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ArribaAbajoJoaquín Murrieta

En los escabrosos montículos de Oleta, en la jurisdicción de lo que hoy se llama condado de Amador, a las cinco leguas del caudaloso río de Sacramento, se levantaba en 1850 humilde choza, habitada por una familia mexicana que había emigrado a California procedente de Sonora. La familia consistía en Joaquín Murrieta, joven de veintidós años de edad, de su madre Juanita y de su hermana Dorotea, de quince abriles. De mediana estatura, ojos vivos y relampagueantes, color moreno y expresión inquieta y alerta, Joaquín era, lo que nosotros llamamos personalidad simpática, así para las mujeres como para los hombres. En Sonora había sido vaquero, y por eso como jinete no había quien le igualara.

Atraído por el descubrimiento del oro en la Alta California, emigró para acá con todo y familia, formando parte de las densas caravanas que audazmente cruzaran los desolados arenales de Arizona, infestados de apaches y de comanches. Y siempre sonriente, con la carabina al través del fuste, logró llegar a su incierto destino, pasando las aguas del Sacramento, en canoa, sentando sus lares y penantes en los montículos adyacentes a los minerales de El Dorado, donde hordas de gambusinos merodeaban en busca de oro.

Al principio, el joven sonorense subsistió de la caza y de la pesca; mas un día descubrió una veta de oro, la denunció y se puso a trabajarla. Mas no le duró mucho la bonanza, pues al saberlo, un grupo de gambusinos de Missouri se posesionó del mineral, atando y azotando a Joaquín, por el solo hecho de ser mexicano. Su hermana Dorotea acudió a desatarle, conduciéndole sangrando al mísero hogar.

Desde entonces, la faz alegre de Joaquín endureció, y de festivo, tornose su carácter en taciturno y sombrío, gustoso de la soledad y el silencio. En ocasiones, tendido bajo la fronda de secular encina, oía el vocerío de las chusmas que al pasar cantaban:


Eres arenita de oro,
Te lleva el río,
Te va llevando
¡Muy lejos de mí!

Y luego la algazara de los gringos:


The days of old,
The days of gold,
The days of 49!

Mas un día en que Joaquín volvió a su quieta morada, su madre Juanita salió a encontrarle, enclavijando las callosas manos y llorando a mares. Dorotea, la encantadora y virginal hermana que él cuidaba como las niñas de sus ojos, había sido violada brutalmente por media docena de aventureros y gambusinos, capitaneados por un ex presidiario irlandés llamado Pat King, escapado de los calabozos de Australia. La muchacha deliraba, y esa misma noche entregó su alma al Creador, siendo sepultada a la sombra de un pino solitario, que aún hoy día yergue en las nubes su verdinegro penacho, escueto a la par que majestuoso. Y cercana a su tronco, levántase una crucecita de piedra, medio perdida en el bellotal y la hojarasca. Es ahí donde descansa Dorotea Murrieta, y arrodillado en la húmeda tierra, ¡Joaquín juró vengar a su desdichada hermana!



Desde esa fecha, para él luctuosa, piérdese en las brumas de un doloroso y trágico pasado el Joaquín del guitarreo y los fandangos, renaciendo el Joaquín de las diabólicas venganzas, lo mismo que por su inaudito valor, que hubo de esculpir su nombre en los anales de la inmortalidad, evocándose aún hoy mismo, con estremecimientos de pavura.

Al salir de Amador, Murrieta descendió por las márgenes del anchuroso Sacramento, torciendo luego para Solano, y pernoctando en Elmira, donde había una ranchería de mexicanos, dio a conocer sus propósitos a un cuatrero y abigeo llamado Jaime Rivera, conocido más tarde en las crónicas rojizas de California con el apodo de Three Fingers Jack, lugarteniente de Joaquín. Y ambos, jinetes en los mejores caballos de la región, fuéronse en busca de Pat King y el grupo de rufianes que habían consumado el estupro de la infeliz Dorotea.

Veinticuatro horas después y al anochecer, Joaquín y Jack ataron sus cabalgaduras en un espeso matorral, y adelantándose cautelosamente hacia una fogata, en la cual preparaban la cena unos mineros, los bandidos, apuntando las carabinas, ordenaron a éstos que se rindieran; y mientras que aquél los maniataba uno por uno, Tres Dedos los tenía a merced de sus armas.

Y de las penumbrosidades tronó la voz de Joaquín diciendo:

-¿Quién de ustedes es Pat King?

-¡Yo ser! -respondió el irlandés, no sin cierto orgullo, pues que gozaba fama de matón.

Murrieta se estremeció perceptiblemente, y adelantándose, ya ciego de furor, exclamó, dándole un puntapié:

-¡Ah!, ¿eres tú, perro? Por haber deshonrado a mi hermana, voy a darte la muerte. ¡No una muerte, pero mil muertes! ¡Ya lo verás, ya verás de lo que es capaz Joaquín Murrieta!

Y entre él y Tres Dedos, procedieron a la mutilación de King, cortándole por donde más había pecado. Luego le amputaron la lengua, y después de sacarle los ojos, suspendiéronle de brazos y pies en las llamas, que lamían alborozadas las espaldas de la víctima, cuyos lamentos y blasfemias rasgaban el aire tibio de la sosegada noche. Cuando éste desmayaba, retirábanle de la hambrienta lumbre, tornándole a colocar en la parrilla tan pronto como revivía. Los mineros fueron apuñalados, haciendo sarta macabra de sus palpitantes corazones. Y en cada uno de los desmembrados cadáveres, Joaquín dejó clavado su nombre, galopando en seguida con rumbo a Sonoma y amaneciendo en Pajaritos, a diez millas de Olema, deteniéndose en la cumbre para saludar, quitándose los galoneados sombreros, al anchuroso mar Pacífico, cuyo oleaje chispeaba a los rayos de un sol naciente.



Diez días después, Joaquín y Tres Dedos permanecieron ocultos en Pajaritos organizando una cuadrilla reclutada entre los mexicanos de la localidad, yéndose en seguida para el valle de San Joaquín, caminando a marchas forzadas hasta llegar a la ranchería de Fresno, donde hoy se encuentra la ciudad del mismo nombre. Todos iban en excelentes caballos, y entre los más osados de la banda hallábanse Three Fingers Jack, Mateo Riestra, alias el Tecolote, de quien se dice jamás dormía; Pedro Morales, el Chato, de una ferocidad tigresca y una puntería mortífera; Pablo Escontría, alias el Madrugador, que mataba con su cuchillo de monte sin apearse del caballo. Mas desalmados como todos eran, temían y obedecían a Murrieta, siguiéndole a las aventuras más descabelladas.

Habían escogido, en verdad, un lugar estratégico para sus correrías vandálicas. Es un valle de colosales proporciones, dividido en ángulos rectos por el río de Merced, y ceñido al noroeste por los espolones azulados de la sierra Nevada. Por sus empinadas vertientes descendían en 1852 los centenares de gambusinos que se dirigían para San Francisco y los placeres de El Dorado.

Murrieta y los suyos, desde su boscoso divisadero de Fresno, sorprendían y desvalijaban a los viajeros, robando y asesinando a los hombres y dejando en libertad a las mujeres y los niños.

-¡No den cuartel a los gringos! -habían sido las órdenes perentorias de Joaquín, y el que solía desobedecerlas, era colgado sin misericordia.

Bien pronto, el nombre de Murrieta corrió de boca en boca en pulsaciones de pavura, y nadie se aventuraba por esos caminos sin ir bien armado y acompañado. El Gobernador del Estado ofreció un premio de cincuenta mil dólares por la cabeza del audaz bandolero, y los alguaciles de todas las municipalidades -condados- organizaron acordadas a objeto de capturarlo vivo o muerto.

Precisamente a eso aspiraba Murrieta: a medir sus armas con gentes armadas, sable a sable, mano a mano, reata a todos los cuellos. Y fue en los combates contra los sheriffs, en los albazos y las celadas nocturnas, en los que Joaquín asombró a California por su arrojadiza temeridad y generalato.

Su primer encuentro a campo raso fue con las acordadas del sheriff Medon, que al frente de doscientos jinetes, quiso envolver a Joaquín en su guarida de Fresno. Medon y los suyos cruzaron en pontones el río Merced, al anochecer del 27 de julio de 1852, vivaqueando a sus márgenes con centinelas avanzados. A las primeras horas de la mañana, -serían como las tres- Murrieta, con cuarenta hombres divididos en pelotones de diez, sorprendió a los americanos desarrollándose épica lucha mano a mano, iluminada la túrgida escena por la luz cárdena de los fogonazos. Three Fingers Jack en duelo personal con Medon, abriole el vientre en tremenda cuchillada, cortándole la cabeza y presentándosela a Joaquín como trofeo de guerra, entre las risotadas de los victoriosos merodeadores. Algunos, escaparon a nado a la orilla opuesta, y los más, empaparon con su sangre los zacatales del escueto valle, escuchándose por encima de las diafanidades matinales, el aletear de parvadas de zopilotes cuyo plumaje brillaba a los rayos del sol naciente...

La cuadrilla, que había dejado en el campo de acción cinco muertos, internose luego en las escabrosidades de la municipalidad de Calaveras, campeando en una cueva protegida por desfiladeros y precipicios graníticos.

Como resultado de esa hecatombe, los habitantes de San Francisco creyéronse amenazados, organizando comités de vigilancia. Era por aquel entonces una ciudad embrionaria, pues apenas si eran diseñadas las calles de Market, Kearny, Montgomery y otras, a lo largo de las cuales habíanse construido casas de madera provisionales, tiendas de campaña entoldadas, extensas ramadas en cuyos recintos barbáricos, flotaban hampas cosmopolitas, mujeres pintadas de todas nacionalidades, también de tipos abigarrados y patibularios, en los que se escuchaba el retintín del oro, a los acordes de músicas discordantes. De cuando en cuando, detonaban armas de fuego, desplomándose aquí y allá un jugador cuyo cadáver era arrastrado sin ceremonias para las afueras.

Los gambusinos, pistola en mano, vaciaban talegas de polvo de oro en el tapete verde, alternándose los albures y los juramentos, con los cánticos destemplados de las impúdicas mujeres.

Afuera, todo era también bullicio, movimiento, vida febricitante. En las esquinas de las calles Kearny, Market y Montgomery, apareció una proclama del Gobernador, ofreciendo cuantioso premio por la captura de Murrieta. Grupos de mineros, en botas de montar y blusas coloradas, agrupábanse frente al cartel gubernamental, leyéndolo y comentándolo, diciendo uno de ellos a otro:

-¡Oh, si yo tuviera frente a frente a ese Joaquín por un solo momento!

Y al decir esto, acarició significativamente su pistoletón.

De pronto, dos gallardos jinetes hicieron su aparición iban bien montados y armados. Uno de ellos, el más joven, y esbelto, abriose paso con su corcel, y lápiz en mano, escribió estas líneas en el cartelón:

«Yo doblo el premio por la cabeza de Murrieta. Ofrezco por ella cien mil. Joaquín Murrieta».

Y picando espuelas a su caballo, Joaquín y Three Fingers Jack partieron a galope tendido a lo largo de la calle Market, dejando polvorosa estela, al desaparecer por el camino de la Mission y de Dos Picos.

Los curiosos quedáronse asombrados, y uno de ellos, que era un californiano y leía español, vociferó aterrado:

-¡Ése es Murrieta! ¡Síganlo, allá va!

Mas ninguno osó moverse, permaneciendo atónitos y mirándose unos a otros.



Joaquín y su cuadrilla reaparecieron en Colusa, diseminando el terror y la muerte en los campos mineros. En Zamarra, Murrieta conoció a su primer amor, y fue el beso de su amante, Lina Solano, el que sellara su sentencia de muerte, por decirlo así. Una noche, el bandido asistió a un baile que las muchachas del villorrio organizaron para celebrar el matrimonio de una de ellas, María Vallejo, sobrina carnal del general don Guadalupe. Sin ser invitados, Joaquín y Three Fingers Jack asistieron a la danza, sin quitarse las espuelas ni las dragonas pistolas. Joaquín, que era un excelente bailador, bailó con Lina, enamorándose de ella al instante. A partir de esa noche, los dos amantes veíanse con frecuencia, si bien en lugares clandestinos y apartados. ¿Le quería ella con la intensa emoción con que él la adoraba? Jack, el de los tres dedos, que estimaba a su jefe con el cariño de hermano, dijo a éste una y otra vez:

-Mira, Joaquín, te diré con franqueza que no me gusta tu novia. Hay en ella mucho de reservado, frío y calculador. Lo he notado cuando la abrazas y la besas. ¿Sabes lo que hace ella cuando le das un beso? Pues se limpia los labios con el pañuelo, y eso me disgusta e indica que no te quiere como tú la quieres. Yo he sido mujeriego y conozco bien a las mujeres: me gustan las que son francas, las que saborean mis besos, las que corresponden mis caricias, las que estrechan amorosas mi mano, no obstante faltarle tres dedos.

-Es que tú no la has tratado como yo. ¡Lina daría la vida por mí! -replicaba Murrieta, tragando emocionado al enunciarlo.

-Además -continuó Jack-, ella pertenece a una familia de renegados. ¿Acaso ignoras que su tío, el señor Vallejo, fue uno de los que entregaron California a los gringos? No, decididamente, yo no quiero a los poches, denme mejor un gringo hecho y derecho, que una de esas viborillas de charco. Ten presente que hay un gran precio por tu cabeza o la mía. Y yo no quiero perder la mía ni que tú pierdas la tuya. Olvídala y regresemos a México. Muchos de los nuestros ya empiezan a murmurar, y si no fuera por mi vigilancia, ya te habrían apuñalado cuando duermes.

Pero el bandido, como todos los enamorados, desoyó los consejos de Three Fingers Jack, acudiendo puntualmente a las citas, acompañado siempre de éste. Una ocasión, sin embargo, estuvo a punto de ser aprehendido al dejarla, teniendo que matar a dos alguaciles para escapar.

Y esa circunstancia le hizo abandonar Colusa, yéndose con su cuadrilla para las municipalidades de Mendocino. Mas antes de partir, fuese a despedir de Lina, revelándole sus planes. Y aconteció lo inevitable: el padre de la muchacha, interesado en la recompensa, remitía informes detallados al Gobernador de los planes de Murrieta, así que al cruzar para Mendocino, y en los llanos de La Mora, al desembocar por uno de los desfiladeros que forman la barranca del Sapo, fue sorprendido por una columna de milicias fuerte de trescientos hombres de caballería. Joaquín y su banda fueron cercados y atacados, dispersándose en todas direcciones. Joaquín y Jack, que montaban en los mejores caballos, lograron adelantarse, galopando velozmente, disparando sus carabinas al correr. De súbito, otro pelotón de caballería que se hallaba en emboscada les cerró el paso, desplomándose muerto el caballo de Murrieta. Jack detuvo el suyo, y apeándose, asió por la cintura a su jefe, gritando al sheriff Lewis Hamlin, que les ordenaba su rendición:

-¡Los mexicanos no se rinden! ¡Mueren!

Y para que Joaquín no cayera vivo en manos de sus enemigos, le disparó un tiro en la frente, dándose él mismo un pistoletazo. Y así, estrechamente abrazados, fueron conducidos hasta Colusa, donde al cadáver de Murrieta fuele cortada la cabeza, que después fue exhibida en uno de los museos de San Francisco. ¡Todavía se encuentra allí, en urna de dorado vidrio, la inanimada reliquia de época tormentosa y siniestra, símbolo mudo de una rebeldía sanguinariamente sublime!




ArribaAbajoLa Virgen del Carmelo

Los promontorios que miran las tumultuosas aguas de la bahía de Monterey son de una grandiosidad incomparable, diríase que sublime. El oleaje revienta de continuo en las basálticas rocas, dejando al retirarse torbellinos de espuma. La vista del mar piérdese en lontananzas de bruma, rasgada aquí y allá con el vuelo de las gaviotas. Los vientos marítimos sacuden de continuo los madroños y cipreses, que escalonados en todas direcciones, doblegan rumorosos su ramaje, revistiendo el paisaje en hondas melancolías. Cerca de esas florestas, de tinte de bronce y esmeralda, asoma en una de las cuencas de la montaña el pueblecillo de Monterey, que en una época fuera la cabecera de la provincia de la Alta California.

En una de las vertientes, que descienden caracoleando hacia el Pacífico, había en 1828 un pequeño santuario llamado El Carmelo, erigido veinte años antes por don Antonio Peralta en memoria de su hija Carmen Peralta, y de ahí su nombre La Virgen del Carmelo.

En 1906, cuando estuve de paso en Monterey, visité la biblioteca pública, buscando inútilmente en sus polvorosos archivos, la historia del santuario. Conocedor de mis gestiones, el bibliotecario don Juan Armida, informome de que en las inmediaciones de El Carmelo había una mujer, tenida en reputación de bruja, que conocía a fondo la historia de todas las familias de Monterey, y que ella me proporcionaría los datos que yo deseara.

Diome al efecto una tarjeta y con ella en el bolsillo, encaminé mis pasos hacia el santuario. Declinaba el día en fulgores de ocaso; el sol, colosal bola de lumbre, descendía al tormentoso océano, besando tierra y mar, en pulsaciones de fuego, cobijando la arboleda en silenciosas quietudes. Las cóleras sibilantes de los vientos habían cesado, y en los nidos, las aves canoras saludaban el crepúsculo vespertino en trinos dolientes y arrulladores.

Un postrimero rayo solar acariciaba en pincelada de oro la torrecilla de El Carmelo, iluminando más allá la techumbre de una casuquilla en ruinas. En el jardincillo, cuajado de rosas y amapolas silvestres, aparecía una vejezuela, acurrucada en un equipal de cuero. Un grupo de enormes gatos la rodeaban, yacientes en su torno. Al apercibirme, llevó una de sus manos al blanco cabello, arreglándolo con femenina coquetería en la rugosa frente.

-Dispense usted que no me levante, señor, pero estas piernas mías ya no quieren ayudarme. ¡Pase usted, pase usted! ¿Viene a que le diga su fortuna? Arrime usted ese banquito y siéntese. ¡Bienvenido sea!

Al verme, los felinos esponjaron la cola y el lomo, maullando en lúgubre coro. De pronto, temí que se me echaran encima, mas ella les aquietó golpeando colérica el equipal, volviendo a tenderse sosegados en la hojarasca de las plantas.

-No, doña Paula, no vengo a que me diga mi buena o mala fortuna -díjele poniendo en su regazo una moneda-. A lo que he venido es a que me cuente la historia de El Carmelo y de la señorita Carmen Peralta -y le pasé entonces la tarjeta del señor Armida.

Ella besó el dólar, haciéndolo desaparecer de vista en un abrir y cerrar de ojos. Luego sonrió mostrando amarillentas encías, bajo cuyos portales un moscardón forcejeaba por entrar. Después, pasando y repasando la descarnada mano por su enagua de mugroso percal, inclinó de un lado la cabeza, en la actitud de un pájaro que escucha lejano ruido. Tal como si hubiera querido decir «¡Alerta!»

¿Cuántos años tenía doña Paula? Ella me confesó que peinaba los 120, y esperaba completar los dos siglos. Era un montoncito de huesos y pergamino, y lo único humano en ella eran los ojos y el cabello, que le daban aspecto de pitonisa. Nariz y labios habíanse perdido en masas de arrugas, revistiendo su semblante en perfiles de momia. Mas bajo esas capas de pellejo, surgían aún chispas de inteligencia, efluvios de una retrospectiva intelectualidad. Era algo así como la síntesis petrificada de una página histórica escrita en pergamino animado.

-¡Ah!, ¿quiere usted saber la historia de Carmen y de El Carmelo? ¡Virgen Santísima! Todavía me acuerdo como si lo estuviera viendo.

Interpretadas fielmente las reminiscencias seniles de doña Paula, la historia es así:



Era una noche de octubre de 1812. La guarnición del pueblo de Monterey, provincia de la Alta California, celebraba los triunfos de las armas realistas sobre los insurgentes de México. En la plaza había fuegos artificiales y en la casa de don Antonio Peralta, opulento ranchero, se daba un baile a la oficialidad del fuerte. A la luz de las linternas chinas veíanse a guapas mujeres y a gallardos mancebos, bailando cuadrillas, el minuet, y en ocasiones la jota aragonesa. En su mayoría, las muchachas vestían de manolas, con grandes peinetas, chales de Manila y medias de Canarias.

El huerto de don Antonio descendía hasta la playa, salpicado aquí y allá en setos de arbustos o grupos de pinos marítimos. Bajo el tupido ramaje de uno de estos últimos una pareja, reclinada en un jirón de roca, departía en la umbra. Eran dos amantes: el teniente de marina Ramón Llanos, y la encantadora Carmen, hija del anfitrión y joven de veinte años. De su cuello alabastrino pendía un collar de perlas, y de sus orejitas de nacarada concha, arracadas de brillantes cintilaban en iridiscentes matices. Sus piececitos, calzados con zapatos de raso, retozaban nerviosos al herir el vacío, levantándose o descendiendo a los besos del amante.

-Sí -le decía él, apretándola en sus brazos-, mañana pediré tu mano. ¡Eres mía, mía, mía!

Y en ansias de amor, llovían los besos en su linda boca. Mas la muchacha se defendía exclamando:

-¡Espera!, ¡espera!, aún no soy tuya, Ramiro. ¡No me atormentes! ¡Me estoy muriendo de amor! ¡Apiádate de mí! ¡Por la Virgen del Rosario, déjame!

En esos instantes, un búho aleteó en el ramaje, y asustada, ella ciñó en sus palpitantes brazos, adornados de encajes, la cintura del teniente... Una estrella fugaz desprendiose del firmamento; una mariposa nocturna, perseguida por el tecolote, cayó en el seno de Carmen, buscando abrigo y amparo. Ella y él tornaron al sarao: Adán y Eva arrojados de un momentáneo paraíso.

Al día siguiente, el Carlos V, de cuya tripulación formaba parte el teniente Ramón Llanos, se hizo a la vela para Acapulco, dejando en la costa californiana, una víctima sacrificada en el altar de Venus Afrodita.



Informada de esa cruel deserción, Carmen entró resueltamente a la habitación de su padre, diciéndole:

-¡Padre mío! ¿Es el amor un crimen?

Don Antonio la miró fijamente exclamando:

-¡Nunca! Es decir, cuando dos personas se aman deben hacer mutuos sacrificios. Si un hombre quiere a una mujer, aun hasta al infierno van juntos. Pero el amante que roba de su castidad...

-¡Basta! -gritó ella sollozando, y de rodillas, contó a su padre el epílogo de una pasión ilícita. E implorando la clemencia del viejo, Carmen balbuceó sollozando:

-De usted, yo heredé el fuego que consume; de mi madre, la hipocresía y la negación de todos los placeres. ¿Quién es más de culparse entre los dos?

A partir de ese día, Carmen desapareció de Monterey, informando la familia, a los que preguntaban por su paradero, que había entrado como monja carmelita en uno de los conventos de México.

Sin embargo, la bruja doña Paula afirma que después del episodio referido, Carmen fue recluida en la casa de su padre, sometiéndola a castigos inquisitoriales. Mas para dar a entender que nunca había perdido su virginidad, ocurriósele a éste, al ver en el paisaje dos cipreses, cuyos ramajes entrelazados movíanse al soplo de la brisa, edificar en lo alto de la colina un santuario a la Virgen del Carmelo.

Visto de lejos, remeda en sus contornos las misiones californianas; mas contemplado de cerca, asombra por sus rasgos arquitectónicos, mitad helénicos, mitad bizantinos. La nave, de amplitudes claustrales, amortigua el día en indecisas sombras. En el altar, soportado por escalinatas marmóreas, surge la estatuilla de la Virgen del Carmelo, es decir, Carmen Peralta, esculpida por el artista napolitano Pietri di Gloria, un ex jesuita refugiado en California.

En verdad, el escultor había idealizado las facciones de la supuesta virgen, imprimiendo en ellas la beatitud angélica de un lienzo de Cavestany; y solamente en los labios, de líneas sensuales, podía adivinarse a la pecadora.

Con el transcurso del tiempo, el episodio amoroso de Carmencita transformose en leyenda, pasando de ésta a ser dogma obligado. De todos los villorrios circunvecinos salían romeros a visitar El Carmelo, y el día primero de cada mes, llamado Día de las vírgenes, las muchachas casaderas de los alrededores visitaban el santuario vestidas de blanco y conduciendo ramilletes de flores y otras ofrendas. Y a El Carmelo iban también los jóvenes aspirantes a matrimonio, jinetes en blancos caballos.

Al terminar los religiosos servicios, poníanse a bailar todos bajo la fronda de los pinos marítimos, baile que fenecía al toque de oraciones.

Mas todos esos rituales habían acabado, y en el lugar solamente quedaban las ruinas de El Carmelo y la bruja Paula, en cuya alma la noche había caído.

-Más de una ocasión -díjome la vejezuela suspirando y sobando uno de los gatos que esponjaban la cola en su regazo-, yo bailé bajo las ramas de ese ciprés, pero por más que bailé, nunca pude atrapar un marido.

Antes de decir «¡Adiós!» a doña Paulita, ella me llamó a su lado y acercándose a mi oído, murmuró en diabólica sonrisa:

-¡Ah!, se me olvidaba decirle. ¡La nietecita de Carmen Peralta todavía vive! ¿Ella virgen? No, caballero, ¡yo soy la única virgen que hay en California!




ArribaLa hija del contrabandista

Donde es hoy Punta Fermín, que domina las aguas del puerto de San Pedro, se erguía en 1819 una solitaria casa de adobe y teja habitada por el contrabandista Onofre Galena y su hija Lupe. Frente a ella había un corral de mulas y bajo sus cimientos un extenso sótano en el cual Galena mantenía atesoradas diferentes mercancías, especialmente tercios de seda y vinos y licores de Francia e Italia, los cuales vendía en California, el contrabandista, dejándole provechosas utilidades.

Apodábanle las gentes Onofre el Enano, pues era un hombre de menos de cinco pies de estatura, de anchas y cuadradas espaldas y piernas cortísimas. Era enorme su cabeza y en su faz redonda y picada de viruelas, solamente asomaba un ojo de amenazantes relampagueos, que daban a su expresión siniestra malevolencia. De ordinario, vestía camisa y pantalones de burda lana, con botas de cuero de cerdo que le llegaban hasta las rodillas.

Su hija Lupe, por otra parte, era una exquisita beldad, algo como la miniatura en marfil de un carneo de Lorenzano, que por aquella época estaba muy de moda en la Corte de Madrid. En sus perfiles de Madonna, palpitaba algo del espíritu de una Magdalena precoz, de una voluptuosidad anticipada. De sus límpidas pupilas, de borrascosa negrura, emanaban efluvios de infinitas ternuras, de amores nunca satisfechos, de emociones que se agolpaban impacientes a las puertas de su corazón de ex virgen.

Era alta, blanca y espigada, y cuando iba a la misión de San Gabriel o a Los Ángeles, realzaba sus encantos un tápalo de Manila y enaguas cortas de seda, cintilando en sus carmíneas orejitas arracadas de oro, que le daban aspecto de maja o de manola.

Acostumbrada desde la niñez a los ejercicios varoniles, manejaba en el mar un bote con la misma destreza que un caballo en tierra, y en sus maniobras de contrabandista nadie le aventajaba. Una ocasión en que su padre fue herido por los aduaneros, ella condujo felizmente a contrabando y herido a las rocas de Punta Fermín, mereciendo por esto la admiración de los demás contrabandistas.

Si bien no existían afinidades ningunas, bajo el concepto fisiológico, entre padre e hija, sí las había en lo espiritual, pues el amor del Enano por Lupe pasaba los dinteles de la adoración llegando hasta lo inverosímil. No menos intenso era el afecto de ella para con él, no obstante que algunos lo juzgaban un tanto cuanto autoritario y despótico. Además del Enano y su hija, habitaban la casa dos sirvientes: Cipriano el arriero y Ronda, una indita de Santa Inés, que hacía las veces de ama de llaves y cocinera.

Tal es el cuadro de familia que surge en el lienzo de esta reseña histórica la noche del 5 de noviembre de 1819.



Después de la cena, vemos sentados esa noche, en la salita que mira hacia el mar, a Lupe y a su padre. Viento glacial, precursor del invierno, cuélase por los aleros de la casa, desparramando en su furia, las brasas que arden en el gran brasero.

-Padre, cierre la ventana -exclamó la muchacha, arreglando la almohadilla de su bordado.

Mas antes de que el Enano obsequiara su mandato, la luz de un cohete fulguró allá en el mar, iluminando la sala en fugaces resplandores.

-¡Ah!, es Rivera que llega antes de tiempo -se apresuró a decir en voz queda Galena-. ¡Maldito sea! ¿Qué le pasa? Una lancha guardacosta vino ayer de Monterey, pues alguien dio informes de que estábamos en espera de un cargamento de sedas. ¿Quién o quiénes son por aquí los espías?

Al decir esto, Onofre miró fijamente a su hija, con mirada ceñuda y escudriñadora, tal como si hubiera querido decirle:

-¿Estás segura de no haberle comunicado a nadie nuestro secreto?

Antes de responder, la muchacha vaciló un instante, y luego replicó, ruborizándose:

-El único que sabe algo es fray Yorba, que es amigo íntimo de nosotros -repuso Lupe, no sin vacilaciones ni titubeos.

Oído lo cual el Enano púsose furioso, y avanzando hacia Lupe, asiola con ambas manos del cuello, vociferando más y más encolerizado:

-¿Estás loca, mujer? ¿Ignoras que Juan Yorba es de los guardas fiscales de Monterey?

Y asomándose luego a la ventana, y adelantándose al centro de la habitación, ordenó a la muchacha que le siguiera sin perder un solo instante. Mas antes de abandonar el caserón, Lupe y el Enano se armaron, deslizándose para las afueras con dirección a San Gabriel, siguiendo la línea de la costa.

Y no bien hubieron desaparecido tragados por las tinieblas, cuando los guardas abordaron atropelladamente la guarida, descendiendo al sótano con encendidos hachones. Y ahí, en presencia de los vinos, abandonáronse a una orgía que duró hasta el amanecer, prendiendo fuego a la casa al retirarse. En seguida, pusiéronse algunos de ellos en seguimiento de los fugitivos, que en esos mismos instantes llegaban al ranchito de Miraflores, cercano una legua de la misión de San Gabriel Arcángel. Y desde ese lugar Lupe envió un recado a fray Yorba, rogándole fuera a verla por hallarse gravemente enferma.



Juan Nepomuceno Yorba había nacido en el pueblecillo de San José, provincia de la Alta California, entrando a servir como misionero en San Gabriel, después de haber pasado el noviciado en San Juan Capistrano. Y en uno de sus andurriales entre el valle y las playas, conoció a Lupe, cuyos encantos le hicieron perder la chaveta. En esos amores sacrílegos, repitiose la fábula del pájaro y la serpiente: hipnotizada, ella se desplomó en sus brazos, tornándose de manceba en esclava. Hombre sin conciencia y sin escrúpulos, obligó a su amante a que le revelara sus más íntimos secretos; y al saber que el padre de ella era el famoso contrabandista Galena, proyectó el explotar el secreto en beneficio propio, comunicándose desde luego con los aduaneros que habían ofrecido un premio al que sorprendiera al contrabandista o el sitio donde escondiera el contrabando. Con ese objeto Yorba estuvo en Monterey, conferenciando con el coronel realista Brambila Núñez, de guarnición en Presidio, quien le prometió a Yorba obtener para él un priorato y tierras en California, si lograba que el célebre Enano fuera capturado con el cuerpo del delito. Y ya con el contrato en su poder, Yorba logró sacar de la confiada muchacha, todas las informaciones relativas a Galena.

Fueron pues las revelaciones de Yorba las que precipitaron la sorpresa de Punta Fermín. Cuando el mensajero del Enano y de Lupe llegó a San Gabriel en busca de fray Yorba, éste acababa de decir misa, y paseaba muy satisfecho por el frondoso huerto. Palpitante en avariciosas anticipaciones, enterose del mensaje de Lupe, y mandando ensillar su mula favorita dirigiose al lugar de la cita, azotando impaciente con su chicote las ancas de la tordilla cabalgadura.



El Enano y su hija le esperaban bajo la fronda de una secular encina que todavía hoy sacude su ramaje a los vientos del mar. Lupe tuvo que confesar a su padre todas las peripecias de sus ilícitos amores, llegando a convencerse ambos de que Yorba había sido el delator. El contrabandista se resolvió entonces a matarle, con el asentimiento de su hija, cuya desilusión había tornado su amor en odio profundo.

Al asomar por el remoto sendero la mula de fray Yorba, el sol llegaba a su cenit, y árboles, plantas y flores sonreían a sus caricias. La lluvia nocturna había purificado el ambiente, y las solitarias llanuras y colinas reflejaban opalescencias en la diafanidad atmosférica. Al ver a Lupe en presencia de su padre, el misionero quiso volver grupas, arrepentido de asistir a la cita sin escolta; mas cambiando luego de parecer, apeose de la mula, acercándose a la pareja, con la sonrisa leve en los carmíneos labios.

-¡Ave María, señor Galena! ¡Buenos días, señorita Lupe! -exclamó Yorba, extendiendo las dos manos.

Y al extenderlas, la reata del Enano enredole las muñecas, dejándole inerme. Alarmado, el misionero quiso protestar, diciendo que en breves momentos tendría a su lado la escolta que le acompañaba.

Haciendo caso omiso de sus vehementes protestas, el feroz contrabandista, cuyo semblante dislocaba el odio y la sed de venganza, ató a Yorba del tronco de la encina, procediendo a registrarle, encontrando en su hábito los documentos acusadores que buscaba. Llamando entonces a Lupe, díjole en tono zumbón:

-Mira, hija, tú que sabes leer, lee esta carta de tu amante. Y luego pronuncia la sentencia. Deja para mí la ejecución.

Con temblorosa mano, la muchacha leyó, sílaba por sílaba, el contrato escrito por Brambila Núñez y Yorba, en sus más negros e infamantes detalles. Al finalizar, la faz sonrosada y tierna de Lupe tornose en lividez cadavérica, emanando de sus ojos fulgores de homicida, rayos de furia druídica.

-¡Lupe, Lupe! ¿Qué es esto? ¿Dejarás que el bruto de tu padre ponga en mí sus sacrílegas manos? La carta que acabas de leer no es mía. Debe haber en esto un sortilegio y hechicería. ¡Dile que me desate cuanto antes!

Ella le miró con infinito desprecio, mezclado de compasión y de tristeza, y sofocada por las palpitaciones de su corazón, balbuceó más bien que dijo:

-¡Juan! Yo me entregué a ti sacrificando mi honor de mujer. ¿Qué te pedí en cambio de ese sacrificio? Un poco de amor, un poco de lealtad, un beso hoy, una caricia mañana. Cuando me diste palabra de matrimonio y supe después que me engañabas siendo tú un sacerdote, cerré los ojos ante el abismo y te perdoné. ¿No es así? -continuó la muchacha reprimiendo los sollozos.

-Soy un malvado, lo conozco, lo confieso, y me arrepiento. Por el recuerdo del pasado, perdóname, Lupe. Tú eres buena, tú eres...

-¡Cállese! -interpuso el Enano dándole una bofetada. Interponiendo su cuerpo a los golpes airados del contrabandista.

La señorita Galena continuó:

-Y cuando yo a solas lloraba, ¿qué hacías tú, Juan? Pues andar en tratos con los enemigos de mi padre, que son los míos. Tratabas de adquirir poder y riquezas a expensas mías. ¿Qué habría sido de mí de no haberse descubierto tu negra traición? Probablemente, después de matar a mi padre, me habrías matado a mí. Confiésalo, ¿acaso no eran esas tus benévolas intenciones?

Ante esa flagelación labial el misionero se retorcía, mirando espantado por todas partes, esperanzado en algún milagroso auxilio que nunca venía.

Inexorable, Lupe prosiguió en tono cortante:

-¡Oh! Cuando tú hacías cálculos de engrandecimiento, la casa de la mujer que tú habías jurado amar y amparar era saqueada e incendiada gracias a tus desalmadas maquinaciones, que en nada ni por nadie se han detenido. ¿Dime qué es lo que mereces en castigo de tus horrendos crímenes?

-¡La muerte! -replicó lacónicamente don Juan, inclinando la cabeza.

-¡Tú lo has dicho! -repuso Lupe estremeciéndose-. Tornole en seguida la espalda, y encarándose con el Enano, dijo en voz firme y vibrante:

-¡Padre! Ya lo oye. Él ha pronunciado su propia sentencia de muerte. Yo no quiero presenciar la expiación. Lo espero, padre mío, en Palos Verdes.

Y sin mirar al sentenciado, montó en la mula que le había llevado al patíbulo inesperado, alejándose al trote para el sureste.



Lo que después aconteció, hubo de referirlo más tarde un testigo presencial, el pastorcillo Pedro, que oculto en el boscaje, devoraba con los ojos la terrible escena.

Cuando su hija se perdió de vista, tragada en las sinuosidades de las colinas, el Enano desenvainó un cuchillo de monte, y acercándose al misionero, con demoníaca sonrisa, cortole el hábito en jirones, dejándole al desnudo. En seguida, comenzó a darle piquetes en las desnudas espaldas con el cuchillo. Los lamentos del atormentado eran desgarradores, repercutiendo en las montañas los doloridos ecos. A los piquetes sucedieron las puñaladas, bailando el Enano alrededor de su víctima, y aspirando con fruición el olor de la fresca sangre que chorreaba del cuerpo martirizado.

-¿Por qué te quejas? -gritaba el contrabandista en carcajadas de monomaniaco-. De haber muerto en tu cama con todos los pecados que tienes encima, habrías ido a dar al infierno. Te estoy abriendo las puertas del cielo. ¡Deberías agradecérmelo! Soy bondadoso, soy humano. ¿Creías escapar después de haber robado el honor de mi hija y destruido mi casa?

Y antes de darle la puñalada de gracia, arrancole la cruz que pendía de su pecho. Por un instante contempló en sus manos la reliquia, y ya se disponía a tirarla lejos de sí, cuando de súbito vínole un impulso de besarla, y reverente le dio un beso.

Fray Yorba agonizaba, y al presenciar la actitud devota del Enano, creyó escapar con vida. Mas éste, avanzando con puñal en mano, diole un golpe en el corazón murmurando al oído del misionero:

-Yo soy más misericordioso que tú sin ser fraile. No quiero que emprendas a solas el camino de la eternidad. Voy a acompañarte para que espantes los diablos a nuestro paso. ¡Hasta luego, su reverencia!

Y dando un paso atrás, se suicidó desgarrándose las entrañas.

Y hasta la fecha, no hay leñador que ose cortar la siniestra encina del Enano, cuya sombra tiene la virtud de matar el amor de los enamorados. Y por eso le llaman ahora Loveless oak. A veces una que otra doncella albérgase pensativa bajo su quieta sombra.