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Libro tercero

     Entretenía el Gran Turco los moros del reino de Granada con esperanzas, por medio del rey de Argel, para ocupar, como dijimos, las fuerzas del rey don Felipe en tanto que las suyas estaban puestas contra venecianos; como quien (dando a entender que las despreciaba), ninguna ocasión de su provecho, aunque pequeña, dejaba pasar. Entretanto el comendador mayor don Luis de Requesens sacó del reino y embarcó la infantería española en las galeras de Italia, dejando orden a don Álvaro de Bazán que con las catorce de Nápoles, que eran a su cargo, y tres banderas de infantería española, corriese las islas y asegurase aquellos mares contra los corsarios turcos. Vino a Civitavieja; de allí a puerto Santo Stéfano, donde juntando consigo nueve galeras y una [95] galeota del duque de Florencia, estorbado de los tiempos entró en Marsella. Dende a poco, pareciendo bonanza, continuó su viaje; mas entrando la noche, comenzó el narbonés a refrescar, viento que levanta grandes tormentas en aquel golfo y travesía para la costa de Berbería, aunque lejos: tres días corrió la armada tan deshecha fortuna, que se perdieron unas galeras de otras; rompieron remos, velas, árboles, timones; y, en fin, la capitana sola pudo tomar a Menorca, y dende allí a Palamós; donde los turcos forzados, confiándose en la flaqueza de los nuestros por el no dormir y continuo trabajo, tentaron levantarse con la galera; pero sentidos, hizo el Comendador mayor justicia de treinta. Nueve galeras de las otras siguieron la derrota de la capitana; cuatro se perdieron con la gente y chusma; la una que era de Estéfano de Mari, gentil hombre genovés, en presencia de todas en el golfo embistió por el costado a otra, y fue la embestida salva, y a fondo la que embistió; acaecimiento visto pocas veces en la mar; las demás dieron al través en Córcega y Cerdeña, o aportaron en otras partes con pérdida de la ropa, vitualla, municiones y aparejos, aunque sin daño de la gente. Luego que pasó la tormenta, llegó don Álvaro de Bazán a Cerdeña con las galeras de Nápoles; puso en orden cinco de las que habían quedado para navegar; en ellas y en las suyas embarcó los soldados que pudo; llegó a Palamós, y juntándose con el Comendador mayor, navegaron la costa del reino de Granada, a tiempo que poco había fuera el suceso de Bentomiz y otras ocasiones, más en favor de los moros que nuestro. Llevó consigo de Cartagena las galeras de España que traía don Sancho de Leiva; y tornando don Álvaro a guardar la costa de Italia, él partió con veinte y cinco galeras para Málaga. Mas al pasar, avisado por Arévalo de Suazo de lo sucedido en Bentomiz envió con don Miguel de Moncada a continuar con don Juan su intento, y el peligro en que estaba toda aquella tierra, si no se ponía remedio con brevedad, sin esperar consulta del Rey. Puso entretanto sus galeras en orden; armó y rehizo la infantería que serían en diez banderas mil soldados viejos y quinientos de galera; juntó y armó de Málaga, Vélez y Antequera, por medio de Arévalo de Suazo y Pedro Verdugo, tres mil infantes. Volvió don Miguel con la comisión de don Juan, y partió el Comendador mayor a combatir los enemigos. Llegado a Torrox, envió a don Martín de Padilla, hijo del Adelantado de Castilla, con alguna infantería suelta para reconocer el fuerte de Frexiliana, y volvió trayendo consigo algún ganado. Púsose al pie de la montaña; y después de haber reconocido de más cerca, diola frente a don Pedro de Padilla con parte de sus banderas y otras, hasta mil infantes, y mandole subir derecho. A don Juan de Cárdenas (29), hijo del conde de Miranda, mandó subir con cuatrocientos aventureros y otra gente pláctica de las banderas de Italia por la parte de la mar, y por la otra a don Martín de Padilla con trescientos soldados de galera y algunos de Málaga y Vélez; los demás, que acometiesen por las espaldas del fuerte, donde parece que la subida estaba más áspera, y por esto menos guardada, y éstos mandó que llevase Arévalo de Suazo con alguna caballería por guarda de la ladera y del agua. Mas don Pedro, aunque de su niñez criado a las armas y modestia del Emperador, soldado suyo en las guerras de Flandes, despreciando con palabras la orden del Comendador mayor, la cual era que los unos esperasen a los otros hasta estar igualados (porque parte dellos iban por rodeos),y entonces arremetiesen a un tiempo; arremetió sin él, y llegó primero por el camino derecho.

     Los enemigos estuvieron a la defensa como gente plática, y juntos resistieron con más daño de los nuestros que suyo; pero al fin dado lugar a que nuestros armados se pegasen con el fuerte, y comenzasen con las picas a desviarlos y a derribar las piedras dél, y los arcabuceros a quitar traveses, estuvieron firmes hasta que salió un turco de galera enviado por el Comendador mayor a reconocer dentro, con promesa de la libertad. Este dio aviso de la dificultad que había por la parte que eran acometidos, y cuanto más fácil sería la entrada al lado y espaldas. Partió la gente, y combatiolos por donde el turco decía: lo mismo hicieron los enemigos para resistir, pero con mucho daño de los nuestros, que eran heridos y muertos de su arcabucería, al prolongarse por el reparo. Todavía, partidas las fuerzas con esto, aflojaron los que estaban ala frente, y don Juan de Cárdenas tuvo tiempo de llegar, lo mismo la gente de Málaga y Vélez, que iba por las espaldas. Mas los moros viéndose por una y otra parte apretados, salieron por la del maestral que estaba más áspera y desocupada, como dos mil personas, y entre ellos mil hombres los más sueltos y pláticos de la tierra: fue porfiado por ambas partes el combate hasta venir a las espadas, de que los moros se aprovechan menos que nosotros, por tener las suyas un filo, y no herir ellos de punta. Con la salida déstos y sus capitanes tuvieron los nuestros menos resistencia; entraron por fuerza por la parte más difícil y no tan guardada que tocó a Arévalo de Suazo, donde él fue buen caballero y buena la gente de Málaga y Vélez; pero no entraron con tanta furia, que no diesen lugar a los que combatían de don Pedro de Padilla y a los demás para que también entrasen al mismo tiempo. Murieron de los enemigos dentro del fuerte quinientos hombres, la mayor parte viejos; mujeres y niños cuasi mil y trescientos con el ímpetu y enojo de la entrada y después de salidos en el alcance, y heridos otros cerca de quinientos. Captiváronse cuasi dos mil personas: los capitanes Garral y el Melilu, general de todos, con la gente que salió, vinieron destrozados a Valor, donde Aben Humeya los recogió, y mandó dende a pocos días tornar al mismo Frexiliana. Mas el Melilu, rico y de ánimo, hizo ahorcar a Chacón que trataba con los cristianos, por una carta de su mujer que le hallaron, en que le persuadía a dejar la guerra y concertarse. Dícese que en el fuerte los viejos de concierto se ofrecieron a la muerte, porque los mozos se saliesen en el entre tanto; al revés de lo que suele acontecer y de la orden que guarda naturaleza, como quier que los mozos sean animosos para ejecutar y defender a los que mandan, y los viejos para mandar, y naturalmente más flacos de ánimo que cuando eran mozos. De los nuestros fueron heridos más de seiscientos, y entre ellos de saeta don Juan de Cárdenas, que fue aquel día buen caballero. Entre otros murieron peleando don Pedro de Sandoval, sobrino del [96] obispo de Osma, y pasados de trescientos soldados, parte aquel día, y parte de heridas en Málaga, donde los mandó el comendador mayor, y vender y repartir la presa entre todos, a cada uno según le tocaba, repartiéndoles también el quinto del Rey.

     Es el vender las presas y dar las partes costumbre de España, y el quinto, derecho antigo de los reyes dende el primer rey don Pelayo, cuando eran pocas las facultades para su mantenimiento; agora, porque son grandes, llévanlo por reconocimiento y señorío; mas el hacer los reyes merced dél en común y por señal de premio a los que pelean, es causa de mayor ánimo; como, por el contrario, a cada uno lo que ganare y a todos el quinto generalmente cuando vienen a la guerra, ocasión para que todos vengan a servir en las empresas con mayor voluntad. Pero ésta se trueca en codicia, y cada uno tiene por tan proprio lo que gana, que deja por guardallo, el oficio de soldado, de que nacen grandes inconvenientes en ánimos bajos y poco pláticos; que unos huyen con la presa, otros se dejan matar sobre ella de los enemigos, impedidos y enflaquecidos; otros desamparadas las banderas, vuelven a sus tierras con la ganancia. Viénense por este camino a deshacer los ejércitos hechos de gente natural, que campean dentro en casa: el ejemplo se ve en Italia entre los naturales, como se ha visto en esta guerra dentro en España.

     El buen suceso de Frexiliana sosegó la tierra de Málaga y la de Ronda por entonces: el Comendador mayor se dio a guardar la costa, a proveer con las galeras los lugares de la marina; mas en tierra de Granada, el mal tratamiento que los soldados y vecinos hacían a los moriscos de la Vega, la carga de alojamientos, contribuciones y composiciones, la resolución que se tomó de destruir las Albuñuelas flacamente ejecutada; dio ocasión a que muchos pueblos que estaban sobresanados, se declarasen y subiesen a la sierra con sus familias y ropa. Entre éstos fue el río de Boloduí a la parte de Guadix, y a la de Granada Güéjar, que en su calidad no dio poco desasosiego. La gente della recogiendo su ropa y dineros, llevando la vitualla, y dejando escondida la que no pudieron, con los que quisieron seguillos, se alzaron en la montaña, cuasi sin habitación por la aspereza, nieve y frío. Quiso don Juan reconocer el sitio del lugar llevando a Luis Quijada y al duque de Sesa: tratose si lo debía mantener o dejar; no pareció por entonces necesario para la seguridad de Granada mantenerle y fortificarle como flaco y de poca importancia; pero la necesidad mostró lo contrario, y en fin se dejó; o porque no bastase la gente que en la ciudad había de sueldo a asegurar a Granada todo a un tiempo y socorrer en una necesidad a Güéjar como la razón lo requería; o que no cayesen en que los enemigos se atreverían a fundar guarnición en ella tan cerca de nosotros; o, como dice el pueblo (que escudriña las intenciones sin perdonar sospecha, con razón o sin ella), por criar la guerra entre las manos; celosos del favor en que estaba el marqués de Vélez, y hartos de la ociosidad propria y ambiciosos de ocuparse, aunque con gasto de gente y hacienda: decíase que fuera necesario sacar un presidio razonable a Güéjar, como después se hizo lejos de Granada para mantener los lugares de en medio: cada uno sin examinar causas ni posibilidad, se hacía juez de sus superiores.

     Mas el Rey, viendo que su hermano estaba ocupado en defender a Granada y su tierra, y que teniendo la masa de todo el gobierno era necesario un capitán que fuese dueño de la ejecución; nombró por general de toda la empresa al marqués de Vélez, que entonces estaba en gran favor, por haber salido a servir a su costa. Sucediole dichosamente tener a su cargo ya la mitad del reino, calor de amigos, y deudos; cosas que cuando caen sobre fundamento, inclinan mucho los reyes. A esto se juntó haberse ofrecido por sus cartas a echar a Aben Humeya el tirano, que así se llamaba, y acabar la guerra del reino de Granada con cinco milhombres y trescientos caballos pagados y mantenidos, que fue la causa más principal de encomendalle el negocio. A muchos cuerdos parece, que ninguno debe de cargar sobre sí obligación determinada, que el cumplilla o el estorbo della esté en mano de otro. Fue la elección del Marqués (a lo que el pueblo de Granada juzgaba y algunos colegían de las palabras y continente), harto contra voluntad de los que estaban cerca de don Juan, pareciéndoles que quitaba el Rey a cada uno de las manos la honra desta empresa.

     Habían crecido las fuerzas de Aben Humeya, y venídole número de turcos y capitanes plácticos, según su manera de guerra; moros berberíes, armas, parte traídas, parte tomadas a los nuestros, vituallas en abundancia, la gente más y más plática de la guerra. Estaba el Rey con cuidado de que la gente y las provisiones se hacían de espacio; y pareciéndole que llegarse él más al reino de Granada, sería gran parte para que las ciudades y señores de España se moviesen con mayor calor y ayudasen con más gente y más presto, y que con el nombre y autoridad de su venida los príncipes de Berbería andarían retenidos en dar socorro, ciertos que la guerra se había de tomar con mayores fuerzas, acabada, con todas ellas cargar sobre sus estados, mandó llamar cortes en Córdoba para día señalado, adonde se comenzaron a juntar procuradores de las ciudades y hacer los aposentos.

     Salió el marqués de Vélez de Terque por estorbar el socorro que los moros de Berbería continuamente traían de gente, armas, y vitualla, y los de la Alpujarra recebían por la parte de Almería. Vino a Berja (que antiguamente tenía el mismo nombre), donde quiso esperar la gente pagada y la que daban los lugares de la Andalucía. Mas Aben Humeya entendiendo que estaba el Marqués con poca gente y descuidado, resolvió combatille antes que juntase el campo. Dicen los moros haber tenido plática con algunos esclavos, que escondiesen los frenos de los caballos, pero esto no se entendió entre nosotros; y porque los moros como gente de pie y sin picas, recelaban la caballería, quiso combatille dentro del lugar antes del día. Llamó la gente del río de Almería, la del Boloduí, la de la Alpujarra, los que quisieron venir del río de Almanzora, cuatrocientos turcos y berberíes: eran por todos cuasi tres mil arcabuceros y ballesteros, y dos mil con armas enhastadas. Echó delante un capitán, que le servía de secretario, llamado Mojajar, que con trescientos arcabuceros entrase derecho a las casas donde el Marqués posaba, diese en la centinela (lo que ahora llamamos centinela, amigos de vocablos extranjeros, llamaban nuestros españoles en la noche escucha, en el día atalaya: [97] nombres harto más proprios para su oficio), llegando con ella a un tiempo el arma y ellos, en el cuerpo de guardia: siguiole otra gente, y él quedó en la retaguardia sobre un macho, y vestido de grana. Mas el Marqués que estaba avisado por una lengua que los nuestros le trujeron, atravesó algunas calles que daban en la plaza, puso la arcabucería a las puertas y ventanas, tomó las salidas dejando libres las entradas por donde entendió que los enemigos vendrían, y mandó estar apercebida la caballería y con ella su hijo don Diego Fajardo; abrió camino para salir fuera, y con esta orden esperó a los enemigos. Entró Mojajar por la calle que va derecha a dar a la plaza, al principio con furia; después, espantado y recatado de hallar la villa sin guardia, olió humo de cuerdas, y antes que se recatase, sintió de una y otra parte jugar y hacerle daño la arcabucería; mas queriendo resistir la gente con alguna otra que le había seguido, no pudo; saliose con pocos y desordenadamente al campo. El Marqués, con la caballería y alguna arcabucería, a un tiempo saltó fuera con don Diego, su hijo, don Juan, su hermano, don Bernardino de Mendoza, hijo del conde de Coruña, don Diego de Leiva, hijo natural del señor Antonio de Leiva, y otros caballeros; dio en los que se retiraban y en la gente que estaba para hacelles espaldas; rompiolos otra vez; pero aunque la tierra fuese llana, impedida la caballería de las matas y de la arcabucería de los turcos y moros, que se retiraban con orden, no pudo acabar de deshacer los enemigos. Murieron dellos cuasi seiscientos hombres: Aben Humeya tornó la gente rota a la sierra, y el Marqués a Berja. El Rey dio noticia, pero a don Juan poca y tarde; hombre preciado de las manos más que de la escritura, o que quería darlo a entender, siendo enseñado en letras y estudioso. Comenzó don Juan con orden del Rey a reforzar el campo del Marqués; antes a formallo de nuevo: puso con dos mil hombres a don Rodrigo de Benavides en la guarda de Guadix; a Francisco de Molina envió con cinco banderas a la de Órgiba; mandó pasar a don Juan de Mendoza con cuasi cuatro mil infantes y ciento y cincuenta caballos adonde el Marqués estaba; y el Comendador mayor, que tomando las banderas de don Pedro de Padilla (rehechas ya del daño que recibieron en Frexiliana), las pusiese en Adra, donde el Marqués vino a Berja a hacer la masa. Llegó don Sancho de Leiva a un mismo tiempo con mil y quinientos catalanes de los que llaman delados, que por las montañas andan huidos de las justicias, condenados y haciendo delitos, que por ser perdonados vinieron los más dellos a servir en esta guerra: era su cabeza Antic Sarriera, caballero catalán; las armas, sendos arcabuces largos, y dos pistoletes de que se saben aprovechar. Llegó Lorenzo Téllez de Silva, marqués de la Favara, caballero portugués, con setecientos soldados, la mayor parte hechos en Granada y a su costa; atravesó sin daño por el Alpujarra entre las fuerzas de los enemigos; y por tenerlos ocupados en el entretanto que se juntaba el ejército, y las guarniciones de Tablate, Dúrcal y el Padul seguras (a quien amenazaban los moros del valle y los que habían tornado a las Albuñuelas); por impedir asimismo que éstos no se juntasen con los que estaban en la sierra de Güéjar y con otros de la Alpujarra; por estorbar también el desasosiego en que ponían a Granada con correrías de poca gente, y por quitalles la cogida de los panes del valle; mandó don Juan que don Antonio de Luna con mil infantes y doscientos caballos fuese a hacer este efecto, quemando y destruyendo a Restaval, Pinillos, Melejix, Concha, y, como dije, el Valle hasta las Albuñelas. Partió con la misma orden y a la misma hora, que cuando fue a quemallas la vez pasada, pero con desigual fortuna; porque llegando tarde, halló los moros levantados por el campo y en sus labores con las armas en la mano: tuvieron tiempo para alzar sus mujeres, hijos, y ganados, y ellos juntarse, llevando por capitanes a Rendati, hombre señalado, y a Lope, el de las Albuñuelas, ayudados con el sitio de la tierra barrancosa. Acometieron la gente de don Antonio, ocupada en quemar y robar; que pudo con dificultad, aunque con poca pérdida, resistir y recogerse, siguiéndole y combatiéndole por el valle abajo, malo para la caballería. Mas don Antonio, ayudándole don García Manrique, hijo del marqués de Aguilar y Lázaro de Heredia, capitán de infantería, haciendo a veces de la vanguardia retaguardia, a veces, por el contrario, tomando algunos pasos con la arcabucería; se fue retirando hasta salir alo raso, que los enemigos con temor de la caballería le dejaron. Murió en esta refriega, apartado de don Antonio, el capitán Céspedes a manos de Rendati con veinte soldados de su compañía peleando, sesenta huyendo; los demás se salvaron a Tablate donde estaba de guardia. No fue socorrido por estar ocupada la infantería quemando y robando sin podellos mandar don Antonio. Tampoco llegó don García (a quien envió con cuarenta caballos), por ser lejos y áspera la montaña, los enemigos muchos. Pero el vulgo ignorante, y mostrado a juzgar a tiento, no dejaba de culpar aluno y al otro; que con mostrar don Antonio la caballería de lo alto en las eras del lugar, los enemigos fueran retenidos o se retiraran; que don García pudiera llegar más a tiempo y Céspedes recogerse a ciertos edificios viejos, que tenía cerca; que don Antonio le tenía mala voluntad dende antes, y que entonces había salido sin orden suya de Tablate, habiéndole mandado que no saliese. A mí, que sé la tierra, paréceme imposible ser recorrido con tiempo, aunque los soldados quisieran mandarse, ni hubiera enemigos en medio y a las espaldas. Tal fue la muerte de Céspedes, caballero natural de Ciudad Real, que había traído la gente a su costa, cuyas fuerzas fueron excesivas y nombradas por toda España; acompañolas hasta la fin con ánimo, estatura, voz y armas descomunales. Volvió don Antonio con haber quemado alguna vitualla, trayendo presa de ganado a Granada, donde menudeaban los rebatos; las cabezas de la milicia corrían a una y otra parte, más armados que ciertos donde hallar los enemigos; los cuales dando armas por un cabo, llevaban de otro los ganados. Había don Juan ya proveído que don Luis de Córdoba con doscientos caballos y alguna infantería recogiese a Granada y a la Vega los de la tierra; comisión de poco más fruto, que de aprovechar a los que los hurtaron; porque no se pudiendo mantener, fue necesario volvellos a sus lugares faltos de la mitad, donde fueron comunes a nosotros y a los enemigos.

     Hallábase entre tanto el marqués de Vélez en Adra (lugar antiguamente edificado cerca de donde ahora es, [98] que llamaban Abdera), con cuasi doce mil infantes y setecientos caballos: gente armada, pláctica, y que ninguna empresa rehusara por difícil, extendida su reputación por España con el suceso de Berja, su persona subida en mayor crédito. Venían muchos particulares a buscar la guerra, acrecentando el número y calidad del ejército; pero la esterilidad del año, la falta de dinero, la pobreza de los que en Málaga fabricaban bizcocho, y la poca gana de fabricarlo por las continuas y escrupulosas reformaciones antes de la guerra, la falta de recuas por la carestía, la de vivanderos que suelen entretener los ejércitos con refrescos, y con estolas resacas de la mar, que en Málaga estorban a veces el cargar, y las mismas el descargar en Adra, fue causa que las galeras no proveyesen de tanto bastimento y tan a la continua. Era algunas veces mantenido el campo de sólo pescado, que en aquella costa suele ser ordinario; cesaban las ganancias de los soldados con la ociosidad; faltaban las esperanzas a los que venían cebados dellas; deteníanse las pagas; comenzó la gente de descontentarse a tomar libertad y hablar como suelen en sus cabezas. El General, hombre entrado en edad, y por esto más en cólera, mostrado a ser respetado y aun temido, cualquiera cosa le ofendía: diose a olvidar a unos, tener poca cuenta con otros, tratar a otros con aspereza; oía palabras sin respeto, y oíanlas dél. Un campo grueso, armado, lleno de gente particular, que bastaba a la empresa de Berbería, comenzó a entorpecerse nadando y comiendo pescados frescos, no seguir los enemigos habiéndolos rompido; no conocer el favor de la victoria; dejarlos engrosar, afirmar, romper los pasos, armarse, proveerse, criar guerra en las puertas de España. Fue el Marqués juntamente avisado y requerido de personas que veían el daño, y temían el inconveniente, que con la vitualla bastante para ocho días saliese en busca de Aben Humeya. Por estos términos comenzó a ser malquisto del común, y de allí a pegarse la mala voluntad en los principales, aborrecerse él de todos y de todo y todos dél.

     Al contrario de lo que al marqués de Mondéjar aconteció; que de los principales vino a pegarse en el pueblo; pero con más paciencia y modestia suya, dicen que con igual arrogancia. Yo no vi el proceder del uno ni del otro; pero a mi opinión ambos fueron culpados sin haber hecho errores en su oficio, y fuera dél, con poca causa y esa común en algunos otros generales de mayores ejércitos. Y tornando a lo presente nunca el marqués de Vélez se halló tan proveído de vitualla, que le sobrase en el comer ordinario de cada día para llevar consigo cuantidad, que pudiese gastar a la larga; pero vista la falta della, la poca seguridad que se tenía de la mar, pareciéndole que de Granada y el Andalucía, Guadix y marquesado de Cenete, y de allí por los puertos de la Ravaha y Loh que atraviesan la sierra hasta la Alpujarra, podía ser proveído; escribió a don Juan (aunque lo solía hacer pocas veces), que lo mandase tener hecha la provisión en la Calahorra, porque con ella y la que viniese por mar, se pudiese mantener el ejército en la Alpujarra y echar della los enemigos.

     El Comendador mayor según el poco aparejo, ninguna diligencia posible dejaba de hacer aunque fuese con peligro, hasta que tuvo en Adra puesta vitualla de respeto por tanto tiempo, que ayudado el Marqués con alguna de otra parte (aunque fuese habida de los enemigos), podía guerrear sin hambre, y esperar la de Guadix; mas viendo que el Marqués, incierto de la provisión que hallaría en la Calahorra, se detenía, dábale prisa en público y requeríale en consejo que saliese contra los enemigos. Mas dando el Marqués razones por donde no convenía salir tan presto, dicen que pasó tan adelante, que en presencia de personas graves y en un consejo, le dijo que no lo haciendo, tomaría él la gente y saldría con ella en campo.

     En Granada ninguna diligencia se hizo para proveer al Marqués, porque pues no replicaba, tuvieron creído que no tenía necesidad, y que estaba proveído bastantemente en Adra, de donde era el camino más cauto y seguro: tenían por dificultoso el de la Calahorra; los enemigos muchos, las recuas pocas, la tierra muy áspera, de la cual decían que el Marqués era poco pláctico. Mas el pueblo, acostumbrado ya a hacerse juez, culpábale de mal sufrido en palabras y obras igualmente, con la gente particular y común; a sus oficiales de liberales en distribuir lo voluntario, y en lo necesario estrechos; detenerse en Adra buscando causas para criar la guerra, tenido en otras cosas por diligente; escribíanse cartas, que no faltaba adonde cayesen a tiempo; disminuíase por horas la gracia de los sucesos pasados; decían que dello no pesaba a don Juan, ni a los que le estaban cerca: era su parcial sólo el Presidente, pero ése algunas veces, o no era llamado, o le excluían de los consejos a horas y lugares, aunque tenía plática de las cosas del reino y alteraciones pasadas. Pasó este apuntamiento (30) hasta ser avisado el Consejo por cartas de personas y ministros importantes (según el pueblo decía), y aun reprendido, que parecía desautoridad y poca confianza, no llamar un hombre grave de experiencia y dignidad. Pero no era de maravillar que el vulgo hiciese semejantes juicios; pues por otra parte se atrevía a escudriñar lo intrínseco de las cosas, y examinar las intenciones del Consejo.

     Decían que el duque de Sesa y el marqués de Vélez eran amigos, más por voluntad suya que del Duque; no embargante, que fuesen tío y sobrino. El marqués de Mondéjar y el Duque, émulos de padres y abuelos sobre la vivienda de Granada, aunque en público profesasen amistad; antigua la enemistad entre los marqueses y sus padres, renovada por causas y preeminencias de cargos y jurisdicciones; lo mismo el de Mondéjar y el Presidente, hasta ser maldicientes en procesos el uno contra el otro. Luis Quijada, envidioso del de Vélez, ofendido del de Mondéjar porque siendo conde de Tendilla, no quiso consentir al Marqués su padre que le diese por mujer una hija que le pidió con instancia; amigo intrínseco de Eraso, y de otros enemigos de la casa del Marqués. El duque de Feria, enemigo atrevido de lengua y por escrito del marqués de Mondéjar; ambos dende el tiempo de don Bernardino de Mendoza, cuya autoridad después de muerto los ofendía. El duque de Sesa y Luis Quijada a veces tan conformes, cuanto bastaba para excluir los marqueses, ya veces sobresanados por la pretensión de las empresas, hablábanse bien, pero huraños y recatados, y todos sospechosos a la redonda. Entreteníase Muñatones mostrado (31) [99] a sufrir y disimular, culpando las faltas de proveedores y aprovechamientos de capitanes, lo uno y lo otro sin remedio. Don Juan, como no era suyo, contentábale cualquiera sombra de libertad; atado a sus comisiones, sin nombramiento de oficiales, sin distribución de dinero, armas y municiones y vituallas, si las libranzas no venían pasadas de Luis Quijada; que en esto y en otras cosas no dejaba con algunas muestras de arrogancia de dar a entender lo que podía, aunque fuese con quiebra de la autoridad de don Juan; que entendía todos estos movimientos, pero sufríalos con más paciencia que disimulación: solamente le parecía desautoridad que el marqués de Mondéjar o el Conde su hijo usasen sus oficios, aunque no estaban excluidos ni suspendidos por el Rey. Tampoco dejaron de sonarse cosquillas de mozos y otros, que las acrecentaban entre el Conde y ellos: tal era la apariencia del Gobierno. Pero no por eso se dejaba de pensar y poner en ejecución lo que parecía mejor al beneficio público y servicio del Rey; porque los ministros y consejeros no entran con las enemistades y descontentamientos al lugar donde se juntan, y aunque tengan diferencia de pareceres, cada uno encamina el suyo a lo que conviene; pero los escriptores como no deben aprobar semejantes juicios, tampoco los deben callar cuando escriben con fin de fundar en la historia ejemplos por donde los hombres huyan lo malo y sigan lo bueno.

     Dende los 10 de junio a los 27 de julio (1569) estuvo el marqués de Vélez en Adra sin hacer efecto; hasta que entendiendo que Aben Humeya se rehacía, partió con diez mil infantes y setecientos caballos, gente, como dije, ejercitada y armada, pero ya descontenta: llevó vitualla para ocho días; el principio de su salida fue con alguna desorden. Mandó repartir la vanguardia, retaguardia y batalla por tercios; que la vanguardia llevase el primer día don Juan de Mendoza, el segundo don Pedro de Padilla; y habiendo ordenado el número de bagajes que debía llevar cada tercio, fue informado que don Juan llevaba más número dellos; y puesto que fuesen de los soldados particulares, ganados y mantenidos para su comodidad, y aunque iban para no volver a Adra, mandó tornar don Juan al alojamiento con la vanguardia, pudiéndole enviar a contar los embarazos y reformarlos; cosa no acontecida en la guerra sin grande y peligrosa ocasión; con que dio a los enemigos ganado tiempo de dos días, y a nosotros perdido. Salió el día siguiente con haber hallado poco o ningún yerro que reformar; llevó la misma orden, añadiendo, que la batalla fuese tan pegada con la vanguardia, y la retaguardia con la batalla, que donde la una levantase los pies, los pusiese la otra, guardando el lugar a los impedimentos; la caballería a un lado y a otro; su persona en la batalla, porque los enemigos no tuviesen espacio de entrar. Vino a Berja, y de allí fue por el llano que dicen de Lucainena, donde al cabo dél vieron algunos enemigos con quien se escaramuzó sin daño de las partes; mostrando Aben Humeya su vanguardia, en que había tres mil arcabuceros, pocos ballesteros; pero incontinente subió a la sierra: la nuestra alojó en el llano, y el Marqués en Ujíjar donde se detuvo un día, y más el que caminó: dilación contra opinión de los pláticos, y que dio espacio a los enemigos de alzar sus mujeres, hijos, y ropa; esconder, y quemar la vitualla, todo a vista y media legua de nuestro campo. El día siguiente salió del alojamiento: los enemigos mostrándose en ala, como es su costumbre, y dando grita, acometieron a don Pedro de Padilla, a quien aquel día tocaba la vanguardia, con determinación, a lo que se veía, de dar batalla. Eran seis mil hombres entre arcabuceros y ballesteros, algunos con armas enhastadas; víase andar entre ellos cruzando Aben Humeya, bien conocido, vestido de colorado, con su estandarte delante; traía consigo los alcaides y capitanes moriscos y turcos que eran de nombre. Salió a ellos don Pedro con sus banderas y con los aventureros que llevaba el marqués de la Favara, y resistiendo su ímpetu, los hizo retirar cuasi todos; pero fueron poco seguidos, porque al marqués de Vélez pareció que bastaba resistillos, ganalles el alojamiento y esparcillos. Retiráronse a lo áspero de la montaña con pérdida de solos quince hombres: fue aquel día buen caballero el marqués de la Favara, que apartado con algunos particulares que le siguieron, se adelantó, peleó, y siguió los enemigos: lo mismo hizo don Diego Fajardo con otros. Aben Humeya, apretado, huyó con ocho caballos a la montaña, y dejarretándolos, se salvó a pie; el resto de su gente se repartió sin más pelear por toda ella: hombres de paso, resolutos a tentar y no hacer jornada; cebados con esperanzas de ser por horas socorridos o de gente para resistir, o de navíos para pasar en Berbería; y esta flaqueza los trujo a perdición. Contentose el Marqués con rompellos, ganalles el alojamiento y esparcillos; teniendo que bastaba, sin seguir el alcance, para sacallos de la Alpujarra, o que esperase mayor desorden, o que le pareciese que se aventuraba en dar la batalla el reino de Granada, y que para el nombre bastaba lo hecho: hallose tan cerca del camino, que con doscientos caballos acordó pasar aquella noche a reconocer la vitualla a la Calahorra, donde no hallando qué comer, volvió otro día al campo, que estaba alojado en Valor el alto y bajo. Detúvose en estos dos lugares diez días, comiendo la vitualla que trajo y alguna que se halló de los enemigos sin hacer efecto, esperando la provisión que de Granada se había de enviar a la Calahorra, y teniendo por incierta y poca la de Adra; y aunque los ministros a quien tocaba, afirmasen que las galeras habían traído en abundancia, resolvió mudarse a la Calahorra, fortaleza y casa de los marqueses de Cenete, patrimonio del conde Julián en tiempo de godos, que en el de moros tuvieron los Cenetes venidos de Berbería, una de las cinco generaciones descendientes de los alárabes que poblaron y conquistaron a África. Tuvo el Marqués por mejor consejo dejar a los enemigos la mar y la montaña, que seguillos por tierra áspera y sin vitualla, con gente cansada, descontenta y hambrienta, y asegurar tierra de Guadix, Baza, río de Almanzora, Filabres, que andaba por levantarse y allanar el río de Boloduí, que ya estaba levantado, comer la vitualla de Guadix y el marquesado.

     Mas la gente, con la ociosidad, hambre y descomodidad de aposentos, comenzó a adolecer y morir. Ningún animal hay más delicado que un campo junto, aunque cada hombre por sí sea recio y sufridor de trabajo; cualquier mudanza de aires, de aguas, de mantenimientos, de vinos; cualquier frío, lluvia, falta de limpieza, [100] de sueño, de camas, le adolece y deshace; y al fin todas las enfermedades le son contagiosas. Andaban corrillos, quejas, libertad, derramamientos de soldados por unas y otras partes, que escogían por mejor venir en manos de los enemigos: íbanse cuasi por compañías sin orden ni respeto de capitanes. Como el paradero destos descontentamientos o es amotinarse, o un desarrancarse (32) pocos a pocos, vino a suceder así, hasta quedar las banderas sin hombres; y tan adelante pasó la desorden, que se juntaron cuatrocientos arcabuceros, y con las mechas en las serpentinas salieron a vista del campo: fue don Diego Fajardo, hijo del Marqués, por detenerlos, a quien dieron por respuesta un arcabuzazo en la mano y el costado, de que peligró y quedó manco. La mayor parte de la gente que el Marqués envió con él, se juntó con ellos y fueron de compañía: tanto en tan breve tiempo había crecido el odio y desacato.

     En fin, llegado y alojado en el lugar, temiendo de su persona, pasó a posar en la fortaleza; la gente se aposentó en el campo, comiendo a libra escasa de pan por soldado, sin otra vianda; pero dende a pocos días dos libras por día, y una de carne de cabra por semana, los días de pescado algún ajo y una cebolla por hombre, que esto tenían por abundancia: sufrieron mucho las banderas de Nápoles con el nombre de soldados viejos y la gente particular; quedaron en pie cuasi solas estas compañías y doscientos caballos. Tal fue el suceso de aquella jornada, en que los enemigos vencidos quedaron con la mar y tierra, mayores fuerzas y reputación, y los vencedores sin ella, faltos de lo uno y de lo otro.

     En el mismo tiempo los vecinos del Padul, a tres leguas de Granada, se quejaban que habían tenido y mantenido mucho tiempo gruesa guarnición, que no podían sufrir el trabajo, ni mantener los hombres y caballos. Pidieron que o se mudase la guardia o se disminuyese, o los llevasen a ellos a vivir en otro lugar. Vínose en esto, y salidos ellos, la siguiente noche, juntándose con los moros de la sierra, dieron en la guarnición, mataron treinta soldados y hirieron muchos acogiéndose a lo áspero: cuando el socorro de Granada llegó, halló hecho el daño y a ellos en salvo.

     La desorden del campo del Marqués puso cuidado a don Juan de proveer en lo que tocaba a tierra de Baza; porque la ciudad estaba sin más guardia que la de los vecinos. Envió a don Antonio de Luna con mil infantes y doscientos caballos, que estuvo dende medio agosto hasta medio noviembre sin acontecer novedad o cosa señalada, más del aprovechamiento de los soldados, mostrados a hacer presas contra amigos y enemigos. Puso en su lugar a don García Manrique a la guardia de la Vega, sin nombre o título de oficio. Viose una vez con los enemigos, matándoles alguna gente sin daño de la suya.

     Entre tanto no cesaban las envidias y pláticas contra los marqueses, especialmente las antiguas contra el de Mondéjar; porque aunque sus compañeros en la suficiencia fuesen iguales, viose que en el conocimiento de la tierra y de la gente donde y con quien había hecho la vida, y en las provisiones, por el luengo uso de proveer armadas, era su parecer más aprobado que apacible; pero siempre seguido (33), hasta que el marqués de Vélez subió en favor y vino a ser señor de las armas. Entonces dejaron al de Mondéjar, y tornaron a deshacer las cosas bien hechas del de Vélez. Mas cuando éste comenzó a faltar de la gracia particular y general, tornaron sobre el de Mondéjar; y que las armas de que estaba despojado tornasen a sus manos, claramente le excluían de los consejos, calumniaban sus pareceres, publicaban por una parte las resoluciones y por otra hacíanle autor del poco secreto; parecíales que en algún tiempo había de seguirse su opinión cuanto al recebir los moriscos y después oprimillos, que cesarían las armas y por esto la necesidad de las personas por quien eran tratadas.

     Estaban nuestras compañías tan llenas de moros aljamiados, que donde quiera se mantenían espías: las mujeres, los niños esclavos, los mismos cristianos viejos daban avisos, vendían sus armas y munición, calzado, paño, y vituallas a los moros. El Rey por una parte informado de la dificultad de la empresa, por otra dando crédito a los que la facilitaban, vistos los gastos que se hacían, y pareciéndole que el marqués de Mondéjar, émulo del de Vélez y de otros, aunque no daba ocasión a quejas, daba avilanteza a que se descargasen de culpas, diciendo que por tener él mano en los negocios eran ellos mal proveídos; y que la ciudad descontenta dél, y persuadida por el corregidor Juan Rodríguez de Villafuerte que era interesado, y del presidente que le hacía espaldas, de mejor gana contribuiría con dinero, gente y vitualla hallándose ausente que presente, que de ninguno podía informarse más clara y particularmente; enviole a mandar que con diligencia viniese a Madrid: algunos dicen que en conformidad de sus compañeros; el suceso mostró que la intención del Rey era apartalle de los negocios. Mas porque se vea como los príncipes, pudiendo resolutamente mandar, quieren justificar sus voluntades con alguna honesta razón; he puesto las palabras de la carta:

     «Marqués de Mondéjar, primo, nuestro capitán general del reino de Granada: Porque queremos tener relación del estado en que al presente están las cosas dese reino, y lo que converná proveer para el remedio, dellas, os encargamos que en recibiendo ésta os pongáis en camino, y vengáis luego a esta nuestra Corte para informarnos de lo que está dicho, como persona que tiene tanta noticia dellas; que en ello, y en que lo hagáis con toda la brevedad, nos ternemos por muy servido. Dada en Madrid, a 3 de setiembre de 1569».

     Llegó el Marqués y fue bien recibido del Rey, y algunas veces le informó a solas; de los ministros fue tratado con más demonstración de cortesía que de contentamiento: nunca fue llamado en consejo, mostrando estar informados a la larga por otra vía. Muñatones plático de semejantes llamamientos, y falto de un ojo, dijo, como le mostraron la carta, «que le sacasen el otro, si el marqués tornaba de allá durante la guerra». Anduvo muchos días como suspendido y agraviado, cierto que siempre había seguido la voluntad del Rey y de sólo ella hecho caudal. Mas entre los reyes y sus ministros, la parte de los reyes es la más flaca: no embargante la información que el Marqués dio, eran tantas y tan contrarias unas de otras las que se enviaban, que pareció [101] juntar con ellas la de don Enrique Manrique, alcaide que fue del castillo de Milán, y habiéndolo él dejado, estaba descansando en su casa. Pasó por Granada entendiendo lo de allí; vino a do el marqués de Vélez estaba, y partió sin otra cosa de nuevo más de errores en guerra, cargos de unos ministros a otros, dados por vía de justificación, necesidad de cargar con mayores fuerzas, crecidas las de los enemigos con la disminución de las nuestras.

     Pareció a los ministros la gente con que el Marqués había ofrecido echar los enemigos de la tierra, poca, y la oferta menos pensada; pues con doblado número no se hizo mayor efeto, y no dejaron de deshacelle el buen suceso, con decir que los moros muertos habían sido menos de lo que se escribió. Pero el Rey, tomando la parte del Marqués respondió «que había sido importante desbaratar y partir los enemigos, aunque no con tanto daño dellos como se dijo»; y esto más por reprimir alguna intención que se descubría contra el Marqués, que por alaballe, como se vio dende a poco. Decía el Marqués que la falta de vitualla había sido causa de haberse deshecho su campo; cargaba a don Juan, al consejo de Granada: quedó la suma de todo su campo en pocos más de mil y quinientos infantes y doscientos caballos; en fin, fue necesitado a recogerse dentro en el lugar, atrincherarse, y aun derribar casas, por parecerle el sitio grande. Mas dende a pocos días enviaron de Granada tanta provisión, que no habiendo a quien repartilla, ni buena orden, valían cien libras de pan un real.

     No estaba Granada por esto más proveída de vitualla, ni se hacían los partidos della con mayor recatamiento, aunque el presidente remediaba parte del daño con industria; ni en lo que tocaba a la gente y pagas se guardaban las órdenes de don Juan, a quien tampoco perdonaba el pueblo de Granada, libre y atrevido en el hablar, pero en presencia de los superiores siervo y apocado, movido a creer y afirmar fácilmente sin diferencia lo verdadero y lo falso; publicar nuevas o perjudiciales o favorables, seguillas con pertinacia; ciudad nueva, cuerpo compuesto de pobladores de diversas partes, que fueron pobres y desacomodados en sus tierras, o movidos a venir a ésta por la ganancia; sobras de los que no quisieron quedar en sus casas, cuando los Reyes Católicos la mandaron poblar; como es en los lugares, que se habitan de nuevo. No se dice esto porque en Granada no haya también nobleza escogida por los mismos reyes cuando la república se fundó, venida de personas excelentes en letras, a quien su profesión hizo ricos, y los descendientes de unos y otros nobles de linaje o de ánimo y virtud, como en esta guerra lo mostraron no solamente ellos, pero el común; mas porque tales son las ciudades nuevas, hasta que, envejeciéndose la virtud y riqueza, la nobleza se funda. Discurrían las intenciones libres por todos, sin perdonar a ninguno, y las lenguas por los que osaban, y no sin causa; porque en guerra de mucha gente, de largo tiempo, varia de sucesos, nunca faltan casos que loar o condenar. Las compañías de Granada eran tan faltas y mal disciplinadas, que ni con ellas se podía estar dentro ni salir fuera; pero la mayor desorden fue que, habiendo mandado el Rey castigar con rigor los soldados que se venían del marqués de Vélez, y procurando don Juan que se pusiese en ejecución, cansados los ministros de ejecutar y don Juan de mandar, visto lo poco que aprovechaba, se tomó expediente de callar; y por no quedar del todo sin gente, consentir que las compañías se hinchiesen de la que desamparaba las banderas del Marqués, no sin alguna sombra de negligencia o voluntad; la cual fue causa de que viniese el campo a quedar deshecho, y los enemigos señores de mar y tierra, campeando Aben Humeya con siete mil hombres, quinientos turcos y berberíes, sesenta caballos, más para autoridad que necesidad.

     Ya Jérgal, en el río de Almería, lugar del conde de la Puebla, se había levantado a instancia de Portocarrero, mayordomo suyo: o por la habilidad o por el barato ocupó la fortaleza con poca artillería y armas, y echando della al alcaide puso gente dentro; mas él dende a poco dio en las manos del conde de Tendilla, y fue atenazado en Granada. Estaba también levantado el valle y río de Boloduí, paso entre tierra de Guadix, Baza y la mar confinante con el Alpujarra. El Marqués, por tener ocupada la gente, darle alguna ganancia, mantener la reputación de la guerra, determinó ir en persona sobre él, habiéndolo consultado con el Rey, que le remitió la ida o a allí, o a tierra de Baza en caso que la gente no fuese tan poca, que no llegase a número de los cinco mil hombres. Llevando pues a don Juan de Mendoza sin gente, con la de don Pedro de Padilla, y parte de la que don Rodrigo de Benavides tenía en Guadix, alguna otra de amigos y allegados que seguían la guerra, doscientos y cincuenta caballos, partió a deshacer una masa de gente que entendió juntarse en Boloduí, temiendo que dañase tierra de Baza, y pusiesen a don Antonio de Luna en necesidad, y juntándose con ellos Aben Humeya, pasase el daño adelante. Partió de la Calahorra, vino a Fiñana, llevando la vanguardia don Pedro de Padilla con las banderas de Nápoles. Había nueve leguas de Fiñana al lugar donde los enemigos se recogían; mas no pudiendo caminar a pie los soldados tan gran trecho, fueron necesitados a quedar la noche cansados y mojados (porque el río se pasa muchas veces), a dos leguas de los enemigos; inconveniente que acontece a los que no miden el tiempo con la tierra, con la calidad y posibilidad de la gente. Los moros, apercebidos de la venida de los nuestros, dieron avisos con fuegos por toda la tierra, alzaron la ropa y personas que pudieron. Habíase adelantado con la caballería el Marqués tomando consigo cuatrocientos arcabuceros a las ancas de los caballos y bagajes; mas cansados unos y otros, dejaron la mayor parte. Los enemigos aguardando ora a un paso del río, ora a otro, según veían que nuestra caballería se movía, ora haciendo alguna resistencia, se acogieron a la sierra. Dejaban muchos bagajes, mujeres y niños, en que los soldados se ocupasen; y viéndolos embarazados con el robo, sin espaldas de arcabucería, hicieron vuelta, cargando de manera, que los nuestros fueron necesitados a retirarse con pérdida, no sin alguna desorden, aunque todavía con mucho de la presa. Parte de la caballería se acogió fuera de tiempo, disculpándose que no se les hubiese dado la orden ni esperado la arcabucería que dejaban atrás. Pero el Marqués, viendo que la retirada era por conservar el robo (causa, que puede con la gente más que otra), envió persona con veinte caballos y algunos arcabuceros, que con autoridad de justicia [102] quitase a la caballería la presa, para que después se repartiese igualmente, llamando a la parte los soldados de don Pedro de Padilla que quedaron atrás. El Comisario, hallando alguna contradicción, compró tres esclavas: una de las cuales se ofreció a descubrille gran cantidad de ropa y dineros; mas ella, viéndose en la parte que deseaba, hizo señas, a que se juntaron muchos moros; mataron algunos caballos y todos los arcabuceros; salvose el Comisario a la parte contraria del Marqués, corriendo hasta Almería, diez leguas de donde comenzó a salvarse, y todas por tierras de enemigos: quedaron los caballos con la presa, pero tan ocupados que fueron de poco provecho, y el Marqués por esto tornó retirándose con orden (aunque cargándole los enemigos), hasta juntar consigo la gente de don Pedro. Dende allí vino a Fiñana con mucha parte de la cabalgada, y con igual daño de muertos y heridos. Mas entendiendo que los moros de la sierra de Baza y río de Almanzora andaban en cuadrillas, y desasosegaban la tierra, temiendo que llevasen tras sí los lugares de aquella provincia, y Filabres, donde tenía su estado, gruesos y fuertes, y que las fuerzas de don Antonio de Luna no serían bastantes a resistillos; partió en principio de invierno con mil infantes y doscientos y cincuenta caballos que tenía, para Baza. Pero don Antonio, hombre prevenido (dicen que con orden de don Juan), dejó la gente antes que llegase el Marqués, y volvió a servir su cargo en Granada, o por haber oído que no se entendía blandamente con las cabezas de la gente; o porque tuvo por más a propósito de su autoridad ser mandado de don Juan, que entonces gastaba su tiempo en mantener a Granada a manera de sitiado, contra las correrías de los enemigos, descontento y ocioso igualmente, mas deseando y procurando comisión del Rey para emplear su persona en cosa de mayor momento. Las cabezas de su gente con cualquier liviana ocasión no dejaban de mostrarse en todas partes de la ciudad, corriendo las calles armados (puestos que vacía de enemigos), inciertos a qué parte fuese el peligro, siguiendo esos pocos por las mismas pisadas que salían, sin haber atajado la tierra, hasta dejallos en salvo y recogidos a la montaña. Llaman atajar la tierra en lengua de hombres del campo, rodealla al anochecer y venir de día para ver por los rastros, qué gente de enemigos y por qué parte ha entrado o salido. Esta diligencia hacen todos los días personas ciertas de pie y de caballo, puestos en postas, que cercan a la redonda la comarca, y llámanlos atajadores, oficio de por sí y apartado del de los soldados; por qué no se hacía esta diligencia en tierra oscura y doblada, y en lugar que aunque grande, no era el circuito extendido, y eran los pasos ciertos, no pude entender la causa.

     Aben Humeya, viéndose libre del marqués de Vélez, con los siete mil hombres que tenía se puso sobre Adra con ánimo de tomar el lugar, que pensaba estar desamparado; mas viendo que perdía el tiempo, pasó a Berja, y quísola batir con dos piezas; pero levantose de allí, corrió y estragó la tierra del marqués de Vélez, el lugar de las Cuevas, quemó los jardines, dañó los estanques, todo guardado con curiosidad de mucho. tiempo para recreación; acometiendo llegar a los Vélez en sierra de Filabres, tornó a Andarax, donde, como asegurado de la fortuna vivía ya con estado de rey, pero con arbitrio de tirano, señor de las haciendas y personas, tenido por manso engañaba con palabras blandas, mas para quien recatadamente le miraba, oscuras y suspensas, de mayor autoridad que crédito: codicia en lo hondo del pecho, rigor nunca descubierto sino cuando había ofendido, y entonces sosegado, como si hubiera hecho beneficio, quería gracias dello. Contaba el dinero y los días a quien más familiar trataba con él, y algunos déstos, a que pensaba ofender, escogía por compañeros de sus consejos y conversación. Tal era Aben Humeya, y puesto que entre nosotros fuese tenido por inocente y llamado don Hernandillo de Valor, el oficio descubrió cuál es el hombre. Con todo esto duró algunos días que le hacían entender que era bienquisto, y él lo creía, ignorante de su condición; hasta que el vulgo comenzó a tratar de su manera, de su vida, de su gobierno, todo con libertad y desprecio, como riguroso y tenido en poco. Apartáronse de su servicio descontentas algunas cabezas, que tomaron avilanteza; en tierra de Granada, el Nacoz; en la de Baza, Maleque; en la de Almuñécar, Girón; en la de Vélez, Garral; en el río de Almería, Mojácar; en el de Almanzora, Aben Mequenun, que decían Portocarrero, hijo del que levantó a Jérgal; y al fin Farax, uno de los principales que fueron en hacelle rey. Cargábanle culpas, escarnecíanle, burlaban de su condición sus mismos consejeros; señales que por la mayor parte preceden a la destruición del tirano. Quejábanse los turcos, entre otros muchos, que habiendo dejado su tierra por venir a serville, no los ocupaba donde ganasen; descontentos y entretenidos con sueldos ordinarios. Mas él, espacioso, irresoluto hasta su daño, tanto dilató la respuesta que se enemistó con ellos, habiéndolos traído para su seguridad; y después proveyó fuera de tiempo. Traía en el ánimo quemar y destruir a Motril, lugar guardado con alguna ventaja de como solía; pero grande, abierto, llano, y a la marina. Mas por descuidar los nuestros, acordó enviar fingidamente los turcos (para mandallos tornar), a las Albuñuelas, frontera de Granada, mostrando querer que fuesen regalados y mantenidos en el vicio y abundancia del Val de Lecrin, el uno de tres barrios fuertes, las espaldas a la sierra. Entre los amigos de quien más fiaba, era uno Abdalá Abenabó, de Mecina de Bombarón, primo suyo, y también de la sangre de Aben Humeya, alcaide de los alcaides, tenido por cuerdo y animoso, de buena palabra, comúnmente respetado, usado al campo, y entretenido más en criar ganado que en el vicio del lugar. A éste mandó ir por comisario general para que los alojase y mandase, y los capitanes estuviesen a su obediencia; diole orden que donde le tomase otro mandado suyo, tornase con ellos y la más gente que pudiese juntar, trayendo vitualla para seis días; que él avisaría del lugar donde debía ir. Partieron seiscientos hombres, cuatrocientos turcos y doscientos berberíes, en el mismo hábito, todos arcabuceros; eran sus capitanes a la sazón Hhusceni y Caravaji. Apenas llegaron a Cadiar, cuando Aben Humeya despachó un correo dando gran prisa que volviesen aquella noche a Ferreira. De aquí se tramó su muerte. Trataré de más lejos la verdadera causa della, por haberse publicado diferentemente.

     El principio fue descontentamiento de los turcos, [103] mostrados a mandar su rey en Berbería; temor que dél tenían sus amigos; poca seguridad de las personas y haciendas, sospechas que se entendía con nosotros. Y el tratado fue tal luego que le eligieron, que ninguno en su compañía tuviese morisca por amiga, sino por legítima mujer, y guardábase esto generalmente. Mas había entre las mujeres una viuda, mujer que fuera de Vicente de Rojas, pariente de Rojas, suegro de Aben Humeya: mujer igualmente hermosa y de linaje, buena gracia, buena razón en cualquier propósito, ataviada con más elegancia que honestidad, diestra en tocar un laúd, cantar, bailar a su manera y a la nuestra, amiga de recoger voluntades y conservallas. A ésta se llegó un primo suyo, como es costumbre entre parientes, después de muerto el marido en la guerra, de quien Aben Humeya se fiaba, llamado Diego Alguacil; vivían juntos, comunicábanse más que familiarmente; trataba él con Aben Humeya loando sus buenas partes y conversación, tanto que a desearla ver le inclinó; y contento della, por no ofender al amigo, disimulábalo; ausentábale con comisiones: pudo en fin más el apetito que el respeto; y mandó al primo que, no embargante que fuese casado con otra, la tomase por mujer; rehusándolo, trújola el Rey como en depósito a su casa, y usó della por amiga. Avisó dello la viuda a su primo mostrando descontentamiento, ofendida entre tantas mujeres de no ser tenida por una dellas; estar forzada, y holgar de verse fuera de sujeción, habiendo aparejo; que Aben Humeya, celoso dél y sospechoso de venganza, buscaba ocasión para matalle. Huyó Alguacil, y juntándose con una cuadrilla de mozos ofendidos por otras causas, andaba recatado sin entrar en Valor. Mas dende a pocos días supo de la misma como Aben Humeya enviaba los turcos a cierta empresa, yendo a juntarse con ellos por la ganancia; trújole a las manos el caso al mensajero, y sabiendo dél como iba a llamar los turcos, le mató; y tomándole las cartas usó de semejante ardid, que el conde Julián con los capitanes del rey don Rodrigo en Ceuta. No sabía escribir Aben Humeya, y firmar mal en arábigo; pero servíale de secretario y firmaba algunas veces por él un sobrino de Alguacil, que a la sazón se halló con su tío, él también agraviado. En lugar de la carta escribieron otra para Abenabó, en que le mandaba que tornando aquella noche con los turcos a Mecina, y juntándose con la gente de la tierra y cien hombres que llevaría consigo Diego Alguacil, los degollase con sus capitanes durmiendo y cansados; lo mismo hiciese de Alguacil, después de haberse valido dél. Envió con esta carta un hombre de confianza, midiendo el tiempo de manera que llegasen él y el mensajero a Cadiar cuasi a una misma hora. Dio el hombre la carta poco antes, y llegó Diego Alguacil, hallando confuso y maravillado a Abenabó: díjole, como traía la gente consigo; mas que no pensaba hallarse en tal crueldad, por ser personas que habían venido a favorecer su casta fiados dél, y ellos puesto la vida por sus haciendas, por su libertad y por sus vidas; cansados ya de servir a un hombre voluntario, ingrato, cruel, ¿qué podían esperar sino lo mismo? Bueno de palabras, mas de ánimo malo y perverso; que no había mujeres, no haciendas, no vidas con que hartar el apetito, la sed de dinero y sangre. Pasó Hhusceni capitán de los turcos (persona de crédito entre ellos, tenido por cuerdo, valiente y amigo del Rey), antes que Abenabó le respondiese; quísole hablar alterado; y Abenabó, o porque el otro no le previniese, o con temor que le matasen los turcos, o con ambición y cebo del reino, mostró la carta a Caravaji y Hhusceni, en que hacía compañero suyo en la traición a Diego Alguacil y de los turcos en la muerte. Dicen que todo a un tiempo sacó el mesmo Alguacil una confición que suelen usar para salir de sí cuando han de pelear y a veces para emborracharse, hecha con apio y simiente de cáñamo, fuerte para dormir sueño pesado: ésta dijo que habían de dar a los capitanes y cabezas en la cena con el beber, sedientos y cansados del camino, a manera de la que llaman los alárabes alhaxix. Entendiendo el hecho, resolvieron entre sí de descomponer y matar a Aben Humeya, parte por asegurarse, parte por roballe, persuadiéndose que tenía gran tesoro, y hacer a Abenabó cabeza. Juntaron consigo la gente de Diego Alguacil, y con silencio caminaron hasta Andarax, donde Aben Humeya estaba: aseguraron la centinela como personas conocidas y que se sabía habellos enviado a llamar. Pasaron el cuerpo de guardia, entraron en la casa, que era en el barrio llamado Laujar; quebraron las puertas del aposento: halláronle desnudo, medio dormido, y vilmente entre el miedo y el sueño, y dos mujeres, embarazado dellas, especialmente de la viuda amiga de Diego Alguacil que se abrazó con él, fue preso en presencia de los que él trataba familiarmente, hombres bajos (que a tales tenía mayor inclinación y daba crédito), criados suyos, el Mejuar, Barzana, Deliar, Juan Cortés de Pliego y su escribano, que era del Deire. teniendo veinte y cuatro hombres dentro en casa, cuatrocientos de guardia, mil y seiscientos alojados en el lugar, no hizo resistencia: ninguno hubo que tomase las armas ni volviese de palabra por él. Mas como sólo el que es rey puede mostrar a ser rey un hombre, así sólo el que es hombre, puede mostrar a ser hombre un rey. Faltó maestro a Aben Humeya para lo uno y lo otro; porque ni supo proveer y mandar como rey ni resistir como hombre. Atáronle las manos con un almaizar; juntáronse Abenabó, los capitanes y Diego Alguacil delante de la mujer a tratar del delito y la pena, en su presencia; leyéronle y mostráronle la carta, que él, como inocente y maravillado, negó: conoció la letra del pariente de Diego Alguacil; dijo que era su enemigo, que los turcos no tenían autoridad para juzgalle; protestoles de parte de Mahoma, del emperador de los turcos, y del rey de Argel, que le tuviesen preso dando noticia dello y admitiendo sus defensas. Mas la razón tuvo poca fuerza con hombres culpados y prendados en un mismo delito, y codiciosos de sus bienes: saqueáronle la casa; repartiéronse las mujeres, dineros, ropa; desarmaron y robaron la guardia; juntáronse con los capitanes y soldados, y otro día de mañana determinaron su muerte. Eligieron a Abenabó por cabeza en público, según lo habían acordado en secreto, aunque mostró sentimiento y rehusallo, todo en presencia de Aben Humeya, el cual dijo, que nunca su intención había sido ser moro; mas que había aceptado el reino por vengarse de las injurias, que a él y a su padre habían hecho los jueces del rey don Felipe, especialmente quitándole un puñal y tratándole como a un villano, [104] siendo caballero de tan gran casta; pero que él estaba vengado y satisfecho, lo mismo de sus enemigos, de los amigos y parientes dellos, de los que le habían acusado y atestiguado contra él y su padre, ahorcándolos, cortándoles las cabezas, quitándoles las mujeres y haciendas: que pues había cumplido su voluntad, cumpliesen ellos la suya. Cuanto a la elección de Abenabó, que iba contento; porque sabía que haría presto el mismo fin; que moría en la ley de los cristianos, en que había tenido intención de vivir si la muerte no le previniera. Ahogáronle dos hombres: uno tirándole de una parte y otro de otra de la cuerda, que le cruzaron en la garganta; él mismo se dio la vuelta como le hiciesen menos mal, concertó la ropa, cubriose el rostro.

     Tal fin hizo Aben Humeya, en quien después de tantos años revivió la memoria de aquel linaje, que fue uno de los en cuya mano estuvo la mayor parte de lo que entonces se sabía en el mundo. La ocasión convida a considerar que, como todo lo que en él vemos se mantenga por partes, que juntas le dan el ser, y una dellas sea las castas o linajes de los hombres, éstas como en unos tiempos parecen estar acabadas hasta venir a pobres labradores, así en otros salen y suben hasta venir a grandes reyes. Pero muchas veces el Hacedor de todo no hallando sujeto aparejado, produce cosas disminuidas semejantes a las grandes, como fruto en tierra cansada o olvidada; o como queriendo hacer hombre, hace enano, por falta de sujeto, de tiempo, de lugar. No había en el pueblo de Granada moriscos, fuerzas, ocasión, ni aparejo, para crear y mantener rey: salió de un común consentimiento de muchas voluntades juntas, hombres que se tenían por agraviados y ofendidos hecho un tirano con sombra y nombre de rey, y éste, descendiente de casta olvidada, mas que tanto tiempo había señoreado. Dicen que de una sola hija que tuvo Mahoma llamada Fátima, y de Hali Abenseib, vinieron dos linajes; uno de Aben Humeya (34), otro de Abenhabet, cuya cabeza fue Abdalá Abenhabet Miramamolín señor de España, que echó los berberíes del reino della, y el postrero Juseph Hali Atan, a quien echó del reino Abdurrabi Menhadali, cabeza del linaje de Aben Humeya, hasta el último Hiscen, que reinó en discordia, que habiéndole los de Córdoba echado del reino con ayuda de Habuz, rey de Granada, uno del mismo linaje escogió ser electo rey por un solo día, con condición que le matasen pasadas las veinte y cuatro horas; eligiéronle, y matáronle, y acabaron juntos el linaje de Aben Humeya y el reino de Córdoba. Los que decendían deste rey, de un día vinieron a poblar las montañas de Granada, y los moros establecieron por ley que ninguno del linaje de Aben Humeya pudiese reinar en Córdoba. Porque si después reinaron en el Andalucía los almorávides, y almohades, y el linaje de Abenhut, ya no tuvieron a Córdoba por cabeza del reino, hasta que vino a poder del Santo Rey don Fernando el Tercero. Esto se ha dicho por muestra, y acordar que no hay reino perpetuo, pues vino a desvanecerse un reino tan poderoso, como fue el de Córdoba.

     Tomado por cabeza Abdalá Abenabó, diéronle mando sobre todo por tres meses, hasta que viniese confirmación del rey de Argel y título de rey; envió con Ben Daud, morisco tintorero en Granada, inventor y tramador del levantamiento, a dar nueva de su elección al rey de Argel; diole dineros y oro para presentar; diéronle los capitanes cada uno por su parte ayuda con que fuese, y quedó allá; y envió la aprobación mucho antes del tiempo. Hicieron con Abenabó la ceremonia, y pusiéronle en la mano izquierda un estandarte y en la derecha una espada desnuda, vistiéronle de colorado, levantáronle en alto, y mostráronle al pueblo, diciendo: «Dios ensalce al rey de la Andalucía y Granada Abdalá Abenabó». Diéronle generalmente la obediencia los pueblos de moriscos que no la habían dado a Mahomet Aben Humeya, y los capitanes, excepto Aben Mequenun, que llamaban Portocarrero, hijo del que levantó a Jérgal con cuatrocientos hombres en el río de Almanzora, que también el duque de Arcos mandó justiciar en Granada; y en tierra de Almuñécar y Almijara, Girón el Archidoni, que murió reducido y perdonado en Jayena. Hizo repartimiento de las alcaidías y gobierno en hombres naturales de las mismas tahas; escogió para su consejo seis personas demás de los capitanes turcos Caracax y Don Dali, capitán; porque Caravaji, luego como se hizo la elección, partió a Berbería con ocasión de traer gente. Eligió por capitán general para los ríos de Almería, Boloduí y Almanzora, sierras de Baza y Filabres, tierra del marquesado de Cenete y Guadix, al que llamaban el Habaquí (35), por cuyo parecer se gobernaba en todo; otro de Sierra Nevada, tierra de Vélez, el valle, el Alpujarra, y Granada, a quien decían Joaibi de Güéjar: a éstos obedecían los otros capitanes de tahas; por alguacil, que después del rey es el supremo magistrado, a su hermano Muhamet Abenabó. Envió a Hoscein con otro presente de captivos al rey de Argel, pidiéndole gente y armas: juntó un ejército ordinario de cuatro mil arcabuceros, que alojase la cuarta parte cerca de su persona; la guardia de doscientos arcabuceros; fuera del lugar las centinelas apartadas y perdidas, que ni se acogen al cuerpo de guardia, sino a lo alto o lejos, ni se les da otro nombre más de una contraseño de los caminos, que es dejar pasar solamente al que viniere por parte señalada, y a los que vinieren por otra parte detenellos o dar arma; dende allí avisan por donde vienen los enemigos. Tienen siempre atalayas de noche y de día por las cumbres; llaman al sargento mayor alguacil de la guardia, que reparte y requiere las centinelas, ordena la gente, alójala, hace justicia en el cuerpo de guardia; dentro en la casa residen veinte arcabuceros, a que dicen porteros. Fue poco a poco comprando y proveyéndose de armas traídas de Berbería, o habidas de las presas en gran cuantidad, que repartió a bajos precios entre la gente: llegó desta manera a tener ocho mil arcabuceros; el sueldo de los turcos eran ocho ducados al mes, el de los moriscos la comida. Con estos principios de gobierno, con la necesidad de cabeza, con la reputación de valiente y hombre del campo, con la afabilidad, gravedad, autoridad de la presencia, con haber padecido en la persona por tormentos siendo esclavo, fue bienquisto, respetado, obedecido, tenido como rey generalmente de todos.

     Mandó en este tiempo don Juan que Pedro de Mendoza [105] fuese a visitar el presidio de Órgiba con orden que sirviese en lugar de Francisco de Molina, porque entendía estar indispuesto, sabiendo que Abenabó, nuevo rey, juntaba gente para venir sobre la plaza. Mas sucedió una novedad extraordinaria siendo siete leguas de Granada, como las que suelen acontecer en las Indias, a tres mil de España; que de cinco banderas, sola una con su capitán, don García de Montalvo, quedó libre sin amotinarse; y acusando a Francisco de Molina, a una voz de estar loco, pedían por cabeza a Pedro de Mendoza. Las señales que daban de su locura, que los apretaba con rigor a las guardias, que estando enfermo los requería, que no dormía de noche, hombre rico y recatado, que falto de gente particular ayudaba con dineros a los que enviaba con licencia por cobrar crédito, para que viniesen otros; repartía la vitualla por tasa como quien sospechaba cerco. Pero visto que se encaminaba a motín, quiso prender los capitanes; y sosegándolos, procuró que Pedro de Mendoza saliese de Órgiba: mas por satisfacer la gente que estaba ociosa y descontenta, y proveerse de vitualla, envió la compañía de Antonio Moreno con su alférez Vilches a correr en el Cehel; que atajados por los moros en el barranco de Tarascón, fueron todos muertos, sin escapar más de tres soldados.

     Abenabó con estas ocasión proveyó a Castil de Ferro de armas, artillería, y vitualla, puso dentro cincuenta turcos con un capitán, llamado Leandro, para que pudiese recibir el socorro que traería Caravaji con el armada de Argel, y en persona vino sobre Órgiba, movido por quejas de los pueblos comarcanos, y daños que continuamente recibían de la guarnición que en ella residía. Eran los capitanes moros, Berbuz, Rendati, Macox; y turcos, Dali, capitán a quien dejó cabeza de la empresa, y de la gente. Apretaron el lugar, mostraron quererle hambrear; fuéronse con trincheras llegando hasta las casas; vínoles gente, y entraron en ellas; señoreáronlas de manera, que descubrían la plaza, y los nuestros no atravesaban, ni estaban a los reparos sin ser enclavados; tomaban por días el agua peleando; era la hambre y la sed mayor que el temor de los enemigos. Dio Francisco de Molina aviso, y pareció a don Juan que el duque de Sesa la socorriese, por la experiencia, por la gracia y autoridad con la gente, ser del consejo y el lugar suyo; detúvose algunos días esperando la vitualla con harta dilación: partió con seis mil infantes y trescientos caballos, más número de gente que de hombres, la mayor parte concejil: pero en Acequia le tomó la gota, enfermedad ordinaria suya, y tan recia que le inhabilitaba la persona, aunque dejándole libre el entendimiento. Trató don Juan de enviar a Luis Quijada en su lugar, no sin ambición; pero el Duque mejoró, y en principio de noviembre envió dende Acequia a Vilches, que por otro nombre llamaban Pie de palo, buen hombre de campo, plático de la tierra, que con cuatro compañías de infantería, en que había ochocientos hombres, dejando a la mano derecha a Lanjarón, hiciese el camino por lo áspero de la montaña, desusado muchos años, pero posible para caballería; y que reconociendo el barranco que atraviesa el camino de Órgiba, tomase lo alto de la montaña y estuviese quedo, adonde el camino de Lanjarón hace la vuelta cerca de Órgiba, de allí diese aviso a Francisco de Molina; y por asegurar a Vilches envió a sus espaldas otros ochocientos hombres, siguiendo él con el resto de la gente y caballería, sospechoso que los unos y los otros habrían menester socorro.

     Mas los moros que tenían no solamente aviso de la salida de Acequia, pero atalayas por todo, que con señas contaban a los nuestros los pasos, dándolas de una en otra hasta Órgiba, hicieron de sí dos partes: una quedó sobre Órgiba, y otra de la demás gente salió con sus banderas a esperar al Duque. Estos fueron Hhusceni, y Dali, encubriéndose parte de la gente. Comenzó Dali, capitán a mostrarse tarde, y entretenerle escaramuzando. Entre tanto apartaron seiscientos hombres, cuatrocientos con Rendati que se emboscó a las espaldas de Vilches, y Macox adelante al entrar de lo llano tomando el camino de Acequia de las tres peñas (llaman los moros a aquel lugar Calat el Hhajar en su lengua), cosa pocas veces vista, y de hombres muy pláticos en la tierra, apartarse tanta gente escaramuzando, y emboscarse sin ser sentida ni de los que estaban en la frente ni de los que venían a las espaldas. Cayó la tarde, y cargó Dali, capitán reforzando la escaramuza a la parte del barranco cerca de la agua; de manera que a los nuestros pareció retirarse adonde entendían que venía el Duque, pero con orden. Descubriose la primera emboscada, y fueron cargados tan recio, que hallándose lejos del socorro y que apuntaba la noche, cuasi rotos se recogieron a un alto cerca del barranco, con propósito de esperar, hechos fuertes; donde pudieran estar seguros aunque con algún daño, si el capitán Perea tuviera sufrimiento; pero viendo el socorro, echose por el barranco y la gente tras él; donde seguido de los moros, fue muerto peleando con parte de los que iban con él, y pasando adelante cargaron hasta llegar a dar en el Duque ya de noche, que los socorrió y retiró; pero dando en la segunda emboscada de Macox, apretado por una parte de los enemigos, por otra incierto del camino y de la tierra con la escuridad, y confuso con el miedo que la gente llevaba, que le iba faltando, fue necesitado a hacer frente a los enemigos por su persona; quedaron con él don Gabriel su tío don Luis de Córdoba, don Luis de Cardona, don Juan de Mendoza, y otros caballeros y gente particular; muchos dellos apeados con la infantería dando cargas y siendo seguidos hasta cerca del alojamiento, dicen que si los moros cargaran como al principio, estuviera en peligro la jornada. Pero el daño estuvo en que Pie de palo partiese a hora, que el día no le bastó al Duque para llegar a Órgiba con sol, ni para socorrerle. Engaña el tiempo en el reino de Granada a muchos hombres que no le miden por la aspereza de la tierra, hondura de los barrancos y estrecheza de los caminos. Murieron de los nuestros cuatrocientos hombres, y perdieron muchas armas, según los moros, gente vana que acrecienta sus prosperidades; mas según nosotros (que en esta guerra nos mostramos (36) a disimular, y encubrir las pérdidas), solos sesenta; lo uno o lo otro con daño de los enemigos y reputación del Duque. De noche sospechoso de la gente, apretado de los enemigos, impedido de la persona, tuvo libertad para poner en ejecución lo que se ofrecía proveer a toda parte, resolución para apartar los enemigos, y autoridad para detener los [106] nuestros, que habían comenzado a huir, recogiéndose a Acequia cuasi a media noche: larga y trabajosa retirada de tres grandes leguas, dos siendo cargada su gente.

     Y considerando yo las causas, porque nación tan animosa, tan aparejada a sufrir trabajos, tan puesta en el punto de lealtad, tan vana de sus honras (que no es en la guerra la parte de menos importancia), obrase en ésta al contrario de su valentía y valor, truje a la memoria numerosos ejércitos disciplinados y reputados en que yo me hallé, guiados por el emperador don Carlos, uno de los mayores capitanes que hubo en muchos siglos; otros por el rey Francisco de Francia, su émulo, y hombre de no menos ánimo y experiencia. Ninguno más armado, más disciplinado, más cumplido en todas sus partes, más plático, abundado de dinero, de vitualla, de artillería, de munición, de soldados particulares, de gente aventurera de corte, de cabezas, capitanes y oficiales, me parece haber visto ni oído decir, que el ejército que don Felipe II, rey de España, su hijo, tuvo contra Enrique II de Francia, hijo de Francisco, sobre Durlan, en defensión de los estados de Flandes, cuando hizo la paz tan nombrada por el mundo, de que salió la restitución del duque Filiberto de Saboya, negocio tan desconfiado. Como por el contrario, ninguno he visto hecho tan a remiendos, tan desordenado, tan cortamente proveído, y con tanto desperdiciamiento y pérdida de tiempo y dinero; los soldados iguales en miedo, en codicia, en poca perseverancia y ninguna disciplina. Las causas pienso haber sido, comenzarse la guerra en tiempo del marqués de Mondéjar con gente concejil aventurera, a quien la codicia, el robo, la flaqueza y las pocas armas que se persuadieron de los enemigos al principio, convidó a salir de sus casas cuasi sin orden de cabezas o banderas: tenían sus lugares cerca, con cualquier presa tornaban a ellos; salían nuevos a la guerra, estaban nuevos, y volvían nuevos. Mas el tiempo que el marqués de Mondéjar hombre de ánimo y diligencia, que conocía las condiciones de los amigos y enemigos, anduvo pegado con ellos, a las manos, en toda hora, en todo lugar, por medio de los hombres particulares que le seguían, estuvieron estas faltas encubiertas. Pero después que los enemigos se repartieron, acontecieron desgracias por donde quedaron desarmados los nuestros y armados ellos; comunicábase el miedo de unos en otros; que como sea el vicio más perjudicial en la guerra, así es el más contagioso: no se repartían las presas en común, era de cada uno lo que tomaba, como tal lo guardaba; huían con ello sin unión, sin respondencia; dejábanse matar abrazados o cargados con el robo, y donde no le esperaban, o no salían, o en saliendo, tornaban a casa; guerra de montaña, poca provisión, menos aparejo para ella, dormir en tierra, no beber vino, las pagas en vitualla, tocar poco dinero o ninguno: cesando la codicia del interés, cesaba el sufrir trabajo; pobres, hambrientos, impacientes, adolecían, morían, o huyéndose los mataban; cualquier partido déstos escogían por más ventajoso que durar en la guerra, cuando no traían la ganancia entre las manos. De los capitanes, algunos cansados ya de mandar, reprender, castigar, sufrir sus soldados; se daban a las mismas costumbres de la gente, y tales eran los campos que della se juntaban. Pero también hubo algunos hombres entre los que vinieron enviados por las ciudades, a quien la vergüenza y la hidalguía era freno. También la gente enviada por los señores, escogida, igual, disciplinada, y la que particularmente venía a servir con sus manos, movidos por obligación de virtud y deseo de acreditar sus personas, animosa, obediente, presente a cualquier peligro: tantos capitanes o soldados, como personas; y en fin autores y ministros de la victoria. Los soldados y personas de Granada todos aprobaron para ser loados. No parecerá filosofía sin provecho para lo por venir esta mi consideración verdadera, aunque experimentada con daño y costa nuestra.

     Envió el Duque a dar noticia de lo que pasaba a Francisco de Molina, mandándole, que en caso que no se pudiese detener, desamparase la plaza y se retirase por el camino de Motril, porque el de Lanjarón tenían ocupado los enemigos, y no le podía socorrer. Mas ellos no curaron de tornar sobre Órgiba, así porque en ella y en la refriega que tuvieron, habían perdido gente y muchos heridos, como porque les pareció que bastaba tener a Francisco de Molina corto con poca gente, y ellos hacer rostro a la del Duque, estorbar el daño que podía hacer en los lugares del Valle, que tenían como proprios. Francisco de Molina, con la orden del Duque, conforme a la que él tenía de don Juan, teniendo por cierto que si volvieran sobre él, se perdería sin agua, ni vitualla, enclavó y enterró algunas piezas que no pudo llevar, recogió los enfermos y embarazos en medio, tomó el camino de Motril, libre de los enemigos; donde llegó con toda la gente que salió, y con poca pérdida en el fuerte, dando harto contraria muestra del suceso en el cerco y retirada, de lo que la desvergüenza de los soldados había publicado; desamparose por ser corta la provisión de vituallas, lugar que había costado muchas, mucho tiempo, mucha gente y trabajo mantener y socorrer; fue el primero y solo que los enemigos tomaron por cerco; deshicieron las trincheras, quemaron y destruyeron la tierra, llevaron dos piezas, aunque enclavadas. Tomáronse dos moros con cartas que los capitanes escribían a la gente de las Albuñuelas y el valle, y otras partes, certificándoles la venida del Duque a socorrer a Órgiba, y animándolos que siguiesen su retaguardia; porque ellos con la gente que tenían se les mostrarían a la frente, como le estorbasen el socorro o les combatiesen con ventaja. No estuvieron ociosos el tiempo que él se detuvo en Acequia; porque bajaron por Güéjar y el Puntal a la Vega, llevaron ganados, quemaron a Mairena hasta media legua de Granada, acogiéndose sin pérdida y con la presa, por divertir, o porque la guerra pareciese con igualdad. Esperó en Acequia por entender el motivo de los enemigos y entretenellos que no diesen estorbo a la retirada de Francisco de Molina, y por su indisposición, con falta de vitualla y descontentamiento de la gente: por esto y la ociosidad, y por ser ya el mes de Noviembre y la sementera en la mano, se comenzó a deshacer el campo. Mas llamado por don Juan, salió por las Albuñuelas con poca gente, y ésa temerosa por lo sucedido (trataban los turcos de ponerse de guarnición en aquel lugar), y caminando el día, los enemigos al costado, llegó temprano sin acercarse los unos a los otros, [107] dando culpa a las guías: quemó el un barrio, y después de haber enviado a don Luis de Córdoba a quemar a Restaval, Melejix, Concha, y otros lugares del valle que don Antonio de Luna dejó enteros, y dejado a Pedro de Mendoza con seiscientos hombres alojado en el otro barrio, tornó a Granada, donde halló a don Juan ocupado en la reformación de la infantería, provisiones de vitualla y otras cosas, por medio e industria de Francisco Gutiérrez de Cuéllar, del consejo, a quien el Rey envió particularmente a mirar por su hacienda, caballero prudente, plático en la administración della, bueno para todo.

     Habían las desórdenes pasado tan adelante, que fue necesario para remediallas hacer demostración no vista ni leída en los tiempos pasados en la guerra; suspender treinta y dos capitanes de cuarenta y uno que había, con nombre de reformación; pero no se remedió por eso; que el gobierno de las compañías quedó a sus mismos alféreces, de quien suele salir el daño. Porque como se nombran capitanes sin crédito de gente o dineros, encomiendan sus banderas a los alféreces, y oficiales que les ayudan a hacer las compañías, gastando dinero con los soldados, de quien no pueden desquitarse tomándoselo de las pagas, porque se les desharían las compañías, y procuran hacello engañando en el número. Pero los capitanes y oficiales cuasi todos engañan en las pagas; aunque unos las ponen en calificar soldados y entretenellos con pagar ventajas o darles de comer; y éstos son tolerables; otros son perniciosos y aun tenidos como traidores, porque engañan a su señor en cosa que le hacen perder la honra, el estado y la vida, fiándose dellos, y éstos son los que para sí hacen ganancia con las compañías, teniendo menos gente, o robando los huéspedes, o componiéndolos: la misma reformación se hizo en los comisarios, partidos, y distribución de vituallas, armas y municiones.

     En el tiempo que el duque de Sesa partió para el socorro de Órgiba, y don Juan entendía en reformar las desórdenes, se alzó Galera, una legua de Güéscar, en tierra de Baza; lugar fuerte para ofender y desasosegar la comarca, en el paso de Cartagena al reino de Granada, y no lejos del de Valencia. Mas los de Güéscar, entendiendo el levantamiento, fueron sobre el lugar con mil doscientos hombres y alguna caballería; estuvieron hasta tercero día; y sin hacer más de salvar cuarenta cristianos viejos que estaban retirados en la iglesia, se tornaron. Habían entrado en Galera por mandado de Abenabó cien arcabuceros turcos y berberíes con el Maleh, alcaide del partido, y era capitán dellos Caravajal, turco, que saltó fuera cargando en la retaguardia, y poniéndolos en desorden les quitó la presa de ganados y mató pocos hombres, de que los de Güéscar, indignados, mataron algunos moriscos por la ciudad y en la casa del Gobernador, donde se habían recogido, quemaron parte della, saquearon y quemaron otras en Güéscar, ciudad de los confines del reino de Murcia y Granada, patrimonio que fue del Rey Católico don Fernando, y dada en satisfacción de servicios al duque de Alba don Fadrique de Toledo; pueblo rico, gente áspera y a veces mal mandada, descontenta de ser sujeta a otro sino al Rey; y desasosegada con este estado que tiene, procura trocalle con otros, que a veces desasosiegan más.

     Levantose de ahí a pocos días Orce, una legua de Galera, que los antiguos llamaron Urci: y estando los de Güéscar preparándose para ir a allanarla o destruirla, los vecinos cristianos nuevos que habían quedado, indignados, metieron de noche sin ser sentidos al Maleh con trescientos hombres en sus casas, que dejó emboscados en los lavaderos hasta dos mil, y en ellos trescientos turcos y berberíes, que se habían juntado para el efecto; mas los de la ciudad que tuvieron noticia, vueltas contra ellos las armas, peleando los echaron fuera con daño y rotos, y dando con el mesmo ímpetu en la emboscada, la rompieron, matando seiscientos hombres. Fuera la victoria del todo, si los turcos y berberíes no resistieran, reparando la gente, y haciendo retirar parte della con alguna orden. Ya Abenabó había hecho declarar todo el río de Almanzora (que en arábigo quiere decir de la Victoria), con Purchena (en otro tiempo llamada de los antiguos Illipula grande, a diferencia de otra menor, ribera de Guadalquivir), la sierra de Filabres y los lugares de tierra de Baza. Quedaban Serón y Tíjola, del duque de Escalona: Tíjola inexpugnable, pero falta de agua. Envió sobre Serón, y saliéndose la guardia, prendió el Alcaide (algunos dicen que por su voluntad), tomó armas, munición, vitualla, doce piezas de bronce. Tíjola siguió a Serón: de esta manera quedaron levantados todos los moriscos del reino, sino los de la hoya de Málaga y serranía de Ronda.

     Estos motivos, y la prisa que el Rey daba a reforzar el campo del marqués de Vélez que estaba en Baza, enviando caballeros principales de su casa por las ciudades a solicitar gente, que saliese antes que los enemigos tomasen fuerzas, apresuró al Marqués con la gente que trajo de la Peza y la que don Antonio de Luna dejó en Baza, y la que se juntó de Güéscar y otras partes, por todos cuatro mil infantes y trescientos y cincuenta caballos, a ponerse sobre Galera: el Maleh y su hijo desampararon el lugar, desconfiados que se pudiese mantener. Caravajal, turco, dende a dos días que el Marqués llegó, juntó el pueblo; persuadiolos que salvasen la gente, la ropa, y a sí mismos, pues tenían aparejo y la sierra cerca; y diciéndole que dentro en sus casas querían morir, les respondió que aún no era llegado el tiempo, ni era su oficio morir; que se salvasen y dejasen aquello para otros que vernían brevemente a morir por ellos. Mas visto que estaban pertinaces, con ciento y treinta turcos y berberíes dando una arma de noche a los nuestros, se salió con su gente y dinero sin recebir daño; y vino por mandado de Abenabó a residir en Güéjar con los otros capitanes.

     Habían los enemigos (como dijimos), entrado en ella, fundado frontera, atajado con una trinchera de piedra seca, de monte a monte el trecho, que llaman la Silla; manteníanse contra Granada, hacían presas, solicitando pueblos que se levantasen, recogiendo y regalando los que se alzaban. A veces estaban en ella cuatro mil, a veces menos, y de ordinario seiscientos hombres, según las ocasiones: eran capitanes Joaibi, natural del lugar, por otro nombre llamado Pedro de Mendoza (que este apellido tomaban muchos por la naturaleza que tenía en la tierra la casta del marqués don Íñigo López de Mendoza, primer capitán general), Hocein, Caravajal, turco, Chocón (que en su lengua quiere decir [108] degollador), Macox, Mojájar, y otros. Crecía el desasosiego de la ciudad, y parecía estarse con menos seguridad, pero en nada se veía acrecentada la manera de la defensa, descubierta la parte de la ciudad que llaman Realejo, frontera a los enemigos, el barrio de Antequeruela no sin peligro muchos meses, muy a menudo los apercebimientos, que se hacían de persona en persona y con secreto, mostrando que los enemigos vernían cada noche a dar en la ciudad, las más veces por esta parte. Al fin se achicó la puerta que dicen de los Molinos, y se puso una compañía de guardia en Antequeruela, pero no que se atajasen los caminos de Facar, Veas, el Puntal; maravillándose los que no tienen noticia de las causas o licencia de escudriñallas, cómo se encarecían tanto las fuerzas de los enemigos y el peligro y se estaba con tan flaca guardia; en fin, se puso una concejil en la puerta de los Molinos, reforzose la de Antequeruela; púsose guardia en los Mártires y en Pinillos y Cenes (presidios todos contra Güéjar), y a don Jerónimo de Padilla mandaron estar en Santa Fe con una compañía de caballos para asegurar el llano de Loja, demás de la guardia de la Vega. Púsose caballería en Iznalloz, pero todo no estorbaba que hasta las puertas de Granada se hiciesen a la continua presas.

     Estando en estos términos, comenzó el marqués de Vélez a batir a Galera con seis piezas de bronce y dos bombardas de hierro, de espacio y con poco fruto. Saltaban fuera los moros a menudo, haciendo daño sin recebillo.

     Cargó don Juan la mano con el Rey, como agraviado que le hubiese mandado venir a Granada en tiempo que todos estaban ocupados por tenelle ocioso, siendo el que menos convenía holgar: mostrábale deseo de emplear su persona; hijo y hermano de tan grandes príncipes, en cuya casa habían entrado tantas victorias; mozo no conocido de la gente; el espacio con que se trataba la guerra en Almanzora, el atrevimiento de los enemigos, la Alpujarra sin guarniciones, la mar desproveída, los moros en Güéjar, lo que convenía tomar el negocio con mayores fuerzas y calor. Pareció al Rey apretar los enemigos, acometiéndolos a un tiempo con dos campos; uno por el río de Almanzora a cargo de don Juan, con quien asistiesen el marqués de Vélez, el Comendador mayor de Castilla y Luis Quijada; otro por el Alpujarra con el duque de Sesa; y por no dejar embarazo tan importante como enemigos a las espaldas, mandó que antes de su partida viniese sobre Güéscar. El nombre de la salida fue (porque el de Vélez no se hubiese por ofendido), dar orden en lo que tocaba a Guadix y Baza, como había sido con el marqués de Mondéjar, darla en lo de Granada. Estando Güéjar y Galera por los enemigos, cualquier otra empresa parecía difícil y el peligro cierto: en Güéjar, por dejarlos a las espaldas; en Galera, porque podía saltar la rebelión en el reino de Valencia, y con la tardanza conservarse los moros en sus plazas, Purchena, Serón, Tíjola, Jérgal, Cantoria, Castil de Ferro y otras. Partió el Comendador mayor de Cartagena, por orden de don Juan, con ocho piezas de campo, trescientos carros de vitualla, munición, y armas. El Marqués, aunque entendiendo la ida de don Juan mostraba algún sentimiento, no dejó de verse con el Comendador mayor, que proveyéndole de vitualla y munición, pasó a esperar don Juan en Baza. Dicen, y confiésalo el Comendador mayor, que escribió al Rey, como el Marqués no le parecía a propósito para dar cobro a la empresa del reino de Granada, y que las cartas vinieron a las manos del Marqués primero que a las del Rey; mas leyolas y disimulolas; o fuese pensando que la necesidad había de traelle tiempo a las manos, en que diese a conocer lo contrario; o cansado y ofendido, dando a entender que la peor parte sería de quien no le emplease. Eran ya los 15 de diciembre (1569), y no parecía señal ni esperanza de que se hiciese efecto contra Galera. Mas el Rey solicitaba con diligencia los señores de la Andalucía y las ciudades de España; pidiendo nueva gente para la empresa y salida de don Juan, y enviando personas calificadas de su casa a procurallo.

     Llegó la orden para que don Juan hiciese la jornada de Güéjar, primero que partiese para Guadix y Baza: habíase enviado muchas veces a reconocer el lugar con personas pláticas: lo que referían era, que dentro estaban siete mil arcabuceros y ballesteros resolutos a venir una noche sobre Granada (número que si de mujeres y hombres ellos lo tuvieran, y no les faltaran cabezas y experiencia, era bastante para forzar la ciudad); que estaban fortificados y empantanaban la Vega; que allanaban el camino que va por la sierra a la Alpujarra para recebir gente. Tanto más puede el recelo que la verdad, aunque cargue sobre personas sin sobresalto. Todavía no fueron del todo creídos los que daban el aviso; pero reforzáronse las guardias con más diligencia, y difiriose la ida de don Juan hasta que más gente de las ciudades y señores fuese llegada. Por hacer la jornada con más seguridad envió a don García Manrique y Tello de Aguilar que reconociesen el lugar de noche y la mañana hasta el día: lo que trujeron fue que dentro había más de cuatro mil infantes, no haber visto fuego a las trincheras ni en el cuerpo de guardia: no humo aun para encender las cuerdas, en el corazón del invierno, tierra frigidísima y a la falda de la nieve; no trocar las guardias, no cruzar a la mañana gente de las casas a la trinchera o de la trinchera a las casas; no acudir con el arma a la trinchera: atribuíase todo a señales de gran recatamiento; pero, a juicio de algunas personas pláticas, de lugar desamparado. Notaban que en tanto tiempo, tan cerca, lugar abierto y pequeño, se sospechase y no se supiese cierto el número de la gente, pudiéndose contar por cabezas o por la comida, y que todos afirmasen pasar de seis mil hombres, y los reconocedores, de cuatro mil, llegando tan cerca y trayendo señales de poca gente o ninguna. Pareció que sería conveniente servirse de los capitanes que habían sido suspendidos, porque la gente se gobernaría mejor por ellos, y los más eran personas de experiencia. Mandáronles tomar sus compañías, y todos lo quisieron hacer, pudiendo emplear sus personas, sin volver a los cargos de que una vez fueron echados.

     Había costumbre en el Alhambra de salir los capitanes generales y alcaides cuando se ofrecía necesidad, dejando en la guardia della personas de su linaje y suficientes. Mostraba el conde de Tendilla títulos suyos, de su padre, abuelo y bisabuelo, de capitanes generales de la ciudad sin el cargo del reino, y pretendía salir con la gente della. Pero Juan Rodríguez de Villafuerte, que entonces era temido por enemigo suyo declarado, [109] pretendía que como corregidor le tocase: traía ejemplo de Málaga donde el corregidor tenía cargo de la gente, no obstante que el alcaide tuviese título de capitán de la ciudad; mas, o fuese mandamiento expreso o inclinación a otros, o desabrimiento particular con la casa o persona del Conde, no obstante las cédulas, y que la profesión de Juan Rodríguez fuese otra que armas, hizo don Juan una manera de pleito de la pretensión del Conde, y remitió el negocio al consejo del Rey; quitándole el uso de su oficio y dándole a Juan Rodríguez, que aquel día llevó cargo de la gente de la ciudad y le tuvo otros muchos. Partió a los 23 de diciembre con nueve mil infantes, seiscientos caballos, ocho piezas de campo. Había dos caminos de Granada a Güéjar; uno por la mano izquierda y los altos, y éste llevó él con cinco mil infantes y cuatrocientos caballos: llevaba Luis Quijada la vanguardia con dos mil, donde iba su persona; a don García Manrique encomendó la caballería; y la retaguardia, con la artillería, munición y vitualla (donde iba su guión), al licenciado Pedro López de Mesa y a don Francisco de Solís, ambos caballeros cuerdos, pero sin ejercicio de guerra: lo cual dio ocasión a pensar que la empresa fuese fingida, y don Juan cierto que el lugar estaba desamparado; pues encomendaba a personas pacíficas lugar a donde podía haber peligro y era menester experiencia; dando al Duque el camino del río más breve con cuatro mil infantes y trescientos caballos, en que iba la gente de la ciudad. Aquella noche se aposentó en Veas dos leguas de Granada, y otras tantas de Güéjar, con orden que juntos, por diversas partes, llegasen a un tiempo, y combatiesen los enemigos, para que los que del uno escapasen, diesen en el otro; pero quedoles abierto el camino de la sierra. Don Diego de Quesada, a quien tenían por plático de la tierra, iba por guía del campo de don Juan, aunque otros hubiese en la compañía tan soldados, criados en aquella tierra y más pláticos en ella, según lo mostró el suceso. Estaban a la guardia del lugar ciento y veinte turcos y berberíes con Caravajal, que estuvo en Galera, cuatrocientos y treinta de la tierra, todos arcabuceros; la cabeza era Joaibi, los capitanes Cholón, Macox y Rendati, y el Partal por sargento mayor; venidos, según se entendió, sólo por la ganancia de las presas, con la seguridad de la montaña, y mudábanse por meses: muchas mujeres, muchachos, y viejos de los lugares vecinos, que no querían apartarse de sus casas, proveídos de pan y carne en abundancia; y dicen ellos, que nunca hubo más gente ordinaria. Entendieron días antes la ida de don Juan, y tuvieron tiempo de salvar lo mejor de su ropa, sus personas y ganados. El día antes que don García, y Tello de Aguilar fueron a reconocer, avisando la gente, partieron los turcos a la Alpujarra; y de los moros, el día antes que don Juan llegase, salieron cuatrocientos hombres con Partal, y el Macox, y Rendati a la Vega en ocasión de correr nuestras espaldas, y hicieron daño el mismo día que llegó don Juan: quedaron en Güéjar ochenta hombres con Joaibi para retirar el removiente de la gente inútil y ropa. Partieron a un tiempo de Granada el Duque y don Juan de Veas al amanecer: hay pocos hombres del campo que sepan caminar bien de noche la tierra que han visto de día; ésta era toda de un color igual, aunque doblada, que dio causa a la guía de engañarse cuasi en la salida del lugar, y a don Juan de gastar tiempo. Con todo se detuvo, esperando el día, incierto del camino que haría el Duque, y avisando las atalayas de los moros con fuegos a los suyos de lo que ambos hacían. Mas el Duque caminó por derecho: envió delante a don Juan de Mendoza, que halló la trinchera desamparada sino de diez o doce viejos, que de pesados escogieron quedar a morir en ella; éstos fueron acometidos y degollados. Entrado y saqueado el lugar por la gente que don Juan de Mendoza llevaba de vanguardia, vieron subir por la sierra mujeres y niños, bagajes cargados, con espaldas de sesenta arcabuceros y ballesteros, que haciendo vuelta sobre los nuestros en defensa de su ropa, se salvaron de espacio, aunque seguidos poco trecho y detenidamente; pero lo que se pudo, y con más daño nuestro que suyo: murieron, entre hombres y mujeres, sesenta personas, y fueron cautivas otras tantas; la demás gente por la sierra fueron a parar en Valor y Poqueira y otros lugares de la Alpujarra; húbose mucho trigo y ganado mayor; de nuestra gente murieron cuarenta soldados, porque los moros en lo áspero de la tierra y entre las matas, cubiertos con las tocas de las mujeres, esperaban a nuestros soldados que, pensando ser mujeres, llegasen a captivallas y los arcabuceasen. Entre ellos murió el capitán Quijada, siguiendo el alcance, desatinado de una pedrada que una mujer le dio en la cabeza. Don Juan, ora apartándose del lugar dos leguas, ora acercándose a menos de un cuarto por camino que todo se podía correr, se halló pasado medio día sobre Güéjar, dentro de la trinchera de los enemigos, en el cerro que llaman la Silla; llevó la gente ordenada y a los que nos hallamos en las empresas del Emperador, parecía ver en el hijo una imagen del ánimo y provisión del padre, y un deseo de hallarse presente en todo, en especial con los enemigos. Descubrió de lo alto a la gente del Duque delante del lugar en escuadrón, y tan de improviso que Luis Quijada envió con don Gómez de Guzmán de mano en mano a pedir artillería, pensando que fuesen enemigos, o dando a entender que lo pensaba. Esta voz se continuó con mucha priesa; y caminando con dos pezezuelas, llegó don Luis de Córdoba, de parte del Duque, con el aviso que los enemigos iban rotos y los nuestros estaban dentro en el lugar. Quedamos espantados cómo Luis Quijada no conoció nuestras banderas y orden de escuadrón dende tan cerca, hombre plático en la guerra, y de buena vista; y como el Duque enviaba a decir que los enemigos iban rotos, no habiendo enemigos. Mostró don Juan contentamiento del buen suceso, y queja del agravio de que le hubiesen guiado por tanto rodeo, que no alcanzase a ver enemigos. Pero don Diego de Quesada se excusaba, con que en consejo se le mandó que guiase por parte segura; y Luis Quijada le dijo que por donde no peligrase la persona de don Juan; que él no sabía cómo cumplir su comisión más a la letra que guiando siempre cubierto y dos leguas de los enemigos. Tuvo la toma de Güéjar más nombre lejos que cerca, más congratulaciones, que enemigos. Volvieron la misma noche a Granada don Juan, y el duque de Sesa; mandó quedar a don Juan de Mendoza en Güéjar con gruesa guardia por algunos días, y después a don Juan de Alarcón con las banderas de su cargo; dende a pocos días [110] a don Francisco de Mendoza, reparado y trincherado un fuerte, pero con poca gente. Decían que si cuando los moros desampararon el lugar y don Juan fue a reconocelle, se hubiera hecho el fuerte (que podía en una noche), y puesto en él una pequeña guardia, como se hizo en Tablate, se salvaran pasadas de tres mil personas, que murieron a manos de los enemigos, mucha pérdida de ganado, reputación y tiempo, el nombre de guerra, desasosiego de noche y día; todo hecho por mano de poca gente.

     Dende este día parece que don Juan alumbrado comenzó a pensar en las gracias de victoria tan fácil, y buscadas las causas para conseguilla, hacer y proveer por su persona lo que se ofrecía, con mayor beneficio y más breve despacho. Extendiose por España la fama de su ida sobre Galera y moviose la nobleza della con tanto calor, que fue necesario dar el Rey a entender que no era con su voluntad ir caballeros sin licencia a servir en aquella empresa. Enviaron las ciudades nueva gente de a pie y de caballo; crecieron algunas que no tenían proprios los precios a las vituallas para gastos de la guerra; otras entre cinco vecinos mantenían un soldado. Entraron el tiempo que duró la masa pasadas de ciento y veinte banderas con capitanes naturales de sus pueblos, personas calificadas, sin la gente que vino al sueldo pagado por el Rey, que fue la tercia parte: tanta reputación pudo dar a los enemigos la voluntad de venganza. Mandó don Juan, que ya era señor de sí mismo y de todo, que una parte de la masa se hiciese en el mismo campo del marqués de Vélez, pasando la gente por Guadix; y otra pasando por Granada en las Albuñuelas, donde estuviese don Juan de Mendoza a recogella y hacer provisión de vitualla. Ordenó que el duque de Sesa quedase su lugarteniente en Granada, pasase a posar en el mismo aposento que él tenía en la cancillería, y que formado su campo, partiese por Órgiba contra el Alpujarra, a un mismo tiempo que él para Galera, por divertir las fuerzas de los enemigos.

     Mas Abdalá Abenabó, indignado del suceso de Güéjar, quiso recompensar la fortuna y la reputación, procurando ocupar algún lugar de nombre en la costa. Escogió tres mil hombres, y en un tiempo con escalas y como pudo acometieron de noche a Almuñécar, que los antiguos llamaban Manoba y a Salobreña, que llamaban Selambina; pero el capitán de Almuñécar resistió retenidamente por ser de noche, y con algún daño de los enemigos, que dejando las escalas se acogieron a la sierra, donde corrían de continuo la comarca; lo mismo hicieron los que iban a Salobreña, que, rebotados por don Diego Ramírez, alcaide della, con dificultad, por aguardarse con menos gente, se retiraron, juntándose con la compañía. Visto Abenabó que sus empresas le salían inciertas, y que las fuerzas de España se juntaban contra él, envió de nuevo al alcaide Hoceni a Argel, solicitando gente para mantenerse, o navíos para desamparar la tierra y pasarse; y juntamente con él un moro suyo a Constantinopla. Dicen que llegados a Argel hallaron orden del señor de los turcos, para que fuese socorrido.

     En el mismo tiempo batía el Marqués a Galera con poco efecto, defendíanse los vecinos, y reparaban el daño fácilmente; saltaban algunas veces fuera, y entre ellas, trabando una gruesa escaramuza, cargaron nuestra gente de manera, que matando al capitán León y veinte soldados, cuasi pusieron en rota el cuartel; pero retiráronse cargados sin daño; colgaron de la muralla la cabeza del capitán y otras, y el Marqués partió a Güéscar un día por rehacerse de gente; volviendo trajo consigo pocos soldados. Mas don Juan partió de Granada con tres mil infantes y cuatrocientos caballos a juntarse con el Marqués; vino a Guadix, que los antiguos llamaban Acci, pueblo en España grande y cabeza de provincia como agora lo es: adoraban los moradores al sol en forma de piedra redonda y negra; aún hoy en día se hallan por la tierra algunas dellas con rayos en torno. La nobleza y gente de la ciudad han mantenido el lugar, viéndose a menudo con los moros y partiéndose dellos con ventaja. De Guadix vino de espacio a Baza, que llamaban los antiguos, como los moros Basta, cabeza de una gran partida de la Andalucía, que del nombre de la ciudad decían Bastetania, en que había muchas provincias (37); y de allí a Güéscar, [111] donde el Marqués estaba con su gente, la cual junta con la de la ciudad y tierra hicieron gran recebimiento y salva, mostrando mucha alegría con la venida de don Juan. Sólo el Marqués salió descontento a recebirle, por ver que había de obedecer, siendo poco antes obedecido y temido. Mas don Juan le recebió con alegre y blando acogimiento, y aunque sintió su disgusto, le saludó y abrazó con mucha serenidad, diciéndole: «Marqués ilustre, vuestra fama con mucha razón os engrandece, y atribuyo a buena suerte haberse ofrecido ocasión de conoceros. Estad cierto que mi autoridad no acortará la vuestra, pues quiero que os entretengáis conmigo y que seáis obedecido de toda mi gente, haciéndolo yo así mismo como hijo vuestro, acatando vuestro valor y canas, y amparándome en todas ocasiones de vuestros consejos». A estas ofertas respondió el Marqués por los términos extraños que siempre usó, aunque medido con su grandeza, diciendo: «Yo soy el que más ha deseado conocer de mi rey un tal hermano, y quien más ganara de ser soldado de tan alto príncipe; mas si respondo a lo que siempre profesé, irme quiero a mi casa, pues no conviene a mi edad anciana haber de ser cabo de escuadra». Fue la respuesta muy notada, así de sentenciosa y grave, cuanto aguda, y así el Marqués fue breve en su jornada, porque tarde o nunca mudó de consejo. Entró don Juan en consejo sobre lo de Galera, y después de haberla reconocido, se determinó de ir sobre ella y ponerle cerco.



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Libro cuarto

     Luego que don Juan salió de Granada, fue a posar el Duque en casa del Presidente, conforme a la orden que tenía de don Juan. Comenzose a entender en la provisión de vitualla en Guadix, Baza y Cartagena, lugares de Andalucía y la comarca, para proveer el campo de don Juan, y en Granada y su tierra el del Duque; pero de espacio y con alguna confusión, por la poca plática y desórdenes de comisarios y tenedores, inclinados todos a hacer ganancias y extorsiones con el Rey y particulares; y aunque Francisco Gutiérrez fue parte para atajar la corrupción, no lo era él ni otro para remedialla del todo. Salió el Duque de Granada a 21 de hebrero de 1570 quedando por cabeza y gobierno de paz y guerra el presidente; y por ser eclesiástico, quedó don Gabriel de Córdoba para el de guerra y ejecutar lo que el Presidente mandase, que daba el nombre; y hacía el oficio de general un consejo formado de tres oidores, auditor general, Francisco Gutiérrez de Cuéllar, el corregidor de Granada; quedaron a la guarda de la ciudad cuatro mil infantes: hacíase con la misma diligencia con el Albaicín despoblado, Güéjar en presidio nuestro, [112] guardada la Vega con las mismas centinelas, las postas, los cuerpos de guarda, los presidios en Cenes y Pinillos, que cuando la Vega estaba sospechosa, el Albaicín lleno de enemigos, Güéjar en su poder; y duró esta costa y recato hasta la vuelta de don Juan, o fuese por olvido, o por otras causas el guardar contra los de dentro y los de fuera. ¡Qué cosa para los curiosos que vieron al señor Antonio de Leiva teniendo sobre sí el campo de la liga, cuarenta mil infantes, nueve mil caballos y la ciudad enemiga; él, con solos siete mil infantes enfrenalla, resistir los enemigos, sitiar el castillo, y al fin tomallo, echar y seguir los enemigos, fuertes, armados, unidos, la flor de Italia soldados y capitanes! Vino al Padul (38) el mismo día que salía de Granada, donde en Acequia se detuvo muchos días esperando gente y vituallas; y haciendo reducto en Acequia y las Albuñuelas para asegurarse las espaldas y asegurar a Granada en un caso contrario o furia de enemigos, y el paso a las escoltas que partiesen de la ciudad a su campo; otro fuerte en las Guájaras, para asegurar aquella tierra y los peñones, donde otra vez los echó el marqués de Mondéjar: y por dar tiempo a don Juan para que juntos entrasen en el río de Almanzora y Alpujarra. Allí le fue a visitar el Presidente y dar prisa a su salida; tomó el camino de Órgiba con ocho mil infantes y trescientos y cincuenta caballos. Iban con muchos caballeros de la Andalucía, muchos de Granada, parte con cargos y parte por voluntad. Llegó sin que los enemigos le diesen estorbo, aunque se mostraron pocos y desordenados al paso de Lanjarón y de Cañar.

     Mientras el Duque se ocupaba en esto, salió don Juan de Austria de Baza con su campo para Galera, adonde puso su cerco enviando a reconocella; y considerando primero el daño que de un castillo que estaba en la parte alta les podía venir, se trató de minalla, y habiendo hecho algunas minas, les pusieron fuego, con que cayó un gran pedazo del muro con muerte de algunos de los moros cercados. Algunos soldados de los nuestros, de ánimos alborotados, arremetieron luego por medio del humo y confusión, sin aguardar tiempo ni orden conviniente, a los cuales siguieron otros muchos y al fin gran parte del ejército, procurando embestir la fortaleza por el destrozo que las minas habían hecho, todo sin hacer efecto, por estar un peñón delante. Los enemigos estaban puestos en arma y haciendo a su salvo mucho daño en los cristianos con muchas rociadas de arcabuces y flechas, sin ser necesaria la puntería, porque no echaban arma que diese en vacío, sin que esto fuese parte para hacer retirar los ánimos obstinados de los soldados, ni ninguna prevención ni diligencia de oficiales y capitanes; tanto que necesitó a don Juan de Austria a ponerse con su persona al remedio del daño, y no con poco peligro de la vida; porque andando con suma diligencia y valor persuadiendo a los soldados que se retirasen, sin olvidarse de las armas, fue herido en el peto con un balazo, que aunque no hizo daño en su persona, escandalizó mucho a todo el campo, particularmente a su ayo Luis Quijada, que nunca le desamparaba, cuyas persuasiones obligaron a don Juan a retirarse, por el inconviniente que se sigue en un ejército del peligro de su general. Mas ordenó al capitán don Pedro de Ríos y Sotomayor que con diligencia hiciese retirar la gente porque no se recibiese más daño; el cual entró por medio de los nuestros con una espada y rodela, a tiempo que se conocía alguna mejoría de nuestra parte, diciendo: «Afuera, soldados, retirarse afuera; que así lo manda nuestro príncipe». Había ya cesado algún tanto el alarido y voces, de suerte que se oían claro las cajas a recoger, y todo junto fue parte para que tuviese fin este asalto tan inadvertido. Aquí se mostró buen caballero don Gaspar de Sámano y Quiñones, porque habiendo con grande esfuerzo y valentía subido de los primeros en el lugar más alto del muro y sustentado con la mano el cuerpo para hacer un salto dentro, le fueron cortados los dedos por un turco que se halló cerca dél: sin que esto le perturbase nada de su valor, echó la otra mano y porfió a salir con su intento y saltar del muro adentro, mas no dándole lugar los enemigos, le fue resistido de manera que dieron con él del muro abajo. No fue parte este daño para que a los nuestros les faltase voluntad de continuarle segunda vez otro día, y así lo pidieron a don Juan; el cual pareciéndole no ser bien poner su gente en más riesgo con tan poco fruto, y tratádose en consejo, mandó que hiciesen un par de minas para que en este tiempo se entretuviesen y descansasen los soldados. Los enemigos, considerando su peligro cercano y la tardanza de socorro, despacharon a Abenabó pidiéndole favor, a lo cual Abenabó cumplió con solas esperanzas, porque la diligencia del Duque en lo del Alpujarra, le traía sobre aviso, temeroso y puesto en arma. Acabadas las minas mandó don Juan que se encendiesen la una una hora antes que la otra. Hízose, y la primera rompió catorce brazas de muralla, aunque con poco daño de los cercados, por estar prevenidos en el hecho; y así seguros de más ofensa se opusieron a la defensa de lo que estaba abierto, unos trayendo tierra, madera y fagina para remediarlo, y otros procurando ofender con mucha priesa de tiros continuos: y estando en esto sucedió luego la otra mina, que derribando todo lo de aquella parte hizo gran estrago en los enemigos, y tras esto, cargando la artillería de nuestra parte, se comenzó el asalto muy riguroso; porque no teniendo los moros defensa que los encubriese y amparase, eran forzados a dejar el muro con pérdida de muchas vidas; adonde se mostró buen caballero por su persona don Sancho de Avellaneda, herido del día antes, haciendo muchas muestras de gran valor entre los enemigos, hasta que de un flechazo y una bala todo juntó murió. Siguiose la victoria por nuestra parte hasta que del todo se rindió Galera, sin dejar en ella cosa que la contrastase que todo no lo pasasen a cuchillo. Repartiose el despojo y presa que en ella había, y púsose el lugar a fuego, así por no dejar nido para rebelados, como porque de los cuerpos muertos no resultase alguna corrupción; lo cual todo acabado, ordenó don Juan que el ejército marchase para Baza, adonde fue recebido con mucho regocijo.

     Hallábase Abenabó en Andarax, resoluto de dejar al Duque el paso de la Alpujarra, combatille los alojamientos, atajarle las escoltas, cierto que la gente cansada, hambrienta, sin ganancia, le dejaría. Éste dicen que fue parecer de los turcos, o que le tuviesen por más seguro, o que hubiesen comenzado a tratar con don Juan de su tornada a Berbería, como lo hicieron, y no [113] quisiesen despertar ocasiones con que se rompiese el tratado. Pero a quien considera la manera que en esta guerra se tuvo de proceder por su parte dende el principio hasta el fin, pareceranle hombres que procuraban detenerse, sin hacer jornada, por falta de cabezas y gente diestra, o con esperanza de ser socorridos para conservarse en la tierra, o de armada para irse a Berbería con sus mujeres, hijos y haciendas; y así, teniendo muchas ocasiones, las dejaron perder como irresolutos y poco pláticos. Partió de Órgiba el Duque, después de haberse detenido en fortificarla y esperar la entrada de don Juan treinta días, la vuelta de Poqueira; mas Abenabó, teniendo aviso que el Duque partía, y que de Granada pasara una gruesa escolta al cargo del capitán Andrés de Mesa, con cuatrocientos soldados de guarda y algunos caballos, púsose delante en el camino que va a Jubiles, por donde el Duque había de pasar, haciendo muestra de mucha gente y tener ocupadas las cumbres; trabó una gruesa escaramuza con la arcabucería del Duque, haciendo espaldas con cuasi seis mil hombres en cuatro batallas. Reforzó el Duque la escaramuza apartando los enemigos con la artillería; y tomó el camino de Poqueira por el rodeo. Los enemigos, creyendo que el Duque les tomaba las espaldas, desampararon el sitio; mas en el tiempo que duró la escaramuza, acometieron a la escolta de Andrés de Mesa en la cuesta de Lanjarón, Dali, capitán turco, y el Macox, con mil hombres, y rompiéronla sin matar o captivar más de quince; sólo se ocuparon en derramar vituallas, matar bagajes, escoger y llevar otros cargados; pelearon al principio, pero poco; mataron el caballo a don Pedro de Velasco, que aquel día fue buen caballero y salvose a las ancas de otro. Enviábale el Rey a dar prisa en la salida del Duque, y llevar relación del campo y mandar lo que se había de hacer. Súpose de un moro a quien captivaron tres soldados que sólo siguieron el campo de Abenabó como su intento sólo había sido entretener al Duque: pero él luego que entendió el caso de Andrés de Mesa, más por sospechas que por aviso, envió caballería que le hiciese espaldas, y llegaron a tiempo que hicieron provecho en salvar la gente ya rota, y parte de la escolta. Hecho esto se siguió el camino de los aljibes entre Ferreira y río de Cadiar por el de Jubiles, y aquella noche tarde hizo alojamiento en ellos. Tenía la guardia Joaibi con quinientos arcabuceros, que viendo alojar los nuestros tarde y con cansancio, y por esto con alguna desorden, dio en el campo, y túvole en arma gran parte de la noche, llegando hacia el cuerpo de guardia y matando alguna gente desmandada; pero fue resistido sin seguillo, por no dar ocasión a la gente que se desordenase de noche. Dicen que si los enemigos aquella noche cargaran, que se corría peligro, porque la confusión fue grande, y la palabra entre la gente común viles, que mostraba miedo: mas valió el ánimo y la resolución de la gente particular y la provisión del Duque enderezada a deshacer los enemigos sin aventurar un día de jornada, en que parecían conformarse Abenabó y él; porque cada uno pensaba deshacer al otro y rompelle con el tiempo y falta de vitualla, y salieron ambos con su pretensión. Envió Abenabó a retirar al Joaibi, siguiendo el parecer de los turcos, y después por bando público mandó, que sin orden suya no se escaramuzase, ni desasosegasen nuestro campo. Vino el Duque a Jubiles por el camino de Ferreira, adonde halló el castillo desamparado; y comenzado a reparar, envió a don Luis de Córdoba y a don Luis de Cardona, con cada mil infantes y ciento y cincuenta caballos, que corriesen la tierra a una y otra parte, pero no hallaron sino algunas mujeres y niños; y llegó a Ujíjar, sin dejar los moros de mostrarse a la retaguardia, y de allí sin estorbo a Valor, donde se alojaron.

     Salió don Juan de Baza la vuelta de Serón con intento de combatilla, y llegando con su campo a vista de Caniles, recibió cartas del Duque pidiéndole con grande instancia la brevedad de su venida, proponiéndole ser toda la importancia para que hubiese fin la guerra del Alpujarra, dando por último remedio que se juntasen los dos campos y cogiesen en medio a Abenabó. Pareciéndole a don Juan éste buen medio, sin más detenerse, caminó la vuelta del campo del Duque, y marchando el suyo, llegaron a vista de Serón, donde algunos pocos soldados desmandados viendo los moros tan puestos en defensa, no lo pudiendo sufrir, se movieron a quererlos combatir, contra el presupuesto de don Juan, diciendo en alta voz: «Nuestro príncipe piensa vanamente, si pretende pasar de aquí sin castigar esta desvergüenza»; y diciendo: «Cierra, cierra, Santiago y a ellos», los siguieron otros muchos incitados de su ejemplo, y tras ellos toda la demás gente sin que valiese ninguna resistencia; y sin más autoridad ni orden embistieron el lugar con tan grande ímpetu, que aunque salieron los moros de Tíjola, no fue parte para que dejasen de allanar el lugar del primer asalto, y le metiesen a sacomano; aunque no les salió a algunos tan barata esta jornada, la cual lo poco que duró fue bien reñida, adonde entre otros fue herido Luis Quijada de un peligroso balazo que le quitó la vida con grande sentimiento de don Juan, conforme al mucho amor que le tenía. No tuvo aun cuasi lugar don Juan de atender a este sentimiento, provocado de mil moros que se metieron en Serón, y le dieron ocasión de más batalla; y no la rehusando, volvió sobre ellos con deseo de acabar esta ocasión por acudir a las cosas del Alpujarra, lo cual hizo después de algunas dificultades livianas con un asalto que fue el remate desta victoria. Este día se señaló don Lope de Acuña, mostrando bien el gran ser de que siempre estuvo acompañado en muchas ocasiones.

     Abenabó, visto que el duque de Sesa estaba en el corazón de la Alpujarra, repartió su campo y la gente de vecinos que traía consigo; puso ochocientos hombres entre el duque y Órgiba, para estorbar las escoltas de Granada; envió mil con Mojájar a la sierra de Gador, y a lo de Andarax, Adra y tierra de Almería: seiscientos con Garral a la sierra de Bentomiz, de donde había salido don Antonio de Luna, dejando proveído el fuerte de Competa, para correr tierra de Vélez; envió parte de su gente a la Sierra Nevada y el Puntal que corriesen lo de Granada; quedó él con cuatro mil arcabuceros y ballesteros, y destos traía los dos mil sobre el campo del Duque, que con la pérdida de la escolta estaba en necesidad de mantenimientos: pero entretúvose con fruta seca, pescado, y aceite, y algún refresco que Pedro Verdugo le enviaba de Málaga, hasta que viendo por todas partes ocupados los pasos, mandó al marqués de la Favara, que con mil hombres y cien caballos y gran [114] número de bagajes atravesase el puerto de la Ravaha, y cargase de vitualla en la Calahorra (porque fuese dos veces nombrada con hambre y hierro en daño nuestro), adonde había hecha provisión, y tan poco camino, que en un día se podía ir y venir. Dicen que el Marqués rehusó la gente que se le daba, por ser la que vino de Sevilla, pero no la jornada; y siendo asegurado que fuese cual convenía, partió antes de amanecer con las compañías de Sevilla y sesenta caballos de retaguardia, y él con trescientos infantes y cuarenta caballos de vanguardia; los embarazos de bagajes y bagajeros, enfermos, esclavos en medio, la escolta guarnecida de una y otra parte con arcabucería. Mas porque parece que en la gente de Sevilla se pone mácula, siendo de las más calificadas ciudades que hay en el mundo, hase de entender, que en ella como en todas las otras se juntan tres suertes de personas: unas naturales y éstos cuasi así la nobleza como el pueblo son discretos, animosos, ricos, atienden a vivir con sus haciendas o de sus manos; pocos salen a buscar su vida fuera, por estar en casa bien acomodados; hay también estranjeros, a quien el trato de las Indias, la grandeza de la ciudad, la ocasión de ganancia ha hecho naturales, bien ocupados en sus negocios, sin salir a otros; mas los hombres forasteros que de otras partes se juntan al nombre de las armadas, al concurso de las riquezas; gente ociosa, corrillera, pendenciera, tahura, hacen de las mujeres públicas ganancia particular, movida por el humo de las viandas; éstos, como se mueven por el dinero que se da de mano a mano, por el sonido de las cajas, listas de las banderas; así fácilmente las desamparan, con el temor dellas en cualquiera necesidad apretada, y a veces por voluntad: tal era la gente que salió en guardia de aquella escolta. El Marqués, sin noticia de los enemigos ni de la tierra, sin ocupar lugares ventajosos, y confiado que la retaguardia haría lo mismo, como quien llevaba en el ánimo la necesidad en que dejaba el campo, y no que la diligencia fuera de tiempo es por la mayor parte dañosa; comenzó a caminar aprisa con la vanguardia; pero los últimos que aun sin impedimento suelen de suyo detenerse y hacer cola, porque el delantero no espera, y estorba a los que le siguen, y el postrero es estorbado y espera; abrieron mucho espacio entre sí, y la escolta hizo lo mismo entre sí y la vanguardia. Mas Abenabó, incierto por donde caminaría tanto número de gente, mandó al alcaide Alarabi, a cuyo cargo estaba la tierra del Cenete, que siguiese con quinientos hombres (Cenete llaman aquella provincia, o por ser áspera o por haber sido poblada de los Cenetes, uno de cinco linajes alárabes que conquistaron a África y pasaron en España, que es lo más cierto). Partió el Alarabi su gente en tres partes: él con cien hombres quiso dar en la escolta; al Piceni de Güéjar, con doscientos, ordenó que acometiese la retaguardia por la frente, y al Martel del Cenete, con otros doscientos, la rezaga de la vanguardia, entrando entre la escolta y ella, al tiempo que él diese en la escolta; y en caso que no le viesen cargar con toda la gente, que estuviesen quedos y emboscados, dejándola pasar. Los nuestros, parándose a robar pocas vacas y mujeres, que por ventura los enemigos habían soltado para dividirlos y desordenarlos, fueron acometidos del Alarabi con solos cuatro arcabuceros por la escolta, cargados de otros treinta que les hacían espaldas, y puestos en confusión; tras esto cargó el resto de la gente del Alarabi, que rompió del todo la escolta, sin hacer resistencia los que iban a la defensa. Dio el Piceni en la caballería, que era de retaguardia, la cual rompió, y ella la infantería; lo mismo hizo Martel con los últimos de la vanguardia del Marqués al arroyo de Vayárzal, lo uno y lo otro tan callando, que no se sintió voz ni palabra. Iba el Piceni ejecutando la retaguardia de manera, que parecía a los nuestros que lo vían ir ejecutando al Martel. Siguieron este alcance sin volver la caballería, ni rehacerse la infantería hasta cerca de la Calahorra, todos a una, matando el Alarabi enfermos y bagajeros, y desviando bagajes; llegó el arma, con el silencio y miedo de los nuestros, al Marqués tan tarde, que no pudo remediar el inconveniente, aunque con veinte caballos y algunos arcabuceros procuró llegar; murieron muchos enfermos que iban en la escolta, muchos de los moros y bagajeros, entre éstos y soldados cuasi mil personas: quitaron setenta moriscas captivas, y lleváronse más de trescientas bestias sin las que mataron; captivaron quince hombres, no perdieron uno: aconteció esta desgracia en 16 de abril (1570). Llevó el Marqués las sobras de la gente rota, y lo demás de lo que pudo salvar a la Calahorra, y reformándose de gente en Guadix, salió adonde estaba don Juan. Los enemigos, habiendo puesto la presa en cobro, quedaron seis días en el paso y por la sierra.

     Mas el Duque, entendiendo la desgracia, y el poco aparejo de proveerse por la parte de Guadix, fiando poco de la gente, quiso acercarse más a la mar por haber vitualla de Málaga; y por ser el abril entrado, y dar el gasto a los panes, quitar a los enemigos el paso para Berbería, vino a Berja ya después de haber talado la cogida en el Alpujarra; y hizo lo mismo en el campo de Dalias, donde tenían sus esperanzas de cebada y grano. Al alojar en Berja hubo una pequeña escaramuza, en que murieron de los nuestros algunos; de los moros según ellos cuarenta. Mas la hambre y poca ganancia, y el trabajo de la guerra, y la costumbre de servir a su voluntad y no a la de quien los manda, pudo con los soldados tanto, que sin respeto de que hubiesen sido bien tratados de palabra, y ayudados de obra, con dinero, con vitualla, quitando lo uno y lo otro a la gente de su casa, y a veces a su persona, se desranchaban, como habían hecho con el marqués de Vélez; pero acostumbrado a ver y sufrir semejantes vueltas en los soldados, vino de Berja a Adra, donde tuvo más vitualla, aunque no más sosiego con la gente: parecíales desacato culparle, y volvíanse contra don Juan de Mendoza, y decían palabras sin causa; acriminábanle la muerte de un soldado de quien hizo justicia como juez, porque debía ser loado; amenazaban, protestaban de no quedar a su gobierno; excusábanse de don Juan que ya andaba entre ellos recatado: no dejaban de poner bolatines (llaman ellos bolatines las cédulas que de noche esparcen con las quejas contra sus cabezas cuando andan en celo para amotinarse, en que declaran su ánimo, y mueven los no determinados con quejas y causas de sus cabezas); saliéronse de Adra trescientos arcabuceros, o fuese, según ellos publicaban, haciendo escolta a un correo; y dando en los enemigos fueron los doscientos y treinta muertos por el alcaide Alarabi y el Mojájar, y captivos setenta: no se supo [115] más de lo que los moros refieren, y que entendiendo de uno de los captivos como nuestro campo había desalojado de Ujíjar con pérdida y desorden, y dejado municiones escondidas, sacaron de un aljibe cantidad de plomo, municiones y embarazos. En el mismo tiempo mataron los moros, que Abenabó enviaba la vuelta de Bentomiz, gente de sus casas que iban a Salobreña, y entre ellos mercaderes italianos y españoles, tomándoles el dinero; y los que envió hacia Granada captivaron peleando con muchas heridas a don Diego Osorio, que venía de con despachos del Rey para don Juan y el Duque, en que se trataba la resolución de la guerra, y concierto que se había platicado con los moros y turcos por mano del Habaqui; matáronle veinte arcabuceros de escolta, y él tuvo manera como soltarse; y aunque herido, vino sin las cartas a Adra.

     Ya don Juan trataba con calor la reducción de los moros, y la ida de los turcos a Berbería; mas algunos de los ministros, o que les pareciese hacer su parte, y prevenir las gracias a don Juan, o que más fácilmente se podía acabar, cuanto por más partes se tratase con ellos, metiéronse a platicar de conciertos (dicen que algunos sobresanadamente), y dejaban (39) de condenar la manera del trato que don Juan traía, holgando que se publicasen por concedidas las condiciones que los enemigos pedían, aunque exorbitantes. Por otra parte en Granada, cuanto a la guerra se procedía con toda seguridad en el gobierno del Presidente; pero cuanto a la paz, con licencia, en el tratamiento que se hacía a los moriscos reducidos, y que venían a reducirse, y poniendo algunos impedimentos, y mostrando celos de don Alonso Venegas, enviaban moriscos a toda Castilla: sacaban los ministros muchos para galeras, denostaban a los que se iban a rendir, y por livianas causas los daban por captivos, su ropa perdida; trataban del encierro como perjudicial, ayudábanse por vías indirectas del cabildo de la ciudad que estaba oprimido y sujeto a la voluntad de pocos, todo en ocasión de estorbo; no dando cuenta particular a don Juan para que él la diese al Rey, haciendo cabeza de sí mismos, escribiendo primero por su parte con palabras sobresanadas, tocaban a veces en su autoridad, o fuese (según el pueblo) para que las armas no les saliesen de las manos, o ambiciones de su opinión, por excluir toda manera de medios, que no fuese sangre, ofendidos que pasase algo sin darles cuenta particular. Los efectos manifiestos daban licencia para que fuesen juzgados diversamente, y todos en daño del negocio; y aun añadían que estando el Rey en Córdoba, no faltaba atrevimiento para escribir trocadamente, y hacer negociación del estorbo, sospechando él alguna cosa: atrevimiento que suele acontecer a los que andan por las Indias, con los que dende España los gobiernan; por donde hay más que maravillar de la disimulación que los reyes tienen cuando siguen sus pretensiones, que pasan por los estorbos sin dar a entender que son ofendidos.

     Tenía el Duque avisos, ansí por espías como por cartas tomadas, que los turcos se armaban para socorrer a Abenabó, por la parte de Castil de Ferro, aunque pequeño, a propósito para desembarcar gente, y por el aparejo de la Rambla juntarse seguramente con los enemigos. Parecíale que si esto se hacía, deshaciéndose por horas de su gente, podía ser ofendido, o a lo menos encerrado con poca reputación nuestra y mucha dellos. Acordó combatir aquella plaza, y los enemigos si viniesen a socorrerla, y trujo por mar de Almería piezas de batir, púsose sobre ella, repartió los cuarteles, vinieron las galeras en ayuda y para impedir el socorro de Argel, encomendó la batería al marqués de la Favara, que puso diligencia en asentarla. Llegose y combatió por mar con las galeras, y por tierra con tanta prisa, que abrió portillo para batalla. Murieron dentro algunos con la artillería, y entre los principales Leandro, a cuyo cargo estaba el castillo, sin otro daño nuestro más del poco que sus piezas hicieron en una galera. Los soldados turcos y moros, que estaban a la defensa, que eran cincuenta y dos, desconfiados del socorro de Berbería, sus armas en las manos y una mujer consigo, salieron por la batería y nuestras centinelas, con la escuridad de la noche y confusión de la arma, guiándolos Mevaebal, su capitán, que dos días antes había entrado. Es fama que de los nuestros procedió, que dellos murieron doce, pero no se vieron en nuestro campo, y refieren los moros que todos llegaron al de Abenabó, algunos dellos heridos. Desamparado Castil de Ferro envió por la mañana a don Juan de Mendoza y al marqués de la Favara y otros, que se apoderasen dél. Hallaron dentro algunos viejos y berberíes, y turcos mercaderes, hasta veinte hombres, y diez y siete mujeres de moriscos que las tenían para embarcar; alguna ropa, veinte quintales de bizcocho, y la artillería que antes estaba en el castillo, poca y ruín. Entendiose por uno destos moros que estándole batiendo llegaron catorce galeras de turcos con socorro, y se tornaron oyendo el ruido de la artillería. Sonó la toma de Castil de Ferro, tanto por el aparejo y la importancia del sitio, por haber sido perdido y recuperado, por ser en ocasión que los enemigos venían a darle socorro, cuanto por la calidad del hecho.

     En el mismo tiempo envió don Juan a don Antonio de Luna con mil y quinientos infantes de la tierra, las compañías del duque de Sesa y Alcalá, y la caballería de los duques de Medina Sidonia y Arcos, para que asegurase la tierra de Vélez Málaga contra los que en Frexiliana se habían recogido. Salió de Antequera con esta gente, mas con poco trabajo, escaramuzando a veces, unas con ventaja suya, otras de los moros, comenzó un fuerte en Competa, legua y media de Frexiliana, lugar que fue donde antiguamente se juntaban de la comarca en una feria, y por esto le llamaban los romanos Compita, agora piedras y cimientos viejos, como quedaron muchos en el reino de Granada: otro hizo en el Saliar; y con haber enviado mil hombres a correr el río de Chíllar, y tornado con poca presa y pérdida igual, dejando en los fuertes cada dos compañías, volvió la gente a Antequera, y él a su casa con licencia. Recogiose el Duque con su campo en Adra, esperando en que pararía la plática que se traía con el Habaqui, donde fue proveído de Málaga por Pedro Verdugo bastantemente y con algún regalo. Pasaban seguras las escoltas de su campo al de don Juan; pero los soldados gente libre y disoluta, a quien por entonces la falta de pagas y vitualla había dado más licencia, y quitado a los ministros el aparejo de castigarlos, estaban con igual descontentamiento en la abundancia que [116] en la hambre; huían como y por donde, y siempre que podían; de tantas compañías quedaron solos mil y quinientos hombres, los más dellos particulares y caballeros que seguían al Duque por amistad; con ellos mantenía y aseguraba mar y tierra. Tornó el Rey a Córdoba por Jaén y por Úbeda y Baeza, remitiendo la conclusión de las cortes para Madrid, donde llegó.

     No era negocio de menos importancia y peligro lo de la sierra de Ronda, porque estaba cubierto, y los ánimos de los moriscos con la misma indignación que los de la Alpujarra, y río de Almería y Almanzora: montaña áspera y difícil, de pasos estrechos, rotos en muchas partes, o atajados con piedras mal puestas, y árboles cortados y atravesados, aparejos de gente prevenida. El consejo más seguro pareció al Rey antes que se acabasen de declarar, asegurarse, sacándolos fuera de la tierra con sus familias, como a los demás. Para esto mandó a don Juan que enviase a don Antonio de Luna con la gente que le pareciese, y que por halagos y con palabras blandas, sin hacerles fuerza ni agravio, o darles ocasión de tomar las armas, los pusiese en tierra de Castilla adentro, enviando con ellos guarda bastante. Recibida la orden de don Juan partió don Antonio de Antequera a 20 de mayo (1570), llevando consigo dos mil y quinientos infantes de guarda de aquella ciudad, y cincuenta caballos. Era toda la gente que don Antonio sacó de Ronda cuatro mil y quinientos infantes, y ciento y diez caballos. El día que partió envió a Pedro Bermúdez, a quien el Rey había enviado a la guardia de aquella ciudad, para que con quinientos infantes en Jubrique, pueblo de importancia y lugar a propósito, estuviese haciendo espaldas a los que habían de sacar los moriscos; juntamente repartió las compañías por otros lugares de la tierra, dándoles orden que en una hora todos a un tiempo comenzasen a sacar los moros de sus casas. Partieron el sol levantado a las ocho horas de la mañana. Mas los moros, que estaban sospechosos y recatados, como descubrieron nuestra gente, subiéronse con sus armas a la montaña, desamparando casas, mujeres, hijos, y ganados; comenzaron a robar los soldados, como es costumbre, cargarse de ropa, hacer esclavos toda manera de gente, hiriendo, matando sin diferencia a quien daba alguna manera de estorbo. Vista por los moros la desorden, bajaban por la sierra, mataban los soldados, que codiciosos y embebidos con el robo desampararon la defensa de sí mismos y de sus banderas: iba esta desorden creciendo con la escuridad de la noche; mas Pedro Bermúdez, hombre usado en la guerra, dejando alguna gente en la iglesia de Jubrique a la guarda de las mujeres, niños y viejos, que allí tenía recogidos, escogió fuera del lugar sitio fuerte donde se recogiese; entraron los moros en el lugar, y combatiendo la iglesia, sacaron los que en ella estaban encerrados, quemándola con los soldados sin que pudiesen ser socorridos: luego acometieron a Pedro Bermúdez, que perdió cuarenta hombres en el combate, y hubo algunos heridos de una y otra parte; y con tanto, se acogieron los enemigos a la sierra.

     Vista por don Antonio la desorden y lo poco que se había hecho, retiró las banderas con hasta mil y doscientas personas; pero con muchos esclavos y esclavas, ropa y ganado en poder de los soldados, sin ser parte para estorbarlo: recogiose a Ronda, donde y en la comarca la gente públicamente vendía la presa, como si fuera ganada de enemigos. Deshízose todo aquel pequeño campo, como suelen los hombres que han hecho ganancia y temen por ello castigo; pues enviando la gente que sacó de Antequera a sus aposentos, y cuasi las mil y doscientas personas a Castilla sin hacer más efecto, partió para Sevilla a dar al Rey cuenta del suceso. Cargaban a don Antonio los de Ronda y los moros juntamente: los de Ronda, que habiendo de amanecer sobre los lugares, había sacado la gente a las ocho del día y que la había dividido en muchas partes; que había dado confusa la orden dejando libertad a los capitanes; los moros, que les habían quebrantado la seguridad y palabra del Rey que tenían como por religión o vínculo inviolable; que estando resueltos de obedecer a los mandamientos de su señor natural, les habían por este acatamiento y sacrificio que hacían de sus casas, mujeres y hijos, y de sí mismos, robado y dejado por hacienda y libertad, las armas que tenían en las manos, y la aspereza y esterilidad de la montaña, donde por salvar las vidas se habían acogido, aparejados a dejarlo todo, si les restituían las mujeres y hijos, y viejos captivos, y ropa que con mediana diligencia pudiese cobrarse. Había tantos interesados, que por sólo esto fueron tenidos por enemigos; no embargante que se hallase haberse movido provocados y en defensión de sus vidas. Excusábase don Antonio con haber repartido la gente como convenía por tierra áspera y no conocida; poderse caminar mal de noche; que repartida la gente, a ciegas, deshilada, fácilmente pudiera ser salteada y oprimida de enemigos avisados, pláticos en los pasos, y cubiertos con la escuridad de la noche; la gente libre, mal mandada, peor disciplinada, que no conoce capitanes ni oficiales, que aun el sonido de la caja no entendían; sin orden, sin señal de guerra, solamente atentos al regalo de sus casas y al robo de las ajenas: fueron admitidas las razones de don Antonio por ser caballero de verdad y de crédito, y dada toda la culpa a la desorden de la gente, confirmada ya con muchos sucesos en daño suyo.

     Ido don Antonio, salió la gente de la comarca, cristianos viejos, a robar por los lugares, mujeres, niños, ganados; sobras de la de don Antonio, que fue, como he dicho, creído, por tenerse buen crédito de su persona, y por no tenerse bueno por entonces de los soldados en común. Mas los enemigos, persuadidos de los que habían huido de la Alpujarra, y libres de todos los embarazos, despojados de lo que se suele querer bien y dar cuidado, comenzaron a hacer la guerra descubiertamente, recoger las mujeres, hijos, y vitualla que les había quedado; fortificarse en Sierra Bermeja y Sierra de Istán; tomar la mar a las espaldas para recibir socorro de Berbería, y bajar hasta las puertas de Ronda; desasosegar la tierra, robar ganados, captivar, matar labradores, no como salteadores, sino como enemigos declarados. Estaba, como tengo dicho, a la sazón el Rey don Felipe en Sevilla, suplicado por la ciudad, que viniese a recebir en ella servicio.

     Sevilla es en nuestro tiempo de las célebres, ricas, y populosas ciudades del mundo; concurren a ella mercaderes de todo poniente, especialmente del Nuevo [117] Mundo que llamamos Indias, con oro, plata, piedras, esmeraldas, poco menores que las que maravillaba la antigüedad en tiempo de los reyes de Egipto, pero en gran abundancia, cueros y azúcar, y la yerba que sucede en lugar de púrpura, o por usar del vocablo arábigo y común, carmesí (cochinilla la llaman los indios, donde ella se cría). Fue Sevilla la segunda escala que pobladores de España hicieron, cuando con el gran rey y capitán Baco (a quien llamaban Líbero por otro nombre), vinieron a conquistar el mundo. La ocasión nos convida tratando de tan gran ciudad, a declarar nuestra opinión, como en cosa tan dudosa por su antigüedad, acerca de la fundación de ella y del nombre de toda España. Dese la autoridad a los escritores y el crédito a las conjeturas. Marco Varrón, autor gravísimo, y diligente en buscar los principios de los pueblos, dice, según Plinio refiere, que en España vinieron los persas, íberos y fenices, todas naciones de oriente, con Baco. Por éste se entiende también haber sido hecha la empresa de la India, según los escritos de Nono, poeta griego, que compuso de los hechos de Baco, y llamó Dionisiaca, porque se llamaba, demás del nombre de Baco y Líbero, Dionisio. Dice también Salustio en sus historias haber él mismo pasado en Berbería, y dado principio a muchas naciones. Con este Baco vinieron capitanes hombres señalados, y mujeres que celebraban su nombre, uno de los cuales se llamó Luso; y una de las mujeres Lissa, que dice el mismo Marco Varrón haber dado el nombre a la parte de Portugal, que antiguamente llamaban Lusitania. Tuvo Baco un lugarteniente que dijeron Pan, hombre áspero y rústico, a quien la antigüedad honró por dios de los pastores, o quizá eran conformes en el nombre; pero por intervenir en las procesiones o fiestas de Baco el Pan, se puede creer ser el mismo: este Pan, dice Varrón, que dio nombre a toda España, y lo mismo Appiano Alejandrino en sus historias, en el libro que llaman Español, y en griego Iberice. Panios quiere decir cosa de Pan; y el hi, que tiene delante, dice el artículo, que juntado con el panios, dirá la tierra o provincia de Pan: quedó a los españoles el vocablo griego, ni más ni menos que los griegos lo pronuncian, ambiciosos de dar nombre en su lengua a las naciones hispánicas; y pronunciámoslo nosotros España: de aquí vino a decirse que Hispan, o el Pan que los griegos llaman lugarteniente, fue sobrino de Hércules y que dio el nombre a España. Lo cierto es que Baco dejó por aquella comarca lugares del nombre de los que le seguían; y que dos veces vino el que llamaron Hércules, o fuesen dos Hércules en aquella parte de España. El nombre pudo venir a Sevilla de haber sido poblada, cuando la segunda vez Hércules, o fuese Baco, o fuese Hércules tebano vino en España; y si así fue, presupuesto que en la lengua griega palin quiere decir otra vez, y hi la: el nombre de Hispalis querrá decir la de otra vez, porque los griegos son fáciles en acabar en la letra s.

     Demás del concurso de mercaderes y extranjeros, moran en Sevilla tanto señores y caballeros principales, como suele haber en un gran reino; entre ellos hay dos Casas ambas venidas del reino de León, ambas de grande autoridad y grande nobleza, y en que unos u otros tiempos no faltaron grandes capitanes; una la Casa de Guzmán, duques de Medina Sidonia, que en tiempo antiguo fue población de los de Tiro, poco después de poblada Cádiz, destruida por los griegos y gente de la tierra, y restaurada por los moros según el nombre lo muestra; porque en su lengua medina quiere decir lo que en la nuestra, puebla; como si dijésemos la Puebla de Sidonia: este linaje moró gran tiempo en las montañas de León, y vinieron con el rey don Alonso el Sexto a la conquista de Toledo, y de allí con el rey don Fernando el Tercero a la de Sevilla, dejando un lugar de su nombre, de donde tomaron el nombre con otros treinta y ocho lugares de que entonces eran ya señores. El fundador de la Casa fue el que, guardando a Tarifa, echó el cuchillo, con que degollaron a su hijo que tenían por hostaje, por no rendir él la tierra a los moros. La otra casa es de los Ponces de León, descendientes del conde Hernán Ponce que murió en el portillo de León, cuando Almanzor, rey de Córdoba, la tomó: dicen traer su origen de los romanos que poblaron a León, y su nombre de la misma ciudad; duques en otro tiempo de Cádiz hasta el que escaló a Alhama, y dio principio a la guerra de Granada, y después que sus nietos fueron en tutorías despojados del estado por los Reyes don Fernando y doña Isabel, se llamaron duques de Arcos, que los antiguos españoles decían Arcobrica, población de las primeras de España, antes que viniesen los de Tiro a poblar Cádiz. Los señores de aquestas dos Casas siempre fueron émulos en aquella ciudad, y aun cabezas a quien se arrimaban otras muchas de la Andalucía: de la de Medina era señor don Alonso de Guzmán, mozo de grandes esperanzas; de la de Arcos don Luis Ponce de León, hombre que en la empresa de Durlan había seguido sin sueldo las banderas del Rey don Felipe, inclinado y atento a la arte de la guerra: a estos dos grandes encomendó el Rey el sosiego y pacificación de la sierra de Ronda, por tener a ella vecinos sus estados. Grandes llaman en España los señores a quien el Rey manda cubrir la cabeza, sentar en actos y lugares públicos, y la Reina se levanta del estrado a recibir a ellos y a sus mujeres, y les manda dar por honra cojín en que se sienten, ceremonias que van y vienen con los tiempos y voluntades de los príncipes; pero firmes en España en solas doce Casas, entre las cuales estas dos son y fueron de grande autoridad. Después que creció el favor y la riqueza, por merced de los Reyes han acrecentádose muchas. Dio poder el Rey a estos dos príncipes para que en su nombre concertasen y recogiesen los moriscos y les volviesen las mujeres, hijos y muebles, y los enviasen por España la tierra adentro, pues no habían sido partícipes en la rebelión, y lo sucedido había sido más por culpa de ministros que por la suya. Tenía el duque de Arcos una parte de su estado en la serranía de Ronda, que hubo su Casa por desigual recompensa de Cádiz, en tiempo de tutorías; pareciole por aprovechar llegarse a Casares, lugar suyo, y dende más cerca tratar con los moros; envió una lengua que fue y volvió no sin peligro; lo que trajo es, que a ellos les pesaba de lo acontecido; que por personas suyas vendrían a tratar con el Duque, donde y como él mandase, y se reducirían y harían lo que se les ordenase con ciertas condiciones. Esto afirmaron en nombre de todos el Alarabique y el Ataifar, hombres de gran autoridad y por quien ellos se gobernaban; bajó el Alarabique y el Ataifar a una ermita fuera de Casares, y [118] con ellos una persona en nombre de cada pueblo de los levantados. Mas el Duque por escandalizarlos menos, y mostrar confianza, vino con pocos; osadía de que suelen suceder inconvenientes a las personas de tanta calidad. Habloles, persuadioles con eficacia, y ellos respondieron lo mismo, dando firmados sus capítulos; y con decir que daría aviso al Rey, se partió dellos; mas antes que la respuesta del Rey volviese, le vino mandamiento, que juntando la gente de las ciudades de la Andalucía vecinas a Ronda, estuviese a punto para hacer la guerra, en caso que los moros no se quisiesen reducir; mandó apercibir la gente de la Andalucía y de los señores della, de a pie y de a caballo, con vitualla para quince días, que era lo que parecía que bastase para dar fin a esta guerra. En el entretanto que la gente se juntaba, le vino voluntad de ver y reconocer el fuerte de Calalui, en Sierra Bermeja, que los moros llaman Gebalhamar, a donde en tiempos pasados se perdieron don Alonso de Aguilar, y el conde Ureña; don Alonso señalado capitán y ambos grandes príncipes entre los andaluces; el de Ureña abuelo suyo de parte de su padre; y don Alonso bisabuelo de su mujer. Salió de Casares descubriendo y asegurando los pasos de la montaña; provisión necesaria por la poca seguridad en acontecimientos de guerra y poca certeza de la fortuna. Comenzaron a subir la sierra, donde se decía que los cuerpos habían quedado sin sepultura; triste y aborrecible vista y memoria. Había entre los que miraban nietos y descendientes de los muertos, o personas que por oídas conocían ya los lugares desdichados. Lo primero dieron en la parte donde paró la vanguardia con su capitán por la escuridad de la noche, lugar harto extendido y sin más fortificación que la natural, entre el pie de la montaña y el alojamiento de los moros: blanqueaban calaveras de hombres y huesos de caballos amontonados, desparcidos, según, como y donde habían parado; pedazos de armas, frenos, despojos de jaeces; vieron más adelante el fuerte de los enemigos, cuyas señales parecían pocas y bajas y aportilladas; iban señalando los pláticos de la tierra dónde habían caído oficiales, capitanes y gente particular; referían cómo y dónde se salvaron los que quedaron vivos, y entre ellos el conde de Ureña, y don Pedro de Aguilar, hijo mayor de don Alonso; en qué lugar y dónde se retrajo don Alonso y se defendía entre dos peñas; la herida que el Feri, cabeza de los moros, le dio primero en la cabeza y después en el pecho, con que cayó; las palabras que le dijo andando a brazos: «¡Yo soy don Alonso!»; las que el Feri le respondió cuando le hería: «Tú eres don Alonso, mas yo soy el Feri de Benastepar»; y que no fueron tan desdichadas las heridas que dio don Alonso como las que recibió. Lloráronle amigos y enemigos, y en aquel punto renovaron los soldados el sentimiento; gente desagradecida, sino en las lágrimas. Mandó el general hacer memoria por los muertos, y rogaron los soldados que estaban presentes que reposasen en paz, inciertos si rogaban por deudos o por extraños; y esto les acrecentó la ira y el deseo de hallar gente contra quien tomar venganza.

     Vista la importancia del lugar si los enemigos le ocupasen, envió dende a poco el Duque una bandera de infantería que entrase en el fuerte y lo guardase. Vino en este tiempo resolución del Rey que concedía a los moros cuasi todo lo que le pedían que tocaba al provecho dellos, y comenzaron algunos a reducirse, pero con pocas armas, diciendo que los que en su campo quedaban no se las dejaban traer. Había entre los moros uno, llamado el Melqui, hombre atrevido y escandaloso, imputado de herejía, y suelto de las cárceles de la Inquisición, ido y vuelto a Tetúan: éste, o que le parecía que perdía el crédito de hasta entonces, o que fuese obligado al príncipe de Tetuán, juntó el pueblo, que ya estaba resoluto a reducirse, disuadiéndole y afirmando lo que con ellos trataba el Alarabique ser engaño y falsedad; haber recibido del Duque nueve mil ducados, vendido por precio su tierra, su casta y los hijos, mujeres y personas de su ley; venidas las galeras a Gibraltar, la gente levantada, las cuerdas en las manos a punto, con que los principales habían de ser ahorcados, y el pueblo atado y puesto perpetuamente al remo para sufrir hambre, frío y azotes, y seguir forzados la voluntad de sus enemigos, sin esperanza de otra libertad sino la muerte. Tuvieron estas palabras y la persona tanta fuerza que se persuadió el pueblo ignorante, y tomando las armas hicieron pedazos al Alarabique y a otro compañero suyo berberí, que era de la misma opinión; con esto mudaron de propósito y quedaron más rebeldes que estaban; algunos que quisieran reducirse, estorbados por el Melqui con guardas y espantados con amenazas, dejaron de hacello; los de Benahabiz, lugar de importancia en aquella montaña, enviaron por el perdón del Rey con propósito de reducirse: llevolo un moro, llamado el Barcoquí, juntamente con carta del Duque para Marbella, y los que guardaban el fuerte de Montemayor, que tuviesen cuenta con él y sus compañeros, acompañándolos hasta dejarlos en lugar seguro; mas la gente o por codicia de algo, si lo llevaban, o por estorbar la reducción, con que cesaría la guerra, hiciéronlo tan al contrario que mataron al Barcoquí: esta desorden mudó a los de Benahabiz, y confirmó la razón del Melqui de manera que no fue parte el castigo que el Duque hizo de ahorcar y echar en galeras los culpados para estorbar el motín general. Apercibida la gente, vino el Duque a Ronda, donde hizo su masa, y salió con cuatro mil infantes y ciento y cincuenta caballos a ponerse algo más camino que dos leguas de la sierra de Istán, donde los enemigos le esperaban fortificados; lugar asperísimo y dificultoso de subir, las espaldas a la mar; dejando en Ronda a Lope Zapata, hijo de don Luis Ponce, para que en su nombre recogiese y encaminase los moros que viniesen a reducirse. Vinieron pocos o ningunos escandalizados del caso del Barcoquí y espantados, porque en Ronda y en Marbella el pueblo había rompido la salvaguardia del Duque y fe del Rey, matando cuasi cien moros al salir de los lugares. No le pareció al Duque detenerse a hacer el castigo, pero envió por juez al Rey, que castigó los culpados como convenía; y él caminó a la Fuenfría, donde se encendió fuego en el campo, que puso en cuidado, o fuese echado por los enemigos o por descuido de alguno; el autor (40) y el fuego cesó por industria y diligencia del Duque.

     El día siguiente con mil infantes y alguna caballería reconoció el fuerte de los enemigos dende la sierra de [119] Arboto, puesta en frente dél, juntamente con el alojamiento y lugar de la agua; y aunque se mostraron los enemigos algo más abajo fuera de su fuerte, no fueron acometidos; así por ser cerca de la noche, como por esperar a Arévalo de Suazo con la gente de Málaga. Entre tanto puso su guardia en la sierra de Arboto con harta contradicción de los enemigos; porque juntamente acometieron el alojamiento del Duque y trabaron una escaramuza tan larga, que duró tres horas, no muy apriesa, pero bien extendida. Eran ochocientos hombres arcabuceros y ballesteros, y algunos con armas enhastadas, mas visto que con dos banderas de arcabuceros les tomarían la cumbre, se retiraron a su fuerte con poco daño de los nuestros y alguno de los suyos. Reforzose la guardia de aquel sitio, por ser de importancia, con otras dos banderas; y era ya llegado Arévalo de Suazo con dos mil infantes de Málaga y cien caballos con que se tomó resolución de combatir los enemigos en su fuerte al otro día. A la parte del norte, que la subida era más difícil, envió el Duque a Pedro Bermúdez con ciento y cincuenta infantes, que tomase las dos cumbres que suben al fuerte, con dos banderas de arcabuceros, haciéndoles espaldas con el rostro a la mano derecha Pedro de Mendoza con otra tanta gente y la mesma orden, dejando entre sí y Pedro Bermúdez una parte de la montaña que los moros habían quemado, porque las piedras que dende arriba se tirasen corriesen por más descubierto y con menos estorbo. Arévalo de Suazo con la gente de su cargo se seguía a la mano derecha, y con dos banderas de arcabucería delante; más a mano derecha de Arévalo de Suazo, Luis Ponce de León con seiscientos arcabuceros por un pinar, camino menos embarazado que los otros. El Duque escogió para sí con el artillería y caballería y mil y quinientos infantes, el lugar entre Pedro de Mendoza y Arévalo de Suazo, como más desembarazado, así más descubierto; mandó a Pedro de Mendoza con mil infantes y algún número de gastadores, que fuese adelante aderezando los pasos para la caballería y que todos al pasar se cubriesen con la falda de la montaña y quebrada hacia el arroyo, que a un tiempo comenzasen a subir igualmente y a pequeño paso, guardando el aliento para su tiempo; quedaba con esta orden la montaña cercada, sino por la parte de Istán, que no podía con la aspereza recebir gente. Víanse unos a otros, y todos se podían cuasi dar las manos. Quedó resoluto combatir los enemigos otro día a la mañana; mas los moros, viendo que Pedro de Mendoza estaba más desviado y en parte donde no podía con tanta diligencia ser socorrido, acometiéronle al caer de la tarde con poca gente y desmandada, trabando una escaramuza de tiros perdidos. Pedro de Mendoza, confiado de sí mismo, soldado de no mucho tiempo y no tanta experiencia, pudiendo guardar la orden y contentarse con estar quedo y sin peligro, saltó a la escaramuza con demasiado calor. Deshízose la gente por la montaña arriba sin orden, sin guardar unos a otros, y los moros unas veces retirándose, otras reparándose, parecían ir cerrando (41) a los nuestros. Visto el peligro, y no pudiéndolo ya estorbar, Pedro de Mendoza (o fuese recelo o desconfianza de su poca autoridad con la gente, aunque la había tenido para meterla delante), envió a avisar al Duque, pero a tiempo que, puesto que hubiese enviado a retirarla tres capitanes, fue necesitado a tomar lo alto para reconocer el lugar. El Duque con los que con él se hallaban y los que pudo retirar, atravesó donde estaban los que subían, y valió tanto su autoridad, que la gente desmandada se detuvo, y los moros que ya habían comenzado a desemboscarse y se mostraban a los enemigos, vista la determinación del Duque, se recogieron a su fuerte, en ocasión de que estaba cerca la noche, y la gente de Pedro de Mendoza cansada y desordenada, y se temían de algún desastre, especialmente los que traían a la memoria el acontecimiento de don Alonso de Aguilar por los mismos términos.

     Hallose el Duque tan adelante, que vistas las celadas descubiertas y los moros puestos en orden de cargar a la gente que subía, y que era imposible retirallos todos, quiso aprovecharse de la desorden; y con la gente que traía consigo y la que había recogido, todo a un tiempo acometió a los enemigos, y pegose con el fuerte de manera, que fue de los primeros en entrar. Mas los moros, que no osaron esperar el ímpetu de los nuestros, se descolgaron por lugares de la montaña, que era luenga y continuada; y de allí se repartieron, unos a Ríoverde, otros a la vuelta de Istán; otros a la de Monda, y otros a la de Sierra Blanquilla; dejando de sus mujeres y hijos como cuatrocientas personas; embarazo de guerra, y gente inútil que les comían los bastimentos, quedando más ahorrados para hacer la guerra por aquellas montañas: todavía envió a seguir el alcance con poco fruto, por ser la noche y tierra tan cerrada, él pasó en el fuerte de los enemigos sin ropa, ni vitualla; y visto que todos se habían esparcido, y que la montaña quedaba desamparada, dejó el fuerte; y dando licencia a la gente de Málaga con orden de correr la tierra a una y otra parte, pasó con la resta de su campo a Istán, y envió cuatro compañías sin banderas. El efecto que hicieron las tres, fue quemar dos barcas grandes que tenían fabricadas para pasar a Tetuán; la cuarta con su capitán Morillo, a quien el Duque mandó que corriese Ríoverde, no guardando la orden, dio en los enemigos no lejos de Monda, en un cerro que los de la tierra llaman Alborno, a vista de Istán; y seguido y rota la gente, se retiró. Era el lugar tan cerca del campo, que se oyeron los golpes de arcabuces, y con sospecha de lo que podía ser, se ordenó al capitán Pedro de Mendoza socorriese y recogiese la gente; mas llegando a vista de los enemigos, contentose con sólo recoger algunos que huían, y estuvo sin pasar adelante, o fuese temiendo alguna emboscada, aunque el lugar era gran trecho descubierto, o arrepentido de la demasiada diligencia del día antes en la sierra de Istán: murió la mayor parte de la compañía y su capitán peleando. El mismo día, los moros que andaban repartidos encontraron con el alcaide de Ronda y capitán Ascanio, que con ciento y cincuenta soldados y otra gente había salido sin orden y sabiduría del Duque, como hombres que no estaban a su cargo, matáronlos con la mayor parte de la compañía. El mismo acometimiento hicieron contra un correo, que partió del campo para Granada con escolta de cien soldados, aunque con pérdida de algunos se recogió en Monda. Entendiendo pues el Duque que por la sierra andaba cuantidad de moros, [120] envió orden a Arévalo de Suazo que con la gente de Málaga tornase a Monda; y a don Sancho de Leiva general de las galeras de España, que enviase ochocientos infantes de la gente que andaba a su cargo; y a Pedro Bermúdez que viniese con la de Ronda, y él con la que había quedado se vino a esperarlos a Monda: de donde junta la gente partió ahorrado sin estorbos la vuelta de Hojen, y allí le encontró don Alonso de Leiva, hijo de don Sancho, con ochocientos soldados de Galera. Entendíase que los moros esperaban a una legua, y con este presupuesto ordenó el Duque a Pedro Bermúdez, que con mil arcabuceros de los de su cargo tomase la mano izquierda, y a don Alonso con la gente que había tenido fuese derecho a Hojen por un monte que dicen el Negral; él con lo demás del campo siguió derecho el Corvachín, tierra de grande aspereza. Con esta orden se llegó a un tiempo al lugar donde los enemigos habían estado, y de allí bajando hasta llegar a vista de la Fuengirola, sin hallar otra cosa sino rastros de gente, y sobras de comida (porque los moros, recelándose que serían descubiertos, se habían esparcido, como es su costumbre y extendido por todas las montañas), dio el Duque licencia a don Alonso que tornase a embarcarse; y a Arévalo de Suazo a Málaga, corriendo primero la tierra: él volvió a Monda, y de allí a Marbella. Este lugar es el que los antiguos llaman Barbésola: mas el que agora llamamos Monda, pienso que fue poblado de los habitadores de Monda la vieja, tres leguas más acá, donde parecen señas y muestras más claras de haber sido la antiga Monda, siguiendo los moros que conquistaron a España su antiga costumbre, de pasar los moradores de unos lugares a otros con el nombre del lugar que dejaban. En Ronda y otras partes se ven estatuas, y letreros traídos de Monda la vieja; y en torno della, la campaña, atolladeros, y pantanos en el arroyo de que Hirtio hace memoria en sus historias.

     Había ya cumplido la gente de las ciudades y señores el tiempo que eran obligados a servir por el llamamiento, y las aguas hartado la tierra para sembrar: faltaba el provecho de la guerra, por la diligencia que los moros ponían en las guardas por todo, en alzar, y esconder la ropa, mujeres, y niños, en espacirse pocos a pocos en las montañas, y gran parte dellos pasar a Berbería, donde con cualquier aparejo tenían la traviesa corta y más segura, no podían ser seguidos con ejército formado, y el que había se iba poco a poco deshaciendo. Pareció consejo de necesidad enviar la gente a sus casas, y el Duque volver a Ronda, guarnecer los lugares de donde con mayor facilidad los enemigos pudiesen ser perseguidos y echados de la tierra, y andar tras dellos en cuadrillas, sin dejarlos reformar en alguna parte; mas detuvo la gente de su estado ya diestros y ejercitados, que servían a su costa, sin sueldo, ni raciones, dejó gente en Hojen, Istán, Monda, Tollox, Guaro, Cartagima, Jubrique, y en Ronda cabeza de toda la sierra. Había ya el Rey avisado al Duque como se determinaba a un tiempo sacar los moros de Granada a poblar Castilla, y que estuviese apercibido para cuando le llegase la orden de don Juan de Austria. Cuando esto pasaba, llegaron las cartas de don Juan en que decía cómo la salida de los moros de todo el reino sería el postrero día de otubre; encomendábale el secreto hasta el día que el bando se publicase, apercibíale para la ejecución en tierra de Ronda; enviábale la patente en blanco para que el Duque hinchiese la persona que le pareciese más a propósito.

     Echando el bando, mandó recoger en el castillo de Ronda los moros de paces con su ropa, hijos, y mujeres, y en la patente hinchó el nombre de Flores de Benavides, corregidor de Gibraltar, ordenándole con seiscientos hombres de guarda llevar cuasi mil y doscientas personas que serían los reducidos, hasta dejallos en Íllora, para que juntos fuesen a Castilla con otros de la vega de Granada. Era ya entrado el mes de noviembre, con el frío y las aguas en mayor cuantidad. Los enemigos, creyendo que por ir los ríos mayores y las avenidas en las montañas dificultar más los pasos, ellos podían extenderse por la tierra, y nuestra gente ocupada en labrar la suya, se juntaban con dificultad; en todas partes y a todas horas desasosegaban la tierra de Ronda y Marbella, cautivando labradores, llevando ganados, y salteando caminos hasta cuasi las puertas de Ronda: acogíanse en las vertientes de Ríoverde, a quien los antigos llamaban Barbésola, del nombre de la ciudad que agora llamamos Marbella, y de allí en las cumbres y contorno de Sierra Blanquilla. El Duque por el menudear de los avisos, y por excusar los daños, que aunque no fuesen señalados eran continos, por castigar los enemigos que habían en Ríoverde y en la sierra del Alborno muerto nuestra gente; porque de la Alpujarra por una parte, y por otra con la vecindad de Berbería no se criase en aquella montaña nido; determinó rematar la empresa, combatir los enemigos, y desarraigallos o acaballos del todo. Salió de Ronda con mil y quinientos arcabuceros de la guardia della, y gente de señores, y mil de sus vasallos, y con la caballería que pudo juntar improvisamente; mas antes que llegase, entendió por avisos de espías y algunos que se pasaron de los enemigos, que el número poco más o menos era de tres mil; los dos mil dellos arcabuceros gobernados por el Melqui, hombre entre ellos diligente, animoso, y ofendido, ido y venido a Tetuán; que tenían atajados los pasos con grandes piedras, árboles atravesados; que estaban resolutos de morir defendiendo la sierra. Ordenó a Pedro de Mendoza que con seiscientos arcabuceros caminase derecho a la boca de río Verde, por el pie de la sierra; y a Lope Zapata con otros seiscientos a Gaimón, a la parte de las viñas de Monda: iban estos dos capitanes el uno del otro media legua, y entre ambos iba el Duque con el resto de la infantería y caballería. Ordenó a Pedro Bermúdez y a Carlos de Villegas, que estaba a la guarda de Istán y Hojen, con dos compañías y cincuenta caballos, que se saliesen a un mismo tiempo, y con doscientos arcabuceros tomasen lo alto de la sierra y las espaldas de los enemigos; que Arévalo de Suazo partiese de Málaga, y con mil y doscientos soldados, y cincuenta caballos acudiese a la parte de Monda. Todos a un tiempo partieron a la noche para hallarse a la mañana con los enemigos; mas ellos, avisados por un golpe de arcabuz que habían oído entre la gente de Setenil, mudáronse del lugar, mejorándose a la parte de Pedro de Mendoza que era el postrero, por tener la salida más abierta: comenzó a subir el Duque, y Pedro de Mendoza, que estaba más cerca, a pelear con igualdad, y ellos a mejorarse. El Duque, aunque algo apartado, oyendo [121] los golpes de arcabuz, y visto que se peleaba por aquella parte de Pedro de Mendoza, se mejoró; y por la ladera descubriendo la escaramuza, con la caballería y con lo que pudo de arcabucería, acometió los enemigos, llevando cerca de sí a su hijo, mozo cuasi de trece años, don Luis Ponce de León, cosa usada en otra edad en aquella casa de los Ponces de León, criarse los muchachos peleando con los moros, y tener a sus padres por maestros: porfiaron algún tanto los enemigos; mas no pudiendo resistir, tomaron lo de la sierra, y de allí se repartieron a unas y partes. Murieron más de cien hombres y entre ellos el Melqui, su capitán; y si Pedro Bermúdez y Villegas salieran a la hora que se les ordenó, hiciérase mayor efecto. Habido este buen suceso, repartió el Duque la gente que pudo por cuadrillas para seguir el alcance; captivaron a las mujeres, y niños y ropa que les había quedado; mataron en este seguimiento ochenta. Quedaron los moros tan escarmentados ni por engaño ni por fuerza los pudieron hallar juntos en parte de la montaña, y buscaron también la sierra que llaman de Daidín, y el mismo Duque repartió el campo en cuadrillas, pero tampoco se hallaron personas juntas; con esto, él se tornó a Ronda, y aquella guerra quedó acabada, la tierra libre de los enemigos, parte muertos y parte esparcidos o idos a Berbería.

     He querido tratar tan particularmente desta guerra de Ronda; lo uno porque fue varia en su manera, y hecha con gran sufrimiento del Capitán General, y con gente concejil, sin la que los señores enviaron, y la mayor parte del mismo duque de Arcos; y aunque en ella no hubo grandes reencuentros, ni pueblos tomados por fuerza, no se trató con menos cuidado y determinación que las de otras partes deste reino; ni hubo menos desórdenes que corregir cuando el Duque tomó a su cargo; guerra comenzada y suspendida falta de gente, de dineros, de vitualla, tornada a restaurar sin lo uno y sin lo otro; pero sola ella acabada del todo, y fuera de pretensiones, emulaciones o envidias. Lo otro por haberse en tiempos antigos recogido en aquellas partes las fuerzas del mundo, y competido César y los hijos de Pompeyo, cabezas dél, sobre cual quedaría con el señorío de todo, hasta que la fortuna determinó por César, dos leguas de donde está agora Ronda, y tres de la que llamamos Monda, en la gran batalla cerca de Monda la vieja, donde hoy día, como tengo dicho, se ven impresas señales de despojos, de armas, y caballos; y ven los moradores encontrarse por el aire escuadrones; óyense voces como de personas que acometen: estantiguas llama el vulgo español a semejantes apariencias o fantasmas, que el vaho de la tierra cuando el sol sale o se pone forma en el aire bajo, como se ven en el alto las nubes formadas en varias figuras y semejanzas (42).

     Estaba don Juan en Granada con el Duque (43), Comendador mayor, acudiendo a lo que se ofrecía; y por dar remate a cosas, y fin de los enemigos que quedaban, ordenó que el Comendador mayor con la gente que se pudo juntar, parte de la propria ciudad y parte de los que se habían venido de su campo y del campo del Duque, que por todos serían siete mil personas, llevasen delante, y ante todas las cosas bastimento y munición que bastase para dos meses, y que esto se guardase en Órgiba; y con esta prevención partió el campo la vuelta de la Alpujarra. Llegados a Lanjarón, por mandado del general se dio un rebato falso, porque la gente no estuviese descuidada; otro día llegaron a Órgiba, y en ella reposó el campo tres días, tomando la orden que se había de tener para hallar los enemigos, porque andaban esparcidos por la tierra. El cuarto día salió la gente hechas dos mangas de a mil hombres cada una, con orden que la una de la otra fuese desviada cuatro leguas, guiando la una a la mano derecha y la otra a la siniestra, y el resto del campo por medio: desta suerte corrieron la tierra hasta llegar a Pitres de Ferreira, y dejando allí presidio de quinientos hombres, pasaron adelante hasta Pórtugos, y allí dejaron cien hombres y en Cadiar trescientos con el capitán Berrío. Aquí tuvo nuevas el Comendador mayor que los moros se habían retirado al Cehel, costa de la mar, por ser tierra áspera y de muchos jarales: mandó a don Miguel de Moncada que con mil y doscientos hombres corriese aquella tierra; halló parte dellos, y matando siete moros, captivó doscientas personas entre moras y muchachos, y ropa y despojos: perdió sólo un soldado que engañado de una mora le hizo entender que en una choza tenía mucha riqueza, y al entrar en ella le dio con una almarada por debajo del brazo, y lo mató. Volvió don Miguel con la cabalgada a Cadiar donde quedó el campo; de aquí envió el Comendador mayor mil hombres a Ujíjar de la Alpujarra, para que en ella hiciesen presidio, y dejando en él trescientos soldados fuesen a Dondurón y dejasen allí una compañía de cien hombres con su capitán, y en Ayator otros ciento, y en Berja otros ciento, con orden que todos corriesen la tierra cada día, dejando guarda en los presidios. Mandó a don Lope de Figueroa que con mil y quinientos infantes y algunos caballos corriese el río de Almería y toda aquella sierra, con el Boloduí y tierra de Gueneja, y que juntando consigo la gente que salía de Almería, corriese la tierra de Jerez a Fiñana y río de Almanzora: volvió a Granada, dejando presidio en las Guájaras altas y bajas y en Vélez de Benaudalla, y en todos los presidios bastimento y munición para algunos días.

     Luego que llegó a Granada, proveyó don Juan otros capitanes de cuadrillas, que fueron Juan Carrillo Paniagua, Camacho, Reinaldos, y otros; y hecho esto, don Juan con el Duque y el Comendador mayor se partió a Madrid; y de allí a la armada de la Liga, dejando a don Pedro de Deza, presidente de Granada, con título de Capitán General, y en Almería por general de la infantería a don Francisco de Córdoba, descendiente de aquella cama de leones del conde don Martín. Corrían la tierra a menudo las cuadrillas, metían en Granada moros y moras, y no había semana que no hubiese cabalgada. Al entrar en la puerta de las Manos, hacían salva subiendo por el Zacatín arriba, hasta llegar a la cancillería; daban noticia al presidente para que viese lo que traían, y entregaban los moros en la cárcel, y de cada uno les daban veinte ducados, como está dicho: atenaceaban, y ahorcaban los capitanes y moros señalados y los demás llevaban a galeras, que sirviesen al remo esclavos del Rey. [122]

     Entre estos trujeron un moro natural de Granada llamado Farax. Éste, como supiese la voluntad de Gonzalo el Xeniz, alcaide sobre los alcaides, y de sus sobrinos Alonso y Andrés el Xeniz, y otros muchos, que era de entregarse y reducirse, si se les concediese perdón, llamó a Francisco Barredo, dándole parte de la voluntad y propósito que muchos moros tenían, y aun de matar a su rey si no se quisiese reducir con ellos; para lo cual convenía que procurase verse con Gonzalo el Xeniz, que era uno de los que más lo deseaban. Sabido esto, Francisco Barredo se fue a las Alpujarras, y en llegando al presidio de Cadiar, sacó de una bóveda del castillo un moro que tenían preso (44), y le dio una carta para Gonzalo el Xeniz, en que le hacía saber la causa de su venida; que viese la orden que había de tener para verse con él: recibida la carta, respondió que otro día al amanecer se viniese a un cerro media legua de Cadiar, y que adonde viese una cruz en lo alto le aguardase, soltando la escopeta tres veces por contraseña: fue, y hecha la seña llegó el Xeniz, sus sobrinos, y otros moros mostrando mucha alegría de velle: lo que trataron fue que si le traía perdón del Rey para él, y los que se quisiesen reducir, que les entregaría a Abenabó, su rey, muerto o vivo: con esto se despidió, prometiéndoles de hacello y ponello por obra, y avisallos de la voluntad del Rey. Vino a Granada Francisco Barredo, dio cuenta al Presidente de lo que había pasado con Gonzalo el Xeniz y lo que le había prometido; dio el Presidente aviso al Rey, que visto lo que prometía el Xeniz le concedió perdón a él y a todos los que con él viniesen; vino la cédula real al Presidente, que visto que no había quien con veras lo pudiese hacer, hizo llamar a Barredo, y entregándole la cédula, le pidió con las veras y recato que en tal negocio convenía, lo hiciese.

     Recibida la cédula, se partió, y llegó a Cadiar con el moro que antes había llevado la carta: avisole como tenía lo que pedía, que se viese con él en el sitio y lugar que antes se habían visto. Llegado el Xeniz, y vista la cédula y perdón la besó, y puso sobre su cabeza: lo mismo hicieron los que con él venían; y despidiéndose dél, fueron a poner en ejecución lo concertado. Francisco Barredo se volvió al castillo de Berchul, porque allí el dijo el Xeniz que le aguardase; Gonzalo el Xeniz y los demás acordaron para hacello a su salvo, que sería bien que uno dellos fuese a Abdalá Abenabó, y de su parte le dijese que la noche siguiente se viese con él en las cuevas de Berchul, porque tenía que platicar con él cosas que convenían a todos. Sabido por Abenabó, vino aquella noche a las cuevas solo con un moro, de quien se fiaba más que de ninguno; y antes que llegase a las cuevas despidió veinte tiradores que de ordinario le acompañaban, todo a fin de que no supiesen adonde tenía la noche. Saludole Gonzalo el Xeniz diciéndole: «Abdalá Abenabó, lo que te quiero decir es que mires estas cuevas, que están llenas de gente desventurada, así de enfermos, como de viudas y huérfanos, y ser las cosas llegadas a tales términos, que si todos no se daban a merced del Rey, serían muertos y destruidos; y haciéndolo, quedarían libres de tan gran miseria». Cuando Abenabó oyó las palabras del Xeniz, dio un grito que pareció se le había arrancado el alma, y echando fuego por los ojos le dijo: «¡Cómo, Xeniz! ¿para esto me llamabas? ¿Tal traición me tenías guardada en tu pecho? No me hables más, ni te vea yo»; y diciendo esto, se fue para la boca de la cueva: mas un moro que se decía Cubayas, le asió los brazos por detrás, y uno de los sobrinos del Xeniz le dio con el mocho de la escopeta en la cabeza y le aturdió; y el Xeniz le dio con una losa y le acabó de matar: tomaron el cuerpo, y envuelto en unos zarzos de cañas le echaron la cueva abajo, y esa noche le llevaron sobre un macho a Berchul, adonde hallaron a Francisco Barredo y a su hermano Andrés Barredo: allí le abrieron y sacaron las tripas, hinchiendo el cuerpo de paja. Hecho esto, Francisco Barredo requirió a los soldados del presidio y a su capitán que le diese ayuda y favor para llevarle a Granada. Visto el requerimiento, le acompañaron, y en el camino encontraron con doscientos y cincuenta moros de paz, que sabida la muerte de Abenabó, y el nuevo perdón que el Rey daba, llegaron a reducirse. Vinieron a Armilla, lugar de la Vega, y allí le pusieron caballero en un macho de albarda, y una tabla en las espaldas, que sustentaba el cuerpo, que todos le viesen; los moros de paz iban delante, y los soldados y Francisco Barredo detrás. Llegados a Granada, al entrar de la plaza de Bibarrambia, hicieron salva; lo proprio en llegando a la cancillería; allí a vista del Presidente le cortaron la cabeza, y el cuerpo entregaron a los muchachos, que después de habello arrastrado por la ciudad, lo quemaron; la cabeza pusieron encima de la puerta de la ciudad, la que dicen puerta del Rastro, colgada de una escarpia a la parte de dentro, y encima una jaula de palo, y un rétulo en ella que decía:

ÉSTA ES LA CABEZA

DEL TRAIDOR DE ABENABÓ.

NADIE LA QUITE,

SO PENA DE MUERTE.

     Tal fin hizo este moro, a quien ellos tuvieron por rey después de Aben Humeya: los moros que quedaban, unos se dieron de paz y otros se pasaron a Berbería; y a los demás las cuadrillas y la frialdad de la sierra y mal pasar los acabó; y feneció la guerra y levantamiento.

     Quedó la tierra despoblada y destruida; vino gente de toda España a poblarla, y dábanles las haciendas de los moriscos con un pequeño tributo que pagan cada año. A Francisco Barredo le hizo el Rey merced de seis mil ducados, y que éstos se los diesen en bienes raíces de los moriscos, y una casa en la calle de la Águila, que era de un mudéjar echado del reino; después pasó en Berbería algunas veces a rescatar captivos, y en un convite le mataron. Arriba