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Crítica del juicio

seguida de las observaciones sobre el asentimiento de lo bello y lo sublime

Manuel Kant



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ArribaAbajoPrólogo del traductor francés

Desde principios de este siglo, o sea desde la época en que ciertos escritores como M. Villers, M. de Tracy, M. de Gerando, madama Stael1, llamaron la atención de Francia sobre Kant, su doctrina ha venido interesando a todos los pensadores; mas falta que aún hoy mismo sea bien conocido entre nosotros, y se le tributen los honores que merece. M. Cousin, que ha elevado en Francia el estudio de la historia de la filosofía a la altura que el método exige, y que ha trabajado tanto por el progreso de este estudio, no es posible que permaneciera indiferente al lado de una filosofía, que había tenido tanto eco en Alemania, y que, cuando empezaba a excitar la curiosidad de los franceses, había ya producido al otro lado del Rhin tan poderosa y fecunda agitación.

En un tiempo en que no se conocía en Francia la filosofía de Kant más que por algunos ligeros bosquejos, este hombre acometió la empresa de explicarla y criticarla en su enseñanza pública2; aun el traductor de Platón pensó, por algunos momentos, serlo también de Kant; mas otras ocupaciones le distrajeron de llevar a cabo este trabajo, el que todavía hoy está casi sin empezar; pues de las tres críticas de Kant, es decir, de sus tres obras más importantes, sólo se ha traducido una3; las otras, apenas son conocidas entre nosotros4, y deben traducirse a nuestro idioma; y por esta razón, aunque este género de trabajo sea muy difícil y aun desagradable bajo cierto punto de vista, yo me he aventurado a emprenderlo. Presento por ahora la traducción de la Crítica del Juicio, y espero publicar muy pronto la de la Critica de la razón práctica, cuyo trabajo está ya muy adelantado.

Cuando se trata de un hombre como Kant y de monumentos como la Crítica de la razón pura, la de la Razón práctica o la del Juicio, no bastan simples análisis, por más exactos y detallados que estos sean; sino que, a pesar de los defectos que en ellos haya, y por más que abiertamente pugnen con el genio de nuestra lengua, se debe traducir a Kant, y traducirle literalmente; porque en filosofía nada puede dispensarnos del estudio de los monumentos: mas tampoco debemos contentarnos con traducir a Kant; el estudio de sus obras es difícil, y aun disonante y desagradable, principalmente para los lectores franceses; y de aquí la necesidad de prepararlos para este estudio, iniciándolos en las doctrinas de la filosofía alemana, por medio de una exposición sencilla y clara, y en su lenguaje, por medio de una explicación de sus términos y fórmulas. Así es que yo no debía concretarme al simple papel de traductor, sino que debía pensar en añadir a mi traducción un trabajo destinado a facilitar el estudio de la obra; mas, como la importancia de este trabajo, y las dificultades que había de ofrecer me detendrían mucho, y de otro lado ya no quiero retardar demasiado la publicación de esta traducción, impresa ya desde hace algún tiempo, me he decidido a publicarla ahora, prometiendo dar a luz muy pronto la Introducción.

Nada diré en este prólogo de la Crítica del Juicio, puesto que he de hablar de ella a mi satisfacción en la Introducción que estoy preparando; aquí solamente me propongo decir algunas palabras sobre el sistema de traducción que he creído debía seguir. M. Cousin en sus lecciones sobre Kant5, ha caracterizado con tal precisión y claridad los defectos de este como escritor, que yo no puedo por menos de reproducir aquí su juicio. «Esta obra, dice Cousin, hablando de la Crítica de la razón pura, tiene el defecto de estar mal escrita; lo que no quiere decir que no haya en ella mucho ingenio en los detalles, y aun de vez en cuando trozos admirables; pero, como el mismo autor lo reconoce con modestia en el prólogo de la edición de 1781, si bien tiene una gran claridad lógica, tiene muy poco de esta otra claridad que él llama estética, y que consiste en el arte de hacer pasar al lector de lo conocido a lo desconocido, de lo fácil a lo difícil; arte tan raro, especialmente, en Alemania, y que no tiene en manera alguna el filósofo de Koenigsberg. Cojamos el cuadro de materias de la Crítica de la razón pura, y como en él no puede presentarse cuestión sino acerca del orden lógico y del enlace de todas las partes de la obra, nada podemos hallar bajo este punto de vista mejor sistematizado, más precioso y de mayor claridad que aquél; pero cojamos cada uno de sus capítulos por sí solos y todo cambia en el momento; el orden que separadamente debe encerrar cada uno de dichos capítulos, no existe; cada idea se halla expresada con la mayor precisión, pero sin ocupar siempre el lugar debido para acomodarse fácilmente al espíritu del lector. Hay que añadir a este defecto, el de la lengua alemana llevado al último extremo; quiero decir, este carácter extremadamente sintético de su frase, que forma un contraste, tan sorprendente con el analítico de la francesa. No es esto todo; independientemente de este lenguaje, todavía rudo, y que tan poco se acomoda a la descomposición del pensamiento, Kant tiene un lenguaje propio, una terminología, que, una vez comprendida, es de una claridad perfecta, y aun de un uso cómodo; pero que, presentada de repente, y sin la preparación necesaria, todo lo ofusca y a todo da una apariencia oscura y extravagante.» Los defectos que M. Cousin vitupera en la Crítica de la razón pura, y que, como él ha hecho notar, han retrasado en el país mismo de Kant el éxito de esta obra inmortal, son los mismos que se encuentran en la Crítica del Juicio y en la Crítica de la razón práctica. Solo que en estas dos últimas obras aparece Kant, en general, más sobrio y menos difuso que en la primera, y el carácter mismo de las materias que en ellas se tratan, como son, ya aquí los principios de la moral y los sentimientos y las ideas a que esta se refiere, ya allá lo bello y lo sublime, las bellas artes, las causas finales, etc., todo esto, pues, da a veces a su estilo un tinte menos severo y menos claro, a pesar de que reaparecen y dominan siempre los mismos defectos. Después de esto, se comprenderá cuán difícil debe ser una traducción literal de estas obras. Además, toda traducción que quita y añade, y resume y parafrasea, no presenta al autor como es, y no puede hacerse del texto; y una traducción literal corre el gran riesgo de resultar bárbara, y de violentar a cada instante los hábitos de nuestra lengua y de nuestro espíritu. A nosotros nos parece que el problema debe resolverse, traduciendo a Kant de tal modo que, reproduciendo en todo fielmente el texto, se atenúen en algún tanto los defectos; es decir, se introduzcan en aquel, pero sin modificarlo, las cualidades propias de nuestro lenguaje. Una traducción que llene estas dos condiciones, teniendo un doble mérito, hará un doble servicio al autor. He aquí el problema que nos hemos propuesto, y demasiado comprendemos las dificultades que encierra para lisonjearnos de haberlo resuelto. Esperamos al menos que nuestros esfuerzos no habrán sido del todo inútiles. Como la lengua francesa tiene la virtud de esclarecer todo lo que transforma o traduce, este mismo carácter debemos aplicarlo, tratándose de Kant; y puesto que la oscuridad que en él se reprueba proviene en parte, según exactamente nota M. Cousin, del carácter extremadamente sintético de su frase, en contraposición al esencialmente analítico de la frase francesa, traducir a Kant en francés, debe ser lo mismo que esclarecerlo, corrigiendo o atenuando en él el defecto que repugna a nuestra lengua.

Mas, hemos insistido bastante sobre los defectos de la forma de Kant, y es ya tiempo de presentarlo bajo otro punto de vista. En Francia no se sabe bien que este escritor, que hemos tratado de bárbaro, ha sabido algunas veces acercarse a los mejores de los nuestros, lo que se observa en la mayor parte de sus pequeños escritos, y especialmente en el que lleva por título: Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, que apareció en 1764, esto es, veinte y seis años antes de la Crítica del Juicio6. A pesar de ciertos ensayos de traducción, estos pequeños escritos son en general poco conocidos en Francia, y bien traducidos, mostrarían a Kant bajo un aspecto enteramente nuevo.7 Por esto es por lo que aparece Kant, como se nota algunas veces en ciertos pasajes de sus obras más importantes, especialmente en las observaciones y notas, un hombre de gran espíritu, en el sentido francés moderno de esta palabra; un observador atento y delicado de la naturaleza humana, y un escritor de los más ingeniosos; porque este pensador profundo, este genio de lo abstracto, este escritor bárbaro, era también todo eso. Su principal obra bajo este respecto es, sin contradicción, la que acabo de citar. También se han hecho de ella tres traducciones en francés8, pero es conveniente volverla a traducir, y yo he querido unir esta nueva traducción a la de la Crítica del Juicio, puesto que ambas obras, aunque muy diferentes en el fondo y en la forma, tienen una materia común, lo bello y lo sublime; y porque es curioso el reunir estas dos formas distintas en que Kant ha tratado la misma materia con veinte y seis años de intervalo.

Con todo, no se debe buscar en las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime el origen de la teoría expuesta en la Crítica del Juicio, y mucho menos todavía una teoría filosófica sobre la cuestión de la idea de estos dos sentimientos. Kant no tiene tan alta pretensión; se propone únicamente, como él lo advierte en el prefacio, presentar algunas observaciones sobre la idea de los mismos, considerándolos en relación a los objetos, a los caracteres de los individuos, a los sexos y sus relaciones entre sí, y por último, en relación a los caracteres de los pueblos. Esta pequeña obra no es más que una colección de observaciones; no aparece en ella el profundo y abstracto autor de la Crítica de la razón pura; Kant no es todavía en este tiempo más que el bello profesor de Koenigsberg, como se le apellidaba en su villa natal9. Esto supuesto, sobresale tanto en el género a que pertenece este escrito, como en la metafísica. Se muestra en él tan delicado y espiritual observador, como de otro lado sutil y profundo analista; allí hay que admirar la exactitud, y muchas veces la delicadeza de sus observaciones, una feliz y rara mezcla de finura y naturalidad,10 y por último, la dirección ingeniosa y viva que da a sus ideas, en lo que aparece claramente la influencia de la literatura francesa.

Si bien es cierto que entre sus observaciones hay algunas que han dejado de ser verdaderas11, y otras nos parecen estrechas y mezquinas12, con todo se revela en la mayor parte de ellas una penetrante observación, y una elevada inteligencia de la naturaleza humana. Pero la parte más notable de este pequeño escrito, es, sin duda alguna, aquel en que Kant trata de lo bello y lo sublime en sus relaciones con los sexos. En él se ocupa de las cualidades esencialmente propias de las mujeres, sobre el género de educación particular que a estas conviene, y sobre el atractivo y las ventajas de la sociedad con las mismas; observaciones llenas de sentido y delicadeza, dignas de las páginas de Labruyere o de Rousseau13. Kant vuelve a ocuparse después de esto, de la teoría tan admirablemente desenvuelta en la última parte del Emilio, de que la mujer, teniendo una misión particular, tiene también cualidades que le son propias, y que deben desenvolverse y cultivarse conforme a los votos de la naturaleza, por una bien entendida educación. Ningún otro ha hablado de las mujeres en el siglo XVIII con más delicadeza y respeto14; me atrevería a creer con el nuevo editor de Kant, Rosenkranz15, que el corazón del filósofo no ha permanecido siempre indiferente a los atractivos de que él tan bien habla; pero no quiero rebajar con mis comentarios el encanto de esta pequeña obra. Es útil también el unirla a la Crítica del Juicio, porque no habrá más que notar diferencias entre ambas; y por esto, si a ejemplo de Rosenkranz, hemos reunido estas dos obras en la traducción, es porque el contraste nos ha parecido ingenioso.

Kant16 había hecho interfoliar para su uso un ejemplar de este pequeño escrito, y después de haber llenado de adiciones cada una de las páginas agregadas y las márgenes del texto de muchos pasajes, lo regaló en 1800 al librero Nicolovins para una nueva edición. Después de Rosenkranz, que ha tenido al arreglar su edición este ejemplar a la vista, estas adiciones consisten en observaciones variadas y alguna vez ingeniosas, que se agregan a la misma materia, el sentimiento de lo bello y lo sublime; pero que esparcen en todas direcciones y toman diversas formas. En unos puntos, Kant desenvuelve por completo su pensamiento, en otros se limita a indicarlo, y alguna vez le basta una sola palabra. Rosenkranz no ha creído de su deber servirse de este borrador, puesto que lo que en él se contiene de importante se encuentra en otras obras de Kant. Yo he seguido el texto de su edición.

En cuanto a la Crítica del Juicio, me he servido de la tercera edición (1799)17 y de la de Rosenkranz.




ArribaAbajoPrefacio

Podemos llamar razón pura la facultad de conocer por principios a priori; y Crítica de la razón pura el examen de la posibilidad y límites de esta facultad en general, sin que nunca comprendamos al hablar de ello más que la razón considerada en un sentido teórico, como ya lo hicimos bajo este título en nuestra primera obra, y sin que intentemos jamás someter también a este examen la facultad práctica determinada por sus propios principios. La crítica de la razón pura, no comprende, pues, más que nuestra facultad de conocer las cosas a priori; no trata más que de la facultad de conocer, con abstracción de sus facultades de sentir y de querer; y aun al ocuparse de la facultad del conocer, no lo hace más que del sentimiento, en el cual busca los principios a priori, haciendo abstracción del Juicio y de la razón (en tanto que se consideran como facultades que igualmente pertenecen al conocimiento teórico), puesto que desde luego hallamos que ninguna otra facultad de las que corresponden al conocer, más que la del entendimiento, puede conducirnos al conocimiento de dichos principios; y por esto la crítica, cuando examina las otras facultades del conocer, para determinar la parte que cada una de ellas puede tener por sí misma en la adquisición del conocimiento, no se ocupa de otra cosa más que de lo que el entendimiento presenta a priori como una ley para la naturaleza y todos sus fenómenos, (cuya forma se da también a priori), y deja todos los demás conceptos puros para las ideas que trascienden de la facultad del conocer teórico, cuyos conceptos, lejos por esto de ser inútiles o superfluos, sirven, por el contrario, de principios reguladores. De este modo, esta facultad descarta por un lado las pretensiones peligrosas del entendimiento, el cual (suministrando a priori las condiciones de la posibilidad de todas las cosas que se pueden conocer), circunscribe a sus propios límites esta posibilidad en general, y, por otra parte, dirige al entendimiento mismo en la consideración de la naturaleza, a favor de un principio de perfección que jamás puede obtener, pero que le está señalado como el objeto final de todo conocimiento.

Es indudablemente al entendimiento, el cual tiene su dominio propio en la facultad del conocer, en tanto que contiene a priori los principios constitutivos del conocimiento, a quien la crítica designada con el nombre de crítica de la razón pura, debe asegurar una posesión fija y determinada contra todas las demás que quieran disputarle el puesto. Del mismo modo la crítica de la razón práctica, determina la posesión de la razón, en tanto que solo contiene principios constitutivos, relativos a la facultad de querer.

Sin embargo, el Juicio, que viene a ser dentro de nuestras facultades de conocer un término medio entre el entendimiento y la razón, ¿tiene también por sí mismo principios a priori? ¿Son estos principios constitutivos o simplemente reguladores, no suponiendo, por tanto, un dominio particular? ¿Suministra esta facultad a priori una regla al sentimiento como un término medio entre la facultad de conocer y la de querer, del mismo modo que el entendimiento prescribe a priori leyes a la primera, y la razón a la segunda? He aquí de lo que se ocupa la presente crítica del Juicio.

Una crítica de la razón pura, es decir, de nuestra facultad del conocer, según los principios a priori, sería incompleta, si la del Juicio, que, como facultad de conocer, reclama también para sí tales principios, no fuese, tratada como una parte especial de la crítica; y sin embargo, los principios del Juicio no constituyen un principio de filosofía pura, una parte propia entre la parte teórica y la práctica, sino que puede considerarse, según los casos, en cualquiera de estas dos partes. Pero si este sistema ha de llegar a la perfección, bajo el nombre general de metafísica (y posible es perfeccionarlo, y de la mayor importancia para el ejercicio de la razón bajo todos sus aspectos), es necesario antes que la crítica sondee muy profundamente el fondo de este edificio, para descubrir los primeros fundamentos de la facultad que nos suministra principios independientes de la experiencia, con el fin de que ninguna de las partes parezca como dudosa; pues esto llevaría consigo inevitablemente la ruina de todo.

Por donde podemos concluir acerca de la naturaleza del juicio (cuyo uso conveniente es tan necesario y tan generalmente útil como puede serlo el del sentido común, nombre con que se designa esta facultad), que debemos hallar grandes dificultades en la investigación del principio propio de la misma (la cual debe en efecto contener uno a priori; pues de lo contrario, la crítica, aun la más vulgar, no lo consideraría como facultad de conocer). Este principio no puede derivarse de otros a priori: estos corresponden al entendimiento, y el Juicio no trata más que de su aplicación. El Juicio no puede, pues, suministrar un concepto que nada nos hace conocer, y que solamente sirve de regla a sí mismo, aunque no de regla objetiva, a la cual pudiera acomodarse; porque entonces, necesitaríamos otra facultad de juzgar, para resolver si es o no ocasión de aplicar la regla.

Esta dificultad que presenta el principio subjetivo u objetivo de la facultad de juzgar, se nota principalmente en aquellos juicios llamados estéticos, que tratan de lo bello y lo sublime, de la naturaleza o del arte; y sin embargo, la investigación crítica del principio de estos juicios es la parte más importante de esta facultad.

En efecto: aunque ellos por sí mismos nada nos dan para el conocimiento de las cosas, no por esto dejan de pertenecer a la facultad de conocer, y revelan una relación inmediata de esta facultad con la del sentimiento, fundada sobre algún principio a priori, que nunca se confunde con los motivos de la facultad de querer, porque esta saca sus principios a priori de los conceptos de la razón. No sucede lo propio en los juicios teleológicos de la naturaleza; en estos, mostrándonos la experiencia una conformidad de las cosas con sus leyes, la cual no puede comprenderse ni explicarse con la ayuda del concepto general que el entendimiento nos da de lo sensible, saca la facultad de juzgar de sí misma un principio de relación de la naturaleza con el mundo inaccesible de lo supra-sensible, del cual no puede servirse más que en vista de sí misma en el conocimiento de la naturaleza; pero este principio, que puede y debe aplicarse a priori al conocimiento de las cosas del mundo, y nos abre al mismo tiempo vastos horizontes para la razón práctica, no tiene relación inmediata con el sentimiento. Por lo que, la falta de esta relación es precisamente la que produce la oscuridad del principio del juicio, y hace necesaria para esta facultad una división particular de la crítica; porque el juicio lógico, que se funda sobre conceptos de los cuales jamás se puede sacar consecuencia inmediata para el sentimiento, habría podido en rigor unir la parte teórica de la filosofía con el examen crítico de los límites de estos conceptos.

Como no me propongo estudiar el gusto ni el juicio crítico, con el fin de formarlo ni cultivarlo (porque esta cultura bien puede exceder de esta especie de especulaciones), sino que lo hago bajo un punto de vista trascendental, espero que haya indulgencia para con los vacíos que se noten en este trabajo. Pero en cierto modo es necesario que se haga con el más severo examen, y únicamente habrá que dispensarnos de algún resto de oscuridad que no se pueda evitar enteramente, por la gran dificultad que presenta la solución de un problema naturalmente tan embrollado. Con tal que quede claramente sentado que el principio se ha expuesto con exactitud, se nos podrá dispensar de no haber deducido el fenómeno del Juicio con toda la claridad que por otra parte se puede rigurosamente exigir, es decir, de no haberlo deducido de un conocimiento fundado en conceptos, el cual creo haber hallado en la segunda parte de esta obra.

Aquí terminaremos nuestro estudio crítico, y entraremos sin tardanza en la doctrina, con el fin de aprovechar, si es posible, el tiempo todavía favorable de nuestra creciente vejez. Se comprende perfectamente que el juicio no tiene parte especial en la doctrina, puesto que la crítica pertenece a la teoría; pero conforme a la división de la filosofía en teórica y práctica, y la de la filosofía pura en varias partes, la metafísica de la naturaleza y las costumbres, constituirá esta nueva obra.




ArribaAbajoIntroducción


ArribaAbajo-I-

De la división de la filosofía


Cuando se considera la filosofía como la que suministra por medio de conceptos los principios del conocimiento racional de las cosas, y no como la lógica, que solamente lo hace de los principios de la forma del pensamiento en general, haciendo abstracción de los objetos, se puede con toda razón dividir, como comúnmente se hace, en teórica y práctica. Mas para esto es de todo punto indispensable que los conceptos que sirven de objeto a los principios de este conocimiento racional, sean diferentes en su especie, pues de lo contrario, no estaríamos autorizados para una división, la cual supone siempre oposición en los principios del conocimiento racional, cual corresponde a las diversas partes de una ciencia. Según esto, no existen más que dos especies de conceptos, los cuales llevan en sí otros tantos principios diferentes de la posibilidad de sus objetos; estos conceptos son los de la naturaleza y el de la libertad. Y como los primeros hacen posible con el auxilio de principios a priori, un conocimiento, teórico, y el segundo no contiene relativamente a este conocimiento más que un principio negativo, una simple oposición, al paso que establece para la determinación de la voluntad principios de gran extensión, los cuales por esta razón se denominan prácticos, con derecho podemos dividir la filosofía en dos partes en un todo diferentes, por lo que toca a los principios: la una teórica, en tanto que filosofía de la naturaleza, y la otra práctica, en tanto que filosofía moral (pues así se denomina la legislación práctica de la razón fundada sobre el concepto de la libertad). Pero hasta hoy, la gran confusión en el uso de estas expresiones ha trascendido a la división de los diversos principios, y por consiguiente a la de la filosofía, y se ha identificado lo que es práctico bajo el punto de vista de los conceptos de la naturaleza, con lo que es práctico bajo el punto de vista del concepto de la libertad; y con estas mismas expresiones de filosofía teórica y filosofía práctica, se ha establecido una división que en realidad no lo es, puesto que las dos partes de esta división pueden tener los mismos principios.

La voluntad, como facultad de querer, es una de las diversas causas naturales que existen en el mundo; es la que obra en virtud de conceptos; y todo lo que la voluntad se representa como posible o como necesario, se llama prácticamente posible para distinguirlo de la posibilidad o de la necesidad física, de un efecto, cuya causa no es determinada por conceptos, sino por mecanismo como en la materia inanimada, o por instinto como entre los animales. Por esto aquí, al hablar de práctica, lo hacemos de una manera general, sin determinar si el concepto que sirve de regla a la causalidad de la voluntad es un concepto de la naturaleza o un concepto de la libertad.

Pero esta última distinción es esencial; porque si el concepto que determina la causalidad es un concepto de la naturaleza, los principios son técnicamente prácticos; y si es un concepto de la libertad, son moralmente prácticos; y como en la división de una ciencia racional se trata únicamente de una distinción de objetos, cuyo conocimiento reclama principios diferentes, los primeros se refieren a la filosofía teórica (o a la ciencia de la naturaleza), mientras que los otros constituyen por sí solos la segunda parte, o sea la filosofía práctica o la moral.

Todas las reglas técnicamente prácticas (es decir, las del arte o de la industria en general), y aun aquellas que se refieren a la prudencia, o sea la habilidad que da influencia sobre los hombres y su voluntad, deben ser consideradas como corolarios de la filosofía teórica, en tanto que sus principios se fundan en conceptos.

En efecto: dichas reglas no se refieren más que a la posibilidad de las cosas, cuando ésta se funda en conceptos de la naturaleza; y nosotros no nos ocupamos solamente de los medios de investigación de la naturaleza, sino también de los de la voluntad (como facultad de querer, y por tanto, como facultad natural), en tanto que pueda ser determinada, conforme a estas reglas, por móviles naturales...

Sin embargo, estas reglas prácticas no se denominan leyes (como las leyes físicas), sino preceptos; porque como la voluntad no cae solamente bajo el concepto de la naturaleza, sino también bajo el de la libertad, queda el nombre de leyes para los principios de la voluntad relativos a este último concepto, y estos solos principios, con sus consecuencias, constituyen la segunda parte de la filosofía, o sea la parte práctica.

Así como la solución de los problemas de la geometría pura no constituyen una parte especial de esta ciencia, ni la agrimensura merece tampoco el nombre de geometría práctica en oposición a la geometría pura, que en tal caso sería la segunda parte de la geometría en general, del mismo modo, y aun con mayor fundamento, no nos es permitido considerar como una parte práctica de la física el arte mecánico o químico de las experiencias y observaciones, ni unir a la filosofía práctica la economía doméstica, la agricultura, la política, el arte de vivir en sociedad, la dietética, ni aun la teoría de la felicidad, que es el arte de refrenar y reprimir las pasiones y afectos en vista de la felicidad, como si todas estas artes constituyesen la segunda parte de la filosofía en general.

En efecto; dichas artes no contienen más que reglas que se refieren a la industria humana, las que, por consiguiente, no son más que técnicamente prácticas o destinadas a producir un resultado posible, según los conceptos naturales de las causas y los efectos, y que, comprendiéndose en la filosofía teórica o en la ciencia de la naturaleza, de la cual son simples corolarios, no pueden reclamar un puesto en esta filosofía particular, que llamamos filosofía práctica; por el contrario, los preceptos moralmente prácticos, que en un todo se hallan fundados en el concepto de la libertad, y excluyen toda participación de la naturaleza en la determinación de la voluntad, constituyen una especie particular de preceptos, a que llamamos verdaderamente leyes, como a las reglas que rigen la naturaleza; pero aquellas no se apoyan, como estas, en condiciones sensibles; se fundan en un principio supra-sensible, y forman por sí solas al lado de la parte teórica de la filosofía, otra parte de la misma, bajo el nombre de filosofía práctica.

Por donde se ve que un conjunto de preceptos prácticos suministrados por la filosofía, no constituye una parte especial y opuesta a la parte teórica de esta ciencia, por sólo ser prácticos; porque no dejarían de serlo, aun cuando esos mismos principios, en tanto que reglas técnicamente prácticas, derivasen del conocimiento teórico de la naturaleza; se necesita además que el principio en que se apoyen, no se derive del concepto de la naturaleza, siempre sujeto a condiciones sensibles, sino que descanse sobre el de lo supra-sensible; pues sólo el concepto de la libertad nos permite conocer, por medio de leyes formales, para que de este modo los preceptos sean moralmente prácticos, esto es, para que no sean únicamente reglas relativas a tal o cual fin, sino leyes que no suponen ningún objeto, ningún designio previo.




ArribaAbajo-II-

Del dominio de la filosofía en general


El uso de nuestra facultad de conocer por medio de principios, o sea la filosofía, no reconoce más límites que los de la aplicación de conceptos a priori.

Pero el conjunto de objetos a que se refieren estos conceptos, para de ellos constituir, si es posible, un conocimiento, puede ser dividido, según que basten o no nuestras facultades para ello, o según que sean suficientes de tal o cual manera.

Si consideramos los conceptos como refiriéndose a objetos, y hacemos abstracción de la cuestión de saber si un conocimiento de estos objetos es o no posible, estaremos en el campo de estos conceptos, el cual se determina únicamente conforme a la relación de su objeto con nuestra facultad de conocer en general. La parte de este campo en donde es posible para nosotros un conocimiento, es el territorio (territorium) de estos conceptos, y de la facultad de conocer, que supone este conocimiento. La parte de este territorio en donde dichos conceptos sirven de ley, es el dominio de ellos (ditio), y el de las facultades de conocer que los producen. Así, los conceptos empíricos tienen su territorio en la naturaleza, considerada como el conjunto de todos los objetos sensibles, mas en esto no hay nada de dominio, sino que solo existe un domicilio (domicilium), puesto que estos conceptos, aunque formados de una manera regular, no sirven de leyes, y las reglas que en ellos se fundan son empíricas, y por tanto contingentes.

Nuestra facultad de conocer tiene dos especies de dominio; el de los conceptos de la naturaleza, y el del concepto de la libertad, pues que por medio de estas dos clases de conceptos es únicamente legisladora a priori; por lo cual la filosofía se divide también, como esta facultad, en teórica y práctica. Pero el territorio sobre el cual entiende su dominio y ejerce su legislación no es más que el conjunto de objetos de toda experiencia posible, en cuanto se consideran como simples fenómenos; porque de otro modo no se podría concebir una legislación del entendimiento relativa a estos objetos.

La legislación contenida en los conceptos de la naturaleza es dada por el entendimiento, es teórica; la que contiene el concepto de libertad, proviene de la razón, y es puramente práctica. Por lo que la razón solo puede legislar en el mundo práctico; en lo que se refiere al conocimiento teórico (o de la naturaleza) no puede hacer más que deducir, de leyes dadas (de las que se instruye por medio del entendimiento), consecuencias que no salen de los límites de la naturaleza. Además, la razón no es en absoluto legislativa cuando existen reglas prácticas, porque estas reglas pueden ser técnicamente prácticas.

La razón y el entendimiento tienen, pues, dos clases de legislaciones sobre un mismo territorio, el de la experiencia, sin que la una pueda sobreponerse a la otra; porque el concepto de la naturaleza tiene tan poca influencia sobre la legislación suministrada por el concepto de la libertad, como este sobre la legislación de la naturaleza. La posibilidad de concebir, al menos sin contradicción, la coexistencia de dos legislaciones y de las facultades a que ellas se refieren, ha sido demostrada por la crítica de la razón pura, la que, revelándonos en esto una ilusión dialéctica, ha descartado las objeciones.

Pero es imposible que estos diferentes dominios, que se limitan constantemente, no ciertamente en sus legislaciones, sino en sus efectos en el seno del mundo sensible, no constituyan más que uno sólo; pues el concepto de la naturaleza puede muy bien representar sus objetos en la intuición, pero solo como simples fenómenos, y no como cosas en sí; y por el contrario, el concepto de la libertad puede representar, por medio de su objeto, una cosa en sí, pero no en la intuición; por consiguiente, ninguno de estos dos conceptos puede dar un conocimiento teórico de su objeto (ni aun del sujeto que piensa) como cosa en sí, o sea de lo supra-sensible; esta es una idea que se debe aplicar a la posibilidad de todos los objetos de experiencia, pero que jamás se puede extender ni elevar hasta constituir un conocimiento de ellos.

Existe, pues, un campo ilimitado, pero inaccesible también para nuestra facultad de conocer, el campo de lo supra-sensible, donde no hallamos parte de territorio para nosotros, y en donde, por tanto, no podemos buscar, ni por medio de los conceptos del entendimiento, ni por medió de los de la razón, un dominio perteneciente al conocimiento teórico. Este campo, o sea el uso, tanto teórico como práctico de la razón, debe llenarse de ideas; mas nosotros no podemos dar a estas ideas, en su relación con las leyes que derivan del concepto de la libertad, más que una realidad práctica, lo que no eleva en nada nuestro conocimiento teórico hasta lo supra-sensible.

Pero aunque existe un abismo insondable entre el dominio del concepto de la naturaleza o lo sensible, y el dominio del concepto de la libertad, o lo supra-sensible, de tal suerte, que es imposible pasar del primero al segundo (por medio de la razón teórica), y que se consideran como dos mundos diferentes, de los cuales, el uno no puede ejercer acción sobre el otro, es indudable que debe haber alguna influencia entre ellos. En efecto; el concepto de la libertad debe realizar en el mundo sensible el objeto determinado por sus leyes, y para esto es indispensable que se pueda concebir la naturaleza de tal suerte, que en su conformidad con las que constituyen su forma, no excluya al menos los fines que deben ser dirigidos según las primeras. Así es que debe haber un principio que haga posible el acuerdo de lo supra-sensible, sirviendo de fundamento a la naturaleza, con lo que contiene de práctico el concepto de la libertad; un principio cuyo concepto sea sin duda insuficiente para dar un conocimiento bajo el punto de vista teórico ni bajo el punto de vista práctico, y no teniendo por tanto dominio propio, permita sin embargo, al espíritu pasar de uno al otro mundo.




ArribaAbajo-III-

De la critica del juicio, considerada como lazo de unión de las dos partes de la filosofía


La crítica de las facultades de conocer consideradas en lo que pueden suministrarnos a priori, no tiene propiamente un dominio relativo a los objetos, puesto que no constituye una doctrina, sino que su único objeto es averiguar si es posible que nuestras facultades nos lo suministren, y cuándo lo es, según la condición de las mismas. Su campo se extiende tan lejos como sus pretensiones, con el objeto de concretar estas en los límites de su legitimidad.

Mas lo que no entra en la división de la filosofía, puede, sin embargo, caer bajo el dominio de la crítica de la facultad pura de conocer en general, si esta facultad contiene principios que no tienen valor para su uso teórico ni para su uso practico. Los conceptos de la naturaleza, que contienen el principio de todo conocimiento teórico a priori, descansan sobre la legislación del entendimiento. El concepto de la libertad, que contiene el principio de todos los preceptos prácticos a priori e independientes de las condiciones sensibles, descansa sobre la legislación de la razón. Así es que ninguna facultad, fuera de estas dos, puede lógicamente aplicarse a los principios, cualesquiera que ellos sean; además, cada una de estas tiene su legislación propia en cuanto a su contenido, sobre lo cual no existe ninguna otra (a priori), y esto es lo que justifica la división de la filosofía en teórica y práctica.

Pero en la familia de las facultades superiores de conocer, existe además un término medio entre el entendimiento y la razón: este término medio es el Juicio. Se puede presumir por analogía que este contiene también si no una legislación particular, al menos un principio que le es propio y que se debe investigar, según leyes, un principio que es indudablemente a priori puramente subjetivo, y que, sin tener como dominio ningún campo de objetos, puede, no obstante, tener un territorio para el cual solamente él tenga verdadero valor.

Existe, además (a juzgar por analogía), una razón para unir el Juicio a otro orden de nuestras facultades representativas, cuya unión, parece más importante todavía que el parentesco de las facultades de conocer. Esta razón consiste en que todas las facultades o capacidades del alma pueden reducirse a tres, y que no pueden por menos de derivarse de un principio común, y son: la facultad de conocer, la de sentir y la de querer18.

En el terreno de la facultad de conocer, sólo el entendimiento es legislador, pues que esta facultad (como debe serlo cuando se la considera en sí misma independiente de la facultad de querer), se refiere como facultad de conocimiento teórico a la naturaleza, y solamente en relación a la naturaleza (considerada como fenómeno) nos es posible hallar leyes en los conceptos a priori de la misma, esto es, en los conceptos puros del entendimiento.

La facultad de querer, considerada como facultad superior determinada por el concepto de la libertad, no admite otra legislación a priori que la de la razón (en la cual únicamente reside este concepto). Supuesto que el sentimiento tiene su sitio o se halla colocado entre la facultad de conocer y la de querer, así como el Juicio la tiene entre el entendimiento y la razón, se puede suponer, al menos provisionalmente, que el Juicio contiene en sí mismo un principio a priori, y que así como el sentimiento se halla necesariamente ligado con la facultad de querer, ya porque dicho sentimiento sea anterior a ella, como sucede en la facultad inferior de querer, ya porque, como sucede en la superior, derive únicamente de la determinación producida en dicha facultad por la ley moral, así también el Juicio verifica una transición a la facultad pura de conocer, esto es, establece el tránsito del dominio de los conceptos de la naturaleza al dominio de la libertad, del mismo modo que, bajo el punto de vista lógico, hace posible el paso del entendimiento a la razón.

Por esto, aunque la filosofía no se pudiese dividir más que en dos partes, la teórica y la práctica; aunque todo lo que pudiéramos decir de los principios propios del Juicio deba colocarse en la parte teórica, o sea en la que se ocupa del conocimiento racional, fundado sobre conceptos de la naturaleza, la crítica de la razón pura, que debe tratar todo esto antes de dar principio a la ejecución de su sistema, se compone de tres partes: crítica del entendimiento puro, crítica del Juicio puro, y crítica de la razón pura; facultades que se llaman puras, porque son legislativas a priori.




ArribaAbajo-IV-

Del juicio como facultad legislativa «A priori.»


El juicio es la facultad de concebir19 lo particular como contenido en lo general.

Si lo general (la regla, el principio, la ley) es dado, el Juicio que subsume lo particular aunque como Juicio trascendental suministre a priori las condiciones que por sí solas hacen posible esta subsunción), es y se llama determinante. Pero si sólo es dado lo particular, y el Juicio debe hallar en ello lo general, dicho Juicio es simplemente reflexivo.

El Juicio determinante, sometido a las leyes generales y trascendentales del entendimiento, no es más que el que subsume; le es dada la ley a priori; y de este modo no necesita cuidarse de una regla para poder subordinar a lo general lo particular que se halla en la naturaleza.

Pero tanto como hay de diversidad en las formas de la naturaleza, otro tanto hay de modificaciones en los conceptos generales y trascendentales de la misma, los cuales dejan indeterminadas las leyes suministradas a priori por el entendimiento puro, puesto que estas no se refieren más que a la posibilidad de una naturaleza en general (como objeto de los sentidos).

Debe haber, pues, también para estos conceptos leyes, las cuales como conceptos empíricos pueden ser contingentes a los ojos de nuestro entendimiento, pero que puesto que se llaman leyes (como lo exige el concepto de la naturaleza), deben considerarse como necesarias en virtud de un principio que, aunque sea desconocido para nosotros, nos dé la unidad en la variedad. El Juicio reflexivo que necesita subir de lo particular, que halla en la naturaleza, a lo general, necesita un principio que no puede derivarse de la experiencia, puesto que debe servir de fundamento a la unidad de todos los principios empíricos, colocándose sobre los más superiores de estos, y por tanto, a la posibilidad de la coordinación sistemática de estos principios. Es necesario que este principio trascendental lo halle en sí mismo el Juicio reflexivo para hacer de él su ley; no puede sacarlo de otra parte, pues que entonces sería juicio determinante; ni tampoco prescribirlo a la naturaleza, puesto que si la reflexión sobre sus leyes se acomoda a sí misma, no se regirá por aquellas condiciones, conforme a las que tratamos de formarnos un concepto contingente o relativo de esta reflexión.

Dicho principio no puede ser más que éste: como las leyes generales de la naturaleza tienen un principio en nuestro entendimiento que las prescribe a la misma (pero sólo bajo el punto de vista de concepto general de la naturaleza como tal), las leyes particulares y empíricas relativamente a lo que las primeras dejan en ellas de indeterminado, deben considerarse en relación a una unidad semejante a la que pudiera establecer un entendimiento distinto del nuestro, el cual diera estas leyes teniendo en cuenta nuestra facultad de conocer, y queriendo hacer posible un sistema de experiencia fundado sobre leyes particulares de la naturaleza misma. Esto no significa que se deba admitir tal entendimiento (porque sólo el Juicio reflexivo es el que hace un principio de esta idea para reflexionar y no para determinar), sino que la facultad de juzgar se dé por sí misma una ley, y no por medio de la naturaleza.

Mas como el concepto de un objeto, en tanto que contiene también el principio de la realidad de este objeto, se llama fin, y como la conformidad de un objeto con una disposición de las cosas, que sólo es posible en relación a los fines, se llama finalidad de la forma de estas cosas, el principio del Juicio relativamente a la forma de las cosas de la naturaleza, sometidas a leyes empíricas en general, es la finalidad de la naturaleza en su diversidad; lo que significa que nos representamos la naturaleza por medio de este concepto, como si un entendimiento contuviese el principio de su unidad en la diversidad de sus leyes empíricas.

La finalidad de la naturaleza es, pues, un concepto particular a priori, que tiene su origen únicamente en el Juicio reflexivo; porque no podemos atribuir a sus producciones nada que pueda estimarse como una relación de sí misma con los fines, sino solamente servirse de este concepto para reflexionar sobre ella según el enlace de los fenómenos que en la misma se producen conforme a las leyes empíricas. Este concepto es muy diferente de la finalidad práctica (de la finalidad de la industria humana o de la moral), aunque se le confunde por analogía con esta última especie de finalidad.




ArribaAbajo-V-

El principio de la finalidad formal de la naturaleza, es un principio trascendental del juicio


Se llama trascendental el principio que representa la condición general, a priori, bajo la cual únicamente pueden las cosas llegar a ser objetos de nuestro conocimiento en general. Por el contrario, se llama metafísica el principio que representa la condición a priori, según la cual solo los objetos cuyo concepto puede darse empíricamente pueden ser determinados a priori. Así, el principio del conocimiento de los cuerpos como sustancias, y como sustancias que cambian, es trascendental cuando significa que este cambio debe tener una causa; pero es metafísico cuando significa que debe tener una causa exterior: en el primer caso, basta concebir los cuerpos a modo de predicados ontológicos (o de conceptos puros del entendimiento), como sustancias, por ejemplo, para conocer a priori la proposición que el último predicado (el movimiento producido por una causa exterior) conviene al cuerpo. De igual suerte, como mostraremos muy pronto, el principio de la finalidad de la naturaleza (en la variedad de sus leyes empíricas), es un principio trascendental; porque el concepto de los objetos, en tanto que se los concibe como sometidos a un principio, no es más que el concepto puro de objetos de un conocimiento de experiencia posible en general, y no contiene nada por el contrario, que supone la idea de la determinación de una voluntad libre, es un principio metafísico, puesto que el concepto de la facultad de querer, considerada como voluntad, debe darse empíricamente (no pertenece a los predicados trascendentales). Estos dos principios no son, sin embargo, empíricos; son principios a priori, porque el sujeto que funda en ellos sus juicios no tiene necesidad de ninguna experiencia ulterior para enlazar el predicado con el concepto empírico que posee, pues puede percibir perfectamente este enlace a priori.

Que el concepto de una finalidad de la naturaleza pertenece a los principios trascendentales, es lo que muestran suficientemente las máximas del juicio que sirven a priori de fundamento para la investigación natural, las que, sin embargo, no se refieren más que a la posibilidad de la experiencia, y por tanto a la del conocimiento de la naturaleza, no simplemente de ella en general, sino determinada por leyes particulares y diversas.

Estas son como sentencias de la sabiduría metafísica, que con motivo de ciertas reglas cuya necesidad no puede demostrarse por conceptos, se presentan con frecuencia en el curso de esta ciencia aunque esparcidas, como se ve en estos ejemplos: la naturaleza sigue el camino más corto (lex parcimoniae); no tiene intervalos en la serie de sus cambios, ni en la coexistencia de sus formas específicamente diferentes (lex continui in natura); en la gran variedad de sus leyes empíricas hay una unidad formada por un pequeño número de principios (principia praeter necesitatem non sunt multiplicanda), y otras máximas del mismo género.

Pero querer mostrar el origen de estos principios y hacerlo por un procedimiento psicológico, es desconocer por completo el sentido de los mismos. En efecto; ellos no nos dicen el hecho, esto es, conforme a qué reglas nuestras facultades de conocer llenan realmente sus funciones y cómo se juzga, sino cómo se debe juzgar. La conformidad de la naturaleza con nuestras facultades de conocer, o la finalidad que nos revela el ejercicio de las mismas, es, pues, un principio trascendental de los juicios, y por tanto esta finalidad necesita una deducción trascendental que investigue a priori en las fuentes del conocimiento el origen de dicho principio.

Encontramos desde luego algo de necesario en los principios de la posibilidad de la experiencia, como son las leyes generales, sin las cuales no se puede concebir la naturaleza en general (como objeto de los sentidos); estas leyes descansan sobre las categorías aplicadas a las condiciones formales de toda intuición posible, en tanto que esta es dada también a priori. El Juicio sometido a estas leyes es determinante, porque no hace otra cosa que subsumir bajo reglas dadas. Por ejemplo, el entendimiento dice: todo cambio reconoce una causa (es ley general de la naturaleza): el Juicio trascendental no tiene más que suministrar la condición que permita subsumir bajo el concepto a priori del entendimiento, y esta condición es la sucesión de las determinaciones de una misma cosa. Por lo que, esta ley es reconocida como absolutamente necesaria para la naturaleza en general (como objeto de experiencia posible). Pero los objetos del conocimiento empírico, no obstante esta condición formal de tiempo, son todavía determinados, o pueden serlo, tanto que podemos juzgar a priori de diversas maneras: así naturalezas específicamente distintas, independientemente de lo que tienen de común en cuanto pertenecen a la naturaleza en general, pueden servir de causas, según una infinita variedad de maneras, y cada una de estas maneras (conforme al concepto de una causa general) debe tener una regla que revista el carácter de ley, y por tanto el de necesidad, aunque la naturaleza y los límites de nuestras facultades de conocer no nos permitan percibir esta necesidad. Cuando consideramos, pues, la naturaleza en sus leyes empíricas, concebimos en ella como posible una infinita variedad de estas leyes, que son contingentes a nuestros ojos (no pueden ser conocidas a priori), y referimos dichas leyes a una unidad, que miramos también como contingente, o sea la unidad posible de la experiencia (como sistema de leyes empíricas). Por donde de un lado es necesario suponer y admitir esta unidad, y de otro es imposible hallar en los conocimientos empíricos un enlace perfecto, que permita formar un todo de experiencia; porque las leyes generales de la naturaleza nos muestran perfectamente este enlace, cuando consideramos las cosas generalmente, esto es, como cosas de la naturaleza en general; pero no cuando las consideramos específicamente, o sea como seres particulares de aquella. El Juicio debe, pues, admitir como un principio a priori para su aplicación propia, que lo que es contingente a la vista de nuestro espíritu en las leyes particulares (empíricas) de la naturaleza, contiene una unión que no podemos penetrar ciertamente, pero que podemos concebir, y que es el principio de unidad de los elementos diversos en una experiencia posible en sí. Y puesto que esta unidad que nosotros admitimos por una necesidad del entendimiento pero al mismo tiempo como contingente en sí, es representada como una finalidad de los objetos (de la naturaleza), el Juicio, que relativamente a las cosas sometidas a las leyes empíricas posibles (todavía por descubrir), es simplemente reflexivo, debe concebir la naturaleza en relación a estas cosas, conforme a un principio de finalidad para nuestra facultad de conocer, el cual se ha mostrado ya en las precedentes máximas del Juicio. Este concepto trascendental de una finalidad de la naturaleza, no es ni un concepto de la misma, ni un concepto de la libertad, porque nada atribuye al objeto (a la naturaleza); él no hace más que representar la única manera de proceder en nuestra reflexión sobre los objetos de ella para llegar a una experiencia, cuyos elementos se hallan perfectamente enlazados entre sí; es por tanto un principio subjetivo, una máxima del Juicio. También sucede que cuando nosotros hallamos, como por una feliz casualidad favorable a nuestro objeto, entre dos leyes puramente empíricas, semejante unidad sistemática, sentimos un gran placer (hallándonos libres ya de la necesidad), aunque debamos necesariamente admitir la existencia de tal unidad, sin poder percibirla ni demostrarla.

Si queremos convencernos de la exactitud de esta deducción del concepto de que nos ocupamos, y de la necesidad de admitir este concepto como un principio trascendental de conocimiento, pensemos en la magnitud de este problema que existe a priori en nuestro entendimiento: con las pe percepciones suministradas por la naturaleza, que contiene una variedad infinita de leyes empíricas, formar un sistema coherente. Es cierto que el entendimiento posee a priori leyes generales de la naturaleza, sin las que no podría tener la experiencia de un solo objeto de ella; pero además hay necesidad de cierto orden en sus reglas particulares, las que el entendimiento no conoce más que empíricamente, y que con relación al mismo son contingentes. Estas reglas, sin las cuales el entendimiento no podría pasar de la semejanza universal contenida en una experiencia posible general a la semejanza particular, pero cuya necesidad no conoce ni puede conocer, es necesario que las conciba como leyes (es decir, como necesarias), porque de lo contrario, estas no constituirían un orden en la naturaleza. Así, aunque relativamente a estas reglas (a los objetos), el entendimiento nada puede determinar a priori, debe, no obstante, con el fin de descubrir las leyes llamadas empíricas, tomar por fundamento de toda reflexión sobre la naturaleza, un principio a priori, conforme al cual concibamos que puede haber un orden natural, y que se puede reconocer en sus leyes un principio como el que arrojan las proposiciones siguientes: Existe en la naturaleza una disposición de géneros y de especies que nosotros podemos aprender; estos géneros se unen siempre en relación a un principio común, de tal modo, que al pasar de un género a otro nos elevamos a uno más superior; aunque parece a primera vista que es inevitable para nuestro entendimiento admitir para los efectos naturales específicamente diferentes otras tantas diversas especies de causalidad, no es así; pues estas especies se pueden reducir con todo a un pequeño número de principios, que nosotros debemos investigar. El juicio supone a priori esta conformidad de la naturaleza con nuestra facultad de conocer, con el fin de poder reflexionar sobre aquella, considerada en sus leyes empíricas; pero el entendimiento la mira como objetivamente contingente, y el juicio no le atribuye más que como una finalidad trascendental (relativa a la facultad de conocer), y por esto, sin dicha suposición, no concebiríamos ningún orden natural en sus leyes empíricas, y no tendríamos, por tanto, dirección que nos guiara en el conocimiento y en la investigación de estas leyes tan varias.

Así es que se concibe sin dificultad, que a pesar de la uniformidad de las cosas de la naturaleza, consideradas en su relación con las leyes generales (sin las que sería imposible la forma de un conocimiento empírico general), pueda ser tan grande la diferencia de sus leyes empíricas y de sus efectos, que no sea posible a nuestro entendimiento descubrir en ella un orden fácil de aprender, ni dividir sus producciones en géneros y especies, ni concebir la manera de aplicar los principios de la explicación y de la inteligencia de la una a la explicación y a la inteligencia de la otra, y formar de una materia tan complicada para nosotros (porque es infinitamente varia y no apropiada a la capacidad de nuestro espíritu), una experiencia coherente. El Juicio, pues, contiene también un principio a priori de la posibilidad de la naturaleza, pero sólo bajo el punto de vista subjetivo, en virtud de cuyo principio prescribe, no a la naturaleza (como por autonomía), sino a sí mismo (como por bella autonomía), sino a sí mismo (como por bella autonomía), una ley para reflexionar sobre aquella, que se podría llamar ley de su especificación considerada en sus leyes empíricas. El Juicio no halla a priori esta ley en la naturaleza, pero la admite con el fin de hacer asequible a nuestro entendimiento el orden seguido por la misma en la explicación que hace de sus leyes generales, cuando quiere subordinar a estas leyes la variedad de las particulares. Así, cuando se dice que la naturaleza especifica sus leyes generales conforme al principio de una finalidad relativa a nuestra facultad de conocer, esto es, cuando las especifica para apropiarse la función necesaria del entendimiento humano, que consiste en hallar lo general a que debe reducirse lo particular, suministrado por la percepción, y el lazo que une lo diverso (que es lo general para cada especie) a la unidad del principio, no se prescribe por este una ley a la naturaleza, ni la observación nos enseña nada (aunque podría confirmarlo). Por esto no es un principio del juicio determinante, sino del juicio reflexivo; no tiene más objeto que, cualquiera que sea la disposición de la naturaleza en sus leyes generales, poder buscar su leyes empíricas por medio de este principio y de las máximas que en él se fundan como una condición sin la cual no podemos hacer uso de nuestro entendimiento para extender nuestra experiencia y adquirir el conocimiento.




ArribaAbajo-VI-

De la unión del sentimiento del placer con el concepto de la finalidad de la naturaleza


La conformidad de la naturaleza, considerada en la variedad de sus leyes particulares, con la necesidad que tenemos de reconocer en ella principios universales, debe apreciarse o estimarse como contingente a la vista de nuestro espíritu, pero al mismo tiempo como indispensable, a causa de la necesidad de nuestro entendimiento, y por tanto, como una finalidad por la cual la naturaleza se conforma con nuestras propias intuiciones, en cuanto se trata del conocimiento. Las leyes generales del entendimiento, que son al mismo tiempo leyes de la naturaleza, son tan necesarias (aunque derivadas de la espontaneidad) como las leyes del movimiento de la materia; y para explicar su origen no hay necesidad de suponer ningún fin ni objeto en nuestra facultad de conocer, porque nosotros no obtenemos, en primer lugar, por estas leyes más que un concepto de lo que es el conocimiento de las cosas (de la naturaleza), y éste se aplica necesariamente a la naturaleza de los objetos de nuestro conocimiento general. Pero que el orden de la naturaleza en sus leyes particulares, en esta variedad y en esta heterogeneidad al menos posibles que exceden nuestra facultad de concebir, sea realmente apropiado a esta facultad, es lo que aparece como contingente según nuestra percepción, y el descubrimiento de este orden es obra del entendimiento al dirigirse a un fin a que necesariamente aspira, o sea a la unidad de los principios, cuya obra debe el Juicio atribuir a la naturaleza, puesto que el entendimiento no puede prescribirle la ley.

El acto por el cual el espíritu alcanza este fin va acompañado de un sentimiento de placer; y si la condición de este acto es una representación a priori, un principio como el del juicio reflexivo en general, el sentimiento de placer es también determinado por una razón a priori, que le da un valor universal, pero no se refiere más que a la relación del objeto con la facultad de conocer, sin que el concepto de la finalidad se relacione en nada con la facultad de querer, que es lo que la distingue enteramente de la finalidad práctica de la naturaleza.

Así se ve que la conformidad de las percepciones con las leyes fundadas sobre conceptos generales de la naturaleza (las categorías), no produce ni puede producir en nosotros el menor efecto sobre el sentimiento del placer, puesto que el entendimiento obra aquí necesariamente según su naturaleza y sin designio alguno; por el contrario, el descubrimiento de la unión de dos o más leyes empíricas heterogéneas en un solo principio, es el origen de un gran placer, y aun a veces de una admiración tal, que no cesa sino cuando el objeto es para nosotros suficientemente conocido. Ciertamente que no hallamos un placer notable al percibir esta unidad de la naturaleza en su división en géneros y especies, la cual sólo hacen posible los conceptos empíricos, por cuyo medio la conocemos en sus leyes particulares; pero este placer ha tenido ciertamente su época, y por esto sin él no hubiera sido posible la experiencia más concisa y ordinaria, pues que se ha confundido insensiblemente con el simple conocimiento, y no se ha caracterizado particularmente. Existe, pues, algo que en nuestros juicios sobre la naturaleza nos hace que atendamos a su conformidad con nuestro entendimiento, y es el cuidado que ponemos en reducir en lo posible las leyes heterogéneas a leyes más elevadas, aunque siempre empíricas, con el fin de experimentar, si lo conseguimos, el placer que nos proporciona esta conformidad de la naturaleza con nuestra facultad de conocer, la que miramos como simplemente contingente. Nosotros experimentaríamos, por el contrario, un gran disgusto en una representación de la naturaleza en la que estuviéramos amenazados de ver nuestras menores investigaciones, cuando excedieran de la experiencia más vulgar, detenidas por una heterogeneidad de leyes, que no permitiera a nuestro entendimiento reducir las particulares a las empíricas generales; porque esto repugna al principio de la especificación subjetivamente final de la naturaleza y al Juicio que refleja sobre esta especificación.

Sin embargo, esta suposición del Juicio determina tan poco hasta qué punto debe extenderse esta finalidad ideal de la naturaleza para nuestra facultad de conocer, que si se nos dice que un profundo o más amplio conocimiento, experimental de la naturaleza debe hallar al fin una variedad de leyes que ningún entendimiento humano podrá reducir a un principio, no dejaremos por ello de estar satisfechos, pues que, a pesar de todo, queremos mejor esperar, y esperamos, que cuanto más penetremos en lo interior de la naturaleza y mejor conozcamos las partes exteriores que al presente desconocemos, tanto más la encontraremos simple en sus principios y uniforme en la aparente heterogeneidad de sus leyes empíricas. En efecto; nuestro Juicio nos da la ley para perseguir tan lejos como nos sea posible el principio de la apropiación de la naturaleza a nuestra facultad de conocer, sin decidir (porque no es el juicio determinante el que nos da esta regla), si tiene o no límites, puesto que así como es posible determinar los límites relativamente al uso racional de nuestras facultades de conocer, esto es imposible en el campo de la experiencia.




ArribaAbajo-VII-

De la representación estética de la finalidad de la naturaleza


Lo que en la representación de un objeto es puramente subjetivo, es decir, lo que constituye la relación de esta representación al sujeto y no al objeto, es una cualidad estética; pero lo que en ella sirve o puede servir a la determinación del objeto (al conocimiento), constituye su valor lógico. El conocimiento de un objeto de los sentidos puede considerarse bajo estos dos puntos de vista. En la representación sensible de las cosas exteriores, la cualidad de espacio donde ellas se nos representan, es el elemento puramente subjetivo de la representación que tenemos de estas cosas (no se determina lo que ellas pueden ser como objetos en sí); también el objeto es concebido simplemente como un fenómeno; pues el espacio, a pesar de su cualidad puramente subjetiva, es también un elemento del conocimiento de las cosas como fenómenos. Del mismo modo que el espacio es simplemente la forma a priori de la posibilidad de nuestras representaciones de las cosas exteriores, la sensación (aquí la sensación exterior) espresa el elemento puramente subjetivo de estas representaciones, pero especialmente el elemento material (lo real, aquello por que es dada alguna cosa como existente), y sirve también para el conocimiento de los objetos exteriores.

Mas el elemento subjetivo que en una representación no puede ser un elemento de conocimiento, es el placer o la pena mezclada con esta representación; porque estos sentimientos no nos hacen conocer nada del objeto de la representación, aunque bien pudieran ser ellos el efecto o resultado de cualquier conocimiento. Por donde la finalidad del objeto, en tanto que es representada en la percepción, no es una cualidad del objeto mismo (porque tal cualidad no puede percibirse) aunque pueda deducirse de un conocimiento de los objetos. Por consecuencia, la finalidad que precede al conocimiento de un objeto, la que aun cuando no queramos servirnos de la representación de aquel respecto de un conocimiento, se halla completamente ligada a esta representación, es por esto un elemento subjetivo que no puede constituir uno de los del conocimiento. Nosotros no hablamos en este caso de la finalidad del objeto sino porque su representación se halla inmediatamente ligada al sentimiento de placer, y es una representación estética de la finalidad. Resta únicamente saber si hay en general tal representación de la finalidad.

Cuando el placer se halla ligado a la simple aprensión (aprehensio) de la forma de un objeto de intuición, sin que esta aprensión se refiera a un concepto, y sirva a un conocimiento determinado, la representación no es referida al objeto, sino al sujeto; y el placer no puede producir otra cosa que la conformidad del mismo objeto con las facultades de conocer que se ponen en juego en el juicio reflexivo, y solo en tanto que den por resultado como consecuencia una finalidad formal y subjetiva de dicho objeto. En efecto; esta aprensión de formas que opera la imaginación, no puede tener lugar sin que el Juicio reflexivo las compare, aunque sea sin un fin determinado, con la facultad que tiene de referirlas a las intuiciones de los conceptos; por lo que si en esta comparación la imaginación (en tanto que facultad de las intuiciones a priori), se halla por efecto natural de una representación dada de acuerdo con el entendimiento o la facultad de los conceptos, y de esto resulta un sentimiento de placer, debe estimarse el objeto como apropiado al Juicio reflexivo. Juzgar de este modo, es llevar un juicio estético sobre, la finalidad del objeto, un juicio que no está fundado sobre un concepto actual del objeto, y no nos suministra ninguno otro. Y cuando juzgamos de manera que el placer unido a la representación de un objeto tiene su origen en la forma de este (y no en el elemento material de su representación considerada como sensación) tal como la hallamos en la reflexión que de esto hacemos, sin tener por fin el obtener un concepto del objeto mismo, juzgamos también que este placer está necesariamente unido a la representación de dicho objeto, y que por tanto, es necesario, no solamente para el sujeto a quien satisface esta forma, sino para todos los que puedan juzgar, y el objeto se llama entonces bello, y la facultad de juzgar en medio de un placer de esta especie, y al mismo tiempo de un modo aceptable para todos, se llama gusto. En efecto; como el principio del placer se halla colocado simplemente en la forma del objeto tal como se presenta a la reflexión en general, y no en una sensación del mismo, y además no existe relación para con un concepto que contenga un fin determinado, lo que conviene con la representación de dicho objeto en la reflexión, cuyas condiciones tienen un valor universal a priori, es lo que únicamente constituye el carácter de legalidad del uso empírico que el sujeto hace del juicio en general, o sea la armonía de la imaginación y el entendimiento; y como esta conformidad del objeto con las facultades del sujeto es contingente, resulta de aquí una representación de la finalidad de aquél, para las facultades de conocer de este.

Por donde el placer de que aquí se trata, como todo placer o toda pena que no son producidas por el concepto de la libertad, esto es, por la determinación previa de esta facultad, la cual tiene su principio en la razón pura, no puede nunca considerarse en relación a los conceptos como necesariamente ligado a la representación de un objeto; la reflexión solamente es la que debe mostrarlo unido a esta representación; por consecuencia, este, como todos los juicios empíricos, no puede atribuirse una necesidad objetiva, ni aspirar a obtener un valor a priori. Pero el juicio del gusto tiene también, como cualquier juicio empírico, la pretensión de tener un valor universal, y a pesar de la contingencia interna de este juicio, esta pretensión es legítima; pues lo que hay aquí de singular y de extraño proviene únicamente de que aquélla no es un concepto empírico, sino un sentimiento de placer, que, como si se tratara de un predicado ligado a la representación del objeto, debe atribuirse a cada uno para el juicio del gusto y hallarse unido a aquella representación.

Un juicio individual de experiencia, por ejemplo, el juicio del que percibe una gota de agua móvil en un cristal de roca, puede con justicia reclamar el asentimiento de cada uno, puesto que, fundado sobre las condiciones generales del Juicio determinante, cae bajo las leyes que reducen la experiencia posible a experiencia general. Del mismo modo sucede que aquel que en la pura reflexión que hace de la forma de un objeto sin tener en cuenta ningún concepto, experimenta placer, obteniendo como resultado un juicio empírico e individual, tiene derecho a pretender el asentimiento de cada uno; porque el principio de este placer se halla en la condición universal, aunque subjetiva, de los juicios reflexivos, esto es, en la conformidad exigida por todo conocimiento empírico de un objeto (de una producción de la naturaleza o del arte), con la relación de las facultades de conocer entre sí (la imaginación y el entendimiento). Así el placer en el juicio del gusto depende ciertamente de una representación empírica, y no puede hallarse unido a priori a ningún concepto (no se puede determinar de este modo, qué objeto es o no conforme al gusto; es necesario hacerlo por medio de la experiencia); pero es el principio de este juicio, por la sola razón de que existe el convencimiento de que descansa únicamente sobre la reflexión y sobre condiciones generales, aunque subjetivas, que determinan el acuerdo de aquella con el conocimiento de las cosas en general, a las que se apropia la forma del objeto.

Por esto es por lo que los juicios del gusto suponen un principio a priori, y se hallan también sometidos a la crítica, aunque este principio no sea ni un principio de conocimiento para el entendimiento, ni un principio práctico para la voluntad, ni por tanto sea determinante a priori.

Pero la capacidad que nosotros tenemos de hallar en nuestra reflexión sobre las formas de las cosas (de la naturaleza, como del arte), un placer particular, no produce solamente una finalidad de los objetos para el Juicio reflexivo bajo el punto de vista del concepto de la naturaleza, sino también bajo el punto de vista de la libertad del sujeto en su relación con los objetos considerados en su forma, y aun en la privación de toda forma; de donde se sigue que el juicio estético no tiene solo relación con lo bello como juicio del gusto, sino que también la tiene con lo sublime, en tanto que se deriva de un sentimiento del espíritu; y que de este modo esta crítica de juicio estético debe dividirse en dos grandes partes correspondientes a estas dos divisiones.




ArribaAbajo-VIII-

De la representación lógica de la finalidad de la naturaleza


La finalidad de un objeto dado en la experiencia puede ser representada, o bien bajo un punto de vista del todo subjetivo, como en la conformidad que muestra su forma en una aprensión (apprehensio), anterior a todo concepto con las facultades de conocer, y que da por resultado la unión de la intuición y de los conceptos en un conocimiento general, o bien bajo un punto de vista objetivo, como en la conformidad de la forma con la posibilidad de la cosa misma, según el concepto de esta cosa que con anterioridad contiene el principio de su forma. Hemos visto que la representación de la primera especie de finalidad descansa sobre el placer íntimamente unido a la forma del objeto, en una simple reflexión sobre esta forma; y que la segunda, por el contrario, en donde no se trata de la relación de la forma del objeto con las facultades de conocer del sujeto, en la aprensión de este objeto, sino de su relación con un conocimiento determinado o con un concepto anterior, no hay nada que desenvolver acerca del sentimiento de placer unido a los objetos, sino acerca del entendimiento y su manera de juzgar de las cosas. Cuando es dado el concepto de un objeto, la función del Juicio es formar un conocimiento de exhibición (exhibitio), esto es, colocar al lado del concepto una intuición correspondiente; y esto tiene lugar por efecto de nuestra propia imaginación, como sucede en el arte cuando realizamos un concepto que previamente nos hemos formado y que nos proponemos como fin, o bien cuando la naturaleza está por sí misma en movimiento, como sucede en la técnica de la misma (en los cuerpos organizados),cuando le aplicamos nuestro concepto de fin para apreciar sus producciones: en este último caso no es solamente la finalidad de la naturaleza en la forma de la cosa, sino la producción misma, la que es representada como fin de aquella. Aunque nuestro concepto de una finalidad de la naturaleza en las formas que esta toma conforme a las leyes empíricas no sea un concepto de objeto, sino un principio empleado por el Juicio para formarse los conceptos en medio de esta variedad natural, y poderse orientar de ellos, sin embargo, nosotros, por medio de este concepto, atribuimos a la naturaleza una relación con nuestra facultad de conocer análoga a la de fin; así es que podemos considerar su belleza como una exhibición del concepto de una finalidad formal (puramente subjetiva), y sus fines como exhibiciones del concepto de una finalidad real (objetiva): nosotros apreciamos la primera por el gusto (estéticamente, por medio del sentimiento de placer), y la segunda por el entendimiento y la razón (lógicamente, por medio de los conceptos).

Este es el fundamento de la división de la crítica del Juicio, en critica del juicio estético, y critica del juicio teleológico; se trata por una parte de la facultad de juzgar la finalidad formal (llamada también subjetiva) por medio del sentimiento del placer o la pena, y por otra parte, de la facultad de juzgar la finalidad real (objetiva) de la naturaleza, por medio del entendimiento y la razón.

La parte de la crítica del Juicio que contiene el juicio estético, es una parte esencial de ella, pues que por sí sola encierra un principio sobre el cual funda el juicio a priori su reflexión sobre la naturaleza, y es el principio de una finalidad formal de la misma en sus leyes particulares (empíricas) para nuestra facultad de conocer, de una finalidad sin la cual el entendimiento no podría reflejarse. Aquella otra, por el contrario, en donde no puede darse ningún principio a priori, en la que no es posible siquiera sacar tal principio del concepto de la naturaleza considerada como objeto de la experiencia, así en general como en particular, debe sin duda, contener fines objetivos de aquella, es decir, de las cosas que no son posibles más que como fines de la misma; y relativamente a estas cosas debe el juicio, sin contener por esto un principio a priori, suministrar solamente la regla que en casos dados (de ciertas producciones) permita emplear en apoyo de la razón el concepto de fin, cuando el principio trascendental del juicio estético ha preparado ya el entendimiento para aplicar este concepto a la naturaleza (al menos en cuanto a la forma).

Mas el principio trascendental en virtud del cual nos representamos la finalidad de la naturaleza en la forma de una cosa, como una regla para apreciar esta forma, y por consiguiente bajo el punto de vista subjetivo y relativamente a nuestra facultad de conocer, este principio no determina en manera alguna donde y en qué casos hemos de apreciar una producción según la ley de la finalidad, sino que solamente lo hace según las leyes generales de la naturaleza, y deja al juicio estético el cuidado de decidir por medio del gusto, de la conformidad de la cosa (o de su forma), con nuestras facultades de conocer (no descansando esta decisión sobre conceptos, sino sobre el sentimiento). El juicio teleológico, por el contrario determina las condiciones que nos permiten juzgar de cualquier cosa (por ejemplo, de un cuerpo organizado), según la idea de un fin de la naturaleza; aunque no pueda sacar del concepto de la misma, considerada como objeto de experiencia, un principio que nos dé el derecho de atribuirle a priori una relación con los fines, ni aun el de sacarla de una manera indeterminada de la experiencia real que tenemos en este género de cosas; la razón de esto, es que se necesita considerar en la unidad de su principio, muchas experiencias particulares, para poder reconocer empíricamente una finalidad objetiva de un determinado objeto. El juicio estético es, pues, un poder particular de juzgar las cosas conforme a una regla, pero no conforme a conceptos. El juicio teleológico no es un poder particular, sino el juicio reflexivo en general, en tanto que procede, no solamente como sucede siempre en el conocimiento teórico, según los conceptos, sino en relación a ciertos objetos de la naturaleza, según principios particulares, o sean los de un juicio que se limita a reflexionar sobre los objetos, pero que no determina ninguno de ellos. Por consiguiente, este juicio, considerado en su aplicación, se une a la parte teórica de la filosofía, y en virtud de los principios que supone, y que no son determinantes, cual conviene a una doctrina, constituye una parte especial de la crítica, mientras que el juicio estético, no llevando nada al conocimiento de los objetos, no debe entrar en la crítica del sujeto que juzga ni en la de sus facultades de conocer, ni en la propedéntica de toda la filosofía, sino en tanto que estas facultades son capaces de principios a priori, cualquiera que sea por lo demás su empleo, (ya sea teórico ya práctico).




ArribaAbajo-IX-

Del juicio como vínculo entre las leyes del entendimiento y la razón


El entendimiento es legislativo a priori para la naturaleza considerada como objeto de los sentidos, de los que se sirve para formar mi conocimiento teórico en una experiencia posible. La razón es legislativa a priori para la libertad y para su propia causalidad, considerada como el elemento suprasensible del sujeto, y suministra un conocimiento práctico incondicional. El dominio del concepto de naturaleza, sometido a la primera de estas dos legislaciones, y el del concepto de la libertad, sometido a la segunda, se hallan colocados al amparo de toda influencia reciproca (la que cada una pueda ejercer, según sus leyes fundamentales) en el abismo que separa de los fenómenos, lo supra-sensible. El concepto de la libertad nada determina relativamente al conocimiento teórico de la naturaleza, del mismo modo que el concepto de ésta nada determina relativamente a las leyes prácticas de la libertad, y por consiguiente, es imposible establecer el paso de uno y otro dominio. Pero si los principios que determinan la causalidad, según el concepto de la libertad (y según la regla práctica que contiene), no residen en la naturaleza, y lo sensible no puede determinar lo supra-sensible en el sujeto, lo contrario es sin embargo posible, no relativamente al conocimiento de la naturaleza, sino relativamente a las consecuencias que este puede tener sobre aquel. Es lo que desde luego supone el concepto de una causalidad de la libertad, cuyo efecto debe tener lugar en el mundo, conforme a las leyes formales de la misma.

La palabra causa, por otra parte, aplicada a lo supra-sensible, dice simplemente la razón que determina la causalidad de las cosas de la naturaleza, para producir un efecto, conforme a sus propias leyes particulares, mas de acuerdo al mismo tiempo con el principio formal de las leyes de la razón; es decir, con un principio cuya posibilidad ciertamente no se puede percibir, pero que está suficientemente justificado contra el reproche de una pretendida contradicción20. El efecto que se produce conforme al concepto de la libertad, es el objeto final que debe existir (o cuyo fenómeno debe existir en el mundo sensible), y que, por consiguiente, debe considerarse como posible en la naturaleza (del sujeto en cuanto ser sensible, es decir, en cuanto hombre). El Juicio que supone semejante posibilidad a priori y sin mirar a la práctica, suministra el concepto intermedio entre los conceptos de la naturaleza, o sea el concepto de la finalidad de aquella, y por tanto hace posible el paso de la razón pura teórica a la razón pura práctica, y de las leyes de la primera al objeto final de la segunda; pues que por esto nos hace conocer el Juicio la posibilidad del objeto final, que no puede ser realizado más que en la naturaleza y conforme a sus leyes.

Para la posibilidad de sus leyes a priori, por medio de la naturaleza, el entendimiento nos muestra que no conocemos esta más que en sus fenómenos, y por esto también nos indica la existencia de un substratum supra-sensible de la misma, que deja enteramente indeterminado. Para el principio a priori que nos sirve para juzgar la naturaleza en sus leyes particulares posibles, el Juicio da a este substratum supra-sensible (considerado en nosotros o fuera de nosotros), la posibilidad de ser determinado por nuestra facultad intelectual. La razón le da la determinación para la ley práctica a priori, y el Juicio hace posible el paso del dominio del concepto de la naturaleza al del concepto de la libertad.

Si consideramos las facultades del alma en general como facultades superiores, es decir, como entrañando una autonomía, el entendimiento es para la facultad de conocer (la conciencia teórica de la naturaleza), el origen de los principios constitutivos a priori; mas para el sentimiento de placer o de pena, es el Juicio el que los suministra, independientemente de los conceptos o de las sensaciones que pueden referirse a la determinación de la facultad de querer, y ser por esto inmediatamente prácticos; y para la facultad de querer, es la razón, la cual es práctica sin el concurso de ningún placer, y suministra a esta facultad, considerada como facultad superior, un objeto final que lleva consigo una satisfacción pura e intelectual. El concepto que formamos mediante el Juicio de la finalidad de la naturaleza, pertenece también a los conceptos de la misma; pero sólo, como principio regulador de la facultad de conocer, aunque el juicio estético que tengamos sobre ciertos objetos (de la naturaleza o del arte) y que dan ocasión a este concepto, sea un principio constitutivo, relativamente al sentimiento de placer o de pena. La espontaneidad en el ejercicio de las facultades de conocer, que produce este placer en virtud del acuerdo de las mismas, hace que este concepto pueda servir de lazo entre el dominio del concepto de la naturaleza y el concepto de la libertad considerado en sus efectos, porque es lo que prepara al espíritu a recibir el sentimiento moral.

El cuadro siguiente permitirá comprender más fácilmente en unidad sistemática, el conjunto de todas las facultades superiores21.

FACULTADES del espíritu. FACULTADES de conocer. PRINCIPIOS a priori. APLICACIÓN.
Facultad de conocer. Entendimiento. Conformidad a las leyes. Naturaleza.
Sentimiento de placer o de pena. Juicio. Conformidad a las leyes (finalidad). Arte.
Facultad de querer. Razón. Objeto final. Libertad.








ArribaAbajoPrimera parte

Crítica del juicio estético



ArribaAbajoPrimera sección

Analítica del juicio estético



ArribaAbajoPrimer libro

Analítica de lo bello


PRIMER MOMENTO DEL JUICIO DEL GUSTO22, O DEL JUICIO DEL GUSTO CONSIDERADO BAJO EL PUNTO DE VISTA DE LA CUALIDAD


ArribaAbajo§ I
El juicio del gusto es estético


Para decidir si una cosa es bella o no lo es, no referimos la representación a un objeto por medio del entendimiento, sino al sujeto y al sentimiento de placer o de pena por medio de la imaginación (quizá medio de unión para el entendimiento). El juicio del gusto no es, pues, un juicio de conocimiento; no es por tanto lógico, sino estético, es decir, que el principio que lo determina es puramente subjetivo. Las representaciones y aun las sensaciones, pueden considerarse siempre en una relación con los objetos (y esta relación es lo que constituye el elemento real de una representación empírica); mas en este caso no se trata de su relación con el sentimiento de placer o de pena, el cual no dice nada del objeto, sino simplemente del estado en que se encuentra el sujeto, cuando es afectado por la representación.

Representarse por medio de la facultad de conocer (de una manera clara o confusa) un edificio regular bien apropiado a su objeto, no es otra cosa que tener conciencia del sentimiento de satisfacción que se mezcla en esta representación. En este último caso la representación se refiere por completo al sujeto, es decir, al sentimiento que tiene de la vida, y que se designa con el nombre de sentimiento de placer y de pena; de aquí una facultad de discernir y juzgar, que no lleva nada al conocimiento, y que se limita a aproximar la representación dada en el sujeto, a toda la facultad representativa, de lo cual el espíritu tiene conciencia en el sentimiento de su estado. Las representaciones dadas en un juicio pueden ser empíricas (por consiguiente estéticas); pero el juicio mismo que nos formamos por medio de estas representaciones, es lógico, cuando son referidas únicamente al objeto. Recíprocamente, aun cuando las representaciones dadas sean racionales, si el juicio se limita a referirlas al sujeto (a un sentimiento), son estéticas.




ArribaAbajo§ II
La satisfacción que determina el juicio del gusto es desinteresada


La satisfacción se cambia en interés cuando la unimos a la representación de la existencia de un objeto. Entonces también se refiere siempre a la facultad de querer, o como un motivo de ella, o como necesariamente unida a este motivo. Por lo que, cuando se trata de saber si una cosa es bella, no se busca si existe por sí misma, o si alguno se halla interesado quizá en su existencia, sino solamente cómo se juzga de ella en una simple contemplación (intuición o reflexión). Cualquiera me diría que si encuentro bello el palacio que se presenta a mi vista, y yo muy bien puedo contestar, que yo no quiero tales cosas hechas únicamente para admirar la vista, o para imitar ese sagrado iroqués que a nadie agrada en París, mucho más que pueden hacerlo las pastelerías; yo puedo todavía censurar, a la manera de Rouseau, la vanidad de los potentados que malgastan el sudor del pueblo en cosas tan frívolas; yo puedo, por último, persuadirme fácilmente que aunque estuviera en una isla desierta, privado de la esperanza de volver a ver a los hombres y tuviera el poder mágico de crear sólo por efecto de mi deseo un palacio semejante, no me tomaría este cuidado, puesto que tendría una cabaña bastante cómoda. Puede convenirme y aprobar todo esto; pero no es eso de lo que se trata aquí; lo que únicamente se quiere saber es, si la simple representación del objeto va en mí acompañada de la satisfacción, por más indiferente que yo, por otra parte, pueda ser a la existencia del objeto. Es evidente, pues, que para decir que un objeto es bello y mostrar que tengo gusto, no me he de ocupar de la relación que pueda haber de la existencia del objeto para conmigo, sino de lo que pasa en mí, como sujeto de la representación que de él tengo. Todos deben reconocer que un juicio sobre la belleza en el cual se mezcla el más ligero interés, es parcial, y no es un juicio del gusto. No es necesario tener que inquietarse en lo más mínimo acerca de la existencia de la cosa, sino permanecer del todo indiferente bajo este respecto, para poder jugar la rueda del juicio en materia del gusto.

Pero nosotros no podemos esclarecer mejor esta verdad capital, sino oponiendo a la satisfacción pura y desinteresada23 propia del juicio del gusto, aquella otra que se halla ligada a un interés, principalmente si estamos seguros que no hay otras especies de interés que las de que nosotros hablamos.




ArribaAbajo§ III
La satisfacción referente a lo agradable se halla ligada a un interés


Lo agradable es lo que gusta a los sentidos en la sensación. Ahora es la ocasión de señalar una confesión muy frecuente, que resulta del doble sentido que puede tener la palabra sensación. Toda satisfacción, dicen, es una sensación (la sensación de un placer). Por consiguiente, toda cosa que gusta, precisamente por esto, es agradable (y según los diversos grados o sus relaciones con otras sensaciones agradables, es encantadora, deliciosa, maravillosa). Pero si esto es así, las impresiones de los sentidos que determinan la inclinación, los principios de la razón que determinan la voluntad, y las formas reflexivas de la intuición que determinan el juicio, son idénticas en cuanto al efecto producido sobre el sentimiento del placer. En efecto; en todo esto no hay otra cosa que lo agradable en el sentimiento mismo de nuestro estado; y como en definitiva, nuestras facultades deben dirigir todos sus esfuerzos hacia la práctica, y unirse en este fin común, no podemos atribuirles otra estimación de las cosas, que la que consiste en la consideración del placer prometido. Nada importa la manera de obtener ellas el placer; y como la elección de los medios puede por sí solo establecer aquí una diferencia, bien podrían los hombres acusarse de locura y de imprudencia, pero nunca de bajeza y de maldad: todos, en efecto, y cada uno según su manera de ver las cosas, correrían a un mismo objeto, el placer.

Cuando se designa un sentimiento de placer o de pena, la palabra sensación tiene un sentido distinto que cuando sirve para expresar la representación que tenemos de una cosa (por medio de los sentidos considerados como, una receptibidad inherente a la facultad de conocer). En efecto; en este último caso la representación se refiere a un objeto; en el primero, no se refiere más que al sujeto, y no sirve a ningún conocimiento, ni aun a aquel por el cual se conoce el sujeto a sí mismo.

En esta nueva definición de la palabra sensación, la entendemos como una representación objetiva de los sentidos; y para no correr nunca el riesgo de ser mal comprendidos, designaremos bajo el nombre, por lo demás muy en uso, de sentimiento, lo que debe siempre quedar puramente de subjetivo, y no constituir ninguna especie de representación del objeto. El color verde de las praderas, en tanto que percepción de un objeto del sentido de la vista, se refiere a la sensación objetiva; y lo que hay de agradable en esta percepción, a la sensación subjetiva, por la cual no se representa ningún objeto, esto es, al sentimiento en el cual el objeto es considerado como objeto de satisfacción (lo que no constituye un conocimiento).

Ahora se ve claro que el juicio por el cual yo declaro un objeto agradable, expresa un interés referente a este objeto, puesto que por la sensación, este juicio excita en mí el deseo de semejantes objetos, y que en esto, por consiguiente, la satisfacción no supone un simple juicio sobre el objeto, una relación entre su existencia y mi estado, en tanto que soy afectado por este objeto. Por esto no se dice simplemente de lo agradable que agrada, sino que nos proporciona placer. No obtiene, de nuestra parte un simple asentimiento, sino que produce en nosotros una inclinación, y para decidir de lo que es más agradable, no hay necesidad de ningún juicio sobre la naturaleza del objeto; también los que no tienden más que al goce (es la palabra por la cual se expresa lo que hay de íntimo en el placer), se dispensan voluntariamente de todo juicio.




ArribaAbajo§ IV
La satisfacción, referente a lo bueno, va acompañada de interés


Lo bueno es lo que agrada por medio de la razón, por el concepto mismo que tenemos de ella. Llamamos una cosa buena relativamente (útil), cuando no nos agrada más que como medio; buena en sí, cuando nos agrada por sí misma. Mas en ambos casos existe siempre el concepto de un objeto, y por tanto una relación de la razón a la voluntad (al menos posible), y por consiguiente, todavía una satisfacción referente a la existencia de un objeto o de una acción, es decir, un interés.

Para hallar una cosa buena, es necesario saber lo que debe ser esta cosa, es decir, tener un concepto de ella. Para hallar la belleza, no hay necesidad de esto. Las flores, los dibujos trazados libremente, las líneas entrelazadas sin objeto, y los follajes, como se dice en arquitectura, todo esto corresponde a las cosas que nada significan, que no dependen de ningún concepto determinado, y que agradan sin embargo. La satisfacción referente a lo bello debe depender de la reflexión hecha sobre un objeto, que conduce a un concepto cualquiera (que queda indeterminado), y por tanto, lo bello se distingue también de lo agradable, que descansa todo por completo en la sensación.

Lo agradable parece ser en muchos casos una misma cosa que lo bueno. Así se dice comúnmente, toda alegría (principalmente si es duradera) es buena en sí; lo que significa que casi no hay diferencia entre decir de una cosa que es agradable de una manera duradera, y decir que es buena. Pero se ve claramente que hay en esto simplemente una viciosa confusión de términos, puesto que los conceptos que propiamente se refieren a estas palabras, no pueden ser confundidos en manera alguna. Lo agradable como tal, no representa el objeto más que en su relación con los sentidos; y puesto que se podría llamar bueno, como objeto de la voluntad, es necesario que se circunscriba a principios de la razón por el concepto de un fin. Lo que muestra perfectamente que cuando una cosa que es agradable se mira también como buena, hay en esto una relación enteramente nueva del objeto a la satisfacción; y es que, tratándose de lo bueno, siempre se debe preguntar si la cosa es mediata o inmediatamente buena (útil, o buena en sí); mientras que, por el contrario, tratándose de lo agradable, no puede haber cuestión acerca de esto; la palabra designa siempre alguna cosa que agrada inmediatamente (sucede lo mismo relativamente a las cosas que llamamos bellas).

Aun en el lenguaje más común y vulgar se distingue lo agradable de lo bueno. Se dice, sin duda de un manjar, que excita nuestro apetito por las especias y otros ingredientes, que es agradable, y sin embargo, sostenemos no es bueno; es que si agrada inmediatamente a los sentidos, mediatamente, es decir, considerado por la razón que percibe las consecuencias, desagrada.

Todavía se puede notar esta distinción en los juicios que formamos sobre la salud. Esta es (al menos negativamente) como la ausencia de todo dolor corporal, inmediatamente agradable, al que la posee. Mas para decir que es buena, es necesario todavía considerarla por medio de la razón, en relación a un objeto, esto es, como un estado que nos pone en disposición para todas nuestras ocupaciones. Bajo el punto de vista de la dicha, cada uno cree poder considerarla como un verdadero bien, y aun como el bien supremo, como la suma más considerable (tanto en duración como en cantidad), de los placeres de la vida. Pero al mismo tiempo la razón se levanta contra esta opinión; placer es lo mismo que goce; por donde si no nos proponemos más que un goce, es una insensatez el ser escrupulosos en los medios que nos lo han de proporcionar, ni inquietarnos por si lo recibimos pasivamente de la generosidad de la naturaleza, o si lo producimos por nuestra propia actividad. Pero conceder un valor real a la existencia de un hombre que no vive más que para gozar (cualquiera que sea la actividad que desplegue para este objeto), aun cuando fuese muy útil a los demás en la persecución del mismo objeto, trabajando relativamente a los placeres de ellos para gozar él mismo por simpatía, es lo que la razón no puede permitir. Obrar sin consideración a la dicha en una completa libertad e independientemente de todos los auxilios que se pueden recibir de la naturaleza, es lo que solamente puede dar a nuestra existencia, a nuestra persona, un valor absoluto, y la dicha es todo el cortejo de placeres de la vida, lejos de ser un bien incondicional24.

Pero, a pesar de esta distinción que los separa, lo agradable y lo bueno convienen en que ambos se refieren a un interés, a un objeto; y nosotros no hablamos solamente de lo agradable, § 3, y de lo que es mediatamente bueno (de lo útil), o de lo que agrada como medio para obtener cualquier placer, sino aun de lo que es bueno absolutamente en todos respectos, o del bien moral, el cual contiene un interés supremo. Es que, en efecto, el bien es el objeto de la voluntad (es decir, de la facultad de querer determinada por la razón). Por donde, querer una cosa, es hallar una satisfacción en la existencia de esta cosa, es decir, tomar un interés por ella, y solo es esto.




ArribaAbajo§ V
Comparación de las tres especies de satisfacción


Lo agradable y lo bueno se refieren ambos a la facultad de querer, y entrañan, aquel (por sus excitaciones, por estímulos) una satisfacción patológica; éste una satisfacción práctica pura, que no es simplemente determinada por la representación del objeto, sino también por la del lazo que une el sujeto a la existencia misma de este objeto. Esto no es solamente el objeto que agrada, sino también su existencia. El juicio del gusto, por el contrario, es simplemente contemplativo; es un juicio que, indiferentemente respecto a la existencia de todo objeto, no se refiere más que al sentimiento de placer o de pena. Mas esta contemplación misma no tiene por objeto los conceptos; porque el juicio del gusto no es un juicio de conocimiento (sea teórico, sea práctico), y por consiguiente, no se funda sobre conceptos, ni se propone ninguno de ellos.

Lo agradable, lo bello y lo bueno designan, pues, tres especies de relación de representaciones al sentimiento de placer o de pena, conforme a las cuales distinguimos entre ellos los objetos o los modos de representación. También hay diversas especies para distinguir las varias maneras en que estas cosas nos convienen. Lo agradable significa para todo hombre lo que le proporciona placer; lo bello lo que simplemente le agrada; lo bueno, lo que estima y aprueba; es decir, aquello a que concede un valor objetivo. Existe también lo agradable para los seres desprovistos de razón como los animales; lo bello no existe más que para los hombres, es decir, para los seres sensibles, y al mismo tiempo razonables; lo bueno existe para todo ser razonable en general. Este punto, por otra parte, no se puede proponer y explicar perfectamente sino más adelante. Se puede decir también que de estas tres especies de satisfacción, la que el gusto refiere a lo bello, es la sola desinteresada y libre; porque ningún interés, ni de los sentidos ni de la razón, obliga aquí para nada nuestro asentimiento. Se puede decir también que, según los casos que acabamos de distinguir, la satisfacción se refiere, a la inclinación, o al favor25 o a la estima. El favor es la sola satisfacción libre. El objeto de una inclinación, o aquel que una ley de la razón propone nuestra facultad de querer, no nos deja la libertad de proporcionarnos por nosotros mismos un objeto de placer. Todo interés supone o propone uno, y como motivo de nuestro asentimiento, no deja libre nuestro juicio sobre el objeto.

Se dice, respecto al sujeto del interés, que lo agradable excita la inclinación, que el hombre es el mejor de los cocineros, y que todos los manjares gustan a la gente de buen apetito: semejante satisfacción no anuncia ninguna elección por parte del gusto. Esto no es más que cuando la necesidad está satisfecha, se puede distinguir entre muchos, cuál tiene gusto y cuál no. Del mismo modo, hay costumbres de conducta sin virtud, de urbanidad sin afecto, de decencia sin honestidad, etc. Por esto donde habla la ley moral no hay objetivamente más libertad de elección relativamente a lo que hay que hacer; y mostrar el gusto en su conducta (o en la apreciación de otro), es una cosa distinta que mostrar moralidad en la manera de pensar. La moralidad supone un orden, y produce una necesidad; mientras que, por el contrario, el gusto moral no hace más que jugar con los objetos de nuestra satisfacción, sin referirse a ninguno.

DEFINICIÓN DE LO REAL SACADO DEL PRIMER MOMENTO

El gusto es la facultad de juzgar de un objeto o de una representación, por medio de una satisfacción desnuda de todo interés. El objeto de semejante satisfacción se denomina bello.

SEGUNDO MOMENTO DEL JUICIO DEL GUSTO, O DEL JUICIO DEL GUSTO CONSIDERADO BAJO EL PUNTO DE VISTA DE LA CUANTIDAD




ArribaAbajo§ VI
Lo bello es lo que se representa sin concepto como el objeto de una satisfacción universal


Esta definición de lo bello puede ser deducida de la precedente, que tiene por objeto una satisfacción desnuda de todo interés. En efecto; el que tiene conciencia de hallar en alguna cosa una satisfacción desinteresada, no puede empeñarse en juzgar que la misma cosa debe ser para cada uno el origen de una satisfacción semejante. Porque como esta satisfacción no está fundada sobre inclinación alguna del sujeto (ni sobre cualquier interés reflejo), sino que el que juzga se siente enteramente libre, relativamente a la satisfacción que refiere al objeto, no podrá hallar en las condiciones particulares la verdadera razón que la determinan en sí, y la considerará fundada sobre alguna cosa que pueda también suponer en otro; creerá, pues, tener razón para exigir de cada uno una satisfacción semejante. Así hablará de lo bello como si esto fuera una cualidad del objeto mismo, y como si su juicio fuese lógico (es decir, constituyera por medio de conceptos un conocimiento del objeto), aunque dicho juicio sea puramente estético, o que sólo implique, una relación de la representación del objeto al sujeto; es que, en efecto, se parece a un juicio lógico, se le puede suponer un valor universal. Pero esta universalidad no tiene su origen en conceptos; porque no hay paso de los conceptos al sentimiento de placer o de pena (excepto en las leyes puras prácticas; más estas leyes contienen un interés, y no hay en ellas nada de semejante con el puro juicio del gusto). El juicio del gusto, en el cual tenemos conciencia de ser por completo desinteresados, puede, pues, reclamar con justo título un valor universal, aunque esta universalidad no tenga un fundamento en los mismos objetos; o en otros términos, hay derecho a una universalidad subjetiva.




ArribaAbajo§ VII
Comparación de lo bello con lo agradable y lo bueno, fundada sobre la precedente observación


Por lo que se refiere a lo agradable, cada uno reconoce que el juicio por el cual se declara que una cosa agrada, fundándose sobre un sentimiento particular, no tiene valor más que para cada uno. Esto es así, porque cuando yo digo que el vino de Canarias es agradable, consiento voluntariamente que se me reprenda y se me corrija, el que deba decir solamente que es agradable para mí; y eso no es aplicable solamente al gusto de la lengua, del paladar o de la garganta, sino también a lo que puede ser agradable a los ojos y a los oídos. Para este el color violeta es dulce y amable; para aquel empañado y amortiguado. Unos quieren los instrumentos de viento, otros los de cuerda. Sería una locura pretender contestar aquí, y acusar de error el juicio de otro, cuando difiere del nuestro, como si hubiera entre ellos oposición lógica; tratándose de lo agradable, es necesario, pues, reconocer este principio: que cada uno tiene su gusto particular (el gusto de sus sentidos).

Otra cosa sucede tratándose de lo bello. En esto, ¿no sería ridículo que un hombre que se excitara con cualquier gusto, creyera tenerlo todo resuelto, diciendo que una cosa (como por ejemplo, este edificio, este vestido, este concierto, este poema, sometidos a nuestro juicio) es bella por sí? Es que no basta que una cosa agrade, para que se tenga derecho a llamarla bella. Muchas cosas pueden tener para mí atractivo y encanto, y con esto a nadie se inquieta; pero cuando damos una cosa por bella, exigimos de los demás el mismo sentimiento, no juzgamos solamente para nosotros, sino para todo el mundo, y hablamos de la belleza como si esta fuera una cualidad de las cosas. También si digo que la cosa es bella, pretendo hallar de acuerdo consigo a los demás en este juicio de satisfacción, no es que yo haya reconocido muchas veces este acuerdo, sino que creo poder exigirlo de ellos. No se puede decir aquí que cada uno tiene su gusto particular. Esto quiere decir, que en este caso no hay gusto; es decir, que no hay juicio estético que pueda legítimamente reclamar el asentimiento universal.

Nosotros hallamos, sin embargo, que aun respecto al sujeto de lo agradable, puede haber cierto acuerdo entre los juicios de los hombres; en atención a este acuerdo es por lo que rehusamos el gusto a algunos y lo concedemos a otros, no considerándolo solamente como un sentido orgánico, sino como una facultad de juzgar de lo agradable en general. Así se dice de un hombre que sabe distraer a sus conciudadanos con toda especie de encantos (de placeres), que tiene gusto. Pero todo esto se hace aquí, por vía de comparación, y no se puede hallar más que reglas generales (como todas las reglas empíricas), y no reglas universales, como aquellas a las que puede apelar el juicio del gusto, tratándose de lo bello. Esta especie de juicios son relativos a la sociabilidad en tanto que esta descansa sobre reglas empíricas. Relativamente a lo bueno, nuestros juicios tienen también, el derecho de pretender un valor universal; pero lo bueno no se representa como el objeto de una satisfacción universal más que por un concepto, lo que no es cierto de lo agradable ni de lo bello.




ArribaAbajo§ VIII
La universalidad de la satisfacción es representada en el juicio del gusto como simplemente subjetiva


El carácter particular de universalidad que tienen ciertos juicios estéticos, los juicios del gusto, es una cosa digna de notarse, si no por la lógica, al menos por la filosofía trascendental: no es sin mucha pena como esta puede descubrir el origen de dicha universalidad, pero también descubre por esto una propiedad de nuestra facultad de conocer, que sin este trabajo de análisis hubiera quedado ignorada. Hay una verdad de la cual es necesario convencerse bien antes de todo. Un juicio del gusto (tratándose de lo bello) exige de cada uno la misma satisfacción, sin fundarse en un concepto (porque entonces se trataría de lo bueno); y este derecho a la universalidad es tan esencial para el juicio en que declaramos una cosa bella, que si no lo concibiéramos, no nos vendría jamás al pensamiento el emplear esta expresión; nosotros referiríamos entonces a lo agradable todo lo que nos agradara sin concepto; porque tratándose de lo agradable, cada uno se deja llevar de su humor y no exige que los demás vengan de acuerdo con él en su juicio del gusto, como sucede siempre al sujeto de un juicio del gusto sobre belleza. La primera especie de gusto puede llamarse gusto del los sentidos; la segunda, gusto de reflexión; la primera produce los juicios simplemente individuales, en la segunda se suponen universales (públicos); pero ambas clases de juicios son estéticos (no prácticos), es decir, juicios en que no se considera más que la relación de la representación del objeto con el sentimiento de placer o de pena. Por lo que, existe aquí algo de sorprendente; de un lado relativamente al gusto de los sentidos, no solo la experiencia nos muestra que nuestros juicios (en los cuales referimos un placer o una pena a alguna cosa), no tienen un valor universal, sino que naturalmente nadie piensa en exigir el asentimiento de otro (bien que en el hecho se halla muchas veces también para estos juicios un acuerdo bastante general); y de otro lado el gusto, de reflexión, que muchas veces como muestra la experiencia, no puede conseguir que se acepte la pretensión de sus juicios (sobre lo bello) acerca de la universalidad, puede sin embargo mirar cosa posible (lo que realmente hace), el formar juicios que tengan derecho para exigir esta universalidad, y en el hecho la exige para cada uno de ellos; y el desacuerdo entre los mismos que juzgan no recae sobre la posibilidad de este derecho, sino sobre la aplicación que se hace en los casos particulares.

Notamos aquí desde luego, que una universalidad que descansa sobre conceptos del objeto (no sobre conceptos empíricos), no es lógica sino estética; es decir, no contiene cuantidad objetiva, sino solamente cuantidad subjetiva; yo me valgo para designar esta última especie de cuantidad de la expresión valor común, lo cual significa el valor que para cada sujeto tiene la relación de una representación, no con la facultad de conocer, sino con el sentimiento de placer o de pena. (Nos podemos también servir de esta expresión para designar la cuantidad lógica del juicio, puesto que además se trata en esto de una universalidad objetiva con el fin de distinguirla de aquella que no es más que subjetiva y que es siempre estética.)

Un juicio universal objetivamente, lo es también subjetivamente, es decir, que si el juicio es válido para todo lo que se halla contenido en un concepto dado, es válido para cualquiera que se represente un objeto por medio de este concepto; más de lo universal subjetivo o estético, que no descansa sobre ningún concepto, no se puede concluir a la universalidad lógica, puesto que en aquello se trata de una especie de juicios que no conciernen al objeto. Por donde la universalidad estética que se atribuye a estos juicios es de una especie particular, precisamente porque el predicado de la belleza no se halla ligado al concepto del objeto considerado en su esfera lógica, y que, sin embargo, se extiende a toda la esfera de seres capaces de juzgar.

Bajo el punto de vista de la cuantidad lógica, todos los juicios del gusto son juicios particulares. Porque como en esto referimos inmediatamente el objeto a nuestro sentimiento de placer o de pena, y no nos servimos para ello de conceptos, se sigue que esta especie de juicios no tienen la cuantidad de los juicios objetivamente universales. Toda vez que la representación particular que tenemos del objeto del juicio del gusto, según las condiciones que determinan este juicio, es transformada en un concepto por medio de la comparación, de ella no puede resultar un juicio lógicamente universal. Por ejemplo, la rosa que yo miro la considero bella por un juicio del gusto; pero el juicio que resulta de la comparación de muchos juicios particulares, y por el cual yo declaro que las rosas en general son bellas, no se presenta solamente como un juicio estético, sino como un juicio lógico, fundado sobre un juicio estético. El juicio, por el cual declaro que la rosa es agradable (en el uso), es también a la verdad un juicio estético y particular; pero este no es un juicio del gusto; es un juicio de los sentidos, el cual se distingue del anterior en que el juicio del gusto contiene una cuantidad estética de universalidad que no se puede hallar en un juicio sobre lo agradable.

Solo en los juicios sobre lo bueno sucede que aunque determinan también una satisfacción referente a un objeto, tienen no solamente una universalidad estética, sino también lógica; porque su valor depende del objeto mismo que nos dan a conocer, y es por lo que dicho valor es universal.

Cuando se juzgan los objetos solamente conforme a conceptos, toda representación de la belleza desaparece. Tampoco se puede dar una regla, según la cual cada uno haya de ser forzado a declarar una cosa bella.

Si se trata de juzgar si un vestido, si una casa, si una flor es bella, no nos dejamos llevar por razones o principios; queremos presentar el objeto a nuestros propios ojos, como si la satisfacción dependiera de la sensación; y sin embargo, si entonces declaramos el objeto bello, creemos tener en nuestro favor el voto universal, o reclamamos el asentimiento de cada uno, mientras que por el contrario, toda sensación individual no tiene valor más que para el que la experimenta.

Por esto es necesario notar aquí que en el juicio del gusto nada se pide menos que este voto universal relativamente a la satisfacción que experimentamos en lo bello sin el intermedio de los conceptos; nada, por consiguiente, mayor que la posibilidad de un juicio estético que se pudiera considerar como válido por todos. Y aun el juicio del gusto no pide el asentimiento de cada uno (porque en este no hay más que un juicio lógicamente universal que podría hacerlo, puesto que tiene razones en que apoyarse), lo que hace es reclamar de cada cual como un caso de la regla cuya confirmación no pide por medio de conceptos, sino por medio del asentimiento de otro. El voto universal no es, pues, más que una idea (yo no trato de saber aquí todavía en qué se apoya), que el que cree formar un juicio del gusto, es lo que se muestra bien por la misma expresión de la belleza. Y puede, por otra parte, asegurarse por sí mismo del carácter de su juicio, descartando en su conciencia la satisfacción que queda después de esto, es la sola cosa por la que pretende obtener el asentimiento universal. Esta pretensión es siempre fundada para hacerla valer bajo estas condiciones; pero muchas veces falta completarlas, y por esta razón lleva consigo falsos juicios del gusto.




ArribaAbajo§ IX
Examen de la cuestión de saber si en el juicio del gusto el sentimiento del placer precede al juicio formado sobre el objeto, o si es al contrario


La solución de este problema es la clave de la crítica del gusto; también es digna de toda nuestra atención.

Si el placer referente a un objeto dado precediera, y en el juicio del gusto no se atribuyera a la representación del objeto más que la propiedad de comunicar universalmente este placer, habría en esto, algo de contradictorio; porque un placer semejante, no sería otra cosa que el sentimiento de lo que es agradable a los sentidos, y así, por su misma naturaleza, no podría tener más que un valor individual, puesto que dependería inmediatamente de la representación en que el objeto se nos diese.

Precede, pues, la propiedad que tiene el estado del espíritu en la representación dada de poder ser universalmente dividido, y que debe, como condición subjetiva del juicio del gusto, servir de fundamento a este juicio, y tener, por consiguiente, el placer referente al objeto. Pero nada puede ser universalmente dividido menos que el conocimiento y la representación en cuanto se refiere a este; porque aquélla no significa más, bajo este punto de vista, que el conocimiento es objetivo, y la facultad representativa de cada uno está obligada a admitirle. Si pues el motivo del juicio que atribuye a una representación la propiedad de ser universalmente dividida, no debe concebirse más que subjetivamente, es decir, sin concepto del objeto, no puede ser otra cosa que este estado del espíritu determinado por la relación de las facultades representativas entre sí, en tanto que ellas refieren una representación dada al conocimiento en general.

Las facultades de conocer, puestas en juego por esta representación, se hallan aquí en libre ejercicio, puesto que ningún concepto determinado las somete a una regla particular de conocimiento. El estado del espíritu en esta representación no debe ser otra cosa, pues, que el sentimiento del libre ejercicio de las facultades representativas, aplicándose a una representación dada, para sacar de ella un conocimiento general. Por donde, una representación en que es dado un objeto, para llegar a ser un conocimiento general, supone la imaginación que reúne los diversos elementos de la intuición, y el entendimiento que da unidad al concepto, que junta las representaciones; y este estado que resulta del libre ejercicio de las facultades de conocer en una representación por la que un objeto es dado, debe poder dividirse universalmente, puesto que el conocimiento, en tanto que es determinación del objeto, con el cual las representaciones dadas (en cualquier sujeto que esto sea) debe armonizarse, es el único modo de representación que tiene un valor universal.

La propiedad subjetiva que tiene el modo de representación propio del juicio del gusto, de poder ser universalmente dividido, no suponiendo concepto determinado, no puede ser ninguna otra cosa que el estado del espíritu en el libre ejercicio de la imaginación y del entendimiento (en tanto que estas dos facultades se conforman como lo exige todo conocimiento general): nosotros tenemos, en efecto, la conciencia de que tal relación subjetiva de estas facultades al conocimiento general, debe ser válida para cada uno, y quizá por consecuencia universalmente dividida, lo mismo que todo conocimiento determinado que supone siempre esta relación como su condición subjetiva.

Este juicio puramente subjetivo (estético) sobre el objeto, o sobre la representación por la que el objeto es dado, precede al placer referente a este objeto, y es el fundamento del placer que hallamos en la armonía de nuestras facultades de conocer; mas esta universalidad de las condiciones subjetivas del juicio sobre los objetos, no puede dar más que valor universal subjetivo a la satisfacción que referimos a la representación del objeto que llamamos bello.

Que existe un placer al ver dividido el estado de nuestro espíritu, aun relativamente a las facultades de conocer, es lo que fácilmente se podría demostrar (empírica y psicológicamente) con la inclinación natural del hombre a la sociedad; pero esto no bastaría a nuestro objeto.

El placer que sentimos en el juicio del gusto, lo exigimos de todos como necesario; como si al llamar a una cosa bella, se tratase para nosotros de una cualidad del objeto determinada por conceptos, y, sin embargo, la belleza no es nada en sí, independientemente de su relación al sentimiento del sujeto. Mas es necesario aplazar esta cuestión hasta que hayamos contestado esto: ¿Puede haber juicios estéticos a priori, y cómo son posibles?

Nosotros tenemos que ocuparnos en el ínterin de una cuestión más fácil: se trata de saber cómo tenemos conciencia en el juicio del gusto de una armonía subjetiva entre nuestras facultades de conocer, si esto tiene lugar sólo estéticamente por el sentido íntimo y la sensación, o intelectualmente por la conciencia de nuestra actividad, poniéndolas en juego de propósito.

Si la representación dada que ocasiona el juicio del gusto fuese un concepto que uniera el entendimiento y la imaginación en un juicio sobre el objeto para determinar un conocimiento del mismo, la conciencia de esta relación de las facultades de conocer sería intelectual (como en el esquematismo objetivo del Juicio de que trata la crítica). Mas esto no sería más que un juicio refiriéndose al placer o la pena, y, por consiguiente, un juicio del gusto; porque este juicio, independiente de todo concepto, determina el objeto relativamente a la satisfacción y a un predicado de la belleza. Esta armonía subjetiva de las facultades de conocer no puede ser reconocida más que por medio de la sensación.

El estado de las dos facultades, la imaginación y el entendimiento, movidas por medio de la representación dada, por una actividad indeterminada; sin embargo, por un actividad de conciencia, es decir, por esta actividad que supone un conocimiento general, es la sensación por medio de la que el juicio del gusto pide la propiedad de poder ser universalmente dividido. Una relación para este objeto no puede ser más que concebida; pero si se funda sobre condiciones subjetivas, puede sentirse en el efecto producido sobre el espíritu, y en una relación que no tiene ningún concepto por fundamento (como la relación de las facultades representativas a una facultad de conocer en general); no hay conciencia posible de esta relación más que por medio de la sensación del efecto que consiste en el conveniente ejercicio de las facultades del espíritu (la imaginación y el entendimiento), movidas de común acuerdo. Una representación, que por sí sola y sin comparación con otras, se halla, no obstante, de acuerdo con las condiciones de universalidad que exige la función del entendimiento en general, establece entre las facultades de conocer este acuerdo que exigimos en todo conocimiento, y que nosotros miramos como admisible y valedera para cualquiera que es obligado a juzgar por el entendimiento y los sentidos reunidos (para cada hombre).

DEFINICIÓN DE LO BELLO SACADA DEL SEGUNDO MOMENTO

Lo bello es lo que agrada universalmente sin concepto.

TERCER MOMENTO DE LOS JUICIOS DEL GUSTO, O DE LOS JUICIOS DEL GUSTO CONSIDERADOS BAJO EL PUNTO DE VISTA DE LA FINALIDAD




ArribaAbajo§ X
De la finalidad en general


Si se quiere definir lo que sólo es un fin, conforme a sus condiciones trascendentales (sin suponer nada empírico, como el sentimiento del placer), se debe decir que es el objeto de un concepto en tanto que este es considerado como la causa de aquel (como el principio real de su posibilidad); y la causalidad de un concepto relativamente a su objeto es la finalidad (forma finalis). Así, pues, cuando uno no se limita a concebir el conocimiento de un objeto, sino el objeto mismo (su forma o su existencia) como efecto, y como no siendo posible más que por un concepto de este efecto mismo, entonces se concibe lo que se llama un fin. La representación del efecto es aquí el principio que determina la causa misma de este efecto, y le precede. La conciencia de la causalidad que posee una representación en relación al estado del sujeto, y que tiene por objeto el conservarle en este estado, puede designar aquí en general lo que se llama el placer; por el contrario, la pena es una representación que contiene la razón determinante de un cambio del estado de nuestras representaciones en el estado contrario.

La facultad de querer, en tanto que no puede ser determinada a obrar más que por conceptos, es decir, conforme a la representación de un fin, será la voluntad. Mas un objeto, sea un estado del espíritu, sea una acción, se dice que es final, aun cuando su posibilidad no supone necesariamente la representación de un fin, desde que no podemos explicar y comprender esta posibilidad más que dándole por principio una causalidad que obra conforme a fines, es decir, una voluntad que coordinara de este modo sus fines conforme a la representación de una regla determinada. Así, pues, puede aquí haber finalidad sin que haya fin, si no nos agradan las causas de esta forma en una voluntad, y siempre que no podamos explicar la posibilidad de ella sino buscando esta explicación en el concepto de una voluntad. Por donde no es siempre necesario tener medios de razón para considerar las cosas (relativamente a la posibilidad). Nosotros podemos, pues, observar al menos y notar en los objetos, aunque únicamente por reflexión, una finalidad de forma sin darle un fin por principio (como materia del nexo final).




ArribaAbajo§ XI
El juicio del gusto no reconoce como principio más que la forma de la finalidad de un objeto (o de su representación)


Todo fin considerado como un principio de satisfacción encierra siempre un interés como motivo del juicio formado sobre el objeto del placer. El juicio del gusto no puede, pues, tener por principio un fin subjetivo. No puede ser determinado sino por la representación de un fin objetivo o de una posibilidad del objeto mismo fundada sobre el enlace de los fines, y por consiguiente, por un concepto de bien; porque éste no es un juicio de conocimiento, sino un juicio estético, que no se refiere a ningún concepto de la naturaleza o de la posibilidad interna o externa del objeto que deriva de tal o cuál causa, sino simplemente la relación de nuestras facultades representativas entre sí, en tanto que son determinadas por una representación.

Por donde esta relación, que se manifiesta cuando miramos un objeto como bello, se halla ligada con el sentimiento de un placer al cual reconocemos por el juicio del gusto un valor universal; por consiguiente, no se debe buscar la razón determinante de esta especie de juicio en una sensación agradable que acompañe la representación, sino en la representación de la perfección del objeto en el concepto de bien. La finalidad subjetiva y sin fin (ni objetivo, ni subjetivo) de la representación de un objeto, y por tanto, la simple forma de la finalidad en la representación, por cuyo medio nos es dado este objeto, en tanto que de ello tenemos conciencia, he aquí lo que solamente puede constituir la satisfacción que juzgamos sin concepto, como pudiendo ser dividida universalmente, y por consecuencia el motivo del juicio del gusto.




ArribaAbajo§ XII
El juicio del gusto descansa sobre principios a priori


Es absolutamente imposible establecer a priori el enlace de un sentimiento de placer o de pena como efecto, con una representación (sensación o concepto) como causa; porque allí se trata de una relación causal particular que (en los objetos de experiencia) no puede jamás ser reconocida más que a posteriori, y por medio de la misma experiencia. A la verdad, en la crítica de la razón práctica, nosotros hemos derivado realmente a priori de conceptos morales universales el sentimiento de la estima (como modificación particular de esta especie de sentimiento que no se confunde con el placer y la pena que recibimos de los objetos empíricos). Por esto al menos podemos salir de los límites de la experiencia e invocar una causalidad que descansa sobre una cualidad supra-sensible del objeto, a saber, la causalidad de la libertad. Y sin embargo, esto no es, hablando con propiedad, el sentimiento que derivamos de la idea de moralidad como de su causa, sino solamente la determinación de la voluntad. Pero el estado del espíritu, cuya voluntad es determinada por cualquier motivo, es ya por sí un sentimiento de placer o algo idéntico con este sentimiento, y por consiguiente, no deriva de él como efecto, lo que no se podría admitir más que en el caso de que el concepto de la moralidad, considerada como bien, precediera al acto la voluntad determinada por la ley; porque sin esto el placer que se hallaría ligado al concepto, se derivaría inútilmente de este concepto como de un puro conocimiento.

Por donde sucede lo mismo en el placer, contenido en el juicio estético: solamente el placer es aquí puramente contemplativo, y no produce ningún interés por el objeto, mientras que en el juicio moral es práctico. La conciencia de una finalidad puramente formal en el juego de las facultades de conocer del sujeto, ejerciéndose sobre una representación, en cuya virtud un objeto dado, no es otra cosa que el mismo placer, puesto que conteniendo un principio que determina la actividad del sujeto, es decir, aquí las facultades de conocer, encierra de este modo una causalidad interna (final) que se refiere al conocimiento en general, pero sin ser reducida a un conocimiento determinado, y por consiguiente, a la simple forma de la finalidad subjetiva de una representación en un juicio del gusto. Este placer no es de modo alguno práctico, como los que resultan del principio patológico de lo agradable o del principio intelectual de la representación del bien; pero, sin embargo, contiene una causalidad que consiste en conservar, sin ninguno otro objeto, el estado de la representación misma y el juego de las facultades de conocer. Nosotros nos quedamos fijos en la contemplación de lo bello, porque esta contemplación se fortifica y se reproduce por sí misma; lo que es análogo (mas no semejante) a lo que ocurre cuando algún atractivo de la representación del objeto, excita la atención de una manera continua, permaneciendo el espíritu pasivo.




ArribaAbajo§ XIII
El juicio puro del gusto es independiente de todo atractivo y de toda emoción


Todo interés perjudica al juicio del gusto, y le quita su imparcialidad, principalmente cuando, en contraposición del interés de la razón, no se antepone la finalidad al sentimiento del placer, sino que se funda aquella sobre este como sucede siempre en el juicio estético que formamos sobre una cosa, en tanto que nos causa placer o pena. Así, los juicios que tienen este carácter no pueden aspirar, en manera alguna, a una satisfacción universalmente admisible, o lo pueden tanto menos, cuanto hay más sensaciones de esta especie entre los principios que determinan el gusto. El gusto queda en el estado de rusticidad, tanto que necesita de los auxilios del atractivo y de las emociones para ser satisfecho, y aún busca en ellos la medida de su asentimiento.

Y sin embargo, ocurre muchas veces que no tanto se limita a introducir atractivos en la belleza (que no debería consistir, sin embargo, más que en la forma) como para ayudar a la satisfacción estética universal, sino que presenta aquellos como bellezas, y de este modo se pone la materia de la satisfacción en lugar de la forma; pero esto es un error que se puede evitar determinando cuidadosamente estos conceptos, como tantos otros errores que están fundados sobre algo verdadero.

Un juicio del gusto, sobre el cual no tengan influencia ningún atractivo ni emoción (aunque estas sean cosas que se puedan mezclar en la satisfacción referente a lo bello), y que de este modo no tiene por motivo más que la finalidad de la forma, es un puro juicio del gusto.




ArribaAbajo§ XIV
Explicación por medio de ejemplos


Los juicios estéticos, como los juicios teóricos (lógicos), se pueden dividir en dos clases: son empíricos o puros. Los primeros expresan lo que hay de agradable o de desagradable; los segundos, lo que hay de bello en un objeto o en la representación del mismo; aquellos son juicios de los sentidos (juicios estéticos materiales), estos (como formales) son los únicos verdaderos juicios del gusto.

Un juicio del gusto no es, pues, puro más que a condición de que ninguna satisfacción empírica se mezcle en el motivo del mismo; pues es lo que ocurre siempre cuando el atractivo o la emoción tienen alguna parte en el juicio, por el que una cosa se declara bella.

Volvemos a encontrar aquí algunas objeciones de los que presentan falsamente el atractivo, no sólo como un elemento necesario de la belleza, sino como suficiente por sí mismo para llamarlo bello. Un simple color, por ejemplo, el color verde de la yerba de la pradera; un simple sonido musical como el de un violín, he aquí las cosas que los más declaran bellas, aunque una y otra parece que no tienen por principio más que la materia de las representaciones, es decir, la sola sensación, y que no merecen, por tanto, otro nombre que el de agradables. Pero notaremos al mismo tiempo que las sensaciones del color, así como las del sonido, no pueden considerarse propiamente como bellas, más que bajo la condición de que sean puras. Pero esta es una condición que concierne ya a la forma, y la sola que en sus representaciones se debe ciertamente considerar domo pudiendo ser universalmente participada. Porque en cuanto a la cualidad misma de las sensaciones, no puede considerarse como en concierto con todos los sujetos, y la superioridad del encanto de un color sobre otro, o del sonido de un instrumento de música sobre el de otro instrumento, no puede reconocerse por todos.

Si se admite, con Euler26 que los colores son vibraciones (pulsus) isócronas del éter, del mismo modo que los sonidos musicales son vibraciones regulares del aire conmovido; y, lo que es más importante, que el espíritu no percibe solamente por los sentidos el efecto producido sobre la actividad del órgano, sino que percibe también por la reflexión (lo que por otra parte yo no dudo) el juego regular de las impresiones (por consiguiente, la forma de enlace de las diversas representaciones), entonces, en vez de no considerar el color y el sonido más que como simples sensaciones, se puede ver en esto una determinación formal de la unidad de los diversos elementos, y a este título colocarlos también entre las bellezas.

Hablar de la pureza de una sensación simple, es como decir que la uniformidad de esta sensación no ha sido turbada ni interrumpida por ninguna otra sensación extraña; en ella no se trata más que de la forma, porque no se puede hacer abstracción de su cualidad (olvidar si representa un color o un sonido, y qué color y qué sonido). Por lo que, todos los colores simples, en tanto que son puros, son considerados como bellos; los colores compuestos no tienen esta ventaja, precisamente porque no siendo simples, no hay medida para juzgar si se les debe considerar como puros, o no.

Pero creer, como se hace comúnmente, que la belleza que reside en la forma de los objetos puede aumentarse por el atractivo, es un error muy perjudicial a la primitiva pureza del gusto. Sin duda se pueden agregar atractivos a la belleza con el fin de interesar al espíritu por medio de la representación del objeto, independientemente de la pura satisfacción que se recibe de ella, y de este modo recomendar la belleza al gusto, principalmente cuando este es todavía rudo y mal ejercitado; pero se perjudica realmente al juicio del gusto, cuando llaman la atención sobre ellos de manera que sean tomados como motivos de nuestro juicio sobre la belleza. Porque se debe procurar que contribuyan a ella de tal modo, que no debe admitírseles más que como extraños, cuando el gusto es todavía débil y mal ejercitado, y a condición de que no altere la pura fórma de la belleza.

En la pintura, en la escritura, y aun en todas las artes de forma o plásticas, como la arquitectura, la jardinería, consideradas como bellas artes, lo esencial es el dibujo, el cual no se acomoda al gusto por medio de una sensación agradable, sino únicamente agradando por su forma. Los colores que iluminan el dibujo no son más que atractivos; pueden muy bien animar el objeto para la sensación, pero no le hacen digno de ser contemplado y declarado bello; son, por el contrario, las más de las veces muy limitados por las condiciones mismas que exige la belleza, y por esto donde es permitido presentar una parte de atractivo, ésta sola es la que los ennoblece.

Toda forma de los objetos de los sentidos (de los sentidos externos y mediatamente también de los sentidos internos) es una figura o un juego: en este último caso, o es un juego de figuras (en el espacio) la mímica y la danza, o es un simple juego de sensaciones (en el tiempo). El atractivo de los colores, o el de los sonidos agradables de un instrumento, se puede muy bien unir a estos; mas el dibujo en el primer caso, y la composición en el segundo, constituyen el objeto propio del juicio puro del gusto. Decir que la pureza de los colores o de los sonidos, o que su variedad y su elección parecen contribuir a la belleza, no significa que estas cosas ayudan a la satisfacción referente a la forma, precisamente porque sean agradables en sí mismas y en la misma proporción, sino porque nos muestran esta forma de una manera más exacta, más determinada y más perfecta, y principalmente porque avivan la representación por su atractivo, llamando y sosteniendo la atención sobre el objeto mismo.

Las mismas cosas que se llaman adornos, es decir, las cosas no que son parte esencial de la representación del objeto sino que únicamente se refieren a él exteriormente como adiciones, y aumentan la satisfacción del gusto, no producen este efecto más que por su forma: así sucede en los cuadros de pinturas, en los ropajes de las estatuas y en los peristilos de los palacios. Que si el adorno no consiste en una bella forma por sí misma, está destinado como los cuadros de oro, a recomendar la pintura a nuestro asentimiento por el atractivo que tiene, y toma entonces el nombre de ornato y perjudica la verdadera belleza.

La emoción, o sea esta sensación en la que el placer no se produce más que por medio de una expansión momentánea, y por consiguiente, por medio de un esparcimiento de las fuerzas vitales, no pertenece a la belleza. Lo sublime, a lo cual se halla enlazado el sentimiento de la emoción, exige una medida distinta de la que sirve de fundamento al gusto. Así un juicio puro del gusto no reconoce por motivo, ni atractivo ni emoción, o, en una palabra, ninguna sensación como materia del juicio estético.




ArribaAbajo§ XV
El juicio del gusto es un todo independiente del concepto de la perfección


No se puede reconocer la finalidad objetiva más que por medio de la relación de una diversidad de elementos para un fin determinado, y consiguientemente por un concepto. Por esto es evidente que lo bello, cuya apreciación tiene por principio una finalidad puramente formal, es decir, una finalidad sin fin, es del todo independiente de la representación de lo bueno, puesto que este supone una finalidad objetiva, es decir, la relación del objeto con un fin determinado.

La finalidad objetiva es, o bien externa, y entonces constituye la utilidad, o interna, y en este caso constituye la perfección del objeto. Se deduce de los dos precedentes capítulos que la satisfacción que hace que llamemos bello a un objeto no puede fundarse en la representación de la utilidad de este objeto, porque esto no sería más que una satisfacción inmediatamente referente al objeto, lo cual constituye la condición esencial del juicio sobre la belleza. Mas la finalidad objetiva interna, o la perfección, se acerca demasiado al predicado de la belleza, y por esto es por lo que célebres filósofos la han considerado como idéntica con la belleza, aunque añadiendo como condición que el espíritu no tenga de ella más que una concepción confusa. Por esto es de la mayor importancia decidir, en la crítica del gusto, si la belleza puede realmente resolverse en el concepto de la perfección.

Para apreciar la finalidad objetiva, tenemos siempre necesidad del concepto de un fin; y si esta finalidad no es externa (la utilidad), sino interna, la tenemos del concepto de un fin interno que contenga el principio de la posibilidad interior del objeto. Por donde como esto sólo es el fin en general, cuyo concepto puede considerarse como el principio de la posibilidad del objeto mismo, es necesario, para representarse la finalidad objetiva de una cosa, tener previamente el concepto de la misma, o de lo que ella debe ser, y el concierto de la diversidad de elementos de esta cosa con dicho concepto (el cual da la regla de su unión), es la perfección analitativa de la cosa. No se debe confundir esta especie de perfección con la perfección cuantitativa, o la perfección de cada cosa en su género; este es un simple concepto de cuantidad (de totalidad), en el cual, estando determinado de antemano lo que debe ser la cosa, se busca solamente si todo lo que se requiere se en encuentra en ella. Lo que hay de formal en la representación de una cosa, es decir, el concierto de su variedad con su unidad (que queda indeterminado), no puede revelar por sí mismo una finalidad objetiva. En efecto; como no se considera esta unidad como fin (pues que se hace abstracción de lo que debe ser la cosa), no queda más que la finalidad subjetiva de la representación del espíritu. Éste nos suministra también cierta finalidad del estado del sujeto en la representación, y en este estado cierta facilidad para recibir por medio de la imaginación una forma dada, mas no la perfección de objeto alguno, porque aquí ningún concepto sirve para concebir el objeto del fin. Así por ejemplo; si hallo en un bosque, una pradera cercada de árboles y no me represento el fin que pueda tener, como servir para el baile de los aldeanos, no hallo en la simple forma del objeto el menor concepto de perfección. Mas representarse una finalidad formal objetiva sin fin, es decir, la simple forma de una perfección (sin materia y sin el concepto de aquello con que debe concertarse), es una verdadera contradicción.

Por lo que el juicio del gusto es un juicio estético, es decir, un juicio que descansa sobre principios subjetivos, y cuyo motivo no puede ser un concepto, y por tanto, concepto de un fin determinado. Así la belleza, siendo una finalidad formal y subjetiva, no nos lleva a concebir la perfección del objeto o una finalidad, digámoslo así, formal, y sin embargo, objetiva. Es, pues, un error el creer que entre el concepto de lo bello y el de lo bueno no hay más que una diferencia lógica; es decir, creer que uno de ellos es un concepto vago de la perfección, y el otro es un concepto claro de la misma, pero que los dos en el fondo y en cuanto al origen son idénticos. Si esto fuera así, no habría entre ellos diferencia específica, y un juicio del gusto sería un juicio de conocimiento igual al juicio por el que una cosa se declara como buena. Aquí sucedería como cuando el vulgo dice que el fraude es injusto; que funda un juicio sobre principios confusos, mientras que el filósofo funda el suyo sobre principios claros, pero ambos descansan sobre los mismos principios racionales. Pero ya hemos notado que el juicio estético es único en su género, y que no da ninguna especie de conocimiento del objeto (ni aun un conocimiento confuso). Esta función no pertenece más que al juicio lógico; el juicio estético, por el contrario, se limita a llevar al sujeto la representación por medio de la cual es dado el objeto, y no nos hace notar ninguna cualidad del mismo, sino solo la forma final de las facultades representativas que se aplican a este objeto. Y este juicio se llama estético precisamente, porque su motivo no es un concepto, sino el sentimiento (que nos da el sentido íntimo) de la armonía en el ejercicio de las facultades del espíritu, que no puede ser más que sentida. Si por el contrario, se quiere designar con el nombre de estéticos los conceptos oscuros y el juicio objetivo que los toma como principios, tendremos un entendimiento que juzgará por medio de la sensibilidad, o una sensibilidad que se representará sus objetos por medio de conceptos, lo que es una contradicción. La facultad de formar conceptos, sean oscuros o claros, es lo que llamamos el entendimiento; y aunque el entendimiento tenga su parte en el juicio del gusto, como juicio estético (así como en todos los juicios), no entra como facultad de conocer un objeto, sino como facultad que determina un juicio sobre el objeto o sobre su representación (sin concepto), conforme a la relación de esta representación con el sujeto y su sentimiento interior, y de tal suerte, que este juicio sea posible conforme a una regla general.




ArribaAbajo§ XVI
El juicio del gusto, por el que un objeto no es declarado bello sino con la condición de un concepto determinado, no es puro


Hay dos especies de belleza; la belleza libre (pulchritudo vaga), y la simple belleza adherente (pulchritudo adherens). La primera no supone un concepto de lo que debe ser el objeto, pero la segunda supone tal concepto, y la perfección del objeto en su relación con este concepto. Aquella es la belleza (existente por sí misma) de tal o cual cosa; esta, suponiendo un concepto (siendo condicional), se atribuye a los objetos que se hallan sometidos al concepto de un fin particular.

Las flores son las bellezas libres de la naturaleza; no se sabe perfectamente, a no ser botánicos, lo que es una flor; y el botánico mismo que reconoce en la flor el órgano de la fecundidad de la planta, no atiende a este fin de la naturaleza cuando forma sobre la flor un juicio del gusto. Su juicio no tiene, pues, por principio ninguna especie de perfección, ninguna finalidad interna a la cual pueda referirse la unión de los diversos elementos. Muchos pájaros (el papagayo, el colibrí, el ave del paraíso), un gran número de animales del mar, son bellezas en sí, que no se refieren a un objeto, cuyo fin haya sido determinado por conceptos, sino a bellezas libres que agradan por sí mismas. Del mismo modo los dibujos a la griega, las pinturas de los cuadros o las tapicerías de papel, etc. no significan nada por sí mismas; no representan nada, ningún objeto que se pueda reducir a un concepto determinado, y son bellezas libres. Se puede también reducir a esta especie de belleza lo que se llama en música fantasías (sin tema), y aun toda la música sin estudio.

En la apreciación de una belleza libre (considerada relativamente a su sola forma), el juicio del gusto es puro; éste no supone el concepto de fin alguno, al cual puedan referirse los diversos elementos del objeto dado y todo lo comprendido en la representación de este objeto, por la que sería limitada la libertad de la imaginación, que se goza en cierto modo en la contemplación de la figura.

Mas la belleza de un hombre (y en la misma especie, la de una mujer, la de un niño), la belleza de un caballo, de un edificio (como una iglesia, un palacio, un arsenal, una casa de campo), suponen un concepto de fin que determina lo que debe ser la cosa, y, por consiguiente, un concepto de su perfección; esta no es más que una belleza adherente.

Por donde del mismo modo que la mezcla de lo agradable (de la sensación) con la belleza (la cual no concierne propiamente más que a la forma), alteraría la pureza del juicio del gusto, la mezcla de lo bueno (o de lo que hace buenos los diversos elementos de la cosa misma considerada relativamente a su fin) con la belleza, daña también la pureza de este juicio.

Se podría agregar a un edificio muchas cosas que agradaran inmediatamente a la vista, si este edificio no debiera ser una iglesia; o embellecer una figura humana con toda especie de dibujos y rasgos trazadas a la ligera pero con regularidad (como hacen los habitantes de Nueva-Zelanda con su picadura), si esta figura no debiera ser la de un hombre; y tal figura podría tener trazos muy finos y una perspectiva más graciosa y más dulce, si no debiera representar un hombre de guerra.

Por lo que la satisfacción referente a la contemplación de los diversos elementos de una cosa, en su relación con el fin interno que determina la posibilidad de esta cosa, es una satisfacción fundada sobre un concepto; por el contrario, la que se refiere a la belleza es tal, que no supone concepto alguno, sino que es inmediatamente ligada a la representación por la que es dado el objeto (no decimos concebido). Si pues un juicio del gusto, relativamente a un objeto, depende de un fin contenido en el concepto del objeto como en un juicio de la razón, y se reduce a esta condición, no es por esto un libre y puro juicio del gusto.

Es verdad que por medio de esta unión de la satisfacción estética con la satisfacción intelectual, obtiene el gusto la ventaja de fijarse, y si no la de llegar a ser universal, al menos de poder ser sometido a reglas relativamente a ciertos objetos, cuyos fines son determinados. Mas estas no son, por lo mismo, reglas del gusto; no son más que reglas de la unión del gusto con la razón, es decir, de lo bello con lo bueno, que convierten aquel en instrumento de este, subordinando esta disposición del espíritu que se sostiene por sí misma y tiene un valor subjetivo universal, a este estado de pensamiento que no se puede sostener más que por un esfuerzo muy difícil, pero que es objetivamente universal. Hablando con propiedad, ni la belleza se une a la perfección, ni la perfección a la belleza; únicamente así como comparando la representación en que se nos da un objeto con el concepto del mismo (o de lo que debe ser), no podríamos evitar aproximarla al mismo tiempo a la sensación que se produce en nosotros; si estos dos estados del espíritu se hallan de acuerdo, la facultad representativa no puede por menos de ganar en su unión.

Un juicio del gusto sobre un objeto que tiene un fin interno determinado, no podría ser puro, sino en el caso de que aquél que juzgara, o no tuviera ningún concepto de este fin, o hiciese abstracción de él en su juicio. Pero aun cuando se formara un juicio exacto del gusto, apreciando el objeto como una belleza libre, aquel podría ser vituperado y acusado de tener un falso gusto, por otro que no considerara la belleza de este objeto más que como una cualidad adherente (que hiciera relación al fin del objeto). Cada uno de estos, sin embargo, juzgaría bien bajo su punto de vista; el primero, considerando lo que tiene a su vista; el segundo, lo que tiene en su pensamiento. Con esta distinción deben terminar las diferencias que separan a los hombres respecto al sujeto de la belleza, demostrándoles que los unos hablan de la belleza libre, y los otros de la belleza adherente; que los primeros forman un juicio puro del gusto, y los segundos, un juicio del gusto aplicado.




ArribaAbajo§ XVII
Del ideal de la belleza


No puede haber regla objetiva del gusto que determine por medio de conceptos lo que es bello; porque todo juicio derivado de esta fuente es estético, es decir, que tiene un principio determinante en el sentimiento del sujeto, y no en el concepto de un objeto. Buscar un principio del gusto que suministre en conceptos determinados el criterio universal de lo bello, es trabajo inútil, puesto que lo que se busca es imposible y contradictorio en sí. La propiedad que tiene la sensación (la satisfacción) de ser universalmente comunicada, y esto sin el auxilio de ningún concepto; el acuerdo tan perfecto como posible de todos los tiempos y de todos los pueblos sobre el sentimiento ligado a la representación de ciertos objetos, he aquí el criterio empírico, muy frágil sin duda, y apenas suficiente para fundar una conjetura, por medio del cual se puede referir un gusto de este modo probado con ejemplos, al principio común a todos los hombres, pero profundamente oculto, del acuerdo que debe existir entre ellos en la manera de juzgar las formas en que los objetos les son dadas.

Por esto se consideran ciertas producciones del gusto como ejemplares, lo que no quiere decir que el gusto se pueda adquirir por la imitación; porque el gusto debe ser una facultad original; el que imita un modelo muestra, si lo alcanza, habilidad; pero nada prueba del gusto más que en tanto que puede juzgarlo por sí mismo27. De aquí se sigue que el modelo supremo, el prototipo del gusto no es más que una pura idea que cada uno debe sacar de sí mismo, y conforme a la cual se debe juzgar todo lo que es objeto del gusto, esto es, todo lo que es propuesto como al juicio del gusto, y aun al gusto de cada uno. Idea significa propiamente un concepto de la razón; e ideal la representación de una cosa particular, considerada como adecuada a una idea.

También este prototipo del gusto que descansa seguramente sobre la idea indeterminada que nos da la razón de un máximum, pero que no puede ser representado más que por conceptos, no siendo más que una exhibición particular, debe con propiedad llamarse ideal de lo bello. Es un ideal del cual no estamos en posesión sino que nos esforzamos en producirlo en nosotros. Pero esto no sería más que un ideal de la imaginación, puesto que no descansaría sobre conceptos, sino sobre la exhibición; y la facultad de la exhibición no es más que la imaginación. Pero ¿cómo obtendremos semejante ideal de la belleza? A priori, o empíricamente. Y entonces, ¿qué clase de belleza es capaz de un ideal?

Ahora debemos notar bien que la belleza a que se debe buscar un ideal, no puede ser la belleza vaga sino la que es determinada por el concepto de una finalidad objetiva;esta no debe ser por consecuencia, la del objeto de un juicio del gusto enteramente puro, sino de un juicio del gusto en parte intelectual. En otros términos, la clase de principios del juicio donde se debe hallar un ideal, tienen necesariamente por fundamento una idea de la razón, apoyándose sobre conceptos determinados, y determinando a priori el fin sobre que descansa la posibilidad interna del objeto. No se sabría concebir un ideal de bellas flores, de un bello mueblaje de una perspectiva bella. Pero tampoco nos podemos representar el ideal de ciertas bellezas determinadas, el ideal de una bella habitación, el de un bello árbol, de bellos jardines, etc., probablemente porque los fines de estas cosas no son suficientemente determinados y fijos para un concepto, y por consiguiente, la finalidad en esto es casi tan libre como en la belleza vaga. El que halla en sí mismo el objeto de su existencia; el que por medio de la razón se puede determinar sus propios fines, o que cuando debe sacarlos de la percepción exterior, puede sin embargo, ponerlos de acuerdo con sus fines esenciales y generales, y juzgar estéticamente esta armonía; esto es, el hombre sólo entre los demás seres del mundo, es capaz de un ideal de la belleza, del mismo modo que la humanidad en su persona, en tanto que inteligencia, es capaz del ideal de la perfección. En esto hay dos cosas que distinguir: primera lo ideal normal estético que es una intuición particular (de la imaginación), que representa la regla de nuestro juicio sobre el hombre considerado como perteneciente a una especie particular de animales; después la idea de la razón que coloca en los fines de la humanidad, en cuanto no pueden ser representados por los sentidos, el principio de nuestro juicio sobre una forma por cuyo medio se manifiestan estos fines como efectos en el mundo fenomenal. La idea normal debe sacar sus elementos de la experiencia para formar la figura de un animal de una especie particular; mas la mayor finalidad posible en la construcción de la figura, la que podríamos tomar por regla general de nuestro juicio estético sobre cada individuo de esta especie, el tipo que sirve como de principio intencional a la técnica de la naturaleza, y al que solamente es adecuada toda la especie entera y no a tal o cual individuo en particular, este tipo no existe más que en la idea de los que juzgan, y esta idea con sus proporciones, como idea estética, no puede ser plenamente representada en concreto en un modelo. Para hacer comprender esto de cualquier modo (porque ¿quién puede arrancar a la naturaleza un secreto?), ensayaremos una explicación psicológica.

Hay que notar que de un modo del todo incomprensible para nosotros, la imaginación, no solo tiene el poder de recordar en un momento dado y aun después de largo tiempo, los signos de los conceptos, sino también el de reproducir la imagen y la forma de un objeto en medio de un número indecible de objetos de especies diferentes, o de la misma especie. Ahora bien; cuando el espíritu quiere establecer comparaciones, la imaginación, según toda verosimilitud, aunque la conciencia no se halle suficientemente advertida de ello, atrae las imágenes unas sobre otras, y por medio de este conjunto de muchas imágenes de la misma especie, suministra una, proporcional, que sirve de medida común. Cualquiera ha visto un millar de hombres; pues cuando se quiere juzgar de la magnitud regular del hombre, apreciándola por comparación, la imaginación atrae, según nuestra opinión, un gran número de imágenes unas sobre otras (quizá todas las de estos mil hombres), y si me fuese permitido aquí emplear metáforas de cosas de la vista, diría que en el espacio es donde la mayor parte se reúnen, y en el sitio iluminado por el más vivo color, es donde se reconoce la magnitudmedia, la cual por la altura como por la longitud, es igualmente distinta de las mayores como de las menores estaturas; y esta es por lo mismo la estatura de un hombre bello (se podría llegar al mismo resultado prácticamente, midiendo estos mil hombres, y añadiendo la altura y longitud de los mismos, y dividiendo la suma por mil; pues esto es lo que hace precisamente la imaginación por un efecto dinámico que resulta de la impresión de todas estas imágenes sobre el organismo del sentido interior). Si entre tanto, se busca de un modo semejante por este hombre de mediana magnitud, la cabeza de mediana extensión, y del mismo modo la nariz, etc., esta figura dará una idea normal de un hombre bello en el país donde se hace la comparación. Por esto es por lo que un negro tendrá necesariamente, bajo estas condiciones empíricas, distinta idea normal de la belleza de la forma que un blanco, un chino distinta que un europeo. Lo mismo sucedería con un modelo de un caballo bello o de un perro bello (de cierta raza). Esta idea normal no se deriva de proporciones sacadas de la experiencia, como de reglas determinadas, sino que las reglas del juicio son posibles por esta misma idea. Ella es para toda la especie, la imagen que aparece entre todas las intuiciones particulares y diversamente varias de los individuos, y que la naturaleza ha tomado por tipo de sus producciones en esta especie, pero que no parece que toque a ningún individuo. Esto no es todo el prototipo de la belleza en esta especie, sino solamente la forma que constituye la condición indispensable de toda belleza, y por consiguiente, la exactitud solamente en la manifestación de la especie. Es la regla como se diría del célebre Doríforo de Policeto (se podría citar también la Vaca de Mirón en su especie). Esta regla no puede contener nada de específico, ni característico, porque entonces no sería una idea normal para la especie. Tampoco agrada como bella la manifestación de esta idea, sino que por medio de ella no faltan a ninguno condiciones, sin las cuales una cosa de esta especie no puede ser bella. Es simplemente regular28.

Es necesario distinguir la idea normal de lo bello, del ideal de lo bello, lo que no se puede conseguir más que en la figura humana por las razones ya expuestas. Luego el ideal aquí consiste en la expresión de la moral; sin esta expresión, el objeto no agradaría universal y positivamente (ni aun negativamente en una manifestación regular). La expresión sensible de las ideas morales que dirigen interiormente al hombre, puede muy bien sacarse de la sola experiencia; mas para que la presencia de estas ideas en todas las cosas que nuestra razón refiere al bien moral o a la idea de la suprema finalidad, para que la bondad del alma, su pureza, su vigor o su tranquilidad, etc., puedan, por decirlo así, llegar a ser visibles en una representación corporal (que sea como un efecto de la interior), es necesario que las ideas puras de la razón y una gran fuerza de imaginación se unan en el que quiere juzgar acerca de esto, y con mayor razón en el que quiere manifestarlo. La inexactitud de semejante ideal de belleza se revela por esta señal: que no permite que en la satisfacción que nos proporciona, se mezclen los atractivos sensibles, y que, sin embargo, excita un gran interés; lo que nos dice que el juicio que se rige por esta medida, no puede nunca ser estético, y que el juicio formado conforme a un ideal de belleza, no es un juicio puro del gusto.

DEFINICIÓN DE LO BELLO SACADO DE ESTE TERCER MOMENTO

La belleza es la forma de la finalidad de un objeto, en tanto que la percibimos sin representación de fin29.

CUARTO MOMENTO DEL JUICIO DEL GUSTO O DE LA MODALIDAD DE LA SATISFACCIÓN REFERENTE A SUS OBJETOS




ArribaAbajo§ XVIII
Lo que es la modalidad de un juicio del gusto


Podemos decir de toda representación, que es al menos posible que se halle ligada (como conocimiento), a un placer. Cuando hablamos de cualquier cosa agradable entendemos por tal lo que realmente, excita el placer en nosotros. Mas lo bello lo concebimos como lo que tiene una relación necesaria con la satisfacción. Pero esta necesidad es de una especie particular; no es una necesidad teórica objetiva, en donde se puede reconocer a priori que cada uno reciba la misma satisfacción del objeto que se llama bello; es mucho menos una necesidad práctica, en donde por medio de los conceptos de una voluntad racional pura sirva de regla a los seres libres; la satisfacción es la consecuencia necesaria de una ley objetiva, y no significa otra cosa, sino que se debe obrar absolutamente de cierta manera (sin ningún otro designio). Como necesidad concebida en un juicio estético, no puede ser designada más que como ejemplar; es decir, es la necesidad del asentimiento de todos a un juicio considerado como ejemplo de una regla general, que no se puede dar. Como un juicio estético no es un juicio objetivo y de conocimiento, esta necesidad no puede ser derivada de conceptos determinados, y por consecuencia no es apodíctica. Mucho menos se puede sacar como consecuencia de la universalidad de la experiencia (de un eterno acuerdo de los juicios sobre la belleza con un objeto determinado); porque además de que la experiencia difícilmente suministraría muchos ejemplos de un parecido acuerdo, no se puede fundar sobre juicios empíricos un concepto de la necesidad de estos juicios.




ArribaAbajo§ XIX
La necesidad objetiva que atribuimos al juicio del gusto es condicional


El juicio del gusto exige el consentimiento universal; y el que declara que una cosa es bella, pretende que cada uno debe dar su asentimiento a esta cosa, y reconocerla también como bella. Esta necesidad contenida en el juicio estético es, pues, expresada por todos los datos que exige el juicio, pero solo de una manera condicional. Se busca el consentimiento de cada uno, porque con esto se tiene un principio que es común a todos. Se podría siempre afirmar esto, si siempre estuviéramos seguros de que el caso en cuestión, estuviese exactamente subsumido bajo este principio, considerado como regla del asentimiento.




ArribaAbajo§ XX
La condición de la necesidad que presenta un juicio del gusto es la idea de un sentido común


Si los juicios del gusto (como los del conocimiento), tuviesen un principio objetivo determinado, el que los formara conforme a este principio, podría atribuirles una necesidad incondicional. Si no tuviesen principios como los del simple gusto de los sentidos, no se pensaría siquiera en reconocerles necesidad alguna. Deben, pues, tener un principio subjetivo que determine por sólo el sentimiento y no por conceptos, pero, sin embargo, de una manera universalmente aceptable, lo que agrada, o desagrada. Pero un principio tal, no podría ser considerado más que como un sentido común, el cual es esencialmente distinto de la inteligencia común, que se llama también algunas veces sentido común (sensus comunis); esta, en efecto, no juzga por sentimientos, sino siempre conforme a conceptos, aunque ordinariamente estos conceptos no sean para ella más que oscuros principios.

Sólo, pues, en la hipótesis de un sentido común (por lo que no entendemos un sentido exterior, sino el efecto que resulta del libre juego de nuestras facultades de conocer), es como se puede formar un juicio del gusto.




ArribaAbajo§ XXI
Si con razón se puede suponer un sentido común


Los conocimientos y los juicios, así como la convicción que los acompaña, deben poder ser universalmente participados; porque de lo contrario no habría nada de común entre estos conocimientos y su objeto; no serían todos más que un juego puramente subjetivo de las facultades representativas, precisamente como quiere el escepticismo. Mas si los conocimientos deben poderse participar, este estado del espíritu que consiste en el acuerdo de las facultades de conocer con un conocimiento en general, y esta proporción que conviene a una representación (por la cual se nos da un objeto), por lo que viene a ser un conocimiento, deben también poderse participar universalmente, porque sin esta proporción, condición subjetiva del conocer, el conocimiento no podría surgir como efecto. También tiene lugar cuando un objeto dado por los sentidos excita la imaginación a reunir en él los diversos elementos, y esta a su vez excita al entendimiento para darle unidad o formar en él los conceptos. Mas este concierto de las facultadas del conocer tiene diferentes proporciones, según sea la diversidad de los objetos dados. Debe ser bello siempre que la actividad armoniosa de las dos facultades (de las cuales la una excita a la otra) sea lo más útil a estas dos facultades relativamente al conocimiento en general, (de objetos dados), y esta armonía no puede ser determinada más que por el sentimiento (y no conforme a conceptos). Por lo que, como debe ser universalmente participada, y por tanto, también el sentimiento que tenemos de ella (en una representación dada), y como la propiedad que tiene un sentimiento de poder ser universalmente participado supone un sentido común, habrá razón para admitir este sentido común sin apoyarse por esto en observaciones psicológicas, sino como la condición necesaria de esta propiedad que tiene nuestro conocimiento de poder ser universalmente participado y que debe suponer toda lógica y todo principio de conocimiento que no es escéptico.




ArribaAbajo§ XXII
La necesidad del consentimiento universal concebida en un juicio del gusto, es una necesidad subjetiva que es representada como objetiva bajo la suposición de un sentido común


En todos los juicios por los que declaramos una cosa bella, no permitimos a nadie ser de otro parecer, aunque no fundamos nuestro juicio sobre conceptos, sino sólo sobre nuestro sentimiento; mas también este sentimiento no es para nosotros un sentimiento individual; es un sentimiento común. Pero este sentido común no puede fundarse sobre la experiencia, porque pretende pronunciar juicios que encierran una necesidad, una obligación; en él no se dice que cada uno estará de acuerdo, sino que deberá estar de acuerdo con nosotros. Así el sentido común en el juicio del cual nuestro juicio del gusto sirve de ejemplo, y nos autoriza a atribuir a este un valor ejemplar, es una regla puramente ideal, bajo cuya suposición un juicio que conformara con ella, así como la satisfacción referida por este juicio a un objeto, podría muy bien servir de regla para cada uno; porque el principio de que aquí se trata, no siendo ciertamente más que subjetivo, pero siendo considerado como subjetivamente universal (como una idea necesaria para cada uno), podría exigir como un principio objetivo, el asentimiento universal de los juicios formados conforme a este principio, con tal de que únicamente estemos bien seguros de que se hallan exactamente contenidos en el mismo.

Esta regla indeterminada de un sentido común, es realmente supuesta para nosotros; es lo que prueba el derecho que nos atribuimos de formar juicios del gusto. ¿Y existe, en efecto, tal sentido común como principio constitutivo de la posibilidad de la experiencia, o más bien, hay un principio superior todavía a la razón, que nos dé una regla para referir este sentido común a fines más elevados? Por tanto, ¿es el gusto una facultad artificial que debemos adquirir, de suerte que el asentimiento universal no sea en el hecho más que una necesidad de la razón de producir este acuerdo del sentimiento, y que la necesidad objetiva del acuerdo del sentimiento de cada uno con el nuestro no significa más que la posibilidad de llegar a este acuerdo, y que el juicio del gusto no hace más que proponer un ejemplo de la aplicación de este principio? Es lo que nosotros no queremos ni podemos averiguar aquí; nos basta por ahora descomponer el juicio del gusto en sus elementos y unirlos en definitiva en la idea de un sentido común.

DEFINICIÓN DE LO BELLO SACADO DEL CUARTO MOMENTO

Lo bello es lo que se reconoce sin concepto como el objeto de una satisfacción necesaria.

OBSERVACIÓN GENERAL SOBRE LA PRIMERA SECCIÓN DE LA ANALÍTICA

Si se atiende al resultado de los análisis precedentes, se hallará que todo se reduce al concepto del gusto, es decir, al concepto de la facultad de juzgar un objeto en su relación con el ejercicio libre y legítimo de la imaginación. Pero cuando en un juicio del gusto se considera la imaginación en su estado de libertad, no es considerada como reproductiva, como cuando está sometida a las leyes de la asociación, sino como productiva y espontánea (como causa de formas arbitrarias de intuiciones posibles), y aunque en la aprehensión de un objeto sensible dado se halla ligada a la forma determinada de este objeto, y no tiene un libre ejercicio como en la poesía, se ve bien, sin embargo, que el objeto puede suministrarle precisamente una forma, un conjunto de diversos elementos tal, que si hubiera sido abandonada a sí misma, pudiera haberlo formado conforme a las leyes del entendimiento en general. Mas ¿no es una contradicción que la imaginación sea libre, y que al mismo tiempo se conforme a las leyes de ella misma, es decir, que encierre una autonomía? El entendimiento sólo es el que da la ley. Pero cuando la imaginación es forzada a proceder según una ley determinada, su producción en cuanto a la forma, es determinada por conceptos que indican lo que debe ser, y entonces la satisfacción, como ya lo hemos demostrado anteriormente, no es la de lo bello, sino la del bien, la de la perfección, al menos de la perfección formal, y el juicio no es un juicio del gusto. Una relación de conformidad a las leyes, y que no supone ninguna ley determinada, un acuerdo subjetivo de la imaginación con el entendimiento, y no un acuerdo subjetivo como aquel que tiene lugar cuando la representación se refiere al concepto determinado de un objeto, he aquí, pues, lo que únicamente puede constituir una libre conformidad con las leyes del entendimiento (lo cual también se llama finalidad sin fin) y en lo que consiste la propiedad de un juicio del gusto. Pero los críticos del gusto citan ordinariamente como ejemplos de la belleza (como los más simples y los más verdaderos), las figuras geométricas regulares, como un círculo, un cuadrado, un cubo, etc. Y sin embargo, no se les llama regulares más que porque no podemos representarlas más que considerándolas como simples exhibiciones de un concepto determinado (que prescribe a la figura su regla). Es necesario, pues, que una de estas dos maneras de juzgar sea falsa; o la de los críticos que atribuyen la belleza a esta especie de figuras, o la nuestra, porque halla la finalidad sin concepto necesario de la belleza.

Nadie afirmará seguramente que sea necesario tener gusto para alcanzar más satisfacción con un círculo que con la primera figura que se encuentra, con un cuadrilátero, cuyos ángulos sean agudos y los lados irregulares, y que está como cojo, porque esto no mira más que a la inteligencia común y no al gusto. Por esto, donde hay un fin, por ejemplo, el de determinar la extensión de un lugar o el de mostrar en un dibujo la relación de sus partes entre sí, y con el todo, es necesario que las figuras sean regulares, aun las más simples; y la satisfacción no descansa inmediatamente sobre la intuición de la forma, sino sobre su utilidad, relativamente a tal o cual fin posible. Una habitación, cuyos muros forman ángulos agudos, un parterre de la misma forma, en general, toda falta de simetría, tanto en la forma de los animales (por ejemplo, la privación de un ojo), como en la de los edificios o jardines, desagrada; pues todo esto es contrario a los fines de estas cosas, y no nos ocupamos sólamente del uso determinado que de ellas se puede hacer prácticamente, sino de todo lo que en las mismas podemos considerar. Pero todo esto no se aplica al juicio del gusto, el cual, cuando es puro, refiere inmediatamente la satisfacción a la simple consideración del objeto, sin mirar a ningún uso ni a ningún fin.

La regularidad que conduce al concepto de un objeto, es la condición indispensable (conditio sine qua non), para percibir el objeto en una sola representación, y determinar los elementos diversos que constituyen su forma. Esta determinación es un fin relativamente al conocimiento, y bajo este mismo respecto se halla siempre ligado a la satisfacción (que siempre acompaña la ejecución de todo proyecto aún problemático). Pero en esto no hay más que una aprobación dada a la solución de un problema, y no un libre ejercicio, una finalidad indeterminada de las facultades del espíritu, que tiene por objeto lo que llamamos bello, y en donde la inteligencia se halla al servicio de la imaginación, y no ésta al servicio de aquella.

En una cosa que no sirve más que para un fin, como un edificio, y aun un animal, la regularidad que consiste en la simetría, debe expresar la unidad de intuición que acompaña al concepto de fin, y pertenece al conocimiento. Mas por esto, donde no debe haber más que un libre ejercicio de las facultades representativas (bajo la condición siempre de que el entendimiento no sufra ningún ataque), en los jardines de recreo, en los adornos de sala, en los muebles elegantes, etc., se evita en lo posible la regularidad que revela una imposición. También el gusto de los jardines ingleses, el de los muebles góticos, puede llevar la libertad de imaginación hasta los límites de lo grotesco, y en la ausencia de toda imposición, de toda regla, es en lo que el gusto, aplicándose a las fantasías de la imaginación, puede mostrar toda su perfección.

Todo objeto perfectamente regular (que se aproxima a la regularidad matemática) tiene algo en sí que repugna al gusto; la contemplación del mismo no ocupa mucho tiempo el espíritu, y a menos que éste no tenga expresamente por fin el conocimiento o cualquier objeto práctico determinado, sufre con él un gran fastidio. Por el contrario, aquello en que la imaginación se puede ejercitar libre y armoniosamente, es siempre nuevo para nosotros, y no nos fatiga el contemplarlo. Morsden, en su descripción de Sumatra, nota que en este país, las bellezas libres de la naturaleza rodean al espectador por todas partes y tienen para él poco atractivo, mientras que se hallaría mucho más impresionado cuando en medio de un bosque hallara un campo de pimienta, en donde los pies en que se apoya esta planta, formasen paseos paralelos; y concluye diciendo que la belleza campestre, irregular en apariencia, no agrada más que por el contraste, al que está cansado de la regular. Pero no había más que probar a quedarse un día en su campo de pimienta, para apercibirse de que cuando el entendimiento se pone de acuerdo por medio de la regularidad, con el orden de que siempre necesita, el objeto no le entretiene mucho, sino que por el contrario, impone a la imaginación una violencia desagradable, mientras que la naturaleza rica y variada en este país hasta la prodigalidad, y no hallándose sometida a la violencia de ninguna regla del arte, puede alimentar su gusto perpetuamente. El mismo canto de los pájaros, que no podemos reducir a reglas musicales, parece anunciar más libertad, y convenir mejor por tanto al gusto que el de los hombres, que está sometido a todas las reglas de la música; nos hallamos completamente fatigados de este último, cuando se repite muchas veces y por largo tiempo. Mas aquí tomamos sin duda la simpatía que en nosotros excita la alegría de un pequeño animal a quien queremos por la belleza de su canto; porque cuando este canto se imita exactamente por el hombre (como sucede algunas veces con el canto de la cigarra), parece monótono por completo a nuestro oído.

Es necesario distinguir todavía las cosas bellas de los bellos aspectos que atribuimos a los objetos (que su distancia nos impide muchas veces conocer más perfectamente). En este último caso, el gusto parece menos referirse a lo que la imaginación recibe en este campo, que a buscar en él una ocasión de ficción, es decir, estas fantasías particulares en que se entretiene continamente el espíritu excitado por una variedad de cosas que hieren al oído: tal es el aspecto de las variadas formas del fuego de una chimenea o de un arroyo que murmura; estas cosas no constituyen bellezas, sino que tienen un atractivo para la imaginación, entreteniendo con ellas en libre juego.





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