su breviario, como que iba rezando, dejó la villa; pudo entrarse en el monte sin ser visto, donde, dejando la sobrepelliz, pasó subido en una encina aquella funesta noche, viendo los sacrilegios, incendios de los templos, las lamentables voces y alaridos de los fieles, y aquellas crueldades inauditas, más terribles en el lugar de donde había salido. Así guardó Dios la vida de este varón santo, que tan agradable le era. Tres días pasó escondido en este monte, sustentado del fruto de las encinas, y agua de los arroyuelos. Aportó a Granada, donde en mano de su prelado renunció su beneficio, y cuanto poseía de la Iglesia; consagró a Dios su vida, que de nuevo había recibido; encomendó a un amigo vendiese todo su patrimonio y lo repartiese a pobres; vino al reino de Toledo con ánimo de emplearse en la predicación del Evangelio. No se halla con cuánto detenimiento en Castilla; partió a predicar a Aragón en compañía del obispo de Sidonio, su nombre el doctor Merchante, varón de celo apostólico, que, movido del espíritu de Dios, con el mismo pensamiento le acompañó en esta jornada. Vendió el padre Hernando de Vargas los libros que había juntado; dio su precio a los pobres. Reservó dos solamente, la Biblia y el Contemptus mundi, que bien entendido el primero, y bien obrado el segundo, fueron bastante librería a su abrasado espíritu. Por doce años continuos anduvo predicando a lo apostólico por diversos lugares de aquel reino; su ardiente celo le dio esfuerzo para intentar la conquista de la dureza y rebeldía de los moriscos. Dificultosa provincia, pero de gran mérito. Discurrió por todas sus poblaciones, con increíbles trabajos y fatigas, y vida verdaderamente apostólica. En todos estos años afirman los que escriben los Anales de aquel reino, que no tocó dinero; tal enemistad profesó con aquel gran señor, que a tantos avasalla. El fruto de los fieles fue colmado; ninguno el de los apóstatas. Caía en piedras la semilla evangélica; mas perseveraba la porfía de este varón constante, infatigable. Un día entre otros, en la villa de Richa, otros dicen Torrellas, población de estos rebeldes, exhortándoles a la enmienda de sus vidas les dijo estas palabras: «Pues no queréis dar en la cuenta, y arrancar de vuestros endurecidos corazones esta infernal y maldita seta de Mahoma, os hago saber que en este día ha nacido un príncipe en Castilla, que os ha de expeler de España y castigar vuestra rebeldía y dureza». Ocho horas antes el mismo dichoso día, catorce de abril de mil y quinientos y setenta y ocho, había nacido en Madrid nuestro gran monarca, el amado y santo Felipe Tercero; profecía que hemos visto cumplida en nuestros días. Hace mención de este suceso tan notable el señor don Diego de Guzmán, capellán mayor y limosnero del rey, después cardenal y arzobispo de Sevilla, en la vida de la esclarecida reina doña Margarita, en el capítulo veinte de la segunda parte. El doctor Vincencio de Lanuza, en los Anales de Aragón, libr. 5, del último tomo, capítulo II; fray Marcos de Guadalajara, en la quinta parte de la Pontifical, lib. 5; el Epítome de las historias portuguesas, en Felipe Tercero; y más largamente en la Corónica de este rey el Maestro Gil González de Ávila, ilustre coronista de estos reinos, haciendo un honorífico elogio a nuestro Hernando de Vargas. Tal fue el profeta, que comenzó a dar noticia de los hechos de este glorioso príncipe.

     De Aragón volvió a Castilla; aportó al obispado de Cuenca; hizo asiento en la villa de Utiel. Mil veces felicísima, gozó algunos años de la predicación y ejemplo de este varón santo, hasta que descansó en el Señor. No alcanza la facultad del decir lo que con sus sermones, administración de sacramentos, consejos saludables, aprovechó a las almas. Fue abstinentísimo en el comer y beber; su recámara, un solo vestido; abundante con la pobreza evangélica; apenas tomando lo necesario a la vida, daba cuanto alcanzaba a los pobres. Dijo un día en el púlpito, en la iglesia parroquial, que, estando previniendo el sermón de la Concepción de la Santísima Virgen, vio con sus ojos al enemigo del linaje humano: no podía sufrir los argumentos y creyó divertirle con su vista. Predicando el día del apóstol san Mateo, dijo al pueblo: «Ya os tendrán cansados mis sermones; dentro de pocos días no me veréis». Cosa maravillosa. A pocas horas le dio una calentura, y, a lo que puede entenderse, sabidor de que llegaba el fin de su peregrinación, se fue disponiendo a la última jornada. Decía muchas veces con cristiana confianza, ya cercano a la muerte: «Dadme, Señor, lo que prometistes»; aludiendo a las palabras de Cristo nuestro bien, en que promete el premio a los pobres evangélicos: De verdad os digo a vosotros, que dejasteis todas las cosas y me habéis seguido, recibiréis ciento por uno, y poseeréis la vida eterna. Habiendo recibido devotamente los santos sacramentos, consiguió el cumplimiento de la palabra de la verdad infalible, entrando a gozar de Dios eternamente, día del gran doctor de la Iglesia san Jerónimo, treinta de setiembre, año de mil y quinientos y noventa y tres, a los ochenta años, o cerca, de su edad. Enterróse el venerable cuerpo en el Seminario de San Salvador, que erigió en Utiel el doctor Gonzalo Muñoz, canónigo penitenciario de la santa iglesia de Cuenca, a quien debe esta villa la asistencia del padre Hernando de Vargas, y poseer sus reliquias. Años después vinieron unos caballeros aragoneses, movidos de la gran santidad del varón apostólico, a visitar su sepulcro; partidos, hubo fama habían hurtado parte, o todo el cuerpo. Dio ocasión a visitarse con licencia del prelado; halláronse quebradas las tablas del ataúd; descubrieron el cuerpo falto del brazo derecho y mano izquierda, mas incorrupto y entero, despidiendo un olor suavísimo, habiendo pasado siete años de su dichoso tránsito. Al moverle, como si acabara de expirar entonces, corrió no poca sangre de las partes a que se atrevió el cuchillo, y bañó las manos de un sacerdote que le movía, viéndolo y admirándolo muchos sacerdotes, y otras personas del pueblo. Fue tanto mayor la maravilla, porque el santo cuerpo estaba cubierto ya de tierra, por la descompostura de las tablas. Son innumerables los milagros que, por la intercesión de este varón santo, obra Nuestro Señor; grande el concurso de la gente de toda aquella comarca a su capilla, donde dicen Misas, dando gracias por beneficios recibidos, o pidiéndolos por su intercesión y méritos. Adorna este Epitafio su sepulcro.

EPITAPHIUM IN MAGISTRI FERDINANDI VARGAE,

PATRIA GRANATENSIS MONIMENTUM.

Conditus hoc tumulo Vargas est, ille beatus

Qui rectum docuit ducere semper iter.

Hic iacet, inquam (ne dubites), venerabile corpus,

Attamen in superis spiritus eius adest.

Is mundi laqueos fugit, mundana reliquit,

Ut sese melius traderet ipse Deo.

O felix, et pulchra domus, quod digna fuisti

Quae caperes tanto corpus honore viri!

           Vos qui reliquistis omnia, et secuti estis me, sedebitis super sedes duodecim, iudicantes duodecim: tribus Israel. Matth. 19,[28].

     Dejó escrito una elegante relación latina de la vida de este varón apostólico el Maestro Juan de Pradas, sacerdote ejemplar, su confesor y compañero, que, con otros papeles, han dado materia a este discurso. Sacados del archivo de Utiel, donde con autoridad del ordinario se hacen informaciones de los milagros y vida, trátase de mejorarle de sepulcro, colocando decentemente el venerable cuerpo; premio debido a tan heroica virtud.

     El padre Maestro Juan Díaz, deudo y discípulo del padre Maestro Ávila, gozó de su lado muchos días; sacó de aquel grande original la copia de sus virtudes, con que adornó su alma; que tanto resplandecieron en esta corte, que las estimó y veneró como fue justo. Tuvo mucha parte en la fundación del hospital de la parroquia de San Martín. Recogió las epístolas y sermones y otras obras del padre Maestro Ávila; diolas a la estampa, con que enriqueció el mundo y pobló el cielo; ejercitóse en los ministerios apostólicos que se aprendían en esta santa escuela.

     Los que eran pone en una carta que escribió al padre Hernando de Vargas, su compañero y condiscípulo; hace memoria de los sucesos antiguos, como suelen los amigos que ha días que no se han visto. Servirá de su elogio, y de que se entienda cuál fue el espíritu de estos varones apostólicos, cómo iban a las misiones, y su modo y profesión de vida. Dice así el padre Juan Díaz:

           Pax Christi. Entendiendo que Nuestro Señor me hiciera merced, aunque yo no lo merezco, de haber visto y oído a vuestra merced, con lo cual me consolara más que con escribirlo, no he hecho esto más veces; y bien sabe Nuestro Señor el consuelo que mi alma tuviera en ver a vuestra merced, antes que me muriera, y así lo espero, que, aunque soy tan vil y pobre en su presencia, me ha de hacer esta merced.
     Dos cosas quiero decir a vuestra merced, que serán de su gusto. La primera es, que tengo un poquito de salud para poder decir Misa cada día, donde consiste todo mi consuelo, paz y riqueza. La segunda, que no nos güelen las manos a dineros, porque con tener un pedazo de pan para comer aquel día, todo nos sobra, y consumido lo poco que teníamos en la tierra, tenemos por hermana la santa pobreza, teniendo por gran dicha no tener que ver con el mundo, ni con la honra, y de que algún rato pensamos en aqueste tesoro, que se nos ha descubierto, alabamos a Dios y estamos contentos, teniendo el corazón en la tierra de nuestro descanso, y acordándonos muchas veces de la buena memoria de vuestra merced y santa compañía; la cual tomáramos ahora para acabar esto poco que resta, con que no fuera en Almodóvar del Campo, mas antes me holgara que fuera cerca de la mar, donde comiéramos algunas hierbas crudas o cocidas, o cáscaras de melones guisadas, como sabe vuestra merced solíamos en los tiempos pasados. ¡Oh pecador de mí, y qué vergüenza tengo de Dios y de sus ángeles, cuando me acuerdo de los años y días que gastamos con tanta hambre y sed, y trabajos, que sufrimos por predicar la palabra de Dios a los hombres, sin oro ni plata, y sin regalo! Nuestra comida eran hierbas campesinas, que las cocíamos nosotros, después de haber predicado y dicho la dotrina en la plaza y calles, y bebíamos agua del pozo de nuestra casa: y aun de esto sabe vuestra merced hacíamos escrúpulo, que nos parecía mucho regalo. A Dios sea la gloria por todas sus obras, que, castigada nuestra carne, nos era muy dulce lo que ahora nos parece, con la carga de la vejez, amargo. Por eso dijo muy bien el santo Desprecio del mundo: «Muchas cosas podríamos hacer ahora que somos mozos y estamos sanos, por amor de Cristo, que, cuando seamos viejos o estemos enfermos, no las podremos hacer. Grande locura es dejar lo que podríamos hacer hoy por amor de Cristo, para mañana, que ni sabemos si habrá mañana, o, si la hubiere, si la veremos nosotros; y si viéremos ese día, no nos faltará algún trabajo o dolor, o enfermedad, que sufrir por amor de nuestro Señor Jesús, que tanto sufrió por nosotros». Él dé a vuestra merced su gracia, para trabajar en su viña con perseverancia, hasta la hora postrera. Amén. Tu autem confortare in Domino, et esto robustus, et praeliare praelia Domini, opus enim ipsius operaris. Pax tecum. Amen. De Madrid, y de julio, 15, de 1589.

     Este fue el padre Juan Díaz; a este modo los demás discípulos.

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