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Acto Tercero

El Anciano

El castillo de Silva en las montañas de Aragón

La galería de retratos de la familia de SILVA; salón, cuyo decorado lo forman dichos retratos, encuadrados con preciosas molduras, que coronan emblemas y escudos ducales. -En el fondo una puerta alta y gótica. -Entre los retratos hay colocadas grandes panoplias de varios siglos.



Escena Primera

DOÑA SOL, vestida de blanco, en pie junto a una mesa, y D. RUY GÓMEZ DE SILVA, sentado en un sitial de roble.

     RUY.- ¡Por fin llegó el día! Dentro de una hora dejarás de ser mi sobrina para ser mi esposa y podré abrazarte como marido. ¿Me has perdonado ya? Confieso que no tuve razón para ruborizarte y sospechar de ti a primera vista; no debí condenarte sin haberte oído; pero las apariencias engañan y obligan al hombre a ser injusto. Me encontré con dos mozos gentiles; no debí dar crédito a mis propios ojos..., hija mía, pero cuando se llega a mi edad...

     SOL.- Siempre me lo recordáis, y yo nunca os hablo de aquel suceso.

     RUY.- Pues yo sí; quiero confesar mi error. Nunca debí sospechar de una dama que se llama doña Sol de Silva, por cuyas venas corre pura sangre castellana.

     SOL.- Eso sí.

     RUY.- Escucha: no es dueño de sí mismo el que está enamorado como lo estoy yo de ti, y además es viejo. Hay momentos en que es preciso ser celosos, y hasta perversos, porque somos viejos; porque la gracia, la belleza y la juventud de los demás nos causan miedo y parece que nos amenazan; porque los demás nos dan celos que nos hacen avergonzar de nosotros mismos. Cuando veo pasar a un pastor joven, mientras canta por el verde prado, y yo sueño por mis sombrías avenidas, me digo a mí muchas veces: «De buena gana daría yo mil almenadas torres, mi antiguo palacio ducal, mis bosques y mis sembrados, mis rebaños y mis títulos, todas mis ruinas, por su cabaña nueva y su frente juvenil. Daría todo lo que poseo por ser joven y hermoso como tú. ¡Pero estoy delirando! Ya tengo un pie en el ataúd.»

     SOL.- ¡Quién sabe!

     RUY.- Sin embargo, créeme; los caballeros jóvenes aman frívolamente; la doncella que los ama se muere por ellos y ellos se ríen de ella. Como los pajarillos de vistosas y ligeras alas, tienen mudable el plumaje del amor. Cuando un viejo ama, ama profundamente y conserva hasta la muerte joven el corazón. Mi cariño no es como un juguete de cristal, que brilla y tiembla; es un cariño severo, arraigado, sólido y paternal, de madera de roble, como mi sillón ducal. He aquí cómo yo te amo, y además sé quererte de otros modos, como se ama a la aurora, a las flores y a los cielos. Al verte tan pura, tan brillante y tan hermosa, sonrío de júbilo y se engalana mi alma como para eterna fiesta.

     SOL.- (¡Ah!)

     RUY.- El mundo ve siempre con buenos ojos que cuando un hombre se extingue poco a poco, y va a tropezar con las piedras del sepulcro, un ángel, una mujer pura vele por él, lo abrigue y se digne sufrir al inútil anciano, que pronto morirá. Serás para mí ese ángel con corazón de mujer, que regocije el alma del pobre anciano y soporte el peso de la mitad de sus últimos años; siendo su hija por el respeto y su hermana por la piedad.

     SOL.- Acaso en vez de precederme me sigáis, señor, que no es razón para vivir ser joven. Muchas veces los viejos se retardan y los jóvenes van delante.

     RUY.- No nos ocupemos más de estas ideas sombrías, y dime: ¿cómo es que no estás vestida para la ceremonia? Apresúrate a engalanarte con el traje de boda, que la hora se acerca ya.

     SOL.- Tiempo me queda.

Entra un paje.

     RUY.- ¿Qué quieres?

     EL PAJE.- Señor, espera un peregrino a la puerta y os demanda hospitalidad.

     RUY.- Quienquiera que sea, siempre la dicha entra en la casa con el forastero que en ella se recibe. Que entre. ¿Se sabe algo del capitán de bandidos proscripto?

     PAJE.- Que todo acabó para Hernani, para ese león de las montañas.

     SOL.- (¡Dios mío!)

     RUY.- ¿Qué dices?

     PAJE.- Que la partida ha sido derrotada. Dicen que el mismo rey iba en su persecución al frente de la tropa. La cabeza de Hernani ha sido pregonada por mil escudos reales. Pero se refiere que ha muerto en la pelea.

     SOL.-(¡Sin mí! ¡Pobre Hernani!)

     RUY.- Gracias a Dios que al fin murió el rebelde. Alegrémonos, hija mía. Ve a ataviarte. Hoy debe ser para nosotros doble fiesta.

     SOL.- (Día de luto para mí.) (Vase.)

     RUY. (Al paje.)- Que le lleven a su aposento el cofrecillo que yo le regalo. Quiero verla adornada como una virgen, ante la que se arrodille el peregrino. Corre, dile que entre y guíale hasta aquí.

Vase el paje.

     No debe hacerse esperar mucho tiempo a ningún huésped.

La puerta del fondo se abre y entra por ella HERNANI, disfrazado de peregrino. El duque se levanta y va a su encuentro.



Escena II

D. RUY GÓMEZ, HERNANI

     HERNANI.- ¡Paz y ventura al generoso duque!

     RUY.- ¡Paz y ventura al huésped recién llegado! (Siéntase en el sitial.) ¿Eres peregrino?

     HERNANI.- Sí.

     RUY.- ¿Vienes de Armillas?

     HERNANI.- He seguido otro camino, porque por Armillas se estaban batiendo.

     RUY.- ¿La partida del proscripto?

     HERNANI.- No lo sé.

     RUY.- ¿Qué ha sido de su jefe Hernani?

     HERNANI.- ¿Quién es ese hombre?

     RUY.- ¿No le conoces? Peor para ti, porque has desperdiciado la ocasión de ganar la suma con que han tasado su cabeza. Hernani es un rebelde al rey, nuestro señor; un capitán de bandidos que gozó mucho tiempo de la impunidad. Si vas a Madrid verás cómo le ahorcan.

     HERNANI.- No voy allá.

     RUY.- Su cabeza pertenece al que la coja.

     HERNANI.-(¡Que vengan por ella!)

     RUY.- ¿Adónde te diriges, peregrino?

     HERNANI.- A Zaragoza.

     RUY.- ¿A cumplir algún voto que hiciste a la Virgen?

     HERNANI.- Sí, a la Virgen del Pilar.

     RUY.- Deben cumplirse los votos hechos a los santos. Después de cumplir el voto, ¿no te lleva otro deseo a Zaragoza que ver el Pilar?

     HERNANI.- No, Señor.

     RUY.- ¿Cómo te llamas? Yo soy Ruy Gómez de Silva.

     HERNANI.- ¿Queréis saber mi nombre?... (Vacilando.)

     RUY.- Puedes callártelo si quieres; yo doy hospitalidad a todo el mundo que me la pide.

     HERNANI.- Gracias, señor.

     RUY.- Sé bien venido; quédate en mi casa y dispón de todo. Para mí te llamas huésped, y ese nombre me basta. Te acojo, seas quien fueres, que al mismo Satanás recibiría si Dios me lo enviara.

La puerta del fondo se abre de par en par. Entra DOÑA SOL con el traje nupcial. La siguen pajes, criados y dos damas, que llevan sobre un almohadón de terciopelo un cofrecito cincelado, que dejan sobre una mesa. El cofrecillo encierra una corona ducal, brazaletes, collares y perlas y brillantes amontonados. HERNANI, jadeante y azorado, mira con ojos fulgurantes a la novia, sin escuchar al duque.



Escena III

Dichos, DOÑA SOL, pajes, criados y dos doncellas

     RUY.- ¡Aquí tienes a mi Virgen del Pilar! Ora ante ella y te atraerás la felicidad. Acércate, doña Sol; ¿cómo es que no llevas todavía el anillo nupcial ni la corona?

HERNANI. (Con Voz de trueno.)- ¿Quién quiere ganarse mil CARLOS de oro? Yo soy Hernani.

Todos se vuelven sorprendidos y asombrados. HERNANI se desgarra el hábito de peregrino y aparece vestido de montañés.

     SOL. (Con alegría.)- (¡Cielos, vive!)

     HERNANI. (A los criados.)- Soy el proscripto que persiguen. (Al duque.) ¿Queríais saber mi nombre? Pues me llamo Hernani. Os entrego la cabeza puesta a precio. Vale bastante para pagar vuestra boda. Os la ofrezco a todos; tomadla, que os la pagarán bien. Atadme de pies y manos, aunque eso será inútil, porque estoy atado ya por una cadena que no puedo romper.

     SOL.- (¡Infeliz de mí!)

     RUY.- (¡Sin duda mi huésped está loco!)

     HERNANI.- Vuestro huésped es un bandido.

     SOL.- Señor, no le hagáis caso.

     HERNANI.- Os digo la verdad.

     RUY.- ¡Mil CARLOS de oro! Tan enorme es la cantidad, que no respondo de todos mis criados.

     HERNANI.- Basta con que uno solo me delate y me entregue.

     RUY.- ¡Callaos! Os pueden tomar la palabra.

     HERNANI.- Amigos, la suerte os favorece; os aseguro que soy el rebelde Hernani.

RUY.- ¡Callad!

     HERNANI.- ¡Soy Hernani!

     SOL.- ¡Cállate por Dios! (Bajo a HERNANI.)

     HERNANI.- Aquí se casan; yo también quiero casarme, mi esposa también me espera. (Al duque.) Mi esposa no es tan hermosa como la vuestra, señor duque, pero es más fiel... Mi esposa es la muerte.

     SOL.- ¡Por piedad! (Bajo a HERNANI.)

     HERNANI.- ¿Nadie quiere ganarse mil escudos de oro?

     RUY.- Es el mismo demonio.

     HERNANI.- ¡Veo que estáis temblando! ¡Qué desgraciado soy!

     RUY.- Si se atrevieran a prenderte, en vez de entregar tu cabeza se expondrían a perder la suya. Aunque seas Hernani u otro bandolero más ruin, y en lugar de oro por prenderte ofrecieran un imperio, dentro de mi casa te protegería contra todos, hasta contra el mismo rey; porque a los huéspedes los envía Dios. Antes moriré yo que nadie se atreva a tocar un cabello de tu cabeza. Doña Sol, dentro de una hora serás mi esposa. Vuelve a tu aposento. Voy a poner en armas todo el castillo y a cerrar las puertas.

Vase seguido de sus criados.

     HERNANI. (Mirándose el cinto.)- ¡Ah! ¡No llevar ni un puñal!

Luego que ha desaparecido el duque, da DOÑA SOL algunos pasos para seguir a sus doncellas, pero después se detiene y retrocede cuando salen, acercándose con gran ansiedad hacia HERNANI.



Escena IV

HERNANI y DOÑA SOL

HERNANI contempla con miradas frías el cofrecillo nupcial que está sobre la mesa; después menea la cabeza y le centellean los ojos.

     HERNANI.- Os doy mi parabién; me encanta, me enamora, me admira vuestro traje de bodas. (Acercándose al cofrecillo.) El anillo nupcial es de buen gusto... La corona ducal preciosa..., el collar admirable..., los brazaletes bellísimos; pero todo esto vale cien veces menos que la mujer hermosa que oculta un corazón infame. ¿Con qué habéis comprado todo esto? ¿Con un poco de amor? ¡Verdaderamente es muy barato! ¡Dios mío! ¡Engañar de este modo y no tener vergüenza de vivir! (Examinando el cofrecillo.) Quizá las perlas sean falsas, el oro sea cobre, vidrio y plomo los diamantes, quizá estas joyas sean falsas. Si esto es así, duquesa, es falso tu corazón como estas joyas, y tú misma eres de oropel. Pero no, estas alhajas son de buena ley, son hermosas y buenas; no se atrevería a engañarte el hombre que tiene un pie en la tumba. El juego está completo; collar, brillantes, pendientes, corona, anillo nupcial...; nada falta. Es el magnífico regalo que merece tu amor fiel, leal y profundo. Es precioso el cofrecillo.

     SOL. (Registra el cofre y saca de él un puñal.)- No has visto lo que contiene en el fondo. Este puñal, que arrebaté al rey CARLOS en el momento de ofrecerme el trono, que desprecié por ti, por ti, que ahora me ultrajas.

     HERNANI. (Cayendo a sus pies.)- Permíteme que de rodillas recoja las lágrimas que derraman tus bellísimos ojos. Después te daré toda mi sangre por esas lágrimas.

     SOL. (Enternecida.)- Hernani, te amo y te perdono; pero olvides nunca que mi amor es siempre para ti.

     HERNANI.- ¡Me perdona y me ama! ¡Después de lo que le he dicho, me ama y me perdona!

     SOL.- ¡Hernani mío!

     HERNANI.- Debo serte odioso; pero dime otra vez que me amas, tranquiliza a un corazón que duda; dímelo por piedad, porque muchas veces las palabras que salen de los labios de una mujer curan profundas heridas.

     SOL. (Absorbida y sin oírle.)- ¡Creerme tan olvidadiza! ¡No comprender que ningún otro hombre puede entrar en el corazón que él llena!

     HERNANI.- He blasfemado de ti. En tu lugar yo, doña Sol, me hubiera cansado ya de este loco furioso, que no sabe acariciar hasta después de haber ofendido, y le hubiera hecho huir de mi lado. Recházame, que aunque me rechaces te bendeciré, porque has sido siempre tierna y bondadosa conmigo, porque me has soportado mucho tiempo, porque soy perverso, porque he oscurecido tus días con mis noches. Tu alma es bella, noble y pura, y no es culpable de que yo sea perverso. Enlázate con el duque; es bueno y poderoso; sé dichosa con él. Sé esposa del anciano; él te merece más. ¿Cómo casar tu pura frente con mi cabeza proscripta? ¿Quién, viéndonos unidos, a ti tranquila y bella, a mí violento y fiero, a ti apacible y limpia como blanca azucena, a mí sombrío y azotado por tantas tempestades, quién dirá que nuestra suerte sigue la misma ley? Dios, que es la suprema sabiduría, no te creó para mí. No tengo derecho alguno para poseerte; poseer tu corazón sería un robo; yo se lo restituyo al que es más digno y debe poseerlo. Todo se acabó para mí; llego a estar avergonzado de no haber sabido vengarme ni ser feliz. Nací para el odio y sólo he sabido amar. Perdóname, huye de mí, te lo ruego.

     SOL.- Ingrato.

     HERNANI.- ¡Acarreo la desgracia a todo lo que me rodea! Montañas de Aragón, de Galicia y de Extremadura, os arrebaté vuestros mejores hijos, y sin remordimiento les hice pelear por defender mis derechos y los llevé a la tumba. Por mí murieron los hombres más bravos de la valiente España. ¡Esto es lo que yo proporciono a todo el que se me liga! No debes envidiar mi destino cruel; enlázate con el duque, con ese rey diabólico, con el infierno; todo eso será para ti mejor que yo. No me queda ni un amigo que me recuerde, todo me abandona; es preciso ya que te llegue este turno, porque yo debo vivir solo. Huye de mi contagio. Que no sea para ti el amor una religión; ten compasión de ti misma y huye de mí. Quizá me crees un hombre como los demás, un ser inteligente que va recto a conseguir el objeto de sus sueños; pues no, no lo soy. Soy una fuerza que impulsan, soy el agente ciego y sordo de los misterios fúnebres, soy el alma de la desgracia impregnada de tinieblas. ¿Dónde voy? No lo sé. Sólo sé que me impulsa con soplo impetuoso un destino insensato; sólo sé que desciendo más cada vez, sin detenerme nunca. Si algunas veces, jadeante, me atrevo a volver la cabeza, oigo una voz que me grita: ¡Adelante!, y el abismo es profundo, y veo su fondo rojo, o de llama o de sangre, y entretanto, a una y a otra parte de mi vertiginosa carrera, todo se destroza, todo se muere. ¡Ay del que me toca! ¡Huye de mí! Apártate de mi fatal camino.

     SOL.- ¡Gran Dios!

     HERNANI.- Demonio terrible es el que me empuja, y darme la felicidad es el único prodigio que no puede realizar, porque mi felicidad eres tú... y tú no eres para mí. Busca otro señor..., enlázate con el duque.

     SOL.- No te satisficiste con desgarrarme el corazón, y quieres arrancármelo. ¡Ah! No me amas.

     HERNANI.- Eres para mí el ardiente foco de donde nace mi única felicidad; ¡si huyo de él no me aborrezcas, vida mía!

     SOL.- No puedo aborrecerte.... pero moriré.

     HERNANI.- ¡Morir por mí!

     SOL.- Moriré. (Llorando cae sentada en un sillón.)

     HERNANI. (Sentándose cerca de ella.)- ¡Lloras por mi culpa! ¿Quién me castigará, ya que tú siempre me perdonas? Pero... mis amigos han muerto, estoy loco y... perdóname otra vez. Quisiera saber amar y no sé; y, sin embargo, la pasión que me domina es muy profunda. ¡No llores! Quisiera tener un mundo para postrarlo a tus pies. ¡Soy tan desgraciado!

     SOL. (Abrazándole.)- ¡Oh! No; tú eres el león soberbio y generoso que yo amo.

     HERNANI.- El amor sería el bien supremo si pudiéramos morir a fuerza de amar. ¿Quién de los dos hubiera muerto antes?

     LOS DOS A UN TIEMPO.- ¡Yo!

     HERNANI. (Apoyando la frente en el seno de DOÑA SOL.)- Pues bien, que Dios nos una. Tú lo quieres así, pues sea. Resistí cuanto pude.

Se contemplan extasiados; D. RUY, que entra por el fondo, los ve y se para como petrificado.



Escena V

Dichos y D. RUY

     RUY. (Inmóvil y con los brazos cruzados.)- ¡He aquí el pago de mi buena hospitalidad!

     SOL.- ¡Dios mío! ¡El duque!

Los amantes se separan sobresaltados.

     RUY. (Siempre inmóvil.)- ¿Así me recompensa el huésped? Buen caballero, id a ver si la muralla está bien guarecida, las puertas cerradas y el arquero vigilando en la torre. Revisad el castillo, vestíos en el arsenal una fuerte armadura, ciñéndoos a los sesenta años un arnés de batalla. Volved y veréis con qué lealtad pagamos la vuestra. En los largos años que cuento de existencia he visto asesinos, traidores, monederos falsos, criados infieles que envenenan a sus señores; he visto a Sforza, a Borgia y a Lutero, pero nunca vi perversidad tan grande que no temiera hacer traición al huésped. Este crimen no es de mi época; tan negra traición petrifica al viejo en el umbral de su casa y le convierte en la estatua de su propia tumba. Moros y castellanos, ¿quién es este hombre?

Levanta los ojos y pasea las miradas por los retratos que rodean la sala.

     ¡Ilustres antepasados míos, ilustres Silvas que me escucháis, perdonad si en mi cólera digo ante vosotros que la hospitalidad es mala consejera!...

     HERNANI.- Señor duque...

     RUY.- ¡Silencio! ¡Muertos sagrados! ¡Antepasados míos, hombres de hierro, que sabéis lo que viene del cielo y lo que viene del infierno, decidme quién es este hombre! ¿Es Hernani o Judas?

     HERNANI.- Señor duque...

     RUY.- ¿Veis? ¡Aún se atreve a hablarme el infame! Pero mejor que yo, vosotros leéis en su alma. Prevéis acaso que mi brazo va a ensangrentar mis lares, que mi corazón quizá engendra una venganza horrible... Antepasados míos, ya lo estáis viendo, la culpa no es mía, es suya. Juzgadnos a los dos.

     HERNANI.- Duque de Silva, nunca se elevó hacia el cielo frente tan noble ni corazón tan grande como el vuestro. Soy culpable y no me defiendo, porque sé que merezco vuestra cólera. Quise robaros esta dama, vuestra futura esposa, y manchar vuestro lecho; sé que esto es infame, pero podéis derramar la sangre que por mis venas corre y después limpiar la espada.

     SOL.- Señor, yo soy la única culpable; castigadme a mí sola.

     HERNANI.- Callad, doña Sol, porque esta hora es suprema y me pertenece por completo, porque ya no tendré otra. Dejadme hablar al duque. Os juro, señor, que soy culpable; pero no estéis intranquilo, porque os juro que doña Sol es pura. Ella es pura y yo culpable; merece que le consagréis vuestro cariño, y yo merezco que me deis una puñalada.

     SOL.- Yo soy la causa de todo, porque yo le amo.

D. RUY retrocede sorprendido al oír estas palabras y fija terribles miradas en DOÑA SOL; ella se arrodilla a sus pies.

     ¡Perdonadme, señor! ¡Perdonadme, pero le amo!

     RUY.- ¡Le amas! (A HERNANI.) ¡Tiembla, pues!...

Se oyen fuera sonar trompetas; entra un paje.

     ¿Qué es ese ruido? (Al paje.)

     PAJE.- Señor duque, viene el rey con su cuerpo de arqueros, y su heraldo es el que ha tocado la trompeta.

     SOL.- ¡Gran Dios, el rey!

     PAJE.- Pregunta el rey por qué está cerrado el castillo y manda abrir la puerta.

     RUY.- Abrídsela. (Vase el paje.)

     SOL.- (¡Está perdido!)

D. RUY se dirige a un cuadro, que es su propio retrato, y que es el último de la izquierda, toca un resorte y se abre una puerta, dejando ver un escondrijo practicado en la pared. Luego se vuelve hacia HERNANI y le dice:

     RUY.- Entrad aquí.

     HERNANI.- Mi cabeza es vuestra. Entregádsela, señor, que soy vuestro prisionero y estoy decidido a morir.

Entra en el escondrijo, que vuelve a cerrar D. RUY.

     SOL.- ¡Señor, tened compasión de él!

     PAJE. (Entrando.)- ¡Su alteza el rey!

DOÑA SOL se baja precipitadamente el velo. Ábrese de par en par la puerta del fondo y entra por ella D. CARLOS en traje de guerra, seguido de multitud de gentileshombres y de arcabuceros.



Escena VI

Dichos, D. CARLOS y su séquito

D. CARLOS avanza lentamente, con la mano izquierda en el pomo de la espada y la derecha en el pecho, mirando al duque con expresión de desconfianza y de cólera. D. RUY sale a recibirle y le saluda con profunda reverencia.

     D. CARLOS.- ¿Por qué hoy, amado primo, tienes tan cerradas las puertas del castillo? Creía que estaba más enmohecida tu espada, e ignoraba que tuviese deseos de relucir en tu mano cuando venimos a verte. Te empeñas algo tarde en echarla de mozo. ¿Tenemos acaso moros en campaña? Me llamaré Boabdil o Mahoma y no CARLOS de Austria, para que me levantes el puente y me bajes el rastrillo?

     RUY.- Señor...

     D. CARLOS (A sus caballeros.)- Tomad las llaves y apoderaos de las puertas. (Vanse dos de los caballeros.) ¡Tratáis de despertar las rebeliones dormidas! ¡Vive Dios, señores duques, que si pretendéis hombrearos con el rey, el rey se colocará en su sitio y sentiréis que es vuestro amo y señor! A las cumbres más altas de los montes, donde tenéis los nidos, iré a destruir por mis propias manos vuestros señoríos.

     RUY. (Irguiéndose.)- Los Silvas siempre fueron vasallos leales y...

     D. CARLOS. (Interrumpiéndole.)-Contéstame sin rodeos, duque; contéstame, o hago arrasar tus once torres. Del incendio apagado queda una chispa encendida, de los rebeldes muertos en la refriega se salvó el caudillo: se salvó huyendo. Tú eres quien le encubre, tú ocultas en tu castillo a Hernani.

     RUY.- Señor, es verdad.

     D. CARLOS.- Pues bien, quiero su cabeza o la tuya.

     Ruy. (Inclinándose.)- Quedaréis satisfecho.

DOÑA SOL se deja caer en un sillón, con la cabeza entre las manos.

     D. CARLOS.- Ve a traer al bandido.

El duque cruza los brazos, baja la cabeza y queda algunos momentos pensativo. El rey y DOÑA SOL le observan en silencio, agitados por emociones distintas. Por fin, el duque levanta la cabeza, se dirige al rey, le coge la mano y le lleva con lentitud ante el retrato más antiguo, que está a la derecha del espectador.

     RUY.- Éste es el más antiguo de los Silvas, el abuelo, el principio de la raza, Silvius, que fue tres veces cónsul de Roma. El segundo es Galcerán de Silva, otro Cid, cuyos sagrados restos se guardan en Toro, en dorado féretro. Él fue quien libró a la ciudad de León del tributo de las cien doncellas. El tercero es D. Blas, que por su voluntad se desterró del reino por haber aconsejado mal al rey. El cuarto es D. Cristóbal: en el combate de Escalona, cuando huía del rey D. Sancho a pie, y su blanco penacho servía de puntería a los tiros enemigos, ¡Cristóbal! gritó, llamándole en su ayuda. Cristóbal le quitó el penacho y le dio su caballo. El quinto es D. Jorge, el que pagó el rescate del rey de Aragón, D. Ramiro.

     D. CARLOS. (Cruzando los brazos y mirándole de pies a cabeza.)- D. Ruy Gómez, os admiro; continuad.

     RUY.- Éste es Ruy Gómez de Silva, gran maestre de Santiago y de Calatrava: tomó trescientas banderas, ganó treinta batallas, y después de reconquistar para el rey a Motril, a Antequera, Suez y Níjar, murió pobre. Saludadle, señor. A su lado está D. Gil de Silva, su hijo, que fue espejo de lealtad, Este otro es D. Gaspar de Mendoza y de Silva, honor de su progenie. Todas las casas nobles tienen algo que ver con la de Silva. Sandoval nos teme y se nos enlaza; Manrique nos envidia; Lara nos respeta y Alencastre nos odia. Tocamos a la vez con los pies a los duques y con la frente a los reyes.

     D. CARLOS.- ¡Os estáis burlando!

     RUY.- Éste es D. Vázquez, llamado el Sabio. Éste es D. Jaime el Tuerto, que contuvo él solo un día a Zamit y a otros cien moros.

Al ver la impaciencia del rey, pasa de largo por entre algunos retratos y se dirige a los tres últimos de la izquierda.

     Éste es mi noble abuelo: vivió sesenta años y guardó siempre la fe jurada hasta a los judíos. Este otro anciano de venerable aspecto es mi padre. Fue grande, aunque nació el último. Los moros de Granada habían hecho prisionero a su amigo el conde Alvar Jirón, pero mi padre reunió, para ir a buscarle, seiscientos hombres de guerra; hizo tallar en piedra un conde Alvar Jirón, que llevó consigo, jurando por su patrono no desistir de su empeño hasta que el conde de piedra menease la cabeza. Combatió por el conde y consiguió salvarle.

     D. CARLOS.- Entregadme al bandido.

El duque se inclina ante el rey y se lo lleva de la mano hasta el retrato que sirve de puerta al escondrijo de HERNANI.

     RUY.- Este retrato es el mío. Rey don CARLOS, os estoy agradecido, porque queréis conseguir que este retrato diga a los venideros que le contemplen: «El último Silva, hijo de una raza nobilísima, fue un traidor, que vendió la cabeza de su huésped.»

Alegría de DOÑA SOL. Movimiento de estupor en los circunstantes. Desconcertado el rey, se aleja con cólera del duque; después permanece algunos instantes en silencio, con los labios temblorosos y los ojos llameantes.

     D. CARLOS.- Duque, tu castillo me estorba y lo haré derribar.

     RUY.- ¿Para vengaros de mí?

     D. CARLOS.- Por tanta audacia arrasaré tus torres, y en el solar del castillo haré sembrar cáñamo.

     RUY.- Prefiero, señor, ver crecer el cáñamo en el solar de mis torres, que ver caer una mancha en el blasón de los Silvas.

     D. CARLOS.- En conclusión, duque, me has prometido entregarme esa cabeza...

     RUY.- Señor, os he prometido la mía o la suya; os entrego la mía: tomadla.

     D. CARLOS.- Bien, duque, pero yo pierdo en el cambio. La cabeza que necesito es la de un joven, que cuando se corte puede cogerse por los cabellos, lo que el verdugo no podría hacer con la tuya.

     RUY.- No me afrentéis, señor; mi cabeza es ilustre y, aunque vieja, vale más que la de un rebelde.

     D. CARLOS.- Entrégame a Hernani.

     RUY.- Os dije lo que tenía que deciros, señor.

     D. CARLOS. (A los suyos.)- Registrad todo el castillo, sin perdonar rincón ni agujero.

     RUY.- Mi castillo es tan fiel como yo: sólo los dos sabemos este secreto, y los dos lo guardaremos.

     D. CARLOS.- Piensa que soy el rey.

     RUY.- Hasta que demolido mi castillo piedra a piedra me sirva de sepulcro, no encontraréis lo que buscáis.

     D. CARLOS.- ¡Son inútiles mis ruegos y mis amenazas! Entrégame a Hernani o derribo tu cabeza y tu castillo.

     RUY.- Haced lo que os plazca.

     D. CARLOS.- Pues en lugar de una tendré dos cabezas. (Al duque de ALCALÁ.) Prended al duque de Silva.

     SOL. (Levantándose el velo e interponiéndose.)- Don CARLOS de Austria, sois un rey perverso.

     D. CARLOS.- ¡Gran Dios, doña Sol!

     SOL.- Bien se ve que no sois español.

     D. CARLOS. (Turbado.)- Sois muy severa al juzgarme. (Se acerca a DOÑA SOL y le dice en voz baja.) Vos sois la causa de mi cólera, porque al hombre que se os acerca le convertís en ángel o en demonio; vuestros desdenes y vuestros enojos me convirtieron en tigre. Sin embargo, no quedaréis descontenta de mí. (En voz alta.) Amado primo, comprendo al fin que tus escrúpulos son legítimos; sé leal a tu huésped y desleal a tu rey. Soy mejor que tú y te perdono; pero me llevo en rehenes a tu sobrina.

     RUY.- ¡Qué oigo!

     SOL.- ¡A mí, señor!

     D. CARLOS.- Sí, a vos.

     RUY.- Vuestra generosidad y vuestra elocuencia perdonan la cabeza para torturar el corazón.

     D. CARLOS.- Elige entre tu sobrina o el rebelde. Necesito uno de los dos.

     RUY.- Sois el rey...

D. CARLOS se aproxima a DOÑA SOL para llevársela y ésta se refugia en brazos de D. RUY GÓMEZ.

     SOL.- Salvadme, señor. (Separándose de su tío.) (Desgraciada de mí! ¡Debo sacrificarme!) Os seguiré. (Al rey.)

     D. CARLOS.- (Me ocurrió una magnífica idea.)

DOÑA SOL se dirige al cofrecillo, lo abre y toma el puñal que hay dentro y se lo esconde en el seno. D. CARLOS se dirige hacia ella y le presenta la mano.

     ¿Qué habéis tomado de ahí?

     SOL.- Nada, señor.

     D. CARLOS.- ¿Acaso alguna joya?

     SOL.- Sí.

     D. CARLOS.- Veámosla.

     SOL.- Ya la veréis.

DOÑA SOL le da la mano y se dispone a seguirle. D. RUY, que se ha quedado inmóvil y como asombrado, de pronto grita:

     RUY.- ¡Señor, dejadme a doña Sol, dejadme a mi esposa, dejadme a mi hija! ¡No tengo a nadie más en el mundo!

     D. CARLOS.- Pues entregadme al bandido.

El duque vacila; mira su retrato, se vuelve hacia el rey y le dice:

     RUY.- ¿Insistís en vuestros propósitos?

     D. CARLOS.- Sí.

El duque, temblando, lleva la mano al resorte.

     SOL.- (Dios mío.)

     RUY.- ¡No! (Se arrepiente y se arrodilla a los pies del rey,) ¡Por compasión, señor, tomad mi cabeza!...

     D. CARLOS.- Me llevo a doña Sol.

     RUY.- Felizmente no os podéis llevar mi honor.

     D. CARLOS. (Tomando la mano a DOÑA SOL.)- Adiós, duque.

     RUY.- Dios os guarde, señor.

El duque vuelve hacia el proscenio jadeante e inmóvil, sin ver ni oír nada, con la mirada fija y los brazos cruzados sobre el pecho; entretanto el rey sale con DOÑA SOL y con todo su séquito.

     RUY.- Rey Carlos, mientras que sales alegre del castillo, mi antigua lealtad llorando sale del corazón.

Levanta la cabeza, pasea la vista a su alrededor y se encuentra solo. Se acerca a una de las panoplias, saca de ella dos espadas, las mide y las deja sobre la mesa. Después se dirige al retrato, toca el resorte y se abre la puerta secreta.



Escena VII

D. RUY GÓMEZ y HERNANI

HERNANI sale por la puerta secreta. D. RUY le señala las dos espadas que hay sobre la mesa.

     RUY.- Sal y elige. D. Carlos abandonó ya el castillo. Ajustaremos pronto nuestras cuentas pendientes. ¿Te tiembla la mano?

     HERNANI.- ¿Me proponéis un duelo? Pues no podemos batirnos.

     RUY.- ¿No puedes batirte porque tienes miedo o porque no eres noble? Noble o plebeyo, para cruzar la espada conmigo todo el que me ultraja es bastante gentilhombre.



     HERNANI.- ¡Anciano!

     RUY.- Ven a matar o a morir.

     HERNANI.- A morir estoy dispuesto: a mi pesar me salvasteis la vida y os pertenezco; tomadla, pues.

     RUY.- ¿Eso es lo que quieres? (Dirigiéndose a los retratos.) Ya veis que me obliga. (A HERNANI.) Encomiéndate a Dios.

     HERNANI.- A vos he de dirigir el último ruego.

     RUY.- Dirígelo al Supremo Señor.

     HERNANI.- A vos; matadme con espada, daga o puñal, como queráis, pero concededme por última gracia que la vea antes de morir.

     RUY.- ¡Verla!

     HERNANI.- O a lo menos que oiga su voz por última vez.

     RUY.- ¡Oírla!

     HERNANI.- Comprendo, señor lo que son celos; pero ya que estoy en brazos de la muerte, no debéis temer de mí. Permitidme que la oiga, aunque no la vea, y moriré contento. Ni siquiera la hablaré; estaréis presente y después me mataréis.

     RUY.- ¿Pero ese escondrijo es tan sordo y tan profundo que nada has oído?

     HERNANI.- Nada, señor.

     RUY.- Pues me vi obligado a entregar a doña Sol o a ti.

     HERNANI.- ¿A quién?

     RUY.- Al rey.

     HERNANI.- ¡Anciano estúpido! El rey la ama.

     RUY.- ¿El rey? (Asombrado.)

     HERNANI.- ¡Es nuestro rival y nos la ha robado!

     RUY.- ¡Maldición! ¡Vasallos míos, a caballo, a caballo; persigamos al raptor!

     HERNANI.- Escuchadme: os pertenezco y podéis matarme cuando queráis; ¿pero queréis antes emplearme en vengar a vuestra sobrina y su virtud ultrajada? Deseo tener parte en esta venganza, y os suplico que me concedáis esta gracia. Persigamos los dos al rey; seré vuestro brazo y os vengaré. Después matadme.

     RUY.- ¿Podré siempre disponer de tu vida?

     HERNANI.- Siempre, os lo juro.

     RUY.- ¿Por quién lo juras?

     HERNANI.- Por la memoria de mi padre.

     RUY.- ¿No te olvidarás nunca de lo que ahora prometes?

     HERNANI. (Presentándole la bocina que se quita del cinto.)- Guardad esta bocina. Suceda lo que suceda, cuando queráis, señor duque, en cualquier lugar, a cualquier hora que os ocurra que deba yo morir, tocad la bocina y yo mismo me mataré.

     RUY. (Tendiéndole la mano.)- Estamos convenidos.

Los dos se estrechan la mano. D. RUY se dirige a los retratos.

     ¡Todos vosotros sois testigos!

FIN DEL ACTO TERCERO

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