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Vida

Pedro Antonio de Alarcón nació en Guadix, el 10 de marzo de 1833: «Era el cuarto hijo de los diez de don Pedro y doña Joaquina Ariza. De una noble y distinguida familia que perdió casi toda su fortuna en la Guerra de la Independencia, durante la cual su abuelo paterno, Regidor perpetuo de Guadix, vio confiscados sus bienes. Fue preso en la cárcel alta de Granada y murió de resultas, todo por haberse opuesto a la entrada de los franceses en Guadix» (Martínez Kleiser); ecos lejanos de la figura prócer de su abuelo parecen oírse, deformados e idealizados, en El Niño de la Bola. La conciencia de pertenecer a una familia noble venida a menos pesará en el joven Alarcón durante toda su vida; quizá su conciencia de superioridad innata, lo mismo que su deseo por reconquistar el puesto prominente que le corresponde en la sociedad, sea resultado de su educación en este sentido; esto sin olvidar su rígida actuación, de acuerdo con la idea de dignidad moral, en el campo de la política y de las letras.

Pedro Antonio mostró, desde muy joven, excelentes cualidades para el estudio, sin embargo, las circunstancias familiares le impidieron desarrollarse. En efecto, si en 1847 comienza los estudios jurídicos en la universidad de Granada, el año siguiente debe abandonarlos: en 1848 entra en el seminario de Guadix, donde cambia los estudios de leyes por los de teología. Notemos que no se trata de una decisión personal y libre de Pedro Antonio, que no tiene vocación sacerdotal; es una imposición familiar que Alarcón soporta hasta donde puede: en 1853 se escapa a Cádiz donde dirige la revista de literatura, ciencias y arte que lleva por título El Eco de Occidente. En Granada seguirá su vocación literaria fundando La Redención, periódico revolucionario, defensor de la vicalvarada a cuya ideología Alarcón se entregó decididamente, contribuyendo de manera decisiva a su triunfo en Granada.

Un rasgo podemos destacar en la personalidad juvenil de Pedro Antonio de Alarcón: A los veinte años se encuentra dirigiendo una revista, como resultado del éxito obtenido con los artículos enviados desde Guadix; pronto funda su propio periódico con el que se da a conocer y puede influir en el desarrollo de la vida pública granadina. Su actitud combativa y satírica -más que crítica- le hace ser temido y admirado por sus paisanos; junto a un grupo de amigos, cultivadores de la bohemia, formados en los ideales románticos, avanzados en política, constituye la famosa cuerda granadina, formada, entre otros, por Castro y Serrano, Moreno Nieto, Fernández Jiménez, Manuel del Palacio, Salas, Salvador de Salvador, Leandro Pérez Cossio, Mariano Vázquez, etc. Ninguno de ellos llegará a gran altura en la vida nacional, pero en Granada, en 1853 «lucieron los primeros alardes de su ingenio ante el público granadino, que, no contento con aplaudirlos en reuniones privadas, iba a admirarlos al Liceo y a la Academia» (Kleiser, pág. 1902-1903). No cabe duda de que Alarcón recibe el aplauso necesario para creer en sus dotes, y en su inmediato triunfo: la vida provinciana le parece estrecha para su genio y decide marchar sobre Madrid.

A la capital de las Españas llega, con veinte mil versos, en busca de editor, se trata de una continuación de El diablo mundo de Espronceda, nada menos. No consigue publicarlo, pero su intento es casi un símbolo de la actitud literaria de Alarcón, de su audacia y elevadas miras; y es un símbolo también de lo equivocado del arranque, de su prisa por triunfar, y no de cualquier manera sino empezando por lo más difícil.

Alarcón es un escritor que adolece de un defecto fundamental: no tiene base, su formación es muy endeble y, en muchos aspectos, equivocada. Ahora bien, Pedro Antonio, en lugar de tratar de paliar de algún modo esta deficiencia, por su rápido triunfo periodístico está convencido de que le basta con su empuje, afición y genialidad.

Confiando en sus dotes personales no desprecia, ignora lo que la literatura (como la política, como cualquier otra actividad) tiene de estudio y reflexión. Esta falta de formación será un lastre que nuestro autor arrastrará toda su vida sin verlo, empeñado en conservar su formación granadina de adolescente. En este sentido, Alarcón es un escritor vuelto hacia el pasado, tanto en actitudes personales como en su actividad literaria.

En 1854, en Madrid, dirige El Látigo, periódico un tanto irresponsable e hiriente, del que Alarcón es el alma. No resulta nada extraño, pues, que cuando en sus novelas aparezcan tipos de librepensadores o liberales resulten seres absurdos y que sus ideas sean poses arbitrarias: está reflejado lo que él mejor conoce en ese mundo, esto es, su propia figura. Parece bastante claro, si juzgamos por su obra, que en Alarcón no hay suficiente base ideológica ni teórica que pueda sustentar una concreta práctica política. Así, su labor de director y animador de El Látigo se nos presenta simplemente como un pretexto para exhibir una actitud literariamente prestigiada por el recuerdo de la rebeldía romántica y le sirve, además, para ejercer una actividad rentable en cuanto a ser conocido en la Corte. En Alarcón, la idea de ser conocido y admirado resulta verdaderamente obsesiva: por bien o por mal, trata de ser el centro de la atención. Para conseguirlo, el medio más rápido -y peligroso- ha sido siempre la opción populista; esto explica la elección de nuestro autor que, si quería llamar la atención, lo consigue: Heriberto García de Toledo, redactor de El León Español, periódico católico, le desafía en duelo a pistola.

Magnífica situación romántico-literaria...: Alarcón dispara y falla, pero Heriberto García, con la pistola todavía cargada, le perdona la vida.

Como el mismo Alarcón escribe a otro propósito, el drama no ha resultado romántico pero su desenlace ha sido eminentemente cristiano. El duelo ha sido como un aviso divino. Pedro Antonio abandona su puesto de director de El Látigo y abandona al mismo tiempo cualquier actividad política; vuelve a la fe y costumbres de sus mayores. Es un cambio radical de actitud, Alarcón, que no conoce de términos medios, será tan extremado en la nueva como en la vieja.

En 1857 representa en Madrid su drama El hijo pródigo que si quizá tuvo éxito el día del estreno, recibió críticas durísimas en los periódicos, como respuesta a otras críticas que Alarcón había lanzado contra otros autores o como verdadera opinión de los espectadores. Lo cierto es que, hoy, el drama no resiste la lectura. El autor, enrabietado y ofendido por los ataques «resolvió retirarlo de escena y no autorizar jamás su presentación». No volvió a escribir para el teatro. Sin embargo sí cultiva otros géneros literarios; escribe artículos y colaboraciones para El Occidente, El Criterio, El Museo Universal, El Semanario Pintoresco, La Ilustración, etc. Escribe El Final de Norma, comenzando su carrera como novelista. Entra en el mundo de tertulias y salones.

Para compensar y purgar de alguna manera los excesos de su mala vida pasada, Alarcón, que había conseguido librarse en su día del servicio militar, sorprende a propios y extraños marchando voluntario a la guerra de África, donde escribe el conocido Diario de un testigo en la guerra de África (1859-1860). Más tarde, realiza y escribe el viaje De Madrid a Nápoles, etc.

En 1863 vuelve a intervenir en la vida política de la Corte. Ahora, prestigiado por su campaña africana y, sobre todo, por sus obras literarias, puede formar en el grupo de la Unión Liberal, pero lo hace, precisamente, cuando la Unión acaba de perder el poder político, de esta manera nadie puede pensar mal de su nueva adscripción. Ahora escribe en La Época defendiendo a los suyos. En compañía de otros prohombres, entre los que se cuenta Núñez de Arce, funda La Política desde donde ataca al ministerio de Miraflores.

En 1865 es elegido diputado por sus paisanos y, como tal, firma la protesta contra el Gobierno junto a los unionistas en 1866. Por ello es desterrado como otros muchos correligionarios pero el exilio dura muy poco. En 1867 su obra poética, El suspiro del moro es premiada en concurso público celebrado en Granada.

En otro de estos arranques tan característicos de su personalidad, Alarcón toma parte en la batalla de Alcolea (1868) que supone el triunfo definitivo de la burguesía liberal, aunque la forma del gobierno parezca, en ocasiones, indicar lo contrario. El nuevo régimen político trata de conservarlo a su lado y le ofrece el puesto de embajador en Suecia, cargo al que renuncia para poder tomar parte activa y directa en la vida política madrileña desde el Congreso. Pronto, sin embargo, vuelve a dar la campanada, sorprendiendo a propios y extraños: en 1869, desde su puesto de diputado en el Congreso, defiende la candidatura del Trono del duque de Montpensier contra la de Amadeo de Saboya. Siguiendo la misma línea conservadora, en 1872 y habiendo sido derrotado en las elecciones al Congreso, propone la candidatura de Alfonso XII.

En 1873 abandona otra vez la política, en la que había cosechado tantos éxitos y alegrías como disgustos. En esta ocasión, la retirada será definitiva ya que en la Restauración de 1875 fue nombrado Consejero de Estado; este mismo año entra en la Real Academia de la Lengua leyendo el discurso titulado La moral en el arte. Si no ha abandonado totalmente la política sí ha acabado con las luchas, intrigas, etc., que sustituye por el cultivo intenso de las letras en 1874, inicia su última y más fecunda etapa en este campo; edita La Alpujarra (1874), Lo que se oye desde una silla del Prado, El sombrero de tres picos, El Escándalo (1875); Discurso sobre la moral en el arte (1880); Moros y cristianos, La mujer alta, La Pródiga (1882)... Parece claro ante este somero repaso de la vida de Pedro Antonio de Alarcón que éste puede dedicarse con igual entrega y pasión a la política o a la creación literaria, pero es incapaz de simultanear las dos actividades.

La Pródiga es su última novela, ya que desengañado por lo que él llama conjura del silencio contra esta obra, decide abandonar definitivamente la creación novelesca; tanto puede en un hombre tan activo y vital la ausencia de respuesta, de eco a sus producciones. En adelante se dedicará en exclusiva a la vida familiar (se había casado en 1865). Muere en Madrid el 15 de julio de 1891.




Obra

La obra de Alarcón abarca géneros muy diferentes. En primer lugar señalaremos sus artículos de costumbres que pueden ser presentados de dos maneras, por una parte como tales cuadros, sin más; por otra, en forma de apuntes de viajes; del primer tipo tenemos Cosas que fueron, del segundo Viajes por España o De Madrid a Nápoles. En ambos casos, el procedimiento es el mismo, una descripción de la realidad llena de comentarios, apreciaciones y juicios del autor. Como veíamos en Fernán Caballero, Alarcón insiste una y otra vez en la realidad de lo contado, donde, para él, reside el mérito principal del escrito. En estos artículos aparecen los tipos, fisiologías, etc., pero aquí aumenta la importancia del aspecto subjetivo del narrador en detrimento de la objetividad descriptiva, características del realismo: los detalles son sustituidos por reflexiones sobre, o a propósito, del objeto de tal manera que éste llega a ser en algunos casos un mero pretexto para el discurrir del autor, que se convierte, así, en el verdadero tema del artículo en cuestión.

Otro aspecto interesante de este tipo de escritos reside en la visión de la realidad a través de la literatura, no por sí misma. De esta forma, a la valoración de los hechos o datos por lo que tienen de verdaderos se añade el valor adquirido por haber sido ya objetos de creación literaria; parece como si Alarcón identificara verdad real con verdad literaria; en ambos casos se trata de existencias independientes del observador, no inventadas por él. Lo que parece indudable es que, para Alarcón, más prestigio que lo real tiene lo literario y, quizá, más «verdad». Es un Realismo «sui géneris»: ya vimos cómo el concepto de realidad se presta a estas manipulaciones y paradojas; sería una realidad creada pero más profunda y real que la ofrecida por los sentidos directamente. Por supuesto, en Alarcón, literatura se identifica con literatura romántica; así, por ejemplo, en De Madrid a Nápoles, podemos leer:

«Estamos dentro de París; en el teatro donde han acontecido o podido acontecer tantas escenas patéticas, sentimentales, heroicas o divertidas como registran las obras de Balzac, de Dumas, de Soulié, de Jorge Sand, de Henri Murger, de Paul de Koch, de Eugenio Sué y demás autores que os han secado los sesos».


(O. C., pág. 1204a)                


Me parece un texto muy interesante y revelador. En primer lugar notemos cómo el lugar de la acción -el dato objetivo, precisamente- está visto como soporte de escenas, que sería lo verdaderamente interesante. Lo romántico, y folletinesco, de esta actitud salta a la vista si comparamos el párrafo de Alarcón con otro muy parecido, de Baroja, autor que ha asimilado ya las mejores lecciones del Realismo; dice el vasco:

«En París y en Londres, de ser yo rico, me hubiera gustado habitar en el centro, y escribir unas impresiones de estas ciudades que serían como miradas dirigidas a través de la literatura y del tiempo. Me hubiera agradado disponer de medios de locomoción e ir en París, por ejemplo, a ver todos los rincones descritos por Balzac, Eugenio Sué y Víctor Hugo y confrontar los textos con la realidad. [...], igual haría con respecto a Londres, aunque quizá todavía con más entusiasmo, acudiendo a los sitios que Dickens, Conan Doyle, Stevenson..., reflejaron en sus obras y juzgando sobre el acierto y posibilidades descriptivas de sus visiones».


En Baroja podemos señalar los elementos de vida inmediata (de ser yo rico, habitar en el centro, medios de locomoción) ausentes en el párrafo de Alarcón donde también falta la preocupación por la veracidad del «teatro de las escenas». Pedro Antonio no ve los lugares señalados por sus lectores sino que va a través de la literatura, proyectando sobre los sitios sentimientos previos a la contemplación. Es una actitud romántica y lo más romántico de todo es esa especie de distanciamiento final mediante el cual trata de escapar, de mostrarse espíritu fuerte a quien no afecta la imaginería literaria.

Si nos hemos detenido en estas consideraciones ha sido porque los rasgos aquí apuntados no son exclusivos de los artículos costumbristas de Alarcón, se mantendrán durante toda su vida y en cualquier tipo o género de escritos, especialmente la visión literaria de la realidad, la teatralización, el distanciamiento y las digresiones.

Muy cerca de los cuadros de costumbres se encuentran los cuentos cortos; algunos de ellos, como las Historietas nacionales son una especie de híbrido entre la escena y el cuento; más imaginativos resultan los Cuentos amatorios y las Narraciones inverosímiles. Aunque Alarcón afirma, como todos los escritores realistas, que los «cuentos son amatorios a la antigua española». Con esto se refiere fundamentalmente al aspecto moral o, mejor, sexual: quiere decir que sus obras no son tan impúdicas ni inmorales como las francesas o como algunas españolas que siguen la moda gala. Y lo cierto es que Alarcón, como siempre, es muy comedido, mucho más que la tradición clásica española en la que trata de escudarse. Pero, en cualquier caso, y ya desde el título, vemos cómo le tira mucho más la temática romántica que la realista.

Sobre los cuentos más costumbristas o realistas, Montesinos escribe lo siguiente:

«De las Historietas nacionales, escribía Alarcón a Valera: "Lo escribí (el libro), como usted sabe, entre los veinte y los veinticinco años de edad, y ya que no otro mérito tiene el de haber sido las primeras de su índole y forma publicados en España"». (O. C., pág. 105b). Lo que, dicho así, de modo absoluto, es demasiado decir. Sin mentar para nada ciertos relatos anecdóticos de autores oscuros, publicados en el Semanario pintoresco y otras revistas, y que prefiguraban el género, se impone nuevamente en esta conexión recordar el nombre de Fernán Caballero, que entre 1849 y 1851 había dado a la imprenta narraciones muy análogas por el espíritu y por la forma: Los dos amigos, Un quido pro quo, La hija del sol, Las dos princesas en el Semanario precisamente. Parte Fernán Caballero, como Alarcón, de lo anecdótico y pintoresco: el cuento es una anécdota popular pormenorizada, anécdota que se diputa cierta y de la certidumbre de serlo cobra gran parte de su valor. Porque todos los otros aspectos: la extrañeza del hecho referido, su carácter providencial, su significación moral, todo lo que nos impresiona o sobrecoge, ilustra o edifica, desaparecería si se tratara de un hecho fingido. De aquí las protestas de historicidad».


(Op. cit. pág. 45-46)                


A lo señalado por Fernández Montesinos, hay que añadir la distancia que separa Alarcón de Fernán Caballero en este terreno: en Alarcón los temas o argumentos de las narraciones breves que nos ocupan ahora suelen ser más maravillas y excepcionales que en los de Cecilia, y la apoyatura realística, mínima. Así Alarcón monta una historia romántica, fantástica, irreal en definitiva, que es donde reside, además, el interés de la narración pero se empeña por su imperativo de época o por creerlo más efectivo, en salpicarla aquí y allá de leves toques realistas. Con ellos destruye la ilusión literaria que hubiera podido crear su historia. Y es que el autor, como testigo, intérprete o censor está siempre presente en la obra; a este respecto recordemos que Cecilia Böhl se preocupa de que no se pierda la realidad que ella se limita a reflejar. Alarcón, por el contrario, tiene buen cuidado en señalar -lo hemos leído- que el mérito está en él, en el autor, en haber sido el primero en escribir obras de tal tipo.

Alarcón, siempre, es incapaz de ver la obra literaria como un objeto, como un hecho en sí; para él, la literatura es un medio para dar a conocer al autor: toda obra que no sirva para prestigiar al hombre que la ha escrito, no tiene sentido. Las consecuencias de tal planteamiento son funestas; entre otras citaremos la obligación en que moralmente se encuentra Alarcón de señalar a cada paso su opinión sobre lo que cuenta, sobre todo en cuanto a moral, religión, ideología y política. Nuestro autor se siente responsable de los personajes y de su actuación.

Los cuentos alarconianos son, en general, inverosímiles; esto no tanto por lo raro o extraordinario del caso, cuanto por las casualidades y contradicciones internas del relato. Como ya advertimos en el capítulo dedicado a Fernán Caballero, la obra literaria es libre y si el autor quiere escribir una obra fantástica, irreal, poética, etc. tiene todo el derecho a ello: el Realismo es una manera de escribir, no la única. Ahora bien, una vez dictadas sus propias leyes, el autor debe aplicarlas con un mínimo de coherencia. En Cecilia Böhl, a propósito de La Gaviota señalábamos la incongruencia de la precisión cronológica y geográfica; aquí la contradicción es más acusada y constante, por ejemplo: el cuento La pesca de anguilas lleva como subtítulo Crímenes célebres y, por su parte, El Clavo se da como Causa célebre. Así Alarcón incluye los dos relatos dentro de dos géneros que tenía un gran éxito de público por esos años, sobre todo en Francia; pero los «crímenes célebres», los «Procesos célebres» son, efectivamente casos históricos (más o menos adornados, por supuesto) que en su día conmovieron a la opinión pública; sin embargo nuestro autor inventa el asunto, crea una fantasía increíble. En El Clavo, por ejemplo, rodea la anécdota central de una serie de precisiones y detalles circunstanciales, de tipo realista, y se empeña en dar a la causa célebre un aire de verdadera causa judicial, acudiendo a sus exiguos recuerdos de derecho procesal, donde comete error sobre error (no hay abogado defensor, v. gr.), etc. De esta manera lo que quizá hubiera podido ser una leyenda romántica aceptable se convierte en un cuento inaceptable.

El Clavo, por otra parte, comienza con un encuentro en un viaje; es un procedimiento para iniciar el relato frecuente en las narraciones de Alarcón. Le sirve bien para entrar en materia o para introducir un narrador interpuesto que funcione como testigo de la historia, pero, sobre todo, este comienzo responde a la técnica realista, ya instalada como cliché, como tópico, y para definir a los personajes. Chklovski señala: «Tetéhhov (Chejov) met en scène l'héroïne racontant directement l'historie à un écrivain. L'action se déroule dans un compartiment de première classe situation devenue traditionnelle à l'introduction de personnages mondains». (Chklovski se refiere a Une nature énigmatique). Pensemos que los viajes, en tren o en diligencia, podían por sí mismos prestigiar a la persona que los realizaba. Así como hoy la aventura estaba en el viaje a pie, en el XIX, lo era en las líneas regulares.

Un cuento de Alarcón merece estudio detallado, me refiero a La Comendadora. Es, quizá, el más perfecto de todos los que escribió nuestro autor, y también el más realista y aun naturalista, con la convincente presentación del último y degenerado representante de una noble familia. No son sólo las cualidades intrínsecas del relato lo que llama nuestra atención. Doña Emilia Pardo Bazán escribe:

«Mucho siento en esta ocasión no haber preguntado a Edmundo de Goncourt, por qué caminos llegó a su conocimiento la historia de La Comendadora, para que la refiriese en uno de sus libros -sin omitir el pormenor inenarrable».


(Pedro A. de A., Nuevo teatro crítico, F., n.º 10, oct. 1891, pág. 42)                


Doña Emilia nos informa de que el cuento de Alarcón influye de alguna manera en E. Goncourt, aunque no dice de qué obra del autor francés se trata ni el tipo de influencia. Vamos a estudiar el caso.

El primero de los cuentos amatorios de Alarcón, La Comendadora trata de un hecho, supuestamente real, ocurrido en Granada en el siglo XVIII, del que son protagonistas los tres últimos representantes de una familia noble. La misma historia la volvemos a encontrar en el capítulo octavo de La Faustín de E. Goncourt pero ya no como hecho fundamental, sino como mera anécdota contada en un viaje por un «expéditeur des asperges d'Aranjuez». El cuento de Alarcón fue escrito, según se dice al final, en Granada en 1868, mientras que La Faustín se publicó en el diario Le Voltaire en noviembre y diciembre de 1881, e inmediatamente en forma de libro editado por Charpentier, en 1882. Evidentemente, de haber influencia es la de Alarcón sobre E. Goncourt. No parece que haya otra vía de influencia que la lectura directa de La Comendadora por el autor francés ya que doña Emilia no sirvió de puente; se podría pensar quizá en alguno de los viajes de Alarcón a Francia, pero no hay ningún dato del encuentro entre ambos escritores. Por otra parte, y también como hipótesis, tenemos la estrecha amistad de los hermanos Goncourt con T. Gautier, viajero por España, donde pudo conocer la anécdota en cuestión, por el camino que fuese.

La historieta es la misma en los dos autores, aunque existen diferencias muy notables entre ambas versiones, tanto en los detalles, como en la forma de enfocar el relato. Alarcón comienza describiendo la época y el lugar del suceso pasando, inmediatamente, a estudiar los personajes: una venerable anciana, madre de la comendadora y abuela del niño, raquítico y pálido; el niño es sobrino de la comendadora. Donde la narración se detiene es en la descripción del personaje central de la comendadora, a la que Alarcón presenta (como es habitual en él) mediante comparaciones referidas a obras de arte: «La cariátide del Vaticano», «Magdalena de Tiziano», «mármol griego», siguiendo por este camino, acaba describiéndola como una mujer «que reunía a un mismo tiempo todos los hechizos de la belleza gentil y toda la mística hermosura de las heroínas cristianas». En el capítulo segundo completa la descripción física de la comendadora con la espiritual, donde observa Alarcón una evolución tardía de la sensualidad que, al hacer crisis, se transforma en devoción mística; en resumen, era «un altiva ricahembra, infatuada de su estirpe, una virgen del Señor, devota, mística, fervorosa hasta el éxtasis y el delirio».

En el capítulo tercero, ambientada en la plenitud primaveral, comienza la acción en la que chocan el orgullo y el pudor de la comendadora (su sensualidad, en definitiva) con sus deberes familiares ante la posible extinción del último representante de la casa de los condes de Santos. Realizado el deseo del niño, el epílogo es aleccionador: todos mueren... y sin descendencia, como justo castigo a su perversidad.

El cuento que tratamos se basa en el matiz y en la insinuación, cosa rara en nuestro autor, que suele cargar las tintas e insistir en lo consabido, explicándolo y aclarándolo sin dejar lugar a dudas ni a la interpretación del lector. Los elementos circunstanciales, presentes en el planteamiento del tema, nos llevan por sí mismos a la comprensión del drama ocurrido en la casa solariega de los condes de Santos; así, el deseo del niño viene dado por la frase que el escultor dirige al pintor: «Compañero, ¡qué hermosa debe estar desnuda la comendadora! ¡Será una estatua griega!» dejando que las circunstancias fortuitas jueguen el papel que les corresponde, el de inductores o detonadores de los hechos. Sin especificar el interior de los personajes, ni explicarlos, el lector puede llegar a la comprensión literaria del problema, por ejemplo: con la variada utilización de formas verbales no sólo comunica Alarcón el momento temporal en que se desarrolla la acción, también refleja el ambiente espiritual de la casa: aunque, en este aspecto, hay que lamentar la mezcla un tanto desajustada de tiempos históricos, así como la inoportuna aparición de los inquisidores, referencia final a la conquista de Menorca, son defectos, errores inevitables en Alarcón que no puede prescindir de agotar las cosas, de rodearlas y cerrarlas. En cualquier caso, hay algunos rasgos que intensifican indirectamente la historia y le dan una trascendencia superior a la mera anécdota chusca o graciosa; fundamentalmente me refiero a la reacción de los dos protagonistas del «caso»: el niño deja de serlo: «y sin mirar a la anciana, pero dándola con el codo, díjole en son ronco y salvaje: -¡Vaya si está gorda... mi tía!», donde todo es gesto voz y actitud, y donde los puntos suspensivos pueden compensar algo de la súbita trivialización, desoladora, que Alarcón introduce con la frase del niño. La reacción de la tía es reveladora: se encierra por vida en el convento: con ello refleja la magnitud subjetiva del pecado cometido, esto es la sensualidad a flor de piel de la comendadora; de esta manera la historia se tiñe indirectamente (y es casi seguro de que Alarcón no era consciente de ello) de una sensibilidad decadente y morbosa en la que religión y sensualidad, misticismo y sexo se unen casi en un conjunto diabólico que puede recordar obras como La familia de León Roch de Galdós o, incluso, la primera época valleinclanesca. Digamos, sin embargo, que Alarcón ha conseguido la obra como por casualidad, y que, en gran parte, resulta lastrada por su premiosa y prolija manera de narrar.

En la versión de E. Goncourt aparecen tres mujeres, no hay ningún motivo que provoque el deseo del niño, y el capricho es mucho más grosero y trivial que en Alarcón; además, la reacción final sólo se refiere al niño: huye asustado. El desarrollo narrativo es también muy diferente, como corresponde al enfoque de ambos autores. Alarcón únicamente describe las circunstancias, sólo da la ambientación; y, en cuanto al suceso mismo, deja que se desarrolle por sí mismo, hurtando -dentro de lo que cabe- las explicaciones a fin de dejar la línea del desarrollo dramático exenta de impurezas. Por el contrario, E. Goncourt interviene constantemente en los hechos y, cuando de describir se trata, pone la narración en la boca del comisionista, como expresión del pensamiento de este personaje. En contraste con la fina temporalización de La comendadora, Goncourt presenta la anécdota como un chiste contado en la mesa de un café. Para el francés, la historia no es más que una parte de un capítulo de La Faustín, con toda la circunstancialidad que este hecho lleva consigo, que sirve sólo para caracterizar el personaje que la cuenta. De cualquier forma que esto sea, el hecho es que nada queda en Goncourt del drama de Alarcón; en La Faustín se reduce a un capricho, más o menos impertinente, de un niño malcriado. La lucha de pasiones que tiene lugar en el alma de la comendadora y de su madre que se ha sustituido por el contraste ridículo y rencoroso entre la altivez de una casa venida a menos y la ocurrencia absurda de un niño. La historia se resuelve en la huida chusca, acentuando lo que tiene de intrascendente al contrastar la situación mental del niño que «huye por la escalera como si hubiese visto al diablo» con la del narrador: «...Il n'y a pas de jeunesses ici, n'est-ce pas?» En realidad, todas estas diferencias pueden justificarse por la distinta finalidad con que los autores presentan el hecho: Para Alarcón la exhibición es el centro y núcleo del cuento; para Goncourt es una anécdota contada por un comisionista de espárragos dentro de un desarrollo mucho más amplio que es la novela; esto lleva consigo toda la intrascendencia y toda la burda gracia de su versión. El de Alarcón, es uno de los pocos escritos que, aunque tiene moraleja, el autor no la explica ni la comenta.

Deberíamos pasar ahora a estudiar la producción novelesca de Pedro Antonio centrada en dos obras El Niño de la Bola y La Pródiga, pero, antes creo conveniente hacer algunas precisiones sobre su ideología, comprensión de la literatura, etc., que se manifiesta sin variaciones tanto en las obras largas como en las cortas y condiciona la relación de unas y otras.

Con total independencia de las posiciones políticas que en cada momento ocupa nuestro autor, sus obras literarias son siempre «conservadoras» en cuanto a moral, religión e ideas políticas; la moraleja es constante, lo mismo que la preocupación didáctica.

Ya en El final de Norma (1854) advierte:

«Puede muy bien servir de recreo y pasatiempo a la juventud, sin peligro alguno para la fe o para la inocencia de los afortunados que poseen estos riquísimos tesoros».


En cuanto a la significación política o, mejor ideológica de sus obras, bastará según creo con citar a Martínez Kleiser:

«Defensor invencible de la familia, del orden y de la fe, cuando ya empezaban a socavarse los cimientos de nuestro edificio dogmático secular, se presentaba como una posición enemiga contra cuyos sólidos muros había de dirigir todos los ataques. [...] Dígalo, sobre todo, la estela familiar que dejó tras de sí; la ejemplaridad de sus nietos: de aquel Pedro Pablo de Alarcón, ingeniero ilustre, modelo de cristianos y de caballeros, que supo trasladar a sus dos meritísimos sucesores la savia de la fe recibida de su padre, hasta convertirlos en mártires destacados de nuestra Cruzada: del Padre Alacrón, poeta, como lo pide su apellido, jesuita renombrado, para ser dos veces hermano del Padre Manrique (el jesuita de El Escándalo), y orador elocuente, para dar desde el púlpito testimonio del credo que presidió siempre; de sus edificantes hijas, Paulinas y Gabrielas redivivas y espejos de la santidad de una madre; de sus jóvenes nietos, sacerdotes de un culto a la sencillez del hogar y al sagrado de la cristiana tradición».


(O. c. pág. 27b, y 30a)                


Si traigo a colación este texto, tan polémico y político, es porque una gran parte, la mayoría de las novelas del XIX, tienen, efectivamente, el carácter ideológico que de ahí se deduce. Las de Alarcón no escapan a ese planteamiento, muy al contrario, son agresivas en su confesionalidad católica, alardea en ellas de su pensamiento conservador tradicional y, sobre todo, satiriza las corrientes liberales, caricaturizando a los tipos que la representan en sus novelas. En esta época, la literatura se utiliza en gran parte como arma arrojadiza y, salvo quizá Valera, nadie deja de lanzar su piedra, en uno y otro sentido: el Galdós de la primera época, con obras como Doña Perfecta o La Fontana de Oro, el Clarín de algunos cuentos, la Pardo Bazán, de una manera ambigua, Pereda en casi todas sus obras, el P. Coloma, etc. Por ello el análisis ideológico-literario de Alarcón me parece necesario.

El tradicionalismo es uno de los pilares básicos en los que se asienta el sistema ideológico de Alarcón, tanto en lo político como en lo literario. La literatura, para él, debe ser útil y, en consecuencia, defender la moral hispano-católica. Muy significativo a este respecto es que su discurso de entrada en la Real Academia Española de la Lengua versara sobre la moral en el arte, síntoma de que era una de sus preocupaciones fundamentales; Walter T. Pattison analiza este aspecto: «En febrero del mismo año (1877) Alarcón entró en la RAE, leyendo un Discurso sobre la moral en el arte. Las flechas de su indignación se disparaban contra el arte por el arte, en que deplora la falta de un fin moral. Sería lógico que fulminase contra el naturalismo, de haberlo conocido, exactamente como lo hace algunos años más tarde, en 1883. En este último año alude al Discurso anterior y al pronóstico de inmoralidad creciente que había hecho en ese documento; luego añade que los novelistas franceses le han dado la razón respecto al pronóstico apartando y sublevando a todas las personas de buen gusto y buenas costumbres con las obras realistas o naturalistas en que anda la verdad a la greña con la belleza, o la belleza divorciada con la verdad». (Juicios literarios y artísticos, pág. 78) (Op. cit., pág. 78). Así, lo antiguo por oposición a lo moderno se carga de connotaciones positivas, y polémicas. Entre «lo anterior» se encuentra el Romanticismo, en el que Alarcón se ha formado y cuyo impulso desmelenado, contrario a la reflexión, emotivo y, en definitiva, irracional, corresponde al carácter de nuestro autor. Alarcón, en consecuencia, vivirá siempre -y lo reflejará en sus escritos- en el mundo romántico. Ahora bien, el Romanticismo está reñido con la verdad objetiva, tal como hemos visto que él la entiende, y, en muchos aspectos, con la moral. No parece posible conciliar esos tres elementos. Alarcón intenta una solución de compromiso que malogra siempre sus novelas; me refiero a que cuenta una historia romántica superándola adoptando por un lado la actitud de quien está de vuelta de tales excesos y es inmune a ese veneno después de haber sufrido la experiencia; por otra, condenando sobre la marcha lo mismo que cuenta e introduciendo la inevitable moraleja final. En lo literario, superponiendo detalles con los que trata de demostrar la realidad de lo que cuenta. No obstante, nunca se decide a renunciar total y absolutamente a los ideales y aficiones de juventud; muy significativa a este respecto es una carta a unos amigos, reproducida en el Boletín Oficial y Eclesiástico del Obispado de Jaén, dice allí «...No; no caigamos cien años después de Goethe y de Rousseau, en la sacrílega apoteosis del suicidio. El suicidio pudo estar de moda entre las gentes que viven la vida del alma, en los febriles días del romanticismo; pero hoy ha sido relegado al uso exclusivo de los comerciantes que quiebran, de los jugadores que pierden...».

Fernández Montesinos escribe a este respecto: «Con frecuencia Alarcón se revolverá contra el mal que es el dandysmo byroniano, la soberbia satánica idealizada, la rebeldía convertida en ideal, sin tener en cuenta que él es ya el único contaminado por esas toxinas. Al final de su vida hará hablar a la Pródiga todavía casi en el tono de los Dos ángeles caídos (1854), donde se lee aquello de "Me nutrí de la hiel de Byron... juré guerra al amor..." Nadie podía hablar ya así impunemente a fines del siglo, y si hablaba Alarcón, era porque desde su juventud llevaba en el alma la convicción de que esa tónica vital era posible. Había sido la suya», (op. cit. págs. 14-15) y añade más tarde: «Pero el romanticismo, por mucho que ya los decepcionara, era, para los que se habían formado en él, la verdad, y sentían, paradójicamente que lo que siempre les fallaba era la vida» (pág. 21). El análisis de Montesinos es muy agudo y tiene razón en lo que dice. En mi opinión hay más de lo que se deduce de las líneas reproducidas; para mí, no se trata sólo de que Alarcón no pudiera librarse de su educación romántica, es que, además, no le convenía. En efecto, una serie de presupuestos teóricos del romanticismo coinciden o facilitan la defensa de la actitud personal adoptada por nuestro autor; en primer lugar la creencia de que la inspiración poética (o literaria, en general) la posee el genio de forma gratuita; el convencimiento de que la justificación del hombre superior está en sí mismo, en su autorreconocimiento y convicción de pertenecer a los elegidos, sin que haya necesidad de probarlo objetivamente. De aquí se deducen algunas consecuencias, entre ellas la oposición genio-sociedad, esto es, el aislamiento, soledad e incomprensión propios de espíritu superior; también la validez de la intuición sobre el razonamiento lógico: aquella alcanza donde éste no puede llegar, lo que justifica la seguridad en las propias convicciones y la defensa o ataque de determinadas opciones sin tener necesidad de demostrar lo justo del juicio. Por otra parte, el Romanticismo cree en algo más que la simple experiencia, percibe algo debajo o encima, fuera en cualquier caso, de los datos proporcionados por los sentidos; afirma, por último, la existencia de fuerzas invisibles, misteriosas, que dominan al hombre, llámense hado, destino... Para Alarcón ese más allá se identifica con el trascendentalismo cristiano, y el destino con la Providencia. De esta manera, Alarcón mantiene la imaginería romántica y, al mismo tiempo, la trasciende al comprenderla y, en alguna medida, dominarla. No tiene nada de extraño que Pedro Antonio rechace el realismo por razones morales y religiosas: la realidad escueta, «fotográfica», no da cuenta, según él, de la espiritual.

Lo descrito hasta ahora sería la racionalización del proceso. Pero, como es obvio, la racionalización no se produce jamás en la mente de Alarcón; por ello, entre fe católica y afición romántica y apariencia realista se produce una contradicción de tal naturaleza que estraga la obra literaria. Es que Alarcón, en su afán didáctico, proselitista, necesita del realismo, de la realidad, para convencer de la verdad del mundo inmaterial, lo que sin duda es imposible. En realidad es un post-romanticismo que desemboca, con toda naturalidad, en la novela folletinesca: todos los ingredientes están ahí.

Para ajustarla a sus fines, Alarcón deforma y caricaturiza la realidad; para ajustarla, varía constantemente los planteamientos; y para, a pesar de todo, convencer, acude bien a «documentos», bien a frases o visiones formularias, tópicas y familiares al lector, aturdiéndolo con su abundancia verbal y con las constantes redundancias en el estilo, todo ello salpicado de sorpresas..., apariciones, sobresaltos, misterios, reconocimientos, etc., con el fin de mantener la atención y el interés del lector. Parte importante de estos rasgos que acabo de señalar se deben a la rapidez con que Alarcón escribe, sea por seguir el ritmo de su inspiración, sea, simplemente, por seguir la marcha del periódico en que publica los folletines. No olvidemos que, por ejemplo, Alarcón colabora en el Periódico para todos, donde también escriben Fernández y González, Tárrago, Mª del Pilar Sinués, etc. El Capitán Veneno se publicó en la Revista Hispanoamericana en 1881, en entregas quincenales; el 16 de octubre del mismo año edita en la revista citada La Pródiga que acaba en el número de 15 de febrero de 1882, etc.

Si tenemos estos hechos en cuenta, el éxito de público no es prueba ni a favor ni en contra de la calidad literaria ya que el mismo número de ejemplares venden conocidos folletinistas, o más tarde el mismo Galdós: «La edición en volumen de Luisa de Fernández y González (publicada en 1857 en el folletín de La Discusión) sumó 200.000 ejemplares y del Hernán Cortés de Nombela se tiraron 25.000. Las editoriales de Barcelona, durante el primer semestre de 1883, publicaron 67 obras con un total de 85 volúmenes; El Diario de un testigo de la Guerra de África de Alarcón (1859) contó con 50.000 ejemplares impresos por Gaspar Roig. Pero las grandes cifras de venta sólo se estabilizan a partir de 1870, merced al éxito espectacular de Galdós quien, en treinta y cinco años de producción, llegó a vender la suma de dos millones de volúmenes de sus obras». (Leonardo Romero, op. cit. pág. 112).

No tiene nada de extraño, pues, que en el caso de Alarcón, crítica y público tuvieran criterios opuestos, en realidad es lógico y puede servir para entender el valor y sentido de las novelas alarconianas. Clarín, por ejemplo, reprocha a Alarcón que presente al Fabián Conde de El Escándalo como «un libre pensador que seduce marquesas casadas y engaña a niñas inocentes» (Solos de Clarín pág. 371), lo que, indudablemente, no representa el tipo de libre-pensador, a los krausistas, entre otros, que eran todo lo contrario. Recordemos que Fernán Caballero no se había permitido tanto: Momo, en La Gaviota, no pertenece a ningún partido político o grupo ideológico especial. La caricaturización del enemigo (liberal o conservador) será una constante en las novelas ideológicas, sean de un lado o del otro, estragando las producciones.


Las novelas

Como en Cecilia Böhl, al estudiar la obra novelesca de Alarcón nos centramos especialmente en pocas obras, sin que esto nos impida hacer referencia, cuando nos parezca oportuno, a otras. Ahora tomaremos como base general El Niño de la Bola y, después, estudiaremos La Pródiga, dejando El sombrero de tres picos para un capítulo aparte.

Quizá una de las impresiones más claras que producen las novelas de Alarcón en el lector sea la de ausencia de un plan general claro; el autor parece tan arrebatado por el tema que cuando se da cuenta debe rectificar sobre la marcha o introducir atenuaciones censorias. En la Guerra de África, Alarcón confiesa a O'Donnell: «Yo no puedo ser oficial, guía de soldados; carezco de la facultad de pensar durante el combate. Un oficial no puede perder nunca el dominio de sí mismo, para ejercerlo sobre su tropa; yo soy un impulsivo, un irresponsable ante el peligro; podría ser un buen soldado, pero nunca un buen oficial, un conductor de hombres»; lo mismo le pasa al narrador: basta cambiar oficial por novelista, tropa por personajes, y peligro físico por el peligro moral del romanticismo; sólo con esto la crítica resulta perfecta.

Si empezamos por el principio, recordaremos que Alarcón, en El Niño de la Bola, afirma lo siguiente:

«¡Ya tengo el asunto sin necesidad de inventarlo! ¡Me basta con recordar aquel drama romántico, que presencié en Andalucía cuando niño!... Ahora bien, amigos lectores: el primer cuadro del drama romántico de chaqueta y rigurosamente histórico, aunque no político, que voy a contaros».


(O. c., pág. 614)                


Dejando otras consideraciones, tenemos que es Alarcón quien cuente directamente el drama y que lo conoce porque lo vio de niño. Puede ser, podría ser si no fuera porque en la novela Alarcón proporciona informaciones, dichos, hechos a los que, como testigo, era imposible que tuviera acceso: cuando cuenta, lo hace desde una perspectiva omnisciente. Sin embargo, esto no es lo grave, lo grave es que Alarcón se olvida de su propio planteamiento y lo va colocando donde le peta, según la circunstancia.

«No creemos que el lector tenga empeño alguno en oír de labios de doña Paz, la historia de los primeros veinte años del Niño de la Bola, relatada en el embrollado estilo de que la impetuosa viuda acaba de darnos elocuente muestra. Preferimos, pues, narrarla por nosotros mismos, con referencia a todos los datos que poseía el público, después de la cual correremos en seguimiento de nuestro héroe, a fin de acompañarlo en el remete de su jornada...»


(Pág. 620b, fin del libro primero)                


Pero si el lector cree que es ahora doña Paz la que cuenta y Alarcón quien transcribe para pasar a ser testigo a continuación, se equivoca:

«Nosotros ignoramos lo cierto; pues entre los papeles que nos sirven de guía no figura ningún dictamen facultativo sobre el particular».


(Pág. 627b)                


Está claro, Alarcón sigue unos documentos o papeles en los que alguien cuenta la historia que él copia, como Cervantes con Cide Hamete. Tampoco:

«Comenzó, pues, tan autorizado sujeto por referir todo lo que nosotros hemos narrado en el Libro segundo de la presente obra, o sea, hasta el instante que Manuel Venegas se ausentó del pueblo, después de la inolvidable escena de la rifa; y llegado que hubo a aquel punto crítico de su relación, bebió agua, tomó aliento y rapé, y continuó de la manera siguiente...

Pero antes de copiar lo que dijo no estaría de más...»


(Pág. 656a)                


La precipitación o falta de plan en la narración novelesca es patente. La misma falta de coherencia se observa en la construcción de unidades menores: a Alarcón le sobran piezas, y no sabe cómo deshacerse de ellas. Como vimos antes, uno de los procedimientos narrativos de Pedro Antonio es colocar la historia en boca de un personaje, esto tiene una función clara: mediante la «doble autoría», Alarcón puede contar y juzgar, justificar olvidos, ignorancias, vueltas atrás, vivir el asunto y no comprometerse personalmente en él. Ahora bien, el afán totalizador de Alarcón le juega una mala pasada pues cuando el personaje acaba de contar la historia, nuestro autor no sabe qué hacer con él: unas veces lo integra en la peripecia y, otras, lo despacha, en los dos casos la transición es complicada, forzada.

«Debemos apresurarnos a advertir que ninguno de estos vulgarísimos personajes tienen nada que ver con el presente drama, por más que figuren en él un momento como masa de gente anónima que los trágicos griegos llamaron coro, y que todavía manotea y canta en nuestras óperas y zarzuelas. Fíjese, pues, el lector, en lo que esos coristas hablen, sin parar mientes en sus significantes personales y se ahorrará muchos quebraderos de cabeza».


(Niño de la Bola, 618a)                


«Pero aquí debo hacerle a usted otra advertencia a fin de ahorrarle cavilaciones inútiles. No imagine ni por un instante que eso de ser expósito Diego haya de tener al cabo relación alguna, material o dramática, con la presente historia, dando lugar a reconocimiento, complicaciones y peripecias teatrales».


(El Escándalo, 502a)                


«Semejante entretenimiento fuera indigno de usted y de mí, y más propio de un folletín que de esta especie de confesionario. En suma: por dramáticos que le parezcan a usted los hechos que paso a referirle, no crea que reside en ellos el verdadero interés de la tragedia que aquí me trae. Esta tragedia es de orden íntimo, personal, subjetivo (que se dice ahora), y los sucesos y los personajes que voy a presentar ante los ojos de usted son como un andamio de que me valgo para levantar mi edificio, andamio que retiraré luego, dejando sólo en pie el problema moral con que batalla mi conciencia».


(El Escándalo, 500a)                


Eso es exactamente lo que le ocurre al autor: construye con andamio y lo deja puesto, cuando se da cuenta de ello, lo retira a la vista del público, pidiendo perdón por tenerlo ahí todavía y por quitarlo ahora, explicando al mismo tiempo que, efectivamente, se trata del andamiaje. Como es lógico, la ficción novelesca se resiente. Alarcón, sin embargo, corrige y varía mucho sus escritos en las diferentes ediciones pero, como señala Fernández Montesinos, las variantes son de detalle, nunca varía el esquema o la construcción del conjunto. Por ello los defectos no desaparecen.

Los realistas franceses ponen en circulación un procedimiento técnico muy útil para producir en el lector la sensación de realidad vivida, me refiero al tratamiento de los personajes secundarios: hay personajes que después de ser descritos con todo detalle o de jugar un papel importante en un momento determinado, desaparecen de la novela sin que el autor vuelva a ocuparse de él y, por supuesto, sin advertirlo, otros casos «si después de varios cientos de páginas, como ocurre con frecuencia, uno de los personajes secundarios vuelve a colocarse en el campo visual del lector, éste adquiere en tales ocasiones la impresión característica de la novela cíclica, es decir, la de una profundidad cronológica y la percepción del proceso transformador del ser sometido a la acción del tiempo». (Hinterhäuser, pág. 279). Es un procedimiento que utilizarán Galdós o Baroja, entre otros españoles. Alarcón, a la vista está, no lo conoce o no lo aplica, que es lo más probable. Y es muy revelador que no lo haga porque el Realismo trata de presentar al lector una realidad objetiva, es decir, libre y no mediatizada por el transcriptor; sin embargo, Alarcón busca todo lo contrario: la libertad le parece sólo una posibilidad teórica, que en la práctica debe estar constantemente dominado por unas leyes o normas superiores (la religión por ejemplo). Tampoco le conviene la libertad de la vida espontánea en cuanto que él debe en todo momento dominar los hechos y los personajes y mostrarse superior a ellos. No puede aceptar el cambio como resultado natural del tiempo porque los cambios en su obra son súbitos, repentinos (cuanto los hay) y porque él describe tipos, esto es, esencias.

En cualquier caso, y aunque convenga a sus fines, los planes no le salen nunca a derechas. Dueño y señor de su propia obra, cree que le basta con afirmar algo para que sea convincente, y se empeña en abarcarlo todo. Así no sólo el esquema narrativo sufre, también resulta inaceptable en muchos casos el desarrollo argumental, recordemos, por ejemplo, cómo Manuel consigue su fortuna (El Niño de la Bola, pág. 639), es totalmente increíble y la verdad es que Alarcón no tenía ninguna necesidad de explicarlo, bastaba con que hubiera dicho que Manuel volvía rico, sin entrar en más averiguaciones. Pero es que nuestro autor es incapaz de dejar libre la imaginación del lector, con lo que se aleja absolutamente y radicalmente del sistema romántico. No, él debe en todo momento dominar a lector, llevarle de la mano, advertirle, amonestarles... con formulaciones como éstas, frecuentísimas en toda su obra.

«Aquí es donde verdaderamente principia nuestra historia».


(Niño, pág. 624b)                


«Apresurémonos a decir algo (muy poco) respecto a este sacerdote, antes de engolfarnos completamente en la historia del que había llegado a ser su pupilo».


(Id. 625b)                


«A fuer de historiadores veraces, debemos decir que esta humilde y mal pergeñada depreciación conmovió profundamente al joven descreído, no porque le dijese nada extraordinario...»


(Ib. 692b)                


Los textos de este tipo se podrían multiplicar sin dificultad, mostrando cómo Alarcón vela en todo momento por el lector, y cuida de que entienda bien.

Otro caso increíble, absurdo, es éste:

«Poco después salía también Venegas de aquel volcán, entre los aplausos de la versátil multitud, llenas de horribles quemaduras la cara y las manos, y despidiendo humo sus destrozadas ropas... No se dejó, empero, curar, sino que inmediatamente registró la papelera que se había hecho pedazos al caer, apoderóse de todos los documentos que contenía y encaminóse con ellos a casa del Alcalde, a donde llegó ya casi sin aliento... Tome usted. Aquí están no sólo mis vales y recibos, que hubiera podido rehacerle, para sincerarme de la vil calumnia que ya me tachaba hoy de estafador y de incendiario, sino también los de sus demás deudores... Estamos en paz por lo tocante a aquellas mercedes que el dinero no puede nunca pagar... Voy a morir... En cuanto a la parte material de nuestras cuentas, apodérese usted de todos mis bienes, y perdóneme...., si algo faltase todavía para la total solvencia de los que le debo... Así habló don Rodrigo, y pronunciadas estas palabras, cayó redondo en tierra, con la terrible convulsión llamada tétanos. Pocas horas después era cadáver».


(Niño, 623a)                


Muy terrible debería ser ese tétanos, en efecto.

En otros casos cae en errores manifiestos, incluso desde su propio punto de vista católico, por extremar los datos, por recargar las tintas.

«Don Trinidad Muley era uno de aquellos curas a la antigua española [...]; curas indígenas, digámoslo así [...]; curas, en fin de la clase de católicos rancios, sin ribetes de política, sin ribetes de filosofía [...], hubiera servido para sacerdote hebreo, mahometano, protestante o chino, con gran respeto, edificación de tales gentes».


(Niño, págs. 625-626)                


Y es que cuando a Alarcón se le calienta la boca, como a Berganza al hablar del mundo pastoril, se va tras la retórica sin importarle las contradicciones:

«Es aquel un paraje rudo, áspero y pedregoso, sin historia, nombre ni dueño, guardado por esquivos gigantes de pizarra, donde la naturaleza, virgen y tosca como salió de manos del Creador vive pobremente, y por tanto, sin muchos cuidados, entregado a la dulce rutina de sus invariables quehaceres. Tan árida y escabrosa es aquella región, que nadie ha entrado nunca en codicia de disputar a los animales silvestres no salvajes el pacífico inmemorial disfrute de las escasas hierbas y atroces matorrales que festonean sus riscos, por lo que, ni siquiera hoy, después de la desamortización y venta de todo lo criado, figura tal arrabal del planeta en el catastro de la riqueza pública [...], aún no se había divisado alma viviente en aquel pavoroso recinto, cerrado a la vista por las ondulaciones de las montañas subalternas. Hallábase, pues, solos y gustosísimos los pájaros, las bestiecillas montaraces y los reptiles e insectos que lo habitan, todos ellos doblemente regocijados y juguetones a la sazón, con motivo de haberse dignado subir a aquellas alturas, a pasar unos días en su compañía, la hermosa y galante primavera.

Allí estaba, sí, la pródiga deidad, y bien se conocía dondequier el mágico influjo de sus gracias y donosura. En todas partes había flores... Dijérase que el mundo acababa de ser criado... La infatigable Naturaleza, parecía una doncella de quince abriles».


(Niño, pág. 615, los subrayados son míos)                


Parece como si Alarcón, ante la idea de la Naturaleza o campo, tuviera tres ideas: 1) el locus amoenus, 2) locus eremus, 3) la desamortización. Y no fuera capaz de renunciar a ninguna de ellas mezclándolas sin más. El lector está autorizado a preguntarse -¿En qué quedamos?

La afición a la desmesura, a amontonar elementos le lleva a la creación de auténticas quimeras:

«El caballero, a juzgar por su figura y vestimenta y por el abigarrado aspecto de las tales cargas, parecía juntamente un feriante, un contrabandista y un indiano. También hubiera sido fácil suponerlo un capitán de bandidos de primera clase, que regresara a su guarida, con el rico botín de alguna afortunada empresa.


Érase como de veintisiete años de edad; fino y elegante, aunque vestía de chaqueta (traje usado entonces en Andalucía por personas muy principales), y tan airoso, nervudo y bien formado, que habría podido servir de modelo para la famosa estatua del Gladiador combatiente [...], pero en lo demás habíala quemado el sol por tal extremo, que su palidez marmólea reflejaba ya un tinte como de oro mate, cuyo tono igual y sosegado no carecía de hechizo [...]. Completaban su peregrina belleza un perfil intachable, sirio más bien que griego; una boca escultural, clásica, napoleónica, tan audaz como reflexiva y, sobre todo, una barba negra, undosa, de sobrios aunque largos rizos, trasunto fiel de las nobles y celebradas barbas árabes y hebreas. En resumen, y para pintar con un solo rasgo tan interesante figura, diremos que, por su estilo oriental, por su selvática melancolía, por su atlética complexión, por la viril hermosura del semblante y por la grandeza de alma que resplandecía en sus ardientes ojos, cualquier aficionado a estudios artísticos hubiera comparado a nuestro héroe (prescindiendo de su grotesco traje y de los accesorios profanos que lo rodeaban) al terrible Juan Bautista cuando Regresó del desierto a la edad de veintinueve años».


(Niños, págs. 615-616)                


Alarcón tiene una serie de ideas -culturales- sobre la belleza física y sobre figuras prestigiosas: todas las utiliza para elaborar su caballero, que parece: feriante, contrabandista (o capitán de bandidos) indiano, estatua clásica; pero tiene perfil sirio, boca clásica, napoleónica, barba árabe o hebrea; el aspecto recuerda al: oriental y al selvático, es: fino, elegante, airoso, nervudo, la piel quemada y pálida, dorada, toda igual pero distinta... Y todo ello se resume en la figura de San Juan Bautista ¿según qué iconografía? Esto no se dice. Por otra parte, la incongruencia alcanza también a la construcción de las frases, especialmente en el uso de los elementos de relación de las conjunciones: «Fino y elegante aunque vestía de chaqueta (traje usado entonces en Andalucía por personas muy principales)»; «barba negra, undosa, de sobrios aunque largos rizos»; o, en otro lugar: «Cerraba la procesión el jefe de los aceiteros, cuya amplia faja debía de contener el producto contante y sonante de la venta del aceite, visto que montaba una mulilla muy vivaracha y retozona, pintiparda para volver grupas y ponerse en salvo al primer barrunto de amigos de lo ajeno» (Niño, 617b).

Alarcón ve la realidad como cuadros o fotografías, completas y limitadas, pero tiene enormes dificultades para organizar esos cuadros en series coherentes dentro de una organización unitaria. Esto vale tanto para las unidades menores (frases, oraciones) como para las mayores (capítulos, novelas). Su estilo está hecho a base de rasgos significativos, prestigiando cada uno de por sí en base a una tradición (cultural, artística, literaria) pero, referidos al mismo objeto, acaban por desrealizarlo, porque no están estructurados, sino simplemente, amontonados. Otras veces, Alarcón escribe de oído, lo que más o menos le suena:

«Ni él ni yo teníamos familia, ni amigos, ni verdaderas queridas, sino vulgares amoríos con pecadoras más o menos encopetadas».


(Escándalo, pág. 506b)                


«La viva personificación de una gran tragedia íntima, espiritual, ascética, en el fondo aunque revestida de tan mundanas formas».


(I págs. 1-504a)                


Ese prestigio tradicional que Alarcón encuentra en determinados detalles puede llevarle a construir frases inadmisibles incluso con criterios estrictamente lingüísticos, gramaticales: «¡Malhaya sea el dinero!» (Niño, 652); «¡Ah! Fuera horrible que entrásemos en Tetuán a sangre y fuego» (Diario de un testigo, 983a); etc. En el nivel léxico tenemos usos como: asaz, piélago, ludilbrio, dondequier, empero, etc.

Notemos que para que la prosa de Alarcón funcione es necesaria una lectura no crítica, esto es receptiva, pasiva: el lector se deja encantar por el ilusionismo de un ritmo rápido en el que aparecen esparcidas aquí y allá lo que podríamos llamar resonancias: elementos que concuerdan con otros previamente cargados de valor (más que de significación). De esta manera se produce por parte del lector una especie de reconocimiento que favorece la aceptación del mensaje.

Uno de los elementos constantes es, pues, la repetición de elementos prestigiados por la tradición cultural. Entre ellos ocupa un destacado la imaginería romántica:

«No hay nada tan solemne y poético como un monasterio solitario, olvidado en el silencio de agrestes parajes como insepulto monumento de grandezas desvanecidas...

Juan sintió profunda y religiosa tristeza, y contempló largo tiempo aquella especie de buque náufrago, cuya tripulación se había ahogado en los revueltos mares del mundo.

Los últimos rayos del sol herían horizontalmente la austera fachada del abandonado edificio.

Las aves entraban y salían por las ventanas abiertas y sin maderas.

En la torre de la iglesia veíase el hueco de la campana, que también había desaparecido.

Todo anunciaba que aquella casa de Dios estaba desierta, lo mismo que la que fue morada de sus sacerdotes...

Los pasos de Juan retumbaron tristemente en las movedizas losas de una larga crujía, y al término de ella entró en un segundo patio, muy alumbrado todavía por los reflejos de poniente. Allí, en medio de musgosa pila rodeada de boj, se elevaba una gran fuente de mármol...

Ya, en adelante, el convento no aparecía tan destrozado. Un resto de fe religiosa había dejado otro resto de pavor en el alma de los modernos Atilas.

Y es que aquel era el camino del templo».


(Fin de una novela, págs. 158-159)                


Si comparamos ahora este fragmento con la descripción del convento en ruinas de La Gaviota (reproducido en parte arriba), veremos que los elementos o formantes coinciden; lo mismo que coincide la sensibilidad ante lo religioso, la profanación o la sensación temporal; incluso la utilización de notas o pie de página: «Estos versos y todos los siguientes se leen todavía en los claustros del convento de Don Diego, de la ciudad de Guadix, de donde yo los he copiado». (Fin de una novela, 159b). Sin embargo, se separan absolutamente en el tratamiento de la materia descriptiva: frente a la precisión detallista de Fernán Caballero, Alarcón prefiere la vaguedad imprecisa, y, sobre todo, frente a la fuerte trabazón espacial que Cecilia establece entre los distintos elementos que forman el convento al situar unos por referencia a otros, Alarcón elimina todos los elementos de relación (arriba, a la derecha, después, etc.), dejando los formantes sueltos, con un estilo de frases entrecortadas, brevísimas.

La realidad, pues, está vista a través del arte. Por ello son constantes las referencias descriptivas a modelos, literarios o no literarios. Lo más curioso es que la existencia de un modelo es para Alarcón prueba de la veracidad de su historia. Se trata del procedimiento esencialista, analizado antes desde otra perspectiva: Existen tipos o arquetipos y a ellos remite los casos particulares, la mayor o menor aproximación a la idea supone mayor o menor realismo y perfección: «Era un verdadero moro, esto es, un moro de novela» (Diario de un testigo, 914b); «convertirlo en uno de aquellos héroes que luego salen en romances y relaciones» (Niño, 641a); «¡Eso fuera apelar a un recurso hipócritamente piadoso, inventado por los escritores románticos, en sus dramas o en sus novelas!» (Escándalo, 573b); «Es decir, que, por un milagro de precocidad de que se han dado célebres ejemplos (entre otros, el de Lord Byron, llorando de amor, a la edad de diez años, por la hija de un enemigo de su familia) [...]; aquel amor fatal e inevitable, transformación aciaga de paternos odios, que tantos poemas ha creado; del amor de Romeo y Julieta y de Edgardo a Lucia» (Niño, 631a); aquí el arte sirve de piedra de toque para la vida. Otros casos: «Sansón había conocido a Dalila» (Ib. 631b). «Ello es que lo pronunció, mal que le pese a la escuela romántica» (Ib. 664a); «-¡Tampoco escribió Diego Marsilla a Isabel de Segura en la comedia que está hoy tan de moda, y que tanto entusiasma a usted!» (Ib. 659a); «Soledad no pertenecía a la raza de las estatuas griegas. Su hermosura tenía más de gótica que de pagana, más de romántica que de clásica, más de las creaciones de Schiller que de las de Ovidio, más atributos, en fin, de dama que de diosa». (Ib. 675a); «confidencia que sentí y me causó miedo, pues parecióme que con ella me encadenaba para siempre a su trágica desesperación, tal y como las serpientes forman el grupo de Laoconte» (Escándalo, 504b). Por supuesto, salvo algún caso aislado, como el último reproducido, el modelo o referencia al que remiten los casos particulares, no existen o quedan tan indeterminados que da lo mismo; no sabemos a qué estatua concreta se refiere con el Gladiador combatiente o a qué San Juan Bautista alude, etc. La inconcreción del modelo aumenta la semejanza hasta convertirse en pura tautología de la que ha desaparecido absolutamente la significación, el sentido, dejando la referencia como valor socio-cultural, tanto más alto cuanto más alejado de la experiencia habitual de los lectores ya que de esa manera se sitúa en el mundo de lo maravilloso inaccesible, vagamente vislumbrado desde su vida cotidiana.

No sólo funciona este procedimiento mediante referencias directas a modelos existentes o presentados como tales. Mucho más frecuente es la adopción de fórmulas no precisadas realísticamente. En estos casos se trata de gestos o actitudes fijados mediante los cuales, como es lógico, no se nos da el sentido conceptual de lo que ocurre, sino solamente la intensidad o el valor. Los modelos, que ahora no se nombran, pero a los que la descripción remite, pueden ser pictóricos, por ejemplo este: «Sentado en el sillón, con los brazos apoyados en la mesa, y extendidas las manos sobre un infolio abierto, encuadernado en pergamino, cuya lectura acababa de interrumpir...» (Escándalo, 485b). Es lo más frecuente, son como gestos teatrales fijados, quizá en algunos recuerdos concretos de cuadros románticos: «sepultó el rostro entre las manos y lanzó un sollozo semejante al rugido del león moribundo» (Escándalo, 484a); «¡Lo manda Dios! -repuso el jesuita, extendió la diestra como si jurara» (Ib. 578a); «-¡Morirá!- pronunció Manuel, extendiendo el brazo como si jurara» (Niño, 653b); «Así es que las oyó con entusiasmado semblante y alzada la vista al cielo, en tanto que alargaba una mano a Lázaro y la otra al jesuita, quien atraía a su vez cariñosamente a Juan para que participase de la felicidad y la gloria de aquel triunfante grupo». (Escándalo, 608a). En el ejemplo que doy a continuación se podrá observar tanto la adecuación a modelos plásticos como a modelos lingüísticos:

«-Manuel..., ¡no le oigas!... ¡Óyeme a mí! -proseguía diciendo la madre de Soledad, arrastrándose a los pies del joven, el cual estaba como petrificado, con los cabellos de punta y con los cerrados puños sobre la frente- ¡No lo creas, Manuel! ¡Don Trinidad te quiere más que a su vida! ¡Es tu segundo padre! Y yo te quiero también...; y también te quiere este niño... ¡Mira!... ¡Mira cómo te sonríe!

-¡Basta! -gritó al fin Manuel con desgarrador acento, abriendo los brazos y tirando la cabeza atrás-. ¡Basta, crueles sayones, encargados de martirizarme! ¡Dejadme ya!... ¡Idos!... ¡Salud! ¡Os lo mando..., os lo aconsejo..., os lo suplico! Dejadme solo si no queréis que con vuestra sangre y la mía se forme un lago en este aposento... ¡Conozco que puedo horrorizar al mundo...!»


(Niño, pág. 694)                


El autor es solidario de los lectores, también él ve la realidad de acuerdo con reglas fijadas por el arte y la tradición, explotando los prejuicios; cuando piensa en la posibilidad de entrar en Tetuán a sangre y fuego, escribe: «Y seré franco... No es sólo la piedad o miedo lo que me mueve a pensar así. Es curiosidad artística. ¡Yo tiemblo a la idea de que todos sus habitantes tomen el camino de la montaña! Yo quiero ver la población, las costumbres, los trajes, los ritos, las fisonomías de los moros» (Diario de un testigo, 983a); lo real no tiene interés si no adopta la forma y reglas literarias, teatral en este caso: «a nuestro disparo respondieron inmediatamente los cañones de las trincheras moras, y dióse por principiada la batalla [...] y la salvaje soledad de los montes circunvecinos se estremeció hondamente con el fragor de la descomunal batalla... ¡Magnífica, soberbia sinfonía; digo prólogo de la espantosa tragedia que se preparaba. (Ib. 679, los subrayados son míos). No es extraño, pues, que los personajes adopten la misma actitud que su creador:

«La inmovilidad moral (he creído yo siempre), la fijeza de ideas, la pertinencia de propósitos, un gran genio, una virtud inexpugnable, deben de modelar estos tipos tan auténticos, consustanciales del espíritu que los anima.

-¡Habló el escultor!- dijo el padre Manrique».


(Escándalo, 503a)                


Notemos, sin embargo, cómo la voz de la razón y la verdad, la voz del padre Manrique reconoce y rechaza esa actitud. Para Alarcón lo literario por excelencia, lo que nosotros hemos caracterizado como romanticismo folletinesco, es la verdad natural de la vida que debe ser reprimida por la razón iluminada por la fe. Así vemos cómo, siempre, el planteamiento argumental en las narraciones de Alarcón es la lucha entre la atracción romántica y el deber religioso o moral.

«Pongamos en frente de él [del cura] a un mal bicho, como hay varios en las cloacas de la sociedad que, por haber nacido pobre y feo y carecido de familia que le prodigase abnegación y paciencia [sic], se ha proclamado antagonista de todo bien, de toda virtud, de toda esperanza, y, por consiguiente, apóstol del ateísmo, de la rebelión y del crimen. Coloquemos en medio una gran soberbia, una pasión desenfrenada, un amor loco, mezclado con ira, sed de venganza y los más rabiosos celos, al par que servido, por las presas y la arrogancia de un león, y hagamos ver de qué modo tan natural y sencillo esta que llamaré noble fiera humana fluctúa y oscila entre los furores de la bestia y las generosidades del ángel, según que suenen en su oído palabras de Dios o sugestiones del demonio. Quedará entonces demostrada la utilidad y necesidad de los sentimientos y respetos religiosos».


(Niño.)                


Como sabemos, todas estas promesas luego no se realizan en la novela: Vitriolo no es más que un pobre hombre y Manuel se limita a gesticular, amenazar y rugir durante toda la novela (salvo en el abrazo final, claro). Pero dejando ahora esto, el fragmento citado sirve para comprender las intenciones del autor que organiza la realidad como espectáculo en el que sólo interesa lo extraordinario, lo extremado, la lucha de opuestos. Esto es lo admirable, pero es contrario a la religión; el Romanticismo (o lo que Alarcón entiende por tal) es atractivo, pero no es bueno:

«-En fin... -concluyó diciendo-, el drama no ha resultado romántico.

-¡Tiene usted más razón de lo que se figura! -contestó el señor de Mirabel.

-¡Para drama romántico le faltan tres o cuatro crímenes! En compensación..., usted misma lo ha dicho: su desenlace ha sido eminentemente cristiano.

-¿Y qué tiene que ver el arte con el cristianismo?, replicó la sabia forastera.

-El arte romántico, ¡nada!, -expuso el jovellanista-, precisamente es hijo de la soberbia y la impiedad, y no admite más culto que el de la mujer y el de la venganza... ¡Los románticos son idólatras de sí mismos, de sus pasiones, de sus defectos, de sus amarillentas adoradas!»


(Niño, 709a)                


Es la trivialización caricaturesca del Romanticismo, adaptado a las necesidades de Alarcón. Es por otra parte, una actitud propia de espíritus superiores, por encima de la vulgaridad cotidiana, lejos de la experiencia de la gente. El hombre romántico está más allá, ha superado las mezquinas pasiones y placeres que atraen al burgués; he aquí un típico representante:

«Despreciábame, sí, tan luego como me quedaba solo y pensaba en Gabriela; y, cual si la justicia divina se complaciese en prodigarme éstas con que el vino se negó a enloquecerme y el sueño a coronarme de adormideras. Cuando, al remate de frenética orgía, todos los comensales estaban entregados al febril alborozo y a los delirios de la embriaguez, y cuando el sueño cerraba los ojos del último camarada que departía conmigo o de la pobre mujer que reposaba en mis brazos, sólo yo quedaba despierto, vigilante, pensativo, contemplando, a la luz de las moribundas lámparas y de la naciente aurora, las botellas vacías, las copas derribadas y a los calaveras y a los bacantes sumergidos en la estupidez del sueño, o sea en el negro océano del olvido [...]; así es como pasé un día por delante del colegio de San Carlos y me ocurrió la lúgubre idea de penetrar en él a contemplar, muerta y despedazada, a una de aquellas sacerdotisas de Venus que acaba de morir en el Hospital General, y cuyo cadáver habían elegido los profesores de Medicina para estudiar no sé qué enfermedad del corazón».


(Escándalo, pág. 537b)                


Los grandes hombres, entre los que se cuenta el autor, son de esta clase: su energía y superioridad les lleva siempre por los extremos, de lo que sea, pero por los extremos. También el padre Manrique entra dentro de este grupo de seres superiores: «¡Eso no es verdad! -prorrumpió el jesuita, cuyos ojos lanzaron, primero dos centellas, y luego dos piadosas lágrimas». (Escándalo, 487). En otros aspectos: «Hazla tan dichosa como desgraciada la hubieras hecho hace algunos meses». (El final de Norma, 439b); «y de las galas de Himenneo, que ya se han trocado en sudario de mis amores». (Escándalo, 600b).

El planteamiento general de Alarcón es terriblemente maniqueo: buenos y malos, luces y sombras, vicios o virtudes ocupan los extremos de una posible escala: no hay gradaciones, no hay casos intermedios, ambigüedades, etc.

Ante personajes e historias tan descomunales, la gente normal debe adoptar una actitud admirativa, contemplando y sufriendo por los hechos, aunque sin participar en ellos. Una forma de propiciar este efecto es presentar lo narrado como objeto digno de admiración y, además, introducir un coro, o público que indique a los lectores la actitud que deben adoptar. Al primer tipo remiten estos ejemplos:

«Con que soltemos ya la pluma y cojamos los pinceles; dejemos a los hombres y contemplemos a la Madre Naturaleza; olvidemos las enfermedades físicas y morales que recuerda esa villa, y digamos todas las excelencias del cuadro que acaba de aparecer a nuestros ojos».


(La Alpujarra, pág. 1528b, los subrayados son míos)                


«Pues ya sabemos tanto como el que más acerca del gallardo jinete que cruzaba por lo alto de la sierra cuando levantamos el telón, para dar principio al presente drama».


(Niño, pág. 648a)                


«Ahora bien, amigos lectores, el primer cuadro del drama romántico de chaqueta y rigurosamente histórico, aunque no político, que voy a contaros (tal como aconteció y yo lo presencié, entre la extinción de los frailes y la creación de la Guardia Civil, entre el suicidio de Larra y la muerte de Espronceda, entre el abrazo de Vergara y el pronunciamiento del general Espartero, en 1840, para decirlo de una vez)».


(Id. pág. 614a. Cfr. pág. 620b)                


El dirigismo de Alarcón es evidente en estos casos; el medium, público o coro, funciona de la misma manera: «El auditorio se rió a carcajadas. ¡Auditorio terrible el pueblo..., la masa anónima..., la opinión pública!» (Escándalo, 482-3); «dijese lo que quisiera el novelero y desalmado público, siempre ganoso de ajenos compromisos y desastres en que desempeñar gratis el cómodo oficio de espectador o plañidero». (Niño, 634a); «La perplejidad del coro era inmensa, indefinible. ¡Había cambiado tantas veces de papel en aquel drama, que ya no sabía que actitud tomar, ni discernía acaso de sus propios sentimientos!» (Niño, 711a) (Otros casos en Niño, pág. 617, 665b, 669b, 689b, etc.).

En algún caso apunta el desprecio del artista por su público, tan romántico, marca de la superioridad de aquél y de la distancia que los separa. Ahora bien, los dos mundos (el de los protagonistas y el de los espectadores) no pertenecen a realidades diferentes: tan reales el uno como el otro, coexisten, en ocasiones, incluso, se mezclan y entrecruzan. Es el autor quien descubre su existencia gracias a la experiencia que posee; una persona corriente podría pasar delante de estos dramas sin advertir su existencia. Que estos dramas existan en la realidad es necesario para mostrar la superioridad del autor que los revela, lo inaccesible de estas posiciones para el común de los mortales, y para que sirvan de prueba a las conclusiones que de ellos se extraen. En una palabra, para aumentar la intensidad del efecto.

Los recursos realistas son frecuentes en la prosa de Alarcón: «Las confidencias del viajero deben parecer fotografías escritas» (Historia de mis libros, 228-9); «Poseer (dice un axioma jurídico) es una de tantas formas de adquirir» (Niño, 643a); «en el crudísimo invierno de 1831 a 1832» (Id. 641b); «El día que tratamos (sábado 5 de abril) sería ya la una de la tarde» (Id. 615a); «Serían las nueve de la noche cuando Fabián dejó de hablar» (Escándalo, 570b); «Era en aquel momento la una de la noche» (Id. 549b); «Eran las cuatro de la madrugada» (Id. 596a; y 489, 601a). La datación de El Clavo en el Semanario pintoresco es 1852, en las Obras completas es 1843: Alarcón aproxima el tiempo en que sucede la historia a la fecha en que se edita el cuento.

El «realismo» favorece también el enlace directo con los problemas ideológicos o políticos actuales, sobre los que el autor desea influir (recordemos a Fernán Caballero):

«El edificio, que todavía existe hoy en la calle del Duque de Osuna con el nombre de Los Paúles no alberga ya religiosos de esta Orden. La intolerancia liberal ha pasado por allí. Pero en 1861, era una especie de convento disimulado y como vergonzante, que se defendía de la Ley de supresión de Órdenes religiosas de varones, alegando su modesto título de Casa de la Congregación de San Vicente de Paúl, con que se fundó en 6 de julio de 1828».


(Escándalo, 484a)                


Toda la obra, todos los recursos, están al servicio de la ideología. La novela sirve para llevar al lector a un fin determinado, después de ofrecerle un viaje maravilloso por lo prohibido: el mal, el satanismo romántico, etc., existe, tiene su particular atractivo, pero el autor ha sufrido y superado el Romanticismo para llegar, por fin, a la situación cotidiana del lector. Lo «normal» se convierte así en situación privilegiada y perfecta.

Naturalmente, el mensaje, como comunicación proselitista, debe ser bien comprendido, tiene que permitir la lectura receptiva -acrítica- porque está destinado a convencer. Ya hemos visto algunos recursos tendentes a conseguir los efectos señalados; hay otros de gran importancia, fundamentalmente el alto grado de redundancia informativa a nivel de lingüístico, lo que sitúa al estilo de Alarcón muy cerca del folletinesco.

«-¡Dios de Israel! -Gritó con un acento de dolor más que humano- ¡Mi desventura es cierta! (1). La tierra se abre bajo mis plantas... (2). El cielo se hunde sobre mi frente... (3). El mundo ha llegado a su fin... (4). ¡Soledad ha muerto!»


(Niño, pág. 625a)                


El dirigismo puede utilizar la redundancia de calificaciones:

«Yo, que estampé aquella noche sobre la frente del mártir, y en presencia de ustedes, el hierro infamatorio de una atroz calumnia».


(Escándalo, pág. 584a)                


Párrafo que, en lo referente al contenido conceptual exclusivamente, significa «yo le calumnié ante ustedes», todo los demás es redundante pero sirve -es funcional- para dirigir la comprensión y facilitarla, facilitando así el efecto deseado. Juzgar y definir mediante apreciaciones de valor la realidad, antes de que aparezca, es otra manera útil de convencer:

«Aquel edificio atraía muy particularmente su ansiosa atención... ¡Ignoraba el desventurado que allí no vivía ya nadie! ¡Ignoraba todo lo que había ocurrido durante su ausencia!»


(Niño, pág. 694a)                


Las admiraciones y puntos suspensivos contribuyen al efecto. Unos párrafos representativos donde aparecen casi todos los recursos juntos pueden ser estos dos ejemplos tomados de El Niño de la Bola:

«¡Don Elías, mi implacable enemigo, el enemigo de ella, el enemigo de usted misma!... ¡Cuán felices podemos ser ahora! ¿Cree usted, mi buena madre, que yo ignoraba el cariño y la protección que me dispensó usted siempre? Pues ¡lo sabía! ¡Don Trinidad Muley me enteraba de todo!... ¡El buen don Trinidad, mi amigo, mi tutor, mi segundo padre!...

¡Era ella!... No cabía duda... ¡Era su cara de ángel!... ¡Eran sus ojos! ¡Pero, ay!, no... ¡No era ella! ¡No era Soledad! ¡Era la mujer de otro hombre! ¡Era la impura renegada del amor!... ¡Era la sacrílega que había escupido en mitad del corazón del más fino y consecuente amante! ¡Era la traidora que le había dado muerte por la espalda! ¡Era el execrable demonio de su vida! ¡Era la envenenadora de su alma!...»


Como es lógico, el alto grado de redundancia, unida la elevada tensión de éstos y otros párrafos sería difícilmente soportable por el lector si no fuera porque, en determinados momentos, la repetición de lo consabido deja paso a la verdadera información, casi en estado puro: son aquellos hechos, sucesos, reacciones, etc., absolutamente inesperados e inesperables; no aparecen como consecuencia más o menos remota de la información precedente, sino que rompe el planteamiento, lo que da lugar a otro distinto y aun contrapuesto al que le sirve de base. Es un efecto compensatorio respecto del anterior. Lo imprevisible no tiene por qué ser explicado y normalmente no lo es; en otros casos el autor acude a la casualidad, el azar, o la Providencia. En cualquiera de las posibilidades supone la presentación de un mundo maravilloso, imposible de reducir a la fría lógica del razonamiento al uso. Aparte de apariciones, reconocimientos, muertes súbitas, pasiones rápidas, etc., hay otros casos de curaciones no milagrosas, como la que tiene lugar en El Niño de la Bola cuando el padre de Soledad está a las puertas de la muerte, muerte que permitiría la boda de los dos protagonistas; dice el padre:

«¡Pues entonces no puedo morirme todavía!, -repuso el anciano con asombrosa naturalidad-, quita de en medio todos estos jarabes, y dame de comer. ¡Mañana estaré bueno! ¡Tu rebelión me ha resucitado! Siento en mi máquina una energía nueva con que ni tú ni yo contábamos hace poco... ¡Me has dado, cuando menos, un año y un día de vida, que es el tiempo que necesito para utilizar tu obediencia!»


(Niño, pág. 622a)                


Un caso de «aparición» inesperada y dirigida es este:

«Yo le dejaba hablar para adquirir el derecho a que me oyese; pero en esto se abrió la puerta del despacho y apareció su mujer... ¡Su mujer! ¡Pavorosa criatura!... ¡La propia efigie del pecado!»


(Escándalo, pág. 602b)                


Donde después de haber iniciado al lector la impresión que debe producirle la mujer, comienza su descripción; descripción que, a despecho de las exclamaciones, resulta bastante trivial y poco convincente. Este es el peligro del juego, en el que con frecuencia cae Alarcón, la frustración de las expectativas por incapacidad del narrador. Compensada, en cierta medida, por los sucesos arbitrarios, que son los que mantienen el interés, la expectativa.


«La Pródiga»

Alberto Navarro González, en el prólogo a su edición de La Comendadora (edición a la que remitirán nuestras citas) señala que en Alarcón hay dos tipos o grupos de novelas. «Las del primero (El final de Norma, El Escándalo, El Niño de la Bola) permiten relacionar a Alarcón con la antigua novela griega de amor y de aventuras y sus posteriores imitadores (comienzo in media res, anagnórisis final, cambios de puntos de vista del narrador, geografías exóticas, acumulación de hechos y personajes sorprendentes y excepcionales, etc.).

Las del segundo, en cambio (El sombrero de tres picos y El Capitán Veneno), por su estructura y técnica eminentemente dramática (observancia de las unidades de acción, lugar y tiempo, movimiento de personajes y escenas, etc.) sitúan a Alarcón entre los cultivadores de la novela corta que magistralmente fijó Cervantes.

Ateniéndonos a este criterio, creo que La Pródiga, si bien presenta elementos novelescos ausentes en estas últimas, se acerca más a ellas que a las del primer grupo». (Pág. 36).

Sustituyendo la relación con la antigua novela griega, un tanto problemática, por la relación directa con el folletín, las afirmaciones de A. Navarro nos parecen muy acertadas y útiles, lo mismo que estas consideraciones que nos servirán de base sobre la cual montar nuestro estudio de la novela: «Alarcón, al incluir entre sus Obras completas, La Pródiga, el mismo año de 1882, hizo en ella considerables reformas, dejando a un lado las consabidas reformas y correcciones de este orfebre infatigable de la prosa castellana, la principal diferencia que entre ambas redacciones se observa se refiere a la titulación y agrupación de libros y capítulos. En efecto, en la Revista (Hispanoamericana), la novela lleva el significativo subtítulo Estudios del natural, que luego desaparece, y Alarcón la presenta subdividida en 42 apartados que se limita a señalar con números romanos.

Lo primero que observamos en los títulos de libros y capítulos es que, a diferencia de su antiguo modelo Alfonso Karr, el narrador abandona el distanciante tono humorístico para acercarse a la trágica acción que relata. Lo segundo es que Alarcón, como si de una tragedia clásica se tratara, divide el relato en cinco libros». (Pág. 31).

«Alarcón que en esta novela cita a las heroínas de Jorge Sand y Lord Byron, y a otras como Margarita Gautier, María Estuardo, Catalina de Rusia, etc., no nombra a Leonora de Benjamín Constant, como tampoco a Madame Bovary de Flaubert. Pero su obra, como las citadas novelas francesas y como Amor de perdición del portugués Camilo Costelo Branco, que Alarcón también pudo leer, debe situarse entre las grandes novelas europeas que retratan reales pasiones invencibles de excepcionales personajes que sucumben ante también invencibles circunstancias. De entre ellas, creo que la que pudo tener más en cuenta Alarcón debió ser Una hora más tarde, de su admirado Alfonso Karr, publicada el año 1851 en la biblioteca Universal, que precisamente dirigía don Ángel Fernández de los Ríos, primer traductor de Amor de perdición».


(Pág. 33)                


«Según ya vimos, Alarcón consideró La Pródiga como un Estudio del natural y también sus contemporáneos vieron en ella el principal intento alarconiano de acercamiento a la entonces imperante novela "realista" o "naturalista"» (pág. 37). Y en efecto, La Pródiga supone un avance evidente en la novelística alarconiana. Se puede afirmar, sin duda, que esta es la mejor novela larga de Alarcón. Sin embargo no creo que se la pueda clasificar dentro del movimiento Naturalista, ni siquiera del Realista, como vamos a ver.

Mucho menos frecuentes que en las novelas anteriores son los rasgos que hemos llamado folletinescos; en lo gestual, por ejemplo, encontramos: «Aguantó, pues, la adversidad de la situación; dejó caer la frente sobre una mano...» (pág. 98); acción repetida y doblada con una comparación absurda: un león con calentura: «Regresaron luego los dos amantes al salón. La marquesa contraída y torva, como presintiendo irremediables desdichas, sentóse en el sitial que acostumbraba, y reclinó la frente sobre su mano mientras que Guillermo se paseaba con rapidez, o más bien daba vueltas en medio de la estancia, a modo de enjaulado león en el acceso de la calentura» (pág. 253). Lejanos ecos de fórmulas pasadas nos trae esta descripción:

«Andaba el mozo con el lento y firme paso de un Hércules, y su ruda cabeza, tirada atrás, tenía tal sello de dolor, de autoridad y de cólera que infundía espanto...»


(Pág. 295)                


Sin embargo son rasgos muy poco frecuentes, sólo alguno más de los aquí reproducidos. En cuanto a lo imprevisible, juega aquí un papel mucho menor que en otras obras, aunque Alarcón conserve el procedimiento folletinesco que consiste en acabar el capítulo en un momento de clímax, o anunciando acontecimientos importantes; el paso de la publicación en revista a la edición en forma de libro no ha eliminado, pese a otros cambios, algunos de estos cortes; véase por ejemplo, las páginas 72, 93, 111, 133, 220.

Como en otros libros, aquí también son frecuentes las precisiones cronológicas (más que las de lugar), incluso con detalles de la vida cotidiana, civil:

«Hace ya de esto quince o veinte años. Preparábase en nuestra siempre revuelta España una elección general de diputados a Cortes. La batalla debía reñirse aquella vez por circunscripciones [...]».


(Pág. 59)                


«Así las cosas, el 16 de diciembre ventilose en la Cámara [...].»


(Pág. 20)                


Otro sentido tiene la fecha del primero de octubre, ya que funciona de manera simbólica, recordando el encuentro de los enamorados. En cualquier caso, la precisión cronológica externa es sustituida, con ventaja, por la interna: en esta novela Alarcón organiza la novela de acuerdo con un plan previo uno de cuyos ejes son las estaciones del año, en relación, concordando, con el desarrollo argumental de la historia en Andalucía; en Madrid la acción sigue el orden cronológico de la vida política. Esta doble perspectiva temporal se ajusta al lugar en el que transcurre la acción, lo que constituye el otro eje del plan novelístico. Se trata de dos lugares totalmente distintos y aun contrapuestos, dentro de la oposición general, reverdecida por los realistas, de campo/ciudad. Ahora bien, Alarcón ha tenido el buen acuerdo de no enfrentarlos directamente, lo que ha hecho ha sido aislar la aldea, creando así un mundo cerrado y un tanto mítico, sin localización geográfica precisa; lo que, indudablemente, contribuye a la credibilidad del relato. Son dos mundos, a cada uno de ellos le corresponde unas leyes, un ritmo cronológico, un ambiente y unas acciones. Lo que no hay, o por lo menos no es tan claro como en otros planteamientos, es el juicio de valor directo que salva y condena a uno y otro, ni la identificación con la oposición liberalismo/tradición, etc., según vimos al hablar de Fernán Caballero. Por supuesto, el valor moral del pueblo es superior al ciudadano: «¡Servidores que lo sean hasta dentro de su espíritu; criados enteramente serviles, o sin conciencia, podremos traerlos de la capital! Aquí no los hay» (pág. 259) e incluso se llega a descripciones idílicas y bucólicas de la vida campesina pero no van mezcladas con lo político: el valle es un lugar aparte, excepcional.

Un arrastre de la época anterior lo constituyen los elementos románticos, muy frecuentes aquí también; especialmente en lo que respecta a lo excepcional, extremado, etc., veamos la presentación del protagonista:

«El más joven de los tres, o sea el llamado Guillermo, famoso ingeniero de caminos y no menos célebre abogado, cabeza y alma de la expedición por tener también mucho de poeta y de artista y ser el de carácter más vivo y enérgico, el más valiente, el más gastador y el mejor mozo, arguyó [...].»


(Pág. 62)                


Quizá debemos anotar el intento de presentación realística al hacerlo ingeniero, profesión que en la novela de esta época tiene un gran prestigio y representa el progresismo (cf., por ejemplo, Doña Perfecta de Galdós). La Pareja protagonista exhibe también una sensibilidad romántica:

«...Mas ¿qué digo una hora ni una noche?, prorrumpió finalmente la mujer, sobreponiéndose a la dama, y en ademán de alejarse. ¡Insensato! ¿Cree usted que a mí se me deja? ¿Cree usted que, si no se marchase ahora mismo se marcharía mañana? ¿Qué sabe usted entonces quién soy yo..., ni qué es amar?»


(Págs. 101-102)                


Llegan a la expresión directa y simple de su anhelo: «Yo amo lo extraordinario, yo quiero lucha, emociones, pasión, vida de alma» (pág. 68), o las actitudes correspondientes: una carta fechada en «Madrid, a tres de la madrugada del 17 de diciembre de...» (pág. 127), ¡lástima que Alarcón explique punto por punto el sentido de la fecha y la hora, en lugar de dejar que el lector lo deduzca por sí mismo!: «La puntual designación de día y hora que iba al pie de esta endiablada carta resumía y daba a entender muchas cosas que en ella no había mencionado Guillermo, y que Julia no podría acaso comprender por entonces. Aquella minuciosa fecha quería decir, para la conciencia del embrollado joven, y tal vez le serviría para probar con el tiempo a su misma adorada, que pocas horas después de un inmenso triunfo parlamentario, cuando el templo de la inmortalidad abría sus doradas puertas al ya casi ministro, éste se había ratificado en su actitud y amantes protestas del 1.º y 20 de octubre..., lo cual demostraría en cualquier caso la grandeza y heroísmo de su pasión, etc.» (pág. 128 subrayado del autor) aunque quizá sea una manera de proyectar lo calculado (y no arrebatado) de la decisión sobre el carácter del personaje, como un rasgo caracterizador. Otros casos de insistencia en lo extraordinario de los personajes pueden ser: «¡Qué diferencia entre sus defectos y los de sus jueces y verdugos! ¡Qué grandeza en todo lo que ella hizo!» (pág. 108); «Conozco a los hombres, sobre todo a los extraordinarios y notables como usted» (pág. 95); «¡Esta mañana me miraba de una manera que conozco demasiado! ¡Todos los hombres que me han dirigido miradas semejantes... han perdido por mí la vida o el alma! ¡Y cuánta pasión hay en sus ojos!» (pág. 91); incluso otros personajes adoptan el mismo tono: «no podré vivir exclusivamente para servirla, ni me será tan fácil morir defendiéndola en caso necesario» (pág. 183). Notemos, no obstante que, en casi todos los ejemplos citados, el autor no se compromete: son los personajes mismos quienes hablan, lo que podría interpretarse como una forma de caracterizarlos por sus deseos y por sus pasiones. Por otra parte, frente a la arbitraria encadenación de los hechos, visible en El Niño de la Bola, entre otras novelas, aquí las reacciones de los personajes se explican de alguna manera: Guillermo se enamora de Julia cuando la ve, pero es que su edad y situación le predisponen a ello, como generaliza el autor: «la dolencia moral que le aquejaba, y que es común a todos los hombres de genio, en el tránsito de la juventud a la virilidad» (pág. 128), justificación de carácter naturalista; por otra parte, la visión de la dama va precedida de toda una serie de descripciones misteriosas, y contradictorias, que han predispuesto al impresionable joven; en este sentido recordemos que su marcha al Vallejuelo del Abencerraje está precedido y, en parte, motivado por las conversaciones que en Madrid sostiene sobre ella. En cuanto al enamoramiento de ella, la soledad, abandono, etc., los justifica sobradamente. Más que romántica resulta emblemática la descripción del palacio:

«Melancólico por todo extremo era el antiguo palacio. Donde quiera que se posaban los ojos no se veían más que ruinas del pasado esplendor, ya en muebles rotos e inservibles, ya en artesonados incompletos, ora en enormes puertas, faltas de muchos cuarterones; ora en las partidas losas del pavimento, que se estremecían y quejaban al ser pisadas por los vivos, perturbadores y profanadores de tanta muerte».


(Pág. 71)                


Pero lo que, en ambos personajes, funciona como denominador común y motor de sus acciones es la vivencia literaria como realidad. El autor participa de tal sentimiento que, en alguna ocasión, le traiciona: «Ello es que estaba hermosísima, y que más aspecto tenía de encarcelada reina gótica que de pobre y olvidada cortijera», (pág. 178); «El tío Antonio, respetuoso y respetable viejo, cuya inteligente fisonomía, rústico traje y limpias canas traían a la memoria célebres escenas del teatro de Calderón y de Tirso, acercóse...» (pág. 70). En algún caso, sin embargo, logra detenerle a tiempo y distanciarse: después de describir la belleza de Julia, «decírnoslo sin malicia sensual y por puro amor a la estatuaria, pues es lo cierto que nunca habrá cincelado el Creador mujer de tan acabadas y ricas proporciones como las que dejaba adivinar la bata o túnica. Era, no lo olvidéis, la Venus de Milo de carne y hueso, y por nada entra el presente homenaje en que tuviese además una historia de facilidades más que mitológicas, capaz de encender la cabeza de un santo, bien que no la de un platónico artista» (pág. 75). Es necesario y revelador, el salto atrás que da Alarcón cuando advierte su entusiasmo por la protagonista: trata de distanciarse, de no solidarizarse con la creación y de mantener la cabeza fría y tranquila, como un artista que es. Si comparamos esta actitud con la de El Niño de la Bola donde frecuentemente se ve arrastrado por el tema, notemos el intento, la intención de conseguir el objetivismo realista. Por otra parte, las comparaciones son mucho más formales, descriptivas que sentimentales o valorativas, por ejemplo:

«Julia iba hermosísima con el traje de amazona, que ponía de relieve toda la elegancia escultural de su talle, y después bajaba al suelo en dilatados paños uniformes, como se ve en aquellas estatuas griegas cuyas desprendidas ropas componen una sola masa con el pedestal».


(Pág. 203)                


Si el autor conserva algunas referencias culturalistas en sus descripciones, los personajes entran a saco en los modelos literarios con referencia a los cuales tratan de organizar sus vidas: «¡Vive Dios, que ya no le tengo lástima a la marquesa Julia! ¡Se diría que vamos viajando por un cuadro de Haes!» (pág. 70), «amigos míos, ¿queréis creerme? ¡Más ganas tengo de conocer a esa Tenoria que de ser diputado! [...] mañana vamos a hablar con una mujer digna de estudio», (pág. 67); «¡Hubiéramos parecido estar mirando a la hermosa y altiva Juno, familiarizada con la sencillez pastoral del monte Ida!» (pág. 77) (Otros casos, 73, 244, 700, 125, 102).

Es, en definitiva, la literatura lo que define la personalidad de los protagonistas y explica su comportamiento. Julia es, en gran parte consciente de ello «Mi historia, como la de Manon Lascaut, es el apólogo de la Veleidad» (pág. 285) pero, sobre todo, es Lord Byron el modelo, como reconoce el autor, los personajes o de ella misma: «Decididamente, aquella mujer tenía la desgracia, por fatalidad de su destino o por hechura de su espíritu y de su cuerpo, de que no se la juzgase idónea sino para lances trágicos y cosas inauditas del más puro género byronesco» (pág. 144); «Pero, en fin ha cometido el feo pecado de escándalo por exceso de vehemencia física, por su funesto empeño de parecerse a alguna heroínas de Jorge Sand, a esta misma escritora y por demasiado soñar con héroes como los de Byron, o como Lord Byron mismo» (págs. 148-149 y, en efecto, trata, como Byron, de luchar contra los turcos). Su byronismo radical lo declara ella misma al final de la novela.

«¡Pobre Alfonso!... ¡No fueron tus palabras; fue la voz de aquel adorable demonio, cuyos versos trastornaron todo mi ser; fueron los poemas del terrible Byron los que me arrastraron al abismo de la lucha!... Leyendo sus obras, me di cuenta de que tampoco yo tenía fe en la Providencia divina [...], y ¡a qué terribles consecuencias me llevaron entonces la absoluta ingenuidad de mi carácter, mi temeraria valentía, mi arrogante sinceridad!... ¿Por qué respetar las leyes humanas, si no se fundan en preceptos divinos?»


(Pág. 289)                


En efecto, el envenenamiento literario explica el carácter, hay una cierta referencia a la educación como factor desencadenante de los hechos, como hay también una posible justificación del suicidio de Julia en las leyes de la herencia, recordemos que su hermano Alfonso «se pegó un tiro en Francia cuando perdió al juego cuanto poseía» (pág. 62). Sin embargo, si tomamos como criterio las palabras de Alarcón sobre el suicidio reproducidas arriba, vemos que Alfonso es un mal suicida, mientras La Pródiga es buena suicida porque está arrebatada por el vendaval de las almas típico del Romanticismo, es un alma superior destinada a las acciones heroicas, extremas, sea para bien o para mal, ya lo dice el diplomático, que la conoce bien:

«Debe estar en el campo, en algún cortijo de sus antiguos colonos, haciendo heroicidades poéticas de un modo inverso o por distinto arte que en la primera mitad de su vida, esto es, heroicidades de castidad, modestia y mansedumbre, ya que no de arrepentimiento y penitencia».


(Pág. 153)                


Ahora bien, el autor, que presenta dos seres envenenados por lo literario, no padece ya el mismo mal: ha podido con él, aunque le queden algunas secuelas. Inmunizado y advertido por su experiencia, puede detectarlo en los otros sin contagio, tomar sus distancias y contemplarlo con una cierta ironía:

«No tronó, empero ni relampagueó, ni cayeron rayos, como acontece en las óperas siempre que el libretista se propone castigar a algún impío..., lo que sucedió de la manera más vulgar y prosaica fue que, de pronto, empezó a llover copiosamente (pág. 245), no les quedó gana de volver a representar con ellos las Geórgicas».


(Pág. 222)                


Y en algún caso llega a analizar, no sólo a describir, el proceso de literaturización mediante el cual su personaje convierte (y deforma) la vida en literatura:

«La fecha de la obra y el conocidísimo proverbio omnia vincit amor, todo ello en latín y con abreviaturas a imitación de las antiguas inscripciones romanas. Es decir, que el poeta, el artista, el soñador, perseveraba inconsciente en la pícara costumbre de monumentalizar sus emociones y afectos».


(Pág. 223)                


«De tan literario modo iba monumentalizando Guillermo su fidelidad a La Pródiga (como ya hizo otra noche con su propia melancolía)».


(Pág. 133)                


La misma Julia adopta con Guillermo este tono burlón, apuntando a su Talón de Aquiles; en lo que es secundada por el autor (vid. pág. 110, 195, 201). De esta manera se definen los dos personajes, que no corresponden al mismo patrón, ni mucho menos. Guillermo es un hombre quizá superior al común de los diputados pero, desde luego, es inferior a La Pródiga; nuestro personaje se siente atraído por el mundo romántico pero no tiene capacidad suficiente para vivirlo, sólo para imitarlo desde su admiración; en consecuencia monumentaliza, falsifica, para entrar en él: en el fondo es una persona normal (como lo demuestra en su inadecuación al amor puro, y su adaptación final a la vida burguesa) con cualidades valiosas pero no satánicas. Trata de convencerse a sí mismo, se fuerza, se obliga... pero fracasa. Por ejemplo, en el momento de mayor exaltación amorosa y romántica la argumentación es de lo más convencional: «¡Digo más: asústame la idea de tener hijos en estos tiempos de relajación social y doméstica!» (!) (pág. 126). Guillermo juega a romántico. Sin embargo, Julia es una romántica de la más pura estirpe libresca; por ello domina a su amante y domina la situación; su actitud es inversa a la de él: en lugar de monumentalizar sus emociones y afectos, que no necesitan tal ayuda, se empeña, sin conseguirlo, en trivializar las situaciones; frente a la carta de Guillermo, ella rompe las que escribe antes de suicidarse; procura por todos los medios limitar los adornos que alrededor de sus relaciones se empeña en fabricar Guillermo, y eso que ella sabe perfectamente la futura defección de su amante, su insatisfacción y el fatal desenlace a que ello le llevará. Así, hay una serie de premoniciones que Alarcón tiene el buen gusto de no explicar: «Glorieta del 1.º de Octubre en Isla de Cleopatra, fatídico nombre que se empeñó en ponerle Julia» (pág. 215); «¡Pero con qué ferocidad juega su vida y la mía al azar de mi mayor o menor decencia! ¡Cómo me pone el puñal en la mano para que lo clave en mi corazón o en el suyo! ¿Insensato? ¡Insensato!» (pág. 187); «¡Niño!, murmuró Julia -sonriendo tristemente- ¡Cuan poco lees en el porvenir!... Pero dejémonos de lúgubres profecías y vámonos a casa antes de que traigan la merienda...» (pág. 231).

A Alarcón le seduce el planteamiento, el tema y, sobre todo, le seduce la figura de Julia, ahora bien, el moralista está al tanto para advertir al lector de lo pecaminoso de tal proceder; las advertencias son escasas y no demasiado rotundas ni condenatorias, resultan poco convincentes:

«Dios fue, o en nombre de Dios se produjo, la única nube que pasó por el cielo de sus amores aquella primavera... Poco duró, efectivamente el conflicto, poemas pastorales o bucólicos, sin embargo de que aquí se invirtieron los términos y no pudo decirse que el mal turbaba las alegrías del bien, sino que el bien interrumpía los regocijos del mal (dado que los partidarios del amor libre nos consientan estas calificaciones...»


(Pág. 217)                


El coro que en otras novelas es despreciado y funciona como simple comparsa, arrastrado de un lado para otro por los acontecimientos y los héroes, es aquí de una firmeza granítica. Representa la vida humilde honesta, como Dios manda. El individuo se encuentra situado entre dos polos: la vida social y la aventura romántica; el ser excepcional, que opta por la segunda posibilidad, debe renunciar a la primera, reducirse a su soledad de ser único, extraordinario: es la prueba de fuego para las almas verdaderamente fuertes. Y a la viceversa, quien elige el triunfo social, la vida de comunidad, debe renunciar a la aventura; en la novela estos dos mundos son incompatibles. Aquí también se advierte la diferencia entre la grandeza de ánimo de ella, que opina «-¡Te preocupa demasiado un público que no puede ser más chico y menos molesto! [...] ¡Basta con que tengas valor para prescindir del tirano de tu vida, que es el público (pág. 230). La relación dominador-dominado respecto a la sociedad es opuesta en uno y otro. El «público» representa la sociedad, tanto la campesina como la ciudadana; es notable a este respecto que el proceder de La Pródiga provoca el aislamiento (admirativo) de una y otra sociedad y, como consecuencia, Guillermo se ve arrastrado a la misma situación: la sociedad campesina no le acepta y se encuentra fuera de la urbana.

Es significativo, de la evolución alarconiana, que el planteamiento sea en esta ocasión tan maniqueo como en otras; hay una indudable ambigüedad en el tratamiento de su heroína incluso del bien y del mal, mucho más mezclados de lo que cabría esperar en él:

«Desde que soy mala a los ojos de estos pobres salvajes, me da vergüenza socorrerlos [...] ¡Y esto sin tener por otro lado en cuenta que también será muy ruinoso para su alma el ver la caridad y el vicio, o sea la virtud y la impiedad, pueden vivir amigablemente dentro de un mismo corazón!»


(Pág. 319)                


Y la poética ambigüedad con que acaba la novela, malograda en las líneas finales:

«Únicamente los gorriones y alondras de la huerta saltan alguna vez las tapias del enterramiento de La Pródiga, y están enterados de que sobre su humilde sepultura nacen todas las primaveras cardos y silvestres, ortigas y jaramagos. Fue por tanto inútil dispendio y pura necedad poner a aquel recinto una puerta..., que todavía no se ha abierto para nadie, ni se abrirá probablemente mientras el mundo sea mundo».


(Pág. 301)                


Ambigüedad, teñida de melancólica renuncia, hay en la historia de Guillermo y, por momentos, puede percibirse un cierto reproche por parte del autor. Como señalé antes, Alarcón, después de un recorrido maravilloso, devuelve al protagonista al punto de partida que es, en definitiva y si bien se mira, mucho mejor que la aventura romántica. El autor, con el lamentable estilo y lógica de siempre, aunque con indudable sentimiento, enfrenta ambas posibilidades, y la elección (su elección) no ofrece duda:

«Semejante situación era tanto más conflictiva, cuanto que el fogoso ingeniero, cediendo, como siempre, a la espontaneidad de sus emociones, sin contrariarlas ni eludirlas en nombre de ningún sistema o perjuicio, había aprendido, por su parte, a estimar y respetar (y aun envidiar con permiso del amor que profesaba a Julia) el modo de ser de aquellos humildes campesinos, sus virtudes y sus afectos, sus creencias y sus tradiciones, sus alegrías y sus trabajos, todo lo que se comprende, en fin, dentro del augusto nombre de familia. Reverenció al pudor, la inocencia de zafias vírgenes que habían de casarse con los ojos cerrados y no conocer luego más amor que el de su marido. Se extrañó luego viendo los extremos del amor paternal, y codició la inefable delicia de besar a su hijo, ¡ser de nuestro ser, vida de nuestra vida, carne de nuestra carne! Veneró la jerarquía del patriarca en el anciano decrépito, a quien no anulan ni entristecen los años, por cuanto ve reproducida su juventud y representada su virilidad y perpetuadas su sangre y su memoria, en larga y bendecida cadena de hijos y nietos; y, por resultas de aquella consideración, sus propios goces le parecieron áridos y estériles como el tiempo perdido, o vanos y caducos como los ensueños de cada noche, disipados a la siguiente mañana. ¿De qué más? Aun contemplando a los dos viejos cónyuges que no había tenido sucesión, y cuyo estado le pareció a primera vista muy análogo al suyo con Julia, acabó por acatar la santidad del matrimonio, admirando hasta qué punto el sacramento constituye por sí mismo la familia. Aquel lazo disoluble por la muerte, aquella deliberada y perpetua dejación de la libertad, aquel voto religioso, que hace de dos seres uno y convierte el amor en abnegación, representó a sus ojos en tal momento no sé qué especie de consubstancialidad moral a que nunca llega el amor voluntario y renunciable. Y por consecuencia de todas estas observaciones y reflexiones, nuestro impresionable protagonista, al reducirse de nuevo al trato y comunicación con su amada, solía fruncir las cejas, como preguntándose:»


No sé si todos los rasgos que hasta ahora hemos señalado en La Pródiga serán conscientes en Alarcón, por lo menos en cuento a la interpretación que nosotros les hemos dado. Parece como si el autor hubiera proyectado sobre la obra sus propias obsesiones, tratando de liberarse de ellas al objetivarlas, como una forma de exorcismo literario. Si esto fuera así (y yo creo que lo es) nos encontraríamos ante una obra autobiográfica, no, por supuesto en cuanto a vida civil, sino como una biografía emocional. Se podría pensar entonces que Alarcón es, al mismo tiempo, Guillermo y Julia: está la atracción romántico literaria, byroniana que, como las sirenas atrae con su hermosura al apolíneo Guillermo. Después de haberse dedicado durante un tiempo a vivir apasionadamente la bohemia literaria, el pecaminoso mundo romántico y, en definitiva, la afición de escritor, acaba abandonando esa vida dedicándose a la familia, a la vida burguesa y de orden; no sin nostalgia.

Si esto fuera así, cosa que ofrezco como mera hipótesis y no muy segura, se podrían señalar una serie de coincidencias vida-obra. Estas coincidencias no pretenden trazar un paralelo cronológico ni exacto entre una y otra, sino mostrar una serie de puntos de coincidencia que serían como pulsiones obsesivas de momentos especialmente importantes en la vida de Alarcón. Doy la lista, sin agotarla, y sin demasiado rigor, advirtiendo que, de aceptarse, la conexión facilitaría la comprensión de la obra.

Política y amor-literario son actividades incompatibles: o se dedica a uno o a otra pero nunca a las dos al mismo tiempo.

Al amor-literatura debe el diputado en gran parte el lugar que ocupa en la Cámara. La frustración política le lleva al cultivo del sueño creador.

El mozo campesino, defensor de la pureza de La Pródiga, le perdona la vida cuando renuncia a dispararle con la escopeta.

Desde el Vallejuelo del Abencerraje trata de mejorar las condiciones de vida del «público», sin conseguir que se lo reconozcan.

La hostilidad del «público», la falta de reacción en los campesinos, le produce el efecto de una conspiración del silencio; esto provoca su huida a la vida hogareña y el suicidio de La Pródiga, esto es, Alarcón decide no volver a escribir literatura...




«El sombrero de tres picos»

Alarcón, en sus obras, suele presentar el mundo romántico (que se caracteriza por lo excepcional) dentro de la realidad vivida. Sin embargo, en El sombrero de tres picos, el autor prescinde de las pasiones grandiosas o de los misterios indescifrables.

Tampoco acude aquí al didactismo ideológico donde los personajes encarnan ideas o pasiones y donde la idea ha precedido al personaje. Es quizá, la obra más libre y distanciada de todas las que Alarcón escribiera.

La novelita fue publicada el 2 de agosto de 1874 en la Revista Europea, donde el mismo Alarcón señala las fuentes de su obra: un romance publicado por Durán en su Romance General y otros impresos en pliegos de cordel. Pero estas versiones (lo mismo que otras más antiguas que se podrían aducir) no dan más que el argumento, y sólo en parte; es Alarcón quien desarrolla las figuras de los personajes y el ambiente de antiguo régimen ya decadente, ésta no sirve como argumento para la defensa de una ideología concreta: de haber alguna sería precisamente la contraria a la que siempre defendió el autor, sería un ataque a la autoridad representada por el Comendador y una defensa del pueblo. Lo que ocurre es que ahora el conflicto está visto desde fuera, sin compromiso y con plena conciencia de la distancia. Es un libro superficial, sin problemas metafísicos ni planteamientos absolutos; por fin, nuestro autor crea una obra literaria que es fundamentalmente eso, literaria; un juego.

La función de lo inesperado, las inexplicables reacciones de determinados personajes no existen aquí: todo se encadena en una serie de consecuencias perfectamente motivadas, posibles, normales y lógicas (cf. «¡Así acontece siempre en el mundo! Si me hubiera propuesto tener esa influencia no la tendría: no he aspirado a ella y se me mete en las manos» (pág. 75, La Pródiga). Es un juguete amable, en el que prima la frustración de las expectativas en un esquema constantemente repetido tensión-distensión y reproducido al final, pues este cuento, al contrario que las novelas, acaba en un anticlímax tranquilizador. Incluso el estilo es menos prolijo y redundante; el autor acude a contrastes de luz y sombra ya utilizados, por ejemplo, en La Comendadora, y a las alusiones más que a la descripción completa y explicada; nótese, por ejemplo, esta forma indirecta de describir el silencio y la tranquilidad nocturna, tan funcional: «Sólo se oía el claro rumor de los caños de una fuente que había en el patio de la casa». Por contra, conserva su manía culturalista: (Frasquita) «parecía una Niobe colosal, parecía una matrona romana, de las que aún hay ejemplares en el Trastévere»; (doña Mercedes) «más propia del pincel cristiano que del pincel gentílico», etc.

Baquero Goyanes, en el prólogo a su edición de El Escándalo, señala la visión teatral de Alarcón; Alberto Navarro extiende esta apreciación a la estructura y técnica de El Capitán Veneno, La Pródiga (ya que está dividida en cinco libros «como si de una tragedia clásica se tratara») y, naturalmente, El sombrero de tres picos. Oldrich Belic dedica un extenso estudio para probar el carácter y la estructura teatral de la novela. Su argumentación se puede resumir así: Los 35 capítulos corresponden a la distribución dramática del teatro clasicista. En efecto, los 35 capítulos se agrupan en cinco unidades-actos de siete capítulos. La obra, en lo argumental, sigue el desarrollo típico de la acción dramática; exposición, intensificación, clímax, declinación, desenlace. Alarcón respeta las tres unidades: acción, tiempo y lugar.

Sin embargo, esto vale solamente para los 35 capítulos que tiene en cuenta O. Belic, pero es que la novela consta de 36: y en el XXXVI, que funciona como epílogo, aparece la costumbre alarconiana de explicar toda la realidad, costumbre que es compartida por otros novelistas contemporáneos. Por otra parte, el capítulo final queda fuera del esquema dramático, ya que explica lo que sucedió después de la historia contada. La descripción de los personajes, tan extensa, no puede equipararse a las acotaciones escénicas. Por último, aunque haya unidad de tiempo (la acción dura desde las dos de la tarde hasta las seis de la mañana del día siguiente), el desarrollo cronológico no es lineal, sino que se producen vueltas atrás, inversiones.