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Don Álvaro Tarfe («Quijote» II, cap. 73), morisco ahidalgado

María Soledad Carrasco Urgoiti





Mi propósito no es estudiar el personaje así llamado que nace y juega un papel importante en el apócrifo Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1614), sino comentar la réplica que introduce Cervantes en el capítulo setenta y dos de su Segunda parte del ingenioso cavallero Don Quijote de la Mancha, aparecida al año siguiente, resulta obligado tener en cuenta la forma en que por vez primera se presenta al personaje de tal nombre. Ya en el primer capítulo del apócrifo aparece en la plaza de Argamasilla de Alba -pueblo identificado en el libro como el innominado lugar de La Mancha cervantino-, junto a otros tres caballeros, calificados de «principales» por su atuendo y el séquito que los acompaña de criados, pajes y hasta doce lacayos que traen del diestro otros tantos caballos lujosamente enjaezados. El cura, enterado de que se trata de cuatro caballeros granadinos que se dirigen a Zaragoza para participar en unas justas -las que se le escaparon a don Quijote en la Primera Parte-, se encarga de aposentarlos, enviando el que parece más distinguido a casa del ya curado hidalgo. Mientras se prepara la cena, disfrutando del fresco en el patio, el huésped se identifica como don Álvaro Tarfe, descendiente «del antiguo linaje de los moros Tarfes de Granada, deudos cercanos de sus reyes, y valerosos por sus personas, como se lee en las historias de los reyes de aquel reino, de los Abencerrajes, Cegríes, Gomeles y Mazas, que fueron cristianos después que el católico rey Fernando ganó la insigne ciudad de Granada» (Avellaneda, Don Quijote de la Mancha I, 1, 33). Estas «historias de aquel reino» son una clara alusión a la Historia de los bandos de los Zegríes y Abencerrajes (1595), más conocida por el subtítulo Guerras civiles de Granada, de Ginés Pérez de Hita. Allí se menciona, bajo la variante Atarfe, a un deudo cercano del rey moro de Granada, y en otro contexto se refiere la muerte de un Tarfe, amigo de los Zegríes -es decir del bando antagonista- a manos de un rival, atribuyéndole una conducta poco caballerosa (Historia de los bandos de Zegríes y Abencerrajes 107 y 47-50, respectivamente).

Volviendo a mi título, el término «ahidalgado» se define en el Diccionario de Autoridades como «el que en su trato y costumbres tiene nobleza, esplendor, bondad y otras calidades, que son propias de los hombres de nacimiento ilustre» y se ilustra con una frase que implica cualidades morales1. Pero, en las Guerras civiles de Granada (1595), que formaba parte del repertorio de lecturas común a la generación que comprende a Miguel de Cervantes y presumiblemente al mal intencionado escritor que se oculta bajo el seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda2, se habla de los «ahidalgados» cargos [«oficios» es el término empleado] que podrá ejercer un noble nazarí, alcaide de Vélez Rubio en el reino de Granada, cuando tome al bautizarse el apellido de su padrino -Ávalos en este caso-. El derecho a tener armas, es decir escudo nobiliario, es el privilegio paralelo que se le otorga (Historia de los bandos de Zegríes y Abencerrajes 274)3. Se trata de un caso paradigmático dentro de unas actuaciones, que de hecho resultaron provisionales, pero a la hora de la conquista afectaban a una colectividad muy concreta, la burguesía del reino moro.

En el contexto del libro, en gran parte fictivo, de Pérez de Hita, que se publicó poco más de un siglo después de que tuvieran lugar los acontecimientos que narra, la conversión a la fe católica por parte del personaje colectivo que forman los caballeros nazaríes resulta la causa inmediata de la rendición de Granada. La supuesta alevosía de Boabdil, último monarca andalusí conocido como el Rey Chico, contrasta con las virtudes de los caballeros castellanos que sirven a los Reyes Católicos, y ello mueve, tanto o más que la leve superioridad en el campo de batalla, a los corteses y valerosos Abencerrajes, capitaneados por el heroico moro Muza, hermano del rey moro, y seguidos de otros clanes caballerescos, a abandonar el servicio de su rey y pasarse al campo contrario, pidiendo el bautismo. En la corte itinerante de doña Isabel y don Fernando encuentran generosa acogida, y con un nombre de pila castellano, precedido de «don» o «doña», y un apellido que con frecuencia es el del personaje que los apadrina, se incorporan al servicio directo de los monarcas cristianos.

La motivación, hoy bien conocida, que late bajo esta versión de los hechos reside en el afán de restaurar el honor de los descendientes de aquella novelizada caballería nazarí, que hasta fines del siglo XV existió realmente, aunque con otro perfil, como clase patricia de un estado musulmán independiente, y a fines del XVI quedaba, salvo excepciones notables, reducida a la problemática categoría de los cristianos nuevos y dentro de ella a la numerosa minoría de los «nuevos convertidos de moros». En 1572 todos los que habitaban lo que fue el reino de Granada se habían visto nominalmente incluidos en el destierro a otras tierras peninsulares que siguió a la cruenta guerra de las Alpujarras, aunque no hubiesen tomado parte en la rebelión. Familia por familia, muchos trataron de hacer valer la hidalguía que se había garantizado a sus mayores para permanecer en su tierra granadina, y los resultados de tales memoriales y pleitos fueron muy variables. Sin duda repercutieron en que familias ahidalgadas; es decir, que habían sido incorporadas a la sociedad castellana con su previa condición de pequeña nobleza, se vieran o no expulsadas de España a partir de 1609.

Por aquellos mismos años se iba perfilando la tercera salida de don Quijote de la Mancha en la mente de su creador, y asimismo en la del imitador tan dispar que se adelantó a Cervantes en la publicación de una segunda parte del Quijote. La réplica de éste fue de una sutileza y multiplicidad que con razón ha inspirado y seguirá inspirando piezas importantes del cervantismo, entre las que cabe destacar las aportaciones de Stephen Gilman y Martín de Riquer. Dejando a un lado la identidad de Fernández de Avellaneda, lo esencial en ese conjunto de estudios no es la búsqueda de datos sino el análisis de las actitudes de ambos autores, que se manifiestan en el juego de mutuas imitaciones y descalificaciones.

La mayor precisión que hoy es posible alcanzar, desde diferentes ángulos de observación de los textos, a las circunstancias en que se escribieron nos permite a todos buscar un acercamiento acorde con nuestras preocupaciones. Entre ellas está, para los lectores que nos hemos acercado a la vida de los moriscos, la de identificar el múltiple eco de su presencia. Ha resultado problemático definir la posición de Cervantes frente al problema interno que plantea la presumible disidencia de los nuevos convertidos y sus contactos, reales o supuestos, con los moros de allende, ya que en sus obras se encuentran páginas aparentemente contradictorias. No faltan condenas de los contumaces moriscos e incluso alabanzas de la orden de expulsión, ni episodios que muestran los ataques de expatriados que vuelven sorpresivamente como corsarios a asolar la costa que fue su cuna y cargan la nave de indefensos pescadores u hortelanos. Esto ocurre en el Segundo Libro de La Galatea, publicado en 1585, y se repite en Los trabajos de Persiles y Sigismunda (Libro III, cap. 11), aparecido póstumamente en 1617. Pero a juicio de un importante sector de la crítica, en la obra de Cervantes los juicios negativos y las peripecias en que moriscos o corsarios al servicio del poder otomano son los antagonistas, no sólo se compensan mediante la creación de figuras de alto valor humano que emergen de la población morisca, sino que dentro del contexto las condenas de que son objeto los «nuevos convertidos» pueden resultar sutilmente irónicas y en ocasiones ofrecen verdaderas caricaturas de posiciones excluyentes. La sintonía de Cervantes con la opinión moderada, que representa, por ejemplo, el humanista Pedro de Valencia, quedó a mi ver cumplidamente demostrada en el libro de Francisco Márquez Villanueva, publicado en 1975, Personajes y temas del Quijote4.

El proceso mismo de la escritura del Quijote, comenzando por la Primera Parte cuyo cuarto centenario conmemoramos, muestra un autor que se mueve en un ámbito vital fronterizo, y cuando utiliza los trucos bien conocidos de un supuesto primer autor lo hace desde la complejidad de la sociedad que lo envuelve. Esto se constata, no sólo porque el supuesto prototipo sea obra de un árabe, sino más singularmente por el papel de intermediario que incumbe a un morisco, caracterizado mediante un par de brochazos que nos sitúan en el marco cotidiano de una ciudad castellana del XVI, nada menos que Toledo, cuya población incluye un importante componente de vendedores y artesanos que fueron mudéjares.

Pero volvamos a la Segunda Parte. Al fin de la primera el autor había dejado a don Quijote convaleciendo en el pueblo al que se había negado a dar nombre aunque no a situar en aquel territorio manchego, que por cierto había sido el principal destino de los moriscos granadinos expatriados tras la rebelión. Unos cuarenta años después allí se estaba viviendo la crisis de esa parcela de su población, que en su mayor parte vivía pacíficamente asentada entre cristianos viejos y descendientes de mudéjares. A través de la familia del tendero Ricote y de su hija, que respondía a los nombres tan dispares de Ricota y Ana Félix, Cervantes dará voz al pueblo expulso, retratándolo en el plano de las realidades sociales cuando Sancho se encuentra con su vecino morisco. Luego llevará al plano de los heroicos e imaginarios destinos los amores de la bella morisca, hija de éste y el hijo de un señor de vasallos. Después de ser testigos del momento en que inesperadamente se reúnen padre e hija, el caballero y el escudero, otra vez juntos, prosiguen la ruta de retorno a su pueblo. El proyectado viaje de Ricote al mismo lugar para recoger la parte de sus posesiones que pudo dejar ocultas queda en suspenso. En cualquier caso volverá al destierro. Y en la última venta donde pernoctan don Quijote y Sancho, camino de su pueblo, surge por última vez un encuentro que también me parece significativo en relación con el destino de los moriscos.

Debiéramos tratar de leer el episodio como pudo hacerlo el lector próximo y coetáneo a quien en primer lugar se destinaba el libro. Por supuesto, tenía que estar enterado de la usurpación que se había hecho de la identidad de los protagonistas cervantinos de la Primera Parte. Pero además, esa persona habría vivido en los tres o cuatro años precedentes la conmoción que implicó la expulsión de los moriscos, y el autor, Cervantes, se lo había recordado en los capítulos anteriores, a través de sus personajes. Ahora le presenta otra realidad medio oculta de su entorno: una tercera persona de ascendencia mora que emerge en la fase final del libro y sobrevive discretamente en la Granada católica del siglo XVII. Es don Álvaro Tarfe.

No percibí lo que me parece una importante característica del personaje la primera ni la segunda vez que leí el Quijote, aunque siempre me quedé con el deseo de saber más de esta figura, que tenía un perfil muy definido, al margen de cumplir la misión de certificar que el caballero y el escudero con quienes coincide en una venta son personas sustancialmente distintas de los sujetos del mismo nombre que antes había conocido, en el territorio virtual de la ficción ideada por Avellaneda. Allí fue donde él mismo, don Álvaro, había adquirido carta de naturaleza como personaje descendiente de los Tarfes, caballeros nazaríes que figuraban en la Granada de Pérez de Hita, y también como hidalgo cortesano español que gustaba de fiestas y burlas.

Conviene tener en cuenta que, como hemos recordado, el autor del Quijote apócrifo mueve su trama a partir de la llegada al pueblo manchego Argamasilla de Alba de un grupo de personas algo sorprendente, que viene de Granada. No se trata de altos dignatarios, sino de unos caballeros adinerados que van a participar en unas justas. Como si ello no fuera suficiente para relacionar a estos personajes del apócrifo entorno quijotesco con la sociedad caballeresca presentada en las Guerras civiles de Granada, el grupo va encabezado por un don Álvaro Tarfe, cuyo apellido procede de este último libro y de los romances que en él se integran5.

La figura del moro Tarfe en ese repertorio romancístico, que fue muy difundido, corresponde a una variante del moro cortés, la del retador en su más crudo perfil, ya que lleva a cabo una profanación, que pagará con la vida, cuando desafía a los cristianos de Santa Fe, que tienen cercada a Granada, arrastrando un cartel atado a la cola de su caballo en que está escrita la salutación: Ave María6. Dará muerte a Tarfe un caballero novel, llamado Garcilaso, cuya estampa triunfal con la enseña mariana colgada sobre el pecho y enarbolando la cabeza del moro que ha vencido clavada en la punta de la lanza, se convertirá en el emblema de una campaña victoriosa que hará dueños de la Granada mora a los Reyes Católicos. Esta secuencia de escenas se perpetuará, por cierto hasta fecha reciente, en el repertorio dramático conmemorativo de la toma de Granada7. Por otro lado, dentro del conjunto de romances moriscos nuevos -variedad que se aleja de la evocación de la conquista para centrarse en vivencias individuales de amor, celos, ira o despecho- un moro Tarfe fictivo aparece casi siempre en situación de desventaja.

En cuanto al onomástico Álvaro, no implicaba desprestigio pero sí pertenencia a un mundo más fronterizo que castizo. San Álvaro fue el famoso mártir mozárabe de Córdoba y a su patrocinio se acogieron muchos moriscos, después de la caída del reino de Granada y de la conversión, real o fingida, de su población. Un descendiente de este colectivo, que existió posiblemente en la vida real y de modo notorio en la creación literaria, fue Álvaro Tuçaní, el joven y diestro morisco, capaz de asumir por su porte y su habla cortesana una identidad de hidalgo cristiano viejo. Figura en el segundo libro de Pérez de Hita, dedicado a historiar la rebelión y guerra de la Alpujarra, y allí protagoniza una desgarradora historia de amor y venganza, que tiene su punto culminante en la entrada a saco en el pueblo morisco de Galera de las fuerzas que manda un todavía inmaduro don Juan de Austria. En 1630 Calderón de la Barca recreará esta trágica historia en su poderoso drama Amar después de la muerte o el Tuçaní de la Alpujarra8.

Alguna vez me he preguntado si el nombre de este morisco no inspiraría dos siglos más tarde el de ese otro trágico protagonista -ocultamente también mestizo, en este caso amerindio-, que es el personaje más significativo y famoso del romanticismo español. Por lo menos, resulta sugerente la coincidencia entre el cronista murciano de la guerra de la Alpujarra y el aristócrata cordobés don Ángel de Saavedra, autor de Don Álvaro o la fuerza del sino (1834), al dar el nombre de un mártir cristiano, que se enfrentó al poder mahometano durante el califato, a sus respectivos personajes, cuyos trágicos destinos, aunque muy diferentes, emanan de una situación de mestizaje y de la incomprensión excluyente que se da en su entorno. Disculpen esta divagación que nos ha llevado a la posteridad de nuestro escenario concreto, persiguiendo el aura de un nombre.

Volviendo a la génesis de la figura de don Álvaro Tarfe, que juega un papel en ambas segundas partes del Quijote, pensamos que cuánto ha sido expuesto aquí sobre el personaje creado por Avellaneda no pudo pasar inadvertido a un Miguel de Cervantes que lo llevaría a su propia creación, asignándole el importante cometido de certificar, a instancias del protagonista, la imposibilidad de que los supuestos caballero y escudero que él había tratado en el torpe entorno de la ficción de Avellaneda fuesen los mismos que ahora conoce y valora.

Los caminos de don Quijote, acompañado por Sancho Panza, y de don Álvaro se cruzan en el mesón de un lugar manchego en que cada uno ocupará una sala, donde los mitos sobreviven relegados a unas humildes sargas que cubren las paredes. Cuando ambos viajeros buscan la frescura del portal, escenario que es réplica del de su primer diálogo en la obra apócrifa, don Quijote, reconociendo el nombre que pronuncia un criado, ya ha relacionado al recién llegado con la historia donde se le calumnia, pero a pesar de ello se comporta con perfecta afabilidad y cordura a lo largo del encuentro, y será exclusivamente en boca de Sancho donde se escuchen los epítetos que hacen de su amo un héroe benéfico. Antes de eso, el recién llegado ha abordado con toda cortesía al desconocido con quien comparte hospedaje, preguntándole adónde se dirige, a lo que responde brevemente don Quijote, interrogándole, a su vez, por el destino de su viaje. «Yo, señor -respondió el caballero-, voy a Granada, que es mi patria». No dice «mi tierra», ni tampoco «mi ciudad natal»9. Don Álvaro elige el término que remite a sus raíces profundas, y la réplica de don Quijote -«¡Y buena patria!»- parece acentuarlo. El cruce de palabras no deja de ser congruente si se entiende como una referencia a la Granada de principios del siglo XVII, pero creo que también deja entrever en alusión retrospectiva la gentil Granada en clave nazarí, que por cierto no había estado ausente del mundo imaginario del hidalgo manchego durante sus primeras aventuras, ya que se identificó con el enamorado Abindarráez10 cautivo al término de su primer descalabro (Quijote I, 5). En cuanto al nuevo don Álvaro, llega al mesón como «caminante a caballo» y acompañado de cuatro criados, lo que revela que posee hacienda, pero esta presentación es bien distinta de la aparición del personaje de Avellaneda en la plaza de Argamasilla, adonde aparece rodeado de una cuadrilla en atuendo de fiesta ecuestre que causa asombro, pues a principios del XVII sólo la alta nobleza viajaba con tal aparato.

Creo que la curiosidad que suscitó en mí el don Álvaro cervantino aqueja a muchos lectores y responde a cierta calidad enigmática que impregna el retrato mismo. Uno de los afectados por esa sensación de palpar un cierto misterio se llamaba José Martínez Ruiz y a lo largo de su vasta producción ensayística pergeñó los retratos, dos veces imaginarios, de algunas figuras que vivían en los textos clásicos que con mayor deleite frecuentaba. Una de estas evocaciones azorinianas tiene por protagonista al personaje de que hablamos11 y narra lo que pudo ser su vida, después del encuentro con don Quijote. Ignoro si la lectura del Quijote apócrifo le había puesto ya sobre la pista de la ubicación social del viajero granadino de Cervantes, o si a Azorín le bastaron los leves toques caracterizadores del nuevo don Álvaro para captar la compenetración que surge entre ese caballero cortés, de pocas palabras, atildado y ocioso, y el escarmentado hidalgo que regresa a su aldea, más o menos curado de su adicción a la aventura caballeresca.

En el entorno cervantino se encuentran dos hombres dignos y desengañados, que vuelven a casa, uno para morir, y el otro -según la recreación de Azorín- para leer. Tras esto el ensayista toma el cabo suelto de esa despedida y deduce lógicamente que don Álvaro Tarfe se apresuraría a comprar el libro de Miguel de Cervantes en que se relatan las aventuras de su nuevo amigo. Y al leerlo sufre una conmoción profunda, que es como un eco de la que produjo en la mente del hidalgo manchego la lectura de los libros de caballerías. En consecuencia, al avanzar la vida y quedarse solo, va abandonando sus refinados hábitos burgueses, descuida su hacienda, y acaba arruinado. Entonces se destierra a sí mismo de Granada, avergonzado de su miseria y conservando hasta el final de su vida el ejemplar del Quijote en que ha estampado su nombre, que será borrado al fin del relato por un nuevo comprador del libro. En Sevilla, donde se refugia, no ofrece ya la imagen de un señor próspero y ahidalgado, sino la de un hidalgo empobrecido y huidizo que recuerda a los muchos hidalgos ramplones que pueblan la sociedad recreada por la ficción picaresca del Siglo de Oro.

Se encuentran en esta recreación de Azorín los dos planos de la hidalguía en que los lectores de Américo Castro hemos aprendido a situar a algunos de los protagonistas cristiano-nuevos de ficciones y situaciones dramáticas que nos salen al paso en obras del Siglo de Oro. Sólo que el ensayo que comentamos es de 1915, o anterior, pues forma parte de Al margen de los clásicos, y por lo tanto no puede acusar influencias de las teorías de don Américo, formuladas décadas más tarde. Más bien corresponde a una época en que la evocación ensayística y la erudición iban por distintos derroteros. Aunque hoy la marginación en que poco a poco cae este don Álvaro Tarfe noventayochista nos produce la impresión de que sobre él pesa la problemática del linaje, leyendo el texto no parece que el autor aluda a tal limitación. ¿La tuvo intuitivamente en cuenta Azorín, bien porque recordase el libro de Avellaneda, donde consta la ascendencia nazarí del personaje -que dentro de ese ámbito de ficción no le impide moverse en medios aristocráticos-, o bien porque percibió un augurio negativo en el apellido Tarfe, cuya connotación, como hemos visto, es la de un moro vencido o deshonrado? ¿O acaso siguió el ensayista de la generación de 1898 una línea insinuada en el breve episodio cervantino por los rasgos y el comportamiento del personaje? No es cuestión que yo pueda dilucidar.

Sólo consignaré que la continuación de la vida de don Álvaro que compuso Azorín fue objeto de reescritura por parte de Francisco Ayala en la viñeta «Un caballero granadino» (El rapto 245-47), como ha estudiado Pedro Ignacio López, con lo cual son ya cuatro los perfiles que adquiere esta figura. El último autor asume en este breve texto un tono azoriniano, diferente de su habitual estilo. Coincide con Azorín en evocar la casa del caballero, que imagina con su gran patio, amplias estancias ricamente alhajadas y ventanas abiertas al panorama de la Vega y la Sierra. Se interroga sobre el marco familiar que rodearía al personaje y evoca el entorno social a que hubo de pertenecer, citando figuras reales de la sociedad y las letras granadinas del siglo XVII. Imagina que don Álvaro las convoca para contarles su encuentro con don Quijote. También adquiere el libro. Se habla del proceso de la lectura, y tentativamente el autor asume que el caballero granadino llega a sentir hondo pesar ante el desenlace. Con esas notas simultáneas de emoción y duda se cierra la evocación de Ayala, sin seguir a Azorín en el proceso de degradación de la figura.

Volviendo al entorno de don Quijote que nos muestra Cervantes, quisiera sugerir que hoy, a la luz del estado actual de los conocimientos históricos sobre los moriscos y la sensibilización que don Américo Castro y quienes desarrollan su línea de análisis histórico han aportado, podemos recuperar implicaciones de la figura de don Álvaro Tarfe, que se suman al papel que desempeña en la trama, cuando da a don Quijote y en no menor medida a Sancho la satisfacción de verse liberados de las denigrantes etiquetas con que quiso estigmatizarlos un enemigo de su creador. Este señor granadino es cortés e inteligente, como revelan sus palabras y su pronta aquiescencia al deseo de reivindicación que le plantean los auténticos y en esa fase de su historia muy conscientes don Quijote y Sancho. Además, el granadino es cuidadoso de su atuendo y refinado en sus hábitos, rasgos sugeridos por el detalle: «Púsose el recién venido caballero a lo de verano». Sumada a la etiqueta genealógica que había aportado Avellaneda, la caracterización del personaje lo sitúa implícitamente en el restringido círculo de la élite granadina neocristiana que logró permanecer en su patria, pese al decreto de expulsión. A diferencia de lo poco que en la segunda década del siglo XX se sabía sobre la pervivencia en España de familias moriscas, hoy se conoce la complejidad de ese sector social minoritario12, que tenía tan cerca el proceso de asimilación propio, como vivo el recuerdo del desgarro de sus parientes, amigos y vecinos que habían emprendido el camino del destierro. Raro sería que entre estos nuevos cristianos de origen moro, plenamente asimilados, no hubiese amigos entrañables de Miguel de Cervantes. Pienso que no quiso excluirlos de la España que retrata en el Quijote, y también que subrayó el disimulo -ya no la disimulación que atañe a la religión- con que los neo-cristianos habían de moverse en una sociedad donde lo que se llamaba una tacha en el linaje podía incidir decisivamente en una trayectoria vital. Me parece que don Álvaro Tarfe representa a los moriscos de situación económica privilegiada que preferían cultivar su pequeño jardín recoleto a tratar de llevar adelante proyectos de vida ambiciosos. Cervantes les da cabida y respeta su silencio. Por eso no recoge explícitamente el dato de que los Tarfe fueran un linaje del reino nazarí. Pero tampoco renuncia a mostrar su presencia en la España de principios del siglo XVII ni a darles, con mínimos trazos, un perfil propio.

Y no quisiera concluir sin nombrar una vez más a un indudable amigo de Cervantes13, que si, como pienso, nació y se formó en el sector burgués neocristiano de la sociedad granatense, optó luego por la distancia y por buscar modos de integración en la vida española. Las coordenadas biográficas del poeta Pedro de Padilla fueron tanto la dedicación a las armas, lo que condicionó algunos años su modo de vida itinerante, como a las letras, que le depararon notable prestigio en el Madrid de los Austrias, hasta que en última instancia se consagró a la vida religiosa, profesando como carmelita calzado. Si menciono este tema, que confieso me obsesiona un poco, lo hago porque me parecen significativos los contactos de Miguel de Cervantes con un escritor afamado de su generación, que era linarense o granadino y fue alumno, en la Universidad fundada para formar a los jóvenes conversos, de un profesor morisco, el Licenciado Marín. Pienso que se transparenta una vez más la proximidad del autor del Quijote a sectores sociales conflictivos, en este caso el de la sociedad hidalga neo-cristiana de Granada. Y quizás su solidaridad con ellos se expresa a través del silencio, respetando y cuidando esa difícil situación de los que podían sentirse descalificados por un abolengo que había sido honroso. El personaje literario dual -creado por Avellaneda, adoptado por Cervantes- de don Álvaro Tarfe encarna una tesitura vital auténtica en el entorno español de su tiempo y forma parte de ese entramado en que lo real y lo imaginario se entrecruzan para adentrarnos en un espacio fictivo que encierra una honda verdad.




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