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Drama con símbolos

Crítica a Ana y los lobos

Pascual Cebollada





A la falta de la sorpresa, quizá de la originalidad en el conjunto de su obra, las películas de Saura tienen una línea temática, una intencionalidad y un estilo comunes que les dan personalidad y casi las definen previamente. Ana y los lobos no es una excepción: es película de Saura; acaso más próxima a El jardín de las delicias y menos a La Caza, pero participa también de las demás.

Se sabe, pues, que va a ser una película simbólica, intelectual, limitada, crítica, bien hecha, fría y, para un determinado público especializado, interesante. El interés empieza en el tema a pesar de -o quizás por- su hermetismo. Es una parábola (¿Sobre la historia de España?) sobre el español y su mundo: firme intento de sátira actual sobre la familia y sobre las obsesiones de los individuos, reprimidos por condicionamientos ético-religiosos y sociopolíticos, que acaban reaccionando brutalmente, criminalmente. Al menos eso podría ser.

El argumento está movido por dos conceptos y dos formas de vida cuya contraposición provoca la tragedia. Están representados por Ana y por los lobos. Ana es una institutriz anglosajona que llega, contratada, a un viejo caserón español, aislado en el campo, perdido en el ayer, ajeno a la vida de hoy. Los lobos son los tres hermanos que lo habitan: uno, coleccionista de uniformes militares, en que cifra su ansia de poder y de autoridad; oficialmente, es el organizador de la vida en común, el que gobierna la casa. Otro, el único casado, con tres hijas, es un obseso sexual. El tercero, replegado en su falso misticismo, suele recluirse materialmente en una cueva, curioso anacoreta, para meditar y buscar la paz interior.

Con ellos vive la madre: vieja, gorda y epiléptica, que explota sus ataques para echar remiendos sentimentales a las relaciones de sus hijos y unirlos en torno suyo. Estos, cada uno desde su ángulo, se lanzan sobre Ana. El acoso es a veces grotesco, a veces insultante, siempre obsesivo. La llegada a la vieja casa, a la resquebrajada comunidad, trastorna y revoluciona ese mundo extraño de complejos que ella contempla con menos asombro del que debía provocar el contacto con aquellos locos.

De los personajes de carne y hueso, el espectador advertido pasa a los símbolicos. En los primeros ha podido apreciar un fondo de falsedad, de incoherencia, de falta de razón de ser; los segundos le proporcionan claves diversas para otras tantas explicaciones de lo que ve, aunque lo que más vea sea el cerrado universo español de las represiones, fabricado a gusto para combatirlo con más razón subjetiva. Los personajes, en ambos casos, se acaban adulterando, pierden consistencia vital y real, se ven como innecesarios protagonistas de una trama igualmente innecesaria y artificial. Esto hace, en contraventaja, que el tema y la historia, duros, demoledores, lo sean menos; pero el valor artístico disminuye también.

Ana y los lobos es, en definitiva una película más de Saura. Y en esa definición esquemática hay que ver el juicio negativo y el elogiado. Película con valores de lenguaje y de estilo, habituales en este director, pero menos importante si se analiza, distanciada, obsesiva. Si Saura prescinde algún día de ciertas obsesiones personales hará una gran película; ésta no lo es...

YA, Mundo de la Pantalla. 17 de julio 1973.





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