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Eugenio Ímaz entre el liberalismo cristiano europeo y la Alemania nazi

Solange Hibbs-Lissorgues





Al planteamos el tema de Eugenio Ímaz y el liberalismo cristiano, nos pareció imprescindible profundizar en la actitud de un hombre para quien ética y religión confluyen en el humanismo. Toda la reflexión del escritor se centra en la adecuación entre conciencia y conocimiento; conocimiento del hombre en su trayectoria vital, como percepción de su dimensión histórica en abierto devenir. Si Ímaz rechaza la adecuación meramente intuitiva del pensamiento con las cosas1, habla de «ensanchamiento de la conciencia», de la conciencia «actuante», e insiste, a lo largo de su obra sobre la necesaria vinculación entre el saber teórico, la elaboración intelectual, el análisis científico y la filosofía entendida en el sentido más amplio de la palabra, es decir, una filosofía que une el ser y el estar. Para Ímaz esta filosofía humanista implica el no estar fuera sino dentro; adentramiento que es fruto de las circunstancias históricas que, a su vez, enriquecen la reflexión y fraguan el compromiso.

También nos dice Ímaz que este ensanchamiento de la conciencia no se debe a los filósofos «voceros de la junta de los hombres», ni a los apóstoles «porque tampoco son otra cosa que instrumentos»:

El magister dixit es una consigna que puede durar siglos pero no es nada más. Es la junta de los hombres la que en su lucha y en sus luchas por dominar la naturaleza, por adquirir conciencia, elabora, enriquece y afirma la conciencia del hombre2.



Hemos querido recalcar esta conexión vital de su pensamiento con la realidad de su tiempo, con el quehacer histórico, porque la búsqueda de Ímaz de una «teoría del conocimiento», de la conciencia, tiene que arraigarse en la realidad humana y social circundante y no deber ser «el mero fruto de filosofías académicas» o del dogma. En «¿Qué es el hombre?» (1949) y «Angeología y humanismo» (1950), artículos publicados en Luz en la Caverna, surge, afirmada con reiterada pasión, esta búsqueda humanística que consiste en pensar el hombre como miembro de la comunidad humana y como afirmación en el mundo y con el mundo.

En su exhaustivo y ejemplar estudio sobre el filósofo donostiarra, José Ángel Ascunce, ha mostrado cómo el autor de Topía y utopía (1946) no identifica cristianismo con confesionalismo, y ha insistido sobre su rechazo visceral de toda doctrina basada en dogmas y preceptos conducente a cualquier tipo de totalitarismo y de intolerancia3.

A estas alturas, nos interesa ahondar en la filiación ética de este pensamiento y ver cómo el cristianismo de Ímaz, que es actitud interior y responsable, cómo su comportamiento con la realidad humana y social, con la historia, fueron vivificadas por su contacto con determinadas enseñanzas de la universidad de Lovaina y de su amigo y maestro Juan Zaragüeta, quien también había asistido al mismo centro universitario.

No hace falta recordar la estrecha amistad que unía a Eugenio Ímaz con Juan Zaragüeta. Animado por éste, Ímaz marchó a Lovaina, a finales de 1918, en compañía de Xavier Zubiri. En la universidad belga transcurre el invierno de 1919 y la primavera de 1920 donde se dedica a estudiar filosofía y derecho político comparado. Sin duda esta estancia dejó huellas importantes en Ímaz cuya reflexión estaba impregnada por las enseñanzas de Zaragüeta, también formado en la escuela crítica del Instituto Superior de Lovaina, donde consiguió la licenciatura y el doctorado4.

Este eclesiástico fue una de las personalidades más destacadas tanto desde el punto de vista religioso como filosófico, que en el siglo XX abrieron la filosofía perennis a las corrientes modernas y «establecieron un puente entre el pensamiento liberal-progresista y el católico-conservador»5. Había estudiado Antropología sicológica (Teoría psicogenética de la voluntad, 1914), había sido influido por la fenomenología de Husserl, la filosofía vitalista de Bergson. Consideraba que había una superación posible del antagonismo que oponía realismo metafísico e idealismo racionalista de la conciencia gracias a la filosofía de la vida (Filosofía y vida, 1950). Se resolvía el antagonismo dialécticamente ya que idealismo y realismo eran dos grados de la evolución de la filosofía. En Filosofía y vida, que es una de sus obras principales, «intenta ofrecer una Summa, es decir una ciencia general de la vida que incluya sistemáticamente los momentos esenciales de la existencia humana en todos sus aspectos»6. Su planteamiento representa un intento para conciliar la reflexión sobre la filosofía de la tradición con una apertura a las ciencias humanas y modernas. En esto está influido por el trabajo crítico que se dio desde las cátedras de Lovaina y por la voluntad de algunos de sus representantes más destacados para aunar reflexión filosófica y religiosa con aspiraciones y exigencias del mundo moderno.

Hemos dado este rodeo imprescindible para dejar constancia de una reflexión cuyas semillas se encuentran en los esfuerzos por parte del sector católico cristiano liberal y moderado por resolver los problemas y retos que el ser humano encuentra para armonizar sus creencias, su vida individual con la vida social y los asuntos temporales.


Afirmación de una corriente católico-liberal y humanista en Bélgica y en Francia

En primer lugar conviene dejar asentados los antecedentes históricos de la Escuela de Lovaina. En 1830, Bélgica conquista su independencia nacional con una revolución, y se dota de una de las constituciones más liberales de Europa en la que existe una nítida separación entre la Iglesia y el Estado. Poco después, en 1834, los obispos belgas crean en Lovaina una universidad católica. Por otra parte, el seminario de Malinas, que se organiza en 1820 en torno a Monseñor Mean, Arzobispo de Malinas, será otro foco importante de esta revitalización del cristianismo que busca nuevos derroteros para estar presente en la sociedad civil. Se llamaba a los católicos a manifestarse en todos los estratos de la sociedad para emprender desde dentro una reconquista de los derechos de la Iglesia en el ámbito religioso, cultural y de la educación, y se recomendaba recurrir a la nueva solidaridad entre libertad y catolicismo. Los representantes del llamado catolicismo-liberal tanto en Bélgica como en Francia, se expresaron en los Congresos de Malinas (1863, 1854 y 1867), organizados con la voluntad de promover el apostolado cristiano y la renovación católica de la sociedad moderna «utilizando todos los recursos que se perdían por falta de una justa explotación»7.

En estos congresos se manifestaron aquellos católicos que querían independizarse de la autoridad dogmática de Roma, impregnada por las afirmaciones tajantes del Syllabus de Errores (1864). No pueden disociarse estas primeras manifestaciones de un catolicismo moderado y progresista, del contexto político-religioso de determinados países europeos como Bélgica y Francia en los que algunos sectores del catolicismo eran partidarios de un diálogo con la sociedad y las instituciones modernas. En Bélgica, estos católicos deseaban la independencia de la Iglesia y no descartaban la posibilidad de una constitución basada en las modernas libertades. La experiencia belga significaba principalmente el respeto de la constitución y la utilización del sistema parlamentario para la defensa de los intereses religiosos8.

Esta actitud de mayor tolerancia intelectual y de diálogo con la sociedad civil tuvo uno de sus más destacados representantes en el Cardenal Désiré Mercier (1851-1926), profesor de Filosofía en el Seminario de Malinas desde 1877. El Cardenal Mercier, que se había trasladado a la universidad de Lovaina en 1882, fue nombrado Arzobispo de Malinas en 1906. Organizó el curso superior de Filosofía según Santo Tomás, de acuerdo con la encíclica de León XIII, Aeterni Patris (1878), que preconizaba la renovación de los estudios tomistas y de las relaciones entre la fe religiosa, la historia y las ciencias9. En 1888, fue el promotor del Instituto Superior de Filosofía. Una de las preocupaciones esenciales de Mercier fue unir la Filosofía y las ciencias, aunque reconocía que sus relaciones, como las de la fe religiosa con la Historia, eran problemáticas.

En aquel período del siglo XIX, el concepto de libertad así como las cuestiones relacionadas con el progreso y la perfectibilidad del ser humano constituían el nudo gordiano de los debates. Estas cuestiones también se barajaron en los sectores católicos españoles más conciliadores, opuestos al dogmatismo y al rigorismo religioso generados por el Syllabus y el Concilio Vaticano I. Podemos recalcar, a este respecto, el protagonismo de algunos eclesiásticos catalanes que, como Eduardo Llanas, Josep Morgades, Eduardo Vilarrasa e Idelfonso Gatell, se oponían al maximalismo religioso del sector tradicionalista e integrista. Este mismo distanciamiento con respecto a extremismos religiosos e ideológicos se encontraba en Juan Mañé y Flaquer, director del Diario de Barcelona, quien había representado la postura del catolicismo moderado en los Congresos de Malinas.

Las manifestaciones del catolicismo liberal europeo y los Congresos de Malinas, que proponían un catolicismo militante moderado abierto a las corrientes político-culturales de la época, habían suscitado el interés y la adhesión de algunos sectores católicos españoles. Entre ellos pueden incluirse personalidades del catolicismo conservador como los catalanes Manuel Durán i Bas, Josep Coll, Joaquín Roca y Cornet, herederos del cristianismo conciliador y humanista de Jaime Balmes y de la Escuela Apologética Catalana, y figuras como la del balear José María Quadrado. Las actuaciones de estos católicos a lo largo del siglo no desembocaron en un catolicismo liberal comparable al que se había elaborado en Francia y en Bélgica. Pero el proyecto de reconquista de la sociedad civil mediante un catolicismo conciliador, compartido por eclesiásticos y laicos de sensibilidades políticas distintas, iba a preparar el terreno para el posterior y tardío arraigo de la democracia cristiana10.

Sin lugar a dudas, en esta maduración hacia un cristianismo más humanista, preocupado por el hombre en la historia más que por el dogma, las enseñanzas y los cuestionamientos planteados por los católicos belgas en las cátedras de la Universidad de Lovaina y en los seminarios de Malinas fueron un elemento decisivo. La originalidad de la posición del Cardenal Mercier, para quien la filosofía era una búsqueda personal y había que confrontar la escolástica con la ciencia y el pensamiento del tiempo presente, dejó huellas visibles en la reflexión de algunos católicos españoles como Juan Zaragüeta y Eugenio Ímaz.

José Ángel Ascunce e Iñaki Adúriz han mencionado la importancia de este sustrato ético y religioso en el primer período de la vida de Eugenio Ímaz. Es revelador en este aspecto recoger las propias palabras del filósofo donostiarra en «España y la cultura» (1950) que se refieren «al respeto viril por la verdad» y, aclarando su pensamiento en tan significativo artículo, añade que «para echarse a andar» conviene «no incurrir en ningún dogmatismo ni filosófico, ni científico»11. Sintomáticamente, en el discurso inaugural de su «Curso superior de filosofía según Santo Tomás», en 1882, el Cardenal Mercier relaciona la noción de filosofía con la exigencia de «practicar virilmente la libertad de pensamiento». Esta coincidencia de lenguaje revela la profunda filiación ética de Ímaz con respecto a este grupo de filósofos cristianos que defendieron la unión de «la razón y de la fe cristiana» y que abogaron por una filosofía que, lejos de las rigideces del dogmatismo, debía buscar «desinteresadamente la verdad, toda la verdad, sin preocuparse de las consecuencias»12.

Se ha puesto en evidencia la constante evolución de la postura de Mercier, el enriquecimiento de una reflexión confrontada, con el divorcio que existía a finales del siglo entre la Iglesia y el mundo intelectual. Para este eclesiástico y filósofo se trataba de saber cómo concebir de manera nueva las relaciones entre razón y fe:

La doctrina revelada no es para el filósofo ni para el sabio un motivo de adhesión, una fuente directa de conocimiento, sino una salvaguarda, una norma negativa; por lo tanto en el momento en que procede a sus investigaciones, el filósofo cristiano puede interrogar en toda libertad a la naturaleza o a su conciencia y seguir la dirección de su razón13.



Mercier admite como una evidencia que el investigador debe dejarse instruir por la historia y colaborar con los otros. También aflora en su obra la crítica del racionalismo sistemático, asfixiante; es conveniente interesarse por todos los sistemas, «distinguir en cada uno de ellos la idea justa que contiene y las posibles desviaciones»14. Pero la modernidad del pensamiento del Cardenal Mercier reside principalmente en su enjuiciamiento de las relaciones entre la ciencia, la metafísica y la filosofía. Para él existe una relación vital entre las ciencias y la metafísica, entre filosofía y ciencias de la observación. Conviene integrar la actividad científica dentro de la total actividad humana: «La ciencia no es una acumulación de hechos; es un sistema que incluye los hechos y sus mutuas relaciones; no es un agregado de átomos, sino que es un organismo»15. Su rechazo de toda actitud dogmática tanto dentro como fuera de la ciencia desemboca en la exigencia de una actitud reflexiva y controlada, fuente de progreso.

En Ímaz también se refleja esta preocupación por evitar una sistematización del pensamiento: son permanentes su convicción de la perfectibilidad humana y su rechazo al «ultimatum» de la razón, de lo que llama «la estrechez materialista». Insiste a lo largo de su obra sobre la necesaria vinculación entre el saber teórico, la elaboración intelectual, el análisis científico, la filosofía, en el vínculo que une el ser y el estar. Para Eugenio Ímaz el compromiso del ser humano con sus circunstancias históricas, del filósofo con las cuestiones fundamentales de su época, es lo que posibilita el «ahondamiento de la conciencia». Nada más alejado del dogmatismo que la valoración realizada por Ímaz de lo que él llama el destino del hombre, «la conciencia actuante»:

Porque el hombre no ha venido al mundo, cuando ha venido, para amar a Dios sobre todas las cosas, ni para estar por encima de ellas, como Dios, contemplándolas y complaciéndose en su juego, sino para hacerlas. En esta necesidad absoluta que tiene el hombre de saber a qué atenerse, para saber qué hacer, para hacer, está, según algunos, el origen de la sabiduría16.



En esta misma línea, afirma la necesaria integración del hombre en la comunidad humana, la afirmación del hombre en el mundo y con el mundo: «El yo se encuentra a sí mismo cuando se entrega al tú»17.

Para evitar todo tipo de dogmatismo, Ímaz expresa en su momento las exigencias intelectuales y éticas reflejadas en la obra de cristianos humanistas como Mercier: no se pueden limitar las pretensiones del espíritu humano sólo al conocimiento científico. Lo que se estudia es «la verdad» y ésta es el fin último del espíritu. Hace hincapié en la necesaria incorporación de la ciencia en una formación humanista. La verdad es una relación y una relación no es posible sino mediante un acto de inteligencia y este acto de inteligencia «invalida el principio de obediencia y la razón de autoridad»18. Este acto de inteligencia también es el que invoca otro filósofo cristiano y humanista, Jacques Maritain, cuya influencia sobre Ímaz se trasluce en varias ocasiones.




Jacques Maritain y el humanismo integral

Si la influencia del Cardenal Mercier y de la universidad de Lovaina impregnó la maduración ética de Eugenio Ímaz en un determinado período de su vida (enseñanzas de Juan Zaragüeta, estancia como estudiante en la universidad belga), las numerosas convergencias entre el pensamiento del filósofo donostiarra y el escritor católico francés adquieren particular relieve en unas circunstancias políticas e ideológicas especiales. Iñaki Adúriz cita en varias ocasiones la amistad y las colaboraciones que unían a Xavier Zubiri, durante su estancia en París, a Jacques Maritain y los vínculos que acercaban a éste y a Ímaz como consecuencia de labores comunes en las revistas Cruz y Raya y España Peregrina, a Ímaz y el filósofo francés19.

Existen numerosos puntos de contacto entre la abundante obra de Maritain, su reflexión sobre la necesaria revitalización del humanismo, en un contexto político e histórico amenazado por dogmatismos de distinto cuño, y la del escritor y ensayista donostiarra. No menciona Eugenio Ímaz la lectura de obras tan significativas en aquel período de la década de los años 30 como Humanisme intégral, pero la valoración lúcida que ambos escritores católicos hacen del protagonismo de los regímenes totalitarios y de la necesaria defensa del hombre como individuo libre y conciencia comprometida en determinados contextos históricos, está vivificada por la misma visión humanista y ética.

Indudablemente la obra de Maritain había sido difundida entre los intelectuales católicos españoles20. Entre sus ensayos más relevantes hay que incluir Religión y Cultura (1930) y Del régimen temporal y de la libertad (1933). La obra que más nos interesa en esta valoración conjunta del pensamiento católico progresista y humanista de Maritain e Ímaz es Humanisme intégral21. Ya hemos comentado que la reflexión de Maritain se enmarca en un contexto histórico e ideológico similar al que experimentaba Ímaz en España. Humanisme intégral, cuya primera edición salió en el año 1936, contiene seis conferencias dictadas en agosto de 1934, en la Universidad de Santander, y publicadas en español bajo el título Problemas espirituales y temporales de una nueva cristiandad.

En aquellos años en Francia van a celebrarse unas elecciones legislativas decisivas que reflejarán la progresión significativa del Partido Comunista e instaurarán en el gobierno una mayoría de izquierdas. Este gobierno es el del Front Populaire. En España, 1934 es el tercer año de existencia de la Segunda República cuya andadura política experimenta numerosos conflictos generados por el enfrentamiento entre dos corrientes ideológicas de signo opuesto y cuyos antagonismos prefiguran la tremenda guerra civil española. En cuanto al contexto político europeo, éste está dominado por la marea del fascismo y del nazismo. En un continente lleno de tensiones, en el que se oponen fuerzas anticomunistas y antifascistas, los católicos se enfrentan a numerosas dificultades y conflictos a la hora de encontrar vías de reflexión y soluciones.

Jacques Maritain plantea en su obra la difícil cuestión del compromiso de los católicos en los asuntos temporales. No lo hace sólo como cristiano sino también como filósofo e intelectual. En un largo capítulo de Humanisme intégral afirma que el papel de los católicos en la transformación del régimen social es fundamental y que «sólo mediante un proceso de integración, la vuelta a una sabiduría a la vez teológica y filosófica» podrá el hombre cristiano elaborar una «síntesis vital»22. No pueden mantenerse alejadas la espiritualidad y la conciencia religiosa del mundo, de la cultura de la acción social y política. Maritain nos recuerda que a lo largo de la historia y a través de la pluralidad cultural tiene que existir un movimiento perpetuo: el progreso de la conciencia y de su autonomía. Este planteamiento se asienta en fundamentos humanísticos y los encontramos también en el pensamiento y en la obra del filósofo y ensayista donostiarra para quien «el sentimiento religioso se desnuda de obediencia y se recubre de compromiso y responsabilidad»23. Su compromiso en las distintas circunstancias de su vida (guerra civil española, surgimiento del fascismo y del nazismo) descansa en esta ineludible relación entre ética y religión.

En Humanisme intégral, Maritain ha escrito varias páginas de extraordinaria clarividencia sobre los totalitarismos y sobre el nazismo. Nos avisa que no puede disociarse el humanismo de algunos valores de civilización y que la supervivencia de la sociedad democrática supone una ineludible referencia a una cosmovisión del hombre que es precisamente una herencia del humanismo.

Esta obra marca una etapa decisiva en su reflexión sobre las relaciones entre lo espiritual y lo temporal. Plantea el problema de la fe dentro de una perspectiva histórica, sin abandonar su fidelidad a la filosofía tomista. Su visión recalca la capacidad de adaptación del cristianismo. Así, se han sucedido durante siglos, tipos de cultura o de civilización cristiana que han correspondido a ideales históricos concretos insertos en circunstancias concretas. De este modo, a lo largo de la historia, la conciencia se ha ido despertando y abriendo a los problemas temporales. Insiste, por lo tanto, sobre la relatividad y la pluralidad de las formas de civilización, sobre la necesaria independencia de la conciencia humana, sobre el obligado rechazo de todo tipo de dogmatismo cerril y de totalitarismo ideológico.

En su análisis de los totalitarismos políticos, y más especialmente en su enjuiciamiento del nazismo, denuncia los desórdenes debidos a la anexión de la religión por el Estado: éste se apodera de las conciencias, imposibilita el libre juicio cristiano sobre el mundo temporal, suprime los medios que tienen los cristianos de defender los valores morales en la vida pública. El bien y el mal, lo justo y lo injusto se miden por el rasero del Estado y no por el de la religión24. Para Maritain, la finalidad del humanismo es conferir al hombre más humanidad y revelar su grandeza mediante su participación a la historia, a la naturaleza, se trata de «concentrar el mundo en el hombre y abrir el hombre al mundo»25.

El humanismo es indisociable de la civilización y de la cultura, es la búsqueda de un espiritualismo vivo en unas circunstancias de vida y de historia concretas:

Los elementos del ámbito económico y del ámbito político deben, conforme a su naturaleza, integrarse a la ética. [...] La toma de conciencia de la dimensión social es necesaria ya que permite una comprensión más justa de la historia moderna26.



Podríamos recordar en este punto las reflexiones del ensayista donostiarra que, en unas circunstancias históricas semejantes, apuntaba en En busca de nuestro tiempo:

Y el hombre se hace a medida que, por su acción, va conociendo el hecho que es la naturaleza, y en la medida en que este conocimiento le hace posible prolongar la historia abierta del hombre27.



Sólo con el mantenimiento de una conciencia en movimiento, «actuante», se pueden evitar excesos peligrosos conducentes a dogmatismos e intolerancias de distinta índole.

El problema que plantea Eugenio Ímaz en 1940, en un contexto de radicalización ideológica, es un problema universal. Lo plantea como filósofo y humanista pero también como hombre en el que las crisis políticas de su país y la crisis personal han hecho mella. La situación de guerra en España no es una tragedia que pueda desvincularse del contexto general y de la humanidad. Refleja las profundas y dolorosas contradicciones sociales, ideológicas del ser humano. Es el reflejo de la dinámica de las fuerzas históricas: finalismo histórico, evolución, progreso y maduración ética confrontados con el postergamiento del espíritu, la negación de la cultura, de la libertad, de la democracia y de la legitimidad histórica.




Eugenio Ímaz ante el nazismo

Como lo apunta José Ángel Ascunce, las vivencias personales de Ímaz, algunas de signo muy doloroso, hicieron profunda mella en su pensamiento y en su valoración ética como intelectual y humanista. Entre los acontecimientos que más hondamente marcaron su vida y pensamiento se encuentra la guerra civil española y el particular contexto político europeo, progresivamente dominado desde la década de los años 30 por la marea del fascismo y del nazismo. Desde el comienzo, como muchos intelectuales de sensibilidad política distinta, Ímaz reacciona ante los acontecimientos con una postura de total rechazo ante los peligros de las ideologías totalitarias.

En noviembre de 1936, firma la carta colectiva redactada por José Bergamín, la cual constituye el manifiesto fundacional de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, y en junio de 1937 participa en España en el II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas. Pero lo que nos interesa en lo que se refiere a la postura del intelectual vasco, postura comprometida con su época y su país, es la reflexión de índole política, filosófica y religiosa de Ímaz sobre los totalitarismos, y más precisamente de los de derecha como el nazismo. El rechazo de la intolerancia, del integrismo intelectual está presente en todas las páginas de Ímaz. Como auténtico intelectual comprometido con el hombre y su historia, analiza de manera lúcida las perversiones de la historia acarreadas por la intolerancia ideológica.

Desde las páginas de Cruz y Raya (1933 a 1936) y Diablo Mundo emprende asimismo una crítica demoledora del totalitarismo de derechas, del nacionalismo ciego, de los fascismos tanto italiano como alemán y español. Es interesante notar que artículos cómo «A la luz de la guerra relámpago (II)», «Fascismo integrista o supertotalitario», publicados en 1940, después de los artículos dedicados desde 1933 al nazismo y al fascismo italiano, muestran el sustrato ideológico del dogmatismo: nacionalismo exacerbado, intolerancia y violencia no sólo del pensamiento sino también del lenguaje, negación de la espiritualidad, negación del progreso, tesis contrarrevolucionaria y cruzada antiliberal. Por otra parte, ponen de relieve las vinculaciones ideológicas entre el integrismo nacional-católico de España y las componentes reaccionarias y antihumanistas del fascismo europeo.

Al referirse más precisamente en «A la luz de la guerra relámpago» a la «fascistización de la religión», analiza los vínculos pervertidos que enlazan el ideal nacionalista (concepto de una esencia nacional) y la intransigencia religiosa, ideológica. En este caso concreto la religión es una perversión en la medida en que sirve de sustento a una visión nacionalista y, en determinadas circunstancias históricas (crisis política y económica que genera dudas y cuestionamientos acerca de la identidad colectiva de un pueblo, de una nación), se despiertan los mismos demonios:

Más papistas que el Papa, los carlistas e integristas, más fascistas que el fascio los falangistas. Siempre más y siempre lo mismo aúllan estos mismos perros viejos de collares distintos [...]. Es lo peor que podía ocurrir a la religión28.



Hay en esta cita una explícita referencia a la persistencia a lo largo de la historia española de un catolicismo autoritario e integrista, impulsado por el Syllabus y el Concilio Vaticano I que se mantuvo en posturas de total cerrazón intelectual. Para este sector integrista, la verdad es inmutable y ajena a cualquier contingencia histórica.

El Concilio Vaticano I había sido un concilio de combate que justificaba la «cruzada» contra el liberalismo. En las últimas décadas del siglo XIX, este absolutismo religioso iba a tener graves consecuencias políticas. Una de ellas fue la reivindicación de la intolerancia como única norma de conducta para la defensa de una política «netamente católica». Se producía así la asimilación entre identidad nacional y catolicismo. Esta indisociabilidad de nacionalidad y fe católica es la que iba a impregnar la vida política y religiosa de España después de la guerra civil. Estas palabras de Ímaz, escritas en 1940, reflejan cuan lejos estaba el cristianismo de la ética y de la moral en las particulares circunstancias españolas de aquellos años.

El partidismo de la Iglesia Católica ante la guerra y su implicación en una cruzada o guerra santa en nombre de la unidad nacional y religiosa de España, ponían totalmente en entredicho la dimensión ética y humanista de una institución y de una práctica religiosas. El fascismo español se sustentaba en una «sustancialidad histórica católico-tradicional» e Ímaz, al contraponer en su análisis el fascismo integrista y el fascismo supertotalitario, denuncia la recuperación de la religión por los totalitarismos y la seudo-justificación histórica de estos totalitarismos mediante la religión. Con una plasticidad y una mordacidad del lenguaje que reflejan la violencia ideológica de las circunstancias históricas, Ímaz desmenuza los resortes perversos que permiten la mutua instrumentalización de la religión y de la política:

Modernizando la Inquisición y actualizando a Dios, es decir, fascistizándolo, estatizándolo, haciendo que el totalitarismo sea tan total, absoluto y perfecto que no se le escape ni Dios29.



Esos gérmenes de un nacionalismo intolerante afectan también a la nación alemana. Las consecuencias del mismo son el dogmatismo y el racismo. El concepto racial que se fundamenta en el mito de la germanidad contamina todos los ámbitos de la nación alemana. En A Dios por razón de Estado (1940), Eugenio Ímaz denuncia la imposición del III Reich en materia de religión: no es la fe la que vivifica el Estado sino el Estado el que busca una nueva religión para asentar su autoridad y su legitimidad. El nuevo movimiento de los cristianos alemanes es la ilustración de una de las perversiones del régimen nazi: «La soberanía del Estado nacional-socialista no es asunto exclusivo de la civilidad, de las convicciones políticas, sino cosa de fe, y exige una Iglesia a tono»30.

Este cristianismo positivo, racial y alemán desvirtúa a la religión y supone una total negación de la universalidad, de la unidad espiritual. La única unidad de la nación bajo el nazismo descansa en la organicidad del Estado. Nada humano ni espiritual existe fuera del Estado. Este apoderamiento de las conciencias implica una exclusiva dependencia moral de los individuos a una superestructura dominada por un «caudillo». En páginas de gran lucidez sobre esta forma de totalitarismo que corroe a naciones como Alemania e Italia, y amenaza a España, Ímaz muestra cómo el concepto colectivo de «honor social» extrema la negación anti-individualista y sustituye al concepto de dignidad humana. Analiza las consecuencias de esta desorganización de las conciencias y de la civilización en la nación alemana y en los ámbitos de su vida política, económica y religiosa.

Si el ser humano se identifica con una entidad colectiva y orgánica que constituye el sustrato de la nación, renuncia a su libertad individual y necesita una autoridad política fuerte. Si el totalitarismo y el nazismo conllevan la renuncia a la conciencia individual, también son una negación de la cultura y de la civilización percibidas desde una perspectiva humanista. Ímaz nos muestra que el nacionalismo exacerbado no es más que un enclenque y peligroso substituto de la cultura. Como intelectual y filósofo analiza la pervertida maduración en la ideología nazi de conceptos sacados de la obra de ensayistas y filósofos alemanes como Herder (1744-1803) y Fichte (1762-1814)31. Es fácil tener una concepción desviada de la filosofía de Herder que en La filosofía de la historia (1774) aboga por la pertenencia del hombre a una comunidad cultural determinada (concepto del Volk) y reivindica cierta diferenciación física de los pueblos y el concepto de autarquía nacional. Pero para Herder la defensa del sentimiento nacional no era incompatible con cierto universalismo. El III Reich «al divinizar el patriotismo» y al buscar una esencia de la nación alemana (concepto de germanidad), rompe con toda dialéctica histórica. La misma recuperación ideológica se produce con Fichte, autor de Discursos a la nación alemana (1807), en los que propone una educación para la alemanidad y defiende la primacía de la lengua alemana, única capaz de reflejar las ideas filosóficas. La defensa de una cultura autóctona, de una especificidad nacional desvinculada de una visión más universal e histórica del hombre sólo puede llevar a excesos peligrosos, a un anti-humanismo.

En las páginas de Cruz y Raya y Diablo Mundo, las advertencias y reflexiones de Eugenio Ímaz, que rechaza «toda retirada individualista y entrega colectivista» y que desmenuza con la aguda clarividencia de una conciencia dolorida por circunstancias históricas precisas el antihistoricismo y la deshumanización que conllevan los integrismos, dogmatismos y totalitarismos de distinto cuño, constituyen una manifestación ejemplar del compromiso ético de un intelectual con la historia y con los seres humanos.







 
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