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Chulifeas fronteras

Cuentos


Justo S. Alarcón






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Preámbulo

Sí, ciertamente no hemos completado un ciclo literario. Sin embargo, bien podemos decir de un comienzo impetuoso en que la Literatura Chicana desborda sus posibilidades. Tal realidad es palpable en las obras que se suceden mostrando la entraña de nuestro microcosmos chicano.

Ahora es Justo S. Alarcón, quien muestra una colección de cuentos que enriquecen y dan solidez a nuestro mundo de las letras. Pero ¿quién es Justo S. Alarcón? Es un señor profesor ampliamente conocido y que, entre sus muchas actividades, tiene en su haber la dirección de La Palabra, revista ésta en que se hurga y analiza la obra literaria chicana.

El humanismo, el conocimiento y el talento artístico se hermanan en este caso para ofrecernos un libro cuajado de imágenes entrevistas desde una gran variedad de ángulos. La prosa y los conceptos de Justo S. Alarcón emanan energía. En un juego en que fluyen personajes enteros, siluetas y sombras imprecisas, en contraste con detalles de luz suaves o encandilantes, nos llegan con impacto las letras de Alarcón.

La frontera, entre Estados Unidos y México, es el escenario donde se fincan las historias que narra este autor. Una frontera donde las alambradas y los ríos son un contenimiento vano, y donde se entrecruzan, se funden, chocan y se repelen hombres de razas y culturas diferentes. Donde el dominio y la opulencia que se dan en los poderosos de ambos países contrasta con la miseria y el dolor humanos que deambulan en pasos de seres cargados de rencor, que se niegan a perecer por el hambre. También el racismo y el espíritu esclavista muestran su animalidad en caracteres y situaciones, que recrea Alarcón, con una inventiva que erige relatos a base de estrictas realidades.

Una tras otra se suceden las metáforas con que Alarcón borda su prosa. Bellas y terribles como puños de fuego, encuadran rostros, paisajes y estrellas. En estos cuentos el autor va más allá del mero poder del lenguaje, para decirnos con imágenes del odio ancestral con que el racista teme a la «contaminación» por el contacto de pieles oscuras, y cómo, en su perversidad, se incuba su propia derrota. Johnny busca a Juan desesperadamente por un sendero de «cuadriláteros»; lo busca para entregarse en una sola moneda... El crimen y la vileza, instigados por el odio, tropiezan con la pasión de la venganza, que se cobra cada ofensa en un «ojo por ojo...». El «número 6» , como una estrella, se ciñe y se multiplica, ya es una flor, ya una fuente o el trazo sextuplicado de un estigma. «El puente», pavimentado con ilusiones, trágico y vital, como la piel que une a dos hermanos siameses.

En este libro, Justo S. Alarcón, nos dice de la vida a través de la frontera, nos deja deslumbrados, meditabundos, con una esperanza que se prende a lo más entrañable de nuestra humanidad, por eso, porque prevaleceremos contra toda adversidad.

Con este libro se levanta un peldaño más de ésta nuestra Literatura Chicana, que es tan real como la presencia de veinte millones de chicanos a lo largo y a lo ancho de Aztlán.

Miguel Méndez M.

Universidad de Arizona

Tucsón






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Contaminación

-Ya hemos llegado.

Habíamos pasado media hora encerrados en el auto como en un gallinero. Enjaulados, en otras palabras. Eran casi las cuatro de la tarde de un verano infernal. Traíamos la ropa empapada. Cualquiera se hubiera creído, con razón, que éramos «mojados», porque, en realidad, estábamos mojados.

Un ser, vestido de uniforme, y después de hacer unos garabatos con los dedos detrás de una vitrina, se agachó a la altura de la ventana, que traía yo abierta, y preguntó:

-What country are you citizens of?

-U.S.A., -respondí yo en nombre de todos.

Naturalmente, había dicho sólo parte de la verdad. Pero, este asunto de la «verdad» y de la «no-verdad», de la verdad total y de la verdad parcial, todo este asunto es muy relativo, como todo el mundo sabe muy bien. En realidad, y esta es la pura verdad, es que tres éramos de origen latino, es decir, racialmente latinos. O, para decirlo más claramente, cafecitos, nacidos en U.S.A. Solamente había un pasajero, mujer para más señas, que no era prieta. De hecho, la muchacha era de pelo muy rubio, de tez blanca y de ojos azules claros. Parecía el prototipo de Ms. U.S.A. Sin embargo, daba la casualidad, y esto era la verdad, que había sido parida en Alberta, Canadá. Se había colado a México por U.S.A., y volvería a hacerlo, tenía que hacerlo, a la inversa.

Los ojos de Roy Bunker (y Bombilla), el que se escondía debajo del uniforme, se posaron dulcemente sobre la cabellera de la pasajera. Después de contemplar los dos luceritos azules, sus ojos se cernieron sobre las caras prietas. Escogió a una hispana para comenzar el interrogatorio.

-Where are you from?

-Texas.

-What part of Texas are you from?

-Amarillo.

-Amarello, you mean.

-I suppose.

-...

-And you? -mirándome a mí.

-Arizona.

-What part?

-Marrana.

-Funny name. Never heard of it.

«Casi nadie sabe en donde está, pero la mayor parte de ustedes debieron haber nacido allí», dije para mis adentros. Aunque no me oyó, pareció haber sentido el flechazo que le atravesó la sien. Me clavó la mirada como lo hiciera la púa de un puercoespín. De pronto, dirigió la vista al tercer pasajero, una chicana nacida en Nuevo México.

-Where are you from?

-New Mexico.

-Where abouts?

-Deming.

-Don't you «damn» me, you Mesc. I'm asking you: where from New Mexico?

-I've told you, Deming. D... E... M... I... N... G...

-And your parents?

-They were born in Deming. And if you want to know more, my grandparents and my great-grand-parents were all born in Deming, New Mexico.

En este momento, el que llevaba el uniforme, parecía un pedazo de carne al rojo vivo. Después de habernos señalado con el dedo para que continuáramos nuestro viaje, se metió en su cuchitril, como perro malhumorado y desconfiado. Consultó el reloj. Marcaba las cuatro de la tarde, hora en que se le terminaba el turno. Ya estaba otro compañero de fatigas esperando para relevarlo. Parecían perros-policía, alemanes, de narices entrenadísimas para olfatear fronterizos.

Se quedó sentado en el cuchitril, abatido y pensativo. «Que nació en Deming, que sus padres, grand-parents, great-grandparents... Pura shit. Llevo veinte años en este pinche trabajo. Día tras día tengo que fijarme que no pase ningún mojado. Aunque llevo veinte años en el oficio, todavía no puedo distinguir quién es de este lado y quién es del otro. Todos se parecen: prietos, mugrosos, hambrientos, traicioneros... Hubiera querido ser patrullero mejor. De este modo pudiera limpiar esta tierra contaminada ya por la epidemia. Si nos descuidamos, hasta nuestra gente será contaminada. Y si no, ¿qué se traían con aquella cara de nácar y ojos azul-cielo que venía con ellos en el carro? Así se comienza la degeneración...». En este momento se acordó de su dulce esposa. Se levantó y se metió en su carro. Lo puso en marcha y, por la ventana, le aconsejó al suplente que azuzara el ojo...

Ya en camino, no dejaba de fijarse en el color de las caras de los transeúntes. «¡Cuántos de éstos pertenecerán en el otro lado! De hecho, ¡todos debieran irse para el otro lado!». En su cabeza de aduanero se formulaban muchas preguntas. También se le venían soluciones. Verdaderas soluciones, y no soluciones parciales. «Porque, no cabe duda, que mi trabajo y el de mis colegas, como el de los patrulleros y el de los rinches, no es una solución perfecta. La solución perfecta sería hacer un intercambio. Que toda esta ralea se canjeara por los blancos que se encuentra allá, del otro lado. Eso es: un intercambio». Pareció sonreír de satisfacción al concebir tal sueño. Pero pronto se le arrugó el ceño al pensar que, a semejanza de ciertos pájaros que se escapan de la nieve norteña, estas cucarachas famélicas buscan saciar la tripa. «La única solución», pensó, «la única solución la tienen los chinos y los comunistas: poner una muralla bien alta, bien larga y, sobre ella, una alambrada eléctrica, no una mierda agujereada como la que tenemos ahora. Esa es la solución», repitió varias veces, satisfecho de su descubrimiento. Pero eso ya lo había pensado muchas veces antes, en sus veinte años de servicio a su Patria.

Llegó a casa en el momento en que su esposa se disponía a comenzar la cena. Le dio un beso, le cogió la cara entre las manos, le miró en sus ojos azules y... la contempló por un momento, quedándose silencioso... Había visto otros ojos iguales momentos antes. Se sentó en su sillón, abatido. Sentía un cosquilleo, un escalofrío en todo el cuerpo. Se echó una mano a la frente y se la frotó, como para espantar una molestia, una confusión, como para poder ver claro. Una pesadilla se estaba apoderando de todo su ser. Le pidió a su esposa una cerveza. Se la trajo. Notó ella, como muchas veces antes, que estaba cansado. Se la dio, lo besó en la mejilla y le dijo:

-Toma y descansa un poco. Mañana será otro día.

Le dio un sorbo a la cerveza y tomó el periódico, The Frontiersmen, en sus manos. Cuando ya había leído las principales noticias del día, una carta al editor le captó la atención. Decía:

... these people (Mexicans) are in this country for the only purpose of robbing American citizens of jobs and financial benefits. At the risk of sounding prejudiced, which I am not, these people bring disease across the border, such as syphilis and AIDS. In addition, many Mexican women cross the border just in time to give birth to their children in U.S.A. No, I am not racist, I merely believe that American citizens, starving to death in many instances, this filtration of criminals cannot be tolerated. One should protect our American citizens, not those who cheat and abuse our country's integrity.

«Tell them, boy, tell them. Gente como ésta, que escribe tan bonito, hace que mi trabajo se haga más llevadero y que se sienta uno más importante, más hombre, más digno». El breve entusiasmo se le nubló, como un relámpago. Le miraron los ojos azules de aquélla que iba en el asiento de atrás, cogiéndole la mano a aquel mantecoso. «¿Por qué tienen que ocurrir estas cosas?», se dijo. «Es lógico y está claro que si Dios y la Naturaleza lo quisieran, que si fuera natural, la diferencia de razas no existiera. Existe. Luego, no es natural...». Se sintió satisfecho de su irrefutable lógica.

Mientras le estaba dando vueltas a este asunto, y besos a la botella, se le venían recuerdos muy lejanos que los creía olvidados. Los rechazaba siempre como indignos de sí, de su decencia y de su honradez. Pero subían, como culebras ensortijadas, de lo más íntimo de su ser. Se acordaba de cuando era niño, de cuando iba a la escuela. Por una casualidad, o por un destino negro, no sabía exactamente, había ido a la escuela de un barrio en la frontera. Parecía accidente y, al mismo tiempo, natural. Por qué no. Su padre había sido aduanero y, para desempeñar ese trabajo, lo más natural era vivir entre esa gente, convivir con quien tendría que tratar y ver diariamente. Esto era necesario, porque «uno nunca sabe qué trucos puede hacerle a uno esta gentuza».

Pero no era esto lo que en el momento presente le picaba en la oreja. Era lo que desde niño le venía molestando. Como un zancudo, a la hora del primer sueño, le zumbaba en los oídos, giraba en torno de la almohada, dejándole como una silueta negra de diablillo encanicado. Era el recuerdo que le hundía el aguijón en la entretela del cerebro, y cuyo veneno le llegaba al corazón. Le daban sobresaltos. A veces chillaba y pataleaba en la cama como niño del que se apodera un fantasma. Eso tenía que ser, un fantasma.

-Daddy, is it true that your grandfather chingó a una Mexican squaw?

-Sonny, why do you say that?

-'Cause Chito told me that I too am a greaser!

-Don't you pay attention to those sons-of-bitches!

-That is what I told him. Besides, I said to him: 'Look at my eyes. Can't you see the deep blue, pure blue, clean blue?' I said that to him, 'pa, as you told me.

-Smart boy, Roy, smart boy.

Las palabras de su padre, y la convicción y fuerza con que las decía, le brindaban al muchacho la dinamita necesaria para imponerse en sus discusiones y peleas con sus compañeros de escuela. Pero éstos lo habían oído y, como disco rayado, se lo cantaban siempre que al caso venía. Esta música, como zumbido, le asaltaba en muchas noches tormentosas.

La esposa había terminado de hacer la cena y lo llamó a que se sentara a la mesa. Se levantó sobresaltado de su sillón como si hubiera despertado de una horrenda pesadilla. Trató de calmarse, pero su esposa había notado la inquietud que sacudía a Roy.

-It's bothering you again, ha...?

-I would wish you wouldn't comment on that.

-Right, but since we've got married I have been noticing something I'm waiting for you to tell me. What's bothering you?

-It's an old and not so old story, and I would prefer to leave it at that.

-O.K.

Durante la cena escucharon las noticias. Un Parte Especial dejó a Roy con el tenedor de su mano izquierda apuntando hacia la boca, y un pedazo de carne pringante atravesado en la punta del tenedor que, en lugar de caer en la boca abierta, le goteaba en el pantalón. El Parte decía:

Two border patrolmen chased one dozen Mexican Nationals back across the bridge. It is said that one of them jumped and fell on the riverbank before our boys could save him.

No se había percatado todavía de que entre las piernas le había caído un goterío de grasa sanguinolenta y toruna. Tanto era el placer y la distracción que se apoderó de todo su ser. Entre dientes mascullaba: «Si yo fuera, habría acabado con los doce..., con todos». La esposa le insinuó que mascara carne y no palabras. Cuando ya estaba terminando de comer, se dio cuenta de que en la confluencia de las dos piernas tenía un lamparón, una mancha de grasa. Se levantó, tiró el tenedor contra el suelo y sermoneó: «Shit! Grease all over! Grease in my food, grease in my legs, grease on the bridge...». Se fue a su pieza echando fuego por la boca. Una idea fuerte le asaltó el cerebro. Se acordó de cuando era joven, recién nombrado aduanero. De aquellas noches que tenía libres y que las aprovechaba para irse al otro lado, a pasar algunos ratos de desahogo, y de cuando sentía, ya de vuelta, algo como grasa en los calzones.

Tuvo que quitarse el uniforme. Cosa inusitada, porque se lo dejaba siempre puesto, con pistola y todo, hasta que se acostaba. Con el uniforme puesto todo el día se sentía más patriota, más digno, más seguro. Pensaba que en cualquier momento podría hacerle falta toda esa indumentaria. Después de todo, había tantos seres corruptos en esta sociedad, indeseables. Hasta su vecindad ya no era la misma. Desde hacía unos cinco años comenzaban a anidar pájaros de diferentes plumajes en los alrededores. Venían circundando, rodeando, apretando y casi ahogando a los propietarios de antigua y distinguida estirpe. Se acercaban en parvadas, como enjambres de animaluchos que buscaban comida. Los veía acercarse, se sentía apretado. Por eso tenía que estar prevenido en todo momento. Temía que, como cucarachas, se le fueran a meter en casa.

Esa noche estaba cansado. La cabeza le ardía. Después de apagar la luz de la cabecera le dio el beso de «buenas noches» a su querida esposa. Esta se enterneció y le correspondió con otro muy cariñoso. Le pasó la mano por la frente, por la barbilla y por los labios. Los aproximó y, muy delicadamente, le prodigó un beso sensual. Poco a poco se le fueron evaporando las ideas pesadas que últimamente, pero sobre todo ese día, le venían acuciando. Casi sin percatarse de ello, la mano derecha se había extendido y encorvado sobre el firme y anacarado muslo de su amada y joven cónyuge. Lo sentía caliente, liso, casi escurridizo. Deslizaba la mano lentamente, saboreando aquel encanto que, a pesar de haberlo hecho tantas veces, todavía se le antojaba nuevo, inexplorado. Se movía la mano automáticamente, sola, como por resortes internos, ajena a su dueño. Le parecía haber perdido el control sobre ella. Una palma, cinco dedos; una panza, cinco patas. Se paseaba como un bicho, como un alacrán, listo para picar. El camino se ensanchaba, el animal crecía. Se estiraba, se encogía, se allanaba. Subía por la vereda dirigiéndose a la fronda, a la foresta. El sendero era ancho, ascendía. Parecía una loma pelona, caldeada por el trópico. El animal, la araña, subía, trepaba, se deslizaba. Había que llegar al bosque, a la sombra, a la telaraña. El descenso fue rápido, el camino estaba liso, sudoroso, casi grasoso. Se internó en la foresta. Era todo oscuro, casi negro. Las lluvias torrenciales habían dejado mojada la flora. Árboles como enredaderas ensortijadas crecían, se retorcían, se enmarañaban. Allí, al fondo, parecía un lago; a veces semejaba tierra movediza, a veces aceite, grasa. Una boa, la boa, estirada en toda su longitud, se iba a lanzar. Con el cuerpo policromado, la cabeza hinchada y la boca abierta, se iba a tirar. Estaba lista. Pero... vio el terreno movedizo, como una balsa de aceite, de grasa, y se detuvo.

Se levantó bruscamente y se fue al baño. «What is the matter, Honey?», le preguntó ella. «Nothing. Go to sleep!» fue la respuesta seca y tajante. Había ido a lo que tenía que ir. Eso era todo. Se lo lavó con jabón, como lo había hecho antes tantas veces. Se volvió a cama. Trató de dormir, pero la idea persistía, le oscurecía la mente. «Si cuando era joven todo me parecía sencillo. De jóvenes siempre somos así. Nunca pensamos bien las cosas. Se apresura uno y jamás se miden las consecuencias. Muchachas baratas, pues uno no tiene dinero cuando es joven. Ni para qué le va uno a pedir a su daddy. Hay que ahorrar unos cuantos centavos por mucho tiempo para jugárselos en unos minutos. Y esto con las muchachas baratas, de allí, del otro lado. Si todavía me acuerdo de cada vez, de cada fin de semana, sobre todo de la última. Todo estaba oscuro. Abrí la puerta, la gramola tocaba, descansaba, tocaban los músicos, descansaban, bebía un trago, descansaba, bebía otro... Se acercaban a mí, no sabía ni qué edad tenían, "un pisto, mister, y nos la llevamos suave", otro trago, unas manos oscuras, por la luz o por la piel, nadie sabe, se subían por el pescuezo como arañas, se metían por las orejas, escarbaban dondequiera, en el pecho sentía calambres, se metían por debajo de la camisa, la camiseta, las tetillas, "otro vaso, please, y otro para mí, ya verás qué bien te vas a sentir", tocaba la música, se mecía se retorcía como chango como culebra se entrelazaba "vamos ya que me caigo no se ve aquí merito está la puerta" la media luz suave placentera "que me caigo" "cáete ya no importa" me caí. Sentía como una cama suave tibia con altos y bajos caliente las manos llenas como agarrando colinas se mecían se escapaban se volvían a encontrar. La pieza giraba daba vueltas se alargaba dejaba estela una caverna dos cavernas todo daba vueltas se retorcía en el aire en el fluido como péndulo como badajo de campana el tiempo pasaba marcaba los segundos con vaivén de pistón como un surtidor. El péndulo dejó de existir la campana se oqueó la fuente se estancó la caverna dejó de girar. Todo tranquilo. La pieza se ilumina, la caverna sigue negra, el agua estancada, putrefacta; las colinas cubiertas de cieno, de barro, montañas con sombrillas color café. «You Mexican bitch, you contaminated me». Se fue al baño, se frotó con jabón, se vio varias veces. «¿Se me puso prieto?». Otra enjabonada. Sus ojos parecían habérsele pigmentado, todo lo veía oscuro. Juraría que sus pupilas, sus ojos, sus canicas blanquiazules se le habían metamorfoseado. Se enjabonó por última vez y se fue. «Here, you, greaser». Le echó al suelo un par de papeles, como dos huesos roídos a una perra. Ella, como india acosada, se quedó por un rato acurrucada. Vio los dos billetes, los contempló y les disparó un gargajo. «¡Qué se cree ese pinche gringo! ¿Que yo soy una puta, una perra? Trabajo como sé, con dignidad». Se enderezó, se puso delante del espejo ¡y se contempló!... Se creyó soberbia, bien hecha, apetecible. «¿Qué se cree ese cabrón de gringo? Lo que pasa es que lo parió su marrana madre anímico, albino, a la sombra».

Por eso no le había contestado a su esposa. Simplemente le dijo: «Nothing. Go to sleep!». Contaminar a su esposa pedigree, no podía ser. La naturaleza así lo dispuso. La contaminación significaba regresión. «Si yo lo hubiera hecho», se decía, «quizás hubiera contaminado las cosas, quizás hubiera salido una criatura híbrida, quizás... Se le ahogó el pensamiento en la garganta, en el cerebro. Le daban vahídos, le entraban ganas de vomitar. De pronto le asaltó el recuerdo: «Aquel marrano, en el asiento de atrás, que tenía la mano derecha puesta en el muslo de aquella jovencita de ojos azules y pelo de oro. Aquel marrano la habrá contaminado ya. Se habrán tendido, se habrán juntado, se habrán contamin... ¡No puede ser!». Se le escapó el grito.

-Wake up, darling, -le dijo la esposa de ojos azules.

-I'm not asleep.

-Then, what seems to be the trouble?

-That marrano.

-What?

-That Mexican greaser is prostituting our purity.

-Nonsense.

-Nonsense? How would you like that greaser to come to my house and...

Una corriente eléctrica le pasó por el cuerpo. Sentía la sien palpitar y todo su mecanismo salirse de quicio, descoyuntarse. «Imposible de toda imposibilidad. Eso va contra la Naturaleza. Además, para algo tengo yo mi uniforme, mi pistola. Para salvaguardar el honor impuesto por la Naturaleza». Y añadió: «Hijo de su chingada y marrana madre. Si algún mantecoso se acerca a mi puerta le vuelo los tanates y todo lo que con ellos va!».

Esa noche no pudo dormir. Se levantó temprano. Encendió la luz. Se hizo una taza de café y se la trajo para la cama. Se sentó en la orilla, junto al cuerpo de su esposa, que reposaba como un pan recién salido del horno. Parecía una Magdalena, con el pelo caído por el hombro, como sortijas de oro sobre los senos. Vio que uno de los pechos se asomaba por entre la cabellera rubia. De nácar era, rematado por un pezón rosado, semejando a un botón que va a reventar en flor, en rosa. «¡Qué diferencia!», se dijo. «¡Qué diferencia si despacio y atentamente se ven y se comparan las cosas! Aquélla que me contaminó y ésta a quien no quiero contaminar. Esta no necesita enjabonarse, frotarse. No está contaminada. Es casi una virgen. Qué felicidad, duerme como un ángel... Y aquella otra..., contaminada. Se le habrán puesto las chiches prietas. Sus ojos verán turbio. Dará a luz un monstruo de la Naturaleza. Puerca, marrana, cochina». Mientras devanaba estos pensamientos, le daba sorbos al café. De vez en cuando clavaba la pupila azul en la taza. Lo veía todo oscuro, una balsa de agua mugrosa. Le gustaba, le fascinaba, se le iba la pupila, la enterraba en ese pozo misterioso, enlodado, sin fondo. De repente se acordó de aquella noche, en el otro lado. «Ahí perdí yo el color de nácar, el color rosado, puro rosa. ¡Maldigo mi juventud y toda esa ralea de puercas, cochinas, marranas putas! ¡Ahí las ponen para que nuestros jóvenes se enloden y contaminen a nuestros ángeles puros, a nuestra raza, pues!». Se levantó y, con furia, tiró al suelo la taza que todavía tenía café en el culillo. Los ojos se le abrieron y quedó como extasiado al ver que la alfombra de su pieza se había teñido de café. «¡Sacrilegio!», exclamó. Trajo una esponja y agua con jabón. Frotaba y la mancha no salía, se extendía. Se creyó loco. «¡Hasta mi propia alcoba se ha contaminado! ¡Es una plaga! ¡El café me sigue, me persigue, no me quiere dejar en paz, me acosa, me ahoga, me vuelve loco!».

Se vistió rápidamente y, dándole un beso en la mejilla, se despidió de su esposa que aún seguía dormida. Sin echar cerrojo, y sin darse cuenta, dejó la puerta entornada. Puso el carro en marcha, y se fue. No se maliciaba que su ángel recibiría visita esa mañana.

Llegó al trabajo, como siempre. Por debajo del gorro le asomaba la nariz de fresón:

-Citizens of?

-USA

-Any documentation?

-...

-Go ahead...!

Ese día parecía un robot. Un robot mal ajustado. Sentía golpes en la sien. Las piernas le temblaban. Los dedos de la mano derecha no acertaban con las teclas de la calculadora. Estiró la mano. La puso delante de sus narices. La contempló por un rato. Trataba de serenarla. Le temblaba. La miraba de hito en hito. No la podía controlar. Se creyó que no era suya, que pertenecía a otro ser, que era entidad aparte. No podía comprender que esos dedos, que esa penca que tenía delante hubiera sido el instrumento con que había hecho tantas cosas. Que ese miembro casi ajeno hubiera tocado colores tan distintos, curvas, melenas... «Si esta mano, de quien quiera que sea», se decía, «fue capaz de tocar cosas tan dispares y de desnaturalizarse de esta manera, es capaz de cualquier cosa». Y en el mismo momento notó que, con tranquilidad y sin esfuerzo, se iba bajando lentamente hacia la cacha derecha. Los cinco tentáculos se ensortijaron a la 30-30. Se sintió hombre, digno, honrado otra vez.

Eran ya las cuatro y se volvía taciturno a casa. El relevo lo notó raro. No había dicho, como de costumbre, «no te olvides de azuzar el ojo». La puerta todavía estaba sin llave. Entró en la casa y se sentó... Serían como las seis y media cuando alguien, al parecer extraño, llamó a la puerta. Como robot salió Roy, dio unos pasos, las patas de la araña se bajaron a la altura de la cintura, se enroscaron en las cachas y se oyó un tiro. Los vecinos rodearon al muerto y, momentos después, salió la esposa.

-I think he's a wetback.

-He's too neatly dressed.

-He's our neighbor.

-He's the one going around with that blue-eyed girl.

-Look at her..., she loves him...

-I told you that something was going on between these two.

La esposa, que se había juntado al grupo, dejaba caer dos lágrimas gruesas sobre el cuerpo del difunto, mientras el aduanero gritaba despavorido: «He parado la contaminación. Don't you worry, all of you out there. I've saved the human race».

Ya se había puesto el sol. Roy, con los brazos abiertos, notaba que todo se oscurecía ante sus ojos. Parecía avecinarse una tormenta incontrolable. El horizonte se tornaba una enorme alfombra rojiza y purpurada, cubierta de una mancha oscura, pardusca, tirando a café. La mancha crecía, se dilataba de sur a norte, se acercaba lentamente hacia el oeste, hasta rodearlo todo. Se cernía por todas partes, se colaba por las hojas de los árboles, de los arbustos, de las plantas, hasta escurrirse como una mancha mantecosa por las rendijas de la puerta de su casa.

*****

Ya en el manicomio, meses después, sus compañeros lo felicitaron porque había sido padre. Una criatura de pelo lavado, ojos un tanto zarcos y un cuerpecito acafetado. La madre le había puesto Lito. Todo había quedado contaminado... consumado... ordenado.




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Despojo

Era a principios de primavera. La avenida International Sandunes Strip estaba cubierta de palmeras, de juníperos y de rosales en flor. A ambos lados de la garita, circulaban los autos por tres carriles. Una gran arteria, por la que subían y bajaban glóbulos en todas direcciones, atraídos y repulsados por los corazones de las dos ciudades fronterizas, servía de viaducto a la sangre enamorada que buscaba el calor de la palpitación.

La brisa primaveral dejaba al descubierto dunas epidérmicas que brotaban por entre los follajes de arbustos desmedrados. Las damas, buscando los rayos del primerizo sol, abrían el escote a sus dunas palpitantes de vida y de fuego.

Desde los balcones de las casas, los canarios piropeaban a las margaritas y a las gardenias, prisioneras en macetas policromadas. Los niños correteaban con los ojos vendados jugando a la piñata y a la gallina ciega. Las madres, sacudiendo en el aire la ropa recién lavada, saludaban al sol y a los transeúntes de la calle, mientras los bebés balbuceaban sus primeras palabras.

-'A...má. 'A...má. 'Amá.

A la puesta del sol comenzaban los lowriders a rondear como ratas merodeadoras en la oscuridad. Las luces de neón guiñaban el ojo, despertando de una larga y aletargada siesta. La avenida semejaba una interminable película en donde figuras cartunescas se alternaban en policromía charra. Letreros, flora tropical, plantas del desierto, animales volátiles y cuadrúpedos, sombreros charros y bustos de mujer. Colores azules, verdes, rojos, amarillos y anaranjados. Banderas arcoíricas flotando con el viento eléctrico. Júbilo nocturno.

Un letrero neónico policromado rezaba: Cuervo's Nest. Sobre las letras descansaban las patas de un cuervo prieto saliendo de una botella. De su cuerpo estirado protuberaba un pico anaranjado que clavaba una aceituna bronceada yacente en el fondo de una copa de cristal ahumado. Debajo de la copa se abría un rojo portalón de dos hojas chapeadas con clavos de hierro forjado. El barniz espejeaba con los rayos de los faros de los carros nocheriegos y los guiños de neón del cuervo. Damas y caballeros, jóvenes de ambos sexos, se paraban ante los iluminados carteles de la estrella del momento. 'Lasita, Nicolasita, Nicolle, Nikkie, Nellie, Nell. Posiciones verticales y posiciones horizontales, posiciones de frente y posiciones laterales. Hasta de espalda las había, con las nalgas de aumento en primer plano y la cabeza diminuta al fondo, como gata-félix encorvada y retorcida.

-'Lasita. Mamá te hizo un vestido para tu bautismo.

Un portero de corbatín invitaba a los transeúntes despistados y a los del cartelero extasiados. «Madam, Mister, come in, por favor». Los portalones se abrieron, y la audiencia entró. Los de aquí, de este lado, y los de allá, de aquel lado. Todos accedieron. Sillas alrededor de la pista, en primera fila. Detrás, mesas pequeñas, para parejas. A los lados, y en una plataforma elevada, más mesas y más sillas, para dos. Las decoraban manteles rojos con servilletines blancos. Los camareros, de pantalón rojo, guayabera blanca y corbatita verde. Una servilleta en el brazo y una libretita en la mano.

-What are you going to have tonight?

-A Cuervo's Special for her and a Screwdriver for me.

-Aquí. Vengan aquí. Raspa por un nicle. ¡Un nicle!

Las luces fluorescentes al fondo, en las paredes, llovían rayos débiles sobre las cabezas y las espaldas de hombres y mujeres. Rayos pegajosos y traicioneros. Como gasa finísima se esparcían por melenas y pelucas, descubriendo copos de diminuta nieve. Polvo, canas y caspa flotaban como piojos lunáticos y anémicos. En el centro del tablado, y colgada del cielorraso, una bola de diamantinos cristales giraba el sueño hipnótico de la electrificada concurrencia. Araña panzona tejiendo la tela del ensueño. Al fondo, un cortinón de terciopelo. Rojo oscuro chillante. Ondulada bandera que cubre a su majestad la reina. Velo sagrado que oculta a una misteriosa diosa. Las pupilas ardientes de la feligresía se clavaron como dardos sobre la cortina.

-'Lasita, mira. Mamá te hizo este vestido para la primera comunión. Con velo y todo. Mira qué chulo.

-El velo se va abriendo lentamente pulsado por una mano misteriosa. Un sonido tropical de música, de aves y de cascadas comienza a oírse en la lejanía. Por una escalerita, tapizada de rojo, va pisando la diosa esperada. Cruza el umbral del velo sagrado elevando los brazos paulatinamente. El verde rebozo se extiende como ala de ave veracruzana. Poco a poco aparece el vestido blanco, huanengo floreado, que se extiende liso hasta los pies. Los zapatos rojos y de tacón alto van pisando rítmicamente la madera del tablado. Da la vuelta y, de la melena larga y lacia, cuelga un rojo capullo abierto, un «don juan» patentado. Gira de nuevo y, mirando hacia la audiencia, los brazos van cediendo y cruzándose sobre el pecho.

-'A...pá. 'A...pá. 'Apá.

«That's right, Nikkie. You should always respect your teacher».

Torna la espalda y, caminando, se esconde tras el velo que se cierra. Un hombre traje-de-cola y corbatín-de-pajarita entra por la izquierda con un micrófono en la mano. «Ladies and Gentlemen, Damas y Caballeros. We are happy to have you here tonight. We have a tremendous show for you. Una procesión de damitas. Your eyes will be able to see a parade of gorgeous, beautiful girls. But tonight's star, Ladies and Gentlemen, Damas y Caballeros, is the beautiful, the one and only Nikkie McGuire, Nicolasa Aguirre, Damas y Caballeros. Con ustedes, pues, Nellie».

-Lasita, Nicolasita. Mira lo que te hizo tu mamá. Otro vestido para tu fiesta de quinceañera.

-¿Tendremos música?

-Sí, Los tropicanos.

De un fuerte jalón se abren las cortinas de rojo aterciopelado. Nicolasa «Nellie» Aguirre aparece, empujada por un resorte, en el tablado con sus atavíos y figura de diosa. Sirviéndole de fondo una frondosa vegetación y música tropical, comienza a girar al ritmo de un mambo. Una boa multicolora se retuerce sobre sí misma. El pie izquierdo se adelanta sobre el derecho, y éste, en espiral, persigue sensualmente al izquierdo. Las pantorrillas dejan ver el bronceado del sol, pero rápidamente las ocultan el ala del fleco de la falda de seda. Giran vertiginosas las amplias caderas sobre los trompos de los pies y de las piernas. La esbelta cintura, apretada por las manos de afilados dedos en jarra, sostienen el corpulento busto sobre la base, en movimiento circular. Paulatinamente, las manos se desprenden de la cadera y los brazos torneados se elevan, forzando hacia adelante los protuberantes senos, dunas cubiertas de sedosa nieve. Los flecos del rebozo aletean cual verde mariposa de veinte primaveras. La larga, negra y lacia cabellera flota en el aire como estela de barco de vela en una nocheriega mar lunera. Desprendido de la melena, el capullo de roja rosa por el aire va volando y, sobre el tapiz alfombrado, se desflora. Diez pétalos se deslizan sobre el suelo acompañados de diez acordes desprendidos de la orquesta. El movimiento sinuoso de la multicolora serpiente, bajo el caudal de la floresta y ritmo tropical, se retuerce.

-Ta... tá. Ta... tá. Tatá

-'Lasita. Nicolasita. Nicolasa. Mira. Mamá te hizo un vestido de novia. Para casarte con Mike Soltero.

Las aves desplumadas del nido del Cuervo's Nest se levantan para batir sus picos y sus alas a la deidad, madre de la selva tropicana. Los hombres, con sus manos en los bolsos acariciando sus billeteras, lanzan pétalos verdes de a dólar y de a peso sobre el tablado. La diosa se despide y desaparece bajo la aureola de un son roquenrolero. Dos hombres, en la adyacente sala, devoran dos tamales y dos salads.

-...

Unas notas de la orquesta anuncian otro número del programa. El maestro de ceremonias, después de alternar con el público, empuña su micrófono y desaparece por el lado izquierdo. Se abre la cortina y surge la figura de Nellie. La guitarra templa una cuerda y el conjunto desflora una conga. Con pasitos diminutos y orientales, la danzarina se acerca al centro. Las mujeres parpadean sus lentes de contacto y los hombres sus cejas de sebo. Que sí y que no, que sube y que baja, que ajúa y que ajúa, de izquierda a derecha, con vaivén de tropicana, su cuerpo menea. Alto en seco. Silencio. El tambor redobla. La dama sonríe. Las de las butacas secundan. De su hombro izquierdo se desprende el rebozo. Gira como capa hacia el toro. Cae sobre el tapiz verdirrojo. «¡Olé!». Silencio. Los dedos de garfio se aproximan al cuello. El broche se suelta y el floreado huanengo se desliza hasta el suelo. El tambor redobla y el conjunto descarga una lluvia de notas. Al son de un twist se aleja la dama encalzonada pisoteando el verde, blanco y rojo.

-Na... na. Na... na. Nana.

-Come on! I'm your husband. Tu esposo, ¿que no?

La audiencia se levanta. Las damas, con sus uñas coloreadas, recogen sobre sus hombros sus chales y sus capas. Dos mujeres, en la adyacente sala, engullen dos chili-dogs y dos tostadas.

El maestro de ceremonias aparece por la derecha. Se menea de lado a lado. El micrófono colgado del bigote semeja un chile plateado. «Ladies and Gentlemen, Damas y Caballeros, did you like it?». Las vocecitas y los vozarrones aplaudieron las respuestas. «Do you want to see more?». Muchos «yes» y muchos «sí» se escaparon de la audiencia. «¿Cuchi, cuchi, cuuuchi?». Murmullos y risotadas cortaron la atmósfera cargada. Continuó el diálogo entre el carnero y la manada.

Con el picoteo de las maracas se rasga el velo para dar paso a la dama. En el proscenio, como estatua, se halla la damisela clavada. Al minuendo de las maracas sale el conjunto al encuentro. Nellie se adelanta al son de una bamba. Gira que te gira, las pulseras, los collares y la melena se persiguen en una mareante circunferencia. El conjunto cesa. Las maracas hormiguean su estridente sonajero, y la medalla guadalupana rueda por el suelo. Responden las pulseras al retintineo. Pone el tacón encima. Gira ligera, y se siente diosa sobre el pedestal de otra diosa. Un grito sin voz sale del silbido cascabelero. Abre los brazos con fuerza. Retumban los senos enjaulados, como dunas en el tórax de un tornado. Alza la cara contorsionada, y las luces diamantinas del candelabro giratorio reflejan las carcajadas de dientes embozados. Se desliza hacia el proscenio, y las fauces rojas de la cortina de terciopelo la atrapan por la melena larga y voladora.

-'Amá. Mamá. Naná.

-Mrs. Aguirre, su hija is a whore. Una puta.

El tambor redobla mientras los Beatles proclaman su evangelio musical. Una dama en medallas ofrece su copa licorina a su cautivo caballero. En la sala contigua, una mujer come un kosher y un hombre una chimichanga. Al sonido del saxofón, el del traje-de-cola descuelga del cuello la voz soez del micrófono.

De la garganta aterciopelada del oscuro dragón prorrumpe la diosa envuelta en un sudario de seda. Transparente, como arena de desierto, se dibuja la silueta de su cuerpo. Ondula la mariposa nocturna como zumbido de abejorro vacuno. La medalla guadalupana tumbada suelta una mueca y la diosa aleteadora se enfrenta altanera, dejando caer el velo en el suelo. Respira.

-Virgencita de Guadalupe, cuida a mis hijos de todo mal.

-Van a ser las doce, vieja. Vamos a cama.

Las dos manos, sobre el pecho estiradas, acarician a las palomas enjauladas. Los cazadores de la audiencia ajustan los espejuelos. Los índices y los pulgares se juntan en el centro. Se abre el escote con mágico movimiento. Las maracas retumban la anunciación de las pirámides de epidérmica arena. Teocallis de diosa. La lengua de los fieles espera comunión, y las manos se hacen cáliz extendiéndolas con devoción. Las maracas se estremecen y, a un ritmo charlestoniano, las dunas piramidales desaparecen. De corbata y con gemelos, un mesero sirve hamburguesas y chiles rellenos a una dama y a un caballero.

-'Lasita, Nicolasita, Nicolasa. Tu mamá ya no te hizo otro vestido de novia.

-I can make my own. And, besides, my name is Nikkie, don't you forget it, Sis.

El de la corbatita se atusa el bigote. Una fila de granos de elote se esconde bajo sus labios purpurados. Con el dorso de la mano se frota la estela de una palabra profana y grotesca.

Del arpa y del requinto llueve un coloreado jarocho, y de las cuerdas bucales se desgranan unos ajalapeñados piropos. Zapateados tamborileros descubren la oscura efigie que sale del edénico trasfondo tropicano. Por la orilla del ruedo saltimbanquean los tacones precisos de unos pies diminutos y alegres. Las luces diamantinas producen chispas hipnotizadoras en los zapatines charolados. De las oquedades del cráneo de damiselas cenicientas y de príncipes encantados se despegan chiclosas las córneas. Picotea el zapateado. Al repique taconero, las cotorras y los loros que presencian, responden al picoteo de las palomas en el pecho. Pican y parlotean en el aire batiendo sus cuerpos desplumados. Cerró el círculo en forma de medalla, y el arpa rasgó su postrer escala. Tacones y cotorras, loritos y palomas se callaron extáticos con la nueva diosa en el centro del ruedo.

De las caderas, las manos se deslizan hacia el pelvis. Guayaberas y rebozos, suéteres y chaquetas resbalan de los hombros de los concurrentes. Calor sofocante de dunas y florestas. Viejos achacosos y viejas arrugadas se estiran y se aplanan ante la frondosa y fértil selva. Enredaderas y madreselvas subidas por los troncos de las piernas. Un suspiro aletargado se desprende del tórax de la audiencia. Como boas y culebras se enroscan los dedos en los rizos. A la puerta del templo venusiano se asoma una orquídea torturada. Pétalos verdes y rosados de dólares y pesos vuelan por el aire.

-¡Ay, mamasota!

-I will buy this one.

Lenguas rosadas de bocas desdentadas palmotean lascivas como colas de pavorreales. La puerta del templo inhala y exhala como fuelle acordeonero. El pulmón de la congregación suspira en la misma rítmica medida. Palillos tamborileros repican un ritmo pantalonero. Saxofones y clarinetes electrifican alabanzas dionisíacas. El acordeón se pliega y la puerta se cierra. Los brazos de la diosa se elevan y los fieles se inclinan para recibir de su mano la lluvia benéfica. Gira sobre el pedestal de la medalla y, de espalda, abandona el ruedo. Se corre el velo. Una estridencia rollingstoniana pone fin a la función divina.

-'Lasita. Me llamo 'Lasita.

-Here, now. How much did you say?

-Una limosna, por el amor de Dios.

El del micrófono salta en la escena como chango con la banana en la boca. Los ujieres pasan la cesta de la limosna. Un albino regatea la gracia de la subasta. En la sala contigua mete la lengua otro caballero en una enchilada. Una dama oxigenada un hot dog se mete en la garganta. La congregación reza, pide, invoca: «Nicolasa», «Nikkie», «Nicolle», «Nicodiosa», «Lasadiosa», «Insidiosa». «My name is Nellie, you son of a bitch».

Un relámpago se desprende del estruendo de los timbales. Los feligreses se postran ante el rayo divino. Recogimiento. El velo del templo rasgando, sale la diosa una norteña bailando. «Ajúa...». «Son of a bitch». «A bailar». «Can't miss this one». «¡Ay, mamasota!». Los fieles se levantaron. Coros de bolillos y coros de prietitos en círculos concéntricos rodearon a la diosa en divina alabanza y genesíaca danza. «My name is Nellie McGuire, you bitch».

Por la avenida International Sandunes Strip se oyeron sirenas, cascos y pisadas. Los portones del templo, rojos y de hierro chapeados, se abren de par en par. De pie se pararon dos prietos Lone Stars. Milagro. La edénica diosa portaba un «southernbelle». Screwdrivers chocaban en el aire como orquesta de rotos cristales. De los saxofones de Guy Lombardo salían notas de globitos coloreados. Del nido de la campana del campanario de Taco Bell estiraba el cuello un cuervo neónico que decía: Crow's Nest Country.

-'A...má. Ma...má. Madre. Soy Nicolasita, ¿no te acuerdas? Tápame, que tengo frío.

-A tu mamá ya se le enfriaron los dedos.

De la cumbre de una duna lomuda se oía una voz charra: «Compa, compa. Venga, compa. ¿O es que no me oye?». -«No se haga, compa, no se haga. ¿O es que no ve, compa? Si ya todos se han ido. Ande, vámonos, compa». -«No, compa. Si aquí quedamos en vernos, ¿que no, compa?». -«Sí, compa, pero es que ya no es lo mismo. Ya todo ha cambiado, compa». -«Pos yo me quedaré aquí esperándolos a todos, compa». -«Hágame caso, compa, no le vaya a pasar lo mismo que al otro». -«Y, ¿cómo va eso, compa?». -«¡Ah, qué compa! Pos silbando en la loma, compa». -«¡Qué cosas tiene usté, compa». -«Pos ansina es la cosa, compa».

-'Amá, ¿es que no me oyes, 'amá? Tápame que tengo mucho frío. Soy Nellie, Nicolasa, tu Nicolasita, ¿no te acuerdas? Anda, 'amá, tápame que tengo frío.

-Tu mamá ya está fría.




ArribaAbajo

El mercado

Eran las nueve de la mañana. Había salido ya el sol y la gente se disponía a sus quehaceres sabatinos. Comenzaban a merodear por las calles. El propietario del Cuervo's Liquor Store rociaba la banqueta con una manguera. Doña Josefina Durán, la viuda de don Gumersindo «El Tilichero», dio un brinco y salvó el charco que se había formado en un hoyo, lugar de un ladrillo hacía tiempo desaparecido. Uno de los dependientes del Tony's Curio Shop bajaba el tendido de verde descolorido para protegerse de los rayos del sol. Las puertas de la taberna Cinderella's Go-Go, de don Arnulfo Trujano, dejaban salir los últimos y trasnochados tufillos de las altas horas de la madrugada.

Las puertas del Food World, de la cadena Smith and Co., se habían abierto a las nueve en punto de la mañana. Ya Mr. Jones se había instalado en su plegable silla de madera. Bajo una sombrilla azul celeste escondería su calvo cráneo de los infernales rayos de un sol espeluznante. Su saco de yankee-doodle todavía conservaba los cuatro bolsillos, dos interiores y dos exteriores. Todos repletos de haces de papelitos-volantes, bilinguamente impresos por ambos lados. Se sentó y, entre el índice y el pulgar de la mano derecha, sostenía una volante con las misteriosas y sagradas palabras. El mercado estaba orientado de este a oeste. Había sido diseñado por un arquitecto inspirado en la tradición. Sus padres y abuelos habían trayectado esa ruta. Era la más sana y segura. Era la del sol y la de la manifiesta llamada. El pasillo del centro era el divisorio. Más ancho y bien delimitado. Paralelamente se extendían más pasillos. Cinco al lado sureño y cinco al norteño. A cada lado se habían puesto estanterías de mercancías diversas y variadas. Pero todo con orden aparentemente impecable.

Había dos grandes puertas de cristal que, al acercarse y con sólo el tacto de la punta del zapato, se deslizaban electrónicamente. Una puerta estaba situada al norte y otra al sur. Entre ambas, se abría un pasillo amplio y traficado. Formaban, perpendicularmente con el pasillo central, un crucero. Desde un helicóptero, y a vista de pájaro, parecería una cruz tendida en el suelo, y pisoteada por mercaderes de templo.

En este pasillo y, equidistante de las dos puertas laterales, se hallaba una plataforma que servía de banco y de altar a un tiempo. Tenía tres peldaños. En términos geográficos, estaba situada al oeste, punto cardinal de llegada. No era casualidad. El arquitecto, miembro y empleado de la Smith & Co., la había diseñado técnica y religiosamente. Los transeúntes, al entrar y salir, se veían forzosamente obligados a pasar por delante. La necesidad, y una voz de lo alto, les detenía por igual.

1. Tomatoes,
69c lb.
-Don Argamenón, ¿Cómo
ve usted las cosas?
-Como siempre.
«Let it be known to
everyone. We have
been educated

in la violencia» (Art. 1).

Fue aquella noche. Frank Mendiola llevaba escasamente diez meses en El Grupo. Con anterioridad había trabajado otros diez meses por la Smith & Co., como «pinche slave», según solía decir él. Lo había hecho para poderse costear el anillo de graduación, rentar el traje y llevar a su amiga al Prom. «Ten months puchando este pinche cart de comida». Durante ese tiempo se había dado cuenta de cómo funcionaba la Organización Smith & Co. Sus normas le eran conocidas. Les había visto los ojos a los trinitarios. Demasiadas veces. Hasta la náusea. Miles de cheques estampados y aprobados con la contraseña del universal y anónimo «ok».

Una Trinidad le exigió: «Your I.D.». Doña Josefina Mendiola sacó su fe-de-bautismo de su bolsa charolada. Cuidadosamente la desdobló. El frecuente manejo y el trascurso de los años le habían dado un color de tornasol. Se la entregó al primero, al engendrador de todo, al creador. «Your I.D., Lady, your I.D.». Don Sinforiano le sopló al oído: «dice él que eso no sirve». «Si se la merqué al Padre Escamillo, allí en Quelite, Chihuahua», le aclaró la viejita del bigote. «Pos esa cosa no es lo que te pide, vieja». «¿Qué pide, pues?». «Pos la Bancamericar, creo yo». «Pos hágame un favor y dígale que yo no tengo esa cosa, que lo que tengo es mi fe-de-bautismo». Don Sinforiano trató de explicarle al primero de la triada. Pero éste se limitó a decirle: «No bueno. No good, no food». «Dice el señor ése, que si no tiene la Bancamarican que no le da autorización pa llevarse comida». «Gracias, don Sinforiano». La viejita doña Josefina dobló meticulosamente su fe-de-bautismo, la metió en un sobre y la depositó en el fondo de su bolsa de charol. Se dirigió con pasos menudos hacia la puerta de entrada. Se paró. Dio la vuelta. A lo lejos divisó a don Sinforiano. Apresuradamente se encaminó hacia él. Con la mano derecha le tocó el hombro. Levantó un tanto su cabeza cubierta por un rebozo negro. Respingó su nariz y le miró con sus ojitos vidriosos. «Sinforiano, hazme otro favorcito». «Mande usté, doña Josefina». «Dímele a ese baboso, cara de nalga cursienta, que coma caca y que chingue a su madre». Bajó la cabeza y, con su hocico de rata mojada, se escurrió hacia la puerta. Salió refunfuñando, y ni siquiera se percató de un señor vestido de payaso, que tenía un changuito prendido de un cordón largo.

2. Avocados,
60c each
-Juanito, ¿cómo te
ganas la vida?
-Pos ya ve usté.
Ansina.
«La violencia is power.
That is why those in
power tienen poder»
(Art. 2).

Detrás del grupo trinitario, y colgado de la pared, se hallaba un tríptico dorado. Un retablo calcado del original. Facsímil exacto, de acuerdo a la revelación que tuviera el escultor de la Smith & Co. Cada hoja del tríptico contenía diez anotaciones. Las anotaciones de la hoja izquierda estaban en inglés. Las de la hoja derecha, en español. Y las de la central estaban escritas, de acuerdo al miope especialista de la lengua chicana, el doctor Josuah Gotlieb, en decadente y contaminado arameo. Las letras protuberaban en relieve dorado. Tres luces neónicas les servían, a un mismo tiempo, de aureola y de canapé. El claroscuro producido por el relieve les daba un ambiente de críptico misterio. A tres cuadras de distancia, el reflejo del neónico tríptico dorado cubría de un halo las rubias melenas del grupo trinitario.

Fue aquella noche. Sobre la sábana veraniega descansaban los huesos juveniles de Frank Mendiola. La almohada hormigueaba un círculo de recuerdos encadenados. A su padre lo recordaba muerto a los treinta y cinco años, por falta de atención médica y desgasto prematuro. A su joven madre, doblando el lomo en los surcos de algodón, y violada por el patrón más de una vez, antes de que él pudiera defenderla como un hombre. Se acordaba de las lágrimas que su madre derramaba cuando iban al mercado. Su mísero cheque, con el sello y el «ok.», apenas le llegaba para los frijoles. Con el tiempo notó que a su madre, al tragarse las lágrimas, se le fue amargando la sangre.

Mrs. Johnson cruzó el pasillo central. Se dirigió al estante número cinco. Llevaba unos shorts que le tapaban casi toda la nalga. Don Gervasio le observaba la curvatura que formaba el muslo izquierdo con la naciente nalga. Su esposa, doña Agapita, le clavó las uñas en el costado derecho. «¿Por qué haces eso, Aga?». «Para que no me seas infiel, Vasio». Mrs. Johnson clavó los ojos en una estatua de mexicano sentado, abrazado a las piernas, y durmiendo su eterna siesta bajo un sombrero petrificado. «How much?». «Señora, for you only and only for you, ten dollars. Today only, only today.». «Five, and I'll take it.». «Your putas, señora, have their price on their chiches. Take it or leave it, Madam». Con la nalga derecha a medio cubrir volvía a cruzar el pasillo central. Doña Agapita le clavó las uñas en el costado izquierdo de don Gervasio. «Para que no seas pelado, cabrón». «La pelada es ella, Aga». «Tienes razón, Vasio».

3. Mangoes
90c each
-Doña, ¿usted por qué
no compró nada?
-Tengo empacho.
«Toda conquista y
toda reconquista
was achieved by violence.
We are in
el proceso
de nuestra reconquista» (Art. 3).

Una avioneta atravesó por encima del pasillo central. Aterrizó en un rancho abandonado. Dos hombres de uniforme la estaban esperando. «Pay tiths, or else». Pagaron cincuenta mil dólares, y los dejaron. Mientras que cubrían con planchas de mármol la fachada del templo, se llenaban de veneno las jeringas de los ladronzuelos por las calles.

«Don't squeeze them tomatoes, lady. If you don't buy, don't touch». Doña Lupe los dejó en el estante número tres. Se le puso la cara colorada cuando su Joey le recordó: «Mom, these tomatoes los pizqué yo con mi 'apá». «Sí, mijo». «Don't worry, 'amá. El next time, los como yo en el fil». «Sí, mijo».

Fue aquella noche tormentosa de un sábado de verano. El viento comenzó a silbar por las grietas de las ventanas. Se levantó Frank. Por los cristales se veían las copas de los árboles como cabezas de boxeadores azotadas por puñetazos amenazantes. Melenas de niños y mujeres espeluznadas por visiones de brujas invisibles. Una nube de espeso polvo cegó la pupila de los faros de la calle. Latigazos eléctricos se desprendían con furia de las nubes polvorosas. Explosiones de truenos dinamiteros hacían retumbar el vientre de la noche. Como si alguien hubiera puesto diez barras de dinamita en el Western Bank. Hojas verdes iluminadas en el torbellino de sus propias llamas, bailando al son de broncos tambores. Abruptamente corrió las cortinas y se echó sobre la cama. Frank se sintió inspirado por el sueño de aquella noche que fue.

4. Watermelons
7c lb.
-Manny, ¿por qué
no trabajas?
-Chale, ése
¿'tas tapao, ése?
«La unión es la fuerza.
La fuerza is struggle.
Y la struggle es violencia.
Let's unite» (Art. 4).

Desde los cuatro ángulos del mercado, cuatro pupilas engendradas por Zenith recogían las innumerables manos de la clientela, y milagrosamente aparecían proyectadas en una pantalla colocada sobre el altar. Una quinceañera metió en su bolsa un lápiz de labios. Desde el trono, el hijo del Engendrador la vio. La atisbó, y la siguió con la vista. Bajó los tres peldaños del altar. «Young Lady, you owe me a favor». Al día siguiente Hilda Rodríguez lloraba, porque ya no era señorita.

Las pupilas Zenith se apoyaban sobre un trasfondo de ojos-de-dios coloreados. Habían sido confeccionados por don José («Joe») Eréndira. Don José había sido importado por la Compañía Smith & Co., hacía ya tres años. Lo habían traído de un pueblecito de la tierra de los huicholes, y le habían puesto un chante para que se dedicara sola y exclusivamente a la producción-en-masa de ojos-de-dios. Le aconsejaron, sin embargo, que no los hiciera con colores tan chillantes, porque las pupilas azules estaban alérgicas a ciertas combinaciones de colores inusitados. Durante tres años, trabajó piadosamente en la confección de su arte. La cadena Smith & Co. lucía, tras sus Zenith, sus ojos-de-dios. Don José fue perdiendo el pigmento de sus pupilas y, con el pigmento, la inspiración. Trajeron a otro huichole. El ciclo se cerró.

Por detrás del altar de la nave central cruzó un navío desmatriculado, cargado de camarones-jumbo. Dos hombres en uniforme, de la Smith & Co., lo esperaban en la trastienda. «Pay tiths, or else». Cinco mil dólares al contado se embolsaron en dos mochilas. Cinco mil bicicletas de hijos de dioses, y futuros dioses, invadieron las calles de Aztlán. «We are fishermen, pescadores de hombres», decían bilinguamente desde sus bicicletas. Sus corbatas azules lengüeteaban sudorosas y parleras por el viento caluroso del desierto de Aztlán. «New news we are bringing to you. Nuestro Profeta nos envió, pues».

Lupito García llevaba a enterrar su goldfish en una cajita de cartón. Con su manita prieta hizo un hoyo en la tierra. Depositó la cajita. Le rodaron dos lágrimas, y se humedeció el cartón. Sacó de su bolsillo una estampita de la Guadalupana. Cubrió la cajita con ella. Varios puñados de tierra tierna taparon el hoyo. Cinco mil voces bicicleteras se oyeron: «You people are so... superstitious». «Manden ustedes, siñores».

Jonah Smith llegó a la playa sinaloense. Había viajado mucho. Encadenó su bicicleta contra un poste de luz cercano a la atunera del pueblo. «Did you hear the voice?». «¿Qué dice usté, señor?». «¿Tú oír la nueva voz?». «Sí, señor». Antoñito López puso su gran concha marina junto a la oreja. La apretó. Cerró los ojos. Una tristeza profunda se le quedó prendida de sus carnosos labios. ¿Tú oír la nueva voz, muchacho?». «Sí, señor». «¿Qué oír tú?». «Yo oigo llorar a los camaroncitos, señor». «¿Por qué tú llorar?». «Porque unos hombres muy malos se robaron a sus papases». «Y tú ¿por qué llorar?». «Porque yo tampoco tengo papá. Unos hombres muy malos se lo llevaron al Norte». «Yo traer a ti otro papá. Mucho mejor Padre». «Yo no quiero otro padre. Yo quiero a mi padre». Antoñito su puso la caracola al oído y cerró los ojos. Una ola se lo llevó a la región de los camarones. Su madre se revolcaba por la arena, tirándose de su melena entrenzada.

5. Melons,
40c each.
-Mr. Johnson, why do
you sell your religion?

-Division of labor, boy.
«The exploiters are
oppressors. The oppressors

son violentos.
La violencia is their language.
Let's talk their language»
(Art. 5).

A la próxima junta, Frank Mendiola llevó escritos y dibujados sus planes a El Grupo. Asistieron sus camaradas, como de costumbre. Antes de despedirse, formaron el círculo y, con los brazos entrecruzados, repitieron al unísono el formulario de juramento de indisolubilidad perenne.

El payaso del chango tocaba su organillo en el pasillo norteño número tres. Un grupo de gente lo rodeó. Dejó de tocar. «I've trained this monkey, Ladies and Gentlemen. Many hours of hard work took me to make him do what I wanted him to do. He is cute, isn't he, children?». El chango tropicano tuvo que saltar de la rama y hacer lo que su dueño domador le enseñó. Portaba una bolsa de canguro por delante, que le servía para tapar sus diminutas vergüenzas y meter monedas pesudas. A su cabecita de coco la coronaba un sombrerito tejano. «His name is Pancho, children». Don Ambrosio puso en la mano de su hijo una peseta. Se la alargó a Pancho. Este se lamió los labios con la lengua. Alzó la pezuña, y le arrebató le peseta. La metió en la bolsa calzonera, sacó el sombrero y saludó al niño. Otro niño le alargó la mano. El entrenado chango siguió las órdenes de su dueño. Con la pezuña recogió el centavo y lo aventó con fuerza contra el público. Sacó la lengua y escupió en el suelo. «No peanuts, please, Pancho can get mad. It's bad for his heart».

En el estante número cuatro, doña Aureliana había mercado una vela en vaso de cristal. Llevaba estampada la Virgen de Guadalupe. Enseñó su «ID» y pagó al cajero. Salió por la puerta con su vela en la mano. Mr. Johnson la atisbó con su ojo de halcón. Doña Aureliana oyó un vozarrón procedente de las concavidades de la sombrilla. «Do you want to see the light, Madam?». «¿Mande usté?». «Compre este papel, señora, and your soul shall be saved. Just fifty cents, señora». «Yo no soy alleluya, señor». «Your candle, Lady, will not save your soul from Hell». Doña Aureliana procedió calle abajo. A la vuelta de la esquina se encontró con un viejo sentado en la banqueta, tocando una canción romántica de Agustín Lara. Mientras cantaba, miraba al cielo con sus córneas de blanco mármol. Al terminar, extendió su mano. «Por el amor de Dios». Doña Aureliana le depositó un tostón. «Que la Virgencita de Guadalupe se lo pague».

Dos corbatines descendieron de sus bicicletas. Se acercaron al acordeonista. «¿Qué cantar usted, señor?». «El alma del pueblo, señor». «¿Por qué no cantar usted "God bless America"?». «¡Qué chistoso es usted, señor!». «¿Por qué?». «Porque su Dios es Blanco, creado por el dinero». «¿Quién ser su Dios?». «Yo no tengo Dios, yo tengo Diosa». «¿Quién ser?». «Mi prieta y chula Madrecita». «Y ¿cómo saber usted que es "prieta" si usted estar ciego?». «Y ¿cómo "saber" ustedes que su Dios es "Blanco" si ustedes nunca lo han visto...?». «Cante usted "God bless America", please». «Yo gano el pan con el dolor de mi garganta, señores». «Please, cante "God bless America"». «Váyanse ustedes muy a la chingada».

Había salido de la oficina del Asistente al Gerente del mercado del Smith & Co. No le había sido difícil a Frank obtener trabajo en el Warehouse, pues lo conocía de hacía un año escaso, cuando empujaba carritos cargados de comida de la clientela. De momento lo habían puesto para descargar trocas de tomates y otras legumbres, y almacenarlos en la trastienda. Comenzó el lunes. Trabajó diligentemente toda la semana. Durante sus cortos descansos, no cejaba en sus diligencias. Observaba detalladamente los movimientos del dios trinitario. A las nueve, hora de cerrar el mercado, los últimos cajeros entregaban los cheques, los billetes y los cupones. Los depositaban en el altar, y el trío metía todo religiosamente en las entrañas de la caja fuerte. Esta, como la sancta sanctorum, estaba situada detrás de la plataforma y del tríptico dorado. Se cerraron las puertas y todo quedó en paz sepulcral, aquella noche que fue.

6. Lettuce
69c head.
-Mr. Mayor, why is that
there is so much hunger?
-Where?
«Power dictates morality.
El poder comes from violence.
Let's be
violentamente morales» (Art. 6).

El maquinista del tren paró la locomotora. Cinco uniformes estrellados abordaron cinco vagones. Las compuertas se habían abierto, y aparecieron las etiquetas en las cajas de los productos agrícolas. Sandías, mangos, melones, aguacates y tomates. Los obesos patrones, en lugares lejanos, habían dado las órdenes. Les siguieron los camioneros. En grandes almacenes se juntaron. Platicaron, escribieron, firmaron. Bebieron, comieron y fumaron. Niños y mujeres lloraron. Hombres encorvados se humillaron. «Everything in order?». «Everything all right!». «Proceed». La locomotora estornudó humo negro y cruzó el pasillo central. Cinco hombres de corbata anotaron su valor en tres placas doradas.

Cinco trocas llegaron a un tiempo en procesión. Lechuga, melones, uvas, ciruelas y algodón. Los camioneros habían cruzado filas de hombres, de mujeres y de niños en unión. Cabezas enturbantadas, enjugando el sudor de sus frentes, blandían sus banderas, cual águilas de alas negras. Llamas rojas se desprendían encendidas del horizonte. El vaho de sus voces estremecía el firmamento. Cirujanos anónimos les habían cortado el ombligo que los unía a la tierra. Otros cinco hombres de corbata anotaron el fruto de los callos y de la sangre en otras tres placas doradas.

El banquero de la Smith & Co. inscribió las transacciones. En cajas fuertes quedaron depositadas las subastas de los sudores. «Amá, el next time los comemos en el fil». «Sí, mijo». «Le voy decir a mi dari to hide them en el fil, amá». «Sí, mijo». «No tenemos money to buy them, amá». «No, mijo». Doña Josefina Mendiola, con sus diminutos pies, pasó por delante del grupo trinitario y se limitó a decirles: «Retáquenselos en el ojete, viejos babosos». Solamente les dijo eso. Y con voz arrugada, murmuró para sus adentros: «El que las hace las paga, bola de ladrones».

7. Plums
59c lb.
-Don Gumersindo, ¿por qué
engañó a esa pobre mujer?
-Repita, por favorcito...
«Carnalismo means: a
la chingada con los
exploiters y los vendidos»
(Art. 7).

Llegó el sábado por la mañana. Frank cogió su lonchera y, cuidadosamente, se la metió debajo del brazo. Como de costumbre, se echó a caminar las tres cuadras que separaban su casa del mercado. Iba cabizbajo y meditabundo. Al llegar al mercado, entró por la puerta del almacén, que ya habían abierto. Se fijó a su alrededor. No vio a nadie. Tranquilamente metió la lonchera en su «locker», que guardaba su overol. Lo sacó y cerró la portezuela. Bajaba las cajas de legumbres que traían en sus vientres las diversas trocas. Entre caja y caja miraba de reojo a su «locker». A la puesta del sol, llegó la última troca. Era de tomates. Se acordó de cuando era niño. De su padre, muerto prematuramente, y de su madre, repetidamente violada. De los tomates que su madre no podía comprar. De los tomates que no podía comer. De los tomates que él acariciaba, siendo muy niño. Ahora se teñían sus ojos del color de los tomates. La palpitación acelerada enviaba la sangre a la sien y a los ojos. Se movía con rapidez. Terminó de descargar la troca. Esta, con las entrañas vacías, desapareció. Se parapetó detrás de la trinchera que formaba la hilera de cajas. Aquella noche Frank descansó y esperó.

8. Grapes
69c lb.

-Doña Panchita, ¿cuál es el
problema de esta gente?
-Oiga, se me hace que usté
tiene la cara de menso,
¿no cree usté?
«La palabra is meaningless.
Puro pedo.
Violence is the only
realidad» (Art. 8).

A las nueve en punto de la tarde se anunció la clausura del comercio y de la semana. Las cajeras entregaron la colecta y la depositaron en el altar. Uno tras otro, los empleados fueron saliendo por la puerta principal. Cuando todos habían salido, se cerraron todas las puertas, y el trío se quedó en la plataforma contemplando y organizando el botín. Lo guardaron piadosamente en la caja fuerte. Apagaron las luces, y se fueron.

Frank Mendiola salió de su trinchera. Cuidadosamente abrió su «locker». Cogió su lonchera. Se sentó, y levantó la tapa. Sacó el bulto que venía envuelto en un lienzo. Lo puso en la palma de la mano izquierda y lo contempló durante largos segundos. Lo acarició. Se levantó y se encaminó hacia la puerta giratoria, que dividía la trastienda de la tienda. La empujó con la mano derecha y, proyectados por los ojos del Zenith, aparecieron los rasgos de Frank en la pantalla del altar. Las tres planchas doradas se estremecieron.

9. Onions
47c lb.

-¿Por qué no corre para
Senador, don Cucufate?
-No se haga. Déme usté
una peseta pa poder
echarme un trago.
«Equality means everything
for everyone. Or, nothing
for no one.
» (Art. 9)

Frank Mendiola camina lentamente. Se acerca al altar. Sube. Se arrodilla. Desenvuelve el bulto. Pone tres barras de dinamita pegadas a la caja fuerte. Enciende el mechero, y las tres colas serpentean encorajinadas.

El estruendo quebró vidrios de ventanas de casas contiguas. El vecindario salió estrepitosamente a la calle. Las sirenas se oían por los cuatro costados de la ciudad. Los tímpanos de los perros vociferaban aullidos lastimeros. Una mujer vestida de negro corría por las calles enloquecida. Atravesó las filas de bomberos, de ambulancias y de policías. Encorvada se metió por las ruinas en llamas. Ciegamente se dirigió al altar. Se acercó con los puños en aire a las planchas doradas. Brillaban incandescentes. Al quererlas alcanzar, cayó envuelta en una bola flamígera. «Cabronas...».

10. Cilantro
29c bunch
-Mr. Johnson, What
happened?
-The wrath of God
will come upon them
motherfuckers.
«Somos the chosen ones.
La Reconquista has
started.
» (Art. 10).

En su edición dominical, los periódicos rezaban: «El Grupo claims another step towards their Reconquest and Liberation».




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Ojo por ojo y...

Narciso Sifuentes, a quien la plebe despiadadamente le dio por llamar «El castrado», se había convertido en un hombre plácido, humilde y callado. Trabajador sí, pero sin alardes de bravura. Algo parecido a los bueyes que, mansa y lentamente, van tirando del arado a insistencias del látigo del campesino. Su esposa Adelita le había dado una hija. Los dos tenían un ranchito junto al Río, que lo habían comprado con el dinero ahorrado de sus incontables viajes a este lado. Pero entonces eran en aquellos tiempos de los braceros, cuando legalmente y por contrato adquirían sus dólares enteros, y no como ahora que los recibían a cachitos, de acuerdo al beneplácito y capricho del ranchero tejano.

En uno de estos viajes, Narciso, que todavía era joven y comenzaba a tener familia, pasó el Río con dos de sus hermanos, mocetones y bien dados. Ya eran conocidos de los rancheros. Un día, tres de éstos, medio en broma, medio en serio, pero más en serio que de broma, decidieron hacer una hazaña con los tres hermanos. Se pusieron de acuerdo y, un sábado, en uno de los corrales, que habían construido para pequeñas diversiones de este deporte, celebraron una irrisión de rodeo.

Los rancheros sabían que los tres hermanos habían cruzado el Río y que muy pronto vendrían a pedir trabajo. Tenían ya las reatas y tres caballos dispuestos en el corral. Como si estuvieran discutiendo negocios muy serios, se pusieron a hablar y a trazar los planes. Jimmy O'Neil, que había sido tres veces campeón en los concursos de rodeos de la región y, aunque descendiente directo cercano de los patateros irlandeses, se creía aborto legítimo del Mayflower, decidió que sería lícito que sus esposas respectivas presenciaran el espectáculo. Sin dificultad aceptaron sus compañeros. Bob Austin, descendiente, aunque no directo del renombrado Steven, después de alguna discusión, convenció a los otros de que los tres hermanos debían de aparecer y presenciar la escena en su totalidad, en lugar de sacarlos a uno por uno, como se hace en tales corridas. Quizás fuera porque no tenían bastantes espectadores, quizás porque, de esta forma, quedaría más clavada en la memoria esta faena inusitada, Ricky Wayne, loco perdido porque se creía no sólo el mejor pistolero de toda la historia de Texas, sino que también emparentado de sangre y huevo con Davy Crockett, tuvo la idea preclara de que la acción culminante se ejecutara, no con arma blanca, como los caballeros del medioevo, sino con tenaza pelona, como tradicional y culturalmente se hace en el Suroeste, sobre todo en Texas.

Mientras Jimmy O'Neil, el promulgador de que las esposas deberían presenciar el gran espectáculo, había entrado en casa para pasarles el veredicto del trío a sus damas, los tres hermanos se acercan cautelosamente al corral. Con narices de perros perdigueros olfateaban algo extraño, aunque confusamente, en la atmósfera. Después de saludarse, esperaron a que Jimmy regresara. Sin tardanza, y a la señal convenida, los tres rancheros, con destreza adquirida por años de experiencia, echaron soga a los tres hermanos que, incautos, no tuvieron tiempo ni de hacer la señal de la cruz. Sin dejar de dar patadas, revolcarse en tierra, mencionarles a sus preclaras madres y damas, quedaron atados de brazos y piernas a tres estacas de las cuatro esquinas que tenía el corral. En la cuarta esquina estaban agrupados los tres hermosos cuadrúpedos. Los rancheros, entonces, gritaron a sus consortes para que vinieran, porque iban a principiar el espectáculo. Se subieron a los caballos y, después de dar una vuelta por el ruedo, Ricky Wayne, el preclaro cowboy, peroreó diciendo:

Ladies and gentlemen, you are about to see a unique sport: a rodeo without bulls. These men, as they call themselves, are going to perform the role of bulls. It is our great pleasure, ladies of the audience, to offer you these small bulls and balls.

Narciso, el mayor de los tres hermanos Sifuentes, fue seleccionado como el primer toro de lidia. Le correspondía a Ricky, el que se creía descendiente de Davy Crocket. Después de dar órdenes a su esposa para que con un cuchillo cortara la soga que tenía atado a Narciso y, al grito de «Remember the Alamo», hinca espuela a su bayo y se lanza tras el acosado. Este, al querer emprender carrera, tropieza y se cae. Siente debilidad en las canillas que, segundos antes, habían perdido la circulación de la sangre. Se levanta y, mientras corre, por el rabillo del ojo ve que Ricky se le viene encima. Cuando la reata, dando vueltas por el aire en forma de lazo, se le viene certeramente en dirección del gaznate, Narciso se agacha y pasa la reata de largo dejando en el aire una estela perceptible al oído. Ricky tira del freno, y el hermoso cuadrúpedo para en seco. Jinete y caballo giran, echándose de nuevo a la zaga. Esta vez, el ranchero, después de hacer girar varias veces la soga en el aire, y sin perder el ritmo del cuadrúpedo, apunta a una pierna. Narciso, que no lo había perdido de vista, salta, como los niños que juegan en los parques, y la cuerda se estrella contra el suelo, levantando un remolino de polvo. Los espectadores se echan sobre la barda, los hombres blandiendo el sombrero como si fueran a espantar un moscón y las mujeres dejando caer los senos sobre el palo superior como enormes testículos de toro encanicado. Ricky lanza un grito y, con la melena suelta como crin de caballo enloquecido, descarga con aplomo la reata que esta vez apunta a las dos piernas del cansado Narciso. Le alcanza la izquierda, tira con fuerza y el torito pierde el equilibrio y cae sudoroso. Los espectadores gritan, los sombreros vuelan como zopilotes hambrientos y los senos palmotean como badajos de campana que anuncia el sacrificio de la misa de doce.

Mientras Ricky arrastra a su presa por el ruedo, los otros hermanos Sifuentes forcejan inútilmente para ir al auxilio de su hermano escarnecido. En sus mentes torturadas no sabían por qué estaban presenciando tamaña ignominia. Venían a buscar trabajo. Era todo. Ricky se bajó del bayo, como de un fortín después de una sudorosa batalla. Se acercó lentamente al cuerpo sudoroso y empolvado de Narciso y lo miró un rato, mientras la audiencia guardaba silencio. De pronto levantó el pecho, estiró el cuello, alzó la cresta y, como gallo coquetón, lanzó un grito, mientras bajaba las dos manos para agarrarse los cojones.

Se agachó, aflojó la reata y apareció la canilla despellejada de Narciso. Sin perder tiempo, y con la misma cuerda, ató de manos y pies al mocetón contra la baranda. Quedó en forma de cruz, con los brazos estirados y las piernas un tanto abiertas. Ricky dio tres vueltas por delante de Narciso, como un gallo por delante de un capón, pero sin estirar ala. Después de imaginarse cómo serían de grandes, decidió que había llegado «el momento de la verdad». Como el futuro capón estaba maniatado, el gallo coquetón tuvo que hacerlo. Acercó el espolón a la región del ombligo y, de un jalón, rasgó el pantalón blanco, y las vergüenzas de Narciso quedaron al descubierto. A los dos jóvenes, hermanos de Narciso, le giraron las córneas, como cuatro canicas caprichosas en una caja de resortes. Las damas se taparon los ojos con las manos puestas en forma de abanico, pero por entre los dedos se asomaban seis pupilas sedientas de perras en brama. Los otros dos rancheros creyeron el momento oportuno, y Jimmy, el dueño del rancho, le pasó a Ricky las tenazas con que frecuentemente desnaturalizaban a los toros para convertirlos en bueyes. De un apretón cortó los tubos conductores de semen y vida. A Narciso se le escapó un profundo grito que retumbó por todo el rancho, al que respondieron en eco los machos cabríos que pacían en las lomas pelonas de los alrededores.

*****

La escena se repetiría dos veces más. Aquella noche se comió bien en el rancho. Entre otros platos sirvieron criadillas de los que fueran toros. Se agotaron seis six-packs de la marca Lonestar, se contaron chistes colorados, se divirtieron y, como animales enlodados, se quedaron gruñendo en el sopor del sueño.

*****

Los tres hermanos Sifuentes se pusieron en ruta hacia el sur, con el fresco de la aurora. Al cruzar el Río, sintieron una comezón aguda entre las piernas. Habían perdido fuerzas y caminaban rezagados hacia su ranchito. Pasaron cabizbajos por la única calle empolvada del pueblo fronterizo. Era domingo, y el pueblo se aprestaba para la misa de doce. Se quedaban extrañados los campesinos pueblerinos mirándolos pasar. Las beatas, con su nariz perdiguera, olfatearon el incidente y, con sus lenguas de sierpe, proclamaron a cuchicheos la deshonra que había caído sobre el pueblito San Rafael de Río Grande.

*****

Habían transcurrido tres semanas. El pueblito cercano al rancho de los Sifuentes hervía de coraje. Mientras los pueblerinos hablaban y blasfemaban, los Cienfuegos, que así se apellidaban los hermanos de Adelita, despacio y con aplomo hacían planes. Eran tres: Crispín, Martín y Fermín. Llegó la tarde del sábado de la tercera semana. Como estaba dispuesto de antemano, saldrían a la caída del sol. Crispín, el hermano mayor de Adelita, y Martín ayudaban a ésta a cruzar las pocas aguas que llevaba ese día el Río. La oscuridad de la noche había cerrado la pupila de los animales, y solamente el tecolote clavaba el ojo pelón.

A lo lejos se divisaba la luz tenue que alumbraba el segundo piso de la casa solitaria de Ricky y Nellie Wayne. Como estrella polar les servía a los Cienfuegos de guía. A distancia oyeron el ladrido de Duke, el perro policía de los Wayne. Los coyotes respondieron con algarabía. Los tres jóvenes y Adelita caminaban a pie firme y en silencio. La noche, en su oquedad, recogía con más intensidad el crujir de la hojarasca bajo los huaraches de los visitantes. El ladrido de Duke cambió de tono, y Crispín, a quien ya reconocía un tanto, le llamó bajito y le tiró el hueso fresco que le traían de regalo. Duke se apaciguó.

Crispín dejó caer el puño derecho sobre la puerta y se oyeron tres golpes secos que retumbaron en toda la casa. El señor y la señora Wayne se incorporaron sobresaltados. Se quedaron extáticos para ver si se repetía la llamada. Tres marrazos más resonaron por todo el caserón. La señora Wayne se escondió bajo las cobijas y Ricky saltó de la cama nervioso: «Damn Duke, wake up!». Con rapidez se puso la bata y se encajó las pantuflas, como caparazones de tortuga. Se oyó bajar por la escalera, como baúl destripado, la voz firme, aunque un tanto cascada, de Mr. Wayne: «Who is there?». Como una sierpe trepó por la pared la voz punzante de Crispín que se filtró por la ventana de la alcoba: «Lencho». Ya un poco sosegado, Ricky contestó: «O.K., Lencho, I'm coming». Amarrándose el cinto de la bata, bajó las escaleras mascullando no se sabe qué cosas.

Lencho era un chicano, conocido de los Wayne, de los O'Neil y de los Austin, como también de los Sifuentes y de los Cienfuegos. Solía acarrear en su troca braceros por toda la comarca. Al decaer el negocio de los nacionales, se dedicó a otro semejante que, aunque no tan de acuerdo a la ley, le proporcionaba la subsistencia. En colaboración con sus hermanos del otro lado, ayudaba a cruzar mojaditos. Parte de la clientela era absorbida por los tres mentados rancheros. Uno de éstos había sido Crispín, tiempo atrás. Se encendió la luz de la living room y, segundos después, se abrió el portón. Sobre la luz de trasfondo, la silueta de Ricky se dibujaba como un espantapájaros. Aunque momentos antes estaba a punto de conciliar el sueño, debía de tener los ojos muy abiertos, porque las palabras no le podían salir del gaznate y las pocas que emitió parecían las del cacareo de una gallina clueca.

-What do you want, Crispín?

-Me gusta que me reconozcas, baboso.

-What can I do for you?

-Tenemos cuentas que arreglar.

-Didn't I pay you your wages?

-No cabrón, no vengo yo ahorita a ajustar esas cuentas.

-Then, what is it?

Alargó la mano y atrajo a Adelita hacia la luz.

-¿Te olvidates de mi sister? ¿De la esposa de Narciso?

Ricky, que para entonces ya había podido ver en la oscuridad, trató de tirar del pestillo de la puerta, pero ya Martín había puesto su pie con firmeza, y Ricky no pudo cerrarla. Al fondo de las escaleras asomaba la figura lívida de Nellie Wayne. Adelita le clavó los ojos de hiena, y ella sintió el picotazo.

-Honey, say good-night to those people, close the door, and let's go back to bed.

-Señora, nadie le dio permiso para hablar. Cállese la boca. Shut up -le dijo Crispín resueltamente.

-Don't you talk like that to my wife.

-¡Tú, shut up también, cabrón! -mientras le largó una patada en el estómago, doblándolo.

-¡Aquí nomás hablo yo! ¡Todos adentro!

Fermín, como el más joven, se quedó de último, y cerró la puerta detrás de él.

-¡Arriba, coyón, sube las escaleras!

Ya Nellie había subido y se echaba las manos a la cara, quería morderse las uñas y daba un paso para adelante y otro para atrás, como leona enjaulada. Ricky subía parsimoniamente, mientras Crispín, falto ya de paciencia, le dio un rodillazo en las asentaderas diciendo:

-¡Muévete! ¡Y no menees tanto el culo que se te va a marear la mierda!

Llegados a la recámara, de donde habían descendido los Wayne, cerraron la puerta y los tres Cienfuegos se pusieron en semicírculo, flanqueados por su hermana Adelita. Quedaron en silencio unos segundos mientras Ricky y Nellie no sabían qué hacer ni qué decir. En esto, Adelita Cienfuegos y Sifuentes proclama:

-Desde ahora yo daré las órdenes. Crispín, Martín, amarren a ese hombre con la sábana a ese ropero.

Los dos hermanos agarraron fuertemente a Ricky, que trató de defenderse. Una patada de Fermín en el estómago le sacó la respiración. Sus hermanos fácilmente lo ataron, con los brazos en forma de cruz y las piernas abiertas. Acabado este trabajo, Adelita, después de haber clavado los ojos en Nellie, dijo:

-Crispín, Martín, tiendan en la cama a esa perra, y amárrenla.

Con dos pares de nylon la amarraron, los brazos a la cabecera y las piernas a las esquinas de los pies de la cama. Concluida la faena, Adelita se acerca a Nellie. La mira de pies a cabeza. Contempla la preciosa bata azul de seda. Después de apretar los puños lentamente, va desenterrando las uñas que tenía clavadas en la palma de su propia mano. Acerca la mano derecha a la abertura de entre los pechos de Nellie. Encorva los dedos, y como garra de águila, se cogen del lazo que tapa el decoro y, de un jalón, rasga el velo que cubre las carnes anacaradas de la gringa.

-Me platicaron que vites encuerado a mi esposo Narciso. Me dijieron que se te iban los ojos y los dedos para poder tentar y meterte aquello que a mí me dio una hijita. Este jue nomás un deseo, porque lo que tu esposo quería era otra cosa: era capar a mi Narciso. Pos mira, anque tú lo haigas querido, no se te hizo. Orita te voy a dar a mi hermanito que, como quien dice, entoavía está nuevecito.

Y, volviéndose a Fermín, el hermano menor, le ordenó:

-Hermano, siempre te has creído muy machito. En nuestro pueblo las muchachas semos honradas. Se respetan por su decencia. Semos mujeres. Aquí son pirujas manoseadas de todos. Ansina es que ellas tienen un modo que no tenemos las de nuestra tierra. Les gustan a ellas abrirse de piernas. Ahorita tienes tú la chanza. Aquí está, esperándote para que le des una sobadita.

Ricky se retorcía. De sus fauces se le desprendía saliva espumosa.

-Don't you dare, son of a bitch! Don't you dare to touch my wife! Keep your brown sausage for your brown Indian girls!

Una patada en los huevos le cortó la arenga nazi que le salía mezclada con baba putrefacta.

El cuerpo de Nellie se retorcía y su cara estaba consternada, no se sabe si de dolor o de placer, o de ambas cosas. Poco a poco se le fueron calmando las contorsiones, hasta que quedó con aspecto placentero. Afuera comenzaba a llover, y la tierra recibía la fecundación primaveral. Todo quedó en calma durante breves instantes.

Después de un corto silencio, Adelita se dirigió a Ricky. Detenidamente recorrió con los ojos el corpachón del gringote, como para medirlo de arriba a abajo. Se posaron sus pupilas sobre el azul cenagoso de los dos diminutos lagos del que se alzaba seis pies y, resueltamente, ordenó:

-¡Crispín! ¡Rásgale las garras a este mugroso! ¡Quiero ver cómo se miran los gringos a patarraiz!

Crispín se acercó y, de un jalón, dejó a Ricky en pelotas. Adelita bajó los ojos a la altura de las ancas del potro que tenía delante y observó:

-¡Ese relajo que te cuelga ha deshonrado a munchas muchachas de mi pueblo que necesitaban dineros para alimentarse a ellas y a sus papases, y tú les dabas migajas asquerosas, después de haber jalado de sol a sol!

Se quedó la joven Adelita como si los pulmones le negaran el aire. Hizo un esfuerzo profundo y se oyó un ruido como de un fuelle que buscaba llenar la panza vacía.

-¡Tú, gringo cabrón, has cortado las mangueras que me daban la miel de la vida y la traiban hasta mis entrañas! ¡Quería yo tres hijos más, y tú cortates el ombligo de mis hijitos que no vieron la luz! ¡Has cortado la fuente de vida y la alegría de mis años de viejita! ¡Tú, gringo baboso, mal cristiano, ladrón, sinvergüenza, mataste en el huevo a muchos nietos míos que mis ojos ya nunca jamás verán! ¡El hijo que tu esposa tendrá no será tuyo, porque tú ya no podrás! Llevará sangre mía, de los Cienfuegos, y será prieto, como los Cienfuegos. Todo el mundo lo sabrá.

Tratando de buscar aire, sacó de su faltriquera el cuchillo con que tantas veces había cortado carne en su humilde cocina. La hoja plateada relumbraba con el reflejo de la luz de la alcoba. Ricky, amarrado, empeloto y con los ojos abiertos como dos ventanas que miran hacia el abismo, hacia la nada, exclamó:

-Don't do it! For God's sake, don't do it! For your Virgen of Guadalupe! For your own moth...!

De un tajo Adelita le cercenó los dos testículos que tenía colgantes. Cayeron al suelo como dos higos maduros, produciendo un sonido fofo y sin ecos. Poco a poco se fueron arrugando, marchitando, mientras de entre las piernas de Ricky surtían hilos de sangre caliente. Con el delantal, Adelita limpió el color granate que se había quedado adherido a la hoja de su faca y, acto seguido, cortó el ombligo telefónico que unía la residencia de los Wayne al mundo de afuera.

Bajaron las escaleras, abrieron la puerta de la casa, y la noche tragó a los Cienfuegos. Dos veces más se repetiría la misma escena esa noche.

***

Se respondían los gallos en una algarabía matinal cuando los Cienfuegos salían de la casa de los O'Neil. El alba tendía su sábana de lirio virginal sobre las aguas del Río, que llevaba en su corriente coágulos de sangre vengada. Cuando pasaron por el pueblito, las campanas anunciaban la misa de doce. Los feligreses se fijaban que los Cienfuegos caminaban con garbo por la única calle empolvada del pueblo Las beatas los miraban con ojillos saltones. Todos en el pueblo sintieron que se había lavado la deshonra que tres semanas antes había caído sobre San Rafael de Río Grande.




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El puente

Por entre la niebla matinal se escapó un sordo estallido. Los periódicos de ambos lados del puente vociferaban todas las mañanas los incidentes ocurridos. Era de rutina. La gente estaba ya acostumbrada. Nadie parecía alarmarse.

Aquel día no había sido diferente. Otro incidente, como de costumbre. Pasó como relámpago por la primera página. «Carlos Arauco. Edad, cuarenta y dos años. Antiguo estudiante de la UNAM y revolucionario empedernido. En las primeras horas de la madrugada sucumbió sobre el puente». Las manchas rojizas habían salpicado la placa de bronce en donde se decía: «Progress and Friendship-Amistad que une a dos pueblos».

Rodaban llantas y palmoteaban pies llenos de callos y de costra. Ojos acostumbrados al cemento, duros y nublados por la esperanza y el sufrimiento. Ruidos polutos de tubos-de-escape, silbidos metálicos de proyectiles certeros, estallidos de pólvora quemada, gritos lastimeros de almas agónicas, ayes quebrantados de trenzas enviudadas. Al acercarse a la garita número dos, un niño, con su caja-de-bola bajo el brazo, saltó del autobús y se fugó. Un rayo de luna hirió el vientre del río.

A las dos en punto había llegado. Un largo recorrido desde el interior. No se habían percatado de mí. Un historial quedaba detrás. Detallado y documentado. Largos años de formación. Así me lo dijeron repetidas veces. Sin embargo, mi perspectiva era muy diferente. Fui aplicado durante los años de aprendizaje. Mis lecturas habían sido seleccionadas por otros. Años después, leía lo vedado. Estas, y las experiencias vitales de los años postreros, me encaminaron hacia peligrosos derroteros.

Mi destino se fue perfilando a raíz de mi salida del Colegio de San Ildefonso, de La Compañía de Jesús. Cayeron en mis manos libros «malsanos». Autores condenados y prisioneros algunos todavía en el «Índice». Otros escapados por milagro del asqueroso anatema, que los relegó a un ignominioso maltrato. Hubo rescate. Salieron poco a poco del secuestro y de las tinieblas del calabozo. Voces poderosas como trompetas en un juicio universal. Voltaire, Hegel, Marx, Shopenhauer, Maquiavelli, Unamuno, Ortega, Rodó, Ramos, Paz, Che y Sandino, sin olvidar a Illich y a Freire. El director del Colegio me lo había indicado repetidas veces: «te vas a extraviar y a desviar, muchacho». Y así fue.

A eso de las once ya estaba yo en la estación de autobuses. Algunos salían para el sur, otros para el norte. También había viajeros para el este. La razón me dictaba el sur, El Canal. Pero una fuerza fascinadora, que me subía por la entraña, me exigía el norte. Contaba con una hora. Solamente quedaba una eterna hora para resolver mi desgarro interior. Me puse de pie. Saqué la billetera del bolsillo. Me dejé llevar por el instinto. Puse mis pesos sobre el mostrador del «Tres Estrellas».

Me senté en el asiento número veinte y dos. Por azar, creo yo. Pronto me di cuenta, sin embargo, que a los veinte y dos años había dejado a La Compañía, años atrás. Otra casualidad. Cerré los ojos. «La casualidad no existe», comencé a pensar. Me inundaron los años de formación. Una concatenación de causas ignotas que había que descubrir. Una causa que produce un efecto, que se convierte en causa de otro efecto. Ad infinitum. Todo tiene su razón de ser, me decían. «Este mundo es el mejor de los mundos». Y entonces vi a Voltaire, con la melena erizada que, con su Histoire en la mano, le pegaba en la cabeza a Spinoza. Como si despertara de una pesadilla. Me levanté y me fui al asiento número veinte y cinco. Me cambié para ese asiento, porque allí iba un tipo raro que estaba escuchando su grabadora cassette. Casi imperceptible se oía el primer movimiento de la Sinfonía «Heroica» de Beethoven.

-¿Puede darle más volumen a su música?

Ostentosamente me clavó la diminuta pupila, dilatándola. No podía yo discernir si por la oscuridad, por el asombro, por el atrevimiento o si por la incredulidad. Quizás por todos estos factores.

-Yo me creía que ya no había gente civilizada.

-Eso es muy relativo, señor.

Rompió mi embeleso el gran final. Sin decir nada, me levanté. Me fui al asiento número treinta. A mi lado se encontraba un joven estudioso que parecía haber vivido largos años. En su mano tenía un libro que llevaba por titulo Los siete hijos de la Llorona, por J. Hortiguero. Me atrajo la curiosidad, pues me era familiar, ya desde la niñez, dicha leyenda. Además, el tópico abundaba en literatura. Aumentaron mi interés las facciones del lector. Rasgos mestizos, pero con un aire peculiar. Aproveché la ocasión cuando cerró el libro y miré, durante breves segundos, por la ventana.

-¡Qué es el nombre de esta ciudad?

-Los Mochis... ¿Y el suyo?

-... Tony Menchaca.

Hasta llegar a Ciudad Juárez tuvimos largas conversaciones sobre sus temas favoritos y mis preocupaciones ideológicas. En cuanto a él, supe también que estudiaba Ciencias Políticas en la Universidad de Texas, en El Paso. Me dio su domicilio y el número de teléfono. Y me regaló el libro.

-Keep it. Espero que te gustará.

Eran las diez de la mañana cuando llegamos. La ciudad comenzaba a adquirir vida. Yo me dejé ir a la deriva.

Habían quemado al Presidente de la universidad en efigie. Les había prometido el Chicano Studies Department. A última hora les dijo: «I'm sorry, there is no money». La demostración no careció de colorido. La presencia de las fuerzas policiales dio más realce a la propaganda que intentaban. Los periódicos y las estaciones de radio de Ciudad Juárez trataron largo el asunto. Como en una caracola india, este incidente me traspuso en el tiempo y en el espacio. Morelia, La UNAM, Nuevo León. El malestar era común, aunque el «malhechor» había sido otro. O quizás el mismo.

En cada esquina me parecía ver una panza obesa en uniforme. Fui sorteando las calles. En una plazuela había un pequeño grupo de camioneros izando pancartas, pegando carteles en las paredes y explicando por vocinas las injusticias cometidas contra ellos por los «perros capitalistas». Sentí renacer un horno en la entraña. Un carro blanquiazul me enfrió la sangre. Continué a la deriva. Me encaminé por la calle del puente. Boleros, mutilados, uno que otro guitarrista y acordeonista, faldas burdas y policromadas de mujeres de pelo negro entrenzado y niños enrebozados contemplaban el desfile de hombres y mujeres de mejilla rosada y nalgas albinas. «Puente Internacional /de Johnson y Díaz Ordaz», rezaba una placa de bronce.

La calle subía como rambla. Brazos izquierdos que brotaban de carros, extendían sus manos cargadas de diezmos. Una mano robótica, como pezuña de chango organillero, recogía el botín del obeso gobierno. Los carros en procesión subían la pendiente estremecidos por la incertidumbre contagiosa. Subía yo lentamente por la banqueta enjaulada para peatones. Atrás quedaba la garita sureña. Me temblaba el paso en la tierra de nadie.

Pisé en la ranura de hierro que empalmaba las dos gigantescas mitades del jorobado puente de cemento y asfalto. Dromedario inmóvil. En una garita-balcón una desconocida, enroscada en sus faldas, dormía su desesperación milenaria. Me acerqué a la baranda. Un río canalizado serpenteaba aguas de color incierto. Seguía yo el zigzagueo desde la lejanía. Debajo de mí había un diminuto niño que me decía algo con los brazos. Clavé los ojos, pero no oía nada. Un transeúnte le echó una moneda que silbó por el aire. Produjo una burbuja, y el niño desapareció bajo el lodo. Comprendí el mensaje.

A mitad de la tarde un bocinazo me sacó del ensueño. Alguien, zarandeando los brazos, me llamaba desde un carro. Entre varias, una cara conocida me invitaba a bajar la pendiente del puente. Era Tony Menchaca.

Minutos después, un grupo de cinco me estaba esperando fuera del carro. Tony me saludó y me presentó al resto del grupo, compuesto por tres muchachas y dos muchachos. Nos subimos y me llevaron a la cantina-restaurante La Chiliuahuense. Cinco botes de Tecate y una Pepsi formaron un círculo sobre la mesa.

-Este incident nos va hacer join together más, 'manos.

-Let's toast...

-¿Ustedes frecuentan Ciudad Juárez? -pregunté.

-Sí. Venimos a alivianarnos.

-Y a buscar nuestras roots.

Se rehacía en mí la fiebre juvenil de años atrás. Sabía que estos entusiasmos madurarían y cuajarían en ideologías comprometedoras. El entusiasmo de una victoria provisional dejaría un rescoldo abrasador en los resquicios del alma quebrantada. «Tuve que desraizarme», eran el sello que llevaba yo clavado en la soledad de las noches frías. Cincuenta espectros de sangre compañera regada por los baldosines de la Biblioteca de la Universidad Nacional que se estiran, arañan los murales y gritan petrificados. Que retumban lastimeros en el tímpano de la medianoche. Que resbalan plateados por la hoja de la navaja y se tiñen de sangre en la tripería obesa de un decano enmustachado y de corbatín. Que besan agradecidos la mano que blandió el cuchillo en el lomo de un perro policía. Espectros reencarnados en fiebres juveniles.

Tony Menchaca, que ya me trataba de old friend, me había presentado a sus compañeros y había hablado muy tendido sobre sus carreras, presentes y futuras actividades. De vez en cuando alternaban los demás. Yo los seguía intrigado. «Tienes que hacerle el try a nuestra University», me urgía Tony, a lo que asentían los demás, en especial los ojos negros y misteriosos de una muchacha de cabellera larga, lisa y negra, que hablaba poco.

-Yo voy a defender la Raza en las courts -dijo Johnny Sánchez

-¿Y quiénes van a ser los jueces? -interpelé yo.

El juez había sido benigno conmigo, pues en su conciencia legal sabía que mi padre gozaba de influencias. Él había querido que yo siguiera en su negocio multimillonario de maquinaria pesada. Pero me pareció que, tácitamente, él era cómplice de los potentados que influían en los destinos políticos del país y de la vida universitaria.

-Yo voy a enseñar a nuestros chamacos nuestra cultura aseveró Lupe Rodríguez.

-¿Y qué pueden hacer con ella en un sistema capitalista ajeno a ellos? -intervine yo.

El niño había salido con la ropa mojada y de color incierto. Su pelo parecía el de una rata fláccida, salida de un cenagal. Con los bracitos extendidos, imploraba hacia arriba. Di la vuelta y observé una curvatura de vientre. Estaba en la cima del puente. Un gringo de barba y cabellera larga la acompañaba. Llevaba la camisa desabotonada, que flotaba sobre unos pantalones de vaquero. La joven, de tez morena, le miraba embelesada a los ojos nublados del prehistórico vikingo.

-Yo voy alivianar a mis carnales del Social Welfare -repuso Sonya López.

Deposité el dinero y pulsé el número del cuadrante. La voz dulce y serena de Águeda Arupe se oyó al otro lado del puente. Le dije que la quería ver. Sin ambages. Me contestó que no podía, porque tenía que asistir a un «mitin». Más bien me pareció que no tenía todavía plena confianza, o que no le convenía, porque yo era mayor que ella, o porque había estado casado, o porque me andaban buscando, o, simplemente, porque tenía otro compromiso. Todo esto no lo llegué a saber. Pero no me colgó el auricular.

-Yo quiero correr para Senator y... -Tony Menchaca quedó pensativo.

-¿... y la infraestructura? -volví a preguntar.

Yo había alquilado un apartamento en un barrio pobre. Lo hice por motivos de seguridad. Mi padre me había dicho, «Hijo, vete de aquí. No quiero que me avergüences. Tendrás el dinero que necesites. Pero vete de aquí». Yo sabía que no podía vivir en el interior. Ni en el país. Ni hacerme notorio. Con los desahuciados estaría mejor y más seguro. Hasta que llegara el día...

-Y tú, ¿qué vas a hacer con la literatura? -le pregunté.

-Quisiera leer una Divina Comedia o un Don Quijote chicano -respondió Águeda.

En la cima del puente un estudiante del Departamento de Agricultura, que se especializaba en cría porcina, estaba donjuaneando a una ojiazulada estudiante de español. «¡Cómo bien usted hablo español!». El especialista se empavonó y, galantemente, ofreció sus conocimientos y servicios a la fascinada estudiante.

Águeda y yo habíamos quedado de acuerdo. Era el día de Thanksgiving. Me dijo, «Carlos, este día es el mejor. Los aduaneros se sentirán muy benévolos, y creo que no harán muchas preguntas». Pronto nos dimos cuenta que se sentían muy americanos. «Citizenship?». Águeda se alteró. Torció su Volkswagen del '67 hacia la izquierda. Giró y quemó llanta. «Estos gringos no se enternecen con un guajolote ni con una guajolota. Tienen el alma más dura que su madre», comentó ella airada y desilusionada. A mí me pareció haber notado una mirada inquisitiva, como si me reconociera. «¡Te fijaste en la cantidad de caras grabadas en el cartelón de la pared de la taquilla?». «No te preocupes, es para asustar a la gente nomás», me dijo tratando de calmarme. Con su mano derecha me apretó la mía. Estaba seguro de que por su cabeza corría la misma electricidad que por la mía. No pude distinguir las caras. «Caras de pasaportes, de tarjetas de identidad, de personas perdidas», me dice. «Y de personas indeseables», añadí yo. «Quizás los nuestros se hayan puesto de acuerdo con el FBI o el CIA», continué. «Eso, no», me repuso.

-We need you, carnal -me había intimado repetidas veces Tony.

Quería que Águeda conociera mi apartamento. Se lo comuniqué, y, después de unos segundos, aceptó. Creí que le daría vergüenza de ver cómo vivía yo. Pero no se percató de mi anonimidad, ni de mi obvia indigencia de muebles, cocina y salita. Ni siquiera de la oscuridad. Eso me pareció a mí que le parecía a ella. No me dio vergüenza, porque le expliqué lo que le había explicado varias veces. Hablamos largo rato. De todo. Observé que se encontraba tranquila. Poco a poco fue dirigiendo la conversación hacia el tema central. «Pero todavía estás casado».

Era una noche de luna llena. Los rayos mortecinos caían fríos sobre mi cabeza. Inclinado sobre el barandal del puente, podía ver la sombra de mi cráneo proyectada grotescamente sobre el agua. Mis pensamientos se mecían con las diminutas olas negruzcas. Trataba de detenerlos, pero desaparecían con la corriente bajo el puente. Clavé las pupilas y las enterré en el fondo de las aguas cenagosas. Creí ver cráneos sumergidos en la madre del río. Mis pensamientos se marearon con la ondulación de las olas. Sacudí la cabeza y, hacia la derecha, en la entrada del norte, vi dos perros policías entrar y salir de dos carros. Parecían negros, o grises, o azules, o pardos. Sus hocicos vibraban como comadrejas en brama. Trajeron a dos señoras esposadas. Los perros olieron las faldas. Metieron las cabezas, y, de las verijas, sacaron dos bolsas de marijuana. Miré para la izquierda, para el sur, y dos hocicos bajo dos viseras enseñaban sus colmillos perrunos bajo una carcajada lunera. La sombra del cráneo vibraba sobre el agua macabra.

-¿Te decides hoy? -me dijo por teléfono.

-Sí.

-Te espero por la Friendship Highway. Una milla al sur.

Había caminado sin cesar. Iba sorteando las calles. Me parecía ver carros de policía en todas las esquinas. Por fin, dejaba atrás el bullicio de las luces. Me interné en la oscuridad. Caminé por entre la broza. La noche estaba cerrada. Unos nubarrones espesos rozaban las cabezas de los arbustos. Como grises masas cerebrales y broncas me alborotaban la cabellera. Me saqué los zapatos. Remangué el pantalón hasta el muslo. Metí un pie, y desapareció en el lodo. Caminé despacio. El agua me llegaba hasta el pelvis. Envuelto en nubarrones, discerní un rayo winchesteriano. Me agazapé en la luminosidad. Un estallido hirió penosamente mis oídos. Un ruido sordo se aproximaba a mis tímpanos. Cuatro cuchillas voladoras cortaban el aire en un torbellino de viento. Me volví a agazapar. Alcé el pie, y salté a la otra orilla. Bajé los pantalones y caminé hacia la Friendship Highway. Detrás de un cactus observaba pasar algunos carros. Uno, de faros pequeños y de escasa velocidad, se aproximaba. Me atreví, y me puse en medio del carril. Era el Volkswagen de Águeda. Abrí la puerta y me metí. Sentía el corazón que presionaba contra la sien.

-We need you con tu experiencia en nuestra University -parecía escuchar el eco de Tony.

-¿Pasaste bien...?

Íbamos callados por la Friendship Highway. Al entrar por las calles le conté mis percances. Menos lo de los huesos. Lo de los huesos, no. Los sentía en las plantas de los pies. Se rehusaban subir al cerebro. Me mordían los talones y los dedos. Mordidas de protesta y de venganza fracasada. Lenguas disecadas y acuáticas que salpicaban blasfemias secas. Voces oscuras y serpentinas que se las llevaba sórdidamente la corriente. Que no se las llevaba el viento. Que no se las llevaba el fuego. Que se las llevaba la mar. A la tierra de nadie. A la nada. Allí dormían la muerte de la violencia y de la sangre. Huesos en sarcófagos de lodo, pavimento de aguas mugrosas, que pisan y oscurecen y tapan y corren y llevan el hilito de la vida, del hombre, de la mujer, del niño, del hambre, de la inocencia. Quería saltar por las calles, por los campos, por las oficinas, por los aires, por el mar. Quería enseñarles a todos, a la humanidad, las plantas de mis pies. Mordidas, chillidos, lamentos, sangre, venganza. ¡Venganza! Y vergüenza. Me dio vergüenza contarle esto.

-Carlos, ayer pataleabas desesperadamente en la cama -me reconvino Águeda.

-Es que me quedé dormido -le respondí.

-Y..., me hiciste el amor...

Recordé algo. Recordé que tenía los pies adoloridos. Que se lo dije. Que ella creyó que había sido por haber caminado mucho. Por cemento, por broza, por piedras, por lodo y por agua. Nunca se imaginó lo de los huesos. Recuerdo que ella, por compasión y con ternura, me sobó los pies atormentados. Yo me sentí agradecido. Recuerdo que se apagaron las luces. No estoy seguro si la de la pieza o la de los ojos. Pero me sentí rodeado por la oscuridad. Recuerdo que me estremecí agradecido. Que un cuerpo me daba calor. Tiritaba. Ella se creía que era de frío. Que el frío me subía de los pies adoloridos. Era el calor de un cuerpo el que me quemaba. Se lo comuniqué. Y ella se dejó. Recuerdo que le pasé la mano por la cara, por el pelo, por los hombros. Sentí un cuerpo sedoso, tierno, suave y caliente. Creí tener ciertos derechos. Los derechos que brotan del amor. Sentí unos besos ardorosos y unos muslos que apretaban enamorados. Mi alma se inundó. Un arrobo y un éxtasis prolongado extrajeron dos suspiros y dos bullicios. Dos «ay» y dos «te amo». Dos cuerpos en un ser. El tiempo se paralizó. Una aureola sublime nos cobijó toda la noche.

-Te he dicho que me hiciste el amor.

-Sí, recuerdo -le dije.

-Yo sólo me entrego enamorada.

-¿Cuántas veces te enamoraste? -le exigí

-Esta solamente -me dijo con una mirada intensa.

Decía la verdad. Recuerdo que su cuerpo estaba rígido, fuerte, impenetrable. «Sólo el amor se entrega al dolor», me dijo en voz imperceptible. Un amor que ansía el dolor. Un amor de sacrificio, de víctimas. Ahora recuerdo todo esto. Lo recuerdo vivamente. Como un éxtasis.

-El hijo que nazca será tuyo -me dijo lánguidamente.

-Será nuestro -corregí yo.

Desde el puente vi a otro niño que nadaba sobre las aguas del río. ¿Sería el mismo? Daba vueltas, subía, bajaba, se retorcía. Se sentía seguro en el juego, como si estuviera bajo el amparo de su madre. La madre del río. Al llegar a una orilla, daba la vuelta y tocaba la otra orilla. Se zambullía. Pataleaba en la matriz, en las aguas del río. El arco iris del puente, al igual que un hinchado vientre, lo protegía. Un helicóptero, halcón patrullero, atisbaba al pollito, a los pollitos juguetones.

-Tienes que cruzar, mano. We need you en nuestra University -resonaba el eco de la voz de Tony.

El puente nacía de la entraña de dos pueblos. Los unía férreamente. Un arco iris de cemento. Los carros, las personas, el amor se deslizaban de norte a sur y de sur a norte. Como vientre de mujer, de madre, encerraba amores y dolores, vida y muerte. Resbaladero de niños, de hombres y de viejos. Ballesta y arco de cupido.

-¿Por qué te entregaste a otro sin amar? -le dije, agobiado.

-Estoy enamorada de ti y de tu hijo. Te necesitamos -clamaba como leona.

Ballesta y arco de cupido. «Carretera de comercio y de explotación. Camiones, trocas de tomates, de sangre capitalista y roja. Tomates del tamaño de tanates. Bocados sibaritas en las mesas cristianas. Tanates rojos que revientan su sangre bajo los podridos colmillos del dinero y de la mierda. Corazones rojos de niños sudorosos e indefensos, que gritan encorajinados bajo las mandíbulas de viejos sanguinarios. Bolas de excremento rojo de vientres y culos sanguinarios. ¡Puente! Arco iris de comercio y comunión capitalista y de corazones de escupidera. Malhaya la unión explotadora y separadora. ¡Malhaya la madre que te parió!«

En otra placa de bronce aparecían las caras de dos Presidentes. Cortaban una cinta con tijeras de metal oxidado. Un niño diminuto, en brazos de una mujer demacrada, vertía sangre por el tierno ombligo. Un muchacho, en la ladera del río, se montaba sobre dos muslos anacarados, mientras una troca, cargada de tomates, sollozaba por el tubo de escape.

«Tenemos que separarnos, Amor. Como ves, nuestra relación es imposible. El presente se nos ofrece lleno de obstáculos. Soy hombre maduro y tú comienzas a vivir. Aunque ya no estoy con mi esposa, tengo dos hijos. Ni tengo casa ni tengo patria. Los perros de ambos lados, de ambos bandos, me acosan como a un venado cansado de correr. El único terreno que me queda es este puente de cemento frío. No tendrás futuro, porque a mí me lo quitaron».

«No hables así, Amor. Tú eres todo lo que tengo y necesito. Tú eres un hombre maduro. Me enseñaste todo lo que hay que aprender en la vida. Me amas. Te amo. Lo demás ya no importa. Me siento segura a tu lado. Después de todo, la vida es encontrarse. Ya me encontré. Me siento realizada. Y ahora... que venga lo que venga. Mis padres, mis amigos, la sociedad, ¡qué importa! Te amo y me tienes. Qué más queremos. ¡Piensa en tu hijo...!».

Le apreté su cara entre mis manos. La contemplé de hito en hito. Me sentí dominado, y le eché los brazos al cuello. Estrujé suavemente su cabeza contra mi pecho. Mis manos resbalaron por su sedosa cabellera, que le llegaba hasta la cintura. Sentí que entre mis brazos se entregaba una vida, la vida. Me creí gigante. Sobre la espalda lomuda del puente se contemplaban las dos ciudades, mirándose desafiadamente con las miradas de los policromados ojos neónicos. Las aguas negruzcas del río corrían de oeste a este, en movimiento malagorero y desmayado.

Le pareció haber oído un estallido de petardo procedente del sur y el eco de un silbido metálico proveniente del norte. Entre los brazos de su amada sintió un agudo hito de dolor, acompañado de un grito desgarrador de hembra acosada. Su cuerpo se deslizó sin fuerza por entre dos senos que, como palomas sedientas, picoteaban ardorosamente dos ojos nublados. Un lecho de frío recogió su espalda torturada.

*****

Al día siguiente, en su edición de la tarde, los periódicos vociferaban los hechos. Un proyectil había alcanzado a un cuerpo ya frío en la cima del puente. El vientre de una joven flotaba anónimamente sobre las aguas luneras. La espejeante curvatura del puente reflejaba la cóncava madre del río con un cuerpo de niño en su seno, perdido entre centavos y huesos.




ArribaAbajo

Reconocimiento

-Hola, Johnny.

-Hi, Juan.

Allí se quedaron los dos ojos, los cuatro ojos clavados en los cuadriláteros. Cien, mil, cien mil ojos cuadriláteros. Ojos negros y eléctricos. Miraban hacia el norte y hacia el sur. Cuadriláteros caprichosos, en forma de montañas de oro y de pirámides ancestrales. Cuadriláteros invertidos, cuadriláteros ladeados. Barras y estrellas en la alambrada. Alambrada enjauladora de gallinas disecadas. Los dedos se retorcían como garfios de guerrero y desesperación de prisionero. Ojos negros y acalambrados de históricos hermanos.

-Hi, Juan.

-Hola, Johnny.

El sol de las nueve y de las diez de la mañana pegaba en la ventana de la casa en la sureña montaña. Ángulo perfecto. El rayo reverberador y lejano llegaba a la cuadrilátera pupila de Johnny. Se fijó en el espejo de la ventana. Se iluminó la casa en la montaña. Rayo redondo y rojo, cual moneda de oro ensangrentado por la codicia milenaria de guerreros y sacrificadores. Corazón basquebolero rebotando en la mano prestidigitadora del mago del teocalli. Ojo rojo de dios del fuego. Los dedos, prendidos de la alambrada eléctrica, se estremecieron.

-Hola, Johnny.

El sol de las dos y las tres de la tarde reverberaba en las ventanas del banco en la montaña norteña. Los rayos del sol poniente llegaban a la pupila ardiente de Juan en formas prismáticas. El verde de la loma subía por la falda de la ladera. Se encaramó por las ventanas cuadriláteras como hojas de árbol y franjas de bandera. Papeles de cristal verde adornaban los ventanales de las modernas pirámides de cemento y acero.

-Hi, Juan.

Johnny se despertó a las siete. Abrió los ojos y vio el cielo raso. Blanco y apostillado. Trató de recordar, pero no le afloraron los sueños. Lánguidamente echó las cobijas hacia los pies. El fresco de la mañana le inundó el pecho. Frotó los ojos y se sentó. En breves momentos se dirigió al baño sonámbulamente. Se enjabonó las manos y la cara. Se enjuagó. Se acercó al espejo y vio unos vellos pegados a la quijada. «Puro indio», se dijo. «Nunca te olvides, hijo, de que tu abuelo fue indio tarasco», le había recordado su mamá cuando él ya podía corretear. «La mamá de tu papá era francesa de Jalisco, de ojos azules, según dice tu padre», agregó. Se acercó más al espejo. «Bullshit!», exclamó. Del bigote le salían media docena de pelos ralos.

-Hola.

-Hello.

El relente de la mañana había sorprendido el sueño de Juan. Con los puños cerrados se limpió las oquedades de los ojos. Se sentó recostado a la pared de un Curio's Shop. Todavía no habían abierto las tiendas. Con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos bajo los sobacos, trataba de espantar el frío. Se retrajo y se acordó de su pueblito, cercano a Chapala. Su padrino Teófilo le había intimado: «Hijo, pasé por junto el lago y vide mucha gente del norte. Tenían lustre en las piernas y en los pechos. Vete tú al norte y regresarás lustroso». Se echó las manos a la cara. «Es que no me la pude enjabonar. Esa es la puritita verdá». Quiso remangarse el pantalón, pero el frío le impidió ver si tenía la pierna lustrosa. «Cuando caliente más el sol», se convenció a sí mismo.

-Hola, Johnny.

En la clase de historia, el profesor Ivan Schroeder pronunció su conferencia. «In short», dijo, «the Aztecs were murderers, they overtaxed the other Indian tribes, and were fatalists». Se había congelado con los puños sobre la mesa, los ojos nublados de azulblanco sicótico y la barba de chivo cansado colgada del atormentado labio inferior. «Professor Schroeder, and what about the Tarascans?», intercaló Johnny. «They say they fought back, but as you know there is a lot of myth floating around...». «And what about the Mayas?». «Again, there is an aura of myth. They came into history and they disappeared». «That is all?». «That is all». «And Pancho Villa?». «What's the matter with you, Johnny?. Can't you read? Pancho Villa was a bastard, literally. He had 'wives' everywhere. He massacred women and children alike. And he was a bandit, a bandido. Anything else, Johnny?». «Chingatumadre». «What?». «I've said, thank you». «You're welcome».

Habían adelantado la pelea una semana. La Border Boxing Association había alterado la programación del año, como ocurría con frecuencia. Los pugilistas se multiplicaban y había que dar cabida a todos. «Entertainment is the backbone of the American People», decían los reporteros y comentaristas. Frank Olmos y Pancho Lomos estaban en el programa para esa noche. Pesos pluma los dos. A la orden del árbitro, Mr. Francis Blake, los dos se clavaron la pupila. Quisieron reconocerse, pero Mr. Blake tomó la palabra: «I expect a clean fight, boys». Se separaron. En las espaldas sudadas, aprisionadas por los alambres del corral, quedaron marcadas varias barras coloradas. Sonó el pito policiaco y los pesos pluma comenzaron a revolotear sus alas en el aire. Un picotazo de Frank en la clavícula dejó a Pancho acalambrado a lo largo de la cancha. Frank vio su sombra reflejada en el tendido cuadrilátero. Las gallinas, encorraladas en los asientos, batían los picos y las desplumadas alas y retorcían los ojos blanquirrojos. El de la corbatilla sentenció: «Another down». Johnny miró al espejo que tenía delante y notó la pesadilla en las córneas. Se rasuró. Salió en el momento en que un hombre en azul oscuro entraba por la puerta de la casa de enfrente. «Another one», musitó.

-Hi, Juan.

-Hola, Johnny.

-By the way, ¿qué es tu nombre?

-Juan Díaz. ¿Y el tuyo?

-Johnny Díaz.

«Qué chistoso. Si podíamos muy bien ser hermanos», pensó Juan mucho después. «Pero no. Yo soy de Michoacán. Puro indio mexicano. Johnny es del otro lado. Es americano. Además, yo no tengo hermanos. Si yo tuviera hermanos, los reconocería. Los hermanos se parecen unos a otros. No sólo en la cara, sino en todo. En los ojos también. Yo se los vide de cercas. Se los miré muy bien. Parecían canicas caídas en un charco de agua. Mismamente espejitos quebrados. Se veían como muchos rayos de sol en sus ojos y pedazos de cara desparramada. No eran como los míos. Yo me vide una vez en un espejo y me veía todo enterito. Como soy. Con ojos como canicas. Pero indio michoacano. Tarasco, pues. Ya me lo decía mi madre: «Tú eras puro indio». Eso me lo decía mi madre, que en paz esté. Qué extraño encontrarse aquí con uno que tiene el mismo nombre. ¿El mismo nombre? Johnny. Eso no es mexicano. Eso es muy americano. Por eso sé que no somos hermanos. Él es americano. Pero bien pudiera no ser, porque también en Michoacán hay algunos que quieren que les llamen Joni. Otros Toni, otras Beti y otras Pati. Y así muchos más. A lo mejor Johnny es de Michoacán. Bien pudiera ser. O a lo mejor esos de mi tierra son como Johnny. Bien pudiera ser. Pero es que ellos son tarascos y Johnny es americano, y allí hablamos puro español y Johnny habla inglés, y otras veces no. Yo no sé, pero la próxima vez me voy a mirar en sus ojos quebrados y le voy a preguntar si es americano. Aunque me malicio que no, porque si fuera americano tendría un carro grandote, un traje color azulito y unas botas rematadas en punta. Quién sabe. La próxima vez le pregunto».

Le distrajo de sus pensamientos una pareja de edad madura, salida de Toni's Licor Store. Les seguía una muchacha de blusa vaquera, pantalón short, piernas albinas y sandalias huarache. Llevaba en el brazo izquierdo un poncho y en la mano derecha una piñata, burro verde, blanco y rojo. El pelo era largo y lacio. «Como las muchachas de mi pueblo», musitó. Pero no, era rubio. Iba subiendo la loma y, con el cansancio, el pelo lacio se meneaba rítmicamente de izquierda a derecha. Se fijó bien y le pareció, después de un intervalo, que no era el pelo, sino el cuerpo el que se mecía. Se cercioró al notar que los rayos del sol reverberaban en una ventana de la loma. Ni la ventana, ni los cabellos, ni el sol se cimbreaban. Los haces de los rayos del sol se clavaban en el cristal. Verdaderamente parecían la melena de una muchacha que se queda plasmada en un espejo.

-Hola, Johnny Díaz.

-Hi, Juan Díaz.

-¿Tú qué eres, americano o mexicano?

-I'm chicano.

-Entonces no somos hermanos.

-We are carnales, somos Raza, ¿que no?

-...

A Johnny Díaz se le congelaron los ojos en la melena de Juan Díaz. Como leopardo enjaulado penduleó la cabeza detrás de los cuadriláteros de la alambrada. Efectivamente. Una cabellera lacia. Lacia como la de la niña del sol. Miró para la Vía Láctea, y la Milky Way descargaba unos rayos negros y fríos sobre la alambrada. Melena negra y fría.

Por los cuadriláteros se veían las lucecitas de las casas en la loma sureña. Estrellas diminutas sobre una pirámide lejana. Lejana como la Vía Láctea enredada en una telaraña, entretejida por una mano misteriosa. «Qué chula se mira la Milky Way con ese chingo de stars clavados in the sky». Bajó la vista Johnny y vio las lucecitas parpadear en los cuadriláteros de la loma. «Mismamente como las stairs de las pirámides que miré en los books de la library». Abrió más los ojos para contar los peldaños y se le acercaron como hebras negras y frías de telaraña metálica. «Shit!», exclamó. Se dio cuenta de la mano misteriosa que entretejió la Vía Láctea, los peldaños piramidales y la red metálica. Una araña misteriosa.

Se miró al espejo y, en los ojos blanquinegros, tenía entretejida una red blanquirroja. Los frotó con los dedos y vio cuadriláteros en las bóvedas de las córneas. Los sobó con las palmas de las manos y observó que el espejo dibujaba cuadriláteros blanquinegros. Sacudió la cabeza y el ensueño. Tenía las palmas de las manos aplastadas en el norte y los dedos engarfiados en el sur de la alambrada. Se desprendió con la sacudida eléctrica, y en el espejo de las manos vio una Vía Láctea cuadrilátera. «Me la rayo, ése».

-Hi, Johnny.

-Hola, Juan.

-Your hands se parecen a los traques del Pacific R.R., en donde trabajaba mi abuelo.

-Se parecen más bien a los escalones de las pirámides de nuestros tatarabuelos.

-La misma cosa. Same thing, carnal.

Los rayos del sol matutino reverberaban en las córneas de Juan. Johnny los observó. Dos rascacielos que quedaban a su espalda se magnificaron en los espejos ovalados del cráneo de Juan Díaz. Cristales mágicos de ensueño futurista. Lomas verdes, campos verdes, piernas verdes, caras verdes, billetes verdes, vida verde, hijos verdes, nietos verdes, casa verde. En el cristal crecía la lechuga, el melón y el algodón. Manos prietas, caras prietas, espaldas prietas, amor prieto. La flor del algodón fue adquiriendo paulatinamente la forma de cristal mágico y futurista. Manos blancas, caras blancas, espaldas blancas, amor blanco, hijos blancos. «Hijo, yo vide junto al lago Chapala gente lustrosa del norte. Piernas blancas, ombligos blancos, chichis blancas. Cuerpos lustrosos. Vete al norte, hijo, y...». El sol reflejaba en las canicas mágicas de Juan un cuadrilátero sobre la montaña norteña. Teocalli futurista. Sacerdotes de corbata trajinaban por corredores acondicionados. De sus manos octopédicas se desprendían papeles verdes cuadriláteros. Otras manos consagradas los recogían con veloz delirio extático. Se postraban ante la cara del verde cuadrilátero. «In Gold We Trust», le decían arrobados. Infinitas caras que se hicieron una enorme cara. Cara lustrosa. Fertilizada con la sangre de infinitas manos deslustradas. Por las manos consagradas goteaban chorros de sudor ensangrentado.

Dos canicas mágicas, dos corazones palpitantes y sangrando vio Johnny en el cráneo de Juan Díaz.

Johnny se acercó. Se vio en las dos canicas mágicas, corazones palpitantes y sangrantes, aprisionadas en el cráneo de Juan Díaz. Ojos verdes y dorados. Agónicos como capullos de algodón en sazón. «Wake up, Juan Díaz». Sacudió la alambrada. Las cuatro manos se entrelazaron. Por un cuadrilátero de la telaraña se fugó Juan Díaz siguiendo las pisadas de su abuelo. La araña panzona y consagrada se lanzó sobre el nieto. «I remember this face. My granfather found him under the same Santa Fe caboose. You didn't change a bit. You are Johnny Díaz the Third, aren't you?».

-Hola, Juan Johnny.

-Hi, Johnny Juan.

Johnny había cruzado al lado sureño. Por la puerta lo hizo. Los gendarmes encachuchados se le arrimaron para ver el último modelo del blackcherry Chevy. Prosiguió, y a ellos se le quedaron las pupilas elásticas pegadas al huidizo carro, cual chicle en tacón alto de dama callejera.

-Se lo robó, te digo.

-No. Lo tiene fiado a crédito, como todos por allá.

Torció por la calle Callejas. Con el sol, el cromo deslumbraba a la gente. Plateado azogue de espejo iba devolviéndole las caras consternadas.

-Como si fuera de plata mismamente.

-No todo lo que reluce es oro, compa.

Prosiguió adelante y torció por Azuela. Llevaba el capacete descapotado. El humo del Winston se mezclaba con el del tubo de escape.

-Puro pedo, mano, puro pedo.

-Es que no tiene madre a quien arrimarse.

Entró por la bocacalle Sierra y esquivó con dificultad fingida a cuatro jóvenes damas. Dio vuelta al volante enseñando los bíceps tatuados. En uno enseñó una sirena de pies escama y busto robusto. En el otro, la cabeza de un dragón lanzando fuego por la boca. Una muchacha se echó el índice lívido a los labios. Otra agazapó su pecho contra la pared. Rosa se abrazó de Juana, que se adelantó dos pasos con los ojos saltarines.

-En ese carro me dormía yo en Acapulco.

-¡Qué brazos de boxeador!

-Yo me estremeciera de miedo entre ellos.

-A lo mejor y te gustaran.

Antes de entrar por la calle Altamirano, se topó con cuatro mocetones que, a distancia, iban persiguiendo perrunamente a las damiselas. Se detuvieron los cuatro, y se buscaron en el reflejo de los cristales ahumados de las gafas de sol que descansaban sobre la sudada nariz de Johnny Díaz. Los espejos plateados reflejaron ocho ojos afiebrados.

-Cabrón rompemembranas.

-Métele la lengua a las americanas.

-Llevas carro en lugar de bandera.

-Y no puedes echarte el «Grito» el cuatro de julio.

Giró rápidamente y se metió por Carranza. «Sons of bitches», dijo, y se quitó las gafas de sol. Iba hacia la puerta internacional. «The truth of the matter es que son unos envidiosos. That's it, greedy». Continuó hacia la puerta. Cada taquilla tenía su cachucha. drive-in. Cuatro líneas de carros hacían cola, como si fueran a un drive-in, a ver a ver a John Wayne en cinemacolor. Se acercó más. Eran cuatro. El sol le pegó en los ojos. Parecían Green Berets. Los había visto en Viet Nam. Se frotó las cejas. Ya Walt Disney los había paseado por las pantallas de los niños. Notó una gesticuladora mano prieta que salía del oscuro teocalli. Se acercó más.

-Clean car you have there.

-Yes, Sir.

-Citizenship?

-American.

Sin sacar los ojos de la media docena de credenciales continuó el diálogo rutinario. Devolviéndole las tarjetas de su abortiva legitimidad indeseable, le clavó:

-Open your trunk.

-Yes, Sir.

-What were you doing in Mexico?

-Looking for my roots.

-... Any mariguana?

A contra sol, alzó la vista. Lo miró cara a cara. Debajo de la cachucha observó dos soles empañados y claveteados por rayos como espadas. Una guerra florida de chuzos y macanas. Lo reconoció. Eran tiempos muy lejanos. Se reconocieron aztecas y tarascos. La mano izquierda la puso en el escudo del volante. Con la derecha empuñó la macana del cambio de velocidades. El huarachazo desprendió un chorro frijolero de humo.

-Jijo 'e tu malinche y perra madre.

El azogue de la luna se extendió por la alambrada. La Vía Láctea soñaba muy lejana. Camino trazado por patas de cucaracha y barras alargadas de estrellas sembradas. Estrellas cuadriláteras en los alambres pegadas. Blancas y ensangrentadas se reflejaban. Se vieron en el azogue del espejo. Se reconocieron, se traspasaron y se invirtieron las miradas.

-Hi, Johnny Juan.

-Hola, Juan Johnny.

-I'm Juan Díaz.

-Yo soy Johnny Díaz.

-Somos Johnny Juan Díaz Díaz.




ArribaAbajo

Resbaladero

A una distancia razonable daban la impresión de niños escolares en el momento del recreo. La maestra, a través de la cristalera, se deleitaba al verlos jugar. Unos subían, otros bajaban. Como si jugaran al «follow the leader». Ya les había dicho con mucha anterioridad: «Be good boys. One after the other. Follow the leader at all times. The leader is the leader. That is why we call him a leader, because the others are supposed to follow. He knows better». Y todos le seguían.

Ordenadamente le seguían. Trataban, pero algunas veces no lo conseguían. Con la prisa se caían por los peldaños, como hormigas cuando un niño travieso les pega con una varita y se caen y ruedan por el montículo. Otras veces se amontonaban. Como las abejas. Y el líder, con otra varita, les pica, se alborotan y se desprenden de la colmena. «Who is the leader?». Ya se les había olvidado quién era. Es que hacía tiempo que se había adelantado. «Where is the leader?». Se les había adelantado hacía mucho tiempo. La distancia era considerable, y la subida muy empinada. Tenían que mirar a contrasol. Les dolía el cuello al alzar la vista, y se les cegaban los ojos por el resplandor del sol.

Líder mágico. Brillaba como un sol. Como un sol clavado en la anterretina. En la misma entraña del recuerdo y de la fantasía. Sacerdote misterioso en las alturas del cielo. Reina de las abejas en las profundidades de la colmena, en la entraña de la miel. Hormigón en el pico de la montaña observando a las sudorosas hormigas de la ladera, del valle, afanosas y ciegas.

«That is the way it is supposed to be. Society means division of work. Division of work means organization. Organization means structure. Structure means levels. Levels mean...».

Había muchos niveles. Horizontales y verticales. Los niveles horizontales estaban plagados. Plagados en la base. De hormigas, de abejas, de niños, de trabajadores. Cientos y miles. Los niveles verticales estaban muy separados. Los más altos no se alcanzaban a ver. Gran confusión. Como una manada de ovejas cuando huelen al lobo cimoso. Se desperdigan por la ladera de la montaña, por el valle. El líder las desorganiza. «Must follow the leader». Se recogen ovejunamente. Se acurrucan. Se apiñan. Y siguen el pasto camino de la loma. Y el líder, en el pico de la montaña, de la pirámide, del templo.

Tenían que proceder con orden. Ya se lo había dicho la maestra, Ms. Fairchild, cuando les entregó los diplomas.

«Society is like a huge mountain that you have to climb. You have to be initiated. It is like a secret society. You have to...».

Y allí se quedaron azonzados escuchando el discurso de graduación. Como un rebaño de ovejas. Nunca habían oído tales palabras en las aulas de la escuela, ni en el resbaladero. «Follow the leader», les repetía.

Los peldaños del resbaladero eran mágicos. Eran pasos de iniciación en la sociedad secreta. Sociedad de sacerdotes y de banqueros. Sagrado orden graduado. Gradado. Por micrófonos, por teléfonos, por intercoms daban las órdenes, venían las órdenes. Desde el altar, desde el rascacielos, desde el cenit. El pico de la montaña. Era el sexto, el último peldaño. En la punta del pico, del cenit se hallaba. Templo del sol, catedral románica, sinagoga. Poliedro cuadrado, rotondo, sexagonal. Pezón de chiche gigantesca. Chichimeca. Meca de la chiche.

-Tenemos que llegar al mero pico.

«That is the way it is supposed to be. Follow the leader».

Habían cruzado el río y el alambre. Muchos días, muchos meses, muchos años. Buscaban el verde del valle, de la ladera, del prado. Buscaban pasto verde, verde pasto, como las ovejas. Tranquila, humildemente lo buscaban. En los valles era. Valle San Joaquín, Valle Imperial, Valle de Coachella. Nombres reconocidos, nombres suyos. Levantaban la oreja y miraban de reojo a la chiche, al pezón, al mago, al líder que todo lo sabe. Postrados, con la oreja levantada y el ojo rabón, contemplaban al invisible señor del teocalli. Con sotana, yamulke y corbata se lo imaginaban. El hacedor de todo, el sabelotodo, el todo. A eso venían, a eso los traían.

«I've said. Follow the leader, boys».

Seis millones, seiscientos mil, sesenta mil, seis mil, sesenta, seis, cero. Seis escaleras, seis peldaños. Alfa y omega. Aquél la base, éste el pezón era. Escalinata pendiente. Escalinata embrutecedora. Se ponían en la punta de los pies. Estiraban el gaznate. Afilaban las uñas. Como gatos se encaramaban. Perdían huaraches, se les caía la piel, se les salía la lengua. Por subir era «Eso no importa. Cuando estemos arriba nos vestiremos, nos pondremos otra cosa».

Era el primer día. Seis millones se encontraban en el kinder. «Vegetables are good for you. They have vitamins». La voz de la maestra se enternecía. La señorita Fairchild nunca había tenido hijos. Había conocido a muchos varones, pero nunca dejaron caer la simiente. Maternalmente se lo decía. Les decía: «Let there be light», y la luz fue hecha. Se cernió su espíritu sobre la superficie de la clase. Voz misteriosa que bajaba del cenit de la montaña, de la chiche y del pezón. De allá, de lo alto. Del teocalli, del rascacielos, del sexágono, de la rotonda solar. «Now, children, that's the way it's supposed to be. I've said it. That's all for today».

Seis millones de campesinos merodeaban por la superficie de la pradera. Hormigas trabajadoras por el desierto florecido. Bajo la luz creada se les tostaba la espalda. Estaba sudada. Se oyó la voz del sombrero tejano: «Now hear me, boys. I've created all them plants, etc., for you to subdue it. I've separated the light from the dark. Hear me, boys? That's all». Y se dieron cuenta de que estaban prietos. De que estaban en el peldaño del primer día. En los valles, en la superficie del desierto floreado.

Un hormiguero de campamochas iba arrastrando sus patas por la arena, por las piedras y por las baldosas. Como campamochas iban las hormigas subiendo su montículo. Se metían por los túneles, por los pasillos, por las catacumbas. Buscando la luz en la oscuridad. Ranas submarinas cruzando en un solo resoplido las profundidades de los ríos grandes, de los ríos bravos. «You see, children, the sky is blue, like the water. They say that the sky is the mirror of the sea. That's why the sky is blue. Now, Juanita, do you know your colors?». Sesenta mil niños del primero y del octavo grado escuchaban lelamente la voz misteriosa de la alelada maestra. Sesenta mil acólitos, vestidos de roquete blanco, se iniciaban en el segundo peldaño que formaba la base del teocalli. Mineros que hurguen los cimientos del sagrado rascacielos que toca a las nubes y al cielo. La voz del sacerdote de corbatín proclamó en su intercom: «Let there be a dome that separates the classes. Upper class and low class, the rich and the poor, the few and the many». Y el firmamento fue hecho. Y las hormigas mineras se arrastraban por la base, por debajo de la base del segundo peldaño.

-Tenemos que hacerle reach al mero pico.

Había transcurrido tiempo. Mucho tiempo. Era el tercer día y el tercer peldaño. La mitad del tiempo y la mitad de la pirámide. La pirámide de cemento y acero. Los niños habían crecido, pero se habían mermado en la marcha. Miss Fairhead les había dicho: «Now, you have left the green fields behind you, vitamins and tradition were good. But progress is better. Forget the old ways and learn the new ones. Did you hear me, boys?». Los pulmones y la panza de Miss Fairhead se habían inflado como el cuerpo de la pirámide, del resbaladero. Los jóvenes escolares se creyeron halagados. Subían más. Miraron a su alrededor. Notaron que en el otro lado, el del sur, había tanta gente como en el del norte. Sesenta mil contaron, se contaron. «Igualdad, equality», se dijeron. Equidistantes de la base y del cenit. Clase media.

Desde la mitad de la loma se veía la planicie verdosa. Los campos irrigados de agua y de humo. El progreso y las fábricas humeaban cual enormes cigarrillos de marijuana. Papel verde. Hierba verde, verde hierba. Chimeneas narigudas vomitaban borbotones de nubes pegajosas. Salían de la entraña de la pirámide, de la base, de las raíces. De los taladros, de la cloaca, de los pozos de oro negro. Una voz, envuelta en una informe nube de humo, rodó por los peldaños del resbaladero: «Let the earth bring forth vegetation that bears seed». Y la hierba se multiplicó y creció. Mineros y automovileros despedían humo por las chimeneas. Papel verde y verde hierba. Sacerdotes con shamulke y corbata rondaban por los peldaños del norte. A equidistante distancia. Tenían caras prietas y manos prietas. Envueltos en humo de nube, de hierba y de incienso, divisaban a duras penas los sembradíos y las praderas. Sesenta mil se contaban. Forzaron su marcha. Hacia arriba miraban.

-Tenemos que hacerle reach al peak.

Llegaron al cuarto peldaño. Una voz resplandeciente pronunció: «Let there be light in the dome of the sky, to separate day from night, the days and the years». Y la luz y la oscuridad fueron hechas. La obcecante voz desapareció. El instructor Brighthead les dijo: «You came long ways, boys. It was a hard try. We had to separate, select, choose, screen, iniciate you. Good people from bad people, like day and like night. That's all». Y la calva cabeza brilló como un sol resplandeciente y desapareció tras la cumbre del monte. Los seis cientos quedaron extasiados.

Con el brillo del sol sinaíaco no lo pudieron descifrar. Solamente se oyó el eco de la voz tronante del General Moses Greenfield:

-We have to slide down to the bottom.

Seis cientos millones se adiestraron como atletas olímpicos. El General abrió los brazos. Los extendió de norte a sur. La capa le colgaba como alas de vampiro mugroso que se alimenta del aceite de los templos en ruinas. De la mandíbula le caían unas canosas barbas matusalénicas que le bajaban y le tapaban la ingle. Su venerable cabeza la cubría un lubricado yamulke onquelsamiano de color verdoso. Sobre la cúpula sexagonal de la sagrada montaña dirigió los ojos al firmamento estrellado. De la mano izquierda y sureña coleó estrepitosamente una serpiente. De su voz anciana y whisquiana se oyó la manifiesta profecía:

-Now hear, ye. We have to slide down to el bottom.

La serpiente culebreó. Abrió la boca, sacó la afilada lengua y silbó. El aire se estremeció. El silbido metálico resbaló como una bala winchesteriana. Con precisión computadoresca pegó en la meta, en el blanco. Perforó la base sureña, y del hoyo brotó un chorro texacoano. Del sexto pico de la estrella salió un batallón bien formado de gansos aguileños. Civil era. Del micrófono del Adelantado Mr. Washborn brotó maternalmente una carraspera verdinegra: «Go South, my sons». En orden triangular y puntiagudo se deslizaron seis cientos millones de sedientos texacoanos.

Procedente de uno como disco rayado, se oyó la voz de Mr. J. Dewey que decía: «Good, boys, good. You got there. Almost. See how beautiful you look. I have told you that patience and time will pay off. Follow the leader. That is all». Se sintieron empavonados. Monseñor Juan Prieto fue el primero que lo notó. Se encontraba en el quinto peldaño, vestido de corbatita y camisa blanca. Le habían seguido sesenta. Sesenta fieles compañeros fieles. Los contó con los dedos de las manos. Seis veces recorrió los diez dedos. Dedos estirados y copetones, rematados por uñas prietas y mugrientas. Se había encaramado durante muchos años, en la muralla del peldaño. Se habían esforzado. Habían afilado sus uñas felinas, habían hecho garras sus uniformes sindicalistas y habían dejado caer, mezcladas con el sudor, las caricias y crianzas de sus sesenta nanas.

La voz sinaíaca volvió como un trueno: «Let the water teem with an abundance of living creatures and on the earth let birds fly beneath the dome of the sky». El Profesor Juan Prieto, revestido de toga colegiala, se arrodilló, inclinó su venerable cabeza y vio en las profundidades del rascacielos piramidal millares de curiosos animalitos nadando en las acequias, tosiendo polución, y tostados por el sol. Levantó la cabeza, se puso de pie y, con los brazos extendidos como zopilote, trató de imitar el vuelo de los gansos texacoanos. Miró hacia el dome, hacia la cúpula, de donde procedió la voz.

-We have to hacerle reach al peak, my people -rezaban unos.

-We have to slide down to el hoyo, -vociferaban otros.

Y los gansos procedían ordenadamente, en forma triangular, lanzados por la voz omnipotente que bajaba del dome, de la cúpula. «Go South, my people, go South». Con sus picos metálicos abrían vuelo por el viento. Seis millones habían alcanzado a bajar a la segunda etapa hacia el hoyo. Policromados gansos de cuello colorado y de pico afilado batían las alas como experimentados aguiluchos texacoanos. Gorjeaban himnos. Sedientos se hallaban. Con los picos abiertos y los pescuezos estirados buscaban aceite para sus faringes oxidadas. Seis millones eran.

El sol se enrojeció. Las llamas flotaban como melenas de conductor toscaniniano. Un vozarrón de terceto polifónico salmodió: «Let the earth bring forth all kinds of animals... Let us make Man in our image, after our likeness. Let them have dominion...». Seis lograron oír la voz. Se hallaban en el sexto peldaño. Habían arañado, pisoteado y se habían encorajinado. Pero llegaron. Y habían oído la voz. Una voz distinta, tonante y tronante.

-Did you hear it?

-Did you hear what!

-We are not animals anymore, pendejo!

-I know that. We are professional people.

-We are Men... to his likeness.

-Are we liked?

-No seas animal, man. We are like him.

-Like what! Like whom!

-Like the sun.

-Come on! I left the sun behind, in the fields. Can't you see my face, my body? I'm prieto, man, I'm prieto. I know the sun and I don't like it.

-But the sun is different. This one doesn't burn. He... talks. Besides, we are now in-doors. We have airconditioning, offices, carpeting. We have everything.

-Yes, y la cagada left behind by los goose y las geese.

-But... We have dominion, man.

-De la cagada.

Había seis. Seis que lograron encaramarse hasta el sexto peldaño. Les faltaba poco para llegar al cenit. A la catedral, al teocalli, al rascacielos, al sexágono, al pezón. Estaban ansiosos de beber, de bañarse en leche, en la pura leche, en la leche pura. Con un ojo en el pezón y con el otro en la oficina, en las oficinas. Eran seis. Un obispo, un banquero, un gobernador, un médico, un abogado y un profesor. Se miraban unos a otros. Se remilgaban la corbata y la solapa. Se miraban al espejo. Al Gobernador se le ocurrió encaminarse hacia el espejo barroco de la pared. «Gosh, you look really good. Si hasta te miras pendejo». El médico se dirigió hacia el profesor, y le preguntó: «I look sharp, don't I?». A lo que éste le respondió cariñosamente: «¡Ay sí, pos qué va!».

Se paseaban los seis por los corredores del edificio. Abrían puertas y más puertas. Se encontraba vacío. Paredes de blanco ahumado. Botes de cerveza Lone Star vacíos por todas partes. Panfletos de propaganda sin usar. Algunos libros de enseñanza del español elemental. Ceniceros con colillas de puros habanos. Y algunas páginas coloreadas y arrancadas del Play Boy de años pretéritos. Hasta su Excelencia el Obispo se escandalizó al ver un dibujo colgado de la pared en donde un perro, montado en las ancas ennegrecidas de una secretaria, trataba ciegamente de clavar su bisturí perforador.

Llegaron a una sala ovalada. Había seis enormes tapices, representando seis eventos históricos. La marcha de Moisés por el desierto, con las tablas de los mandamientos en la mano derecha y la serpiente en la izquierda. Colón, rodeado de tres mujeres, le entregaba la mano humildemente a Sir Francis Drake. Hitler portaba su mustacho, y, sobre él, una capucha blanca y puntiaguda en la cabeza y una estrella de cinco picos tatuada en el bíceps izquierdo. En el cuarto tapiz aparecía el Frito Bandido con una estrella de general en el frontispicio de su sombrero de paja, tirando de seis burros y subiendo alpinísticamente una escarpada loma piramidal que llegaba a la luna. Kearny y su majada eran el sujeto del quinto tapiz. En la mano derecha blandía una espada toledana. De testículo izquierdo le colgaba una lechuga, del tamaño de una cabeza de fraile, y, de testículo derecho, una toronja agria e Imperial. Le seguían cuarenta y nueve dragones, con chalecos de cuero vacuno y gorras de piel de armiño. De sus pechos peludos protuberaban cuarenta y nueve medallones olímpicos de oro. En el sexto tapiz, y desmesuradamente aumentada, se mostraba una cabeza gigantesca. El ojo derecho misteriosamente oculto bajo un lienzo negro y piratesco, y el ojo izquierdo triangularmente clownesco y policromado. Incrustada en la azulada frente, traía una estrella oriental luminosa.

Allí estaban los seis. Trataban de descifrar los tapices. Monseñor Juan Prieto, con su sotana rojopúrpura, hacía de guía de museo. Les explicaba gnósticamente los recónditos significados a sus secuaces. Habían caminado seis horas persiguiendo las manecillas del reloj. A la sexta, su excelencia se quedó en un profundo éxtasis. Tenía los ojos clavados en la cúpula, en el dome. Un ojo de piedra, grisáceo y frío, se dibujaba en el vientre de un pulpo pálido y agónico. Seis tentáculos débilmente rosados bajaban y se retorcían por los seis tapices demacrados. Las ventosas de sus tentáculos semejaban cloacas, piscinas, cisternas y pozos de sangre putrefacta y negra. El tentáculo sureño se deslizaba como resbaladero piramidal, hundiendo la punta afilada en una balsa negra de oro. Se retorcía como taladro espiral. Brotó un chorro de sangre negra texacoana. Las ventosas chupaban y chupaban como bocas de sanguijuelas en chiches indianas. Los secuaces le preguntaron:

-Your Excellency, what is the meaning?

-The meaning, the meaning, the mean...?

El banquero Juan Prieto se enchinó. «Let the earth bring forth all kinds of animals... Let them have dominion...». Y la voz resonó: «...Y vio que todo era bueno».

-Your Excellency, we have to reach el peak. Don't forget, your Excellency.

Por el resbaladero se deslizaban nalgas coloradas. Seis cientos millones de nalgas lubricadas de grasa y aceite. Seis cientos millones de gansos cotorros decían:

-Tenemos que slide to el hoyo.

-Tenemos que slide to el hoyo.

-Tenemos que slide to el hoyo.

A Ms. Goose le salían dos alas angelicales de las paletillas de su lomo lomudo. Las blandía en el aire mientras que su pico tierno rayaba el disco que repetía con insistencia cotorrona:

-Tenemos que resbalar hacia el hoyo.

-Tenemos que volar hacia el hoyo.

-Tenemos que clavar hacia el hoyo.

-Ms. Goose, this doesn't make any sense.

-Repeat after me, please: Tenemos que...

Seiscientas mil águilas gansudas extendían sus alas de A.A., TWA y Pan Am. Hinchaban sus pulmones de aire claro y puro. Turistas sureños divisaban con ojos de halcón las montañas y los lagos. Lago Chapala, lago Janitzio y lago Titicaca. Gansos turísticos dejando la ahumada nieve y buscando el agua clara. Atrás quedaba la loma norteña. Como langostas tricentenarias habían arrasado con todo. Desiertos, planicies y valles polutos y envenenados. Fábricas, con sus anos hacia el cielo, escupían y vomitaban humo y azufre por el firmamento. Por la boca orinaban arroyos de ácidos que bajaban hacia las aguas de los Grandes Lagos. Atrás dejaban la nieve ahumada.

-Your Excellency, we have to reach the peak. Wait for us, your Excellency, wait for us.

Su Excelencia, monseñor Juan Prieto, había subido al séptimo peldaño. Una voz agónica se oyó en la cercanía. «Todo está bien. Todo está consumado. Ya estoy cansado». Monseñor se extasió en un profundo arrobo. Con pasos sonámbulos procedió hacia el origen de la voz. Era la meta. Observó desde lejos un montículo sobre el cenit de la loma. Se acercó parsimoniamente. Le pareció la torre de Babel. Prosiguió. Una catedral románica que se convertía en templo a la luna y al sol. Se arrodilló. Inclinó la cabeza y dobló la espalda. Los rayos del sol rebotaban como látigos rincheros sobre espaldas mojadas.

-Your Excellency, wake up, your Excellency.

«Oh, God, forgive me. Forgive me, God, for having trespassed. I didn't mean to cross the line. I've stepped in forbidden grounds, oh God. Forgive me». Se enderezó. Eran las seis de la tarde, y el sol bajaba por el resbaladero del firmamento. Abrió los ojos de par en par. El disco se ocultó en el lago. Un chorro negro de agua carbonizada brotó del fondo del lago. Seis pozos, seiscientos pozos, seis mil pozos... Alzó la cara a la luna llena. Vio a Ms. Fairchild que le guiñaba el ojo.

Sesenta culos rosados habían bajado por el resbaladero. Como gansos atrabancados levantaban la cola y enseñaban las nalgas. Ms. Fairhead sacó un tubo de vaselina de la faltriquera. En desfile pasaban y ella se las sobaba. Las pusieron al sol y les quedaron tatemadas. «Brown is beautiful», proclamaron. Se echaron al lago. Metieron la cola en el refrigerio del agua. De nuevo salieron y se tendieron en la playa. Con aceites y pomadas se embadurnaban el pico, las alas y las patas.

El banquero Juan Prieto dio la espalda al sol y a la luna. Se dirigió hacia el edificio. Un sexágono majestuoso y abandonado. Las puertas de acero inoxidable estaban entornadas. Los cristales policromados de los ventanales se hallaban descuartizados. Entró. El viento silbaba por los cuatro puntos cardinales. Silbidos y quejas de duendes, de hadas y de espantos. El banquero Juan Prieto observó que la cúpula semejaba a un vejiga inflada. Un odre preñado. De la ubre colgaban cuatro carámbanos, cada uno ensayando una extraña melodía. Clarinetes resoplados por los vientos cardinales. Cuatro huellas rojas de gigantescos dedos sedientos quedaron marcadas. Formaban jeroglíficos indescifrables. Signos orientales y occidentales, norteños y sureños. Acercó sus lentes de contacto. Apretó el nudo de la corbata. Se atusó el bigote. Y leyó. Trató de leer en los pezones apergaminados. Signos enigmáticos en fórmulas extrañas y lenguas extranjeras. Huellas de dedos orientales, occidentales, polares y sureños. Se frotó las manos y, recelosamente, abrió la mano derecha y la acercó al pezón norteño. Se estremeció. Lo tocó. Lo sobó. Lo circundó. Lo apretó. Del orificio texacoano y arabesco salió, empujado por un viento oriental, el eco de una voz misteriosa y cansada: «Todo está consumado. Consumido». La boca del pezón quedó abierta, y, del esófago arrugado y negro, se desprendió un grotesco gargajo petrolero. «Consumido. Consumado».

-We, I have reached the peak.

-Tenemos que resbalar hacia el hoyo.

Millones, miles de gansos y de águilas se habían quedado en los varios descansos del resbaladero. En la back yard, en la front yard, en la yard del vecino, en los curios del amigo, en las compañías del vendido, en el suelo del enemigo. En el subsuelo del vencido aterrizaron y se clavaron los picos de seis gansos mayflowerianos, jeffersonianos y texacoanos. Fueron los líderes, los primeros. Bisturíes quirofanianos taladraron carnes, torsos y entrañas. Las venas palpitaban, vírgenes y preñadas. Sangre oscura, sangre prieta, sangre negra. Sangre fluida y espesa. Pincharon. Del hoyo brotó un quejido de géiser doloroso. Subió y subió y subió. El sol se eclipsó. Los aguiluchos en los descansos del resbaladero se estremecieron. Clavaron los ojos, estiraron el cuello, blandieron las alas y desplegaron el vuelo. Turistas sedientos, resbalaron su cuerpo hacia el suelo sureño.

-We have reached the peak.

Seis, sesenta, seis cientos corbatines y mustachos ascendieron al pezón, al templo, al rascacielos del resbaladero. Se miraron entre ellos. Lentamente se reconocieron. Un letrero, con la inscripción policromada y grafitiana de «Home, sweet home. C/S» los recibió. Dieron vueltas por el sexágono. Inspeccionaron las paredes de adobe carcomido. Entraron. Desfallecidos, se sentaron en grupos de a cientos. Bajo los sagrados pezones lo hicieron. Abrieron la boca mirando al cielo. Esperaron a que les cayeran gotas de lácteo maná. Por el cañón del pezón sureño, el viento sopló. Se oyó un silbido: «Te quedaste soplando y silbando en la loma».

El Senador Juan Prieto se levantó. Alzó la vista por última vez. Vio dos pezones de chiva. Se los imaginó dos cuernos. Recibió el mensaje. Salió por el portalón del sexágono con los brazos abiertos. Dirigió la vista atrás, hacia el lado norteño. Miró hacia abajo. Una miríada de entusiastas y ciegos seguidores venían subiendo. Se encaramaban sudorosos por los peldaños. El Gobernador Juan Prieto, con los brazos de zopilote abiertos, les arengó: «It's all over. It's all gone, Brothers and Sisters. They are all gone». No le oyeron.

Seiscientos millones de gansos se deslizaban con gracejo por las aguas del lago. Estiraban el cuello de plumas colorado. Extendían las alas. Y, con las patas aplanadas, esquiaban por el agua. Al resoplido de los motores, surgían por el aire llamaradas. Los esquiadores de cuello rojiblanco aterrizaban. Con los garfios de los esquíes puntiagudos perforaban. Y, al tronante resoplido de los motores, chorros de agua prieta sacaban. Gansas de cuello verdiblanco por las aguas veraniegas se deslizaban.

Desde la sima del sinaíaco monte, Ms. Nellie Prieto contemplaba las estrellas y la luna. Quedó extasiada. Meditó en sus años de experiencia. En sus pupilas lunáticas se dibujó la estrella polar. Estrella maga, sexagonal. Con el resplandor azul de sus pupilas dirigió sus sonámbulas y bilingües palabras a los estudiantes de la escuela primaria: «Follow the leader. Hay que seguir al líder». Hinchó paulatinamente los pulmones. Afianzó sus protuberantes senos. Y, de los firmes pezones, le salió la bilingüe orden:

-Slide down. Déjense resbalar.

Moisés Brown puso sus nalguitas prietas en el cenit del resbaladero y dio la espalda. Una bandada de zopilotes le siguieron en el vuelo.




ArribaAbajo

Rotación solar

A la derecha quedaba la biblioteca. A la izquierda una fuente. Del fondo del agua surtían chorros caprichosos. Al centro había una escultura de un hombre y de una mujer persiguiéndose, retorciéndose y abrazándose. Di una vuelta alrededor, para perseguirlos. Cuando el hombre, en su contorsión, parecía haber alcanzado a su amante, ésta desaparecía elásticamente. Seguí dando la vuelta a la fuente. Encontré la cara congestionada de la perseguida, pero me topé con el dorso del perseguidor. Decidí echarme a correr para ver si podía alcanzarlos en su vertiginosa zaga. No lo logré. Me senté un poco mareado y desistí de la pesquisa.

Luego que me acordé, me eché a correr hacia mi apartamento. Al rato me cansé. Caminé. Me eché a correr. Me volví a cansar. De nuevo me paré. Había seis mujeres acostadas en el zacate. Me acerqué. Eran seis muchachas. Estaban en traje de baño. Me acerqué más. Las tapaban unos bikinis. Las seis formaban un círculo. Tenían los pies juntos.

Urgentemente desaparecí. Había consultado el reloj. Eran las doce menos seis. Todavía tenía seis minutos para llegar a mi apartamento. Las muchachas quedaban tendidas al sol, en bikini, tocándose las puntas de los pies, haciéndose cosquillas con los dedos gordos.

Perfectamente simétricas tenían las cabezas equidistantemente separadas. Una flor con seis pétalos. Los pétalos eran amarillos. No podía distinguir si era porque la cabellera era rubia o si porque los rayos del sol reverberaban en los pétalos. Parecían dar vueltas, y eso me llevó a pensar en el girasol. Miré al sol y me comenzaron a girar los ojos.

Erguidas, y a mitad de camino entre los pies y las cabezas, se distinguían unos bultos. Podían muy bien ser doce bustos o doce semillas de girasol, esperando o dando vida. Era la imagen la que se me quedó grabada. Como iba corriendo, no me dio tiempo a distinguir cuidadosamente. Entre tanto llegué a mi apartamento. Eran las doce en punto.

RIIIIIING..... ..... ..... ..... .....

Había marcado el número 616-2636. Lo dejé sonar durante un minuto. Un minuto largo. Muy largo. Sesenta segundos. Eso es, sesenta eternos segundos. Los conté despacio. Muy despacio. La manecilla pequeña no se veía, porque la tapaba la minutera. Marcaba exactamente las doce del medio día del viernes. Las doce con precisión. Es decir, dos veces seis. Pleno día. Mitad mañana y mitad tarde. Así se forman las doce, síntesis de dos partes. No, pero así no. El mediodía es medio día, y nada más. No es síntesis de dos mitades. No es como el éxtasis del amor, producido por dos partes que se sintetizan para sublimarse en una. No. El mediodía es un punto, uno solo. Sin síntesis ni sumas. Es puro. Es único. Como el amor.

La segundera caminaba lentamente. Daba saltitos diminutos, como un insecto detrás de su madre, o como un amante detrás de su amada. Como la palpitación del corazón. No, no como la palpitación. De esto me aseguré y lo comprendí después de poner el dedo gordo de la mano derecha sobre la muñeca de la mano izquierda. Con el dedo índice tocaba la esfera del reloj, y con el gordo la vena. Un ritmo desigual me subía al cerebro. «Esto no puede ser», me decía, «no puede ser». Más pulsaciones que segundos. Muchas más. Saltaban, se sobresaltaban, se entrelazaban, se empujaban, se arrollaban, se enrollaban. Cual latigazos en descontrolado ritmo, subían a las células del cerebro. Llevé el dedo gordo a la sien, después al cuello, más tarde a la sien. La palma de la mano derecha la coloqué sobre el corazón, como garrapata patiabierta a caballo de chivo encanicado. Luego puse las dos manos sobre la cabeza, cual chango bolichero sobre un coco. Rápidamente troqué posiciones. La derecha se agazapó sobre el corazón y la izquierda se lanzó tras ella, como puta desvergonzada detrás de las nalgas sanguinarias de un macho cabrío. Como lapas en roca se arranaron las dos sobre el viejo sapo enjaulado que, jadeante, luchaba por soltarse de las barras toráceas. Eso. La segundera correteaba detrás de los números inmóviles de la esfera. Daba vueltas y más vueltas. Borracha andaba. De amor era.

«It's so cold up North, Baby».

..... RIIIIIING ..... ..... ..... .....

Entonces me sorprendí con la mano en el volante del carro. Lo había tapizado días antes de una funda forrada de pelusa de gamuza. Sorprendí mi mano derecha que lentamente giraba cual dama que, guiñando el ojo izquierdo, se mareaba dando vueltas al tiempo. Coloqué la izquierda sobre la sien. Con la cabeza reclinada dejé que la derecha, extendida sobre la gamuza, se deslizara por la esfera del volante. El dedo índice rozaba hipnotizado la piel sedosa de la faz de mi amante. Desde la sien derecha hasta la sien izquierda, desde la frente hasta la frente. Desde las doce hasta las doce, y desde las seis hasta las seis. Un sol. El diestro índice se posó delicadamente en la vertiente formada por la base de la nariz y el arranque de la ceja izquierda. Como el pincel de un pintor, recorrió el arco un tanto decapilado. Detrás iba dejando una estela de vellos sembrados en forma ordenadamente caprichosa. Recorrió el largo y sedoso trayecto. Hermosa cola de cometa en una noche sin estrellas. Comencé a bajar. La yema del dedo se deslizó suavemente por la tierna curvatura formada por la confluencia del párpado y la oreja. El alba apareció, y la piel se iluminó bajo un sol tropical. La duna en su cenit del pómulo marcaba las doce. Pleno día. Prosiguió el índice su lenta carrera tropicana y alcanzó al sol poniente. Eran las seis de la tarde y el sol se escondió en el mar de una lágrima. Concluida la órbita, el pincel se desprendió de la glándula lacrimógena, y del ápice vi colgado un diamante de agua atormentada.

Enderecé la cabeza. Todavía la tenía reclinada sobre la mano izquierda, cuyo codo había descansado seis horas en el encuadre de la ventana del carro. Dirigí mi vista hacia la ventana número 2. Súbitamente apareció una luz cuadrada. Se extendía por igual tras una cortina almidonada. El sapo dio un brinco sobresaltado detrás de las rejas del tórax.

«It was so cold in Minnesota, Baby».

..... ..... RIIIIIING ..... ..... .....

El índice hizo girar los seis números, más otro seis de la esfera telefónica. Seis minutos después ya se hallaba mi carro convenientemente estacionado junto al poliedro. La luz de la ventana número 2 se había extinguido. Había sido reemplazada por la luz de la ventana número 3. Me fijé en que era cuadrada. Y después me di cuenta que todas las ventanas son cuadradas. Casi todas. No había sido ningún descubrimiento. Me extrañé de la simpleza de mi observación. Sin embargo, me dejé llevar de la corriente calidoscópica de mi mente. Yo mismo me entregué. Me entregué a mí mismo. Y no cabe duda que era la ventana número 3. La luz parecía opaca y brillante al mismo tiempo. Me froté los ojos. Quería cerciorarme de que lo que veía era lo que veía. Todavía me parecía que algo raro me impedía ver con claridad. Volví a restregarme los ojos, primero con la punta de los dedos, después con las palmas de las manos «Ya», dije, «ahora ya puedo ver bien». Y sí, podía ver que la bujía estaba plantada en el centro de la ventana, despidiendo rayos para todas partes. Me fijé en el firmamento para salir de dudas, y vi una estrella. No sabía si era la vespertina o la matutina. No importaba. Marte o Venus. Qué más daba. De todos modos, es una y la misma cosa. El amor es batalla. La batalla es sangre. Y la sangre es amor. Y amor, batalla y sangre son fuego. Eso es, fuego. Rayos y relámpagos. Froté otra vez los ojos, y vi muchas estrellas, fuegos y rayos. Volví mi atención a la ventana. No me quería distraer con estupideces astronómicas. No. Lo importante era la ventana. La estrella de la ventana. Venus en todo su esplendor. De cabeza a pies.

Comencé por arriba. Fui bajando y observé vagamente su forma en siluetas. No me contenté con eso. Salté de los ojos a las piernas. Volví a repasar la figura. Pero esta vez me prometí que lo haría más despacio y atentamente. Me pareció haber distinguido la cabellera. Pero, como era de noche, no la podía ver bien. La dejé, porque, «después de todo», me dije, «lo negro no se puede ver en la noche. Lo negro no puede iluminar a lo negro». Me consolé con el razonamiento. Además, añadí: «La luz no puede iluminar a la oscuridad, porque, al iluminar a la oscuridad, ésta se vuelve como la luz iluminadora, y las dos cosas se convierten en una. Muy simple». Y quedé satisfecho. Proseguí con calma. Sabía que necesitaba la calma y, por eso, me esforcé en conquistar la calma. «Sin calma», pensé, «uno no puede apreciar la belleza ni el dolor. Ni el dolor de la belleza, ni la belleza del dolor. Ni el dolor productor de la belleza, ni la belleza engendradora del dolor».

Con el dorso de la mano me golpeé la frente. Lo hice a propósito, y con fuerza, para sacarme de la distracción y concentrarme en la ventana. Volví a frotarme los ojos. Me eché hacia adelante, hacia el parabrisas, para estar seguro de que era la ventana número 3. Pude ver otra vez con claridad y certeza de que lo que veía era lo que había visto antes. Parecía una Venus.

Allí estaba sobre el tul del cielo. Una sábana azul claroscuro, iluminada en toda su entereza. Distantemente se veía toda, completa. Permanecí de pie durante un rato. Belleza pura, sin dolor. Belleza absoluta. Melena larga y sedosa. Brillante en su oscuridad. El fleco de la cabellera se extendía y encaracolaba en los senos. Como remolinos siniestros y sedientos giraban en torno a dos sirenas o bollas de salvación. Tentáculos de pulpo obsceno o sanguijuelas sedientas de leche roja y caliente. Froté los ojos perturbados y observé de cerca que las bollas se mecían ante el oleaje bravío. Me dejé llevar por el silbido de lo que parecía una sirena. Me recliné sobre el azul de la sábana y fui a dar de bruces con una hondonada. De nuevo me froté los ojos para cerciorarme mejor de lo que veía. Y así fue. Un calor asfixiante me forzó a desabrocharme la camisa. Me saqué la camiseta empapada de sudor. Las pulsaciones se extendían por todo el cuerpo, por todo mi ser. Creí desmayarme. Me dejé caer. Me caí. Y el sapo se calló. «AH, AH, AH, ah, ah, ah, ay...».

«It's so warm and nice here, Baby».

..... ..... .... RIIIIIING ..... .....

Froté los ojos con vehemencia. Vi estrellas, muchas estrellas. «Qué estrellas ni qué chingada madre», dije. «Chingue a su chingada madre todo cabrón chingón que chinga a su madre». Me solté el cinturón de seguridad. Di una patada contra el acelerador. Se me encajó el zapato entre el pedal del freno y del embrague. Torturado, me agaché para sacarlo, y di con la frente contra el volante. Menté a todas las madres, de todos los hombres, de todas las mujeres y de todas las madres. Abrí la puerta del carro. Un golpe furibundo la cerró. Con el susto, se apagó la luz de la ventana número 4. Me froté los ojos para ver mejor. Me acerqué más al poliedro. Descargué dos puñetazos, seguidos de dos patadas a las llantas. Con calma les dije: «sonovabichis, sonovabichis, sonovabichis. Cabrones chingones. Chinguen a su chingada madre, pero a mí no me chinga nadie. Salgan si son hombres, sonovabichis». Eso les dije, con voz algo calmada y adolorida. Sentía dolor en los puños y en los pies. Juré no volver a dar patadas ni puñetazos, pero les solté otra letanía de verdades. «Tú, gringo jodío o jodío gringo, que vienes a culear con mi ruca, sal si tienes tanates. ¡Sal! O es que ya los dejaste enterrados entre sus verijas. Sal si todavía te queda alguna leche en ellos, gringo baboso». No salió. Pero tampoco me olvidé de ella. Solamente le dije: «Ruca fea, cabrona, chingona. Me has dejado en la calle, a patarraíz, vieja fea. Cómo te gusta arranarte con gringo, vieja puta. Prefieres pan bolillo a tortilla prieta, vieja fea. Chingatumadre tú también, vieja culera». Eso le dije yo a ella, con mucho dolor. No me replicó.

Me eché a correr hacia el carro. Abrí la puerta. Me senté. Prendí el motor. Apreté el acelerador. Comencé a dar vueltas alrededor del poliedro. Primero una pared, después otra, luego la otra, y la otra, y la otra, y la otra. Al principio me pareció un cuadrilátero, después un pentágono y luego un hexágono. Como una estrella de cuatro, de cinco, de seis picos. Amor, batalla, zión. Conquista, conquista, conquista. Traición, traición, traición. Las llantas olían a polvo, a humo, a fuego. Cuatro vueltas, cinco vueltas, seis vueltas. Me fui a un hofbrau y me comí seis koshers. Se los brindé diciendo: «A ese chingao jodío cabrón jijo'e su perra y jodía madre». Estaban agrios como vergas de chivo bíblico. Pedí seis jalapeños. Me creí que me darían valor. «Nothing of that sort here, Sir». Así creí haber oído, «Sir». «Chinga a tu madre con tus jodíos koshers, cabrón kosher. Retácatelos en el ojete y en tu mala estrella». Eso le dije, aunque creo que no me entendió. Quise traducírselo a su lengua, pero se me trabó la mía.

Me fui a Rosita's Rendezvous. Me dieron los chiles que pedí. Marca «El Llorón». Seis para ser exacto. Los acompañé con una copa de Cuervo. Me entraron ganas de muchas cosas. Pedí. Me dijeron que me había equivocado de lugar. Le largué una patada a la pata de la mesa. La dueña me dijo: «Estás encanicado, bato». «Pero no por ti, pinche vieja». Entré en el excusado. Hice varias cosas. Luego saqué una pluma. En la tapadera del trono dibujé unas nalgas en forma de corazón. En el mero centro pinté dos chiles redondos, de marca «El Llorón», y uno de los mentados koshers. Me salí. Di otra patada. Volví. Saqué la pluma otra vez, y diseñé un bizcocho. Era el de la dueña. Así me lo figuré yo. Me acerqué y dije: «Toma, aquí chingo». Más tarde añadí: «Pinche vieja pachichi». Y lo firmé con un «Con Safos». Salí. Ni me senté. Caminando hacia la puerta oí otra vez a la dueña: «Estás encanicado, bato». Desde la puerta le contesté: «Ya no, vieja fea».

Me subí al carro. Lo prendí. Apreté el acelerador y por la verga del amortiguador, salió un chorro de esperma poluto. Corría y corría. Una, tres, seis veces. Apliqué los frenos, y paré. Eran las tres. Recorrí el lugar. «Si es el mismo chingado Rosita's Rendezvous», alcancé a decir. Me pareció haberme oído. Abrí la puerta, y salí del carro. La dueña me esperaba. «Estás encanicado y asustado, bato». «Tu pinche madre, vieja puta». «Que Dios la tenga en su gloria». «Dame panocha, vieja». «No hay huevo, bato». «Los huevos los tengo yo, vieja». «Los tienes encanicados, bato». «Pos chinga a tu madre, pues». «Y tú a la tuya». Di otra patada. Entré otra vez en el excusado. Cogí el jabón y dibujé un cochi-pan-de-huevo. En el espejo fue. «El que lea esto es un puto», escribí. Me miré en el espejo, pero el mensaje no era para mí. No lo leí. Salí. Di otra patada. Cuando llegué a la puerta oí: «Estás encanicado y loco, bato loco». Me sobrecogí al oír mis propias palabras. Subí al carro. Lo prendí. Lo puse en marcha, y di seis vueltas en espiral. A la séptima me fui y me estacioné en mi lugar favorito. Junto a la ventana número 5.

«It was really nice, Baby».

..... ..... ..... ..... RIIIIIING .....

Comencé a sosegarme detrás del volante. Coloqué los brazos sobre el estómago, y me doblé sobre mí mismo. Sentí como que me quería hacer bola. El volante me lo impidió. La frente, cubierta por la greña caída, se recostó en la esfera. Con la mente fui recorriendo la gamuza que forraba el círculo. Al principio la seguí despacio, luego más aprisa, después rápido. Me dejé llevar por la vorágine. Me sentí envuelto por una nube gris, que se iba tornando brillante hasta que se hizo roja, muy roja, como una bola de sangre. Oí sonidos, ruidos, silbidos. La cabeza me giraba. Traté de calmarla. Me eché los brazos y los crucé con fuerza sobre la nuca. Apreté fuertemente. El lamento de la sirena se hizo más fuerte. Me causó dolor. Abrí los ojos y, al darme cuenta que estaba en el suelo bajo el volante, me levanté velozmente. Como un relámpago alcancé a ver el faro rojo de una ambulancia que iba guiñando el ojo a un cardíaco. Salí del escondrijo con dificultad. Me senté. Encendí el motor y, sin el cinturón de seguridad, apreté el acelerador encaminándome, con el zumbido de seguridad, hacia el cercano Circle-K.

Llamé una vez. «¿Te acuerdas del primer beso que te di? ¡Cómo te paralizaste!». Llamé segunda vez. ¿Te acuerdas que te dije que te amaba?». Metí las monedas por tercera vez. «¿Te acuerdas que me dijiste que me amabas?». Traté cuarta vez. «Te amo, nos dijimos». Sentía escalofríos y llamé por quinta vez. «¿Te acuerdas cómo por primera vez te hice que te sintieras mujer?». Me temblaba el índice al marcar los números por sexta vez. «La mala estrella me chinga». Di unos pasos y le entregué los centavos a la dependienta del Circle-K. Le pedí bizcocho, y no me entendió. «Chingao», le dije, «give me, then, a chocolate bar». Lo metí en el bolsillo. Volví a mi estacionamiento favorito. Saqué el chocolate almond del bolsillo. Le di una mordida. «¿Te acuerdas de aquella vez, después de seis meses, cuando dábamos vueltas por el piso? No te podía parar. Seis años girando. Como un remolino de mar que traga y traga y traga, hasta arrebatar a la lancha a su profundo seno. Como el ojo del cuerno en una tempestad que, en espiral, jala y jala y jala, cual hoja de papel al viento. Llegaste al éxtasis de la felicidad, al arrobo de la infinitud. Te sentiste diosa, sedienta de más infinitudes, de más espacios, de más espirales de cornucopias y remolinos. Criatura del infinito vacío, del vacío infinito, del infinito vacío infinitamente vacío».

Y yo dándole vueltas a la bola de cera, extraída de aquella vela que te iluminaba la faz y el busto en tus noches vírgenes de soledad. La apretaba, la derretía, la formaba en una bola maleable y sin forma. Forma ovalada, forma redonda, forma sin forma. Como cuando nos revolcábamos en el suelo. Te daba vueltas y más vueltas y girabas en el vacío, hacia la nada, hacia el todo, hacia el éxtasis. «Bola de cera, amor mío», te decía.

Di otro mordisco al chocolate almond. Le di varias vueltas con la lengua. Seis exactas. Bajé el cristal y lo escupí por la ventana como gargajo perruno. Abrí la puerta y lo aplasté con el tacón del zapato. «Chíngate», le vociferó.

Fui corriendo hacia la ventana número 6. Llevaba la mitad del chocolate almond en la mano. Lo iba apretando como a pezón de vaca lechera. Me acerqué a la ventana. Me estiré sobre la punta de los dedos de los pies. Alcancé lo suficiente para escribirle con el pezón en el cristal: «Chingada puta. Cómo me pagas lo que te enseñé. Me traic...». Se me había derretido y, lo poco que me quedaba, se lo emplasté contra el cristal, como chicle travieso en la cola de una perra callejera. Me volví hacia un árbol cercano. «Ahora te veré en acción». Me agarré de la primera rama. «Ahora no me podrás mentir». Alcancé la segunda rama. Una vieja desdentada salió por la ventana. «Estás meciéndote en mi cama, vieja tramposa». Otra mujer salió con los rulos por otra ventana. Me subí a la tercera rama. «What's he doing on that tree?». Miré, pero no se veía nada. «Estás todavía un poco lejos», le dije. Me abracé a la rama y comencé a gatear. Oí una voz reconocible: «David, you're hurting me». Seguí gateando. Un perro comenzó a ladrar. «I'm scared, David». Gateé más rápido. Me pareció haber visto un hoyo negro. Varios perros ladraban. Dos palomas se estremecieron. Un pájaro de rapiña se cernía sobre ellas. Me temblaban las piernas. Me caí en el tejado. Los niños de la vecindad se acercaron con piedras. Comencé a patalear en el tejado. «Dejen de joder, cabrones. Yo sé que están aquí revolcándose en sudor. Si les oigo los chillidos, los pujidos, los bufidos». Me agaché. Apliqué el oído sobre las tejas. «Shut up, you fucking bastards!». Volví a escuchar, y las pedradas no me dejaban oír los bufidos. Una pedrada me alcanzó en la nalga izquierda. «Son-of-a-bitch». Los muchachos se reían y me lanzaban más piedras. Me puse de rodillas y levanté la cara. El sol se alzaba como sapo panzudo, como bola de sangre, de cera derretido. «Cabrón», le imploré.

«It's going to be so cold up North, Baby».

..... ..... ..... ..... ..... RIIIIING.

Ya eran las seis de la tarde cuando enderecé la cabeza que tenía reclinada sobre el volante de gamuza. Se abrió la sexta puerta del hexágono. Lentamente apareció una figura deforme y cansada. Sin preocuparse de lo que le rodeaba, miró hacia el sol poniente, con un gesto de extraña dignidad y devoción. Compungidamente se metió la mano izquierda en el bolsillo. Extrajo un pedazo de trapo que mágicamente se convirtió en un yamulke. Entre el índice y el cordial, lo elevó a la altura de la coronilla. Lo dejó caer delicadamente y se lo ajustó, como si fuera gamuza o pellejo de oveja. Giró lentamente y le dijo:

«It's Sabbath, Baby».

RIIIIIING

-Hello!

-¿Qué chingao hiciste el sábado?

-¿Qué sábado?

-Pues ayer, ¿qué otro sábado?

-¿Ayer? Pero si hoy es viernes.

-¿Qué?

-Lo que oíste.

-¡Chingao!

-... Hoy llega mi amigo de Minnesota.

-¡Chingao!








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