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Asalto al humor. Azcona en La Codorniz y pueblo

Luis Alberto Cabezón García





No por todos conocida es la faceta de Rafael Azcona como humorista gráfico. La pequeña selección de textos, que acompaña a esta breve introducción sobre Azcona y el humor, pertenece a una época en la cual Azcona se ha instalado en Madrid -años 50-, y comienza su bohemia andadura - aunque como dice el propio Azcona, «nunca me sentí ni jugué al artista bohemio»1- por los más diversos trabajos, en busca de asiento definitivo. Un camino intenso, lleno de muchos encantos, que le hará descubrirse y, posteriormente, descubrirnos una variada muestra de su versatilidad en todos los campos que ha conseguido adentrarse.

Desilusionado, ya que «pretender la gloria literaria es un vano sueño adolescente»2, Azcona va a compaginar la poesía, esa pequeña «tontería inicial» que una vez empezó en su tierra natal, Logroño, y continuó tras las huestes de la tropa poética del aguerrido capitán Eduardo Alonso -cuyo cuartel de artillería residía en el Café Varela-, con su faceta de humorista gráfico. «Supongo que en algún momento comencé a convalecer del sarampión poético -secuela de un amor mal curado- y sin duda en la convalecencia le confesé a Mingote -asiduo del Varela- que antes de hacer versos, a los 15 años y desde Logroño, yo había enviado unas cosas a «La Codorniz», cosas que, naturalmente, no publicaron. Mingote me animó a probar suerte de nuevo. Y probé»3. Así empieza a desarrollar, en pequeños textos y dibujos, una visión fotográfica y analítica de la realidad que le rodea, en aquella necesaria revista -que lo fue- llamada La Codorniz. Esta revista de humor, cuyo primer número sale a la calle el ocho de junio de 1941 -firmando como director Miguel Mihura-, fue un gran referente cultural para todos aquellos que sentían necesidad de evadirse de la realidad imperante, de la dictadura franquista. También para aquellos que, como Azcona, pretendían desarrollarse en el terreno del humor autóctono. Así explicaba Azcona su entendimiento del humor y su estética entonces:

«-Yo no creo en el 'humor negro'. Pero sí estoy plenamente convencido de que el español tiene un sentido especial del humor, que yo trato do reflejar: Un humor patético, a veces cruel. ¿Quieres un ejemplo?

-Venga un ejemplo.

-Agustín de Foxá, en su libro titulado 'Ternura carpetovetónica' refiere una anécdota muy significativa. Se trata de un padre que está viendo una corrida de toros en compañía de su hijita de cinco años. La niña coge una gran rabieta y para consolarla y distraerla, va el padre y le dice: «No llores, tonta, mira como el toro le saca las tripitas al caballito»4.

Desde los primeros tiempos de la revista, caracterizados por un humor blanco, hasta una segunda etapa de la misma -con Álvaro de la Iglesia como director-, en la cual entra Azcona a trabajar allá por la segunda mitad del año 19525, la revista da un giro hacia un humor más realista, crítico y negro. Azcona comienza a observar desde el aire a los personajes -como el gran Valle-Inclán- y con la creación del repelente niño Vicente, para «ganar unas pesetas más y redondear mis ingresos como escritor» -en palabras de Azcona-, consigue describirnos y descubrirnos facetas muy nuestras, que sólo unos pocos personajes de la cultura española habían conseguido hacerlo antes: Cervantes, Quevedo, Goya y el citado Valle.

Azcona es ya un escritor lírico en clave épica. Esto quiere decir que, desde su sensibilidad, su experiencia, su conocimiento de la vida, su subjetivismo, narra lo que está fuera de él, la épica de la vida. Pero, al mismo tiempo, se narra él, porque es uno de sus personajes. Como los grandes artistas, se cuenta y se comprende él mismo, para luego comprendernos a todos, y viceversa.

En La Codorniz trabaja «como redactor toda la mañana, y como colaborador, un par de tardes a la semana»6. Hace del dibujo, literatura; y, posteriormente hará de las palabras, imágenes. Ya con la poesía inicial, ya en La Codorniz, ya en sus chistes diarios en Pueblo7, o luego en novelas y cine, Rafael es un autor muy poderoso, que ha impregnado de su personalidad todo aquello que ha requerido su atención. Su sello está impreso en las páginas más humildes de nuestra reciente literatura, y en las mejores. También en las páginas de La Codorniz y Pueblo dejó un rastro importante. Multitud es el número de dibujos y textos -con pseudónimo, como Azcona o, incluso, sin firmar- que llegó a publicar en ambas, y que ni él mismo recuerda. «Un día, cambiando de casa, eché a la basura todos los papeles que conservaba», sentencia Azcona. Algunos textos son: Reunión de vejetes, El inspector de tontos, La flauta, Longevo, Nuevo pobre, La minucia, Vida en rosa, Sobremesa, La vida en negro, Circunloquios, Acicate, La vida en verde, Avispas, El hombre que no se moría, El higo pródigo, Los baños, La vocación -uno de sus mejores relatos de esa época-, Extraño visitante, Carta a un nieto imbécil, Consejo a los pobres, Carta a un pariente pobre, Vida burocrática, Demente novel... En marzo de 1953, además de los cuentos, incluye tiras de dibujos que radiografiarán la realidad circundante de una manera divertida y crítica. Todo ello con un dibujo de trazo sencillo. Pero no será hasta el n.° 643 (14 de marzo de 1954), y durante dos años, en los cuales Azcona desarrolle en chistes y gráficos su gran creación: el Repelente Niño Vicente, quien pronto dejará impronta entre sus seguidores.

Iván Tubau recogió en su libro El humor gráfico en la prensa del franquismo8, estas palabras, que he creído conveniente reproducir íntegras dada la escasez de documentos referentes a esta etapa en la vida de Azcona:

«Pese a que Azcona manifiesta no estar nada orgulloso de su etapa como humorista gráfico, considero que su breve paso por esta especialidad fue importante. Ante todo fue el primero en demostrar en la España de la posguerra que no era necesario ser dibujante para ser un buen humorista gráfico. (Personas que no saben dibujar y cuyo humor es detestable las ha habido y las hay en abundancia).

»Además, su Repelente niño Vicente alcanzó un indudable impacto popular. Mero pretexto para las especulaciones literarias de Azcona, el niño Vicente era en verdad repelente. Preguntón, sabihondo, prosopopéyico y correctísimamente ataviado, era la reducción al absurdo del niño bien educado que Castanys hubiera considerado modélico.

»Precursor hispánico en cierto modo de la Lucy de Schulz o la Susanita de Quino, el niño Vicente era la antítesis de Mafalda, de Linus o del Daniel de Ketcham, o de los Zipi y Zape de Escobar. Anticontestatario medular cuando los futuros contestatarios apenas habían nacido, Vicente no destruía nada: pontificaba, dentro siempre de las normas consideradas como correctas por los estamentos más conservadores de la sociedad.

»Vicente, en realidad, no era un niño: era un padre, un maestro, un policía, un juez, un cura. Por su boca hablaba el más contumaz e inmovilista 'Establishment' ibérico: Vicente era el resultado lógico de una educación basada en el temor, la coacción y la hipocresía.

»Mostrar en los años cincuenta las contradicciones de un sistema educativo que conducía a la fabricación de pequeños monstruos repelentes como Vicente, mostrar como irremisiblemente antipático al niño que los maestros partidarios del palmetazo, la corbata y las dotes memorísticas consideraban ejemplar, señores, es un mérito que ni el propio Azcona puede regatearse a sí mismo.

»El pudibundo y moralizante niño Vicente era el portavoz de una España muy negra y muy pulcra que atizaba sus garrotazos sin perder la compostura y con absoluta corrección gramatical. En este sentido, los chistes del niño Vicente exhiben un humor tan negro y corrosivo como los cochecitos de inválido, los verdugos a sueldo o las mujeres barbudas del Azcona cinematográfico posterior».

El personaje del Repelente niño Vicente, su gran creación, está perfectamente definido en estas líneas, por lo cual toda interpretación al respecto sobra. En ese mismo libro, Tubau realiza una encuesta periodística a una treintena de profesionales del humor gráfico de postguerra, que llama HABLAN LOS DIBUJANTES (pp. 223-238). Son siete preguntas, de las cuales reproduzco aquí tan sólo las respuestas de Rafael Azcona:

1. ¿Cuáles son los dibujantes de humor españoles de la posguerra (en la especialidad denominada habitualmente «chiste») preferidos por usted, o aquellos que considera más representativos?

Tono, Herreros, Mingote, Chumy, Ballesta, Forges, Perich.

2. ¿Qué es para usted el chiste gráfico?

No lo sé, depende de cada caso. No tiene nada en común, excepto la tinta china, un dibujo de Ballesta con uno de Perich, o uno de Sempé con uno de Siné.

3. ¿Quiénes son los humoristas gráficos -españoles o extranjeros- cuya influencia reconoce usted en su propia obra?

Yo empecé a dibujar a fuerza de ver dibujar a Mingote: tomábamos café juntos todos los días.

4. ¿En qué medida cree que la existencia -hasta 1966- de la censura previa ha condicionado el desarrollo del humor gráfico español? ¿En qué medida le ha condicionado personalmente?

En la misma medida que a cualquier otro medio expresivo. A mí, ídem, ídem, ídem... que a cualquier colega.

5. ¿Hasta qué punto cree usted que dentro de los límites de la Ley de Prensa vigente puede el humor gráfico español desenvolverse normalmente? ¿Ha significado la citada ley un cambio sustancial respecto a la situación anterior?

No conozco la Ley. Tanto como cambio sustancial... no creo.

6. ¿Cree usted que el humor gráfico español posee unas características que le distingan dentro del humor gráfico internacional? En caso afirmativo: ¿cuáles serían dichas características?

Supongo que sí. Pero detallar, sin una reflexión seria y profunda, me inclinaría a dar una respuesta mostrenca.

7. ¿Cómo ve el futuro del humor gráfico español en la prensa?

El hecho de haberme jubilado como dibujante de humor me condena a cierta indiferencia sobre el fenómeno.

Son palabras de un Azcona, que está componiendo unas páginas en La Codorniz, en las cuales sorprende el ingenio con que nos muestra ciertos absurdos de nuestra vida cotidiana, en las que sus tristes poesías contadas tristemente han pasado aquí a tristes historias alegremente contadas. Su paso por La Codorniz es un buen campo de estudio para todos aquellos que no entienden cómo Rafael dominará la narración en sus primeros pasos en el cine; aquí aprende a contar historias, con principio y final y adquiere una práctica que le hará dominar la concepción espacio-temporal de sus historias.

Este camino por una revista que «no se dedicaba a llevar a sus lectores 'por el imperio hacia Dios', que era lo que hacían por decreto la mayor parte de las publicaciones periódicas»9 de la época, es recordado por Azcona con cierta nostalgia. Aunque siempre condicionada por la censura reinante, La Codorniz fue multada y suspendida alguna que otra vez y como dice el guionista riojano, incluso fue asaltada: «una mañana, al llegara la redacción, me encontré los archivos por el suelo, el número en preparación destruido, las máquinas de escribir quemadas con ácido, y atados y amordazados al botones y a la secretaria»10. Lejanos tiempos que no deben caer en el olvido, como no debe dejarse de lado el asalto de Rafael Azcona al gran campo de experimentación del humor que le ofreció su etapa codornicesca y sus variadas colaboraciones en el diario Pueblo.

A groso modo, más de medio millar de relatos en sus seis años y medio -deja de publicar a finales de noviembre de 1958- en La Codorniz, centenares de dibujos o chistes gráficos, que no hacen sino constatar su capacidad creativa y su buena desenvoltura en el campo del humor.

Como ejemplo de su buen hacer, incluyo una selección de relatos del propio Azcona11 que deben ser entendidos en el contexto de los años 50, y en los propósitos de distracción y crítica que la revista proponía. Además un par de artículos/relatos que fueron publicados a mediados de los años cincuenta en el diario Pueblo, que apenas difieren de sus publicaciones en La Codorniz.




Nuevo pobre

El hombre hacía lo que podía por disimularlo, pero se le notaba a la legua que era un nuevo pobre, por debajo de la ostentación que hacía de su mugre y de sus harapos olía que apestaba a jabón y a clase media; no iba a ser agradable dormir a su lado bajo aquel puente, pero opté por la resignación, virtud que la Divina Providencia, en su infinita bondad, nos ha otorgado con no menos infinita largueza a los pobres en general y especialmente a los de pedir.

Siempre me gustó aquel puente. Salvaba uno de esos pequeños ríos que fluyen a los pies; de los terribles pueblos encaramados en una loma, constantemente amenazados por nublados que no descargan nunca y en cuyas calles pedir limosna por el amor de Dios, más que un medio de subsistencia es un arriesgado deporte: las murallas lucen letreros que dicen En esta villa están prohibidas la mendicidad y la blasfemia, sus perros nacen ya adiestrados en el acoso y persecución del pordiosero, los niños tienen tal tino que donde ponen el ojo ponen la piedra, y los adultos te dan cinco céntimos -cuando te los dan- al mismo tiempo que avisan a la Guardia Civil para que esté ojo avizor, no sea que los dilapides en vicios.

Decía que a mí me gustaba mucho aquel puente. Era de piedra, que es de lo que deben ser los puentes -los de hierro tienen algo de prisión desolada y retumbante- y bajo sus arcos uno se sentía tan caliente como en el vientre de su madre en lo más crudo del invierno y más fresco que una lechuga en los ardores sofocantes del verano; qué delicia, fumarse la última colilla de la jornada mirando a las estrellas antes de buscar su cobijo para adormecerse con el rumor del agua.

Bien. Pues como decía, estaba yo disfrutando de esa última colilla del día cuando advertí que aquel desgraciado, en busca de un hueco entre los menesterosos que ya dormían, me echaba una ojeada de desprecio mientras gruñía entre dientes algo como Qué vergüenza, tener que soportar a estos advenedizos, sin saber que bajo mis harapos late el corazón de un piojoso con ascendientes mendicantes hasta la séptima generación.

No respondí a la provocación; me limité a escupir a los pies del recién llegado a la inopia, y seguí fumando en paz conmigo mismo y con toda -o casi toda- la Creación, porque resulta que nosotros, los indigentes de verdad, nos encontramos muy a gusto en este mundo y no somos partidarios de que nada cambie; nunca se sabe en qué puede parar una revolución, y siempre se corre el riesgo de que, sin comerlo ni beberlo, te coloquen en las manos un pico o una pala, que no sé qué será peor, pues nunca he probado a manejarlos.

Bueno, ya me he perdido otra vez. Esto de perder el hilo me pasa mucho, y en una ocasión -era yo muy joven, todavía tenía todo el pelo y todos los dientes- estuvo a punto de arruinar mi vida. Fue en un pueblo de Lugo y en primavera cuando una viuda con las tetas como cántaros correspondió a mis gemebundos ¡Una limosna por el amor de Dios! con media hogaza y una loncha de lacón, y yo, en lugar de agradecérselo con un Dios se lo pague -que era lo que convenía al caso- empecé a hablar del tiempo tan hermoso que hacía, y de una palabra a otra acabamos en un pajar en el que me desperté con la viuda hablándome de matrimonio.

Vuelvo al nuevo pobre: ya estaba yo a punto de conciliar el sueño cuando lo sentí en pie ante mi yacija, doblado el espinazo como una escarpia; era obvio que algún compañero de los que dormían bajo el puente le había hablado de mi rango en la escala de la indigencia, y el infeliz se deshacía en excusas: Perdóneme... No sabía que usted... Hay tanta confusión hoy en día entre las clases sociales... Me siento mortificado... Nada más lejos de mi ánimo que intentar ofenderle...

Pobre diablo. Sentí una gran piedad por él -no suele suceder que un pobre se apiade de nadie- y cuando se quedó sin aliento le di diez céntimos; luego, recogiendo mis pertenencias, fui a instalarme junto al otro lado del arco: el tipo olía demasiado a miseria para ser un verdadero miserable.

Y es que hay que nacer.




El hombre que no se moría

Cuando llegué a la casa, me enteré de que Pepe no había muerto todavía. La gente es así de informal. Un tipo se compromete a morirse en un momento dado: la familia publica la esquela y adquiere el nicho; sus amigos se visten de oscuro, en la calle espera el cortejo fúnebre... y el tipo no se muere. Un asco, un verdadero asco.

-¿Cree usted que tardará mucho aún? -pregunté al médico que, perplejo ante la extraña situación, se paseaba nervioso por el pasillo.

-No lo sé, no lo sé... Pero esto no es serio, no está bien... Uno tiene su trabajo y... en fin, que me está haciendo la pascua; llevo aquí dos días y no puedo perder más tiempo... ¡O se muere, o me voy!

El doctor tenía razón: hay cosas inadmisibles e intolerables. Aquello era una broma de mal gusto y no un sepelio decente. Le di una ligera palmada en el hombro y me fui en busca de la esposa del insensato Pepe.

La pobre mujer, vestida de viuda, estaba hecha un lío. No sabía qué hacer ni qué decir, ni qué pensar; muy lógico y lamentable. La animé:

-Valor, señora, valor... Ya sabe usted cómo es Pepe: siempre le ha gustado fastidiar a los demás... Pero esto acabará pronto; ¡se lo aseguro!

Entré en la habitación del agonizante y me acerqué a él.

-Pepe -le dije para empezar-: eres un bellaco. ¿A quién se le ocurre semejante cosa, hombre? -le reprendí con dureza. Propinándole un vigoroso bastonazo en el entrecejo, continué-: Abajo espera la gente. Está lloviendo y se impacientan. Tu médico va a volverse loco. Tu pobre mujer no puede llorar ni decir que eras muy bueno. Tus amigos estamos avergonzados. ¿Te vas a morir de una vez?

Me miró con humildad y asintió con la cabeza. Decidí seguir presionando:

-Has originado unos gastos y reunido a muchas personas. ¡El sepulturero no puede esperar indefinidamente! ¡Mucha gente espera para morirse, y tú estás estorbándoles! Vamos, vamos -me dulcifiqué- sé un caballero y haz un esfuerzo... Prueba a no respirar. Es muy fácil: como si estuvieras buceando bajo el agua...

Pepe apretó los labios durante unos instantes, pero abrió la boca en seguida. ¡Maldito imbécil! Le pegué dos o tres bastonazos en la cabeza y proseguí, vociferante:

-¡Eres un cobarde y un birria! ¡Me avergüenzo de ser tu amigo y estoy decidido a retirarte el saludo! ¿Es que no puedes morirte como un hombre? ¿Qué va a decir de ti la ciudad? ¡Tu nombre será el hazmerreír de todo el mundo...!

Todo fue inútil: Pepe, terco como una mula, seguía agonizante y sin decidirse a morir. Ni siquiera mi bastón pudo meterle en la cabeza el deseo de morir. Pálido y con los ojos entreabiertos, sin fuerzas ni para removerse en la cama, continuaba allí, tendido cómodamente, mientras los demás nos desesperábamos.

Tuve que salir de la habitación para consolar a su pobre esposa que, incapaz de resistir por más tiempo la situación, se debatía en una crisis nerviosa, sacudida por horribles convulsiones...

Abandoné aquella casa al anochecer: no podía aguantar más y además me esperaban mis ocupaciones. Allí dejé al pobre doctor ensayando sobre el imbécil de Pepe toda su ciencia.

Se murió tres años después, cuando ya había perdido vigencia todo: la esquela, el nicho, las pompas fúnebres contratadas, el dolor de su familia y la amistad de sus conocidos... Le estuvo bien empleado; por tonto.




El higo pródigo. drama pequeñito

 

La escena representa un jardín y una casa. En la casa hay un hombre y una mujer: el matrimonio Viniegra; en el jardín una higuera. En el matrimonio hay un gran amor: en la higuera un pequeño higo. Salen de la casa Vicente y Lola Viniegra, que se acercan al higo.

 
Lola
-Vamos a ver nuestro higo,
querido esposo Vicente.
¡Míralo qué sonriente...!
¡Que lo mires, hombre, digo!
Vicente
-Ya lo veo, ya, caramba,
bien orondo y reluciente...
¿Quiere mi higo una gamba
o prefiere un mondadiente?
Lola
-¿Lo regaremos un poco
para que engorde el bribón?
Vicente
-¡Dale, dale el biberón
mientras yo lo beso un poco...!
 

Riegan y besan el higo. Luego, Lola le toma medidas para hacerle un gorrito de punto. Cantan unas canciones al higo y a la higuera y se vuelven a su domicilio. Como en el teatro no hay telón, el entreacto se improvisa colocando en el escenario un cartel que pone: «PUEDEN SALIR A FUMAR LOS QUE LO DESEEN». Los que lo desean y salen se pierden la fuga del higo, que cruel y desagradecido, abandona la casa paterna para lanzarse como un insensato al torbellino de las pasiones.

 
 

Cuando se reintegran a sus butacas los que salieron a fumar y a decir que el drama es muy malo, entran en escena Lola y Vicente Viniegra, que al no ver a su higo, dicen:

 
Lola
-¿Dónde está el higo, pregunto?
¿Dónde está el higo, responde?
Vicente
-Eso digo yo, ¡qué dónde...!
¿Estará acaso en Sagunto?
Lola
-Se ha marchado, de seguro,
para lanzarse a la orgía...
Mi sangre se queda fría...
¡Aún no estaba maduro!
Vicente
-Lloremos con desconsuelo,
mi queridísima Lola...
¡Se fue sin decirnos «hola»
después de tanto desvelo!
 

Lloran durante muchos años. Cuando ya peinan canas y tienen los ojos secos de tanto lagrimear, vuelve el higo. Viene hecho polvo; más bien parece una breva por lo pachucho y descolorido que está. Se acerca silencioso y cabizbajo al matrimonio y llora amargamente hasta que es escuchado y visto.

 
Lola
-¡Higo mío, higo mío,
quien te ha visto y quien te ve;
antes tan gordo y tan pío
y ahora hecho un canapé!
Vicente
-¡Fuiste un ingrato, higo...!
pero, ¿qué vamos a hacer?
Si te damos a un mendigo
no te volvemos a ver.
Lola
-¿Lo perdonamos, Vicente?
¿Le coloco aquel gorrito?
Vicente
-¿No dirá nada la gente?
¡Fue terrible su delito!
Lola
-Vamos, hombre, di que «sí».
Vicente
-Bueno, bueno... Digo «sí».
 

Se abrazan todos; el higo recibe su gorro; cantan, danzan, y para celebrar el regreso del pródigo se comen una paella.

 


El teatro, esa heroicidad

Si la laureada de San Fernando pudiera concederse así como así, hace ya mucho tiempo que la tendría clavada sobre su heroico tórax esa heroicidad cotidiana y permanente que se llama Teatro.

No afirmo esto a humo de pajas. Estoy documentadísimo. Y usted, simpático lector que acaso tilde de peregrina mi aseveración, también lo está. O, ¿es que usted no se ha enterado de que el Teatro, como si fuera el Gobierno francés, está siempre en crisis? ¿Es que ignora que sobre su macerada humanidad se han cebado, uno tras otro, tan implacables y poderosos enemigos como son el cine sonoro, los espectadores catarrosos, las casas de banca, el cinemascope y la debilidad económica congénita de la masa que podría llenar los coliseos?

No; usted no ignora nada de esto, guapísimo lector. Y debía bastarle este conocimiento de las penas del arte de Talía para compadecerle y conformarlo de cuando en cuando, «retratándose» en la taquilla. Como al parecer esas dificultades existenciales del Teatro, a usted, plin, yo voy a asomarle a otros sufrimientos que el Teatro padece y supera a fuerza de heroísmo. ¿Quieres usted encantado lector? ¿Sí?

Hablemos, en primer lugar, del heroísmo de las empresas. ¿No sabe usted que las empresas de Teatro hacen algo que ninguna otra empresa haría jamás? Sí, hombre... Regalar vales como quien lava. Si quiere convencerse, pásese por cualquier local y, con el más estúpido de los pretextos, pida un palco o seis butacas. Se las darán; puede usted estar seguro.

Vamos ahora a los autores teatrales, que tampoco son mancos a la hora de echarle valor a la vida. El autor dramático escribe una obra y exactamente en el mismo momento que la termina, comienza a padecer como un disciplinante. Esto no suele ocurrir en ninguna otra profesión: la terminación de la obra coincide con el instante de la felicidad; ahí tiene usted, por ejemplo, al señor que construye una casa... Apenas le pone el tejado empieza a cobrar los traspasos y darse la vida padre. El autor, por el contrario, suda en los ensayos, tiembla en las vísperas del estreno, se ahoga en tila antes de levantarse el telón y es agitado por horribles convulsiones mientras se representa por primera vez su obra. Y todo esto, ¿para qué? Pues para que, a lo peor, el público le invite a salir a saludar para llamarle bestia y arrojarle un tomate. Un novelista, por ejemplo, puede escribir la más horrible de las narraciones, sin que nadie se congregue ante la puerta de su domicilio a insultarle.

Pasemos ahora a los actores. Ahí los tiene usted, dedicados a divertir a los demás y pasándolas moradas a cada dos por tres. Unas veces es la falta de contratos... Cualquier ser racional, enfrentado con ese fenómeno, optaría por opositar a cualquier cosa que le diera de comer con cierta regularidad. El actor, no; el actor puede vivir sin contratos, pero fallecería de no tener la ilusión de esperarlos. Él sigue erre que erre en su puesto, esperando sin enfadarse, conservando su tono, sacándole brillo a su vocación sobre el diván de un café... Pero ocurre, además que aún contratado, el actor disfruta de una vida que ya, ya... Aparte de que ha de repetir dos veces diarias y con aire convincente su papel, sucede que el actor sufre horrores por mor de eso que llaman «vanidad» y que seguramente es sólo orgullo... Un día le disminuyen una pizca el tamaño de su nombre en los carteles; otro, un compañero le pisa un «efecto» y le hurta una ovación; otro le acorta unas frases en su papel... Y todos, todos, han de meterse siete u ocho horas en el teatro como si fueran vendedores de bombón helado, mantener en estado flamante su frac, su esmoking, sus trajes de tarde y de mañana, su voz y su talante...

De verdad, queridísimo lector... Ya que al Teatro no se le puede conceder la laureada que se merece, ¿por qué no le otorga usted de cuando en cuando esa otra condecoración tan mona que es el precio de una butaca?

NOTA IMPORTANTE: Esta sección de Pueblo se llama «Pierda usted el tiempo con nosotros». Hoy me ha tocado perderlo a mí con usted, porque usted, distinguido lector, seguirá yendo al fútbol, al cinemascope y a esas cosas, ¿A que sí?

MISIVA ABIERTA A UNA SEÑORITA RUBIA

Mi rubia señorita: He recibido su carta y me he puesto más contento que unas castañuelas, como vulgarmente se dice, aunque decir que unas castañuelas son alegres es una estupidez como la copa de un pino. Me dice usted que no tiene inconveniente en sustituir la mosca que se murió, y de la cual he hablado en este mismo pedazo de periódico, y mi corazón, impresionadísimo ante su gesto, no sabe qué hacer: si ponerse a tocar el tambor ante mis costillas o si quedar en silencio para siempre.

Sin embargo, yo no puedo decirle que le acepto como mosca. Le explicaré por qué... Me gusta explicarlo todo. ¿sabe?

En primer lugar, mi mosca me dejaba leer el periódico. Esto es muy importante: las mujeres -incluso las señoritas rubias- odian ferozmente el periódico. No comprenden que un hombre tenga la necesidad de enterarse de si se ha muerto su sastre o de si le ha tocado la lotería a algún amigo de la infancia, y apenas el hombre se enfrenta con la letra impresa, las mujeres, como si en ello les fuera la vida, empiezan a dar la lata diciendo que si ya no se las quiere, que si bien tontas han sido, que si le importan al hombre menos que un papelote, que si tal que si cual, resultado: el hombre no se entera de nada.

En segundo lugar, mi mosca no tenía la pretensión de que la llevara al cine. No hay ni una sola mujer que pueda pasarse sin verle la nariz a Gregory Peck. Usted, seguramente, me obligaría a sentarme en una butaca dos horas y, a lo peor, hasta me obligaba a que de vez en cuando la mirase profundamente a los ojos. Yo, señorita rubia, soy incapaz de mirar profundamente a los ojos de nadie en el cine, porque en el cine no veo nada que no sea la pantalla. De las tortitas no hablemos.

En tercer lugar, mi mosca jamás me habló de sus trajes ni de los de sus amigas. Las mujeres -incluso las señoritas rubias- se pasan el día dando la lata con el canesú, con el bodoque, con el ranglán y con el entredós. Yo, francamente, me aburro mucho oyendo esas cosas. A mí lo que me divierte es que no me coloquen discos.

En cuarto lugar, mi mosca nunca se preocupó de regañarme porque a mi traje le faltase un botón o porque yo no llevase bigote. Ella me aceptó tal como soy... Las mujeres, en cambio, no me han aceptado nunca en mi versión original... Las pocas que se han acercado a mí, manifestaron siempre un entusiasmo tremendo a la hora de tratar de reformarme... A unas le dio porque me peinara con raya en medio, a otras porque caminara erguido, a otras porque fuera más alto, a otras porque tuviera más dinero... ¿Cree, sinceramente, que usted podría vivir sin tratar de cambiarme algo?

En quinto y último lugar, mi mosca no me habló en ningún momento de matrimonio. Las mujeres, señorita rubia, le hablan a uno de «eso» apenas toman confianza... Y la toman demasiado pronto. De verdad.

No vaya a creer -considerando lo que acabo de explicarle- que yo soy un imbécil de esos que dicen que las mujeres son francamente malas. No. Yo lo único que digo es que las mujeres no son moscas. Y yo lo que tenía era una mosca... Como comprenderá, a poco que se mire al espejo, usted tampoco es una mosca.

En fin, que es usted un rato simpática y que yo le agradezco mucho su amabilidad y buenas intenciones; reciba el más rendido besalospiés de su seguro servidor, y no engorde.

Este que lo es.





 
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