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El trasfondo social de la novela morisca del siglo XVI1

María Soledad Carrasco Urgoiti





Dentro del cuadro de la literatura española del siglo XVI puede y suele establecerse un cierto parangón entre los libros de pastores y tres obras narrativas a que se aplica el calificativo de novelas moriscas: El Abencerraje, la Historia de los bandos de los Zegríes y Abencerrajes, de Ginés Pérez de Hita, más conocida por el título Guerras civiles de Granada2, y la «Historia de los dos enamorados Ozmín y Daraja», de Mateo Alemán, que aparece intercalada en la primera parte de la Vida de Guzmán de Alfarache. Comparables son, efectivamente, el alejamiento de la contingencia inmediata que puede lograrse mediante el disfraz pastoril o el morisco al conjugar la temática de amor y celos, y de ello dan buena prueba los romances de juventud de Lope de Vega3. Mas en las obras de ficción citadas la materia morisca no es adventicia, sino que responde, como la materia de los libros de pastores, a una problemática propia, si bien de orden muy diferente.

No creo pueda reducirse a una fórmula válida para ambos casos la correlación que en El Abencerraje y en el libro de Pérez de Hita se establece entre el ámbito de la ficción y el mundo del autor, pero hay un aspecto fundamental que une las dos obras. Sin duda está muy alejada de la vida diaria coetánea la imagen idealizada que en ellas se ofrece del caballero moro en relación de igualdad con el cristiano, pero al examinar el contexto histórico preciso en que aparecen tales novelas, se pone de manifiesto en cada caso una toma de posición frente a una realidad de la época: la población morisca española y la actitud que ante ella adopta la sociedad. Separadamente hay que considerar la «Historia de Ozmín y Daraja», de Mateo Alemán, que no es posible interpretar sin tener en cuenta la complejidad de la Vida de Guzmán de Alfarache (1599) de que forma parte. En cuanto a la novelística posterior, ninguna obra importante se centra en torno a los temas y situaciones -idealización de la pareja mora, trato ejemplar entre caballeros moros y cristianos- que forman el vínculo de las dos primeras novelas moriscas, aunque éstas no dejen de influir en los diversos relatos de cautiverio que se escriben en el siglo XVII4.

El Abencerraje y la Historia de los bandos de los Zegríes y Abencerrajes aparecen, respectivamente, durante los primeros y los últimos años del reinado de Felipe II, época en que el problema morisco alcanza extraordinaria tensión. El rey y sus consejeros constatan el fracaso rotundo de la política inquisitorial encaminada a desarraigar los hábitos y creencias de los «nuevos convertidos de moros», pero mientras unos lo achacan a las dificultades que ponen los señores de vasallos y algunas autoridades al libre ejercicio del Santo Oficio, otros consideran que la pertinacia de esa masa morisca reprimida y hostil obedece en gran parte a que la conversión les fue impuesta. Algunos señalan también que el descrédito anejo a la condición de cristiano nuevo perpetúa el despego y el odio, aun entre los miembros de esta clase que quisieran sentirse identificados con la sociedad española5. Dentro de este cuadro general se dan muy sensibles diferencias regionales y se producen cambios importantes en la actitud de los moriscos y de quienes conviven con ellos. Es menester, por lo tanto, examinar por separado el marco en que aparece cada una de las obras de que nos ocupamos, a fin de comprender la significación que en su tiempo tuvieron en relación con el problema morisco.




El Abencerraje

La única versión que se imprimió suelta de la historia de Abindarráez y Jarifa es la que lleva el título Parte de la coránica del ínclito infante don Fernando6, que aparece dedicada al mesnadero aragonés Jerónimo Jiménez de Embún, Señor de la villa morisca de Bárboles. Este nombre, desconocido en la historia, ha proporcionado a la investigación un cabo por el que se ha podido desenmarañar y sacar a luz uno de los conflictos más importantes a que dio lugar en Aragón el problema morisco. Francisco López Estrada7 y Claudio Guillén8 han puesto de relieve que Jiménez de Embún estaba emparentado con conocidas familias de linaje hispano-hebreo, y que, como señor que era de nuevos convertidos, le afectaban de modo directo los litigios sobre la condición de los moriscos y había intervenido en algún caso a favor de éstos. Interesándome por los detalles de esta actuación, me ha sido posible reconstruir la fase de la larga contienda entre la Inquisición y los señores de vasallos aragoneses en que tomó parte activa el Señor de Bárboles. Sin entrar en pormenores, que constan en la monografía que he dedicado a esta crisis9, indicaré sus rasgos más salientes.

En el otoño de 1558 se agrava un conflicto de jurisdicción entre la municipalidad de Zaragoza, bien avenida en aquel momento con el Santo Oficio, y la Corte del Justicia de Aragón, que contaba con el apoyo casi unánime de la nobleza y de la clase de los caballeros e hidalgos. Llega un momento en que los inquisidores se creen inseguros en el castillo de la Aljafería, pues las huestes particulares de los señores de lugares, integradas principalmente por «nuevos convertidos de moros», ocupan la campiña. Promulga entonces un edicto el Santo Oficio prohibiendo que se congreguen los moriscos, aunque sea por orden de sus señores; responden los diputados de Aragón con un llamamiento a Cortes, que proponen don Francés de Ariño, Señor de Ossera, quien llevaba por aquellos años la dirección del partido fuerista, y nuestro mecenas, Mosén Jerónimo de Embún. Las Juntas se celebran sin autorización de la princesa gobernadora ni del gobernador de Aragón, pero el rey envía varios emisarios, entre ellos el duque de Sessa, quienes al fin logran disolver la asamblea a cambio de que los inquisidores declaren que el edicto había sido una medida de emergencia cuyo efecto cesaba al cesar la causa.

Se recrudece el conflicto un año después cuando, a raíz del asesinato de varios servidores del Santo Oficio, los inquisidores decretan el desarme de todos los moriscos de Aragón. El Señor de Bárboles, que era diputado, acompaña en calidad de «caballero contador» una embajada del reino que trata de visitar a la reina Isabel de Valois y a Felipe II. Parece ser que Mosén Jerónimo se quejó de la morosidad con que llevaban el asunto los emisarios oficiales, pero al fin llegaría un momento en que él también considerase prudente retirarse. Los fueristas habían decidido apelar a Roma contra el edicto y recurrir al procedimiento foral de «firma inhibitoria», mediante el cual la Corte del Justicia de Aragón tenía poder para dejar en suspenso cualquier disposición de otro tribunal, hasta que se pronunciase la sentencia definitiva. Realizó De Embún en Toledo las gestiones preliminares, solicitando en nombre de los nuevos convertidos de Aragón y de sus señores que fuese revocado el edicto de desarme y pidiendo después a la Junta Suprema un testimonio de que había presentado tal petición. Mas, cuando le encomendaron que interpusiese la apelación de Roma y lo hiciese constar ante el Inquisidor General, se negó a dar este paso. Otros llevaron adelante el litigio, y al fin fueron presos y procesados por la Inquisición don Francés de Ariño y el caballero que sucedió a Mosén Jerónimo como principal colaborador suyo, a pesar de lo cual esta campaña no fracasó totalmente, pues por el momento quedó sin efecto el edicto de desarme.

Teniendo en cuenta los datos reunidos, resulta evidente que la historia de Narváez y Abindarráez, cuya ejemplaridad radica en la mutua lealtad que se guardan un cristiano y un moro que no renuncia a serlo, hubo de tener valor de actualidad cuando salió a luz bajo el patrocinio de uno de los dirigentes de la campaña encaminada a salvaguardar en lo posible el viejo sistema de convivencia entre cristianos y mudéjares. Aunque en el fondo no sean los mismos, los principios que defienden los fueristas de Aragón coinciden en aquella contingencia con los ideales que inspiran El Abencerraje, y en el trance de la difícil colaboración entre cripto-musulmanes y señores aragoneses que puede adivinarse tras la actuación de Jerónimo de Embún, la novelita aportaba un apoyo moral a esta alianza10.




Ginés Pérez de Hita

En un medio muy diferente, aunque también impregnado de mudejarismo, se movió Ginés Pérez de Hita. Nacido probablemente en Murcia, donde pasó asimismo los últimos años de su vida, residió desde 1568 hasta 1577 en Lorca, villa emplazada en lo que fue zona de frontera contra moros hasta la guerra de Granada. Ginés era un artesano con aficiones literarias. Ciertos documentos hallados en 1922 prueban que ejerció en Lorca el oficio de zapatero11; también consta que estuvieron a su cargo en más de una ocasión las «invenciones» y los autos que se sacaban en la fiesta del Corpus y en otras celebraciones. Queda, pues, inserto en un nivel de cultura popular que en su tiempo se hallaba de cierto modo ligado a la realización literaria o artística de más altos quilates. Las poesías originales incluidas en las Guerras civiles de Granada, así como los poemas largos y composiciones de circunstancias que de su autor se conservan, ponen de manifiesto que le faltaba una formación sólida, aunque, por otro lado, su obra pruebe que había leído crónicas y libros de caballerías, que conocía a Ariosto y tenía familiaridad con el Romancero, tanto el viejo como el nuevo12. En este momento no nos incumbe precisar los linderos de la cultura de Pérez de Hita ni examinar la cuestión, que fue suscitada por Enrique Moreno Báez13, de si ciertos aspectos de su obra corresponden a la corriente manierista. Nos interesa, en cambio, señalar que, por el nivel social en que se mueve, el autor de la Historia de los bandos hubo de vivir en frecuente contacto con artesanos moriscos, a quienes consideraría como peritos y maestros en las artes decorativas que la cultura nazarí desarrolló espléndidamente y que él, Ginés, admiraba y practicaba -recordemos la minucia con que describe galas, arreos y carrozas de complicado mecanismo y no olvidemos que con sus manos, o al menos en su taller, se habían armado también invenciones y tramoyas áulicas14.

En la zona donde vivió Pérez de Hita eran frecuentes los matrimonios de cristianos viejos y nuevos y existía una población de origen moro tan numerosa que a los moriscos del reino de Granada obligados a abandonar su tierra después de la rebelión se les prohibió establecerse allí. La relación entre los sectores que constituían la heterogénea sociedad de aquella región debió ser armónica15. En realidad, concurrían en la comarca dos tendencias que fomentaban la convivencia pacífica entre los descendientes de los moros y el resto de la población: por un lado en Murcia, como en Aragón y Valencia, los mudéjares hablan constituido durante siglos un elemento útil e importante de la estructura social y económica del reino. Por otro lado, se habían afincado allí después de la conquista de Granada bastantes familias oriundas de aquel reino. Entre éstas habría algunas de cierta alcurnia y estarían representados los diferentes grados de asimilación a la sociedad española que se produjeron en Granada misma, donde no dejó de dar algún fruto la labor evangelizadora del primer arzobispo, fray Hernando de Talavera, cuyo ideal consistía, como ha puesto de relieve Francisco Márquez, en cristianizar a los moros sin despojarlos de sus hábitos, su lengua y su cultura16.

A lo largo del siglo XVI, un sector de la nobleza, del que son los más eximios representantes los Mendoza, mantiene la misma tendencia. La zona permeable entre la antigua población mora y la de los conquistadores abarca todas las esferas, desde la aristocrática, representada por don Alonso de Granada Venegas -personaje unido a don Diego Hurtado de Mendoza por vínculos de amistad y parentesco17-, hasta los humildes sacerdotes católicos de sangre mezclada que sufrieron martirio a manos de los moriscos rebeldes18. En un nivel intermedio estaban las familias que descendían de esos «moros ahidalgados» a quienes se refiere Pérez de Hita, y en cuya voluntaria conversión hace tanto hincapié19, teniendo en cuenta que la ley autorizaba a llamarse cristianos viejos a los descendientes de los moros que se hubiesen bautizado antes de las capitulaciones20. Incluso Aben Humeya, cuya tragedia consistió en no dejar nunca de ser don Fernando de Válor, queda inserto en esta zona social, herida de plano por los contrasentidos de la edad conflictiva. Recordemos por último a una figura que Pérez de Hita saca de la oscuridad y que inmortalizará Calderón: el Tuzaní de la Alpujarra21 No pienso ahora en la trágica historia de amor y venganza que todos conocemos, sino en la vida que llevó después del perdón de don Juan de Austria. Al amparo de don Lope de Figueroa, este morisco, que en nada se distinguía de cualquier caballero castellano, sirvió en la batalla de Maestrich y asistió a las Cortes de Monzón, pero muerto su protector se retiró a vivir en la Mancha, ya que no podía volver a su pueblo natal, que era Los Vélez o Cantoria.

Ginés visitó al Tuzaní en su retiro para recoger datos sobre la rebelión22, y no podemos dejar de preguntarnos si el escritor no sería también un cristiano nuevo, consciente de una ascendencia mora aunque firme en su fe católica. En su juventud habla ido a la guerra de la Alpujarra más bien por necesidad, sustituyendo a un rico terrateniente que le compensó con cinco ducados, más la paga23, pero luego fue un soldado valeroso que sentía el mayor entusiasmo por don Juan de Austria y sobre todo por el marqués de los Vélez. En cuanto a los rebeldes, le inspiraban odio en algunas ocasiones, lástima en otras. Es indudable que cuando Pérez de Hita regresó a Lorca las autoridades le consideraban persona de confianza, pues le encomendaron en 1571 la guarda de ciertos moriscos24. Y al sedimentarse los recuerdos de aquellos años quedó como nota concluyente el sencillo y dolorido comentario que se lee en las últimas páginas de su historia de la rebelión: «Finalmente los moriscos del reyno fueron sacados de sus tierras, y fuera posible ayer sido mejor no averlos sacado por lo mucho que su Magestad a perdido y aun sus reynos»25.

Hombre inteligente y sencillo que respiraba el ambiente de la región limítrofe entre lo que fue en el siglo anterior tierra de moros y la habitada de antaño por pacíficos mudéjares, Ginés rompe una lanza en la Historia de los bandos por el prestigio de la Granada árabe, como pretenden hacerlo por aquellos mismos años, de modo menos noble, los falsificadores de los libros plúmbeos del Sacromonte y otros escritores de la región que urden fantásticos mitos sobre su prehistoria26. La obra de Pérez de Hita condena implícitamente los prejuicios y los estatutos27 que perjudicaban a los descendientes de aquellos bravos moros que fueron no tanto vencidos como anexionados a la Corte de los Reyes Católicos, según él refiere los hechos. De la misma manera que la novelita anónima, aparecida cerca de cuarenta años antes, la Historia de los bandos, ensalza un pasado en que se enfrentan noblemente moro y cristiano, si bien el escritor murciano resuelve esta disparidad en unidad de creencia, al insistir en el carácter de gozoso hallazgo que tiene para sus personajes más ejemplares el tránsito de buen moro a buen cristiano28. Su obra, tan llena de vida y alegría, encierra un llamamiento a la concordia basado en la dignidad y también en la sinceridad del cristiano nuevo, y señala el único rumbo que hubiese podido evitar la diáspora definitiva del morisco español, y con ello salvar la integridad del medio mudéjar cristianizado que era el mundo del autor.




Mateo Alemán: «Historia de Ozmín y Daraja»

Primera de las novelas intercaladas en la obra de Mateo Alemán y única cuyo desenlace alentador ofrece un contrapunto a las amargas experiencias del pícaro, la «Historia de los dos enamorados Ozmín y Daraja» combina una peripecia derivada de los esquemas bizantinos con una serie de motivos temáticos, un detallismo descriptivo y una localización histórica que la sitúan en la línea novelística iniciada por El Abencerraje y ampliamente desarrollada por Pérez de Hita29. Pese a tales semejanzas y a que Alemán, a la hora de idealizar el amor, supera a Pérez de Hita en sutileza de sentimientos, hay un abismo entre la ejemplaridad caballeresca que rige las relaciones de moros y cristianos en las dos obras anteriores y la opción por el disimulo y el engaño como ineludible medio de defensa que implica la conducta de Ozmín y Daraja.

La acción de la novelita se inicia con la toma de Baza -diciembre de 1489- y concluye poco después de la entrada de los Reyes Católicos en Granada -enero de 1492-, pero no presenta a los adversarios en relación de paridad, ni siquiera enfrentados en la última línea de defensa de un estado autónomo. Casi toda la peripecia novelesca se desarrolla en Sevilla, capital de la Andalucía cristiana, donde floreció el arte mudéjar. Allí se despliega, muy apropiadamente, toda la gala áulica de la lidia y los juegos de cañas que el Romancero nuevo y las Guerras civiles emplazaban en la estilizada Granada del Rey Chico, aunque en cierto modo su modelo inmediato fuesen las fiestas ecuestres europeas que en España, y especialmente en Andalucía, habían adoptado la técnica hípica y los arreos del jinete moro. En los juegos de toros y cañas que organizan nobles castellanos para alegrar a la cautiva Daraja triunfará Ozmín, cripto-moro que en ese momento actúa como el caballero aventurero de los torneos. De este modo se mantienen las características de valor, gallardía y destreza que, junto a la condición de enamorado, ostenta en las dos novelas moriscas anteriores el personaje moro. Además, para el lector, Ozmín representa la milicia granadina, que en aquel preciso momento histórico, recreado por la novelita, había desaparecido; y las circunstancias en que el autor sitúa al protagonista recalcan el haz y envés de capacidad y desamparo que, desde la Historia de Abindarráez y Jarifa hasta El último Abencerraje de Chateaubriand, serán atributos de la figura idealizada del moro granadino.

En cambio, bien sea por la desengañada visión del mundo que subyace en la obra de Mateo Alemán o por la fuerza con que se impone el modelo bizantino30, Ozmín y Daraja, que son admirables en su acendrado amor, ignoran aquella subordinación ejemplar de la propia dicha a las exigencias del honor caballeresco que se establecía en El Abencerraje. No sólo faltan a este código al urdir una mentira tras otra y engañar con la verdad, sino que Ozmín lo repudia implícitamente cuando responde con una confidencia falsa a don Alonso, quien le ha pedido que se sincere con él, prometiendo guardarle fidelidad y secreto «por la fe de Jesucristo que creo y orden que de caballería mantengo...»31.

Cuando la intervención de los reyes pone fin a la cadena de adversidades que han probado el amor de la pareja mora ya ha dejado de existir el reino de Granada, y el desenlace favorable conlleva, de modo natural y casi inevitable, la conversión de los enamorados, que vivirán en su tierra como nobles. No sólo coincide tal solución con el final de la obra de Pérez de Hita, sino que también parece aludir a la permanencia en Granada de familias poderosas del reino nazarí. Con una ambivalencia que no es excepcional en el Guzmán, el bautismo de los protagonistas se valora plenamente, pero no está desligado de la red de intereses terrenales en que se mueven todos los personajes. Desde que Daraja cayó prisionera fue objeto de una política de captación, generosa, sin duda, pero también hábil. La cautiva comenzará por vestir a la castellana con el propio traje de la reina, que ésta le ofrece, y acabará por hacer suyo el nombre de doña Isabel al aceptar la fe de los vencedores. Nada se nos revela respecto a su íntimo sentir religioso, ni como musulmana ni como catecúmena. En cuanto a Ozmín, Alemán acierta a expresar en dos líneas muy suyas la interiorización del sentimiento de gratitud que pugna por expresarse: «quisiera responder por todas las coyunturas de su cuerpo, haciéndose lenguas con que rendir las gracias de tan alto beneficio, y, diciendo que quería ser baptizado, pidió lo mismo en presencia de los reyes a su esposa»32. No hay nota de insinceridad, pero tampoco de fervor puramente religioso en esta aceptación de lo que proponen los Reyes Católicos a los enamorados, quienes sobrevivirán como ahijados suyos al naufragio de lo que fue su mundo.

Mateo Alemán no aplica en ningún momento a sus personajes moros la designación de moriscos, que los hubiera descalificado a ojos del lector en cuanto protagonistas de una historia de amor idealizada. Y sin embargo, los enamorados se transforman, durante el transcurso de la acción, de moros de Granada en nuevos convertidos. Para Ozmín en particular este período se llena de indignidades y secretas humillaciones que bien pueden simbolizar un proceso de degradación social. Aun en el momento más favorable de su estancia en Sevilla, necesita ocultar su identidad para competir con otros caballeros, y a fin de rebajar al rival que más teme --don Rodrigo- ha de adiestrar a otro -don Alonso-, respecto del cual se encuentra en una situación de dependencia. La clandestinidad en que vive el moro le fuerza a renunciar, como ya se ha apuntado, no sólo a las preeminencias sociales de su rango, sino también al trato sin doblez a que nobleza obliga. Tales circunstancias, aunque pueden explicarse por fuentes literarias, no dejan de guardar cierta relación con las condiciones en que a fines del siglo XVI pudieran encontrarse, digamos, los nietos o biznietos de un Ozmín y hasta cierto punto cuantos pertenecían, como el propio autor de la «Historia de los enamorados», a la clase de los cristianos nuevos. Al salvarse el prestigio del personaje, a pesar de los equívocos que provoca o quizás a causa de ellos, ¿no se justifica un poco a quienes se refugian en la disimulación? ¿No quedan también ennoblecidos de alguna manera quienes, hallando cerrado el camino de los cargos y honores, ejercen la influencia que pueden, dominando con su superior inteligencia a un poderoso a quien sirven?

Ozmín se sitúa en la antítesis de lo heroico cuando franquea con nombre fingido la línea divisoria entre los reinos de Granada y Castilla, sobornando a un capitán; también en el episodio del ataque gratuito de unos villanos al moro y a don Alonso parece que se resquebraja el mundo de esmalte de la novelita y penetran en él como boqueadas de vulgaridad. El compañero de jornada de Guzmán pinta la aversión de la gente plebeya hacia «la noble» como un mal que en su tiempo se padece, igual que cien años antes, pero bien sabemos que no eran los titulados, sino los simples hidalgos, y entre éstos los tachados de conversos, quienes solían ser objeto de la antipatía del vulgo. Don Américo Castro mostró hasta qué punto todo ello afecta la mentalidad y la obra de Alemán33. En el pasaje a que aludimos, la pequeña digresión surge cuando ya el pícaro va a reanudar pronto la relación de su propia vida. El quiebro del hilo narrativo perturba la concentración del lector en el acontecer, hasta entonces lisamente referido, de la novelita y le mueve a situar ésta en la perspectiva debida, como parte de la vasta estructura autobiográfica, veteada de pasajes reflexivos, que es el Guzmán. Si las intromisiones anteriores del narrador en la historia de los enamorados han sido fugaces, ahora sale de la oscuridad, como personaje de bulto, comentando el resentimiento de la plebe en términos que cuadrarían aun mejor a la problemática social que refleja la experiencia del pícaro, con su estricta contemporaneidad.

No es probable que Mateo Alemán sintiese la aguda preocupación de un Pérez de Hita por la suerte de los moriscos, aunque al coincidir con éste en un desenlace que recuerda la plena aceptación del convertido en la Corte de los Reyes Católicos más bien se opone a los proyectos de expulsión que los apoya. Si el atractivo que involuntariamente ejerce Daraja sobre varios nobles castellanos que la pretenden en matrimonio traduce un tópico de la novela bizantina, no por ello se deja de subrayar con tal situación la igualdad de moros y cristianos de alcurnia. Además, al introducir en la novela morisca granadina el motivo del amor de un caballero hacia una mujer de distinta religión, Mateo Alemán preludia el amplio desarrollo que alcanzarán tales conflictos en la novela hispano-morisca francesa, y posteriormente, cuando se produzca el rebrote de interés por la materia de Granada que suscitará en diversas literaturas el romanticismo. Si estoy en lo cierto al suponer que las circunstancias vitales del autor no son ajenas a la selección temática, ni a la fusión de las formas novelísticas morisca y bizantina que se efectúan en «Ozmín y Daraja», hay que situar a Alemán a la cabeza de los escritores que proyectan sobre la figura idealizada del moro o del morisco español la contingencia en que, al tiempo de componerse la obra, se encuentra un grupo social minoritario34. La materia granadina se hace más dúctil en la novelita inserta en el Guzmán, de cuya difusión internacional participará, facilitando que la temática hispano-morisca sea adoptada en épocas posteriores por novelistas, dramaturgos y poetas de muy diverso talante, que la moldearán de acuerdo con la visión, complacida o angustiada, que cada uno de ellos tenga de la sociedad en que vive.





 
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