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VI. Legislatura del 39

Hemos visto en anteriores parágrafos como don Vicente Rocafuerte observó en lo religioso, durante su fecunda administración, conducta imprecisa, fluctuante, que por ningún concepto correspondía a hombre de tan clara y fuerte personalidad. Mas, al fin de su período constitucional, al saludar con el mensaje de estilo a la Legislatura de 1839, aquel varón insigne quiso, con notoria inoportunidad, transparentar algo más su verdadero ideario; y esbozó un programa de acción político-religiosa, que había de ser vademecum de los legisladores por largos años.

No aplaudirá la Historia que el gran estadista escogiese el último día de su combatido gobierno para hacer aquel desentonado alarde de ideas exóticas, a pesar de que aun le ligaba la promesa jurada de sostener la religión católica, oficial en el Estado. Si no supiésemos cuán sincera amistad le ligaba al general Flores, sucesor suyo, habríamos sospechado que pretendió llenar de obstáculos el camino que éste había de recorrer. Por otra parte, el mismo ilustre General andaba también por aquellos días no menos empeñado en aparecer enemigo del fanatismo e iniciador de reformas trascendentales.

Nada hemos de decir acerca del juicio que emitió Rocafuerte sobre los caracteres del sentimiento religioso en aquella época, caracteres a los cuales imputaba en buena parte el atraso de la ilustración general. Muy cierto que la religión, por falta de estudios apologéticos serios en las clases ricas y por total ignorancia en las desvalidas, se reducía, a menudo, a prácticas exteriores y no penetraba, como fuerza de bien obrar, en   —380→   los senos profundos de la conciencia. Cierto también que, mientras el espíritu languidecía en la tibieza y el ideal cristiano se agostaba en los corazones, se pretendía sosegar escrúpulos con el mero uso de los medios, útiles sí, pero secundarios en la economía de la vida espiritual (escapularios, romerías, bulas de Cruzada, etc.) a que se refería el Presidente.

Indudable era, consiguientemente, que el sentimiento religioso debía purificarse y convertirse en energía moral poderosa para que desapareciese ese divorcio, tan frecuente entonces, entre el pensamiento y la vida, entre el ideal y las costumbres. Mas, ¿cómo conciliar el llamamiento de Rocafuerte a religiosidad más profunda y sincera con sus intempestivas exigencias de la tolerancia de cultos? ¿Por ventura ha sido ésta, en algún país latino y católico, medio de robustecimiento de las convicciones cristianas?

El varonil estadista quería a todo trance impulsar la colonización; y consideraba requisito esencial la libertad religiosa. Para sostenerla apeló al ejemplo de otros países y a consideraciones que, por probar demasiado, nada probaban. Como tantas veces se ha demostrado, el colono busca paz, caminos, tranquilidad en el ejercicio del dominio, garantías personales; pero no reclama templos ni capillas para su culto. El país no negaba a ningún extranjero la tolerancia civil, el respeto a la eminente dignidad del hombre y del cristiano, propio de la moderna civilización; mas, establecer la pluralidad de cultos en la ley, anticipándose a la necesidad y a la costumbre, no era sino modo artificioso de fomentar la anarquía, de debilitar los frágiles cimientos de la nacionalidad, de introducir nuevos   —381→   gérmenes de desorden en país donde bullían las fuerzas de desintegración social249.

No agradecerá, pues, la Historia a Rocafuerte por ese que creyó esfuerzo de patriotismo en bien de la prosperidad de la República. Cincuenta años más tarde (permítasenos emplear un testimonio del cual nos hemos servido en otros estudios), el doctor Wolf, ex jesuita que cayó a pesar de su sabiduría científica en triste apostasía, dijo que, piénsese lo que se quiera respecto de la libertad de cultos en principio, el país no la necesitaba...250.

Grave era la insinuación de Rocafuerte; mas, por lo pronto no podía traducirse en hechos a consecuencia de la dificultad de modificar la Constitución. Mucho mayor trascendencia práctica tenían, por lo mismo, las Reformas que, en el capítulo así intitulado del mensaje, proponía desenfadadamente. Eran las siguientes: reducción del Coro de Quito y de las rentas de los obispos; traslación de la masa entera de diezmos al Estado, como ya se hacía con los de la diócesis de Guayaquil; determinación del número de sacerdotes que la República debía sostener, para que todos sus habitantes pudiesen gozar de la instrucción moral; abolición del fuero eclesiástico, modificación de aranceles parroquiales; extinción legal y paulatina de las Comunidades religiosas; supresión de conventos menores y aplicación de sus bienes a la enseñanza pública; creación de   —382→   una junta de vigilancia de los bienes de los regulares. ¡¡Todo esto se proponía (sorprende la ingenuidad del Presidente) en bien de los mismos frailes, para evitar que el país -¡el nuestro!- presenciara las sangrientas escenas de 1792 en Francia y de 1834 en España...!!

El mensaje no pudo menos de herir los sentimientos religiosos de la Nación. Aun a la Legislatura llegó la voz de protesta de la ciudadanía. Entre los mejores documentos que entonces se escribieron merece mencionarse una representación del clero de la provincia actual de Tungurahua, cuya primera firma es la del cura de Píllaro don Juan José Roca; pero que seguramente fue escrita por el sabio teólogo doctor Joaquín Miguel de Araujo, quien la suscribió también.

¿Cómo no había de alarmarse el país todo, si en aquel programa se encuentra el esbozo de muchas de las medidas antirreligiosas tomadas por el liberalismo setenta años más tarde? Las mismas leyes de Cultos y de Beneficencia, expedidas en 1904 y 1908, están contenidas en germen en aquel insidioso documento.

De acuerdo con las ideas y hasta con los términos empleados en el mensaje, presentose al Senado -acaso por el propio Presidente- un proyecto de ley sobre reforma de regulares, que partía del principio, enunciado en el considerando redactado por el doctor Salvador, o sea que

«no es necesario ni conviene a la Nación que en los conventos de regulares se admita mayor número del que pueden mantenerse con sus rentas, para propender en lo posible a establecer la vida común».



Principio evidentísimo era éste, que pudo y debió mover al Estado a gestionar ante la Silla Apostólica la reforma; mas no a pretender realizarla   —383→   por su sola autoridad, ni con los meros recursos de la política.

En el curso del debate fueron presentándose sugestiones mucho más graves y nocivas. Así, aun el mesurado y respetuoso doctor Salvador propuso que se cerrara inmediatamente el noviciado de los padres de San Camilo, o Casa de Agonizantes, abierto sin autorización legal; y esta iniciativa dio asidero para que don Vicente Ramón Roca, cuyo impaciente regalismo ya conocemos, insinuara la clausura de todos los noviciados por cuatro años, medida que se aprobó ligeramente con el solo voto negativo de los senadores Carrión, Rodríguez y Galecio. Roca pidió también que las casas y rentas de los conventos menores donde fuese imposible la vida común, se aplicasen a la enseñanza, idea que encontró acogida en el Senado, mas no en la Cámara de Diputados.

Indecorosos incidentes provocados ante la misma Legislatura por ciertos frailes daban origen a nuevos proyectos. Algunos mercedarios, presididos por el padre José Dávalos, dirigieron al Senado solicitud de amarga queja contra el provincial de la Orden fray Juan Ferrín y contra el Obispo de Quito, por haber puesto dificultades a la ejecución del rescripto del Internuncio Baluffi sobre su secularización, y pidieron la supresión de los conventillos. Alegaban los frailes que la oposición del Obispo de Quito sólo se fundaba en la inconveniencia de la disminución de los religiosos en determinados conventos; y por esta causa, el Senado determinó en el artículo 1.º de la ley en que nos ocupamos, que

«sea cualquiera el número de regulares que se estime deban existir en los conventos con arreglo a sus rentas,   —384→   el que disminuya éste número, no será embarazo para que hagan uso del indulto de secularización».



Este artículo, como fácilmente se colige, estaba en abierta pugna con el considerando antes citado; y demuestra que el verdadero propósito de la ley no era promover la vida común, sino allanar los caminos a las secularizaciones de religiosos, destruir a troche y moche las instituciones monásticas.

Por el resultado de la primera discusión en la junta de dos de marzo (13 votos afirmativos contra 10 negativos) se temió un momento que la ley no fuese aprobada en la Cámara de Diputados. Mas, el general Flores, que acababa de pasar de la curul legislativa a la Presidencia de la República, empeñose decisivamente en que no se deshiciera la obra comenzada por el Senado. Oigamos cómo se expresaba el 7 del mismo mes, en carta al general Santander:

«Aquí nos tiene usted luchando con el fanatismo religioso la ley sobre reformas de regulares de que hablé a usted en mis cartas anteriores, pasó felizmente en la Cámara del Senado. Mas, desgraciadamente le anuncio que será rechazada en la de Representantes. Yo he hablado con algunos diputados, y según los escrúpulos de conciencia que les noto, desconfío del éxito que antes me prometía, aunque no por esto pierdo la esperanza de conseguir algo a fuerza de tesón y aun de compromisos. Confidencialmente le diré a usted que pienso dirigirme al Papa solicitando la Bula de secularización de todos los Conventos y anunciándole que si él no interviene en la exclaustración de los regulares, la potestad civil procederá de hecho. No sé si esto baste a decidir el ánimo del Papa; y desearía que Usted y los buenos granadinos me sugieran privadamente los medios que yo debo emplear para dar cabo a la empresa única que puede hacer la dicha de este país. Yo tengo bastante fortaleza para hacer la reforma por mí mismo, pero carezco de autorización   —385→   legal, y claro es que el Congreso no me la concederá»251.



Si bien en la Cámara de Diputados había hombres escrupulosos, a quienes repugnaba el mezquino papel de reformadores eclesiásticos y que aun no tomaban gusto por la fruta del cercado ajeno; algunos de sus miembros superaban en pasión regalista y en confusión de ideas a los del Senado. Allí estaba el doctor Ramón Miño, jurisconsulto eminente, pero cuyas doctrinas peregrinas llamaban ya la atención de toda la sociedad; allí también el doctor Pío Bravo, varón docto que tampoco perdía ocasión de probar su cesarismo.

Miño, con apoyo del diputado Pareja -cuya audacia ya hemos vislumbrado en el debate relativo a la secularización del «San Fernando»- propuso que todos los bienes de los religiosos se administrasen por medio de ecónomos, designados por la respectiva Comunidad, y no por el Superior de ella solamente. Las cuentas de los ecónomos debían someterse a la aprobación del diocesano, a fin de que éste las pasase, con su informe, a conocimiento del Ejecutivo. A éste, a su vez, correspondía transmitirlas a la Legislatura. ¡Triple engranaje para asunto de tan poco momento!

Sugirió igualmente el referido jurisconsulto que los Gobernadores visitasen cada seis meses los conventos para cerciorarse del cumplimiento de la ley de 8 de marzo de 1826 sobre profesiones; y que los religiosos, que no tuviesen congrua, pudieran secularizarse a título de misión. Pero el mismo renombrado jurista comprendió que el   —386→   Estado carecía de facultad para tan ignominiosa y despótica intrusión en los asuntos conventuales; y añadió al fin de la ley un artículo por el cual el diocesano debía ocurrir a la Santa Sede por la autorización necesaria, si no la tuviere, para llevar a ejecución los arreglos que se le encomendaban con el propósito de introducir la vida común.

De la Cámara de Diputados volvió, pues, el proyecto muy agravado a la de Senadores; por lo cual este último cuerpo se vio en el caso de rechazar algunas de las reformas introducidas por Miño. Pudo, surgir conflicto entre las Cámaras; pero aquel diputado obtuvo que, en atención a la premura del tiempo, pasaran únicamente al Ejecutivo los artículos que habían sido aprobados por ambas.

En consecuencia, sólo a causa de la inminencia de la conclusión del período legislativo y de las disidencias entre las Cámaras, fue la Ley de Reforma de Regulares menos dañina y radical de lo que pensaron sus autores252.

Varias de las medidas comprendidas en la ley   —387→   eran indudablemente necesarias al buen orden y restauración de la disciplina de los claustros; y la Iglesia las habría tomado sin necesidad de la intervención del Estado, si dentro del régimen patronal hubiese sido soberana de sus destinos, persona sui juris. Mas, la Sociedad espiritual, incorporada en el Estado, carecía de libertad y autonomía. La mayor parte de esos males, que el Legislador civil pretendía en vano curar eran efecto insanable del caos que existía en las relaciones entre los dos Poderes, de la servidumbre eclesiástica, de la despótica acción del Cesarismo en el orden religioso.

Anhelo no sabremos decir si leal o hipócrita del Legislador temporal, era el restablecimiento de la vida común, como si ésta pudiese conseguirse con la coacción del Poder Público. Flor de la vida religiosa, manifestación suprema de solidaridad fraterna, testimonio fehaciente de poderosa espiritualidad, la vida común no brotaría sino de la restauración profunda del ideal monástico, del reflorecimiento del espíritu evangélico en los claustros ecuatorianos.

«Casi treinta años habrían de decurrir, escribimos en otro lugar, para que la reforma de regulares, sueño dorado de los legisladores del 39, se cumpliese. Y esa profunda innovación, que transformó radicalmente la faz religiosa del país [...], debía ser el fruto del Concordato, es decir de la concordancia de los dos Poderes en la ardua labor que suponía la recomposición de los claustros. El patronato, cadena de hierro que sujetaba los brazos de la Iglesia y le impedía el ejercicio de sus iniciativas para la depuración de las costumbres monacales, no podía traer jamás resultados beneficiosos al país; y mientras rigiese él   —388→   era inútil soñar en que se implantase la reforma: mantener la causa y pretender curar sus efectos, era pernicioso absurdo o inconsecuencia incomprensible»253.



Así, esas leyes, en vez de remediar el mal lo empeoraron, torciendo el criterio de la sociedad, acostumbrándola a la intervención del Estado en el orden espiritual.

El padre Solano levantó como siempre su voz contra la apellidada reforma de regulares. En sus Observaciones sobre el Proyecto de Ley del Senado, reproducido en el tomo II de sus Obras, estudió serenamente los argumentos con que se propugnaban las medidas contenidas en aquél; y descubrió las intenciones que se encubrían bajo el nombre de reforma.

«Sin embargo se dirá: aquí no se trata de extinguir los Cuerpos regulares, sino de reformarlos para que vivan santamente, y vayan al Cielo. La obra es muy caritativa; pero no viene al caso. Nadie puede mejorar un establecimiento, si no tiene vocación para ello. De aquí es que, en el Diccionario de la potestad civil, reformar y destruir son verbos sinónimos».



«El proyecto de ley, añadía al concluir, es un atentado contra la disciplina de la Iglesia; los Regulares se oponen por esto, y no por vivir a sus anchas, como falsamente se ha propalado para hacerlos odiosos. Muchos de ellos suspiran por una saludable reforma, Sí: saludable, siempre que venga de las manos que deben plantear este grandioso edificio».



Consumado el hecho, dictada la ley, volvió el atleta de la buena causa a tomar la pluma para escribir Los derechos de la Verdad vindicados contra un escrito anónimo intitulado Al Público. Allí pulverizó una vez más las pueriles razones de los endiosadores del absolutismo religioso,   —389→   trasplantado a estos países en nombre del patronato, arma enherbolada que, en pleno siglo XIX, el siglo de la libertad, blandían hombres atrasados espiritualmente una centuria. En ese escrito, el padre Solano anunció el triunfo inminente de la Iglesia y la ruptura de las enmohecidas cadenas regalistas.

«Dios no permite los males, sino para sacar bienes, dijo; y uno de éstos es que las revoluciones del siglo XIX van a esclarecer los legítimos derechos de la Iglesia, usurpados tantos siglos hace por los soberanos [...] Los jurisconsultos de todas las naciones, con muy poca excepción, no han visto en la persona del soberano, si no un poder colocado sobre el trono y el altar; un segundo Papa, y a veces el primero. Estas viejas preocupaciones se han pulverizado en medio de las revoluciones y de la libertad de imprenta, por manera que en Francia ya no hay verdadero católico que no mire con horror las libertades, las regalías y los cuatro arts. de la Asamblea del Clero de 1682. Todo el clero francés se ha convertido en ultramontano, dice De Pradt; y yo añado: ha hecho muy bien. Así que la Iglesia, triunfante de la oposición de sus enemigos, entonará justamente: Salutem ex inimicis nostris...».



No se satisfizo el Legislador con las medidas relativas a las secularizaciones que contenía la ley de 17 de abril de 1839. Mientras el Senado discutía aquélla, la Cámara de Diputados estudió otro proyecto, presentado por la Comisión Eclesiástica, en que se establecieron nuevas facilidades para obtener dicha gracia o la de nulidad de profesión. Según él, cualquier demora de parte de las Curias en el trámite del juicio absolutamente gratuito de nulidad o secularización, debía considerarse como denegación de justicia y prestaba mérito para recurso de fuerza.

Con las dos leyes que hemos indicado se fomentaron las secularizaciones, a pesar de la oposición   —390→   de monseñor Arteta, fundada en gravísimas razones que veremos oportunamente. Disminuía el número de frailes con la relajación expeditiva de los votos; pero aumentaba simultáneamente el de clérigos corrompidos. ¿Y quién pensaba en la reforma eclesiástica general? ¡El Estado no se interesaba en ella, porque el clero secular no tenía riquezas, de las cuales pudiese apropiarse el empobrecido erario!

Legislatura tan aficionada a disponer sobre cosas eclesiásticas, debía ser, y fue en efecto, muy celosa en el ejercicio del derecho de pase. La comisión eclesiástica del Senado, presidida por el eminente Obispo electo para la coadjutoría de Quito, dictaminó que se lo otorgase a la bula pontificia sobre reducción de los días festivos. Mas, como estaba dirigida a monseñor Arteta, pretendieron algunos senadores que no había sido solicitada por el Poder Ejecutivo; y con este solo pretexto, Tola, Martínez Pallares y Roca pidieron que no se lo concediese. Por fortuna triunfaron los razonamientos de Carrión, Arteta y Salvador. La Cámara de Diputados lo otorgó de plano, sin debate alguno.

El senador por el Guayas don Ángel Tola, trató también de que se rehusara el exequátur al rescripto del Delegado Apostólico en que nombraba Visitadores para los conventos de ambos sexos, a título de que monseñor Baluffi no había enviado credenciales, ni copia de las facultades pontificias de que estaba investido. Roca, el tozudo regalista Roca, fue del mismo criterio. Maravilla la actitud de aquellos senadores, quienes no podían ignorar que era el propio Presidente de la República el que había solicitado el   —391→   rescripto ¡y reconocido la alta calidad con que monseñor Baluffi lo había expedido!

Al fin, después de largas divagaciones, acabó el Senado por devolver al Ejecutivo el rescripto, para que él concediera el pase, pues no versaba sobre puntos de disciplina general. La Cámara de Diputados aprobó la resolución de la Colegisladora, disponiendo eso sí que, hecha la visita, el Ejecutivo diese cuenta a la Legislatura. Esta moción presentada por un regalista y un clérigo, el doctor Orejuela, ¿a qué otra cosa podía conducir sino a que sirvieran de pasto de la maledicencia los asuntos conventuales? El Ejecutivo, a quien era imputable aquella dilación, puso entonces el pase, como se lo había pedido el ilustrísimo señor Arteta antes del Congreso.

Mayores y más graves discusiones ocasionó el de la bula de erección del obispado de Guayaquil. El Senado procedió en esta vez con suma discreción, pues concedió el exequátur simple y llanamente; pero, en la Cámara de Diputados, la Comisión Eclesiástica compuesta por Nieto, Miño y otros, opinó que no debía extendérselo a dos partes de la bula: aquella en que se mantenía a la Iglesia de Lima como Metropolitana, y la que unía el deanato a la cura de almas de la Matriz de Guayaquil.

El Senado, respetando la decisión pontificia en todas sus partes, insistió en el otorgamiento del pase a la bula íntegra; y se limitó a recomendar al Ejecutivo que solicitara, por medio del Delegado Apostólico, la pronta erección de la Iglesia Catedral de Quito en Metropolitana. La Cámara de Diputados tornó, sin embargo, a mantener su criterio, salvando únicamente su voto el doctor Orejuela; mientras Miño y Bravo,   —392→   con tesón digno de mejor causa, daban nuevas lecciones al Papa sobre cánones. Tras largas insistencias de una y otra parte, aceptó el Senado el pase condicional, a fin de que la bula pudiera ejecutarse siquiera parcialmente.

Hemos visto cómo las legislaturas y el Ejecutivo negaban su venia a las bulas o breves pontificios no solicitados por intermedio del Gobierno, a pesar de que el Estado carecía de agente diplomático ante la Silla Apostólica. A fin de poner término a tan anómalo criterio y facilitar la obtención de los beneficios papales, el doctor José Fernández Salvador tuvo la feliz idea de presentar un proyecto de ley, por el cual se facultaba al Ejecutivo para otorgar el pase a las bulas de pura gracia, aunque se hubieran alcanzado sin su mediación, mientras no acreditara representante en Roma. El proyecto fue aprobado por ambas Cámaras, pero no obtuvo la sanción presidencial.

Mas, si en aquella iniciativa hemos de encomiar sin reserva al eminente jurisconsulto y sincerísimo creyente doctor Salvador, no podemos aplaudirle del mismo modo por su proyecto contra los abusos de la palabra divina. Recordemos ante todo el origen de esa despótica medida.

El 21 de febrero de aquel año, el padre fray Vicente Solano, uno de los pocos eclesiásticos que se daban cuenta de la oprobiosa condición de la Iglesia, pronunció en Cuenca un discurso en que ponderó los daños causados a ella con la secularización de diezmos y traslación de censos y capellanías a la Hacienda Pública. El Gobernador de la provincia se dirigió inmediatamente al del Obispado para, que prohibiera tales pláticas, en las cuales, dijo,   —393→   se habían difundido doctrinas ofensivas al Gobierno.

El padre Solano se defendió con energía de la tacha de subversión; y manifestó que no había atacado la Constitución, ni las leyes. Mas, sometido el asunto al Consejo de Gobierno, mandó exhortar al Vicario Capitular de Cuenca para que corrigiera al padre Solano

«haciéndole entender que la materia de censos y diezmos de que se ocupó en el púlpito es meramente temporal y sujeta a la exclusiva inspección de las autoridades civiles y políticas [...] y que ejecutó un acto no menos subversivo que inmoral y escandaloso, abusando indignamente de la Cátedra del Espíritu Santo...».



Si alguna imprudencia había cometido el ilustrado fraile, bien castigado quedó con aquel lenguaje indecoroso que a causa de ella se empleaba. Sin embargo, el regalismo no se pagó con la reprensión; y el Gobierno exigió la promulgación de alguna ley para reprimir excesos de los predicadores.

Los miembros de la Comisión de Legislación, a cuyo examen pasó el asunto, no lograron acordar entre sí. Fernández Salvador y Martínez Pallares opinaron que debía dictarse nueva ley al respecto; mientras Torres y Rodríguez conceptuaron que el Código Penal contenía ya sanciones bastantes contra los referidos abusos.

El mismo doctor Salvador se encargó de redactar el proyecto respectivo, cuyo fundamento era asegurar la paz pública:

«Si es necesario extirpar los elementos de la discordia civil, conviene más que todo impedir que sus teas se agiten en la tribuna del Santuario, destinada a inculcar el precepto de la caridad, en que reposa toda la doctrina del Divino Maestro».



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El orador sagrado que convierte la Cátedra del Espíritu Santo en tribuna política es digno de las sanciones canónicas; mas ¿quién, sino la misma autoridad eclesiástica, podrá ser juez del predicador? El Poder Civil propendía a apellidar subversión del orden y censura de los actos gubernativos, todo discurso en que se esclarecía la doctrina católica sobre el fin del Estado y sobre la jurisdicción indirecta de la Iglesia. Cuando los gobiernos regalistas invadían el campo propio de la Iglesia, el orador sagrado tenía derecho a defender la competencia y el magisterio eclesiásticos. ¿Por qué se ha de calificar de sedición el restablecimiento del semblante alterado de la verdad?

El doctor José Miguel de Carrión, con la autoridad que le confería su condición de obispo electo, censuró la actitud del doctor Fernández Salvador; y éste, herido en lo más íntimo de su alma porque se tildase su conducta cuando con tanta nobleza confesaba siempre su fe, quiso defenderse de las acusaciones que suscitaba el proyecto:

«Se ha procurado hacerme sospechoso en la fe, por haber defendido la regalía, por haber sostenido que tres reales cédulas ejecutorias de otras tantas Bulas Apostólicas, ordenaban la supresión de los conventillos, donde ocho religiosos de continua resistencia, no guardasen los Estatutos de su Orden, y que convenía estorbar los abusos del púlpito. ¿Se oponen estas doctrinas a las verdades católicas? ¿Es creíble que estando acusados de oscurantistas, nos esforcemos a justificar esta crítica? Los Congresos de Colombia y de la Nueva Granada, que decretaron la abolición de los Conventos menores, son reos de impiedad? ¿El Consejo de Castilla que en 1619 pidió al Rey Felipe III que pusiese límite en el número de conventos y de religiosos y que no se permitiese profesar hasta la edad de veinte años; las Cortes de 1650, que pidieron otro tanto; el virtuoso Dr. Diego de Saavedra que   —395→   escribió en el propio sentido, son tachables de filosofismo? ¡Ah! muy vanos son los conatos del partido en impresionar al vulgo contra mi creencia católica. Profeso de veras todos los dogmas de la Iglesia Católica Romana, sin que ningún género de duda turbe mi fe sincera: en mi edad han callado todas las pasiones que conducen al error, y debo al Cielo la fortuna de no haber escandalizado al público en el vigor de mi juventud con una conducta desarreglada, pero las cuestiones político religiosas demandan mucho tino, y para librarme de calumnia, pido que el proyecto quede sobre la mesa».



El doctor Carrión manifestó que no había pretendido deslustrar la reputación religiosa del doctor Salvador, pues estaba bien convencido de su catolicismo; pero añadió que jamás podía consentir en que se limitase el papel del predicador a la enseñanza de la letra del Evangelio, mutilando la verdad católica.

Aquel penoso incidente fue parte para revelar la hondura y virulencia de la llaga que devoraba a la Iglesia ecuatoriana. Aun los católicos que pertenecían a la aristocracia de la virtud como el doctor Fernández Salvador, no acertaban a renunciar a los prejuicios regalistas. Mejor dicho, éstos se habían arraigado tanto en el alma por la tradición y la enseñanza, que nadie creía faltar a sus deberes religiosos al defender, como derechos naturales del Poder temporal, las regalías con que el viejo absolutismo había restringido el magisterio eclesiástico. Salvo honrosísimas excepciones, los jurisconsultos y canonistas juzgaban presuntuosamente que la jurisdicción de la Iglesia se circunscribía a lo espiritual, que no se extendía a los asuntos mixtos. Todo el inmenso campo de su disciplina externa recaía, por tanto, bajo la soberanía del Poder Civil. La ignorancia general respecto del verdadero ámbito de cada   —396→   una de las potestades y de la naturaleza de sus relaciones, hacía disculpables, por lo mismo, la ilegítima intervención de la Autoridad Secular en el dominio privativo de la Espiritual.

Dada la tercera discusión, pasó el proyecto a la Cámara de Diputados. Mas, ésta no tuvo tiempo para conocerlo y quedó arrumbado en el olvido.

¿Qué asunto más propio del Poder Eclesiástico que la fijación de derechos para los actos espirituales en que intervienen sus ministros? Sin embargo, por insinuación de Rocafuerte en su mensaje, y a pretexto de que no se repitiera la usurpación de funciones que, según el criterio reinante, habían cometido el cabildo y Vicario Capitular de Cuenca al modificar el arancel colonial sin la venia del Poder Civil, el Senado acordó que la Comisión Eclesiástica formara uno nuevo. Hízolo, en efecto, con notoria prudencia y conocimiento de causa; mas, la Cámara de Diputados entró en bizantinas discusiones y mezquinos regateos. Otra vez el Legislador hacía de monacillo, ¡y el monacillo se levantaba contra la autoridad de la Iglesia! Por fortuna, el Senado insistió en su parecer y la Cámara de Diputados lo aceptó a la postre, conciliándose en mucho los intereses de la parte más desvalida de la sociedad con el deber cristiano de sostenimiento del clero parroquial. Con todo, la autoridad eclesiástica no fue oficialmente consultada en materia en que, por lo menos, debía ser oída.

De acuerdo con las ideas emitidas por Rocafuerte, presentose también en la Cámara de Diputados un proyecto de ley que disponía nuevamente sobre los Coros de las Catedrales; y extendiendo a las diócesis de Quito y Cuenca lo   —397→   ya ejecutado ilegítimamente en Guayaquil, secularizaba de manera definitiva el diezmo, a fin de que el Estado cubriese con rentas comunes el presupuesto eclesiástico.

Alarmose el clero con aquella medida; y los prelados y cabildos pidieron que, respetando la condición eclesiástica del diezmo, se mantuviese el régimen tradicional, harto favorable ya al Estado, pero que no sacrificaba por completo los intereses de la Iglesia, ni humillaba en tanto grado al clero, haciéndolo más y más dependiente del Poder Civil.

La Cámara de Diputados, la más timorata al parecer según la carta de Flores que citamos antes, patrocinó la iniciativa de Rocafuerte. Sus jefes, Miño y Bravo, sostenían en esta materia ideas tan atrevidas como aquella de que el Poder Civil podía dispensar a los ciudadanos aun de la obligación eclesiástica de satisfacer primicias y diezmos. Con tal principio, ¿cómo habían de reparar en incluir este último ingreso en el presupuesto público?

El Senado volvió a discrepar de la Colegisladora, más por rivalidad con ella que por respeto de los intereses eclesiásticos. Y desentendiéndose del proyecto que se tramitaba en la otra Cámara, elaboró y conoció uno suyo; en el cual, si se hacían ciertos arreglos sobre la renta decimal, se ordenaba al menos impetrar la venia de la Santa Sede, como lo propuso el doctor Pedro José de Arteta.

Acordó también el Senado, a insinuación de Roca y del Ilustrísimo señor Carrión, que de los dos tercios de la renta decimal restantes a la Iglesia, se dedujera el diez por ciento en favor del Estado, para que con él sostuviese la legación en   —398→   Roma. Como observó el ilustrísimo señor Arteta, con este proyecto duplicábase la cuota que se reservaba el fisco, pero no quedaban esclavizados los Ministros del Altar.

Discutidos simultáneamente los dos proyectos sobre coros y diezmos en las Cámaras de origen, se verificó lo que ya vislumbrará el lector: o sea, que el Senado negó el proyecto de Diputados y éstos el de aquél. Vinieron luego insistencias de cada una de las Cámaras para forzar la aprobación del suyo y alegaciones de inconstitucionalidad en tales insistencias. Al fin, ambos quedaron archivados; mas, la Cámara de Diputados, optó por autorizar al Ejecutivo para que, sin que obstaran los decretos legislativos sobre la materia, pudiera arreglar los coros de las catedrales y organizar el ramo de diezmos. El Senado negó igualmente tan ilegal autorización, con la cual se daba ancho campo para que prosiguiera la arbitrariedad del Poder Ejecutivo en asunto tan grave como delicado.

Si en los asuntos en que acabamos de ocuparnos, el Congreso del 39 no mereció bien de la Iglesia; tuvo algunos actos plausibles, como la devolución al obispo de Guayaquil del colegio «San Ignacio», y la orden de que se pagasen los intereses de los capitales que habían pertenecido a ese instituto; medidas que monseñor Garaicoa había solicitado con piadoso tesón tanto a Rocafuerte como a la Legislatura. La Cámara de Diputados se negó a acoger el proyecto del doctor Bravo, relativo a la abolición de las cuartas episcopales, medida recomendada por el mismo Presidente Rocafuerte y apoyada por el clérigo de la diócesis de Cuenca y representante de Manabí don Evaristo Nieto, contra el parecer del doctor Orejuela.   —399→   Muchos de los diputados, entre ellos los regalistas Miño y Pareja, sostuvieron la incompetencia de la Legislatura para disponer sobre ese asunto; porque no constaba que el gravamen de las cuartas fuese de origen meramente civil. La Cámara de Senadores negó también un proyecto similar.

En apariencia, la ley de 27 marzo de 1839 relativa a la introducción y libre circulación de libros no prohibidos por las leyes, revelaba celo en pro de los intereses religiosos del pueblo ecuatoriano. Mas, su designio oculto fue abrir ancha puerta a la difusión de obras que no estuvieren en el Índice Civil. Referíase, en efecto, esa ley a la de 22 de agosto de 1821, que declaró asunto propio de la jurisdicción secular, la prohibición de libros. Podían, pues, circular libremente cualesquiera publicaciones contrarias a la disciplina de la Iglesia, porque no caían bajo la sanción de la ley de Cúcuta. Aun las heréticas, sí la autoridad civil rehusaba prohibirlas expresamente, tenían derecho a andar en toda mano.

Miño y Letamendi sostuvieron en la Cámara de Diputados que la censura de libros incumbía exclusivamente a la autoridad civil. Sin embargo, en la ley se permitió la introducción y circulación de todos los impresos no comprendidos en las prohibiciones vigentes o en las que hiciere en adelante el Poder Ejecutivo, de acuerdo con la autoridad eclesiástica. Salvose, pues, en parte a lo menos, el derecho de la Iglesia; mas, si el Ejecutivo no quería prohibir un libro, resultaba vano cualquier esfuerzo del Poder Espiritual para oponerse a su difusión. El padre Solano escribía al doctor Laso el 20 de enero de 1841:   —400→   «verdaderamente fue una infamia el tal decreto, propio para descatolizar el Ecuador»254.

¡Tiempos miserables aquellos en que los legisladores civiles no tenían rubor de penetrar en el huerto cerrado de la Iglesia! Como otros Congresos, el de 39 se atrevió a recomendar a los prelados la promoción de tales o cuales eclesiásticos a determinados cargos, el despacho de exclaustraciones, etc. poniendo inhábil mano, sin escrúpulo ni pudor alguno, en asuntos de extrema delicadeza. Una monja había salido del claustro violentamente, incurriendo en censura. El presidente Flores llevado de su tema de estimular secularizaciones, la depositó en una casa, a pesar de que el ilustrísimo señor Arteta reclamaba que se restituyese al monasterio, para que pudiera procederse a la relajación de los votos en forma canónica. El Senado, a petición de la expresada religiosa, acordó insinuar al ilustrísimo señor Arteta que resolviese con prontitud el apremiante reclamo de la impaciente exclaustrada. Justamente indignado, el obispo de Quito escribió con este motivo al Delegado Apostólico que el Poder Ejecutivo «se cree absoluto aun para los asuntos puramente eclesiásticos».

El 23 de enero de 1839, el general Daste, a nombre de Rocafuerte, transmitió al Senado la propuesta que el ilustrísimo señor Arteta hacía para que se nombrase auxiliar suyo al doctor José Miguel de Carrión y Valdivieso, pues las enfermedades le impedían llenar sus deberes de manera cabal. Aquella corporación, por unanimidad de sufragios, accedió a la petición del benemérito obispo de Quito y dio a la Iglesia ecuatoriana nuevo   —401→   prelado, digno por todo concepto de llegar a la cumbre del sacerdocio. El doctor Carrión, que, según hemos dicho, concurría al Senado, hizo cuanto estuvo en su poder para impedir aquella designación; y, una vez efectuada, se empeñó vivamente en que se le admitiera su renuncia. El incidente con el venerable y austero patricio doctor José Fernández Salvador fue parte poderosa para impulsarle a insistir en ella. La situación caótica y sombría de la Iglesia no permitía a los sacerdotes apostólicos desplegar las alas de su celo.

Hemos visto cuán anómala era la situación de la diócesis de Cuenca y cómo la Santa Sede, en virtud de denuncias graves, se resistía a admitir la presentación del doctor Pedro Antonio Torres para obispo titular. El Senado, ahora fuese con el sincero pero irrealizable designio de mejorar tan lamentable estado y de dar término a escandalosas rencillas y pleitos de competencia; ahora solamente por imponer su criterio regalista, ordenó, en virtud de moción de don Vicente Ramón Roca, que el Ejecutivo estimulara al obispo electo de Cuenca a que, previo el juramento de estilo, se trasladase inmediatamente a su obispado y asumiese la administración. El patrono no desdeñaba patrocinar, previniendo la decisión de la Santa Sede, el gobierno plenamente anticanónico de un simple electo, sin vínculo alguno legítimo con la diócesis. El gobierno de los electos fue, como dice el ilustrísimo señor Crescente Errázuriz, eminente historiador chileno, «uno de los mayores abusos cometidos por los Reyes de España a título de patronato255, abuso de todos los días   —402→   y cuya existencia negó, sin embargo, la Corte en ocasiones con la mayor impudencia al soberano Pontífice que presentaba contra él sus justas quejas»256. ¡Ese atropello se renovaba en pleno siglo XIX, en época en que ejercía el Pontificado varón tan enemigo de los torpes lazos regalistas como Gregorio XVI!

Tal fue, en suma, la Legislatura del 39 -la más regalista y audaz del período floreano-, en que intervinieron decisivamente personajes de fe arraigada, pero cuya ciencia canónica, bebida en impuras fuentes, había torcido su criterio en orden a las relaciones entre los dos Poderes y a su respectivo fuero.

El regalismo pretendía aun armonizar sus extravíos con la profesión de catolicismo; pero en el fondo no hacía otra cosa que desbrozar el campo para la obra demoledora del liberalismo contemporáneo, de tal modo y con eficacia tanta que aquél puede conceptuarse como padre de éste. Al desconocer la jurisdicción de la Iglesia sobre los asuntos mixtos y al restringir la supremacía de lo espiritual, preparaba el camino a la negación vergonzante o desenfadada.

En su viaje a Guayaquil pudo Rocafuerte darse ya cuenta cabal del pernicioso resultado de su mensaje y de la obra político-religiosa de la Legislatura de 1839, que ofrecía graves peligros para lo venidero. El 5 de marzo de aquel mismo año escribió a su amigo, el general Flores:

«Diré a Usted de paso que en los pueblos he observado la mejor disposición en favor de usted y de la nueva administración [...] mas, en medio de esta general opinión, noto que hay personas muy desconfiadas del porvenir, y   —403→   que están influidas por algunas personas de la Capital interesadas en diseminar calumnias, como verbigracia, que los bienes de los Conventos menores están ya repartidos entre la familia de los Artetas, que hay un proyecto para que se establezca el divorcio, otro para expulsar de la República a todos los Regulares, y para que en un día se les dé el golpe, como se hizo con los jesuitas; en fin, mil patrañas...».



Muchos de estos decires eran en verdad fruto de la fantasía del pueblo, harto inclinado a la maledicencia política; mas, nadie podía desconocer que había sobrados fundamentos para desconfiar del porvenir.





  —404→  

ArribaAbajoCapítulo III

Segunda administración del general Flores


Política de vacilaciones, denominamos la de Rocafuerte en el orden religioso. Política de condescendencias, hemos de apellidar la del general Flores en su segunda administración, porque atento siempre a imitar a Rocafuerte y a los gobiernos granadinos, y a no malquistarse tampoco con los elementos religiosos, su conducta fue en extremo oscilante y tornadiza, sin criterio fijo. Sus colaboradores, especialmente el doctor Luis de Saá, sobrepasaron en audacia de ideas a los ministros de culto de Rocafuerte.

Ya vimos que, según testimonio del nada prevenido Obispo de Quito, el Gobierno del general Flores se juzgaba poseedor de poderes absolutos en el orden religioso. Empero, las intemperancias del cesarismo fueron parcialmente mitigadas, en éste como en el primer período presidencial, con la suavidad de las formas, propia del primer Magistrado. La Iglesia, cortesana del Poder Público, olvidaba a veces la dureza esencial de su condición con la acariciadora blandura de los procedimientos gubernativos y los halagos de fáciles promociones.

Estudiemos uno a uno los principales aspectos de la labor político-eclesiástica del egregio fundador de la República, en su segunda Presidencia.

  —405→  
I. Relaciones con la Santa Sede y sus representantes

El 19 de febrero de 1839, se dirigió por vez primera al Papa Gregorio XVI el general Flores, con el objeto de ofrecerle, ceremoniosamente, su alta consideración; mas, el doctor Saá, inhábil para labores que exigían maleabilidad y aviso, mezcló desatinadamente en la carta nueva recomendación de los méritos del doctor Pedro Antonio Torres y la petición de que se desechasen los «siniestros» informes enviados contra el candidato. Dio así a entender que la carta sólo tenía como fin obtener la pronta institución del electo.

Un mes después, el 27 de marzo, volvió a escribir nuestro Gobierno al Papa sobre el asunto del obispado de Cuenca. Sirviose en esta ocasión, como intermediario, de don Fernando de Lorenzana, a quien el doctor Larrea, antes de regresar a la patria, había encomendado la gestión de nuestros negocios en Roma. Esa malaventurada nota, en que Saá vació todas sus ideas episcopalistas y su terco y basto regalismo, tendía a demostrar -¡a Gregorio XVI!- que, habiéndose sustituido los reyes al pueblo y clero en el derecho de elegir obispos, cuya mera confirmación tocaba al Papa, eran los gobiernos los únicos llamados a vigilar para que la elección recayera en sujetos dignos. Por consiguiente, practicada por el nuestro la indagación sobre la idoneidad del electo, no podía el Pontífice rever los actos de aquel, ni proceder a inquisiciones clandestinas de ningún género.

Amenazose irrespetuosa y cándidamente al Papa con volver a la antigua disciplina, caso de que se rechazara lo pedido; y, después de impertinentes   —406→   y fatigosas citas de canonistas para aleccionar a la Silla Romana, concluyó el Presidente manifestando su esperanza de que Su Santidad no le

«causará el desconsuelo de abrir una controversia que será perniciosísima a la Iglesia y al Estado. Esta República no ha de consentir que se disminuya un ápice de las regalías que gozaron los monarcas españoles: pues hay bastante ilustración para distinguir con Gerson el dogma de la disciplina. Ruego por tanto se confirme la presentación del Dr. Torres...».



Saá, por su parte, dijo a Lorenzana que el Presidente estaba «resuelto a sostener el nombramiento que su ilustre antecesor hizo y la representación nacional aprobó, de la persona del señor Torres para obispo de Cuenca, sobre cuya institución el honor nacional y el suyo propio le impiden recibir otra contestación que no contenga, el despacho de las bulas».

¿Llegó Lorenzana a presentar a Gregorio XVI, que había iniciado vigorosa reacción en pro de los derechos pontificios aquella rústica y tardía defensa del regalismo episcopaliano?

Sólo la inexperiencia pudo permitir que Saá redactase tan indiscreta nota, palmaria muestra de la inhabilidad de nuestra Cancillería en esa época. No hacía muchos años que el doctor José Ignacio Moreno había publicado su Ensayo; y en él, para prevenir estos pasos desacertados, había recordado cómo la Santa Sede negose a instituir a eclesiásticos propuestos por grandes monarcas, como Luis XIV, Napoleón I, etc., sin que éstos se atreviesen a invocar la decantada restauración de la antigua disciplina.

Parecía que nuestro Gobierno no tenía otro tema que la institución inmediata de Torres. Sin   —407→   perjuicio de la comisión a Lorenzana, encargó a don Pedro Gual, Ministro ante Su Majestad Británica que gestionase la preconización, retardada (decía Saá) por las calumnias de los émulos, a pesar de las circunstancias de la diócesis de Cuenca. El Ministro granadino ante la Santa Sede, general José Hilario López, recibió además igual encargo. ¡Triple comisión, que probaba la impaciencia de nuestro Gobierno y su predilección por el enigmático candidato!

En marzo de 1841, el ministro Marcos volvió a insistir ante el Cardenal Secretario, pero no ya con los imprudentes y cismáticos apremios de su irreverente predecesor. A su vez, el Vicepresidente de la República, don Francisco de Aguirre, escribió al Papa sobre aquel motivo en respetuosos términos; y comisionó al doctor Pedro María Moure257 para que le informase del estado de paz y prosperidad de la República y desvaneciese «las pérfidas acusaciones» contra el llamado ya obispo electo de Cuenca258. El 28 de setiembre siguiente el propio Vicepresidente tornó a reclamar respetuosamente la institución, acompañando al efecto solicitud del clero conquense.

Entre tanto, la multiplicidad de agentes, en   —408→   vez de aligerar la negociación, la embarazaba. El 28 de noviembre de 1839, Lorenzana solicitó a nuestra Cancillería que precisara inequívocamente su posición ante la Santa Sede, y ponderó la inconveniencia de que hubiese dos comisionados para un mismo objeto. No conocía seguramente el joven diplomático que el doctor Gual tenía idéntico encargo.

Dos meses antes de esta nota, el 16 de septiembre, como previniendo en parte los deseos de Lorenzana, nuestro Gobierno le había nombrado oficialmente Encargado de negocios en Roma, pero sin retirar la comisión al general López. Éste -no sabemos si por prejuicios sectarios, o si por paisanaje o amistad- dio al asunto «importancia solemne», que Lorenzana había tratado de evitar259. Cuesta mayor dificultad deshacer lo mal hecho, decía aquél, que acabar una operación bien comenzada.

Lorenzana no pudo encargarse inmediatamente de nuestra Legación, porque le era menester permiso de Nueva Granada, a cuyo servicio estaba. Además, había pedido al Gobierno del Ecuador que se le enviasen algunos fondos para atender a los múltiples compromisos que le imponía su nuevo carácter. Obtenida seguramente la licencia, el 10 de marzo de 1840, presentó al Sumo Pontífice sus credenciales. El establecimiento de la Legación causó en el alma de Gregorio XVI verdadera y paternal complacencia. La gestión de Lorenzana, empero, no produjo abundantes frutos, ora por las ausencias del agente en servicio de Nueva Granada, ora porque   —409→   nuestro Gobierno no le dio sino encargos especiales.

El más difícil de éstos fue, sin duda, el de la institución del doctor Torres, a causa de la ilegitimidad de éste y de los informes que fueron del Ecuador; y porque algunos actos del mismo candidato ponían estorbos al otorgamiento del beneficio. En la ya mencionada nota de 28 de noviembre de 1839 comunicó Lorenzana que la Curia Romana estaba muy lejos de disminuir sus prevenciones contra Torres. Éste, con sobra de imprudencia, había declarado poco antes (25 de febrero) que sólo «por sus deseos de conciliar su respeto al Poder legítimamente constituido con su sumisión a la Silla Apostólica, después de los obstáculos que ésta tuvo presentes para no promoverlo», había creído «más conveniente esperar las Bulas y no asumir inmediatamente la jurisdicción de la diócesis de Cuenca», como se lo pidió el Gobierno260. La Santa Sede juzgó que tales palabras revelaban por lo menos ignorancia de las prescripciones canónicas; porque, si no se hubiesen presentado dichos obstáculos, Torres   —410→   se habría encargado prematura e ilegítimamente de la expresada diócesis.

Sin embargo, tanta fue la insistencia del Gobierno ecuatoriano y tan grave el peligro de que éste, por sus ideas episcopalianas261, se lanzase a una medida anticanónica, que la Santa Sede, desde marzo de 1840, comenzó a manifestar menor oposición al nombramiento del doctor Torres; y, al fin, casi tres años después -el 27 de enero de 1843- fue preconizado. Mas, tan pronto como el deán regresó de Venezuela, a donde partió para representar al país en la exhumación de los restos del Libertador, presentó la excusa del obispado. Barruntamos que fue impuesta por la Santa Sede.

Flores no quiso renunciar a la satisfacción de que su amigo obispase; y así, a riesgo de dilatar la provisión de la infortunada diócesis, pidió en mayo de 1844 al Papa que desechara la negativa de aquél. Añadía la nota que Torres, después de larga resistencia, había accedido a recibir la consagración, siempre que S. S. la estimase necesaria. El Pontífice aceptó, empero, la excusa. Torres no debía ser obispo sino en su patria -Nueva Granada-, donde las cosas religiosas iban de peor manera que en el Ecuador, según afirma el padre Solano.

  —411→  

Más fecunda que la gestión directa de nuestro Gobierno con Roma, fue la llevada a cabo por intermedio del Delegado Apostólico residente en Bogotá, a pesar de haber comenzado con malos augurios.

Apenas posesionado el general Flores, se apresuró monseñor Baluffi a felicitarle y ofrecerle sus servicios (nota de 6 de marzo). Agradeció el general esa manifestación de cortesía, en términos nada cordiales; y le expresó que, así como aborrecía el fanatismo, «sabría derramar los bienes que haya menester la Iglesia ecuatoriana y que estén en mis facultades dispensarle».

Tan destemplada carta, muy a propósito para bienquistarse con el Gobierno granadino, disgustó a la mayoría nacional; pero, sobre todo, a su propio autor, cortesano y gentil cual ninguno. Por esto el 9 de abril, escribió al general Santander la siguiente carta reveladora del influjo que éste ejercía en nuestro Presidente:

«En el correo próximo enviaré la carta para el Señor Baluffi, como usted me lo indica. Ojalá que pudiera hacerlo en el presente, pues temo se desagrade con la carta semioficial en que contesté su felicitación. Usted la verá en la Gaceta y conocerá que no fue escrita para complacer al príncipe de los fanáticos. Créame usted, mi querido compadre, que estoy resuelto a marchar imperturbable por la senda que me he trazado. No desconozco que tendré dificultades que vencer, porque el fanatismo tiene aquí raíces muy profundas...».



Y en, posdata le añadía:

«He improvisado la carta adjunta para el señor Baluffi; tenga usted la bondad de leerla, pegarla y hacer de ella lo que convenga».

Nuestra política religiosa comenzaba a ser tributaria de la de Nueva Granada, con notorio perjuicio y deshonra para el Ecuador.

  —412→  

La palabra «fanatismo» -tan dúctil en la lengua de los políticos- surge en todas las cartas de Flores a Santander. En la de 21 de mayo siguiente le decía:

«No tenga usted cuidado por los progresos que haga aquí el fanatismo. Aunque en esta capital con especialidad, hay muchos fanáticos, yo tengo la bastante energía para contener los progresos y aun para hacerles retrogradar y sucumbir. Si por conducto de Baluffi pretendiere establecer sociedades católicas, pronto serán disueltas».



Los planes de Flores no pudieron cumplirse; porque Baluffi no se propuso trasplantar a nuestra patria las referidas sociedades católicas, que la condición del tiempo hizo estériles y aun contraproducentes en Nueva Granada, si hemos de creer en el testimonio, no siempre del todo justiciero y desapasionado, de monseñor Manuel José Mosquera, Arzobispo de Bogotá.

El Delegado Apostólico, desentendiéndose de las destemplanzas del general Flores, se dedicó a servir con afán los intereses eclesiásticos ecuatorianos; y el mismo Gobierno se valió de él, con prescindencia de Lorenzana, para conseguir gracias y solicitar el despacho de asuntos de importancia. Por medio de Baluffi fue a Roma la presentación del ilustrísimo señor José Miguel de Carrión para obispo auxiliar de Quito y la recomendación oficial de que no se aceptara la excusa; presentación rápidamente acogida por la Silla Apostólica.

El Delegado llevó asimismo a consideración del Papa, la bien meditada, solicitud de 12 de agosto de 1839, dirigida por el general Flores para que se erigiera en metropolitana la diócesis de Quito. Como escribió monseñor Baluffi, la creación del Arzobispado era «bien real» y honra   —413→   merecida por la Iglesia quiteña. Por desgracia, la actitud religiosa de nuestro Gobierno no podía menos de retraer a la Silla Apostólica del otorgamiento de aquel beneficio.

Otros asuntos importantes tramitáronse por órgano de monseñor Baluffi: la confirmación del nombramiento de Vicario General castrense en favor del deán de Cuenca, doctor José M.ª de Landa y Ramírez, conferido por el Gobierno sin autoridad suficiente; la prórroga de la facultad concedida al Vicario de la misma diócesis de publicar la bula de Cruzada; y, en fin, la designación de las dignidades del Coro de Guayaquil, que, según la bula de erección, debía hacerse por concurso y que, en vista de las dificultades de tal requisito, el Presidente efectuó directa e írritamente. Este último asunto no alcanzó a despacharlo monseñor Baluffi, harto combatido ya aun por algunos miembros del clero granadino.

El azaroso problema de las secularizaciones fue objeto de divergencias entre nuestro Gobierno y el Delegado, si bien éste allanó con su prudencia muchos de los inconvenientes. El Ejecutivo -especialmente, el mismo general Flores- se dedicó a «animar» a todos los frailes para que solicitaran la secularización, con el fin, ya previsto por el Congreso, de extinguir las familias religiosas; y exigió a Baluffi que otorgara el beneficio, sin condición alguna fuera de la congrua, y sin subordinar la ejecución del rescripto a los prelados diocesano o regular (notas de marzo 19 y abril 9 de 1839). El religioso que pedía la relajación de sus votos constituía en la mayoría de los casos, según decía Saá, un elemento perturbador de la paz de los claustros; pero muy a menudo la solicitud era fruto de momentáneos   —414→   resentimientos. Acceder a ella fácilmente habría equivalido a contribuir, de manera deliberada, a la disolución de las órdenes. Por su parte, el obispo Arteta miraba con disgusto que los secularizados entrasen al clero secular; y urgía al Delegado para que no concediera la gracia y le librara de discordar con el Gobierno (nota de abril 10).

El señor Baluffi, deseoso de mostrar su benevolencia para con nuestro Gobierno y de complacerle en cuanto fuese posible, accedió a ejecutar por sí mismo, o sea sin contar con los Obispos, los rescriptos de secularización; pero exigió siempre que hubiese motivos graves y canónicos para otorgarla, y, además, congrua estable. Por ésta entendía, no la mera posibilidad de sostenerse con el ministerio eclesiástico, sino suficiente patrimonio o beneficio seguro. El Delegado rechazó, en consecuencia, numerosas solicitudes de relajación de votos, oportune et importune apoyadas por el Gobierno.

Tan discreta fue en todo lo concerniente al Ecuador la actuación de Baluffi y tantos los beneficios que prestó la delegación, que el general Flores, olvidando sin duda sus antiguas prevenciones, pidió el 24 de septiembre de 1842, al sucesor de aquel, monseñor Nicolás Savo, que «viniese a residir en Quito, a fin de obviar las dificultades inherentes a la distancia». ¿Quién hubiera creído que nuestro Gobierno llamase al «Príncipe de los fanáticos»?

La delegación del ilustrísimo señor Baluffi salió de Bogotá con dirección a Roma el 23 de junio de aquel año262. El 25 se encargó de ella monseñor   —415→   Savo, quien en nota de julio 20, comunicó a nuestro Gobierno su nombramiento. El Internuncio interino no tenía carácter episcopal, ni las altas prendas de su predecesor.




II. Relaciones político-religiosas con Nueva Granada

Con la lectura del parágrafo anterior se habrá columbrado, a no dudarlo, el ascendiente que ejercía en nuestros negocios de carácter político-eclesiástico el general don Francisco de Paula Santander, caudillo del liberalismo granadino. Veamos ahora otras proyecciones de esa influencia malhadada, que soportó mansamente el Gobierno ecuatoriano, a riesgo de deshacer en lo religioso, aquello que con tanta vehemencia anhelaba en lo político: la reintegración de Pasto.

Suprimidos nuevamente los conventillos de Pasto, previa la venia del Obispo de Popayán, por la legislatura granadina de 1839, sobrevinieron con tal motivo, o más bien pretexto, graves disturbios y alzamientos del pueblo pastuso, encariñado con los frailes, si bien muchos de éstos, en vez de servirle como modelos, le eran ocasión funesta de escándalo. El Gobierno de Nueva Granada solicitó la cooperación del nuestro para debelar aquellos movimientos. Diósela generosamente el Ecuador, por medio del agente confidencial en Pasto, coronel don José del Carmen López, a quien en nota de 4 de septiembre, tributó cordiales gracias el general don Pedro A. Herrán, Comandante en jefe del ejército granadino.

Como algunos de los sañudos frailes que enardecían la rebelión eran ecuatorianos, el prelado   —416→   de Quito diputó al deán doctor Pedro Antonio Torres, obispo electo de Cuenca, a fin de que practicara la visita canónica de Pasto y excogitara adecuadas providencias para contribuir a la pacificación espiritual de esa belicosa provincia. El doctor Torres procedió enérgicamente en el cumplimiento de su comisión; y llegó a fulminar excomunión contra dos religiosos, los padres Leandro Fierro y Lorenzo Crespo. Varios de esos frailes ecuatorianos que ejercían prelacías, habían tenido la audacia de apoderarse de los bienes de los conventos.

La Secretaría de Relaciones Exteriores de Nueva Granada pidió, por otra parte, a nuestro Gobierno que comunicase a los provinciales de las órdenes religiosas establecidas en esta República la supresión de los conventillos, para que llamaran a los frailes que los componían. Perjudicialísima era esta medida, ora porque se aumentaban los religiosos nocivos, cuando con tanto empeño fomentaba el Poder Ejecutivo la secularización de los residentes en el país y la abolición misma de las órdenes; ora porque el retiro de los frailes implicaba menoscabo de nuestro influjo en el Sur de Nueva Granada, a cuya anexión se propendía.

No hacía tres meses (17 de julio de 1839) que el Ministro doctor Saá había dirigido a Gual una nota en la que imputó buena parte de nuestros males al excesivo número de frailes; y, sin embargo, cuando por congraciarse con Nueva Granada era menester tolerar la sobreabundancia de regulares, nuestro Gobierno no tenía empacho en hacerlo con notoria inconsecuencia.

¡A la nota de la Cancillería granadina contestó la del Ecuador (30 de julio) que se creía con derecho   —417→   a ciertas reclamaciones, las cuales se formularían en época más oportuna! Y el general Flores decía en carta privada de 31 del mismo mes al general Santander que, al disponer que las provinciales llamasen a los regulares de Pasto, había dado la «última prueba» de aprecio al Gobierno y pueblo granadinos:

«Usted comprenderá, le añadía, que con esta disposición vamos a aumentar aquí el número de frailes, con lo cual reforzamos el fanatismo religioso que yo combato con todas mis fuerzas».



Muy a pechos tomó el Gobierno la ejecución de esa medida. Al provincial de San Francisco, que guardó silencio en cuanto al cumplimiento del mandato, le suspendió en su cargo. Ordenó también poner en causa a los religiosos desobedientes, que persistieron en demorar en Pasto, comunicaron su retiro al pueblo, le inflamaron nuevamente en ira y provocaron otro sangriento motín, refrenado en Buesaco.

El «poderoso contrafuego» del obispado de Pasto, tan ambicionado antes por Obando, se estableció al fin. En 1840 fue instituido auxiliar de Popayán con residencia en aquella ciudad, monseñor Mateo González Rubio, titular de Lambesa. Nuestro Gobierno instruyó tardíamente a don Pedro Carbo, encargado de negocios en Bogotá (marzo 24 de aquel año), para exigir de la administración, granadina que solicitase el retorno de la jurisdicción espiritual sobre Pasto al diocesano de Quito. Medida intempestiva, porque el hecho era ya insubsanable.

A poco, se encendió otra vez la guerra civil en Nueva Granada. Obando, personaje tristemente célebre que cambiaba de bandera como de disfraz, cuando convenía a sus sombríos intereses,   —418→   apareció en la proclama de 16 de julio de 1840 como «protector de la Religión del Crucificado». ¡Blasfemia horrenda! El Gobierna de Bogotá viose en la necesidad de restablecer los conventillos, para sosegar la excitación popular; y lo mismo hizo Obando, a fin de conservar la adhesión de los frailes y del pueblo.

Vino entonces la triunfal y decisiva intervención de Flores en la guerra civil de Nueva Granada, a virtud de esperanzas que satisfacían antiguos y gloriosos ensueños del insigne General. Aun Rocafuerte, tan discreto y mesurado en ambiciones territoriales, fue de parecer que no se negasen los auxilios solicitados; porque, a su juicio, la causa era americana:

«los intereses del Gobierno constitucional de Nueva Granada y los del Ecuador se verían comprometidos, dijo, con el triunfo del fanatismo y la superstición»263.



Esa intervención pudo dar fundamento para que, por lo pronto, se creyesen innecesarios los reclamos de gabinete sobre el cercenamiento de la jurisdicción eclesiástica de Pasto al obispado de Quito. En efecto, el 4 de mayo de 1841, esa ciudad se agregó provisionalmente al Ecuador; y en el acta firmó el clero todo. A su cabeza iba el doctor Pedro José Sañudo, cura rector, bien conocido por sus antiguas ideas realistas.

Aun durante la campaña, en que tan brillante parte tuvo nuestro Presidente, algunas autoridades trabajaban por medio de la Legación granadina en Quito, encomendada a un preclaro católico, el doctor Rufino Cuervo, para que viniesen otra vez al Ecuador los frailes que, como Fierro, López, etc., después de permanecer breve espacio   —419→   en los conventos quiteños, se incorporaron al ejército como capellanes, a trueque de retornar a Pasto, donde tenían ancha cabida264.

Apenas Flores regresó a la patria y se olvidaron las promesas granadinas, el Arzobispo de Bogotá, monseñor Mosquera, incorporó los conventos menores restablecidos en Pasto a la jurisdicción de Popayán. Mas, sólo en mayo de 1843, nuestro Gobierno reclamó, por intermedio del Delegado Apostólico, contra el decreto del Arzobispado bogotano. ¡Nuevamente llegaban tarde las protestas del Ecuador! ¿Y con qué autoridad reclamaba el Gobierno, si desde 1839 su periódico La Balanza había ponderado la conveniencia de esa medida? En el n.º 14 de dicho órgano, Irisarri dijo:

«¿Pero por qué existe, después de la independencia de estos Estados, esa comunidad de intereses religiosos o conventuales, entre provincias de Repúblicas independientes? Semejante anomalía no puede dejar de traer inconvenientes de mucha consideración. ¿Estos frailes, a cuál de las dos Legislaturas están sujetas? ¿Será a las dos al mismo tiempo? ¿Será sólo a la de la Nueva Granada, a quien corresponde el territorio? Así parece que debe ser, ¿Y por qué entonces, no se destruye la comunidad de intereses ecuatorianos en la provincia religiosa, que no puede estar sujeta al Ecuador?265».



Hemos examinado el problema de la jurisdicción espiritual sobre Pasto desde el punto de vista de las aspiraciones del Gobierno del general Flores. En el aspecto más elevado, el del interés de las almas, la creación del obispado   —420→   no podía ser más necesaria y urgente. En cuanto a la jurisdicción sobre los conventos de Pasto, la medida del Arzobispado de Bogotá no era imprescindible, sino mera táctica para fortalecer el dominio territorial de Nueva Granada. Los conventos no ganaban, antes perdían ojos vista con el recurso lejano y tardío a los Superiores de dicha Capital.

El verdadero fin de esa medida lo expresó, y con imprudente desenfado, el señor Obispo de Popayán en su réplica al padre Solano:

«[...] perteneciendo los religiosos que en ellos (los conventos) había a las casas grandes de Quito, que están en un Estado totalmente diferente e independiente de la Nueva Granada, en donde se hallaban situadas las haciendas, censos y demás derechos que teñían, no era regular ni posible que estos bienes y derechos quedasen sujetos a los conventos extranjeros de Quito, ni que esta riqueza saliese del Estado de la Nueva Granada para forestar y enriquecer al Ecuador».



Hemos aludido a la polémica del Obispo de Popayán con el insigne fraile cuencano; y es preciso decir algunas palabras sobre ella. Monseñor Jiménez, cuya labor en defensa de la Iglesia hemos aplaudido en otros capítulos, patrocinó la supresión de los conventos menores de Pasto y la aplicación de sus bienes a las misiones de Mocoa, en vista de la importancia del fin a que ellos se dedicaban. Mas, no columbró que, como le dijo el padre Solano, el problema discutido no era precisamente el de la conveniencia de las supresiones, sino el de la autoridad que debía hacerlas. La venia de monseñor Jiménez no salvaba la incompetencia del legislador civil. Sólo la Santa Sede podía suprimir legítimamente los conventos, a falta de los Superiores Generales de las órdenes religiosas.

  —421→  

El padre Solano no quiso guardar silencio sobre la intervención del Obispo de Popayán, sin duda por la resonancia moral de la medida llevada a cabo en Nueva Granada; y escribió los artículos El Desengaño, Dialoguito entre un pastuso y el señor Obispo de Popayán, Juicio imparcial, etc. No pretendemos excusarle por esa manifestación excesiva de celo, tanto más inconveniente cuanto que la forma de sus escritos fue en ésta, como en muchas otras ocasiones, por demás acerba. Las circunstancias de los prelados eran tan difíciles, tan apremiante la reforma monástica y tan evidentes los desvíos de los regulares, que no cabía agravar dichas circunstancias con polémica pública sobre esos vidriosos asuntos266. Hizo, pues, mal a nuestro parecer el docto franciscano al debilitar la autoridad moral de monseñor Jiménez con su implacable censura; y procedió peor este último al rebatirle, porque el padre Solano tenía, en principio, la razón. Monseñor Mosquera escribió por esto el 24 de octubre de 1839 al doctor Cuervo:

«El padre Solano de Cuenca, fraile franciscano de luces y de talento, ha cogido por delante al señor Jiménez como verá usted por los papeles que le remito, que son de él. He sentido que el señor Jiménez haya contestado trabando polémica, porque sin duda eso se quiere Solano   —422→   para cogerle de lleno. El fraile es hombre que vale; lo mejor de todo el clero secular y regular del Ecuador en cuanto a luces y de una lengua algo suelta. Quién sabe cuántos disgustos va a darle a nuestro Obispo».



Replicole en efecto, cogiéndole de lleno el padre Solano en su Contestación a la Carta del ilustrísimo señor Obispo de Popayán, en que destruyó por completo las débiles razones con que el buen prelado pretendía cohonestar su flaqueza.

Largo tiempo resonaron los ecos de aquella polémica, que debió ser de casa adentro y no echada a la pública maledicencia. Irisarri, a quien vamos a encontrar en el parágrafo siguiente, convirtiose en defensor del prelado popayanejo, por enemiga contra el fraile cuencano. La muerte de monseñor Jiménez (13 de febrero de 1841), puso término a ese penoso debate.




III. Propaganda anticlerical y repercusiones de ella en la política

La labor del Congreso de 1839 engendró en muchos católicos ecuatorianos el sentimiento de desconfianza del porvenir, según confesión del propio Rocafuerte. La medrosa susceptibilidad del pueblo comenzó, en efecto, a entrever que había algún plan antirreligioso o, por lo menos, anticlerical, en los hombres que ejercían el Poder; y muchos sucesos y actos venían a corroborar aquella sospecha. La oscilación de la política daba lugar a todo género de conjeturas, que mantenían la inquietud popular.

El Gobierno, por su parte, veía a menudo en la predicación, suspicazmente examinada, un ataque a sus derechos y a los intereses del Poder temporal, que se consideraba como   —423→   absoluto y omnipotente en las materias mixtas. El 23 de julio de 1839, el doctor Saá escribió al Obispo de Quito que

«Muchos clérigos seculares y regulares conducidos por el espíritu de una inconcebible malignidad excitaban la rebelión en la República suponiendo atrevidamente que el Gobierno trabaja en destruir la religión santa que profesamos, cuando sus anhelos no se dirigen sino a conservarla en la pureza y perfección con que la estableció su divino fundador. En los púlpitos y en el interior de las casas se ocupan incesantemente en alucinar las conciencias, con esta negra y perversa calumnia, y el resorte no puede ser más adecuado a su infame propósito...».



El Ministro pidió, en consecuencia, al prelado que corrigiera ese abuso y diese instrucción en el mismo sentido a los superiores de los regulares. Indicó, por su parte, que el Gobierno se proponía librar órdenes inmediatas a las autoridades para que aprehendiesen y juzgasen a todos los que, a pretexto de religión, expresaran conceptos alarmistas.

El Obispo contestó muy acertadamente que

«es hacer agravio al P. E. el suponer que siempre que se exhorta a que se sostenga la religión católica y la moral del Evangelio [...] es atacar a aquella autoridad o excitar sediciones; y cualquiera providencia que se tomase contra las predicadores, conmovería la sensibilidad del pueblo...».



Excusable habría sido ese derroche de energía si hubiese constado que los predicadores traspasaban efectivamente las lindes de su sagrado ministerio. Mas, un caso de aquellos mismos días reveló cuán excesiva era la suspicacia del Poder, y el afán temeroso con que espulgaba los discursos del clero para descubrir si había algún ataque a sus fueros.

  —424→  

Un prebendado de Cuenca, el doctor José Antonio Merchán, había dicho que «las puertas del infierno no prevalecerán contra el rebaño de Jesucristo, que el filosofismo quiere cautivar bajo el poder temporal». Frase tan inocente y general, que no implicaba alusión directa a la política interna del país, sirvió para que el atrabiliario y pertinaz regalista doctor Saá mandase poner en causa al canónigo, a título que «esas máximas absurdas» de independencia atacaban la ley suprema del Estado267. El cesarismo religioso de nuestros abuelos llegaba al extremo de negar la autonomía soberana de la Iglesia dentro de su esfera propia; y tocaba rebato por cualquier principio que, aun de lejos, pudiera menoscabar el derecho absoluto que se arrogaba el Estado.

Rocafuerte, desde esa especie de principado independiente en que había convertido la gobernación de Guayaquil, estimulaba la labor del Ministerio. Y no contento con que de vez en cuando, en algunos órganos de la prensa, se denostase al clero o a las órdenes religiosas, creó con venia del general Flores un periódico oficial, La Balanza, y lo puso bajo la dirección de un extranjero ilustre, habilísimo escritor, que por largos años anduvo peregrinando en América del Sur con varia fortuna: don Antonio José de Irisarri, celebérrimo guatemalteco. Iba éste a par de Rocafuerte, en audacia de ideas político-religiosas, en animadversión contra la Silla Apostólica y en episcopalismo. No se pagó con ser el defensor denodado del general Flores, respecto de la aleve calumnia de participación en el asesinato del Mariscal de Ayacucho, sino que   —425→   intervino desatentadamente en la política interior de nuestra patria, sin guardar esa reserva respetuosa que toca al extranjero en los asuntos domésticos del lugar donde mora.

He aquí las razones que movieron a Rocafuerte a crear La Balanza en octubre de 1839, como periódico oficial:

«La imprenta bien manejada contribuirá mucho a sostener al gobierno y no puede usted encontrar mejor defensor que Irisarri; de Quito le escriben anónimos amenazándole de que lo pasará muy mal en el Ecuador, si escribe a favor del gobierno, lo que prueba el miedo que tienen a su pluma, pero Irisarri es hombre de armas tomar y es impertérrito en sus resoluciones, y será de muchísima utilidad al actual Gobierno [...] Como los clérigos de Cuenca, de acuerdo con los de aquí y de Quito, son los que más trabajan contra el gobierno y los que más han intrigado, así en las elecciones, bien merecen que les arranque la máscara de hipocresía que los cubre, y que reciban unos buenos latigazos por la imprenta. Olmedo es de la misma opinión que yo en este particular»268.



En el n.º 4 inició Irisarri la campaña contra el clero de Cuenca, por su intervención, imprudente y excesiva, en los certámenes electorales. Y en vez de censurar tales excesos, atacó el principio mismo, el derecho del sacerdote a participar en la vida pública, a pretexto de su elevado papel. ¿Por qué el Ministro de Cristo, manteniéndose fuera y sobre los partidos, no ha de ejercer sus derechos cívicos, como cualquier otro ciudadano?

Aun a riesgo de empequeñecer la figura de Rocafuerte, es menester reproducir aquí una parte de su carta fechada el 4 del mismo marzo:

«Este mes comienza Irisarri a escribir La Balanza por su cuenta; hemos convenido, en que está en libertad de   —426→   escribir algunos artículos criticando, si fuere necesario, las operaciones del Gobierno, en materias de poca importancia, para después defenderlo, con mayor vigor, en asuntos de vital trascendencia y teniendo mayor apariencia de imparcialidad y desprendimiento. Nos hemos abonado, arreglándonos a la nota del Ministro, al número de 400 ejemplares...».



Fue, pues, oficial la labor que emprendió Irisarri en contra del clero regular ecuatoriano y del Pontificado, enunciando peligrosas ideas en orden a disciplina eclesiástica. Para el «fecundo y volteriano escritor guatemalteco»269 los conventos constituían una desviación del pensamiento de Cristo, cuya religión se conservó en toda su pureza mientras no existieron los frailes. Vivía Irisarri en el siglo XIX, pero su ideario era de dos siglos atrás: todavía, cuando el mundo entero se inclinaba ante el Poder Espiritual del Pontificado, se atrevía a defender las llamadas libertades de las Iglesias galicana y española y a baldonar al Papa, apellidándole «pescador de propinas, pescador de coronas». Tamaña injuria en pueblo tan cristiano como el nuestro, no podía menos de fomentar contra el Gobierno que pagaba tan execrable propaganda, ardientes pasiones.

El Obispo de Guayaquil reconvino privadamente a Rocafuerte por tan bastos y desatinados denuestos contra el Papa, Cristo de la Tierra; y el arbitrario Gobernador se limitó a contestar que el padre Solano tenía la culpa. Referíase sin duda aquel a las vehementes e inflamadas Cartas ecuatorianas con que el ilustrado fraile rebatía   —427→   las perniciosas doctrinas del escritor guatemalteco. Lástima grande que el efecto de aquellos documentos, en que la verdad brilla sin sombras, se malograra en buena parte por la excesiva dureza de la forma. La pluma de Solano aparece allí envenenada por el odio, a semejanza de la de Irisarri, y henchida de personalismos, como en otra ocasión se lo reprochó su docto y ortodoxo corresponsal, el doctor José María Laso. La tolerancia cristiana era aun planta exótica en las letras ecuatorianas y en el servicio de la fe. El escritor azuayo descendía, por desapoderada inclinación al estilo semijocoso, a imperdonables indignidades, que debilitaban su fuerza moral.

«El viejo no quedará callado, ni yo tampoco -decía Solano en marzo 30 de 1842-, mientras Dios me diere un poco de salud, tinta, papel, y tres dedos y algunos reales; pues no se necesita otra cosa para confundir a este jumento».



Casi por tres años se prolongó aquella acerba polémica entre Irisarri y el padre Solano, entre don Cartucho y fray Molondro de Morlaquia, como recíprocamente se denominaban. Aparte de otros escritos menores, fueron diez y nueve las cáusticas y aceradas cartas del polígrafo azuayo, en que trató no sólo de asuntos de religión, sino de literatura e historia. Irisarri dio a luz después de La Balanza, destrozada por la tremenda dialéctica de Solano, El Correo Semanal, donde nuevamente demostró su ingenio nacido para más altas cosas y su habilidad sofística. «La pluma de Irisarri, decía Rocafuerte, es para un gobierno una lanza, que vale por un regimiento de lanceros». Por fortuna, en el orden religioso (en el literario dábale quince y raya Irisarri) el padre Solano valía por lo menos otro tanto. La Iglesia   —428→   ecuatoriana no quedó vencida, ni humillada. Y habría salido plenamente triunfadora, si a la luz de la verdad, se hubiera añadido el esplendor de la caridad y la simpatía difusiva de la mansedumbre.

Otros escritores menores, entre ellos el integérrimo doctor José María Laso, impugnaron también las temerarias diatribas de Irisarri. El Gobierno hizo lo posible, apelando a halagos y ofrecimientos de prebendas, para que alguno de esos escritores suspendiera los fuegos contra el periodista oficial; y adquirió una de las imprentas en que fray Molondro imprimía sus fogosas e ilustradas epístolas.

Irisarri y Rocafuerte anduvieron muy acordes en sus ideas político-religiosas por aquellos días, especialmente en sus impertinentes ataques contra el Pontificado. A propósito de no sabemos qué asunto relativo a contribuciones, dirigió el segundo en los primeros días de 1840 una agria carta al Consejo de Gobierno en que agravió, con iracundia indigna de su alta posición, a la Silla Apostólica, a pesar de la impotencia en que a ésta había dejado el regalismo, aun para disponer respecto de los asuntos meramente espirituales.

«El romanismo existe en Roma, decía, enteramente incompatible con la moral verdadera de los pueblos, con las instituciones republicanas, y con las reformas que exige la libertad que hemos jurado sostener [...] Si desde ahora el Gobierno no adopta una política prudente, firme y vigorosa, para contener las aspiraciones del clero y reducirlo a la órbita que le prescribe el Evangelio, impidiendo toda nociva comunicación con Roma y toda tentativa de parte de los muy Rdos. Obispos y discretos provisores para sustraerse de las leyes civiles del país y sujetarse a las de Roma en punto a contribuciones, corremos   —429→   el eminente riesgo de complicar las cuestiones políticas y financieras con las espirituales y religiosas, y de que se renueven entre nosotros las sangrientas escenas que han afligido a México y a Centro América».



Si alguna falta había cometido el clero, o si era preciso reformar el régimen colonial de los impuestos relativos a las Corporaciones eclesiásticas, debía haberse denunciado discretamente a la Silla Apostólica y procurado la enmienda. Mas, ¿por qué zaherir al «hombre de Roma», como con vulgar frase se calificaba al Pontificado?

No fue escrita, sin duda alguna, aquella nota para ver la pública luz; pero divulgada al principio clandestinamente y luego en una de las apasionadas cartas del padre Solano a Irisarri, causó un incendio. Eco de las disputas de aquellos días y de la fermentación de las pasiones, fue la vehementísima carta que, con fecha 12 de febrero de 1840, envió Rocafuerte a Flores. A riesgo de hacer aun más pesada nuestra historia, es preciso que reproduzcamos aquí documentos de esa índole, que aclaran la psicología religiosa del período:

«En cuanto a la circulación de mi nota entre los fanáticos de Quito, nada se me da; al remitirla al Gobierno, preví todo lo que ha sucedido, porque conozco que entre nosotros no hay secreto alguno, que no hay en todas las oficinas un hombre que desempeñe fielmente su destino; porque Valdivieso y otros están acechando mis movimientos para desacreditarme, pero tiempo vendrá en que esos miserables y rastreros manejos salgan a luz y me proporcionen la ocasión de probar que el país está mucho más atrasado en principios de honor, de política y de moral, de lo que yo he expuesto al público en mis comunicaciones oficiales. El Oficial Mayor de la Secretaría de Estado, a que pertenece este asunto, que ha franqueado una copia de esta nota, ha cometido una falta que merece un   —430→   severo castigo; las ideas contenidas en mi nota son las más exactas y las que siguen todos los hombres algo instruidos, que conocen la marcha de los negocios públicos y están penetrados de la importancia de no consentir nunca que haya dos autoridades en la República, una en Roma y otra en Quito, tratándose sobre todo de asuntos muy temporales, como son los que hacen relación al pago de contribuciones. Le aseguro que lejos de enfadarme porque me hagan pasar por hereje, me lleno de ufana complacencia y les agradezco la circulación de esa noticia, porque hereje en el vocabulario del siglo 19 significa hombre ilustrado, que no sigue el vulgar sendero de añejas preocupaciones y cuya razón despejada es superior a los errores, que un Clero astuto sabe cubrir del manto del egoísmo religioso, para engañar a los pueblos y sacar de su credulidad el dinero que necesitan. Mientras más repitan que soy un grandísimo herejote, tanto más honor me hacen, pues es lo mismo que decir que en medio de tanta ignorancia y de tanta superstición no falta un verdadero ecuatoriano que sostenga con desinterés y firmeza los principios del siglo y que impertérrito campeón de la libertad racional, considerada bajo todos sus aspectos, se ha desdeñado cubrirse con la máscara de la hipocresía que siempre está de moda entre los fanáticos y esclavos de Roma. La aura popular no conmueve ya mi sensibilidad, ha perdido ese suave aroma, que en los primeros años de la vida, tanto me halagaba».



La propaganda anticlerical de Irisarri y de algunos escritores de escalera abajo; la labor de Rocafuerte en Guayaquil; la conducta no siempre hábil del gobernador de Cuenca, general González, contra quien promovieron acusaciones los presbíteros Domingo Urigüen y Matías Orellana; las temerarias imprudencias de Saá, unidas a los recuerdos de la Legislatura de 1839, acabaron por crear en el país un principio de guerra religiosa. El primer efecto de esta sobrexcitación de los ánimos fue la intervención de buena parte del Clero en las elecciones de aquel período.

  —431→  

Ya en noviembre de 1839 escribió el presidente Flores al general Santander, quejándose de que las elecciones habían sido turbulentas, en virtud de la agitación proveniente de los negocios político-religiosos:

«Las elecciones, le decía, fueron un poco borrascosas, porque los fanáticos se pronunciaron contra el gobierno, pero felizmente hemos tenido una mayoría...».



Y en enero 21 del siguiente año, el general Flores -que avizoraba el nacimiento de un conflicto por la manera con que su Gobierno conducía aquellos asuntos y se industriaba, angustiado, por conciliar las contrapuestas voluntades de los ecuatorianos-, escribía al mismo Santander:

«[...] Lo que sí me disgustó [...] es que los llamados liberales provocaron la causa del fanatismo religioso, para hacer odioso al gobierno por las reformas filosóficas en que se había empeñado. Triste cosa es por cierto que entre nosotros sea incompatible el liberalismo y el fanatismo religiosos, el liberalismo y cierta aristocracia. Afortunadamente no han triunfado los fanáticos, quienes han sufrido un triste desengaño...».



Los obispos de Quito y Guayaquil no dejaron de sancionar a los eclesiásticos culpables de haber ejercido influencia desmedida en las asambleas primarias. Mas, como la prensa oficial y semioficial persistía en sus ataques al clero y como subsistían las demás concausas de la exacerbación del sentimiento religioso, algunos clérigos continuaron su labor de oposición al Gobierno. El 18 de febrero de 1840 dijo Rocafuerte a Flores:

«Fray Molondro de Morlaquia, Villamagán y Veintimilla, están trabajando en Cuenca en contra de usted y de todos los que sostienen su administración, y el pretexto de que se valen para ocultar sus pérfidas intenciones,   —432→   es el despotismo que dicen está ejerciendo el general González. Ellos tienen con los fanáticos de aquí una activa comunicación, y por los pasos que están dando y que no ceso de observar, veo que están llenos de esperanzas de que triunfe la revolución de Pasto, y que de rechazo venga acá...».



El movimiento de oposición culminó en los comicios de Senadores y Diputados a la Legislatura de 1841. Tanto el Ministerio como el gobernador Rocafuerte se inquietaron por los resultados de las elecciones; y el segundo, posponiendo prejuicios, se resignó a solicitar el concurso de monseñor Garaicoa con quien meses antes había discutido pedantescamente sobre asuntos espirituales.

Leamos dos cartas del celebérrimo Presidente, que le presentan en actitudes antípodas:

18 de marzo de 1840:

«El señor Obispo, según dicen, está muy bravo conmigo: él se empeñó en que yo prohibiese la circulación de los santos evangelios sin notas, ni comentos y como la ley de la materia de 27 de marzo de 1835, no los prohíbe, no he podido acceder a su solicitud. En una segunda nota bastante templada volvió a insistir y yo le contesté insistiendo en la negativa: mi contestación es sumamente suave y moderada en el modo, pero muy enérgica en los argumentos que prueban la mentecatez de semejante prohibición eclesiástica. Es probable que mande todo al Ejecutivo y entonces veremos lo que dice el Consejo de Estado; mi nota es muy larga; tiene más de cuatro pliegos, si mi primera sobre el romanismo le hizo tanta mella, qué dirá de esta, cuando vea la claridad con que desvanezco los argumentos, que me hace el ilustrísimo Señor?».



26 de agosto del mismo año:

«Como las elecciones son por ahora el asunto de mayor importancia [...] fui anoche a ver al señor Obispo, le hice una reseña del estado político en que estamos y de la necesidad de su cooperación, que yo imploraba, con el   —433→   objeto de afianzar la paz interior; le encontré muy amable y me prometió trabajar de acuerdo con el Gobierno para que la elección sea acertada y a satisfacción de todos los hombres sensatos y así casi puedo asegurar a U. que ganaremos las elecciones».



El Gobierno triunfó en todo el país, excepto en dos provincias. Rocafuerte, inhábil para barruntar lo porvenir, escribió al general Flores el 11 de noviembre:

«poco importa que hayamos perdido las elecciones de Quito y de Imbabura: tenemos en el Senado una mayoría considerable...».



Un acontecimiento inesperado desvaneció el optimismo del gran Magistrado: la nulidad de las elecciones de la provincia del Azuay, declarada por la Legislatura de 1841. Aun antes de que se reuniese, comenzaron los trabajos para conseguir dicha anulación. El 19 de diciembre de 1840 el padre Solano escribía a su asiduo corresponsal, el doctor Laso:

«Tengo un empeño grande para con usted; y es que haga lo posible con los amigos, para que se anulen en el Congreso las elecciones de senadores y diputados de Cuenca. La representación, bien documentada, ya fue allá [...] Anuladas las elecciones de Cuenca, quedaban excluidos Rocafuerte y otros pillos, y ya ve U. que con esto se adelantaría mucho. Aquí hay un regular partido de oposición y éste me suplica le hable a usted sobre esta materia».



La prueba de la nulidad de la elección se tramito -cosa reprobable en extremo- ante la Curia de Cuenca; no en odio al general Flores, porque el provisor Vintimilla era partidario suyo, sino por encono contra Tamariz y Rocafuerte, elegidos Senadores. Debió de influir asimismo la rivalidad existente entre el Provisor y uno de los diputados electos, el clérigo doctor José Peñafiel,   —434→   quien con tenacidad asombrosa, digna de causa más noble, perseguía la deposición del Vicario.

Promotor de la información fue el prebendado doctor José Antonio Merchán, uno de cuyos sermones había sido, según dijimos, temerariamente baldonado como subversivo por el ministro Saá. Tan abundante fue la prueba de la coacción empleada en las elecciones y de los otros motivos alegados para reclamar la nulidad, que ambas Cámaras la declararon, a pesar de su benevolencia hacia el Gobierno.

A esa brevísima y abortada legislatura concurrieron varios eclesiásticos: Ramírez Fita, hombre enigma, a quien miraba con antipatía Rocafuerte, y los doctores José Peñafiel, Manuel García Moreno y Juan Antonio Hidalgo. Este último, varón docto y virtuoso, ejerció desde entonces eficaz y benéfica influencia en las legislaturas.

La invalidación de las elecciones de Cuenca y la disolución del Congreso de 1841 prepararon el camino a la famosa Constituyente de 1843 y a la tercera presidencia del general Flores, a virtud de circunstancias conocidas que no nos toca por ahora estudiar. Baste haber dejado constancia de que, por primera vez, la religión influyó en el derrotero de la política; no tanto porque aquella quisiera propiamente salir de su órbita, sino más bien porque ésta pretendía invadir el campo de la primera. Habíase herido con inexcusables e intempestivas reformas el alma del pueblo; y éste, sirviéndose a veces de resortes irregulares y reprochables, reparaba las ofensas e impedía los progresos del mal. La labor de defensa excedía los límites de la prudencia y de la justicia y   —435→   causaba enconos, que la caridad cristiana debió evitar. Los tiempos no eran propicios para las efusiones del amor.




IV. La diócesis de Cuenca

A pesar de que, como indicamos oportunamente, Rocafuerte, enmendando desaciertos, declaró -de manera irrefutable- legítimo el título con que ejercía el doctor Mariano Vintimilla la Vicaría de la diócesis de Cuenca, continuaron en este cuatrienio las acibaradas disputas sobre su derecho. ¡El clero, desgarrada su unidad en facciones encontradas, daba el escándalo de odios intestinos, cuando debía ser ejemplo de disciplina, de solidaridad, de amor recíproco! ¿Cómo podía proceder de otro modo un cuerpo, cuya gran mayoría o estaba sumida en la relajación o era apenas superficialmente virtuosa?

Los eclesiásticos enemigos del Provisor, eclesiásticos «díscolos» en frase del Obispo de Quito, acudían a toda clase de medios anticanónicos para obtener su exclusión de la Vicaria. En mayo de 1839 se dirigieron al Presidente de la República, so color de restituir la paz a la diócesis, para que instara al llamado obispo electo, doctor Pedro Antonio Torres, a que fuera a administrarla. Sabían muy bien cuán grata era al general Flores cualquier petición que se encaminara a honrar a su amigo predilecto, el referido deán de Quito270.

  —436→  

El Gobierno que o no entendía de Derecho canónico, o lo había bebido en fuentes cenagosas, no había esperado que esa parte del clero azuayo le pidiese su intervención. En efecto, en febrero de aquel año, pocos días después de la posesión del general Flores, urgió a Torres para que se trasladara a Cuenca sin esperar la institución canónica. ¿A qué este requisito, si el doctor Saá, en su trasnochado regalismo, creía investidos a los gobiernos del derecho de designar obispos a nombre del pueblo, según la decantada disciplina primitiva de la Iglesia, de cuya restauración hablaban todos los rezagados episcopalistas americanos? La Gaceta del Ecuador escribió a este respecto:

«El señor Torres, tiene derecho incontestable para gobernar la iglesia de Cuenca conforme a la Ley de Patronato que reconoce este derecho en los electos...».



El doctor Torres se manifestó prudente; mas no por respeto a las instituciones canónicas, sino para evitar conflictos entre la Iglesia y el Estado. Como ya vimos, la nota del deán al Gobierno, fechada el 25 de aquellos mismos mes y año, fue parte para que la Santa Sede se afirmara en su propósito de no instituirle; pues revelaba que, sin los obstáculos presentadas por ella, el electo habría asumido la administración, eclesiástica aun antes de la consagración episcopal.

Dos años después (mayo de 1841), como tardasen las bulas de Torres, otra porción del clero diocesano de Cuenca recomendó por su parte al Gobierno, que se nombrara para obispo al ilustrísimo señor doctor José Miguel de Carrión y Valdivieso, ya preconizado Auxiliar de Quito; y que, entre tanto, se le encargara la administración eclesiástica. El Vicario Vintimilla, deseoso sin   —437→   duda de dar descanso a su espíritu quebrantado por amargas rencillas, apoyó dicha petición y se allanó noblemente a que dicho obispo ejerciera la administración espiritual de su diócesis, cuyas desventuras ponderó con justicia.

A pesar de que ningún personaje merecía ceñir mitra tanto como el ilustrísimo señor Carrión, la solicitud a que aludimos, en cuanto a la jurisdicción obispal de Cuenca, era tan anómala desde el punto de vista canónico como la incitación del Gobierno al doctor Torres. En odio a Vintimilla, antes que por móviles estrictamente legítimos, otros clérigos a quienes sedujo el gobernador Tamariz, según testimonio del padre Solano, se opusieron a los deseos de aquél, aunque reconociendo los eximios méritos del candidato. El Ministerio rechazó al fin la insinuación, por constituir trastorno de la disciplina eclesiástica. ¿Por qué, entonces, había urgido a Torres para que aparara el manejo episcopal de Cuenca? Explícase fácilmente este contraste, porque Saá había dejado ya el Ministerio de Gobierno; y éste se hallaba en manos más delicadas en el trato de los asuntos de las almas.

El prelado de Quito aceptó también de buen grado, en beneficio de la acibarada diócesis hermana, que Carrión fuese nombrado Obispo titular de Cuenca. Empero, por aquellos días, la Santa Sede comenzó a mirar con menor disgusto la institución de Torres y acabó por consentir en ella, según advertimos oportunamente. Vino entonces la excusa del electo, excusa cuyo carácter -voluntario o forzado- no hemos podido descubrir, por entero. «El obispado del doctor Torres,   —438→   escribía el padre Solano, me parece una cosa de pantomima»271.

No lo era en realidad, pues las bulas llegaron efectivamente, sin que muchos se alegraran por la nueva. El mismo padre Solano afirmaba en carta de 4 de noviembre de 1843:

«Los antiguos decían: más vale un Obispo arriano, que una Sede vacante católica; y en este sentido sería deseable la venida del señor Torres. Pero creo que el Obispo, y la Sede vacante, se van por el mismo carril».



Exageraciones aparte, el señor Torres no era el llamado a esa honra en nuestra patria, donde había eclesiásticos como Carrión, como Solano, etc. cuya claridad de origen y pureza de doctrina a todos constaba. Quedose el ilustrado sacerdote, cultivador asiduo de la literatura y de las bellas artes, celoso del adelanto de los estudios, para honrar su frente con mitra en Nueva Granada, país en el cual el clero era inferior al nuestro, y Torres podía servir mejor que en esta República.

De tiempo en tiempo, curas y vecinos disgustados contra Vintimilla trabajaban por su suspensión y volvían a poner en tela de juicio la   —439→   legitimidad de su oficio. Así, en febrero de 1842 el Consejo de Gobierno se vio en el caso de rechazar la solicitud de algunos vecinos y párrocos de Cuenca para que se declarara nulo el concurso promovido por el Vicario, a pretexto de carencia de jurisdicción. Y una vez más mandó apercibir que no se presentase solicitud alguna en ese sentido; orden estéril en diócesis donde los odios clericales señoreaban a sus anchas.

En las amarguras de la diócesis tenía parte el genio turbulento del Provisor; el cual, si bien aconsejado en muchos negocios por el padre Solano (asaz apasionado también), en otros procedía según su leal saber y entender, no siempre prudente y escrupuloso. Uno de los más tenaces adversarios de Vintimilla, el doctor Julián Antonio Álvarez, se presentó en 1840 a concurso para obtener la Silla Doctoral de Cuenca. Pero el Gobernador eclesiástico, doctor Lucas Iglesias, amigo del Provisor entonces en visita, se resistió a que se confiriera a aquel esa dignidad, alegando doble fundamento: haberse omitido la intervención del prelado en la oposición de acuerdo con el artículo 25 de la Ley de Patronato, y no merecer Álvarez la promoción a causa de su negligencia en la cura de almas.

No era, en verdad, muy laudable la conducta del candidato; mas, ¡cuán cristiano habría sido que Vintimilla aceptase el ascenso de su adversario y que, sobre todo, no fundase su resistencia en una ley que la Iglesia debía desconocer! El Consejo de Estado declaró válida la oposición, ora porque no eran sólidas las razones legales del prelado, ora porque Álvarez desvaneció las acusaciones sobre su proceder pastoral; y el Gobierno le extendió el nombramiento.

  —440→  

Riñó también Vintimilla con el Gobernador González en 1839; y el Gobierno le estimuló a que guardara armonía con la Potestad Civil, la cual, por desgracia, era casi siempre la más necesitada de vallas, para que no invadiera el ámbito de la autoridad espiritual.

Pleito eclesiástico sobremanera humillante, fue el de Vintimilla con el deán Landa. Empezaron las divergencias entre esos clérigos igualmente cizañeros y apasionados, por el nombramiento de Vicario General castrense, otorgado al segundo por el general Flores, nombramiento que tropezó con agria discusión desde el primer día. En abril o mayo de aquel año apareció un folleto, obra probablemente del padre Solano, en que se sostenía la nulidad del indicado título; y, en consecuencia, el Vicario capitular negóselo oficialmente. El Consejo de Gobierno viose en el caso de mandar que vicario y deán se guardasen consideraciones; pero dejó al segundo «con el título sine re» (según escribió el mismo padre Solano)272, deshaciendo así la muestra indebida de predilección que le había dado el Gobierno.

Poco después, vulgar asunto de precedencia encendió más aun la enemistad entre los dos rivales. Al tomar posesión de la protonotaría titular en el Coro catedralicio, Vintimilla despojó de su asiento al deán, quien recurrió al Gobierno. El Consejo resolvió el primero de julio, previó consulta al Obispo y al Promotor Fiscal de Quito, que el Protonotario ocupara asiento después de los canónigos, dando plena razón al doctor Landa. Éste, no contento con su triunfo, siguió estimulando   —441→   odios contra Vintimilla y trabajando con Tamariz por la destitución273.

Hemos mencionado a Tamariz y es preciso referir siquiera a grandes rasgos las polémicas por él promovidas, ya en su condición de ciudadano, ya como gobernador del Azuay; cargo en que sucedió al general González y fue émulo en celo patriótico e imitador, a la par, de los desmanes de su colega de Guayaquil, Rocafuerte, genio afín al suyo.

Ya vimos cuán destemplado había sido en 1837 el cambio de hojas volantes y libelos entre Tamariz y Solano. En uno de los números de La Balanza editado en 1840, Irisarri creyó de buena táctica hacer mención del último escrito publicado en aquella ocasión por Tamariz contra el sabio fraile con el título Una Bomba, escrito que éste no había podido contestar. La chismografía, tan abundante en pueblos pequeños, llevó a Tamariz la notició de que el padre Solano se proponía excusar su demora en la respuesta; y sin más lanzó contra él un papelucho que llevaba por cabeza los versos de Iriarte: «Y pudo tanto aquello en la gente aldeana, que el esquilón pasó por una gran campana». En esta hoja el ilustre Ministro de Rocafuerte, picó al padre Solano acusándole de soberbio y provocador.

No era el religioso azuayo hombre para soportar mansamente injurias. Herido con justicia publicó en Quito el papel intitulado Al muy ilustre joven don F. E. T., suscrito con las iniciales del autor. El vehemente Tamariz acusó el enérgico escrito ante los jurados de Quito y Cuenca, obteniendo decisiones contrapuestas. En la capital,   —442→   donde defendió a Solano su ilustrado y fiel amigo doctor José María Laso, declarose que no había lugar a formación de causa, ya que en ninguna parte se mencionaba al acusador. En Cuenca fallose en sentido contrario. Enfermedades y ocupaciones de Solano impidieron que esa polémica estéril y personalista se prolongase en demasía. Empero, en ánimos prevenidos, cualquier incidente sirve para reencender las pasiones adormecidas. Tamariz no perdía ocasión de intervenir en asuntos eclesiásticos, a pesar de que su carácter de Visitador de tesorerías debía alejarle de tan vidriosos problemas. Con motivo de la solicitud de Vintimilla y parte del clero azuayo para que asumiese el ilustrísimo señor Carrión el gobierno eclesiástico de Cuenca, Tamariz juntose a la fracción disidente, para trabajar en contra de aquel prelado y del Vicario Capitular; y comprometió a algunos clérigos a fin de que suscribieran una contrapetición al Gobierno civil. El padre Solano lanzó entonces contra el cesarista español la hoja intitulada: La intriga descubierta y otras semejantes.

Cuando aun no morían los ecos de este duelo, nombrado ya Tamariz Gobernador del Azuay, ocurrió otro episodio más grave que los anteriores. Referimos antes, que el vicario Vintimilla pidió en abril de 1842 al Delegado Apostólico, prórroga por diez o doce años de la gracia concedida en 1837274 de publicar la bula de Cruzada y la del privilegio de comer carne, y de destinar el rendimiento al Oratorio de San Felipe Neri. El Gobierno corroboró la solicitud; pero   —443→   suplicó a monseñor Baluffi que aplicase el producto del expendio de las bulas al sostenimiento de las misiones. El Delegado, armonizando ambas peticiones, autorizó a Vintimilla para recoger las limosnas acostumbradas e invertirlas en las misiones, excepto la parte correspondiente a la Sede Apostólica.

Tamariz era regalista y arbitrista: doble título para que viera con malos ojos la percepción de esos fondos por la autoridad eclesiástica. A pretexto de que, restablecida la facultad colonial de publicar las bulas, recobraban también su vigencia las antiguas disposiciones fiscales sobre recaudación del producto, mandó que la Tesorería del Estado se entendiese en ella y que Vintimilla entregara a esa oficina todos los títulos. En cuanto a la cuota que correspondía a la Santa Sede, el Gobernador se atrevió a sostener que ni «los ecuatorianos, ni el Tesoro nacional de esta República, pueden pagar tributo a un príncipe extranjero...» (nota de 20 de septiembre de 1842). ¡Tamariz aprovechó, pues, la gracia pontificia para desconocer los derechos del Papado! El título de príncipe extranjero dado al Vicario de Cristo era muy común en boca de todos los regalistas a lo De Pradt y Villanueva, cuyas doctrinas seguía el Gobernador.

Replicole victoriosamente Vintimilla dos días después, en admirable nota, modelo de luminosa dialéctica, demostrando de manera incontrastable que los gobiernos posteriores a la emancipación no habían sucedido a los monarcas españoles en la gracia; y que ésta ni siquiera había podido obtenerse durante largos años. Alcanzada ahora, la autoridad eclesiástica debía atenerse exclusivamente a la disposición papal, cuyo pase   —444→   se expidió sin reserva ni cambio algunos. Esa nota fue sin duda obra del padre Solano: allí está vivo y patente su celo por la defensa del primado pontificio, tan olvidado en esa época sombría.

Vencido el Gobernador, acudió al efugio de devolver a Vintimilla el oficio, para que quitase las expresiones ofensivas «a la soberanía nacional, a los derechos del Gobierno y a la dignidad y decoro de la autoridad que ejerzo en esta provincia». Mas, Vintimilla pidió a Tamariz que determinara cuáles eran esas expresiones ofensivas y cuál la ley que le autorizaba para obligar al prelado, «que no es subalterno del señor Gobernador de la provincia», a suprimir palabras de sus notas oficiales.

Comprendió Tamariz su incompetencia para trabar polémica con el acerado canonista que se abroquelaba tras el Vicario; y se limitó a exigir el cumplimiento de su orden. Con todo, dio cuenta de lo acaecido al Gobierno, tratando de justificar su actitud y de explicar la expresión temeraria empleada respecto del Soberano Pontífice.

«Padre es, decía, y Pastor Universal de los fieles de toda la cristiandad, con cuyo carácter le reconocemos y veneramos en lo espiritual; pero como la plata y el oro son de este mundo material, el Príncipe extranjero no debe ser obedecido sobre esas cosas, sino en cuanto lo permitan las leyes de la Nación».



El benemérito hacendista no conocía la extensión del dominio indirecto de la Iglesia sobre las cosas temporales conexas con lo espiritual (del cual no son sino dependencia o complemento), a pesar de haberla recordado no hacía muchos años el sabio doctor José Ignacio Moreno.

El Gobierno, por medio de Saá -¿qué otro   —445→   podía ser?- mandó que Vintimilla observase mayor circunspección y aprobó en todas sus partes la conducta del Gobernador azuayo (6 de noviembre).

El Vicario presentó contra éste acusación ante el Consejo de Gobierno por las frases injuriosas vertidas en un oficio publicado en el n.º 462 de La Gaceta; mas, dicho cuerpo la rechazó, a pretexto de que el Ejecutivo había atendido solamente al fondo del asunto y no a tales frases, las cuales no privaban al prelado de su buena reputación. Para que Vintimilla no persistiese en sus reclamos el Gobierno mandó publicar este fallo, a título de satisfacción.

El padre Solano editó una hoja Aventuras de la bula de Cruzada en Cuenca, en que zahirió la actitud de Tamariz; y éste hizo acusar tal publicación con el Agente Fiscal doctor Rivera, tachándola de subversiva. En vez de amedrentarse, el integérrimo fraile dio a luz las Aventuras del papel intitulado Aventuras. Contestó el Gobernador con unas Observaciones en que, a pretexto de defenderse, volvió a caer en los errores anteriores. El padre Solano correspondió a este ataque con las Observaciones rápidas sobre otras así llamadas por el señor F. E. T. y con otros impresos más, que durante largo tiempo, mantuvieron en tensión los ánimos.

Tan grave llegó a ser la situación del franciscano por la inquina del Gobernador, que decidió ponerse a cubierto de sus venganzas.

«Pienso salir de Cuenca, decía al Dr. Laso en carta de 7 de diciembre de 1842, porque el brutal godo me ha declarado una guerra, y todo su empeño es desterrarme, ya   —446→   que no ha podido abatirme con sus tantos y groseros libelos...»275.



No lo hizo sin embargo; y publicó en 1843 contra su iracundo contendor el opúsculo Las Bombas de mi compadre, «demasiado personalista, según escribe el eminente anotador de las Cartas al referido doctor Laso, pero indudablemente uno de los más salados de su fácil pluma, que mezclaba con tanto donaire la crítica religiosa, política y literaria»276.

En marzo del expresado año, el Vicario hubo de exponer al Gobierno lo irrisorio del producto de las bulas, desde que el expendio corría a cargo del fisco, con notorio perjuicio para las misiones. El Ministerio no quiso resignarse a confesar su error, y mantuvo la forma ilegal y anticanónica de recaudación. ¡Las gracias espirituales eran administradas por el Tesoro Público!...

El regalismo no sólo dominaba a sus anchas en cuanto a rentas eclesiásticas, sino en el terreno de la educación clerical, en los seminarios. En efecto, el Gobierno, si bien respetó y aplaudió la reelección del celoso y benemérito rector canónigo Andrés Villamagán, no siempre observó conducta escrupulosa en otros nombramientos. El del doctor José Antonio Rodríguez Parra para profesor de derecho público, por ejemplo, fue objetado tanto por el Rector como por el Vicario Capitular, a causa de las ideas sospechosas del ilustrado jurisconsulto. Mas, el Director general del ramo adujo que en la oposición tenía parte la enemistad y no el celo por la pureza de la doctrina, y que el seminario no era ya Instituto conciliar, sino simple casa de estudios.

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Asimismo, privó el Gobierno, al Vicario del derecho de fijar edictos para la oposición a las Cátedras de teología, derecho canónico, filosofía, etc. alegando que sólo podía intervenir en la enseñanza especial de los seminaristas, cuando los hubiere. Según el criterio del Poder Civil, correspondía esa facultad al Rector y Junta directiva de gobierno. El seminario, en efecto, no existía sino en el nombre: no había alumnos internos, ni clausura. Por esa causa, a pesar de que el doctor Villamagán se opuso tenazmente a toda ingerencia gubernamental, la Dirección de Estudios pretendió a menudo tener supervigilancia sobre el establecimiento, cuyo carácter mixto constituía grave anomalía, perjudicial para la Iglesia y el Estado. Los estudios superiores eran diminutos: no había cátedras de los derechos internacional ni natural, ni de economía política y ciencia legislativa.

El seminario estaba en plena decadencia, en su parte material. El Presidente dispuso que se suspendiera la renta del personal directivo para atender la refacción del Plantel, orden que no llegó a cumplirse277. Y el general Flores, a solicitud del Director General de Estudios doctor José Fernández Salvador, accedió a reembolsar la cantidad que el Gobierno español había tomado de los fondos del Colegio, a fin de que éste se conformara a lo dispuesto por el Concilio de Trento. ¿Se realizó la reparación?

El vicario Vintimilla procuró cultivar, sin perjuicio de los derechos de la Iglesia, buenas relaciones con el Poder Central, aun tomando sobre   —448→   sí onerosas cargas. Como se habían recibido graves denuncias relativas a extorsiones a los indios, cometidas por el cura del Valle en la provincia de Loja, el Gobierno ordenó en 1840 al Provisor que visitara esa parroquia. Pensó Vintimilla en hacerlo por medio de procurador; mas la excusa del doctor José M.ª Riofrío, le puso en el caso de practicarla en persona, con verdadera abnegación, satisfaciendo con las medidas que excogitó los deseos gubernativos.

El mal formado clero, no se prestaba a asumir espontáneamente la actitud heroica que le correspondía en ciertas circunstancias. Cuando se presentó por vez primera la fiebre amarilla, clérigos y frailes para los cuales «más valía su vida que el socorro de los fieles», se negaron a ir a las parroquias atacadas por el flagelo. Propuesto el recurso de fuerza, el vicario Vintimilla acudió al Gobierno para que sostuviese su autoridad; pero éste contestó que, ¡no pudiéndose coartar el ejercicio de ese derecho, acudiese a la persuasión...! ¡Buen resorte en aquellos tiempos!

El doctor Vintimilla apoyó con eficacia las misiones de Gualaquiza. Hizo ordenar al efecto algunos jóvenes y, gracias al empeño de éstos, logró reducir a los salvajes a poblado. No contento con atenderles en la parte espiritual, envioles herramientas para sus labores, adelantándose así a los métodos modernos de evangelización y civilización. Y todo eso sin apoyo del Poder Civil, que, en 1839 negó pequeñísimos auxilios a los eclesiásticos seculares que penetraban en la selva a difundir el Evangelio.

Para afianzar su apostolado insinuó al Gobierno que obtuviese de alguna de las órdenes la   —449→   conversión en colegio de misiones del respectivo conventillo cuencano. El Ministerio se dirigió en este sentido a los institutos monásticos; pero no sabemos que diese resultados dicha iniciativa. Tampoco la había dado en 1839.

Si bien no podía Vintimilla excogitar medida alguna fundamental en orden a la reforma del clero, procuró que, por lo menos, no empeorase su condición moral. No faltaban anualmente los ejercicios espirituales, dados por hombres austeros como el padre Solano, anhelosos de la enmienda de las costumbres sacerdotales.

Algunos eclesiásticos y religiosos iluminaban con sus virtudes aquella época, tenebrosa no tanto por los asaltos de la impiedad, cuanto porque la fe no trascendía a la vida. Entre todos era el más notable el padre Solano, que multiplicaba su actividad en el púlpito y el confesario y la polémica. Su fama se hizo continental, ora porque el padre avizoraba, para refutarlas, las infracciones de la ortodoxia católica en otros países, a causa de las repercusiones que podían tener en el nuestro; ora porque de lejanas tierras se le pedía el concurso de su invencible pluma. De Lima se le comprometió, probablemente por el ilustrísimo señor Arrieta, para que replicara el último libro del célebre liberal peruano Vidaurre, muerto antes de que el padre pudiese imprimir su opúsculo.

Cuenca fue en aquellos años el baluarte de la ortodoxia. Con esto tiene bastante para su gloria la Iglesia azuaya, a pesar de tantas miserias a que dio origen su larga viudez.