Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo§ LXXXVII

Limitación del valor de la prueba moral


La razón mira, en tanto que facultad práctica, es decir, en tanto que es capaz de determinar por medio de ideas (de conceptos puros de la razón) el libre uso de nuestra causalidad, no da solamente en la ley moral un principio regulador a nuestras acciones, sino que nos suministra al mismo tiempo un principio subjetivamente constitutivo en el concepto de un objeto que sólo la razón puede concebir, y que debe ser realizado en el mundo por nuestras acciones, conforme a esta ley. Esta idea de un objeto final de la libertad, en su conformidad con las leyes morales, tiene, pues, realidad subjetivamente práctica. Somos determinados a priori por la razón a concurrir, según nuestras fuerzas, al bien del mundo125, el cual consiste en la unión del mayor bien físico de los seres racionales, con la suprema condición del bien moral126, es decir, de la dicha general con la mayor moralidad. La posibilidad de una parte de este objeto final, a saber de la dicha, está sometida a condiciones empíricas, es decir, depende de la constitución de la naturaleza (se trata de saber si ésta se conforma o no con su objeto), y es problemático, bajo el punto de vista teórico; la de la otra al contrario, a saber, la de la moralidad que excede toda cooperación de la naturaleza, es firmemente establecida a priori, y es dogmáticamente cierta. La realidad objetiva y teórica del concepto de un objeto final, asignado en el mundo a los seres racionales, exige, pues, no solamente que un objeto final nos sea propuesto a priori, sino también que la existencia de la creación, es decir, del mundo mismo, tenga uno también, de tal suerte, que si este último pudiera ser demostrado a priori, añadiría la realidad objetiva a la realidad subjetiva del objeto final de los seres racionales. En efecto, si la creación tiene un objeto final, no podemos concebirlo de otro modo que conformándose con la moralidad (que solo hace posible el concepto de un fin). Encontramos sin duda fines en el mundo, y la teleología física nos descubre tanto de ellos, que nos hallamos autorizados para dar por fundamento a nuestra investigación de la naturaleza el principio de la razón, de que en la naturaleza no existe nada sin objeto; pero buscamos en vano el objeto final de la naturaleza en la naturaleza misma. No se puede ni se debe, por consiguiente, buscar la posibilidad de este objeto, cuya idea descansa únicamente sobre la razón, más que en los seres racionales. Mas la razón práctica de estos seres no da solamente este objeto final; determina también el concepto, en el sentido que determina las condiciones que solo nos permiten concebir un objeto final de la creación.

Luego la cuestión está en saber si la realidad objetiva del concepto de un objeto final de la creación no puede ser también demostrada de una manera propia para satisfacer las exigencias teóricas de la razón pura, sino apodícticamente por el juicio determinante, al menos suficientemente por las máximas del juicio teórico reflexivo. Es lo menos que se puede pedir a la filosofía especulativa, que tiene la pretensión de relacionar el fin moral con los fines de la naturaleza por medio de la idea de un fin único; más también esto es todavía mucho más que lo que ella puede dar.

He aquí solamente lo que el principio del juicio teórico reflexivo nos autorizaría a decir: si tenemos razón en admitir para explicar la finalidad de las producciones de la naturaleza una causa suprema de la misma, cuya causalidad, en tanto que principio de la realidad de esta última (de la creación), debe ser concebida como siendo de otra especie que la que exige al mecanismo de la naturaleza, es decir, como la cualidad de una inteligencia, tenemos razón en concebir en este ser primero no solamente fines para todo lo que existe en la naturaleza, sino también un objeto final, no sin duda, de manera que demuestre la existencia de un ser semejante, sino de manera al menos (como sucede en la teleología física) que nos convenza de que, no solamente no podemos concebir la posibilidad de un mundo semejante más que suponiéndole creado conforme a fines, sino que todavía es necesario suponer un objeto final a su existencia.

Mas este objeto final no es más que un concepto de nuestra razón práctica, y no puede sacarse de los datos de la experiencia por servir para formar un juicio teórico sobre la naturaleza o un conocimiento de la misma. No hay uso posible de este concepto más que por medio de la razón práctica, considerada en sus leyes morales; y el objeto final de la creación es esta constitución del mundo que conforma con lo que no podemos determinar más que en virtud de ciertas leyes, es decir, con el objeto final de nuestra razón pura práctica, en tanto que práctica. Luego la ley moral, que nos asigna este objeto final, nos autoriza bajo el punto de vista práctico, es decir, por la necesidad misma en que nos hallamos de dirigir nuestras fuerzas hacia este objeto, a admitir la posibilidad, y por consiguiente también a admitir una naturaleza que conforme con ella (porque si la naturaleza no llenase por medio de su concurso la condición de este objeto final que no está en nuestro poder, sería imposible). Tenemos, pues, una razón moral para concebir un objeto final de la creación.

No deducimos todavía aquí de la teleología moral una teología, es decir, la existencia de una causa moral del mundo, sino solamente un objeto final de la creación que determinamos de esta manera. Que al presente esta creación, es decir, una existencia de las cosas subordinadas a un objeto final, exige que admitamos un ser inteligente, y no solamente un ser inteligente (para explicar la posibilidad de las cosas que debemos mirar como fines), sino un ser moral, en tanto que autor del mundo, es decir, un Dios, esta es una segunda conclusión que, como se ve, se funda sobre conceptos de la razón práctica, y por consiguiente, se dirige al juicio reflexivo, y no al juicio determinante. En efecto, no podemos lisonjearnos de comprender, que puesto que en nosotros la razón moralmente práctica es esencialmente diferente, en cuanto a sus principios, de la razón técnicamente práctica, debe ser también del mismo modo admitida como inteligencia en la causa suprema del mundo, y que una especie de causalidad particular y distinta de la que exigen los fines de la naturaleza, sea necesaria a esta causa para el objeto final; por consiguiente, no podemos lisonjearnos de comprender cómo nuestro objeto final nos produce una necesidad moral, no solamente de admitir un objeto final de la creación (en tanto que efecto), sino también de admitir un ser moral como principio de la creación. Mas podemos muy bien decir que conforme a la naturaleza de nuestra razón, nos es imposible concebir la posibilidad de una finalidad fundada sobre la ley moral y su objeto, tal como la supone este objeto final sin un autor y un soberano del mundo, que sea al mismo tiempo un legislador moral.

La realidad de un supremo autor y legislador moral del mundo no está suficientemente probada más que por el uso práctico de nuestra razón, y nada se halla teóricamente determinado relativamente a la existencia de este ser. En efecto, la razón para establecer la posibilidad de su fin, que nos asigna además por su propia legislación, tiene necesidad de una idea que separe (de una manera suficiente por el juicio reflexivo) el obstáculo opuesto a este fin por el mundo, considerado según el concepto de la naturaleza, y esta idea recibe por sí misma una realidad práctica; mas esta realidad no puede establecerse bajo el punto de vista teórico, por el conocimiento especulativo, de manera que sirva a la explicación de la naturaleza y a la determinación de la causa suprema. La teleología física ha probado suficientemente por medio del juicio teórico reflexivo una causa inteligente del mundo para los fines de la naturaleza; la teleología moral la establece por medio del juicio práctico reflexivo para el concepto de un objeto final, que está obligada a atribuir a la creación bajo el punto de vista práctico. La realidad objetiva de la idea de Dios, considerado como autor moral del mundo, no puede ser ciertamente probada únicamente por medio de fines físicos; pero como el conocimiento de estos fines se halla ligado al del fin moral, en virtud de esta máxima de la razón pura de que es necesario perseguir la unidad de los principios en tanto que se pueda, son de una gran importancia para confirmar la realidad práctica de esta idea con la ayuda de lo que la razón, bajo el punto de vista teórico suministra al juicio.

Y aquí, para evitar una mala inteligencia en la cual sería fácil caer, es absolutamente necesario notar dos cosas. Primero, no podemos concebir estos atributos del Ser supremo más que por analogía. En efecto, ¿cómo querríamos sondar su naturaleza, cuando la experiencia no puede mostrarnos nada semejante? Después, estos atributos nos le hacen solamente concebir y no conocer, y no podemos referirlos, a él teóricamente, porque esto miraría al juicio determinante bajo el punto de vista especulativo de la razón; esto sería para él mostrarnos lo que es en sí la causa suprema del mundo. Mas como no se trata aquí más que de saber, qué concepto debemos formarnos de este ser conforme a la naturaleza de nuestras facultades de conocer, es necesario admitir su existencia para poder atribuir una realidad práctica a un objeto que la razón práctica nos propone anteriormente a toda suposición de este género, como el objeto de todos nuestros esfuerzos, es decir, para poder concebir como posible un efecto propuesto a nuestra actividad. Aunque este concepto sea transcendente para la razón especulativa; aunque los atributos que referimos al ser que ellos nos hacen concebir, empleados objetivamente, encubran el antropomorfismo, no deben servir más para determinarla naturaleza de este ser inaccesible para nosotros, sino nosotros mismos y nuestra voluntad. Del mismo modo que designamos una causa conforme al concepto que tenemos del efecto (pero en su relación, sólo con este efecto) sin querer determinar la naturaleza íntima de esta causa, por las propiedades que la experiencia descubre, la sola cosa que podemos conocer en esta causa, del mismo modo, por ejemplo, que atribuimos al alma, entre otras propiedades, una fuerza locomotiva, puesto que la vemos nacer realmente de los movimbentos corporales, cuya causa reside en sus representaciones, pero sin pretender atribuirle el único medio que conocemos en las fuerzas motrices (es decir, la atracción, la presión, la impulsión, y por consiguiente, el movimiento que suponen siempre un ser extenso), así también debemos admitir algo que contenga el principio de la posibilidad y de la realidad práctica de un objeto final, moralmente necesario; pero si concebimos este algo conforme a la naturaleza del efecto que se espera como un ser sabio, que gobierna el mundo según leyes morales, y si conforme a la constitución de nuestras facultades de conocer debemos concebirle como una causa distinta de la naturaleza, esto no es más que para expresar la relación de este ser, que excede todas nuestras facultades de conocer, con el objeto de nuestra razón práctica. No pretendemos aquí atribuirle teóricamente la sola causalidad de esta especie que nos sea conocida, a saber, una inteligencia y una voluntad: no pretendemos aún distinguir objetivamente la causalidad que concebimos en él, relativamente a lo que es para nosotros un objeto final, de lo que es relativo a la naturaleza (y a su finalidad en general), como si fuesen distintos en sí mismos: no podemos admitir esta distinción más que como subjetivamente necesaria, bajo el punto de vista de nuestra facultad de conocer y como válida para el juicio reflexivo, y no para el juicio objetivamente determinante. Mas si se trata de la práctica, un principio regulador (por la prudencia de la sabiduría) como el que nos ordena tomar por fin aquello cuya posibilidad no podemos concebir, conforme a la naturaleza de nuestra facultad de conocer, más que de una cierta manera, un tal principio es al mismo tiempo constitutivo, es decir, prácticamente determinante, mientras que este mismo principio, considerado como sirviendo para juzgar la posibilidad objetiva de las cosas, no es bajo ningún aspecto teóricamente determinante (no nos dice que no hay para el objeto otra posibilidad que la que concibe nuestra facultad de pensar), sino que es un principio puramente regulador por el juicio reflexivo.

OBSERVACIÓN

Esta prueba moral no es un argumento de nueva fecha, aunque la exposición de él lo sea, porque es anterior al primer desenvolvimiento de la razón humana, y ha seguido sus progresos. Desde que los hombres comenzaron a reflexionar sobre lo justo y lo injusto, en un tiempo en que permanecían todavía indiferentes a la finalidad de la naturaleza, y se servían de esto sin ver en ella otra cosa que el curso ordinario de la misma, debieron inevitablemente ser conducidos a juzgar que no se puede en definitiva llegar a esto mismo por un hombre, al conducirse honesta o deshonestamente, con equidad o con violencia, aunque no haya recogido antes de su muerte, al menos de una manera visible, ninguna recompensa para sus virtudes, ningún castigo para sus faltas. ¿No oían como una voz interior que les decía que no podía suceder así? Y por consiguiente, ¿no deberían representarse, aunque oscuramente algo hacia lo que se sentían obligados a inclinarse y en que descansase tal desenlace, o que no podían conformar con su destino interior, cuando miraban el curso de la naturaleza como el solo orden de las cosas? Podrían sin duda representarse groseramente la manera en que podía repararse una irregularidad de este género (que debe mucho más revelar el espíritu humano que la ciega casualidad de la que se querría hacer un principio para juzgar la naturaleza); mas no podrían sin embargo, concebir como principio de la posibilidad de la unión de la naturaleza con su ley moral interior, más que una causa suprema que gobierna el mundo conforme a las leyes morales, puesto que hay contradicción en asignar al hombre un objeto final como deber, y en no reconocer fuera de él objeto final a una naturaleza en la cual debe alcanzar este objeto. Podían todavía nacer muchos absurdos sobre la naturaleza interior de esta causa del mundo; mas la relación moral de esta causa con el mundo queda siempre lo que debe ser y es fácil de comprender por la razón más vulgar, en tanto que se considera como práctica, pero inaccesible a la razón especulativa.

Además, según toda verosimilitud, este interés moral atraerá la atención sobre la belleza y la finalidad de la naturaleza, que sirve entonces excelentemente para confirmar esta idea, sin todavía poderla fundar, cuanto menos todavía exceder de este medio, puesto que la investigación de los fines de la naturaleza no recibe más que de su relación con el objeto final este interés inmediato que se muestra tan altamente en la admiración que experimentamos por ella, sin pensar en las ventajas que de esto podemos sacar.




ArribaAbajo§ LXXXVIII

De la utilidad del argumento moral


La condición impuesta a la razón relativamente a nuestras ideas de lo supra-sensible, de encerrarse en los límites de su ejercicio práctico, esta condición tiene, en lo que concierne a la idea de Dios, la incontestable ventaja de evitar a la teología de caer en la teosofía, (es decir, en los conceptos trascendentales en que se extravía la razón) o en la demonología (es decir, en una representación antropomórfica del Ser Supremo), y a la religión de cambiar en teúrgia, (la opinión mística conforme a la cual tendríamos el sentimiento de otros seres supra-sensibles y una influencia sobre estos seres) o en la idolatría (opinión superticiosa conforme a la cual podríamos hacernos agradables al Ser Supremo por otros medios que por nuestras disposiciones morales)127.

En efecto, si se concede a la vanidad o a la presunción de los que intentan razonar sobre lo que excede de los límites del mundo sensible el poder de determinar la menor cosa en este campo bajo el punto de vista teórico (y de una manera que extiende el conocimiento), si se les permite ensalzar sus conocimientos sobre la existencia y la naturaleza de Dios, sobre su entendimiento y su voluntad, sobre las leyes de estos dos atributos y las cualidades que de ellos derivan en el mundo, yo desearía saber en dónde se limitarán las pretensiones de la razón. Porque desde que admiten estos conocimientos se pueden alcanzar muy bien otros (por poco que se aplique su reflexión, como se cree poder hacerlo). Decimos, sin embargo, que no se puede poner límites a estas pretensiones, más que a nombre de cierto principio, y no por la sola razón de que hasta aquí todas las tentativas en este sentido han sido inútiles, porque esto no prueba nada contra la posibilidad de un éxito mejor. Luego no hay aquí otro partido posible que admitir, o bien que relativamente a lo suprasensible no se puede absolutamente determinar nada teóricamente (sino de una manera puramente negativa), o bien que nuestra razón encierra una mina, inútil hasta aquí de no sé qué vastos conocimientos reservados para nosotros y para nuestra posteridad. -Mas por lo que toca a la religión, es decir, a la moral en su relación con Dios considerado como legislador, si el conocimiento teórico de Dios debiera preceder, sería necesario que la moral se acomodase a la teología; y no solamente la legislación exterior y arbitraria de un Ser Supremo ocuparía entonces el lugar de la legislación interior y necesaria de la razón, sino también todo lo que nuestro conocimiento de la naturaleza de este ser tuviera de defectuoso influiría sobre las prescripciones de la moral, y haría la religión contraria a la moralidad.

En cuanto a la esperanza de una vida futura, si en lugar del objeto final que debemos perseguir, conforme a la prescripción de la ley moral, pedimos a nuestra facultad teórica de conocer el principio del juicio que debe formar la razón sobre nuestro destino (juicio que no debe considerar como necesario o como admisible más que bajo el punto de vista práctico), la psicología, aquí como la teología en todos los tiempos, no nos da más que un concepto negativo de nuestro ser pensante. Lo que quiere decir solamente que ninguno de los actos de este ser o de los fenómenos del sentido íntimo pueden recibir una explicación materialista pero que sobre su naturaleza separada, sobre la duración o el aniquilamiento de su personalidad después de la muerte, toda nuestra facultad de conocer no puede obtener por principios especulativos ningún juicio determinante y extensivo. Es necesario, pues, aquí remitirse enteramente al juicio teleológico que considera nuestra existencia bajo un punto de vista práctico necesario, y que admite nuestra duración como la condición exigida por el objeto que la razón nos impone de una manera absoluta. Mas al mismo tiempo vemos aparecer (en lugar de lo que nos parecía un perjuicio) esta ventaja; que como la teología no puede jamás degenerar para nosotros en teosofía, la psicología racional no puede jamás venir a ser una pneumatología a título de ciencia extensiva, del mismo modo que, de otro lado, ella está segura de no caer en el materialismo. La psicología viene a ser así una antropología del sentido íntimo, es decir, un conocimiento de nuestro yo pensante en vida, y a título de conocimiento teórico, un conocimiento puramente empírico, porque relativamente a la cuestión de nuestra existencia eterna, la psicología racional no es una ciencia teórica, sino que descansa sobre una conclusión única de la teología moral; tanto que ella no es necesaria más que relativamente a esta teleología, es decir, a nuestro destino práctico.




ArribaAbajo§ LXXXIX

De la especie de adhesión que reclama una prueba moral de la existencia de Dios


Desde luego, toda prueba ya esté fundada sobra una exhibición empírica inmediata de lo que debe ser probado (como la prueba por la observación del objeto o por la experiencia), o bien que se saque a priori de ciertos principios por medio de la razón, está sometida a la condición de no persuadir solamente, sino de convencer, o al menos de tender a la convicción; es decir, que el principio o la conclusión, no debe solamente ser un motivo subjetivo (estético), de adhesión128 (una simple apariencia), sino tener un valor objetivo o ser un principio lógico de conocimiento; si no el entendimiento sería sorprendido, pero no convencido. Es a esta especie de prueba ilusoria a la que pertenece la que se da en la teología natural, sin duda por consecuencia de una buena intención, pero ocultando exprofesa su debilidad cuando se invoca la gran cantidad de argumentos, que hablan en favor de una causa intencional de cosas de la naturaleza, y que se pone en práctica este principio puramente subjetivo de la razón humana, o esta inclinación que le lleva naturalmente a no admitir más que un solo principio en lugar de muchos, cuando esto puede hacerse sin contradicción, y para completar arbitrariamente el concepto de una cosa, juntando algunas condiciones que se hallan para determinar este concepto todas las que le faltan. Porque en verdad, cuando encontramos en la naturaleza tantas producciones, que son para nosotros signos de una causa inteligente, ¿por qué en lugar de muchas causas de esta especie, no concebimos una sola, y por qué en esta causa, en lugar de una gran inteligencia, de un gran poder, y así sucesivamente, no concebimos la omnisciencia, la omnipotencia, etc.? En una palabra, ¿por qué no la concebimos tal como posee estos atributos, de manera que basten a todas las cosas posibles? Y además, ¿por qué no atribuimos a este ser único y omnipotente, no solamente una inteligencia para las leyes y las producciones de la naturaleza, sino una suprema razón moralmente práctica, como a una causa moral del mundo? Este concepto, así completado, ¿no suministra un principio suficiente para el conocimiento de la naturaleza, tanto como la sabiduría moral, y acaso se puede aducir una sola objeción fundada de alguna manera contra la posibilidad de semejante idea? Si además se ponen en acción los móviles del alma, y se realza su interés vivo por el poder de la elocuencia (de que son muy dignos), resultará una persuasión del valor objetivo de la prueba, y aun (en la mayor parte de los casos), cierta ilusión saludable, que no nos permitirá examinar el valor lógico, y que aun nos hará rechazar con indignación toda tentativa semejante, como fundada sobre una duda impía. No hay nada que decir si no se piensa más que en la utilidad pública. Mas como no se puede ni se debe olvidar que esta prueba contiene dos partes diferentes, la una, que se refiere a la teleología física, la otra, a la teleología moral, puesto que la confusión de estas dos partes no permite reconocer dónde reside la fuerza particular de la prueba, en qué parte y cómo se puede elaborar, a fin de poner el valor al abrigo del examen más severo (si se debe ver obligado a reconocer en parte la debilidad de nuestra razón), es un deber para el filósofo (aun cuando no contara para nada el de la sinceridad), de descubrir la ilusión, tan saludable como pueda ser, que pueda producir tal confusión, y distinguir lo que tiene relación con la persuasión de lo que conduce a la convicción (dos modos de adhesión que no difieren solamente en el grado, sino en la naturaleza), a fin de mostrar en toda su verdad el estado del espíritu en esta prueba, y de poderla someter libremente al examen más severo. Una prueba destinada a producir la convicción, puede ser de dos especies: o bien sirve para mostrar lo que el objeto es en , o bien lo que es para nosotros (para los hombres en general), conforme a los principios racionales que dirigen necesariamente el juicio que de él formamos (ella versa sobre la verdad o sobre el hombre; esta última expresión aplicándose en su acepción más lata a los hombres). El el primer caso se halla fundada sobre principios propios del juicio determinante; en el segundo, sobre principios propios del juicio reflexivo. En este segundo caso cuando descansa sobre principios puramente teóricos, no puede jamás tender a la convicción; mas si tiene por fundamento un principio racional práctico (que por consiguiente tiene un valor universal y necesario), puede muy bien entonces aspirar a una convicción suficiente, bajo el punto de vista puramente práctico, es decir, a una convicción moral. Una prueba tiende a la convicción, sin convencer todavía cuando es colocada bajo este aspecto, es decir, cuando no contiene más que razones objetivas, que aunque no bastan para dar la certeza, no son solamente principios subjetivos del juicio, propios para producir la persuasión.

Todas las pruebas teóricas se comprenden, o 1.º, en la prueba por un razonamiento lógicamente rigoroso, o 2.º, cuando este género de prueba no es posible, en la conclusión por analogía, o 3.º, si esto aún no puede tener lugar, en la opinión verosímil, o 4.º, en fin, lo que es el último grado, en la suposición de un principio puramente posible de explicación admitida a titulo de hipótesis. Por lo que yo digo que, desde el primero hasta el último grado, todas las pruebas en general, que tienden a la convicción teórica, no pueden producir ninguna adhesión de este género, cuando se trata de probar la proposición de la existencia de un primer ser, considerado como Dios en el sentido más lato que puede entenderse este concepto, es decir, como una causa moral del mundo, y por consiguiente, como un ser capaz de dar al mundo su objeto final.

1.º En cuanto a la prueba lógicamente rigurosa que va de lo general a lo particular, se ha demostrado suficientemente en la crítica, que como no hay intuición posible correspondiente al concepto de un ser que es necesario buscar más allá de la naturaleza, y que así este concepto mismo, en tanto que debe determinarse teóricamente por predicados sintéticos, queda siempre problemático para nosotros, no se puede tener de él ningún conocimiento (un conocimiento que ensanche nada la esfera de nuestro saber teórico), y no se puede subsumir el concepto de un ser supra-sensible, bajo los principios generales de la naturaleza de las cosas, para deducir aquel de estos, porque estos principios no tienen valor más que relativamente a la naturaleza, como objeto de los sentidos.

2.º Se puede muy bien de dos cosas heterogéneas, en el punto mismo de su heterogencidad, concebir la una por analogía129 con la otra; mas no se puede, apoyándose sobre este punto deducir la una de la otra por analogía, es decir, transportar de la una a la otra este signo de la diferencia específica. Así yo puedo concebir la sociedad de los miembros de una república fundada sobre las reglas del derecho, sirviéndome por analogía de la ley de la igualdad de la acción, o de la reacción en la atracción y en la repulsión recíproca de los cuerpos, mas yo no puedo transportar estas determinaciones específicas (la atracción y repulsión materiales) a esta sociedad, y atribuirlas a los ciudadanos para constituir un sistema que se llama Estado. Del mismo modo podemos muy bien concebir la causalidad del Ser Supremo, relativamente a las cosas del mundo, consideradas como fines de la naturaleza, por analogía con la inteligencia que sirve de principio a las formas de ciertas producciones, que llamamos obras de arte (porque no se trata en esto más que del uso teórico o práctico que nuestra facultad de conocer puede hacer de este concepto, conforme a cierto principio relativamente a las cosas de la naturaleza): mas de que entre los seres del mundo es necesario atribuir inteligencia a la causa de un efecto que juzgamos como una obra de arte, no podemos en manera alguna deducir por analogía que el ser que es enteramente distinto de la naturaleza posee en su relación con ella esta misma causalidad que percibimos en el hombre; porque tocamos aquí justamente al punto de la diferencia que concebimos entre una causa sometida a condiciones sensibles, relativamente a sus efectos, y un ser supra-sensible, conforme al concepto mismo que tenemos de este ser; y no podemos, por consiguiente, transportarle esta cualidad. Precisamente porque no podemos concebir la causalidad divina más que por analogía con un entendimiento (facultad que no conocemos más que en un ser sometido a condiciones sensibles, en el hombre), somos advertidos de que no debemos atribuirle este entendimiento propio130.

3. La opinión verosímil no tiene cabida en los juicios a priori, que nos hacen conocer algo como completamente cierto, o no nos hacen ponocer nada del todo. Mas cuando las pruebas dadas que nos sirven de punto de partida (como aquí los fines de la naturaleza) son empíricas, no se puede por su medio concebir nada más allá del mundo sensible, ni conceder a juicios que intentasen algo semejante el menor derecho a la verosimilitud. En efecto, la verosimilitud es una parte de una certeza posible en cierta serie de razones (razones que se hallan con la suficiente en la relación de las partes al todo) a las cuales se deben poder agregar de manera que completen la prueba insuficiente. Mas si estas razones deben ser homogéneas, como principios de la certeza de un solo y mismo juicio, puesto que sin esto no formarían juntamente un todo (tal como la certeza), no se puede que una parte de estas razones sea encerrada en los límites del mundo sensible, y otra más allá de toda experiencia posible. Por consiguiente, como pruebas puramente empíricas no conducen a nada supra-sensible, y nada puede llenar lo que falta bajo este respecto a la serie de este orden de pruebas, es bello intentar llegar por este medio a lo supra-sensible y a un conocimiento de esto, a lo que no nos aproximamos en nada, y por consiguiente, no puede haber verosimilitud en un juicio sobre lo supra-sensible, fundado sobre argumentos sacados de la experiencia.

4. Para que una cosa pueda servir como hipótesis a la explicación de un fenómeno dado, es necesario al menos que su posibilidad sea completamente cierta. Todo lo que yo puedo hacer en una hipótesis es renunciar al conocimiento de la realidad (la cual todavía se afirma en una opinión presentada como verosímil); yo no puedo ir más lejos. La posibilidad de lo que yo tomo por principio de explicación debe al menos hallarse fuera de duda, porque de otro modo no habría término para las vanas fantasías del espíritu. Por lo que sería una suposición destituida de todo fundamento el admitir la posibilidad de un ser supra-sensible determinado conforme a ciertos conceptos, porque ninguna de las condiciones necesarias al conocimiento, en lo que concierne a la intuición, es dada, y no queda otro criterio de esta posibilidad, que el principio de contradicción (el cual no puede probar más que la posibilidad del pensamiento y no la del objeto mismo pensado).

De todo esto resulta que, relativamente a la existencia del ser primero, concebido como Dios, o del alma concebida como espíritu inmortal, no hay para la razón humana, bajo el punto de vista teórico, prueba que merezca obtener nuestra adhesión aún en el menor grado; y esto por la simple razón de que carecemos de todo fundamento para determinar las ideas de lo supra-sensible, puesto que deberíamos tomarlo de las cosas del mundo sensible, lo que no conviene de modo alguno a semejante objeto: y que así, en la determinación de toda ausencia de este objeto, no nos queda más que el concepto de algo que no es sensible, que contiene el último principio del mundo sensible, pero que no nos da ningún conocimiento (que extienda nuestro concepto) de su naturaleza interior.




ArribaAbajo§ XC

De la especie de adhesión producida por una fe práctica


Cuando no se considera más que la manera en que una cosa puede ser para nosotros (conforme a la constitución subjetiva de nuestras facultades de representacion) objeto de conocimiento (res cognoscibilis) se aproxima entonces a los conceptos, no de los objetos, sino de nuestras facultades de conocer y del uso que estas pueden hacer de la representación dada (bajo el punto de vista teórico o práctico); y la cuestión de saber si alguna cosa es o no objeto de conocimiento, no es una cuestión que concierne a la posibilidad de las cosas mismas, sino a nuestro conocimiento de estas cosas.

Hay tres especies de objetos de conocimiento131: las cosas de opinión132 (opinabile), las cosas de hecho133 (scibile) y las cosas de fe134 (mere credibile).

1. Los objetos de puras ideas de la razón no son objetos de conocimiento, porque no hay experiencia que pueda suministrar de ellos la exhibición para el conocimiento teórico, y por consiguiente, relativamente a estos objetos, no hay opinión posible. Así, hablar de opinión a priori, es decir un absurdo, y abrir la puerta a las puras ficciones. O bien nuestra proposición a priori es cierta, o bien no contiene nada que reclame nuestra adhesión. Las cosas de opinión son, pues, siempre objetos de un conocimiento, empírico al menos pasible en sí (de los objetos del mundo sensible), pero imposible para nosotros con el grado de penetración de nuestras facultades intelectuales. Así el éter de los nuevos físicos, fluido elástico que penetra todas las demás materias (que se halla íntimamente mezclado con ellas), no es más que una cosa de opinión; mas es tal que si la penetración de los sentidos exteriores fuese llevada al más alto grado, podría ser percibido aunque ninguna observación o ninguna experiencia lo pudiese percibir. Admitir habitantes racionales en los demás planetas, es una cosa de opinión; porque si pudiésemos aproximarnos a ellos, lo que es posible en sí, decidiríamos por la experiencia si los hay o no; mas no nos aproximamos nunca bastante para esto, y la cosa queda en el estado de opinión. Mas tener la opinión135 que hay en el universo material espíritus puros, pensantes sin cuerpo, es la que se llama una ficción136. No es una cosa de opinión, sino una pura idea, la que subsiste cuando se abstrae de un ser pensante todo lo que tiene de material y se le deja el pensamiento. No podemos decidir si el pensamiento subsiste entonces (porque no lo conocemos más que en el hombre, es decir, unido con su cuerpo). Una cosa semejante es un ens rationis ratiocinantis137 y no un ens rationis ratiocinatoe138. En cuanto al concepto de esta última especie de ser, es posible establecer suficientemente, al menos para el uso práctico de la razón, la realidad objetiva, puesto que este uso, que tiene sus principios a priori particulares y apodícticamente ciertos, pide este concepto.

2. Los objetos de los conceptos cuya realidad objetiva puede probarse (sea por la razón pura, sea por la experiencia, y en el primer caso por medio de datos teóricos o prácticos, mas en todos los casos por medio de una intuición correspondiente) son cosas de hecho (res facti)139. Tales son las propiedades matemáticas de las magnitudes (en la geometría), puesto que son capaces de una exhibición a priori, por el uso teórico de la razón. Tales son también las cosas o las cualidades de las cosas que pueden ser probadas por la experiencia (nuestra propia experiencia o la de otro, por medio del testimonio). Mas lo que hay de notable es que entre las cosas de hecho se halla también una idea de la razón (a la cual ninguna exhibición puede corresponder en la intuición, y cuya posibilidad por consiguiente, no puede probarse por ninguna prueba teórica): es la idea de la libertad, cuya realidad, como realidad de una especie particular de causalidad (cuyo concepto sería trascendente bajo el punto de vista teórico), tiene su prueba en las leyes prácticas de la razón pura, y conforme a estas leyes, en las acciones reales, por consiguiente, en la experiencia. Es de todas las ideas de la razón la sola cuyo objeto es una cosa de hecho, y debe colocarse entre las scibilia.

3. Los objetos que relativamente al uso obligatorio de la razón puramente práctica, deben concebirse a priori (sea como consecuencias, sea como principios), pero que son trascendentes para el uso teórico de esta facultad, son simplemente cosas de fe, tal es, el soberano bien para realizar en el mundo por la libertad. La realidad objetiva del concepto del soberano bien no puede demostrarse en ninguna experiencia posible para nosotros, y por consiguiente, de una manera suficiente para el uso teórico de la razón; pero la razón pura práctica nos ordena perseguir este objeto, y por consiguiente, es necesario admitir su posibilidad. Este efecto ordenado así como las solas condiciones de su posibilidad que pudiésemos concebir, a saber, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, son cosas de fe (res fidei), y de todas las cosas, las únicas que pueden ser designadas de este modo140. En efecto, aunque las cosas que no podemos aprender más que por la experiencia de otro, por medio del testimonio, sean creídas, estas no son, sin embargo, cosas de fe, porque estas cosas han sido, para uno al menos, testimonio de objetos de experiencia propia, y cosas de hecho o que, al menos se suponen tales. Además debe ser posible llegar por este camino (de la creencia histórica) a la ciencia; y los objetos de la historia y la geografía, como en general todo lo que es al menos posible de saber en condiciones de nuestras facultades de conocer, no entran en las cosas de fe, sino en las cosas de hecho. No hay más que los objetos de la razón pura que pueden ser cosas de fe, pero no en tanto que objetos de la razón pura especulativa, porque es imposible en este caso colocarlos con certeza entre las cosas, es decir, entre los objetos de este conocimiento posible para nosotros. Estas son ideas, es decir, conceptos, de los cuales no se puede asegurar teóricamente la realidad objetiva. Al contrario, el objeto final supremo que debemos perseguir y que sólo puede hacernos dignos de ser nosotros mismos el objeto final de la creación, es una idea que tiene para nosotros realidad objetiva bajo el punto de vista práctico, y es una cosa; mas como no podemos atribuir esta realidad a este concepto bajo el punto de vista teórico, esto no es más que una cosa de fe para la razón pura. Sucede lo mismo con Dios o con la inmortalidad, o con las condiciones que nos permiten, conforme a la naturaleza de nuestra (humana) razón, concebir la posibilidad de este efecto del uso legítimo de nuestra libertad. Mas la adhesión en las cosas de fe es una adhesión bajo el punto de vista práctico puro, es decir, una fe moral, que no prueba nada por el conocimiento de la razón pura especulativa, sino que no se reduce más que a la razón pura práctica, relativamente al cumplimiento de sus deberes y que no extiende la especulación o las reglas prácticas de la prudencia, fundadas sobre el principio del amor de sí mismo. Si el principio supremo de todas las leyes morales es un postulado, la posibilidad de un objeto supremo, y por consiguiente también las condiciones que por sí solas nos permiten concebir esta posibilidad se hallan pedidas por sí misma. Luego el conocimiento de esta posibilidad no nos da, en tanto que conocimiento teórico, ni saber ni opinión relativamente a la existencia y a la naturaleza de estas condiciones; esto no es más que una suposición141 admitida bajo el punto de vista práctico y necesario de nuestra razón considerada en su uso moral.

Aun cuando pudiésemos fundar, con alguna verosimilitud, sobre los fines de la naturaleza que nos suministran tan abundantemente la teleología física, un concepto determinado de una causa inteligente del mundo, la existencia de este ser no sería todavía una cosa de fe. Porque como no la admitiríamos en favor del cumplimiento de nuestro deber, sino solamente para explicar la naturaleza, esto sería simplemente la opinión o la hipótesis más conforme a nuestra razón. Mas esta teleología no nos conduce en manera alguna a un concepto determinado de Dios; al contrario no se puede hallar este concepto más que en el de una causa moral del mundo, porque sólo este nos suministra el objeto final, al cual no podemos ligarnos más que conduciéndonos conforme a lo que nos prescribe la ley moral como objeto final, por consiguiente a los deberes que ella nos impone. Así no es más que de su relación con el objeto de nuestros deberes como el concepto de Dios, concebido como la condición de la posibilidad de alcanzar el objeto final de estos deberes, saca la ventaja de obtener nuestra adhesión, como cosa de fe; mas este mismo concepto no puede dar a su objeto el valor de una cosa de fe; porque si la necesidad del deber es bien clara para la razón práctica, sin embargo, la existencia del objeto final de este deber, en tanto que no se halla por completo en nuestro poder, no puede admitirse más que relativamente al uso práctico de la razón, y por consiguiente, no es prácticamente necesaria como el deber mismo142.

La fe (como hábito, no como acto) es un estado moral de la razón en la adhesión que concede a las cosas inaccesibles al conocimiento teórico. Es, pues, este principio constante del espíritu, de tener por verdadero lo que es necesario suponer como condición de la posibilidad del objeto final que la moral143 nos obliga a perseguir, aunque no pueda percibir ni la posibilidad ni la imposibilidad de este objeto final. La fe (en el sentido natural de la palabra) es la confianza que tenemos de conseguir un objeto, que es obligatorio el perseguir, pero cuya posibilidad no podemos percibir (así como la de las solas condiciones que podríamos concebir). Así la fe que se refiere a objetos particulares que no son objetos de ciencia o de opinión posible (en este último caso, principalmente en materia de historia, sería necesario llamarla credulidad y no fe), es por completo moral. Es una libre adhesión, no a cosas de las que se puede hallar pruebas dogmáticas para el juicio teórico determinante, ni a cosas a las cuales nos creemos obligados, sino a cosas que admitimos en favor de un objeto que nos proponemos conforme a las leyes de la libertad, y no las admitimos como cosas de opinión, sin principio suficiente, sino como teniendo su fundamento en la razón (pero solamente con respecto a su uso práctico) de un modo suficiente para el objeto de esta facultad. Porque sin esto, nuestras ideas; morales, no pudiendo satisfacer las exigencias de la razón especulativa que exige una prueba (de la posibilidad del objeto de la moralidad), no tienen nada de fijas, sino que vacilan entre las órdenes prácticas y la duda teórica. Ser incrédulo144 significa adherirse a la máxima de que no se debe creer en general en el testimonio; pero falto de fe145 es, el que, porque no encuentra fundamento teórico para la realidad de estas ideas racionales, les niega todo valor; juzga así dogmáticamente. Mas una falta de fe146 dogmática no se puede hallar en un espíritu en que dominan las máximas morales (porque la razón no puede ordenar el inclinarse a un objeto mirado como quimérico); no se puede suponer más que una fe dudosa147, que no ve en la ausencia de una convicción fundada sobre pruebas de la razón más que un obstáculo, al cual una mirada crítica de los límites de esta facultad puede quitar toda influencia sobre la conducta, concediendo en compensación el predominio a una adhesión práctica.

***

Cuando para poner fin a ciertas tentativas inútiles, se quiere introducir en la filosofía otro principio y darle influencia, se halla una gran satisfacción al ver cómo y por qué estas tentativas debían fracasar.

Dios, la libertad y la inmortalidad del alma son problemas a cuya solución tienden, como a su único y último fin, todos los trabajos de la metafísica. Por lo que se ha creído que el dogma de la libertad no era necesario más que como condición negativa para la filosofía práctica; pero que, por el contrario, los de la existencia de Dios y de la naturaleza del alma, perteneciendo a la filosofía teórica, deben demostrarse por sí mismos y por hallarse después ligados a lo que exige la ley moral (la cual no es posible más que bajo la condición de la libertad) y constituir así una religión. Mas es fácil comprender que estas tentativas debían fracasar. En efecto, de simples conceptos ontológicos de cosas en general, o de la existencia de un ser necesario, no se puede sacar un concepto de un primer ser determinado por predicados que puedan ser dados en la experiencia y servir de este modo para el conocimiento; y aquel que se apoyara sobre la experiencia de la finalidad física de la naturaleza, no podría administrar una prueba suficiente para la moral, y por consiguiente, para el conocimiento de Dios. Del mismo modo, el conocimiento obtenemos del alma por la experiencia (a la cual nos hallamos limitados en esta vida) no puede darnos un concepto de una naturaleza espiritual, inmortal, y, por consiguiente, un concepto que baste a la moral. La teología y la pneumatología, como problemas de la razón especulativa, no pueden resaltar de datos y de predicados empíricos, puesto que su concepto es trascendente para toda nuestra facultad de conocer. Los dos conceptos de Dios y del alma (relativamente a su inmortalidad) no se pueden determinar más que por predicados, que aunque no sean posibles más que por un principio supra-sensible, deben, sin embargo, probar su realidad en la experiencia, porque así es solamente como es posible el conocimiento de un ser todo supra-sensible. Luego el solo concepto de esta especie que le puede hallar en la razón humana es el de la libertad del hombre sometida a leyes morales, así como al objeto final que la razón le prescribe por medio de estas leyes; y estas leyes y este objeto final sirven para atribuir las primeras a Dios, y el segundo al hombre, atributos que contienen la posibilidad de estas dos cosas, de suerte que de esta idea no se puede deducir la existencia y la naturaleza de estos seres, por otra parte, ocultos para nosotros.

Así la causa de la inutilidad de los ensayos intentados por el procedimiento teórico para demostración de Dios y la inmortalidad, vienen de que ningún conocimiento de lo supra-sensible es posible por este camino (de los conceptos de la naturaleza). Si, por el contrario, somos más felices por la vía moral (la de concepto de la libertad), es que aquí lo supra-sensible que sirve de principio (la libertad), no suministra solamente por medio de la ley determinada de la causalidad que deriva de él la ocasión del conocimiento de un otro supra-sensible (el objeto final moral y las condiciones de su posibilidad), sino que prueba también, como cosa de hecho, su realidad en acciones, aunque no pueda suministrar más que una prueba admisible únicamente bajo el punto de vista práctico (la sola de que la religión necesita).

Hay aquí algo muy notable. Entre las tres ideas de la razón pura, Dios, la libertad y la inmortalidad, la de la libertad es el solo concepto de lo supra-sensible que prueba su realidad objetiva en la naturaleza (por medio de la causalidad que en él se concibe) por el efecto que puede haber sen ella, y es precisamente por esto como viene a ser posible el enlace de las otras dos con la naturaleza, y de todas tres juntas con una religión. Nosotros hallamos de este modo un principio capaz de determinar la idea de lo supra-sensible fuera de nosotros, de manera que nos dé un conocimiento, aunque este conocimiento no sea posible más que bajo el punto de vista práctico, y que este mismo principio pueda ponerse en duda por la filosofía puramente especulativa (que también podría dar de la libertad un concepto puramente negativo). Por consiguiente, el concepto de la libertad (como concepto fundamental de las leyes prácticas incondicionales) puede extender la razón más allá de los límites en los cuales el concepto (teórico) de la naturaleza la tendría siempre encerrada sin esperanza.

***

OBSERVACIÓN GENERAL SOBRE LA TELEOLOGÍA

Si se pregunta qué puesto debe concederse, entre las demás pruebas de la filosofía, al argumento moral que no prueba la existencia de Dios más que como una cosa de fe por la razón pura práctica, se reconocerá ciertamente el alcance de estas pruebas, y se verá que no hay aquí que elegir, sino que la filosofía en presencia de una crítica imparcial, debe desechar todas sus pretensiones teóricas.

Toda adhesión del espíritu, si no carece por completo de fundamento, debe fundarse desde luego sobre una cosa de hecho, y no puede existir otra diferencia en la prueba, sino que la adhesión a la consecuencia que deriva de la cosa de hecho, pueda fundarse sobre esta cosa a título de saber148, por el conocimiento teórico, o solamente a título de fe por la razón práctica. Todas las cosas de hecho se refieren, o bien al concepto de la naturaleza, el cual prueba su realidad en los objetos sensibles, dados (o pudiendo ser dados) antes de todos los conceptos de la naturaleza, o bien al concepto de la libertad, que prueba suficientemente su realidad por la causalidad de la razón con referencia a ciertos efectos que esta facultad hace posibles en el mundo sensible y que pide de una manera indispensable en la ley moral. Por lo que, o bien el concepto de la naturaleza (que no pertenece más que al conocimiento teórico), es metafísico y completamente a priori, o bien es físico, es decir, a posteriori, y no puede absolutamente ser concebido más que por medio de una experiencia determinada. El concepto metafísico de la naturaleza (que no supone ninguna experiencia determinada) es, pues, ontológico.

El argumento ontológico de la existencia de Dios por el concepto de un ser primero es doble: él deriva o bien de predicados ontológicos, que por sí solos nos permiten concebir este ser como completamente determinado, la existencia absolutamente necesaria, o bien de la necesidad absoluta de la existencia de alguna cosa, cualquiera que sea, los predicados del primer ser. En efecto, al concepto de un primer ser pertenecen, para que este ser no sea por sí mismo derivado, la absoluta necesidad de su existencia, y (para que se pueda concebirla) la determinación absoluta de este ser por un concepto, Dos condiciones que no se creía hallar más que en el concepto de la idea ontológica de un ser soberanamente real149, y así se formaron dos pruebas metafísicas.

La prueba que se apoya sobre un concepto puramente metafísico de la naturaleza (y que se llama particularmente prueba ontológica) deriva del concepto del ser soberanamente real su existencia absolutamente necesaria; porque (se dice), si no existiera, le faltaría una realidad, a saber, la existencia. La otra prueba (que se llama también prueba metafísica-cosmológica) deriva de la necesidad de la existencia de alguna cosa (como lo que debe ser necesariamente concebido, cuando una existencia no es dada en la conciencia de mí mismo), la determinación absoluta de este ser, como ser soberanamente real; porque todo lo que existe debe ser enteramente determinado, mas lo que es absolutamente necesario (es decir, lo que debemos reconocer como tal, por consiguiente, a priori) debe ser enteramente determinado por un concepto, condición que puede llevar sólo el concepto de un ser soberanamente real. No es necesario descubrir aquí lo que hay de sofístico en estas conclusiones; ya lo hemos hecho en otra parte; notaremos solamente que si se puede defender esta especie de pruebas a fuerza de sutileza dialéctica, no se puede jamás hacerlas pasar de la escuela al mundo, y darles la menor influencia sobre el sentido común.

La prueba fundada sobre un concepto de la naturaleza, que no puede ser más que empírica, pero que, sin embargo, debe conducir más allá de los límites de la naturaleza, o del conjunto de objetos de los sentidos, no puede ser más que la de los fines de la naturaleza. El concepto de estos fines no puede ser dado a priori, sino solamente por la experiencia, y sin embargo, promete un concepto de la causa primera de la naturaleza, que entre todos los que podemos concebir conviene sólo a lo supra-sensible, a saber, el concepto de una profunda inteligencia como causa del mundo; y tiene en efecto su promesa, siguiendo los principios del juicio reflexivo, es decir, en virtud de la constitución de nuestra (humana) facultad de conocer. Mas si este argumento puede sacar de los mismos datos este concepto de una inteligencia suprema, es decir, independiente, que es el de Dios, es decir, del autor de un mundo sometido a leyes morales, y por consiguiente un concepto suficientemente determinado por la idea de un objeto final de la existencia del mundo, es esta una cuestión de la que depende todo, sea que deseemos tener un concepto del ser primero que baste teóricamente, al uso de todo el conocimiento de la naturaleza, sea que busquemos un concepto práctico para la religión.

El argumento que se saca de la teleología física es digno de respeto. Convence al sentido común como al pensador más sutil, y Reimar ha adquirido un honor inmortal por esta obra, que no se ha presentado todavía otra mejor, en donde desenvuelve abundantemente esta prueba, con la solidez y la claridad que le son propias. Mas ¿de dónde saca este argumento una tan poderosa influencia sobre el espíritu, y se trata aquí de una adhesión tranquila, libre, y que no funda sus juicios más que sobre la fría razón (porque se podría referir a la persuasión la emoción y la elevación que dan al espíritu las maravillas de la naturaleza)? Estos no son fines físicos, que todos indican en la causa del mundo una inteligencia impenetrable; son insuficientes, porque no responden a las imperiosas cuestiones de la razón. En efecto (pregunta la razón), ¿por qué estas cosas de la naturaleza hechas con tanto arte; por qué el hombre mismo en el cual debemos detenernos como en el último fin de la naturaleza que podríamos concebir; por qué la naturaleza toda entera, y cuál es el objeto final de un arte tan grande y tan vario? Si se responde que todo esto existe para nuestro placer o para ser contemplado y admirado por nosotros (la admiración cuando uno se detiene, no es otra cosa que un goce de una especie particular), y que en esto consiste el objeto final para el cual el mundo y el hombre mismo han sido creados, la razón no sabría contentarse con esta respuesta; porque por ella el valor personal que el hombre puede darse a sí mismo es una condición sin la cual su existencia no puede ser objeto final. Sin este valor (que sólo puede suministrar un concepto determinado), los fines de la naturaleza no podrían responder a nuestras cuestiones, principalmente porque ellas no pueden darnos un concepto determinado de un Ser Supremo que baste a todo (y que por consiguiente sea único y merezca por esto el nombre de supremo) y de las leyes conforme a los cuales su inteligencia es la causa del mundo.

Si, pues, la prueba físico-teleológica convence el espíritu como si fuese realmente teológica, esto no es más que para que las ideas de los fines de la naturaleza puedan servir como otras tantas pruebas empíricas para probar una suprema inteligencia; mas es que la prueba moral oculta en el hombre y el ejerciendo sobre él una influencia secreta, se mezcla imperceptiblemente en la conclusión por la cual atribuye un objeto final, encaminándose a la sabiduría, al ser que se manifiesta por un arte, tan impenetrable en los fines de la naturaleza (aunque la percepción de la naturaleza no lo autorice), y llena de este modo arbitrariamente los vacíos de esta prueba. No hay, pues, en realidad, más que la prueba moral que produzca la convicción, y aún no la produce más que bajo el aspecto moral, al cual cada uno se adhiere interiormente. En cuanto al argumento físico-teleológico, tiene otro mérito que el de dirigir el espíritu en la contemplación del mundo de parte de los fines, y por tanto, hacia una causa inteligente del mundo; más la relación moral de esta causa con los fines y la idea de un legislador y de un autor moral del mundo, como concepto teológico, parecen salir naturalmente de esta prueba, aunque esto sea una pura adición.

Se puede obtener esto también por medio de una exposición ordinaria. En efecto, el sentido común tiene muchas veces gran trabajo para distinguir y separar los diversos principios que confunde más, de los que uno solo le suministra legítimamente su conclusión, porque esta separación reclama mucha reflexión. Mas la prueba moral de la existencia de Dios no se limita a completar la prueba físico-teleológica para hacerla perfecta; ella es por sí misma una prueba particular que restituye la convicción que la otra no da. Esta no puede tener, en efecto, otra misión que elevar la razón, en su juicio sobre el principio de la naturaleza y sobre el orden contingente, pero admirable, que la experiencia sola puede mostrarnos, hacia una causa cuya causalidad tiene su principio en los fines (causa que debemos concebir como inteligente conforme a la naturaleza de nuestra facultad de conocer), y llamando su atención sobre esta causa, hacerla por esto mismo más capaz de la prueba moral. Porque lo que exige este último concepto es tan esencialmente diferente de todo lo que pueden contener y aprender los conceptos de la naturaleza, que se necesita una prueba particular y completamente independiente de la otra, para dar a la teología un concepto suficientemente establecido del Ser supremo y derivar su existencia. La prueba moral (que ciertamente no prueba la existencia de Dios más que bajo el aspecto práctico, pero necesario, de la razón) conservaría todavía toda su fuerza, aun cuando no se hallara en el mundo o que no se hallara más que de una manera equívoca la materia de una teleología física. Se pueden concebir seres racionales rodeados de una naturaleza que no ofrecería ninguna verdad evidente de organización, y que no presentaría, no obstante, más que los efectos de un puro mecanismo de la materia; estos efectos y ciertas formas o ciertas relaciones en las cuales podrían hallar una finalidad puramente accidental, no los conducirían a una causa inteligente, y no hallarían ocasión de fundar una teleología física; mas la razón, que no podría recibir aquí ninguna dirección de los conceptos de la naturaleza, hallaría todavía, en el concepto de la libertad y en las ideas morales que en él se fundan, un motivo prácticamente suficiente de pedir, mas solamente por lo que se refiere al orden irrecusable de la razón práctica, el concepto del Ser Supremo, conforme a este concepto y a estas ideas, es decir, como un verdadero concepto de Dios, y de pedir también la naturaleza (aun nuestra propia existencia) como un objeto final fundado sobre las leyes morales. Mas como el mundo real ofrece a los seres racionales que encierra, una abundante materia para la teleología física (lo que no sería por otra parte necesario), el argumento moral halla aquí la confirmación que puede desear, en el sentido de que la naturaleza puede presentar algo análogo a las ideas (morales) de la razón. El concepto de una causa suprema inteligente (concepto que está muy lejos de bastar a la teología) recibe efectivamente por esto una realidad suficiente para el juicio reflexivo; mas no es necesario para fundar la prueba moral, y esta prueba no sirve para completar y elevar al rango de una prueba el concepto que por sí mismo no contiene nada tocante a la moralidad, desenvolviéndolo conforme al mismo principio. Dos principios también heterogéneos, que la naturaleza y la libertad no pueden dar más que dos pruebas diferentes, y toda tentativa para sacar este de aquella es insuficiente relativamente a lo que debe probar.

Sería muy satisfactorio para la razón especulativa que la teleología física pudiese dar la prueba que se pide, porque tendríamos la esperanza de fundar una teosofía (se llamaría así este conocimiento teórico de la naturaleza divina o de su existencia que bastara para la explicación de la constitución del mundo, y al mismo tiempo para la determinación de las leyes morales). Del mismo modo si la psicología pudiera suministrarnos el conocimiento de la inmortalidad del alma, daría lugar a la pneumatología, que sería muy agradable a la razón especulativa. Mas por vano que esto pueda ser para nuestra presuntuosa curiosidad, ni la una ni la otra llenan el deseo que experimenta la razón de poseer una teoría fundada sobre la naturaleza de las cosas. Mas la primera en tanto que teología, y la segunda en tanto que antropología, no alcanzan mejor su objeto, tomando por fundamento el principio moral, es decir, el principio de la libertad, y, por consiguiente, conformándose al uso práctico de la razón; es una cuestión que no es necesario perseguir aquí por más tiempo.

La prueba físico-teleológica no basta a la teología, porque ella no le da ni puede darle un concepto suficientemente determinado del Ser Supremo; porque es necesario llevar este concepto a otro origen, o suplir lo que falta a esta prueba con una adición arbitraria. Vosotros deduciréis de la gran finalidad de las formas de la naturaleza y de sus relaciones recíprocas a una causa inteligente del mundo; mas ¿cuál es el grado de esta inteligencia? Sin ninguna duda vosotros no os podréis lisonjear de llegar por aquí a la inteligencia más alta posible, porque deberíais reconocer entonces que no se puede concebir una inteligencia mayor que aquella de que halláis pruebas en el mundo, y sería atribuiros la omnisciencia. Del mismo modo deduciríais de la magnitud del mundo un grande poder en su autor; mas convendréis que esto no tiene sentido más que relativamente a vuestra facultad de comprender, y como no conocéis lo posible para compararlo con la magnitud del mundo que conocéis, no podréis con tan pequeña medida llegar a la omnipotencia de la causa primera. No obtenéis, pues, por esto un concepto del Ser Supremo que sea determinado y baste a la teología, porque no podéis hallar este concepto más que en el de la totalidad de perfecciones compatibles con una inteligencia en que los datos puramente empíricos no pueden serviros de ningún auxilio. Por lo que, sin este concepto determinado, no podéis deducir una causa inteligente única, sino solamente suponerla (para cualquier uso que esto sea). Se puede sin duda (como la razón no tiene nada que pueda oponer con justo título) permitiros añadir arbitrariamente que cuando se halla tanta perfección, se puede muy bien admitir toda perfección reunida a una causa del mundo, puesto que la razón se acomoda mejor teórica y prácticamente a un principio tan determinado. Mas no podéis, sin embargo, dar este concepto del Ser supremo como probado para vosotros, puesto que no lo habéis admitido más que para que esto sea más cómodo para vuestra razón. No os lamentéis, pues; no vayáis inútilmente contra la pretensión audaz de los que ponen en duda la solidez de vuestros razonamientos; esto sería una vana jactancia, que haría creer que pretendéis disimular la debilidad de vuestro argumento, queriendo convertir una duda libremente expresada sobre el valor de este argumento en una duda impía sobre la santa verdad.

La teleología moral, por el contrario, que no tiene un fundamento menos sólido que la teleología física, pero que tiene la ventaja de descansar a priori sobre principios inseparables de nuestra razón, suministra lo que es necesario al establecimiento de una teología, es decir, un concepto determinado de la causa suprema, concebida como causa del mundo según leyes morales, y, por consiguiente, como una causa que satisface a nuestro objeto final moral, lo que no supone nada menos que la omnisciencia, la omnipotencia, la omnipresencia, etc., todos atributos que debemos concebir ligados y adecuados al objeto final moral que es infinito; y así es solamente como se puede obtener el concepto de una causa única del mundo, tal como lo exige toda teología.

De esta manera, también la teología conduce inmediatamente a la religión, es, decir, al conocimiento de nuestros deberes como órdenes divinas, puesto que el conocimiento de nuestro deber y del objeto final que la razón nos propone para ello, puede producir un concepto determinado de Dios, y puesto que este concepto se halla así por su mismo origen inseparable de la obligación para con este ser. Al contrario, aun cuando se pudiera llegar por un procedimiento puramente teórico a un concepto determinado del Ser Supremo (es decir, del Ser Supremo concebido simplemente como causa de la naturaleza), sería todavía muy difícil, aun quizá imposible, sin tener medios para una adición arbitraria, el atribuir a este Ser, por medio de pruebas sólidas, una causalidad regulada sobre leyes morales; y sin esto, no obstante, este pretendido concepto teológico no puede dar un concepto a la religión. Y aun cuando se pudiera llegar a una religión por esta vía teórica, sería por el sentimiento que ella inspiraría (y que es en esto lo esencial), bien diferente de aquella en la cual el concepto de Dios y la convicción (práctica) de su existencia derivan de las ideas fundamentales de la moralidad. En efecto, si supusiéramos primero la omnipotencia, la omnisciencia y los demás atributos del Autor del mundo, como conceptos sacados de otra parte, para aplicar después nuestros conceptos de los deberes a nuestra relación con este ser, estos conceptos tomarían el color de la inocencia o de una sumisión forzada; al contrario, si la ley moral, por el libre respeto que nos inspira y conforme al precepto de nuestra propia razón, nos propone el objeto final de nuestro destino, admitiríamos entre nuestras ideas morales una causa que se conformara con este objeto y pudiese hacerlo posible, y llenos de un verdadero respeto por esta causa, sentimiento que es necesario distinguir bien del temor físico, nos someteríamos a ella voluntariamente150.

Si se pregunta qué nos importa tener una teología en general, es claro que no es necesaria para la extensión o a la rectificación de nuestro conocimiento de la naturaleza, y en general para cualquiera teoría, sino solamente para la religión, es decir, para el uso práctico, especialmente para el uso moral de la razón, bajo el punto de vista subjetivo. Si, pues, se halla que el solo argumento capaz de conducir a un concepto determinado del objeto de la teología es el argumento moral, y si se concede que este argumento no demuestra suficientemente la existencia de Dios más que relativamente a nuestro destino moral, es decir, bajo el punto de vista práctico, y que la especulación queda aquí por completo extraña y no aumenta la menor cosa del mundo la extensión de su dominio, no solamente no nos deberá admirar, sino que no se podrá hallar la adhesión que reclama este género de prueba insuficiente. En cuanto a la pretendida contradicción que se podría hallar entre lo que afirmamos aquí de la posibilidad de una teología, y lo que diría de las categorías la crítica de la razón especulativa, a saber, que ellas no pueden producir un conocimiento más que aplicándose a los objetos sensibles y no a lo supra-sensible, basta para disiparla notar, que las categorías aplicadas aquí a un conocimiento de Dios, no lo son bajo el punto de vista teórico (de manera que determinen lo que es en sí su impenetrable naturaleza), sino solamente bajo el punto de vista práctico. Puesto que yo hallo la ocasión para poner fin a toda falsa interpretación de esta doctrina de la crítica, que es tan necesaria, y que con gran disgusto de los ciegos dogmáticos reduce la razón a sus límites, añadiré aquí la aclaración siguiente:

Cuando yo atribuyo a un cuerpo la fuerza motriz, y por consiguiente, lo concibo por medio de la categoría de la causalidad, yo lo conozco por esto mismo, es decir, determino el concepto de este cuerpo como objeto en general, por lo que en sí (como condición de la posibilidad de esta relación) conviene a este cuerpo como objeto de los sentidos. En efecto, como la fuerza motriz que yo le atribuyo es una fuerza de repulsión, le es necesario (aunque yo no coloque al lado de él otro cuerpo sobre el cual se ejerza esta fuerza) un lugar en el espacio, y una extensión, es decir, que ocupe cierta porción en aquel; además ocupa esta porción del espacio por las fuerzas repulsivas de sus partes; y, en fin, él no tiene ley según la cual lo ocupe (es decir, que la fuerza repulsiva de las partes debe decrecer en la misma proporción en que crece la extensión del cuerpo, y el espacio que llena con estas partes por medio de esta fuerza). Al contrario, cuando yo concibo un ser supra-sensible como el primer motor, y por consiguiente, por medio de la categoría de la causalidad aplicada a esta determinación del mundo (el movimiento de la materia), yo no lo he de concebir en cualquier lugar del espacio ni como extenso; yo no he de concebirlo ni aun como existente en el tiempo, ni como existente con otro. Yo no poseo, pues, ninguna de las determinaciones que podrían hacerme comprender la condición de la posibilidad de la producción del movimiento para este ser como principio. Por consiguiente, yo no lo conozco, en manera alguna en sí por el predicado de la causa (como primer motor), sino que yo no tengo más que la representación de una cierta cosa que contiene el principio de los movimientos en el mundo, y la relación de estos movimientos a este ser, como a su causa, no suministrándome por otra parte nada que sea propio para la naturaleza de la cosa que es causa, deja por completo vacío el concepto de esta causa. La razón de esto es, que con predicados que no hallan su objeto más que en el mundo, puedo muy bien llegar hasta la existencia de algo que contenga el principio de este mundo, mas no basta la determinación del concepto de este ser, en tanto que ser supra-sensible, porque este concepto rechaza todos estos predicados. Así pues, la categoría de la causalidad, determinada por el concepto de un primer motor, no me enseña en manera alguna lo que es Dios; mas quizá sería yo más afortunado, si buscase en el orden del mundo un medio, no solamente de concebir su causalidad como la de una inteligencia suprema, sino el conocerla por la determinación de este concepto, puesto que la embarazosa condición del espacio y el tiempo aquí ya desaparece. Sin duda la gran finalidad que hallamos en el mundo nos obliga a concebir una causa suprema para esta finalidad, y su causalidad como la de una inteligencia; mas no tenemos el derecho por esto de atribuirle esta inteligencia (como, por ejemplo, podemos concebir la eternidad de Dios o su existencia en todos los tiempos, puesto que no podemos, por otra parte, formamos ningún concepto de la pura existencia en tanto que magnitud, es decir, en tanto que duración, o como podemos concebir la omnipresencia divina o la existencia de Dios en todas partes, para explicarnos su presencia inmediata en cosas exteriores las unas a las otras, sin que, no obstante, podamos atribuir ninguna de estas determinaciones a Dios como algo que nos sea conocido en sí). Cuando yo determino la causalidad del hombre, relativamente a ciertas producciones que no son explicables más que por una finalidad intencional, y concibiéndola como una inteligencia de este ser, no hay razón para que yo me reduzca a esto, pues que yo puedo atribuirle este predicado como una propiedad muy conocida, y conocerle de este modo. Porque yo sé que las intuiciones son dadas a los sentidos del hombre, y son subsumidas por su entendimiento bajo un concepto, y por esto bajo una regla; que este concepto no contiene más que un signo general (abstracción hecha de lo particular) y así es discursivo; que las reglas de que se sirve para subsumir intuiciones dadas bajo una conciencia en general, son suministradas por este entendimiento anteriormente a estas intuiciones, etc.; yo atribuyo, pues, la inteligencia al hombre, como una propiedad por la cual le conozco. Mas si es permitido, y aun inevitable, relativamente a cierto uso de la razón, concebir un ser supra-sensible (Dios) como inteligencia, no es permitido atribuírle esta inteligencia, y lisonjearse de poderle conocer por esto como por uno de sus atributos; porque es necesario descartar aquí todas estas condiciones, bajo las cuales solamente yo conozco un entendimiento. Yo no puedo transportar a un objeto supra-sensible el predicado que no sirve más que para la determinación del hombre, y por consiguiente, yo no puedo conocer por una causalidad así determinada lo que es Dios. Lo mismo sucede con todas las categorías que no tienen sentido para el conocimiento, bajo el punto de vista teórico, cuando no son aplicadas a objetos de experiencia posible. Mas, bajo otro punto de vista, yo puedo y debo concebir aun un ser suprasensible por analogía con un entendimiento, sin pretender conocerlo teóricamente por esto; es cuando esta determinación de su causalidad concierne a un efecto en el mundo que contiene un objeto moralmente necesario, pero imposible para seres sensibles. Porque entonces se puede fundar sobre propiedades y determinaciones de su causalidad concebidas en él simplemente por analogía, un conocimiento de Dios y de su existencia (una teología) que bajo el punto de vista práctico, pero solo bajo este punto de vista (moral) tiene toda la realidad necesaria. Hay, pues, una teología moral posible, porque si la moral puede exceder a la teología en cuanto a sus reglas, no puede en cuanto al objeto final que proponen estas mismas reglas, a menos que no se renuncie a toda aplicación de la razón a la teología. Mas una moral teológica (de la razón pura) es imposible, porque las leyes que la razón no da por sí misma originariamente, y cuya ejecución no ordena en tanto que facultad pura práctica, no pueden ser morales. Del mismo modo, una física teológica no sería nada, porque no propondría leyes físicas, sino mandatos de una suprema voluntad, mientras que una teología física (propiamente físico-teleológica) puede al menos servir de propedéntica a la verdadera teología, sin poderla fundar sobre sus propias pruebas, despertando por la consideración de los fines de la naturaleza, de que ofrece una rica materia, la idea de un objeto final que la naturaleza no puede establecer, y por consiguiente, excitando la necesidad de una teología que determine el concepto de Dios de una manera suficiente para el uso práctico supremo de la razón.

FIN DE LA CRÍTICA DEL JUICIO