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III. Los congresos de 1831, 32 y 33

La Legislatura de 1831 se instaló el 20 de septiembre, presidida por el doctor José Modesto Larrea. A ella concurrieron siete sacerdotes, a saber: por Pichincha, los doctores Cayetano Ramírez Fita y José Parreño; por Manabí, el doctor Manuel García Moreno; por Cuenca, los doctores José Peñafiel y Julián Antonio Álvarez; por Loja, el doctor José María Riofrío, y por Pasto   —274→   el doctor Nicolás J. de Arteta. Este último no fue calificado, porque había ejercido al tiempo de la elección el cargo de Consejero de Estado, y se retiró de la asamblea.

En la memoria que presentó a la Legislatura preciose el Ministerio de Gobierno de haber procurado el sostenimiento de la Religión en su mayo pureza; y reclamó la reforma de algunos puntos de la Ley de Patronato, por el cambio de las circunstancias en que se expidió. Nadie se atrevía ya, empero, a reclamar la derogatoria de tal ley, una vez que el patronato era institución fundamental del Estado.

Uno de los primeros asuntos de orden eclesiástico en que se ocupó el Congreso fue el de la provisión del Obispado de Quito. El Ejecutivo, a propuesta en terna del Consejo de Estado, compuesta por los doctores Nicolás Joaquín de Arteta, Joaquín Miguel de Araujo y José Miguel de Carrión, eligió al primero de tan notables varones; y solicitó, de acuerdo con la Carta Política, la aprobación legislativa. Mas, el Congreso la difirió, aduciendo que, para no exponerse a un desaire, era prudente esperar el reconocimiento de la Santa Sede, o por lo menos la reunión del Congreso de Plenipotenciarios de la Gran Colombia, en cuyo mantenimiento aun se soñaba, a fin de que cada uno de los Estados tuviese representación en Roma y pudiera tratar directamente con ella. Opúsose también otra fútil razón, de orden legal, la de que la propuesta se había hecho antes de ocho meses de la vacancia del obispado.

El Ejecutivo insistió en que se confirmara la elección, en fuerza de las graves necesidades de la Iglesia quiteña; pero el Congreso se negó rotundamente,   —275→   a pesar de los esfuerzos del Encargado del Ministerio y del doctor Julián Antonio Álvarez.

Un año apenas llevaba el país de vida independiente y ya los ahoguíos del erario ponían en apremios al Gobierno. ¿Qué remedios excogitaría el Congreso? El más fácil de todos era el de disponer de parte de la renta decimal, aunque perteneciese a la Iglesia. Don Francisco Eugenio Tamariz, regalista como buen español de esa época, pidió que se suspendiera la provisión de todas las vacantes en las catedrales, mientras durara la penosa situación fiscal. El Vicepresidente del Congreso y Diputado por Popayán, don José Cornelio Valencia y los doctores García Moreno y Álvarez sostuvieron que no cabía privar al clero de sus derechos, ni disponer de ingresos eclesiásticos; y por lo pronto pudo evitarse aquella invasión en campo propio del Poder Espiritual.

Mas, en sesión de 17 de octubre, el Ministro de Gobierno presentó un memorándum, en el cual indicó las medidas que a su juicio debían adoptarse para conjurar la inopia del Tesoro; y entre ellas constó la suspensión de las provisiones de vacantes eclesiásticas. En consecuencia de esta excitativa, comenzó a discutirse un proyecto conducente a restablecer el decreto de 28 de abril de 1826 que fijó el número de prebendas de los Coros de Quito, Cuenca y Popayán, decreto derogado por el Libertador el 18 de julio de 1828, en fuerza del descontento originado. Tamariz, autor del proyecto, empeñado en arbitrar recursos aun con perjuicio de la Iglesia, defendió su idea; combatiéndola, en cambio, Ramírez. En la segunda discusión, el Diputado doctor   —276→   Pedro Manuel Quiñones probó nuevamente que la medida propuesta era injusta; mas, en la tercera, la mayoría del cuerpo (sólo negaron sus votos Ramírez, Álvarez y Riofrío) estuvo por la aprobación del decreto. Además, sin respetar el dominio eclesiástico sobre los diezmos, acordó que se prohibiera al Ejecutivo proveer vacantes hasta la Legislatura próxima. El bueno del patrono, para remediar su situación, acudía al arbitrio de despojar a la Iglesia de sus derechos.

Con el mismo título de urgencias de la Hacienda, cohonestó el Congreso la disposición ejecutiva por la cual se había aplicado al Tesoro el noveno decimal del cura de Ciudad Vieja de Guayaquil, cuya devolución reclamaba el cabildo de Cuenca. Los congresos ecuatorianos, sin venia de la Iglesia, no vacilaban en disponer libremente, como los de Colombia, acerca de diezmos y en reducir la porción, cada vez más limitada, que se asignaba a aquella de su propia renta.

Quien se proponga rastrear el espíritu de aquellas Legislaturas, encontrará que frecuentemente tomaban la fisonomía de Sínodos, mas no para estimular la acción de la Sociedad Espiritual, ni reivindicar sus libertades legítimas, antes para mutilarlas. La del 31 se ocupó extensamente en otros asuntos peculiares a la Iglesia: autoridad a quien competía el nombramiento, de asistentes para los concursos en sede vacante; aprobación del reciente de Cuenca; término en que debían posesionarse de sus cargos los «empleados» eclesiásticos y civiles, capellanías, etc. El legislador civil se apropiaba de los negocios mixtos y aun de los meramente espirituales, sin beneplácito de la Silla Apostólica.

La cultural pública se fomentaba a costa de la   —277→   Iglesia. La Legislatura, en efecto, aprobó un decreto (8 de noviembre) por el cual se asignaron los emolumentos de las Sacristanías Mayores de Guayaquil y Riobamba al sostenimiento de Cátedras de idiomas y dibujo, y de latinidad respectivamente.

Tamariz, en su afán de buscar rentas nuevas para el empobrecido erario, propuso el aumento del impuesto sobre los indios de la provincia del Guayas. El doctor Ramírez fue el primero en defender a esa desventurada raza de la nueva carga que se quería imponerla.

Entre los privilegios del clero había figurado, en todos los siglos cristianos, la exención de contribuciones; exención, empero, que no se conciliaba con la índole de los pueblos modernos. Como dijo el vicepresidente don José Cornelio Valencia, el fuero y la inmunidad eclesiásticos, tan respetables en principio, no debían ya extenderse a los bienes. No era oportuno que el clero apareciese como casta privilegiada en medio de una sociedad cuyas cargas económicas van creciendo de día en día. Ese vestigio feudal en el siglo ebrio de igualdad habría sido injustificable y servido de título de acusación contra la Iglesia de Cristo. Así, a pesar de los argumentos de Álvarez, Peñafiel, etc., el Congreso aprobó la nueva contribución personal, que proyectó la Comisión de Hacienda presidida por el hábil arbitrista Tamariz.

La sociedad de entonces, rutinaria y soñolienta en su incipiencia, preocupábase con exceso de solicitud de todos los asuntos conventuales. La vida claustral estaba abierta a la publicidad; y los Congresos descendían frecuentemente a intervenir en minucias de índole doméstica para   —278→   las órdenes. En la Legislatura del 31 hubo varios de esos casos de indiscreta participación en negocios que no tenían aspecto alguno civil: ya se exhorta al Vicario Capitular de Quito que otorgue a una religiosa licencia de traslación a convento de fuera del país, ya se recomienda el mérito de un fraile patriota para algún beneficio curado, etc.

Trató, en fin, el Congreso de un asunto en que estaban interesadas muchas instituciones religiosas: el de la rebaja del interés de los censos, que pesaban gravemente sobre la empobrecida agricultura nacional; mas, nada se llegó a resolver al respecto. El parecer de los sacerdotes que concurrían a la Legislatura, se dividió en éste, como en muchos otros asuntos.

Al Congreso de 1832 (que comenzó sus funciones el 25 de septiembre) asistieron los mismos sacerdotes que al anterior, con excepción de los doctores Ramírez Fita y García Moreno. En cambió entró el doctor J. Bernardo Arias Blanco.

Un acaecimiento memorable había ocurrido entre las dos Legislaturas: nos referimos a la llegada de la Constitución Apostólica de 5 de agosto de 1831, en que Gregorio XVI, confirmando declaraciones de sus predecesores, fijó su conducta para con los Gobiernos nuevos, en estas admirables palabras

«[...] cuando la Santa Sede trata de negocios eclesiásticos con Gobiernos temporales, cuyo dominio se halla en estado de contestación o disputa, no entiende reconocer sino el hecho, prescindiendo de toda disquisición sobre el derecho, y con el solo objeto de que no se retarden por consideraciones puramente temporales, políticas o mundanas, las providencias del ministerio apostólico dirigidas a la salvación de las almas».



  —279→  

Gregorio XVI era aquel mismo cardenal Capellari que bajo el Pontificado de León XII había presentado a la Congregación de Negocios Eclesiásticos extraordinarios el memorial de 2 de diciembre de 1826, en que desvaneció para siempre, con estupenda energía, todos los argumentos en contra de la provisión de obispos para América y decidió a la Santa Sede a tomar actitud definitiva, aun a riesgo de despertar la indignación de España.

La importancia excepcional197 de esta declaración resalta a primera vista. Según ella, la Santa Sede proveería en adelante libremente a todos los asuntos religiosos de los países americanos, sin reserva u obstáculo relativos a la condición jurídica de sus gobiernos; y aquella provisión no dependería ya de circunstancias extraordinarias como el ascendiente de Bolívar, la estabilidad política en estos pueblos, o la habilidad de sus agentes. Ninguna consideración temporal habría de restringir el desenvolvimiento de la acción pontificia.

«Las iglesias que se hallan vacantes o que vacaren en lo sucesivo, escribió Tejada en carta a Monseñor Lasso de la Vega -que ya descansaba en el Señor- serán provistas oportunamente de Obispos propietarios; las demás necesidades espirituales de los fieles serán prontamente remediadas; y nuestras relaciones con la Santa Sede serán en lo sucesivo tan públicas y francas como deben serlo las de toda familia cristiana con su padre común el Vicario de Jesucristo».



No era, pues, menester esperar el reconocimiento oficial de la Santa Sede para proponerle la designación de obispos propietarios, como había juzgado la Legislatura de 1831. En efecto, el Presidente Flores, estimulado por la apostólica   —280→   decisión de Gregorio XVI, manifestó al Congreso el 4 de noviembre que había llegado el caso de presentar a Su Santidad el nombramiento del ilustrísimo señor Arteta, a fin de que le instituyera canónicamente como Obispo de Quito; y aquel cuerpo aprobó tal determinación. Con el mismo acicate, la Comisión Eclesiástica formuló aun un proyecto relativo a impetrar también la provisión del Obispado de Cuenca, para el cual había sido propuesto años antes el ilustrísimo señor Garaicoa.

En consecuencia, el 12 del referido mes, el reverendísimo señor Arteta prestó ante el general Flores el juramento constitucional como Obispo electo. En la mente de todos estaba, empero, que para obtener la preconización era preciso tener en Roma agente capaz de impulsarla con la urgencia que reclamaban las necesidades espirituales de la Iglesia quiteña. El Presidente de la República pidió al Congreso que acordara los medios de entablar relaciones con la Silla Apostólica; mas, como el país carecía de los recursos indispensables al sostenimiento de Legación propia, la Comisión Eclesiástica opinó que, por medio de los Plenipotenciarios nombrados para arreglar los problemas existentes con el Centro de la Gran Colombia, debía solicitarse que el mismo Ministro granadino residente en Roma, se encargara de las gestiones concernientes a los negocios espirituales del Ecuador juzgó, demás, la Comisión que nuestro Gobierno estaba obligado a contribuir proporcionalmente a los gastos de la Legación de entrambos países.

El Ejecutivo, que aun pretendía la incorporación del Cauca a nuestra patria, manifestó al Congreso la inconveniencia de confiar en conjunto nuestros negocios al Plenipotenciario común;   —281→   porque los intereses eclesiásticos del Ecuador podían estar en contradicción con los de Nueva Granada. Propuso, consiguientemente, que se dejase a su juicio conferir instrucciones al Plenipotenciario de Nueva Granada o nombrar un Ministra de su confianza. Hízolo así el Congreso; y usando de la libertad de acción concedida, se sirvió el general Flores del mismo don Ignacio Tejada para obtener la preconización del ilustrísimo señor Arteta. La oposición de intereses entre dos de las Secciones de la antigua Colombia (Nueva Granada y Ecuador) era por aquellos días, en ciertos aspectos religiosos, indudable y aguda.

Nada innovó el Congreso del 32 acerca de lo resuelto por el precedente en cuanto al número de prebendas. En consecuencia, so capa de economía fiscal, de 18 canónigos que debía tener el Coro de Quito, apenas había diez. La diferencia importaba considerable ahorro para el Estado, a costa de la Iglesia.

En cuanto a diezmos, esa Legislatura anduvo más discreta; y ordenó la devolución al Coro de Cuenca del noveno decimal asignado antes al cura de Ciudad Vieja de Guayaquil, que había aplicado el Ejecutivo al Tesoro para mitigar su insolvencia.

La pobreza fiscal obligaba a los legisladores a buscar por medios discutibles el adelanto de la instrucción pública. Así, ese Congreso impuso sin darse a punto fijo cuenta del motivo, a los Conventos de San Agustín y La Merced de Riobamba la obligación de sostener sendas cátedras de segunda enseñanza o de pagar determinadas sumas para los maestros que las dictaren (Decreto de 1.º de octubre).

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Asimismo, si bien devolvió a los Conventos menores establecidos en Ibarra las rentas aplicadas al Colegio «San Basilio», les constriñó a costear cátedras de instrucción media198.

El único diputado que se opuso a la devolución de los bienes fue don Francisco Eugenio Tamariz, en quien como ya hemos visto la pasión por el arreglo de la Hacienda Nacional y el prejuicio cesarista ofuscaban el espíritu de justicia.

A veces, las mismas Instituciones religiosas -quizás por inconsciente apego a las formas regalistas, o sólo por prevenir conflictos- daban margen a intrusiones legislativas en campo eclesiástico. Los prelados de San Francisco y La Merced pidieron al Congreso que resolviera si el cabildo había o no sucedido en las facultades que el ilustrísimo señor Lasso tuvo sobre los regulares. Seguramente no había llegado aun la bula pontificia antes indicada en que se conferían al señor Arteta todas las atribuciones del Obispo. Mas, ¿qué título tenía el Congreso para tan irreverente participación en negocios ajenos a su competencia?

El coronel Tamariz propuso, al discutirse la ley de elecciones, que fuesen excluidos del derecho de representación los prefectos, gobernadores y prelados eclesiásticos. Esta segunda parte habría sido notoria conculcación de la justicia, y así lo estimó el Congreso. Las desmedidas reformas propuestas por aquel iracundo tribuno fueron parte poderosa para que la opinión le mirase desde entonces con recelo, a pesar de   —283→   sus altas prendas y notoria competencia hacendaria.

Los diputados sacerdotes no escatimaban esfuerzos en pro de la instrucción pública, especialmente de las provincias a las cuales representaban. En 1831, el doctor Manuel García Moreno afanose por la promoción de la cultura popular de Manabí; en 1832, el doctor Julián Antonio Álvarez, pidió la creación de Universidad en Cuenca; y en fuerza de sus reclamos, la Legislatura recomendó al Ejecutivo que erigiese el Colegio seminario en centro de enseñanza superior. Es preciso anotar, sin embargo, que aquella medida habría sido contraproducente para los verdaderos intereses eclesiásticos, a causa de los notorios inconvenientes de la reunión de alumnos de diferentes edad y espíritu y de opuesta finalidad en su carrera.

La Legislatura tantas veces mencionada de 1832 discutió un proyecto de ley de estudios. En ella, el legislador civil invadió una vez más el campo eclesiástico, al disponer acerca de la enseñanza de historia sagrada y de la Iglesia y aun señalar textos. Ningún clérigo intervino en este debate, ni esclareció los verdaderos principios.

Al Congreso del siguiente año concurrieron, como a los precedentes, algunos sacerdotes; y, entre ellos, dos que habían de honrar la mitra: los doctores José Miguel Carrión y Valdivieso y José María Riofrío y Valdivieso. Los otros eran: los señores Andrés Beltrán de los Ríos, José Antonio Marcos, Bernardo Arias Blanco y José Peñafiel. El doctor Carrión tuvo algunos votos para la Vicepresidencia del cuerpo.

Fue ese el primero de los congresos políticos   —284→   del flamante país. Se había eclipsado en parte el astro del general Flores; y la oposición, destemplada y destructora, examinaba prevenidamente todos los actos gubernativos. Un varón inglés de notable inteligencia, maestro de filosofía de Bentham en la Universidad de Quito, el coronel Hall199, aleccionaba a los jóvenes quiteños en liberalismo, pretendiendo trasplantar súbitamente a estas tierras nuevas el espíritu de libertad de países dotados de larga y respetabilísima tradición constitucional200.

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A la sombra de Bentham nació, pues, y dio sus primeros pasos el liberalismo ecuatoriano: liberalismo, por consiguiente, utilitarista que por falta de consistencia filosófica, se desvanecía en el gobierno. Ha sido mal de nuestra política, que la mayoría -tal vez la totalidad de los hombres de Estado- fuese liberal en la oposición; y conservadora, autoritaria mejor dicho, cuando ha llegado al Poder. Inconsecuencia funesta que revela la frívola versatilidad de nuestros políticos, su desamor de las ideas puras, y la falta de perseverancia en realizarlas. Hase tenido siempre doble medida: la una para juzgar a las administraciones, cuando no se ha participado en ellas; la otra para juzgarse a sí propio, cuando ha sido ya ocasión propicia de llevar a cabo en el gobierno los programas ideales concebidos en días de posposición o de lucha.

Un hombre de genio, modelado en el troquel de los liberales españoles, vino a robustecer la propaganda de Hall: Rocafuerte, de cuyas ideas religiosas hablaremos luego. En su elección se personificó por decirlo así la labor de la juventud que redactó El Quiteño Libre, juventud que más tarde había de dispersarse por todos los campos políticos.

Bien conocido es el episodio de las facultades extraordinarias, y no es menester recordarlo en sus detalles. Baste decir que el mensaje del Ejecutivo y la memoria del ministerio de lo Interior habían afirmado que el país gozaba de tranquilidad. Mas, cuatro días después de instalado el Congreso, el Gobierno solicitó el otorgamiento   —286→   de aquellas facultades, alegando perturbación del orden, solicitud que pareció a muchos contradictoria con los antecedentes, y, por ende, infundada. Alegó el Ejecutivo que mensaje y memoria se habían impreso con mucha anticipación; y que el tono agrio y percuciente de la prensa delataba la inminencia de la revolución.

En el vehemente debate a que dio lugar la petición, se dividieron los eclesiásticos concurrentes a la junta: Marcos, Beltrán, Peñafiel y Arias -no sabemos si por «aspirantes a ascensos y dignidades» como creía Rocafuerte, o por respeto del principio de autoridad, a que su misma condición sagrada debía inclinarles-, estuvieron en pro del otorgamiento de los poderes excepcionales. Por contraste, el doctor José Miguel de Carrión, varón eminente, pero de genio irascible y tenaz, fue el que con mayor desenfado y violencia lo combatió. Triunfaron los amigos del Poder; y Rocafuerte, que no había asistido a la sesión, lanzó rugiente protesta. Carrión se separó simultáneamente, de hecho, protestando también en términos menos airados, pero sobremodo enérgicos. El Congreso movido por Tamariz y Roca acordó tardíamente la destitución, después: de haberle conminado para que volviese a concurrir. La actitud del doctor Carrión no impidió que la Cámara le honrase a poco aprobando el nombramiento para Arcediano de Quito que el Ejecutivo le había discernido. ¡Testimonio admirable de la caballerosidad del Congreso y del Gobierno!

Hemos visto que a todas las legislaturas de este período habían concurrido algunos respetables sacerdotes, los cuales componían casi siempre como un tercio del total de representantes.   —287→   Esta fuerza política -acaso excesiva y originada en el mismo patronato- de que disponía el clero, sirvió de pretexto para que algunos pretendiesen introducir en el proyecto de reformas constitucionales de 1833 un artículo por el cual los célibes y por consiguiente los eclesiásticos no podían ser miembros del Senado. También se propuso que los feligreses no tuvieran derecho de designar a sus párrocos como electores. Mas, ninguna de las reformas logró su fin.

La Ley de Patronato continuaba como cadena de la Iglesia y génesis de conflictos entre Ejecutivo y legislaturas. El general Flores, en virtud de la gravedad de las necesidades espirituales de la diócesis de Quito, había concedido el pase a la bula de Gregorio XVI en que transmitió al Vicario doctor Arteta las gracias y facultades conferidas al ilustrísimo señor Lasso de la Vega, y autorizado para que se la cumpliera. Mas, el Congreso juzgó que a él, y no al Gobierno, le incumbía el otorgamiento del pase201; y lo dio al fin, a pesar de la oposición de las Comisiones Eclesiástica y de Legislación del Senado (Roca, Tamariz, Marcos y Torres), las cuales propusieron el diferimiento con fútiles pretextos. El Presidente del Congreso, doctor Francisco Marcos, pretendiendo mostrar más celo que la Silla Apostólica en favor de las órdenes religiosas, censuró las atribuciones a ellas referentes conferidas a dichos prelados. ¡Bien sabía el Papa que no eran sino   —288→   mal menor, por la desorganización de los institutos religiosos aun en Europa!

El mismo recelo medroso de la intervención pontificia indujo al Vicepresidente del Congreso, don Vicente Ramón Roca -apoyado, como era de esperarse, por Tamariz y Letamendi- a proponer que el Gobierno, en el momento en que supiese que algún eclesiástico había ocurrido al Vicario de Cristo por la subsanación del beneficio recibido, declarara vacante tal beneficio y obligara al favorecido a reintegrar los sueldos percibidos. Aprobose con sin igual ligereza esta idea irreverente mediante la cual se quiso impedir la comunicación del clero con el Pontificado, y sustituir la autoridad gubernativa a la papal, única competente en negocios de índole netamente religiosa. Medida inútil, además, en la diócesis de Quito; porque, ¿con qué objeto había de acudirse a la Silla Apostólica, cuándo el mismo prelado tenía atribuciones para sanear cualquier irregularidad en la concesión del beneficio? Mas, en la diócesis de Cuenca, aquella Orden Cismática era desapiadada para el pobre y envilecido clero. Y, sin embargo, ninguno de los diputados que a él pertenecían se opuso a la proposición de Roca, hombre de sinceras ideas religiosas, pero falto de estudios y contaminado de la epidemia de la época: el regalismo.

La ley de 8 de noviembre de 1833, reformatoria de la de enseñanza pública, mandó que en ningún plantel se defendiese proposición contraria a la fe católica; y obligó a todos los estudiantes de facultad mayor a asistir durante un año a la Cátedra de fundamentos de religión que debía haber en la misma Universidad.

La legislatura continuó, al hilo de las anteriores,   —289→   disponiendo a sabor de las cosas eclesiásticas. Nuevamente se legisló acerca de la recaudación e inversión de los diezmos: atribuyose de plano el Gobierno el tercio (antes era sólo un noveno) a título de león, seguramente; porque su carácter de patrono le obligaba a dar de lo suyo, no a atribuirse parte de lo de la Iglesia. Los otros dos tercios debían distribuirse, a su vez, en tres porciones: una para el Obispo y su seminario; otra para el Capítulo; y la tercera, para diversos menesteres. Las rentas de las vacantes menores habían de repartirse entre las sillas llenas; y las de las vacantes mayores, entre el Estado, al cual incumbía la mitad, la fábrica y los Capitulares. El fisco ampliaba desmedidamente su tercio con cualquier pretexto; y éstos cuando las necesidades de la Hacienda no le compelían a poner su mano en buena parte de lo demás.

Como Ejecutivo y legislaturas proveían ordinariamente a so arbitrio los beneficios, sin atención al mérito, la del 33 trató de poner diques a la arbitrariedad, disponiendo que se prefiriera a los párrocos más antiguos. El mismo doctor Carrión y Valdivieso fue partidario de esta medida sobremanera rígida; a pesar de que la antigüedad no puede, ni debe ser, en Iglesia bien gobernada, el primer título, menos el único, para las promociones canónicas.

Éstas eran frecuente motivo de humillación para la Iglesia. Ante Congresos y Gobiernos se presentaban a menudo largos alegatos de méritos para las dignidades y prebendas. Eclesiásticos y frailes se dirigían a las legislaturas pidiéndoles que intercedieran ante el Ejecutivo, a fin de que les colocase, en tal a cual beneficio pingüe.   —290→   Entre tanto el verdadero mérito quedaba pospuesto y oscurecido, por falta de protectores desinteresados que le sacasen discretamente a luz.

Volviose en este año a disponer que obligara el Ejecutivo a todos los conventillos de Ibarra a sostener la enseñanza de la materia que se les designara, so pena de que, si dentro de un año no lo hicieran, volviesen sus temporalidades al Colegio de San Basilio. El Ejecutivo pretendió con esta oportunidad, echar mano por vez primera, en favor de la enseñanza pública, de los bienes legados a la Iglesia de Ibarra con fines especialísimos de cultura religiosa, por don Martín Sánchez; y la Cámara le dio fácil autorización para tal objeto.

La Legislatura de 1833 ejecutó un acto de reparación al declarar que el secuestro de los bienes del Canónigo Magistral de Quito, don Francisco Rodríguez Soto, ejecutado por orden del Libertador en beneficio del general Sucre, no debía subsistir; porque no había existido la causa en que se fundó, o sea la infidencia a la República. Echose así sobre la conducta de los magistrados que intervinieron en la confiscación grave tacha, que sólo se excusa por las pasiones que suscitó el movimiento de la independencia.

Otro acto de parcial reparación fue el Decreto de 18 de octubre, por el cual se derogó la ley que suspendió la provisión de sillas en las catedrales.

Los dos Congresos de 1832 y 33 merecen el nombre de sociales. Fueron los primeros en considerar la desventurada condición de los indios, defendidos hasta entonces sólo por la Iglesia, aunque muchos de sus miembros olvidasen también   —291→   a veces sus deberes y convirtiesen a aquéllos en instrumentos de lucro. Fruto de los ideales cristianos fue la ley de 30 de setiembre de 1833, en que se remediaron algunas de las terribles consecuencias del malhadado concertaje; y se prohibió la ominosa pena de azotes y la de prisión como medio de obtener el concurso de los indios a las doctrinas y demás obligaciones religiosas. En consecuencia, según dijo de manera expresa la ley, quedó sólo la «persuasión evangélica», harto insuficiente, empero, para reunir a indios reacios y dispersos por nuestras inmensas serranías. Mas, entre el azote o la prisión y la espontánea concurrencia del indio al catecismo, ¿no quedan, por ventura, muchos arbitrios de atracción y suave constreñimiento, para cuya ejecución el Estado cristiano debería prestar eficaz apoyo a la Iglesia?

Los párrocos recibieron de la misma ley una obligación que la caridad hizo grata: la de promover la instrucción de los indios. Y en efecto, en donde era posible, creáronse escuelas alrededor de la iglesia parroquial, para echar la primera semilla de la enseñanza popular. Casi todos los planteles primarios de la época eran de carácter particular, y estaban en manos del clero, como veremos más tarde.

Impúsose también a los párrocos el deber de explicar en quichua la ley, única forma de hacer que ésta llegara a conocimiento de la mísera y envilecida raza cuyo mejoramiento se pretendía202.

  —292→  

Mientras en ese punto el Legislador se manifestaba justamente preocupado de sus responsabilidades sociales y cristianas, en otros se atenía a un individualismo liberal, sumamente nocivo. Así, por decreto de 1.° de octubre, el Congreso, de acuerdo con las ideas en boga, concedió libertad en la fijación del tipo de interés, estimulando la usura y olvidando las disposiciones canónicas.

El Congreso del 33 expidió una ley de imprenta (7 de octubre) en la que, si bien se penó la publicación de escritos contra el dogma y la de los obscenos, nada se dijo de los impresos respecto a los demás asuntos a que se extiende el magisterio de la Iglesia. No se admitió tampoco la censura previa de los Ordinarios, salvo para los «libros sagrados», a pesar de las observaciones del canónigo Marcos, refutadas por uno de los varones que iniciaron la gran reacción religiosa de 1868, el doctor Pedro José de Arteta. Sanción, no prevención; respeto del dogma, licencia en lo demás: he aquí las fórmulas del regalismo liberal en aquellos tiempos.

En suma, los tres Congresos del primer período del general Flores tuvieron el mismo espíritu: todos ellos se inclinaron reverentes ante la parte dogmática de la doctrina católica; pero frivolidad también se introdujeron con juvenil frivolidad en el Santuario, y dispusieron desarrebozadamente de los asuntos eclesiásticos. Todos se presentan ante la historia con análogo semblante político-religioso. José II no hubiera repudiado la paternidad de aquellos hijos tardíos de su espíritu.

Los órdenes espiritual y temporal se confundían   —293→   y amalgamaban desatentadamente. Y la confusión no era obra de la Iglesia, ni imputable a fuerza alguna suya: todo lo contrario, nacía de la participación insidiosa del Poder temporal en negocios netamente religiosos, de disciplina interior de la Sociedad de las almas.

Cuán pocos advertían los peligros, miserias y fealdades de esa situación caótica, en que la cola ciencia cristiana estaba a merced del Gobierno civil, en que el espíritu no podía respirar tranquilo las auras de la libertad. La misma Iglesia, atada secularmente a la cadena, había llegado como a habituarse a ella ya extrañar que no se la apretasen más y más al cuello...




IV. Ojeada general sobre la situación de la Iglesia en la primera presidencia del general Flores

Conocidos los antecedentes del general Flores, era de temer que diese alas a las fuerzas de descomposición religiosa que bullían en la Gran Colombia. Ya vimos como en 1824 había patrocinado con ligereza singular, propia de su juventud, tan brillante en otros aspectos, cierta propaganda dañina y aun la constitución de sociedad masónicas. Mas, llegado a la primera Magistratura, atento a conquistarse las simpatías públicas, no quiso repetir los antiguos devaneos y su conducta fue más sagaz, prudente y respetuosa de los asuntos sagrados.

Tenía, por otra parte, a su lado hombres que, como el doctor José Félix Valdivieso, si bien no estaban aun del todo exentos de resabios regalistas, procuraban de día en día depurar sus ideas y llegar a la plena luz de la verdad. La administración   —394→   fue, consiguientemente, cristiana en lo esencial, con aquel sentimentalismo individualista propio del tiempo.

Indudable influjo ejerció, no sólo en lo que se refería directamente a la Iglesia, sino aun en la dirección general de los negocios político religiosos, la amistad del Presidente con el Vicario y luego Obispo de Quito, doctor Arteta, ligado a la esposa de aquel por estrechos lazos de parentesco. Gracias a estos factores aquella dirección fue, por lo común, tan atinada y prudente como lo permitían las circunstancias, las ideas y, sobre todo, los férreos moldes del patronato.

Empeñose Flores en que la mitra de Quito fuese provista con rapidez, valiéndose, al efecto, como ya indicamos, del mismo benemérito Plenipotenciario granadino en Roma, señor Tejada. Tan bien acogidas fueron sus gestiones que el 29 de julio de 1833, el doctor Nicolás Joaquín de Arteta obtuvo la preconización. El cabildo entregole la administración eclesiástica inmediatamente, en virtud del consabido decreto ejecutivo de ruego y encargo.

Entre tanto, la diócesis de Cuenca continuó abrumada de dolor y de vergüenza por las disidencias eclesiásticas. Al doctor Riofrío, que tanto demoró en trasladarse a la sede de la Vicaría Capitular, sucedió el doctor Andrés Beltrán de los Ríos, muy decidido amigo del general Flores. Clérigo inteligente, pero apasionado, no logro conciliar los ánimos; y a poco un deudor fallido, Hilario Neira, propúsole querella por simonía ante el Cabildo Eclesiástico (setiembre de 1831).

Pretendió Beltrán que no se admitiera el libelo; y como el Capítulo no le escuchara, recusó a   —295→   los canónigos Mexía, Ochoa y Rodríguez y propuso recurso de fuerza ante la Corte de Apelaciones. Y cual si esto no fuese obstante, ocurrió al Congreso, para evitar la deposición canónica. El cabildo no se amedrentó por los recursos y después de suspenderle del oficio, dictó orden de prisión contra Beltrán en su propia casa. Éste formuló nuevos recursos y reclamación ante el Congreso; pero los legisladores se negaron a conocer del asunto, por haber ya la Corte avocado su estudio.

Mientras se ventilaban aquellos pleitos, el doctor Riofrío tornó a ejercer la gobernación eclesiástica; y, en ausencia suya, le reemplazó el doctor José Mariano Plaza. Empeñase el general Flores en que se repusiera a Beltrán en la Vicaría; mas no lo logró. Aun las religiosas concepcionistas de Cuenca solicitaron que se excluyera al doctor Beltrán de la capellanía: por doquiera, aquel eclesiástico patriota despertaba rivalidades y pasiones.

Los nombramientos eclesiásticos eran fruto las más veces de afectos e intereses personales, o (lo repetiremos) de humillantes solicitudes. Sin embargo, en ocasiones se imponía la justicia. Bello testimonio de rectitud fue, según observamos ya, en este período el nombramiento para arcediano de Quito del doctor José Miguel de Carrión y Valdivieso: presentada la respectiva terna, el Ejecutivo designó a Carrión, que no pasaba por adicto a la persona del general Flores. Y el Congreso del 33, al cual lanzó aquél violentísima renuncia con motivo del otorgamiento de las facultades extraordinarias, no vaciló en aprobar la designación gubernativa.

El general Flores impuso a menudo su voluntad   —296→   en los claustros, suavizando eso sí con la forma urbana y amistosa la violencia de la medida. Frecuentes fueron las negativas de pase a determinadas elecciones, ya por consideraciones personales, ya por razones políticas. Esas nocivas intervenciones gubernativas eran fuente de acres disensiones monásticas. Con razón fray Manuel Herrera Ordo Minimorum pretendió, aunque en vano, poner coto durante su provincialato a aquella ilícita ingerencia civil en la vida doméstica de las Órdenes.

El exequatur a los breves pontificios fue a veces objeto de impertinentes reservas o de cismáticos rechazos. La supremacía del Pontificado quedaba así prácticamente negada por el absolutismo de nuestros gobiernos seudodemocráticos.

La acción de la Iglesia en pro de la cultura patria robusteciese en este período, en vez de experimentar mengua alguna. El mismo organismo directivo de la instrucción pública estuvo largo tiempo presidido por un miembro del Cabildo Eclesiástico de Quito, el doctor Pedro Antonio Torres, que impulsó con afán el progreso del ramo. Gracias a su iniciativa y esfuerzo se establecieron en 1832 (17 de diciembre) las academias de matemáticas y de historia del país en la Universidad.

La academia de Derecho Práctico fue dirigida, en el trienio de 1830 a 32, por el propio Deán y Vicario Capitular de Quito, doctor Nicolás Joaquín de Arteta, abogado de renombre, que no desdeñaba en dedicar parte de su tiempo a los estudios jurídico civiles.

El rectorado de la Universidad Central se confió en 1834 (20 de diciembre) a otro sacerdote   —297→   eximio: el doctor José García Parreño, quien durante largos años había sido maestro de filosofía y cánones en el mismo plantel y de teología en el seminario de San Luis. En la Facultad de Teología continuaban enseñando varios sacerdotes beneméritos.

En Cuenca, el virtuoso canónigo doctor José Mejía mereció que en 1833 se le nombrase para Presidente de la Subdirección de Estudios, cargo en que acreditó su celo por la educación popular.

El seminario conquense, único plantel de segunda enseñanza en que satisfacía su sed de saber la juventud de la diócesis toda, se hallaba bajo la dirección del doctor José Antonio Marcos, a quien hemos visto defender a menudo los intereses de la Iglesia en los Congresos. El Rector precedente, doctor José María de Landa y Ramírez, fue expulsado del país en dicho año por el general Flores. Y en su expulsión debieron de tener parte, así el temperamento político y cizañero del inteligentísimo deán, como las disidencias eclesiásticas que desasosegaban aquella diócesis.

El Colegio seminario de Guayaquil fue destinado, por Decreto Ejecutivo de 1.° de julio de 1831, a la enseñanza primaria, agregándosele algunas cátedras de instrucción media. Entre los fondos del Colegio se señalaron 400 pesos de vacantes del Cabildo Eclesiástico. Si la Iglesia no sacrificaba sus entradas, era imposible el fomento de la cultura nacional.

Continuó en este período la intervención ilegítima y perniciosa del Poder Civil en los seminarios: la formación del Clero fue así debilitándose más y más. La Iglesia no podía hacer por si sola ningún nombramiento, ni disponer acerca de la disciplina interna del plantel, ni designar   —298→   textos para la enseñanza. El Poder Civil, amo omnipotente y receloso, exigía con celo suspicaz y prevenido el mantenimiento de prerrogativas que él mismo se había arteramente arrogado.

A pretexto de fomentar el adelanto nacional, se tomaban providencias nocivas a los seminarios: entre éstas señalaremos la concesión por decreto ejecutivo de 16 de enero de 1833, de becas a niños indios en los seminarios de Quito y Cuenca y en el San Fernando, durante un cuatrienio, hasta que la penuria fiscal obligó al Estado a suspender su disfrute. Mas, según el ilustrísimo señor Arteta, los indios galardonados con ellas, carecían de la debida pureza de costumbres y mostraban desde muy temprano afición a la embriaguez como sus ascendientes, razón por la cual eran ineptos para el ingreso en la carrera eclesiástica, fin propio de los seminarios.

La instrucción primaria no se desvió del ideal religioso. De acuerdo, ora con el plan general de estudios colombiano, ora con la disposición ejecutiva que acabamos de mencionar, la religión debía ser materia rigurosa de enseñanza en las escuelas fiscales y en las particulares, más numerosas y concurridas que aquellas. Los párrocos velaban para que la dieran los maestros, o en su defecto, la daban ellos mismos. En la instrucción media, harto caótica por entonces, no se prescindía tampoco de la enseñanza religiosa. Por contraste, en la superior, si bien se rendía culto teórico a la verdad católica de conformidad con el decreto Legislativo de 8 de noviembre del año ya citado, profesores más o menos imbuidos de ideas perniciosas, llevaban a la juventud a beber en las más impuras fuentes. Ya hemos visto cómo Bentham, por medio de Hall,   —299→   continuó de maestro de Moral en la Universidad. El regalismo dominaba en el derecho público general y eclesiástico; y la filosofía rousseauniana y liberal fomentaba la rebelión política, la demagogia revolucionaria.

Comenzó en este período el proceso de secularización de los hospitales, dirigidos hasta entonces por los frailes betlemitas, quienes se vieron en la necesidad de reclamar que se les diera pasaporte para volver al Perú, o que se les devolviesen íntegramente las facultades administrativas que tenían en el hospital de Quito. El doctor José Fernández Salvador, Vicepresidente encargado del Poder Ejecutivo, nombró en los últimos meses de 1830 un administrador civil, cuyo manejo, según dijo la Comisión de Negocios Eclesiásticos, había sido perjudicial para el servicio de aquella casa.

La Iglesia, no sólo compartía las arduas responsabilidades del Poder Legislativo, en país nuevo, que oscilaba tristemente entre el cesarismo gubernativo y la demagogia revolucionaria, por falta de severa moral política, cimentada en los principios religiosos; sino que participaba también en la vigilancia de las funciones ejecutivas mediante el Consejero Eclesiástico de Estado, cargo que lo ejercieron sucesivamente los doctores Arteta, Araujo y Torres. Aquella intervención, si bien daba a la Iglesia poderoso ascendiente, era también parte para que a veces se la baldonara e hiciese aparecer como cortesana del Poder Público.

Políticamente, el clero no formaba un solo bloque orgánico, como ha podido colegirse por lo ocurrido en 1833 con motivo de las facultades extraordinarias. En el año anterior, el clérigo   —300→   don Cayetano Ramírez Fita fue uno de los pocos que se opusieron a la concesión de renta vitalicia al hijo primogénito del general Flores, adoptado por el país. Sin embargo, a causa de los vínculos que creaba el patronato, la mayoría de clérigos y frailes se inclinaba en favor del Poder y trataba de bienquistarle con la opinión pública.

Las costumbres clericales en nada mejoraron ni se hizo cosa alguna para reformarlas. El Poder Público se veía en el caso de intervenir de vez en cuando para evitar abusos del clero y exacciones a los fieles, aun a pretexto de administración de sacramentos (circular de 27 de marzo de 1833). Mas, sus intervenciones eran origen de nuevos atropellos del orden espiritual. Así, la Iglesia vivió entre dos males: el aseglaramiento, la mundanería de muchos de sus miembros, y la ingerencia ilegítima del Poder Civil para remediar esos extravíos, causados, en gran parte, por la falta de libertad en que le había dejado el patrono.

Dar origen al escándalo, reduciendo a la impotencia a la jerarquía eclesiástica; y atropellar luego los derechos y ámbito propios de ésta, para corregir tales escándalos, ¿no era la más oprobiosa de las inconsecuencias?





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ArribaAbajoCapítulo II

Presidencia de don Vicente Rocafuerte



I. Don Vicente Rocafuerte

El incendio cívico a que dio origen o pretexto la concesión de las facultades extraordinarias en 1833 tuvo inopinado y sorprendente resultado: el triunfo moral del Presidente contra quien se habían dirigido los dardos envenenados de la oposición liberal, presidida por don Vicente Rocafuerte; y, a la vez, la exaltación al poder de este mismo patricio, no en brazos de la revolución, sino en alas de la estrategia política de Flores. De los campos de la domeñada insurrección pasó el «primer diputado por Pichincha» a la Suprema Magistratura, mientras sus antiguos amigos iban al destierro o quedaban entregados al olvido.

¿Quién era, desde el punto de vista religioso, el nuevo Magistrado?

Nacido en Guayaquil en 1783, Rocafuerte hizo sus estudios en colegios de Madrid y París, en época en que la instrucción pública era arsenal de guerra contra la Iglesia. Si bien debió de herir poderosamente su imaginación juvenil el grandioso espectáculo de la restauración oficial del culto católico en Francia, merced al Concordato;   —302→   la descomposición moral y religiosa de los liceos, «donde el barniz cristiano disimula apenas la ausencia de convicciones sinceras y aun las manifestaciones de descorazonadora impiedad»203, desvaneció sin duda muy pronto aquella impresión. Su espíritu quedó como desacordado y dividido por la influencia de las fuerzas contrapuestas que presiden la iniciación del proteico siglo XIX.

En 1812, el ardiente joven fue elegido diputado por la provincia natal a las Cortes de España. Dos años después llega a Madrid, donde su genio ávido de novedades y reformas liberales encuentra ambiente adecuado. En las Cortes se vincula al partido reformista, contrae amistad con los diputados mexicanos, ya conocidos por la audacia de sus ideas, y, sobre todo, entra en estrechísimas relaciones de fraternidad intelectual con los jefes del naciente liberalismo español, los Argüelles, los Villanuevas, etc. La dispersión de las doctrinas fragmentarias del representante guayaquileño se acrecienta, en vez de disminuir, con los nuevos factores que actúan sobre él.

Terminadas las Cortes, Rocafuerte robustece el caudal de sus conocimientos en el gran libro de los viajes. En Francia, vuelve a soñar con las ideas de libertad que agitan a ese país; en Roma, el principio democrático habla a su espíritu en mil lenguas diversas:

«hasta en las catacumbas -escribe- percibía en los huesos de los mártires, de esos primeros héroes del cristianismo, ese perfume de santidad y de virtud, esa esencia de abnegación evangélica, que comunicada a las futuras   —303→   generaciones había de hacer triunfar la democracia, aboliendo la esclavitud, introduciendo la igualdad de derechos entre los hombres; y brotando del mismo seno de la religión, hermanada a la filosofía, esos raudales de luz, que tanto realzan el brillo de la moderna civilización»204.



Todo en Roma seduce su alma, todo «eleva los sentimientos, inspira amor a Dios, entusiasmo por el estudio de las ciencias y gusto por las bellas artes»205. Su genio cristiano logra vencer aun vulgares preocupaciones contra el «romanismo».

En los siguientes años continúa la vida de estudios y de viajes que le permitía su pingüe fortuna. Y en 1820 le vemos en La Habana, empeñado en escribir en favor de la independencia. Allí, entra en

«una sociedad muy secreta, que estaba en correspondencia activa con otra de Caracas, y que presidía el mismo doctor J. Fernández Madrid, muy conocido entre nosotros por sus virtudes, sus distinguidos talentos, sincero patriotismo: él me hizo el honor de iniciarme en los misterios de esta patriótica asociación»206.



Ésta le envía a Madrid, a donde llega en agosto del propio año; y otra vez entra «en contacto con los diputados liberales de la Península y los de la América»207. Después de breve permanencia en la misma Habana y en Estados Unidos, pasa a México, para propagar la idea de emancipación. Este país le acoge como hijo adoptivo y le honra con importantes comisiones.

Coronado Iturbide, Rocafuerte se afilió al partido enemigo del Imperio. Las logias, divididas   —304→   en escocesas y yorkinas, tuvieron parte activa en las luchas que encendió el nuevo régimen. Las escocesas comisionaron a Rocafuerte para que fuese a los Estados Unidos a recabar que no se reconociese a Iturbide, cuya inminente caída auguró y preparó208. Obtenido el objeto de su encargo, ocupose en escribir libros ora respecto de México, a fin de aguijonear la revolución contra el Imperio, ora a favor del sistema popular y, representativo establecido en Colombia, y en traducir para las Escuelas Lancasterianas, el curso de Filosofía Moral de monseñor Allen, extractado de la Biblia209. ¿Fue esta obra el principio de su iniciación en el libre examen protestante?

En 1824 partió Rocafuerte a Inglaterra, en unión del general Michelena, uno de los fundadores y jefes de la Logia Escocesa «El Sol». Tenía esta comisión dos objetos principales: negociar el reconocimiento de México por la Gran Bretaña y un empréstito de diez y seis millones de pesos. Aquella gestión, que se coronó con admirable éxito, dio oportunidad a nuestro ilustre compatriota para reanudar las apretadas relaciones de amistad y de doctrina, formadas en 1814 con Canga Argüelles y sobre todo con el canónigo Joaquín Lorenzo Villanueva, de quien podemos decir que Rocafuerte fue, a la vez, discípulo, colaborador y mecenas.

Era el maestro varón de edad y partes literarias mayores que Rocafuerte: nacido en 1757, había sido sucesivamente jansenista, consultor y panegirista del Santo Oficio, adulador del Poder Monárquico, liberal y enemigo de la Inquisición   —305→   en las Cortes de Cádiz, semiprotestante, adversario implacable del Pontificado y cuasi hereje; empero, acabó en la hora postrera por reconciliarse con el Catolicismo. Rocafuerte, en fuerza de asiduo trato con hombre de tantas letras y de tan pernicioso influjo, llegó a asemejársele en algunos de los rasgos de su fisonomía moral; y sus vacilaciones y cambios ideológicos se explican en buena parte, por el ascendiente de aquel rencoroso eclesiástico, símbolo de lo que fue considerable fracción del clero en esa era anárquica y tétrica.

Vimos en el capítulo III de la Parte Primera cómo de las prensas de Ackerman en Londres salía multitud de catecismos y folletos destinados, so capa de fomentar la ilustración popular, a encizañar a esos países con Roma y a inquietar la antes tranquila fe del continente americano. El autor de esta iniciativa fue sorpréndase el lector un prócer ecuatoriano: el propio Rocafuerte. Oigámosle:

«Convencido de que la inteligencia y la virtud son los verdaderos elementos de libertad, y que no pueden ser libres los pueblos que carecen de ciertos conocimientos que se han generalizado ya en las masas populares de Europa, y para suplir, en algún modo, la falta de primitiva educación que hay en América, me ocurrió la idea de hacer imprimir catecismos de moral, de geografía, de aritmética, de agricultura, etc., etc., etc. y se la comuniqué al señor Ackerman, con quien tuve amistad desde que llegué a Londres: él la aprobó y la puso en ejecución con ventaja suya y con mayor provecho para América»210.



Entre los libros que el fogoso liberal guayaquileño hizo imprimir merecen mencionarse, especialmente, dos211: la Teología Natural de Paley,   —306→   obra traducida por el clérigo Villanueva, y la Vida Literaria del mismo escritor español.

«El Canónigo Villanueva, dice Menéndez Pelayo, que por algún tiempo pareció estar a dos dedos del protestantismo, si es que no penetró en él aquejado por la miseria, tradujo la Teología Moral, de Paley, y los Ensayos de Gurney, y se puso a sueldo de la Sociedad Bíblica para trasladar al catalán [...] el Nuevo Testamento. Después imprimió su Vida Literaria, libro de infantil vanidad, y a la par verdadero libelo contra el Papa y la Curia romana»212.



Rocafuerte en aquella época se contagió sin duda más y más de las malhadadas doctrinas protestantes que Villanueva difundía como recurso de pane lucrando. El que pagaba tal labor era, sin duda, más responsable que quien la hacía apremiado por el hambre.

La colaboración entre Villanueva, Canga Argüelles y Rocafuerte siguió aun más adelante; «Entablé, dice este último, un periódico muy instructivo, con el título de Ocios de unos Emigrados Españoles en Londres, que redactaron los Sres. José Canga Argüelles, D. J. L. Villanueva y el señor Mendivil»213. Y Canga Argüelles llegó a tal solidaridad de ideas con nuestro compatriota, que no tuvo empacho en terminar las Cartas a un americano sobre las ventajas de los Gobiernos Republicanos Federativos, que éste había empezado con el propósito de que Colombia, como medio de prolongar su penosa existencia, cambiase el sistema unitario por el federal.

A su regreso, Rocafuerte encontró a México en brazos de la revolución. Las logias, acremente   —307→   divididas entre sí, dirigían todos los sucesos. Muchos miembros de las Escocesas, con Ramos Arispe (íntimo amigo de Rocafuerte) a la cabeza, inscribiéronse en las de York, donde dominaba con secreto y habilísimo influjo el embajador norteamericano Poinsett. Es verosímil conjeturar que Rocafuerte abandonase también la política conservadora de las sociedades escocesas, para matricularse en las yorkinas más avanzadas en ideas.

La revolución de Bustamante puso término a la considerable influencia que Rocafuerte había ejercido en México. «Afianzado Bustamante, escribe aquél, en la fuerza brutal de las bayonetas y en el poderoso influjo que le prestaba el Clero, desde que había nombrado a seis Obispos con cuantiosas rentas, se creía invencible en el alcázar de su tiranía»214. Rocafuerte censuró la política de Bustamante en lo tocante a la colonización de las regiones limítrofes con los Estados Unidos y publicó su célebre Ensayo sobre tolerancia religiosa, que le valió grave conflicto con la Autoridad Eclesiástica robustecida por el Gobierno.

No tememos equivocarnos al afirmar que ya desde entonces Rocafuerte propugnaba la tolerancia en su aspecto dogmático, es decir la absoluta libertad de conciencia. Pero, mañosamente, con el fin de evitar que cayesen sobre él violentas tempestades, suavizó su doctrina limitándola a la tolerancia civil.

«La intolerancia religiosa, dice, el despotismo de las autoridades, el desgreño de la hacienda pública y las continuas revoluciones de Méjico, los incomodaban mucho   —308→   (a los colonos) y daban motivo a reiteradas quejas. Las circunstancias de aquel tiempo exigían que se tratase la cuestión de la tolerancia religiosa, bajo el mero aspecto político y no teológico, como un medio de colonización y un estímulo de orden civil, de paz y de progreso: yo emprendí tan utilísimo trabajo, excitado por el ilustrado patriotismo de varias notabilidades mejicanas y lo publiqué con el título de «Ensayo sobre tolerancia religiosa»215.



Denunciado el folleto y preso el autor, se siguió el juicio. Mas, el jurado le absolvió y el escritor, según cuenta él mismo, fue sacado en triunfo de la casa consistorial216.

Nuevo encarcelamiento le mereció la publicación, en asocio de varios periodistas mejicanos, de El Fénix de la Libertad. Al fin, cansado de tantas fatigas dejó México para venir a la patria nativa, al mismo tiempo que triunfaba allá la reacción contra Bustamante y se enseñoreaba de nuevo la Logia de York.

Apenas llegado al Ecuador en febrero de 1833 acaudilló el poderoso movimiento civilista, que trajo el incendio de que hemos hablado al comenzar, y, por fuerzas imprevistas, la exaltación gubernativa de Rocafuerte, a costa de su humillación ante Flores y de la bancarrota de sus procedimientos políticos de primera hora.

Cristiano, sí, pero liberal y semiprotestante cual Villanueva, tal fue Rocafuerte. Como en México, buscaría la manera de no alarmar excesivamente las conciencias timoratas; pero el heterodoxo aparecería en él muy a menudo, a pesar de todos los reclamos de la política. Y así le veremos fluctuando entre el deber constitucional   —309→   de proteger la religión del Estado y los prejuicios de su educación; entre su fe nativa, que resurgía a veces, y sus ideas postizas. Política ambigua y vacilante en el orden religioso: he allí la consecuencia de tal irresolución en reformador tan admirable como enérgico y decidido, en hombre tan moral como lleno de caridad para con los desvalidos.




II. El gobierno interino

Durante el período de la guerra civil, el clero ecuatoriano dividiose profundamente. Muchos de sus miembros se abanderizaron al movimiento del doctor José Félix Valdivieso. Así, en el acta en que el 25 de agosto de 1834, Cuenca desconoció la autoridad del general Flores, encontramos los nombres de algunos clérigos notables, que no vacilaron en tomar partido en aquellas acerbas circunstancias, con menoscabo del alto magisterio de serena imparcialidad que a la Iglesia incumbe en las luchas intestinas. Entre esos clérigos hemos de mencionar a los doctores José Mariano Plaza, Bernardino de Alvear, José Matías Orellana, José Fermín Villavicencio, fray Miguel Betancourt, fray Camilo Ayerbe, etc.

Aquella intervención engendraba, por natural consecuencia, pleitos y escándalos eclesiásticos: en esa misma acta se denigró a los diputados del Azuay que votaron por las facultades extraordinarias, entre los cuales, como recordará el lector, estaban algunos clérigos. Por eso la malaventurada diócesis era semillero de rencillas.

Triunfante Rocafuerte, no vaciló en poner por su propia autoridad la mano en los asuntos eclesiásticos.   —310→   Sin título justificativo suficiente adjudicó al Estado los bienes del convento de dominicanos de Guayaquil, introduciendo así nuevos factores de desunión en momentos en que era necesaria la pacificación del país.

En el decreto de elecciones, expedido el 18 de febrero de 1835, ordenó que, no pudieran ser ni electores, ni diputados, los eclesiásticos con jurisdicción, los cabildos y los párrocos. El clero venía a quedar en condiciones de notoria inferioridad respecto de los demás ciudadanos.

Para cohonestar tales providencias, a la sombra del mismo Jefe Supremo, comenzó El Ecuatoriano del Guayas217 agria campaña antirreligiosa y anticlerical. En los números 70 y 71, de manera especial, se sustentaron doctrinas evidentemente erróneas y nocivas para el orden social: libertad de conciencia, necesidad de que la religión estuviese separada del gobierno, exclusión del clero de la vida cívica, reforma de regulares   —311→   por la sola autoridad civil; intervención de ésta en la disciplina eclesiástica. Todas aquellas doctrinas, muy caras al Jefe Supremo, fueron sostenidas por el eficaz y ardientemente en diversas circunstancias de nuestra vida política; por lo cual no es temerario columbrar que Rocafuerte patrocinó esa dañina difusión de doctrinas deletéreas, expuestas en forma sofística y engañosa. Así, El Ecuatoriano del Guayas, confundiendo problemas, hablaba de separación entre la religión y el Gobierno, dejando transflorar que reputaba a aquella innecesaria en la vida nacional; a pesar de que verosímilmente lo que el frívolo y desatinado escritor quería sostener era la separación entre la Iglesia y el Estado, separación admitida por la Silla Apostólica en algunos países para la concordia cívica y el bien mismo de la Sociedad espiritual.

El clero de Cuenca alarmose con la nociva propaganda del periódico oficial; y determinó que se editara una hoja periódica donde se confutasen aquellas máximas, que tan inquietos traían a los ecuatorianos. Por su parte, el Provisor de la diócesis, doctor Mariano Vintimilla, elegido en febrero de 1835 por renuncia del doctor José María Riofrío y a pesar de la protesta del doctor Beltrán de los Ríos, que continuaba empecinado en alegar nulidad de cualquiera elección, porque aun se creía legítimo Vicario; el Provisor, decimos, nombró respetable Comisión de teólogos y canonistas para que dictaminase acerca de las publicaciones de El Ecuatoriano del Guayas. La comisión compúsose de los doctores Andrés Villamagán, Julián Antonio Álvarez, Manuel Cortázar, José Mejía, Evaristo Nieto y fray Vicente Solano.

  —312→  

El 25 de mayo de dicho año apareció el Semanario Eclesiástico, órgano de los intereses religiosos azuayos. Su principal redactor fue el padre Solano, avezado ya a las luchas de las ideas y a la defensa integérrima de la verdad. El periódico debía ser religioso, político y literario, pero sin entrar jamás «en cuestiones puramente de partido que dividan a los gobiernos americanos». Y en efecto en los pocos números que alcanzaron a editarse, el Semanario no se ocupó en asunto alguno de carácter meramente político, si se exceptúa la presentación, en forma mesurada y discreta, de la candidatura del general Ignacio Torres para la Presidencia de la República.

En el primer número del Semanario publicose, bajo el rubro de la Religión Vindicada, el dictamen de la Comisión referida, que señaló a la consideración del Provisor varias proposiciones erróneas y heréticas. Concluía el informe aconsejando a la autoridad eclesiástica que prohibiese «la circulación de los papeles en que se encuentra una doctrina tan contraria a las buenas costumbres, y a la religión santa que profesamos». Con fecha 4 de mayo, el doctor Vintimilla fulminó excomunión mayor contra todos los que leyesen o retuviesen en su poder los números 70 y 71 de El Ecuatoriano del Guayas. El padre Solano, en ese y en los dos números sucesivos del Semanario, confutó vigorosamente por su parte, ora en broma, ora en serio, los errores del periódico guayaquileño.

La censura canónica, empero, fue a nuestro parecer, medida tardía y nugatoria, porque sólo afectó a dos números de El Ecuatoriano del Guayas, indudablemente arrumbados ya, como todas las gacetas atrasadas, en los polvorientos   —313→   rincones de los archivos; y porque permitió al periódico irreverente continuar sin embozo su malhadada propaganda.

Sin embargo, la cosquillosa susceptibilidad del cesarismo ecuatoriano se indignó con la providencia del Vicario conquense; y el Prefecto del Departamento del Guayas, don Vicente Ramón Roca, impidió la publicación de la censura y la fijación de los edictos respectivos en las puertas de las iglesias. Oigamos a Roca respecto de los motivos de su actitud:

«No fue poca la angustia de la Prefectura al prospecto del nuevo género de conflictos a que le reducía la precipitación del señor Vicario Capitular del Obispado. Altamente penetrada la Prefectura de que era uno de sus primeros deberes hacer respetar la autoridad eclesiástica, preveía el desprecio en que había de caer la censura, los escándalos que habían de seguirse, y el embarazo en que había de hallarse. No menos obligada al sostenimiento del legítimo gobierno, tampoco podía dejar de conocer que la censura era un arma para sus enemigos, un medio para que lo desconceptuasen ante una plebe ignorante y recientemente conmovida; una causa, en fin, de esa misma anarquía que la religión y el Estado deploran igualmente».


(Nota de 3 de junio al Ministro general).                


Como ya hemos advertido, era Roca arrebatado regalista, pero sinceramente creyente. En la misma nota que acabamos de citar, se descubre esa amalgama de doctrinas: en efecto, de ella se sirvió para rectificar muchas de las opiniones de El Ecuatoriano del Guayas, y, al mismo tiempo, para sostener unas cuantas proposiciones netamente galicanas. Al concluir su oficio, el Prefecto pidió severo castigo contra la infracción de las leyes cometidas, a su parecer, por el Vicario; castigo que, en su concepto, lo exigían «la dignidad de la soberanía nacional, las prerrogativas   —314→   del patronato, la armonía que debe reinar entre las autoridades civil y eclesiástica, el respeto de las armas de la Iglesia, y el orden y tranquilidad de los pueblos».

«El señor Rocafuerte -dice don Pedro Fermín Cevallos- por estas medidas lanzó contra la autoridad eclesiástica un rayo, que no resolución»218. En efecto, apenas leída la nota del Prefecto, el Jefe Supremo ordenó, por medio del Secretario general, coronel José Miguel González, que se obligara al Vicario Capitular a suspender la «escandalosa y, arbitraria censura», que se le reemplazara en su destino y se le extrañara, dentro del perentorio término de ocho días. En cuanto a los canonistas y teólogos que «a manera de inquisidores han abierto dictamen sobre este particular», mandó que se abstuvieran en adelante de «cometer hecho tan atentatorio de las libertades públicas, tan contrario a los principios sólidos de la moral evangélica, tan opuesto a las disposiciones vigentes, al derecho de patronato que reside en la nación; a los cánones, y, en fin, a la disciplina de la Iglesia».

Además, como el Vicario había pedido al clero una contribución para el sostenimiento del periódico, dispuso Rocafuerte que se suspendiese -so pena de fuerte multa- el cobro de la cuota y se la devolviera, porque tal medida «sobre ser ilegal desde su origen, sería un desafuero a la autoridad civil»219.

Sumamente peregrinos son los fundamentos del decreto de Rocafuerte y revelan ostensiblemente cuán desviado estaba el criterio respecto   —315→   de disciplina eclesiástica. Podía, en efecto, sostenerse que la censura era medida excesiva atendidas las circunstancias; mas nunca que se oponía a la ley de imprenta y a la disciplina de la Iglesia. Las publicaciones impías o irreligiosas ofendían, a la vez, la ley de la Iglesia y la ley del Estado. Como infracción contra esta última, caían bajo la jurisdicción del jurado, para la imposición de las sanciones respectivas; como lesivas del orden espiritual, la autoridad eclesiástica, dentro de su propio campo, podía castigar a su autor, separándolo de la comunidad de los creyentes, mediante la censura. ¿En qué menoscababa esta medida, de índole meramente espiritual, la competencia del Poder Civil?

Oigamos ahora al propio Rocafuerte. En carta de 12 de junio, fechada en Ambato, decía al general Flores:

«Convencido de que en el estado de revolución en que se halla el país, la energía del Gobierno puede sólo salvarlo, he tomado fuertes providencias, para disipar el nublado, que se estaba formando en Cuenca; descubierto el plan de que intentaban revolucionar el país con pretexto de religión, para cuyo efecto han publicado ya dos números de un periódico sedicioso, titulado Semanario Eclesiástico, he mandado a Cuenca al Ayudante García para que haga salir en el acto mismo del Ecuador al padre Solano editor del dicho periódico incendiario, y a los Sres. Miguel Malo y doctor Salazar agentes confidenciales del señor Valdivieso, y encargados de hacer circular en el Azuay La Voz del Ecuador. En el correo anterior fue la orden para expulsar del país al Provisor que tuvo la osadía de fulminar una excomunión contra el editor del N.º 70 del Ecuatoriano, sin previo juicio de jurados, sin calificación alguna, y sin consentimiento de la autoridad civil. Como estas fuertes medidas pueden causar algún motín, el Coronel Martínez ha salido de Riobamba para Cuenca con una buena escolta para ponerse a la cabeza de los 60 hombres de caballería que hay en el Azuay.   —316→   Más vale prevenir los crímenes y hacerlos evitar que tener que castigarlos. Algunos Diputados de Cuenca que estaban de acuerdo con los Editores del revolucionario Semanario Eclesiástico, están rabiando con la severidad de estás providencias, repitiendo que yo soy muy duro para mandar, y que yo no convengo en las presentes circunstancias. Ellos han visto sus planes frustrados, y no se conforman con la firmeza y actividad del Ministerio».


Muy pocos en el Ecuador aprobaron la violenta medida del Dictador, que atropellaba los fueros del Santuario con desmesurada prisa e irreverencia. En cambio, de Nueva Granada le llegaron voces de aplauso y enhorabuena. El general Santander le prodigaba encomios por su política liberal; ¡como si el primer deber de un gobernante no fuese amparar la libertad de la Iglesia y respetar los fueros de la conciencia religiosa!

Aun el general José María Obando, el hombre de la montaña de Berruecos, tan enemigo de Rocafuerte, no vaciló en escribir a Santander estas memorables palabras, en carta datada en Pasto el 8 de julio de 1835:

«Me está gustando Rocafuerte. Al Provisor y eclesiásticos de Cuenca que redactaban El Semanario Eclesiástico, y por cuya expatriación hubo su poblada sin poder el Prefecto remediarlo, mandó al Coronel Martínez con un Escuadrón, y los hizo salir sin que ningún vocinglero tartufo se ofreciera al martirio. Rocafuerte va a dar en tierra con la frailada, etc.; y soy de opinión que nosotros guardemos silencio en nuestros papeles públicos, para que no advierta que hace una precipitad. Si lo consigue, bueno; y si no, se echa encima ese enorme monstruo. Con sólo la palabra y la comparación podemos sacar ventaja de lo que ellos hacen y nosotros no hemos hecho»220.


La Constituyente, que afortunadamente acababa de reunirse cuando ocurrieron estos hechos,   —317→   desaprobó la actitud cesarista de Rocafuerte; y mandó, con el solo voto negativo del diputado Monsalve, que regresara a Cuenca el Provisor y continuase en el ejercicio de sus funciones, hasta que fuese acusado y juzgado según las leyes. Más grave fue aun la decisión respecto del destierro del insigne religioso que había sido alma del Semanario Eclesiástico, de fray Vicente Solano. El mismo Vicepresidente de la Asamblea, doctor Pedro José de Arteta, formuló la siguiente proposición, que mereció unánime apoyo:

«Que no resultando complicidad alguna contra el expresado religioso, ni por delitos políticos, ni por otros comunes; y siendo al mismo tiempo notorio que ha sido un amigo fiel del Gobierno legítimo, se le mande restituir a Cuenca inmediatamente y se le ponga en el pleno goce de sus derechos».


El resultado político, digámoslo así, de este penoso episodio con que se inauguró el gobierno de Rocafuerte fue, en suma, una victoria para la Iglesia. Siguiose causa contra el Provisor, por mandato del Gobierno y de acuerdo con el parecer de la Constituyente; mas aun este último arbitrio fue a poco abandonado. El doctor Vintimilla vino a Quito y entró en relaciones estrechas con el Presidente y se trocó en amigo de él. El 2 de septiembre escribía Rocafuerte al general Flores:

«El Provisor de Cuenca está aquí muy contento y satisfecho del Gobierno, pues hemos cortado su causa, y vuelve a su Diócesis con todos los honores que tenía. Por el correo de hoy he recibido una carta muy amistosa del Gral. Santander en la que me dice que todos los patriotas granadinos, amantes de la libertad, han aprobado la conducta enérgica y decisiva del Gobierno en el negocio del Provisor de Cuenca».


Y siete días más tarde le añadía: «[...] ha vuelto a su Diócesis (Vintimilla) lleno de gratitud por la buena acogida que le hemos hecho».

  —318→  

Otro escándalo eclesiástico iba a acibarar aquel precario triunfo de la Iglesia azuaya. Al salir de Cuenca, el 26 de junio, para el destierro, el doctor Vintimilla había designado gobernador eclesiástico al doctor Pío Arteaga. Mas, como el Gobierno ordenó, según vimos ya, que el Provisor fuese reemplazado, el cabildo pretendió artificiosamente coordinar el acatamiento de la orden ejecutiva con el respeto de los derechos del señor Vintimilla, e hizo el 4 de julio «de un modo aparente» el nombramiento de Vicario Capitular en el mismo doctor Arteaga; nombramiento que obtuvo el pase del Ejecutivo. Esta conducta débil e imprudente ocasionó nuevas divergencias en la asendereada diócesis.

Vuelto a Cuenca el doctor Vintimilla, se dividieron las opiniones. Algunos clérigos sostuvieron que el doctor Arteaga debía continuar como Vicario, pues había cesado canónicamente el doctor Vintimilla; y otros, los más, juzgaron que éste no había perdido su cargo por la salida de la sede de la diócesis. Subió al Gobierno civil el asunto; y Rocafuerte que, como hemos visto, había hecho ya amistad con Vintimilla, no vaciló en contradecirse y en sostener firmemente los derechos de éste. En su resolución de 10 de noviembre confesó que Vintimilla no había tenido «impedimento canónico que le pudiese privar de sus actos, jurisdiccionales», lo cual equivalía a reconocer franca, aunque tardíamente, que la orden de sustituirle en la Vicaría había constituido injustificable atropello de la jurisdicción eclesiástica. Sin embargo de esta declaración, «como el Presidente está altamente decidido a proteger con sus providencias y ejemplo la inviolabilidad de los cánones y la inmunidad y privilegios de la   —319→   Iglesia», se abstuvo de fallar y volvió a remitir el negocio al examen del cabildo Eclesiástico.

Escandalosas disidencias se sucedieron a esta inhibición aparente del Ejecutivo; y decimos aparente, porque bien claro se advertía, tanto por aquella decisión como por otros actos, que apoyaba a Vintimilla contra Arteaga. Los doctores Julián Antonio Álvarez y José Peñafiel, clérigos vehementísimos a quienes hemos visto en las Legislaturas ocupando asiento principal, impugnaron el derecho de Vintimilla a la Vicaría en su libelo intitulado Defensa de la Iglesia de Cuenca en las actuales agitaciones. Respondiéronles otros curas, encabezados por el del Sagrario, doctor Lucas Iglesias, en el envenenado folleto: Contestación al papel intitulado Defensa, etc. Mas, Álvarez y Peñafiel volvieron a publicar una Confutación y los otros su Reconvención razonada.

Vergonzosa, y humillante fue la polémica de parte y parte; pues no hesitaron los contendores en echar a la publicidad hechos que debían recatarse celosamente para que no fuesen pasto de la maledicencia. Empero, lo que más llamó la atención es el desenfado con que Álvarez, uno de los canonistas que habían dictaminado en la consulta del Provisor sobre las doctrinas de El Ecuatoriano del Guayas, sostuvo que Vintimilla había usurpado, al expedir la censura, la competencia del jurado de imprenta y que, por ende, fue legal el extrañamiento del Vicario. ¡Miserias a que daba lugar la situación de las cosas religiosas en esa época oprobiosa para la Iglesia!

Por largo tiempo continuaron las acerbas prolongaciones de la medida dictatorial de Rocafuerte. En los últimos días de diciembre de 1836,   —320→   el Cabildo Eclesiástico de Cuenca se reunió para elegir gobernador eclesiástico, de acuerdo con la decisión del Obispo de Quito, mientras se decidiera el problema de la propiedad de la Vicaría; mas hubo empate. En esta virtud, el ilustrísimo señor Arteta resolvió que el mismo doctor Vintimilla continuase interinamente hasta dicha decisión; y el Gobierno dio el pase a este nombramiento provisional el 25 de enero del 37.

Continuaron, con todo, las reclamaciones y disensiones; y en octubre de aquel año, Álvarez, Peñafiel y el presbítero José Antonio Benavides exigieron del Ejecutivo orden para que Vintimilla se abstuviese de practicar la visita de la diócesis. Rocafuerte desechó el reclamo, fundándose en que aquel era legítimo Vicario, reconocido por la Legislatura y el Obispo de Quito. Los rebeldes clérigos no se dieron a partido y pidieron revocatoria de lo resuelto por el Gobierno; mas, éste el 29 de noviembre, en enérgica y bien meditada resolución, declaró que no había lugar al recurso, esclareciendo definitiva y luminosamente la legitimidad del título con que ejercía la Vicaria el doctor Vintimilla. Triunfó la justicia, pero no el amor: la diócesis quedó, como antes, despedazada en bandos, a cuya formación no era completamente extraño el carácter del mismo Provisor.

Otras ramificaciones tuvo ese doloroso episodio. El Ejecutivo, bien fuese por excesivo apego a las quisquillas regalistas, o por otras causas, negó el pase a un breve pontificio en que se concedían gracias al Vicario; y este se vio forzado a reclamar contra tal providencia ante la Legislatura de 1837. Por fortuna, este cuerpo, reconociendo asimismo que Vintimilla era legítimo Vicario,   —321→   ordenó que se concediera el exequátur solicitado.

Entre los canónigos que habían sostenido firmemente el derecho de Vintimilla figuraba en primer término el doctor Andrés Villamagán. Con el objeto de privarle de voto en el cabildo y de procurar así el triunfo del partido enemigo del Provisor, denunciose al Presidente que el notable teólogo, entonces enfermo y ausente, no había prestado el juramento prevenido por la Constitución de 1835. Rocafuerte cayó en los lazos de la intriga y ordenó que Villamagán lo emitiese inmediatamente; y por más que éste adujo buenas razones en abono de su conducta, el Presidente insistió en su providencia. Al fin, acudió Villamagán a la legislatura de 1837, ante la cual renovó su alegación de que la Constituyente no exigía el juramento individual de los canónigos, sino el colectivo del cuerpo, alegación que fue aceptada, y, en consecuencia, se le eximió de ese deber.

Es muy significativa la doctrina que sostuvo Villamagán ante el Congreso: «Un canónigo por sí solo, decía, no es funcionario público, sino el Cuerpo o Cabildo en quien reside la jurisdicción, y de aquí es que sólo el Cuerpo que está revestido de ese carácter, está obligado con los que lo componen o están presentes al tiempo de la jura». ¡Aun los mejores canonistas no advertían la posición humillante que tenía el clero según la Ley de Patronato, y se fundaban en ella para su defensa personal!

Retrocedamos en nuestra narración. El 20 de abril de 1835 entró en Quito el jefe supremo Rocafuerte, en medio de espontáneas manifestaciones de enhorabuena de parte de la sociedad.   —322→   No quiso rehuir el saludo de la Iglesia; y, apenas llegado, concurrió a la Catedral, donde se entonó el Te Deum Laudamus. La República estaba de plácemes por la exaltación de aquel insigne prócer, cuyas faltas no fueron sino sombras que dieron resalto a los fulgores de sus admirables cualidades. La Iglesia se asoció a aquella manifestación y no vaciló en prestar el palacio episcopal, a fin de que en él diera el general Flores espléndido banquete al nuevo Magistrado.

En la proclama del día siguiente renovó Rocafuerte los sentimientos que ya había expresado en la del 3 de julio del año anterior, al invitar a la reconciliación mutua de los ecuatorianos. Oigamos el lenguaje religioso del eminente patricio:

«La Divina Providencia se ha dignado traerme en medio de vosotros, y yo me aprovecho de tan favorable ocasión para manifestaros que nunca me he desviado de los principios de la moral y de la civilización, y que siempre he sido fiel al culto del honor, de la patria y de la libertad [...] Soy cristiano y sé perdonar a mis enemigos, me propongo seguir el noble ejemplo de moderación y generosidad que nos ha dado el ilustre vencedor en Miñarica [...] Echemos en olvido lo pasado, y animados de un verdadero espíritu de concordia y de fraternidad, sólo pensemos en arrancar variados frutos a la feracidad de la tierra, en abrir caminos, en dar impulso al comercio, fomentar la minería, aumentar la riqueza nacional y abrir en la República nuevas fuentes de gloria y prosperidad».


La Iglesia, a pesar de que el Presidente no siempre le guardó el respeto y la benevolencia merecidos, había de prestar a ese patriótico programa todo el apoyo de su fuerza moral.

Casi un mes más tarde, el 14 de mayo, llegó   —323→   asimismo a Quito, el ilustrísimo señor doctor don Nicolás Joaquín de Arteta, después de haber recibido la consagración episcopal en Popayán, de manos del ilustrísimo señor Jiménez de Enciso, el 25 de marzo. La recepción que le hizo el pueblo de Quito fue jubilosa: las calles que atravesó el manso e hidalgo prelado estuvieron alfombradas de flores. Aquí y allí se escucharon conciertos musicales, con que el genio artístico de su ciudad natal le festejó alborozado. El Jefe Supremo y su ministro González asistieron al ágape preparado por la Iglesia y la familia en homenaje de respetuoso amor al ínclito Obispo. La diócesis de Quito presentaba, pues, faz muy distinta de aquella que tenía su dolorida hermana, la de Cuenca.

La recepción hecha en Quito al ilustrísimo señor Arteta compensó con creces la manera con que se le trató en el norte de la diócesis, en Pasto, por razones de política internacional. He aquí lo que a Santander decía Obando, aunque no merezca plena fe su palabra:

«El Obispo de Miñarica ha manejádose aquí muy bien, sea por política, o sea porque no ha encontrado los materiales que querían disponer. Los pastusos se han manejado con él casi de un modo terco e impolítico: yo esperaba manifestaciones de aquellas del fanatismo, y ni siquiera lo han salido a recibir esto está muy bueno [...] Ha contribuido poderosamente la importante noticia del Obispado [...] Crea Ud., mi General, que la idea de Obispado en Pasto es una batalla general y decisiva: ¡por el amor de Dios! que se dé el Decreto; que elijan un Obispo como Racines, como Vázquez (Rafael María) o Afanador (Pascual), saquen un hombre bien calculado y están para siempre remachadas las puertas del Sur»221.




  —324→  
III. La Constituyente de 1835

El 22 de junio de 1835 se instaló en Ambato la segunda Constituyente ecuatoriana. Los anhelos de Rocafuerte se habían cumplido: ni un solo sacerdote ocupaba asiento en aquel cuerpo, presidido por el insigne poeta que acababa de cantar la victoria de Miñarica.

Más, esta Convención en que la Iglesia no estuvo representada, iba a ser prueba viva de la unanimidad del sentimiento e ideal religiosos en el país. A pesar de que la había precedido larga propaganda anticlerical, los legisladores se mostraron mucho más respetuosos de la tradición católica que los de cinco años antes.

El mismo Rocafuerte vino a agregar la voz oficial a aquella intempestiva difusión de ideas exóticas. Con la franqueza de quien «sólo teme a Dios», expuso el vehemente tribuno de 1833 las razones por las cuales creía imposible la consolidación del régimen democrático en el país; y explicó a la par el contraste que existía entre las instituciones artificiosamente liberales y la realidad política:

  —325→  

«La Constitución del año 30 que se trata de reformar, o de anular según convenga, dijo, presenta raras anomalías. Al lado de las declaraciones de la soberanía del pueblo, de la creación de un cuerpo legislativo, de la distribución de los poderes, de la libertad de imprenta, y otras semejantes, que son puramente democráticas, están la intolerancia de otros cultos fuera del romano, el reconocimiento de los fueros privilegiados, el pupilaje de los indígenas y el statu quo de los establecimientos eclesiásticos y monacales, que han consagrado nuestras leyes. ¿Puede existir la democracia en medio de tales contradicciones y en un país escaso de población, y cuando esta se compone de elementos heterogéneos?».



Muy cierta era la antinomia que advertía el genial magistrado entre la ley y el hecho políticos, calcada aquélla de las Cartas de países donde la costumbre de libertad había precedido a la libertad escrita, cimentada en la base secular de la tradición constitucional. Mas, ¿en qué perjudicaba la unidad religiosa a la consolidación de la doctrina democrática? Por ventura, ¿no era la unanimidad de la fe el único vínculo de fusión espiritual de tantos elementos heterogéneos como coexistían en nuestra patria? ¿No había, acaso, establecido Chile régimen cívico adecuado a su índole peculiar, sin herir la fe del país, y antes bien valiéndose de ella para la educación nacional?

Contradictorio era, pues, el Mensaje del Presidente sociólogo. ¿No recordaba él mismo, poco después, como ejemplo digno de seguirse que «¿Solón no dio a los atenienses las mejores leyes, sino las adecuadas a su población; moral y luces?». ¿Qué reclamaba la condición del país, sino el robustecimiento de las fuerzas religiosas que habían dado a la nación su fisonomía: tradicional, su contextura orgánica, su vital unidad?

  —326→  

Juzgaba Rocafuerte que el mayor bien para el país era la paz; y se preguntaba a sí propio: ¿Cómo conservar la paz sin estar preparado a la guerra?

«De aquí resulta, añadía, la necesidad de un ejército; pero un ejército no puede mantenerse sin rentas públicas; no puede haber rentas públicas sin trabajo productivo, ni trabajo productivo sin inteligencia y costumbres buenas, ni inteligencia y costumbres sin religión, de donde se deduce que todos los bienes pasivos de la sociedad sacan su noble origen del mismo Cielo».



¿En qué pueblo latino y de tradición católica se ha visto el estupendo milagro de que la desunión religiosa, la libertad de cultos, sea por sí sola factor de paz, de mejoramiento de costumbres, de incremento de la cultura?

Penetraba luego en la médula de nuestro problema religioso y señalaba el Presidente algunas de las necesidades que reclamaba la condición de la Iglesia:

«La reforma del clero, la pureza de sus costumbres, la dignidad del culto, la educación de los sacerdotes, la abolición de ciertos abusos, la extinción de tantos días de fiesta, que entorpecen el desenvolvimiento de la riqueza pública, deben ocupar la atención de los legisladores. En los fastos de la historia, la reforma religiosa ha precedido siempre a la política. Los Ministros del altar son los verdaderos maestros de la moral pública, los que deben enseñar al pueblo la importancia del trabajo, y grabar en sus almas con el sello de la Religión la santidad del juramento, que es la base de la legislación y la garantía de los pactos sociales».



Mezcla de bueno y de malo, de pensamientos felices de reacción nacional y de insinuaciones inconvenientes para los mismos fines que perseguía: he aquí lo que fue el primer Mensaje de Rocafuerte. Ciertas eran muchas de las necesidades   —327→   que él enunciaba: el clero yacía en absoluta postración moral, por obra y gracia del mismo abyecto régimen patronal, del que ninguno; de los políticos se atrevía a prescindir; el culto, especialmente en las poblaciones rurales, se entremezclaba con prácticas de grosera materialidad y añejos y bastos simbolismos que, atrayendo excesivamente la imaginación de las gentes sencillas, hacían olvidar a menudo el profundo valor de la liturgia sagrada. Las fiestas sobreabundaban y ofrecían ocasión de vergonzosas bacanales en el campo, entre los envilecidos indios. Sin embargo, la enmienda de tales males no era de la incumbencia del Poder Civil. Éste podía representar a la Santa Sede, reclamar de ella providencias enérgicas y prestarle generoso auxilio para su ejecución. Mas, ¿de dónde le venía la competencia para hacer por sí propio la reforma, como pedía Rocafuerte, secundando las ideas emitidas por el célebre Ecuatoriano del Guayas? Por otra parte, ¿estaba resuelto el Poder Civil a realizar las innovaciones indispensables en el régimen de las relaciones entre las dos Sociedades, a fin de que la reforma pudiera ser asequible, y, alcanzada, se mantuviese? ¿Daría a la Iglesia la independencia anhelada? ¿Se proponía, tal vez, renunciar al ejercicio de perenne y envilecedora tutela sobre el clero, por medio del patronato? ¿Pensaba en borrar del Código procesal los recursos de fuerza con que se hacían nugatorias las providencias de los prelados contra los clérigos díscolos o escandalosos?

No ignoró Rocafuerte la necesidad de la reforma eclesiástica; pero malogró sus afanes, por no entender cómo había de iniciarse y llevarse a feliz   —328→   término. Sus prejuicios contra el «romanismo» fueron parte poderosa para hacerle olvidar los medios eficaces de realizarla.

Ocupose ante todo la Asamblea en la elaboración de la Carta Política. Como la de Cúcuta y la de 1830, ábrese «en el nombre de Dios, Criador y Supremo Legislador del Universo». El artículo 13, relativo a la religión del Estado fue concebido desde el principio en términos irreprochables «La Religión de la República del Ecuador es la Católica, Apostólica, Romana, con exclusión de cualquiera otra. Es un deber de los Poderes Políticos el conservarla y protegerla». En la redacción definitiva cambiose algún tanto el inciso último, debilitando su energía original. «Los poderes políticos están obligados a protegerla y hacerla respetar». Mas, ambas fórmulas eran ampliamente satisfactorias para la conciencia religiosa de la Nación.

El diputado por Pichincha doctor José María Salazar pidió entonces -ya don Manuel Zambrano lo había hecho al tratar de las bases de la Constitución- que se dejase constancia en ésta de que la religión católica era «la única verdadera». Tal adición dio lugar a largo debate; y la mayoría del cuerpo rehusó aceptarla. Salvaron sus votos los dos representantes ya designados, los doctores José María Laso y Ramón de la Barrera y don Francisco de Aguirre, diputados todos asimismo del Departamento de Quito. Don José María Pareja aclaró que había estado por la negativa sólo «en fuerza de que las palabras que se querían agregar al artículo, formaban una redundancia o pleonasmo, según lo había expresado en otra ocasión un Diputado».

No olvidó la Carta de distribuir entre los Poderes   —329→   Públicos las atribuciones patronales, como en los anteriores Estatutos Supremos; mas, no hizo expresamente del patronato una institución constitucional, ni menos requisito sine qua non para proteger la religión de la República. La fórmula, simple y llana, empleada por la Asamblea, dejaba abierto el camino para cualquier arreglo leal y respetuoso con la Silla Apostólica sobre el mismo patronato.

La Constituyente mostró prudencia, admirable para aquel tiempo, en todos los negocios que concernían a la Iglesia; y aun dio lecciones de acatamiento de la jurisdicción espiritual a los mismos que debían empeñarse preferentemente en mantenerla intacta.

Así, el Vicario Capitular de Cuenca, presentó ante la Asamblea una queja contra el deán de aquella iglesia, por abuso simoníaco en la concesión de dispensas matrimoniales. El doctor Landa ejercía estos derechos en virtud de antigua delegación del ilustrísimo señor Miranda. La Comisión Eclesiástica, compuesta por los diputados Laso, Salazar, Falconí y Campos y en que prevalecía el criterio del primero, canonista tan eximio en ciencia como en probidad, opinó que el Poder Constituyente no podía asumir jurisdicción, por tratarse de asunto puramente espiritual y del que debía conocer la autoridad eclesiástica competente. El cuerpo se adhirió a dicho parecer, lo cual no fue parte para que cesaran las rivalidades y disensiones de los dos clérigos.

La Junta de Beneficencia de Quito había provisto con un secular la Cátedra de filosofía del Convictorio de San Fernando, violando los privilegios de que gozaba la Orden Dominicana, como fundadora del Plantel. Fue ése el primer paso   —330→   en orden a la secularización del Colegio, en que soñaba el presidente Rocafuerte. Empero, la Comisión de Educación Pública, respetuosa de la justicia como la Eclesiástica, dictaminó en el sentido de que se debía revocar esa providencia y sacar a concurso la cátedra, admitiendo en él a religiosos dominicanos, conforme a las disposiciones legales.

Si la Constituyente no agravó la situación de la Iglesia, tampoco pudo innovar en su favor. El Obispo de Quito y su cabildo pidiéronle que derogara la ley de 18 de octubre de 1833 acerca de diezmos y restableciera la distribución colonial de ellos. Mas, ora fuese por falta de tiempo, ora por no poner mano en asunto tan espinoso, o por no agravar la situación de la Hacienda, que extraía pingües entradas de la renta eclesiástica, no hizo reforma alguna en ese sentido.

También en otros asuntos delicados mostró la Asamblea igual circunspección. Tratábase en aquellos días de la erección del Obispado de Pasto, que el Gobierno granadino impulsaba con afán particular; sobre todo por móviles de política internacional222. La Santa Sede, deseosa, de conciliar, en lo posible, los intereses de los dos países, que mostraban igual anhelo por retener a Pasto, se dirigió al Obispo de Quito, manifestándole su deseo de que se llegara a una   —331→   transacción entre los Gobiernos sobre la erección del Obispado.

Las comisiones diplomática y eclesiástica recomendaron que el Gobierno apresurase el viaje a Bogotá del Plenipotenciario nombrado, y le diese suficiente autorización, para terminar de modo definitivo ése y los demás puntos de discrepancia; y que, mientras tanto, protestara solemnemente «contra la política misteriosa y simulada que el Gobierno granadino ha observado con respecto al nuestro, indicando la extrañeza que ella ha producido». Este mesurado informe, en que por ningún concepto se pretendió poner obstáculos a la creación de la diócesis de Pasto, fue aprobado unánimemente por la Asamblea.

El ilustrísimo señor Arteta, que ardía en celo por la cultura pública y, especialmente, por la educación cabal del Clero, dirigió a la Constituyente una representación sobre el deplorable estado del Colegio de San Luis,

«que casi ha tocado, decía, en el extremo de su extinción. Privado de sus rentas y deteriorada su casa por haber servido de cuartel de tropas y el refectorio de coliseo, sin arbitrios para refaccionarla, no han podido en el año pasado recogerse sus alumnos».



En el seminario no había propiamente cátedra alguna: los mismos profesores de la Universidad enseñaban a los alumnos de aquel plantel. Por esto, el doctor José García Parreño, benemérito rector del último establecimiento, expresó en el informe que el Obispo acompañó a su representación:

«desde que las cátedras del Seminario Conciliar de esta ciudad, se hallan incorporadas en la Universidad Central, la educación de los seminaristas ha dependido exclusivamente del buen arreglo y organización de los catedráticos universitarios».



  —332→  

Los seminarios son los grandes focos que alimentan la llama religiosa. Si ese foco languidecía, ¿qué podía esperarse para la renovación espiritual del país?

Nada definitivo y eficaz acordó en este punto la Asamblea. Su Vicepresidente, el doctor Pedro José de Arteta, hermano del propio Obispo, tuvo la peregrina idea de proponer la refundición del «San Luis» y del «San Fernando», planteles de origen y finalidad diversos, que no cabía amalgamar sin graves inconvenientes y sin violar los derechos de la Iglesia y de la Orden Dominicana. Mas todas estas medidas quedaron relegadas al olvido. Era tan hondo el malestar de la instrucción pública, que ni siquiera pagaba el Estado las becas que debía costear en el «San Fernando». A sus alumnos, se les constriñó tal cual vez a servir en la guarda de la ciudad; con mengua de la moralidad y ruina de los estudios, según informaba el padre fray Francisco Martínez, último rector dominicano.

La Asamblea aprobó la fundación del Colegio de niñas «Santa María del Socorro», en el edificio y con las rentas del «Beaterio». El ilustrísimo señor Arteta no había vacilado en acceder a la petición del Presidente, siempre que se conservara, siquiera en parte, el objeto de la primitiva obra pía: propuso, pues, y obtuvo aparentemente que se mantuviesen en ella diez beatas y que el sobrante de las entradas se aplicase al sostenimiento del colegio. El Capellán del Beaterio exigió a la Constituyente que las temporalidades de la casa quedasen a su cargo, a fin de evitar su traslación al Estado, medida peligrosa indudablemente: ya inquietaba, en efecto, a muchos la perspectiva de la secularización, de algunos institutos   —333→   que el Presidente proyectaba, para realizar con rentas eclesiásticas lo que no permitía la inopia fiscal. La Convención, desviándose de la línea de justicia que había presidido sus labores, desechó la petición del Capellán y confió a la prudencia del Ejecutivo el modo de asegurar las entradas de la casa. El lobo quedaba encargado de la custodia de la presa...

La Asamblea votó subsidios y otras ventajas en favor de los Cármenes; y de acuerdo con las importantes insinuaciones de la junta administradora del hospital de Quito (que componían, entre otros, los presbíteros Clavijo y Castelar); encomendó a los religiosos betlemitas todos los servicios. Suprimiose, consiguientemente, el personal seglar, a trueque de satisfacer a los 6 frailes lo necesario para su alimentación y vestuario. Fue ésta una de las últimas tentativas que se hicieron para mantener en la dirección del instituto a la orden que tan admirables servicios había prestado durante la colonia.

La Constituyente discutió un proyecto para que los empleados civiles y eclesiásticos -¡nuevamente la odiosa asimilación!- pagasen anualidades, medias anatas, etc.; así como otro, prohibitivo de abusos de párrocos y diezmeros contra los indios, medida necesaria para reprimir a los eclesiásticos que infringían la ley de caridad de su excelso ministerio, en perjuicio de la porción social más desvalida. Esos clérigos codiciosos, ¿iban a recordar de la imagen viviente de Cristo, de los pobres?

Por último, concedió amnistía a los eclesiásticos que habían participado en los últimos sucesos políticos, entre los cuales se contaban algunos eminentes, como el doctor José Miguel de   —334→   Carrión y Valdivieso. Aun durante las reuniones de la Asamblea habían sido apresados el provincial de San Agustín y el padre Carvajal, en unión de varios civiles y de una señorita Orejuela. Rocafuerte, en eso de contener revoluciones, no tenía piedad ni del sexo débil.

Todavía no habían comprendido todos los miembros del clero su deber de mantenerse por encima de las luchas meramente políticas, para ejercer con serena eficacia su apostolado de amor y paz. El patronato le constreñía a ser corporación política, por fas o por nefas223. Unos pocos, que tenían la frente más alta que los demás, no vacilaban a veces, con peligro de su carrera y con riesgo de ajar la dignidad de su ministerio y de ofender los derechos del Poder legítimo -non est potestas nisi a Deo- en prestar apoyo a la oposición, y cosa más inexcusable, a los movimientos subversivos. Así la Iglesia aparecía a menudo dividida políticamente, con menoscabo de su influencia espiritual y de la concordia y solidaridad fraternas.

El 8 de agosto dio la Constituyente posesión al nuevo Presidente, que lo fue el mismo insigne Jefe Supremo. Según la fórmula constitucional, Rocafuerte juró a Dios y por los Santos Evangelios que observaría y protegería la religión del Estado. Y en el breve y cristiano discurso, que siguió al juramento, prometió que se empeñaría en que la Religión tuviese «el esplendor que corresponde a su celestial origen».

Vamos a juzgarle de acuerdo con esta promesa sagrada.