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ArribaAbajoCapítulo IV

La Constituyente de 1843



I. La Constitución

El genio del general Flores comunicaba su maleabilidad a los acontecimientos políticos, y lograba enderezar en su provecho aun las reacciones que engendraban los errores gubernativos.

Disuelto el Congreso ordinario de 1841 y convocado en vano el extraordinario en el siguiente año, diestros agentes del Primer Magistrado, como el Gobernador de Cuenca don Francisco Eugenio Tamariz, promovieron peticiones, a fin de que se prefiriese la reunión de una Constituyente para restablecer el orden legal, ya que no había representación azuaya. Aceptado el arbitrio por el Gobierno, se abrió luego el período electoral.

La convocatoria de la Convención aparecía, en parte a lo menos, como represalia contra la exclusión en 1841 de los senadores y diputados cuencanos, exclusión originada por móviles en los cuales no estuvo enteramente extraño el sentimiento religioso. Por lo mismo, la convocatoria vino a constituir propicia ocasión de un desquite de carácter político-eclesiástico.

Hombres como Rocafuerte y Tamariz, no necesitaban   —466→   que nadie les estimulase en su labor encaminada a aclimatar el liberalismo religioso en el invernáculo del regalismo; mas, díjose entonces que el primer Encargado de Negocios de España, don Luis de Potestad, se había constituido en patrono y acicateador de esa empresa, tan intempestiva como riesgosa.

«Me dicen -escribía el P. Solano- que el español Potestad ha influido mucho en todas estas medidas; y lo creo, porque los españoles de ogaño, a más de la irreligión que los anima, están irritados contra la América, y quisieran verla ardiendo en discordias. ¿Y puede haber mejor arbitrio para esto que atacar la religión?».



La primera manifestación de la existencia de un plan anticlerical fue el decreto de elecciones, expedido el 21 de octubre de 1842. El artículo 24 de éste privó, en forma velada y artera, a los clérigos del derecho de representación en la Constituyente. «No pueden ser convencionales [...], expresaba, los ciudadanos a quienes no pueden conferirse empleos civiles, militares o de hacienda».

La rapidez con que todo se festinaba, impidió que el país reclamase eficazmente contra esa capitis diminutio del clero; y muchos no se dieron siquiera cuenta de la medida. Las listas ministeriales triunfaron en todas partes. El Azuay volvió a encomendar su representación a los varones que dos años antes encendieron el enojo popular: Rocafuerte, Tamariz, el general Guerra, añadiéndoseles otros personajes sospechosos en ideas, como el doctor Ramón Miño.

Exageraba sin duda el esclarecido padre Solano, cuando escribió que en la Convención no pasarían de ocho los católicos288. Salvo uno o dos   —467→   casos de excepción, ningún diputado habría rehusado ese honroso calificativo. La fe no había experimentado mengua en ningún espíritu; pero la doctrina de los más estaba llena de inconscientes mutilaciones. Se distinguía meticulosamente el campo del dogma del de la disciplina eclesiástica; y acerca de ésta se difundían, con la ingenuidad y pasión de presumida ignorancia, las más peregrinas teorías. Cristianos y católicos todos, pero regalistas: he ahí lo que habían sido hasta entonces nuestros patricios. Mas, en 1843, esa madre fecunda de errores -el regalismo- iba a dar un paso hacia la tolerancia religiosa en brazos del liberalismo, que comenzaba a seducir las almas de algunos jóvenes con el espejismo de sus quimeras y negaciones, preñadas de peligros. Se comprobó así una vez más que el regalismo del siglo XVIII había venido, como escribe Fernández Almagro en Orígenes del Régimen Constitucional en España «a allanar el camino que en el siglo XIX recorrería el Estado liberal, con más frecuencia embozado y tímido que descubierto y valeroso»289.

El 15 de enero de 1843, se instaló en Quito la Asamblea, bajo la presidencia de don Francisco de Aguirre, Vicepresidente de la República durante la segunda administración del general Flores. Sin pérdida de tiempo, desígnase una comisión para que, tomando en cuenta las ideas de reforma constitucional contenidas en el mensaje del Ejecutivo, acordara las bases conforme a las cuales se había de proceder a ella. Formaron dicha comisión diputados de todas las tendencias: moderados como Valdivieso (don José Félix),   —468→   don Francisco de Aguirre y don José Fernández Salvador; audaces como Saá, Marcos y Miño; hombres de menos personalidad como Wright, Martínez Pallares y Gortaire. Esto no obstante, todos -excepción hecha del doctor Miño, que la creyó contraria a los tratados públicos vigentes- convinieron en que la base referente a la religión del Estado se redactase así: «La religión de la República del Ecuador es la católica, apostólica, romana, con exclusión de cualquiera otra. Los Poderes Públicos están obligados a protegerla y hacerla respetar en uso del Patronato». Esta fórmula fue unánimemente aprobada por la Asamblea. Irreprochable en su primera parte, en la segunda restablecía el error de la Constitución de 1830, en cuanto condicionaba el cumplimiento del deber de respeto y protección al ejercicio del patronato, a pesar de que tal error había sido enmendado en 1835.

Mas, el diputado doctor Carlos Tamayo propuso en la junta de 28 de enero que, en lugar de las palabras subrayadas, se pusiera «con exclusión de todo otro culto público». Fundose el orador en que «la religión consistía en sentimientos de los que ningún hombre, ni ninguna autoridad podía juzgar». De tan errónea como superficial definición, que desviaba el debate, fácil era sacar conclusiones peligrosas. Nadie, sin embargo, refutó esa moción; y la enmienda quedó aceptada frívolamente. En la sesión del 15 de febrero se declaró inalterable la base.

Ante la debilidad o incompetencia de la Asamblea, tomó bríos Rocafuerte; y con su elocuencia tonante y desafiadora propuso el 22 del mismo mes que el artículo dijese solamente: «Es un deber del gobierno proteger a los ecuatorianos en   —469→   el ejercicio de la religión católica, apostólica, romana», o «la religión del Estado es la cristiana». Desahogaba el ex Presidente, sin duda, su espíritu semiprotestante al propugnar esta reforma; pero en su discurso fundose ostensiblemente, antes que en consideraciones teóricas, en necesidades de carácter práctico, mal meditadas por él: la de colonizar el país y repoblar la diezmada provincia del Guayas, después del pavoroso flagelo que acababa de devastarla, arrebatando tres mil ciudadanos útiles. Para atraer a algunos incautos, recordó que en Roma, cabeza de la catolicidad, había libertad de conciencia, «el derecho más sagrado que el hombre tiene sobre la tierra».

El ex Vicepresidente de la República, don Francisco de Aguirre -varón mesurado que había contribuido, en ausencia de Flores, a moderar la audacia de sus ministros- ponderó los peligros y extemporaneidad de la proposición de Rocafuerte, ya que la base estaba definitivamente aceptada. Sostuvo las mismas ideas el diputado por Loja don Agustín Riofrío Peralta. Mas, el general don Antonio de la Guerra y el doctor José María Rodríguez Parra (el profesor del seminario cuencano, cuyas ideas peligrosas inquietaban, al provisor Vintimilla) se atrevieron a sostener que hablar en la Carta Política de religión equivalía a profanarla y que era superfluo el apoyo de la ley.

Todos estos errores fueron docta y triunfalmente rebatidos por el doctor José Félix Valdivieso, cuya desconfianza respecto de Rocafuerte había crecido con los años. En el Ecuador, dijo el notable estadista, no hay religión dominante, sino una sola, la cual es la verdadera y por lo mismo   —470→   exclusiva de cualquier otra. Con pleno conocimiento de la doctrina y deslumbradora diafanidad, distinguió la tolerancia civil de la religiosa: la primera existía de hecho en el país, porque a nadie se le inquietaba en su conciencia; la segunda, en cambio, significaba indiferencia y sería funesta para los intereses nacionales.

«Próximo a terminar la carrera de mi vida -añadió al concluir su sabio discurso-, no quiero dejar a mis hijos el patrimonio funesto de la irreligiosidad, no quiero legar a la posteridad tan grave mal, ni ser cómplice de las desgracias públicas».



¡Lenguaje digno de un político cristiano!

La Constituyente no aceptó la revisión pedida por Rocafuerte, porque la base estaba ya aprobada. Pero no faltaron voces aisladas -las de los diputados Miño, Tamariz, Ponte y España- que insistieron en la necesidad de amplia tolerancia religiosa; y, consiguientemente, abogaron porque se suprimieran las palabras «con exclusión de lodo otro culto público».

Salvose, pues, el país de la tolerancia pública de las sectas, mas no de la admisión del culto privado, culto que, sin examen prolijo, quedó permitido a tontas y a locas, casi sorpresivamente, por el texto constitucional. Nadie en la Constituyente barruntó los dañinos efectos de esta permisión, ni alcanzó a sospechar la imposibilidad de deslindar el culto privado del público de las religiones.

Culto privado no es, en efecto, lo mismo que culto secreto, íntimo, silencioso, en el recinto sagrado del hogar, sin repercusión social alguna. Dentro de la denominación de culto privado se comprenden a las veces prácticas que, realizadas dentro del domicilio del disidente, para reducido   —471→   grupo de personas amigas, alcanzan resonancia y escándalo exteriores. La propaganda no necesita siempre, para su eficacia plena, de manifiesta publicidad en la calle o el templo290. En ocasiones, son más provechosos los resortes personales, que se ejercitan sin aparato ni solemnidad, pero que no obstante se divulgan y conocen. En tales casos, lo privado tiene proyecciones públicas, consecuencias sociales, respecto de las cuales un Estado católico, en principio, no puede permanecer indiferente. Si del culto meramente secreto se hubiese tratado, la disposición habría sido superflua291. Buscábase ante todo con la reforma constitucional, la preparación del espíritu del pueblo para la tolerancia plena del error; y ese efecto pedagógico era precisamente la parte más nociva de la innovación.

Pocos días después de la emocionante sesión en que los diputados católicos de un pueblo esencialmente católico, abrieron las ventanas de la patria a la tolerancia religiosa. Rocafuerte hirió de nuevo el sentimiento nacional al pedir que se declarase inhábiles para el ejercicio de las funciones legislativas a los ministros del culto. Ultrajada la religión, debían serlo también sus   —472→   principales defensores. Y así como Tamayo para fundar su fórmula había partido del sentimentalismo religioso, Rocafuerte valiose de otros sofismas, viejos por añadidura, como que no eran sino repetición de los proferidos en las Cortes de Cádiz por el Conde de Toreno292.

«El mundo social -afirmó- sólo se contrae a los objetos terrestres, y el mundo religioso a los intereses del cielo; de aquí nace la necesidad de separarlos, separación [...] en la que se funda la razón de no confundir las funciones del legislador con las de Ministros del altar».

¡Cómo si el sacerdote dejara de ser hombre y ciudadano, y no pudiera servir de consuno los intereses religiosos y los cívicos, uniendo con áureos lazos de amor su fe y su patria, su Dios y su bandera!

Tamariz corroboró -con artero respeto por el clero- las extraviadas ideas del ex Presidente; y Valdivieso tornó a medir sus armas con ellos, demostrando la injusticia fundamental de la exclusión, los dañosos efectos que había causado en otros países, y la conveniencia particularísima de que ese cuerpo estuviera representado en nuestras asambleas legislativas, ya que el patronato mezclaba imprudentemente los asuntos civiles con los eclesiásticos.

Nada valieron los poderosos argumentos del patricio lojano. La Constituyente, como se había previsto desde antes de su reunión, votó la incapacidad del clero y dejó así funesto precedente en la historia de nuestra esclavitud política. Pidiose más tarde que no se incluyera en la inhabilidad a los obispos; pero la prevenida asamblea rehuyó desdeñosamente estudiar el   —473→   asunto y aprobó de manera tácita la susodicha inclusión.

Los verdaderos católicos se estremecieron de dolor293 al conocer las reformas introducidas por desatinados novadores. Si bien el regalismo había amortiguado la sensibilidad espiritual de una parte de la aristocracia de la inteligencia, el pueblo conservaba, como hemos escrito en otro lugar294, la virginidad de su fe; y ése era el primer ataque directo a la conciencia católica. La unidad religiosa nunca había padecido eclipse: no existía fundamento para que se estableciese la tolerancia. Ésta aparecía no como la consagración en la ley de la costumbre, como el reconocimiento de un hecho consumado, sino como invitación artificiosa al establecimiento de las sectas, a título y pretexto de colonizar. El ensueño de un estadista, harto utópico en país turbulento como pocos, desprovisto de caminos y donde la vida humana tenía graves riesgos -recuérdese la epidemia de fiebre amarilla de 1842-; ese ensueño fue parte para que se abriese la exclusa del error y se le pusiesen señuelos, como medio de atracción y conquista, en la misma Carta.

Antes de que ésta fuese aprobada, no faltaron escritores que advirtieron a la Constituyente y al país todo los peligros de la novedad que arteramente se introducía. El padre Solano fundó el periódico La Luz para combatir las reformas, pero no halló eco en la Asamblea. Uno de sus escritos fue acusado como subversivo, en virtud de orden expresa del Gobierno. El Tribunal le absolvió,   —474→   ya que el docto fraile no había hecho otra cosa que esclarecer la sana doctrina sobre la tolerancia.

«Es una equivocación, decía, persuadirse que habiendo tolerancia vendrán a establecerse extranjeros útiles... Tengamos un gobierno firme, un gobierno verdaderamente filantrópico, un gobierno, en fin, que haga felices a nacionales y extranjeros, y entonces veremos cómo vienen hombres útiles a vivir con nosotros, sin necesidad de tanta charla sobre tolerancia. Ésta es una verdad confirmada por la experiencia...».



Respecto de la sustancia misma del problema, el padre afirmaba con clarividencia singular: «Cuando en una nación hay sectas introducidas a la fuerza, el soberano las tolera por no causar mayores males; pero en un pueblo en que no las hay, tampoco debe haber tolerancia, pues no hay objeto sobre que ella recaiga»295.

El clero de Cuenca fue el primero que, sancionada la Constitución, protestó contra la innovación y exigió una declaratoria que tranquilizara la República. Siguiole el de Quito, con los obispos titular y coadjutor y el cabildo eclesiástico. En esta petición, ofrecieron los firmantes no prestar el juramento constitucional, aunque «experimentasen las últimas calamidades». Por el Obispo de Guayaquil representó su abogado y consejero, el doctor José María Laso, en igual sentido. Todo el pueblo apoyó decididamente aquellas reclamaciones, las cuales, al principio, se perdieron en el vacío.

No obstante, como comenzara a sobresaltarse el país, por la falta de acogida de sus solicitudes y a organizarse verdadera borrasca religiosa, la Asamblea nombró una Comisión que las estudiara   —475→   y aprobó luego el informe presentado por ésta, informe que se estimó indebidamente como aclaración del pensamiento de la Carta Política en materia religiosa. La llamada «Aclaratoria» decía así:

«El artículo 64 de la Constitución no altera en manera alguna la Religión Católica, Apostólica, Romana, que como única verdadera, es la Religión de la República; y a su virtud, se declara subsistente la ley de 17 de setiembre de 1821, en la parte que extinguiendo el Tribunal del Santo Oficio, declaró haber reasumido los RR. Arzobispos [...] la jurisdicción eclesiástica y puramente espiritual, para conocer en las causas de fe, que se sigan contra los católicos romanos nacidos en el Ecuador, contra sus hijos, y contra los que habiendo venido a estos países se hayan hecho inscribir en los registros parroquiales, obligando a los extranjeros de diversa creencia a respetar el culto de la religión apostólica, romana»296.



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La Convención declaró, además, que debía observarse el capítulo del Código Penal relativo a delitos contra el culto.

En lo que se refiere al artículo 36, que privaba al clero del derecho pasivo de sufragio, el informe se limitó a sostener que la Constituyente «había obrado dentro del círculo de sus atribuciones». En este punto, pues, no empleó ardid alguno y sostuvo tercamente lo hecho.

La declaratoria no se dio en forma de ley, ni siquiera de acuerdo. No pudo, pues, tomarse como interpretación auténtica del texto constitucional. Era acto sin valor legal, simple manifestación de la manera como explicaban y justificaban su obra los imprudentes convencionales. El doctor Ramón Miño -quien pasaba ya como heterodoxo, pero que era jurisconsulto probo y leal- manifestó expresamente que la Asamblea no poseía facultad alguna para interpretar la Constitución, ni fijar su sentido, menos para hacerlo contrariando el claro tenor del artículo 6.° ya aprobado. Por otra parte, la mención de la ley colombiana de 17 de septiembre de 1821, ley considerada en su época como verdadera concesión a la libertad de cultos y que se daba por vigente, en vez de ser motivo de tranquilidad para los   —477→   espíritus, debió desasosegarlos más y más, pues implicaba artería; artería tanto más reprensible cuanto que se trataba de asunto esencialmente delicado y respetable. Y así lo comprendieron los espíritus sagaces.

Oigamos cómo juzgaba la declaratoria el ministro francés en Quito, M. de Mendeville, en carta íntima dirigida el 18 de abril de 1843 al doctor Rufino Cuervo, antiguo representante de Nueva Granada, carta que traducimos del francés:

«La unanimidad devotos que le han elevado (al Gral. Flores) a este puesto, es una prueba inequívoca de la necesidad de paz y de estabilidad, que impresiona a todos los espíritus, y es de creer que este deseo general será favorecido por las nuevas instituciones que la Convención acaba de dar a la Nación. Sin embargo, la nueva Constitución ha estado a punto de ser ocasión y pretexto de perturbaciones. Lesionada la influencia del partido del clero297, por la privación de una parte de sus derechos civiles, su exclusión de la representación nacional, y por el paso dado hacia la tolerancia con la autorización de ejercer en privado cualquier culto, se conmovieron ese mismo partido y los numerosos adherentes con que cuenta en las masas y aun en la parte alta de la sociedad. Felizmente la energía desplegada por la autoridad, y tal vez más aun la indolencia natural en este pueblo, han prevenido la explosión y salvado al país de una crisis que podía llegar a serle fatal. Con todo, para satisfacer a lo menos en apariencia298 las exigencias del Clero, la   —478→   Convención se vio obligada a dar una explicación sobre el artículo de la Constitución relativo a la religión, y aunque su declaración sea de hecho un nuevo triunfo para el espíritu de tolerancia, cuya acción ha sido más claramente fijada, ha servido para restablecer la calma y obtener del Clero su adhesión jurada a la Constitución»299.



La declaratoria fue el opio que adormeció la conciencia de muchos. Gran parte del clero diose por satisfecha y prestó el juramento constitucional. Los ilustrísimos señores Arteta y Garaicoa y el provisor Vintimilla de Cuenca lo emitieron igualmente. Sólo un prelado permaneció fiel a su palabra y resuelto a sobrellevar a «las últimas calamidades», como había prometido el ilustrísimo señor Carrión, al cual siguieron no pocos canónigos, eclesiásticos y frailes.

En abono de los «juramentados», debe decirse que aun varones a quienes inflamaba el celo por la ortodoxia, como el doctor José María Laso, no vieron ya otro recurso dentro del malhadado y rígido sistema del patronato. El padre Solano imputaba -a nuestro entender desacertadamente- la culpa de todo lo que ocurría e iba a sobrevenir, al erróneo contenido de las representaciones dirigidas a la Constituyente:

«Me ha sido muy sensible, escribía al mencionado Dr. Laso, la noticia del juramento, pero ya no hay remedio, por el mal ejemplo de los Obispos, que pidieron la declaratoria, en vez de haber pedido netamente la abolición del artículo sobre tolerancia privada. La petición de declaratoria dio lugar a enfarragar con la ley de 15 de abril del año [...]300, que no viene al caso».



Monseñor Arteta creyó conveniente explicar   —479→   su conducta y publicó el 24 de abril una pastoral, que la maledicencia atribuyó a su hermano el doctor Pedro José, uno de los diputados a la Convención. En ella dijo el docto y piadoso pastor:

«[...] nuestro corazón se ha llenado de gozo al ver el celo que habéis manifestado por conservar intacta la Santa Religión que profesamos, y ha participado íntimamente de la tribulación que sentisteis al creer que el Art. 6.º de la Nueva Constitución abría campo para que se introdujese la libertad de cultos y corrupción de la moral cristiana. Ésta fue la opinión de los teólogos y canonistas del clero secular y regular que convoqué el viernes santo por la angustia del tiempo, porque sólo en el día siguiente se podría usar del derecho de petición a la Convención Constituyente, antes de que se nos obligara al juramento que debía emitirse en el primer día de pascua301. Así es que se logró que la Convención Nacional expidiese una prudente y sabia resolución para calmar nuestras conciencias. Sí, amados diocesanos, ella sirve para explicar el artículo citado dando a conocer que lejos de proteger la tolerancia que justamente temíamos, refrenda y corrobora la ley que autoriza a los prelados para conocer en causas de fe, como lo hacía el extinguido tribunal de la inquisición, sin otros límites que de no inquietar en este punto a los extranjeros en su creencia privada, con tal de que no propalen sus errores, para evitar el escándalo y seducción: lo cual es conforme al derecho de gentes, o internacional, a los tratados públicos celebrados con otras potencias, aun por la monarquía española antes de nuestra independencia, y a lo que se halla establecido en la misma Corte Romana. La licitud de estos pactos está probada con la doctrina del sabio y piadoso Arcediano de Lima el doctor Ignacio Moreno, ecuatoriano de nacimiento, que ha sido el apologista de la Religión en nuestras Américas, cuyas obras han sido aprobadas y aplaudidas por el Santo Padre.

»Con tan sólidos fundamentos, ¿qué duda podía quedar a las personas más timoratas para jurar la Constitución,   —480→   que, sancionada antes de nuestras representaciones, ya no podía variarse? Los que con acrimonia maligna pretenden introducir un cisma entre su legítimo Pastor y su fiel rebaño y causar turbaciones en el Estado con papeles sediciosos y conventículos alarmantes, cometen un delito muy atroz y de irreparables consecuencias...».



Mucho más expresiva es la siguiente nota del mismo prelado a uno de sus párrocos:

«Sancionada la Constitución y jurada por el Cuerpo Constituyente y por el Presidente de la República, no podía esperarse mejor éxito de nuestras representaciones que el que propuso la comisión y se adoptó por la Cámara. Por tanto no tuve embarazo de jurarla después de haber consultado con personas sensatas. La Constitución de Colombia ni aun expresó la religión que se profesaba y con todo se adoptó y juró302. El señor Moreno sabio apologista de nuestra religión conviene en la proposición siguiente: "Ningún gobierno o poder legislativo puede privar a los hombres de la libertad de adorar a Dios, según lo dicta la conciencia de cada uno, bien que ésta sea recta o errónea; mientras que este hombre tribute a Dios la adoración, o culto que ha escogido en lo interior de su entendimiento y corazón, o también por ritos exteriores en el secreto de su casa con los domésticos que sigan la misma opinión, siempre que se evite el escándalo o seducción". Y añade: "Ésta es la única tolerancia que puede tener la ley o el gobierno con los disidentes en punto a religión; y con ella debe contentarse el que quiera habitar en medio de un pueblo que profesa distinta religión, etc.". Véase la Memoria política del señor Egaña reimpresa y adicionada en Lima en 1828. Con la independencia de las Américas vienen extranjeros en calidad de Ministros, Cónsules y otros, según los pactos con diversas naciones, y a éstos no se les puede impedir su culto privado, porque se violaría el derecho de gentes o internacional y sólo se les exige que respeten la religión del Estado. Mas, a los ecuatorianos o connaturalizados en la República se les obliga a que sigan la religión católica,   —481→   y aun se ha restituido a los Obispos y a sus vicarios la facultad para supervigilar sobre esto: ¿podía esperarse más? Debemos pedir a Dios el don de consejo en tan delicadas circunstancias».



Sea cualquiera el valor filosófico de estas razones, es indudable que a los prelados faltó oportunidad en la acción para prevenir el mal y esclarecer las perniciosas consecuencias de la reforma, sagacidad y destreza para gestionar una aclaración satisfactoria que mitigase la exaltación popular, fortaleza, en fin, para resistirse, una vez consumado el error, al juramento de la Carta, corruptela oprobiosa dentro de un régimen infamante y rastrero. El regalismo, acostumbrando al clero a besar la mano que le humillaba, disminuía la intrepidez en la defensa de la verdad.




II. Resultados religiosos de la Carta Política

La negativa a la prestación del juramento, de acuerdo con las costumbres regalistas, significaba, ipso jure, para el clero -funcionario público- la enemistad del Poder, la suspensión en la carrera eclesiástica, y, en fin, la proscripción; porque a ésta se asemeja el vivir en el suelo materno de la patria sin derechos cívicos.

Casi no había, pues, necesidad de que el Obispo de Quito consultase al Ejecutivo la línea de conducta que debía observarse con los eclesiásticos no juramentados. Hízolo, sin embargo, monseñor Arteta; y el general Flores, para lavarse las manos, remitió el examen del riesgoso problema a la Constituyente. Ésta nombró una comisión compuesta por sus elementos más mesurados y justicieros -Aguirre, Valdivieso,   —482→   Fernández Salvador-, la cual dictaminó que se diese a la fracción del clero renuente al juramento el plazo de dos meses para determinarse a él; y que, si no lo hiciese dentro de tal lapso, perdiese los derechos políticos.

La mayoría de ese cuerpo empecinada ya en su error, rechazó el informe; y decidió después de otro más terminante, emitido por nueva comisión, que si los clérigos no lo pronunciaban inmediatamente, se les tuviera como extranjeros, sujetos no a los beneficios, sino a las cargas del Estado, y que perdiesen sus destinos. Inútiles resultaron los esfuerzos de jurisconsulto tan renombrado, como el doctor José Fernández Salvador, quien demostró, que era innecesaria la exigencia del juramento, para que los ciudadanos estuviesen sometidos a la Constitución. El doctor Pedro José de Arteta, hermano del Obispo, y los señores Marcos, Miño y Saá se encargaron en mala hora de refutar aquellas razones que, por desgracia, estaban en contradicción con el texto de la ley. El doctor Valdivieso expuso a su vez:

«Se ha hecho resonar mucho en esta Sala la voz, de tolerancia universal, y sólo se niega esta tolerancia a los ecuatorianos que no han jurado la constitución, pretendiendo que sean de peor condición que los extranjeros, mahometanos y judíos, que pueden vivir entre nosotros al abrigo de las leyes».



Sobresaltose el alma delicada y paternal del ilustrísimo señor Arteta con aquella decisión; y pidió al Ejecutivo (26 de mayo) hiciese la debida distinción entre los eclesiásticos que habían procedido por espíritu revolucionario, y quienes se habían negado al juramento por celo religioso, y «que quedarían incongruos y expuestos a la mayor   —483→   miseria, con notable desdoro de su sagrado carácter».

Difícil era en la práctica tal discrimen de intenciones; y por eso, a no dudarlo, el Ejecutivo guardó silencio. En tal virtud, el 6 del siguiente mes ordenó monseñor Arteta a todos los vicarios que exigieran a los párrocos juramento incondicional, y que le transmitieran los nombres de los que lo rehusasen. Diéronse a partido muchos clérigos ante la amenaza y el riesgo de permanecer incongruos. Otros pretendieron jurar con restricciones y reservas. El canónigo de Quito, doctor Antonio Iturralde que andando los años fue Obispo de Ibarra, creyó satisfacer asimismo su conciencia jurando «en los términos en que aprobaría Su Santidad su juramento». A nadie, sin embargo, sirvieron las reticencias; porque se mandó prestarlo nuevamente en forma simple y llana.

No faltaron espíritus escrupulosos y enteros que afrontaron, en seguimiento del Obispo de Botrén, todas las consecuencias de su resistencia. Ya en junio principió el Obispo de Quito a inquietarse por la escasez de sacerdotes para llenar las vacantes y desempeñar el ministerio parroquial.

«Lo mismo acontece, añadió, con las capellanías de Monasterios y es un clamor general de las religiosas de que se quedarán privadas de Ministros idóneos».



Todas las plazas que quedaban vacías se proveyeron, pues, exclusivamente con sacerdotes juramentados. En cuanto a los beneficios de que disfrutaban los eclesiásticos remisos, el Gobierno y el Obispo hicieron cuanto les fue posible, magnánimamente, para diferir la declaratoria de vacancia, no obstante la insistencia de la   —484→   Comisión Permanente del Senado en exigir el juramento o las sanciones de la omisión. Rehusó también el Presidente considerar la resistencia como delito sujeto al Poder Judicial, según pretendió el Consejo de Gobierno.

El 1.° de julio de 1843, monseñor Arteta comunicó al cabildo eclesiástico que, a pesar de sus reclamos, el Gobierno había decretado la destitución del arcediano y auxiliar suyo, señor Carrión. Con todo, ni aun entonces se cumplieron las formalidades canónicas de la privación del beneficio. Más, como en virtud del patronato, el Obispo de Botrén ya no era arcediano, en enero siguiente salió de Quito, para residir en su ciudad natal. Su viaje fue ovación ininterrumpida, plebiscito triunfal de reverencia a uno de los varones más austeros del episcopado ecuatoriano. El ilustrísimo señor Arteta extrañó sobremanera que su coadjutor no le pidiese la venia, para aquel paso, si justificable en el aspecto civil, no así en el canónico, ni en el de las relaciones de amistad y disciplina, pues, el patronato no podía por sí solo privar de los beneficios eclesiásticos. Aun desde Loja discordó Carrión en ocasiones con el prelado. En 1844 confirió órdenes a religiosos dominicanos que llevaron patente de su provincial, paso acerbamente murmurado por sus enemigos y reprochado, no sin fundamento, por el ilustrísimo señor Arteta. Carrión se vio obligado a defenderse: en un folleto, que vio la luz, el año siguiente.

El encargado de la Delegación Apostólica señor Savo, advirtió a los prelados que incurrirían en graves sanciones, si declarasen vacantes los beneficios y los proveyesen sin sujeción a los cánones. ¡Nuevas torturas para, el valetudinario Obispo! Acudió éste entonces (23 de mayo de 1844)   —485→   al Gobierno para que le pusiese a cubierto de tal conminación y diese cuenta de todo lo ocurrido a la Silla Apostólica. Mas, el Ejecutivo, en decreto de 20 de agosto inmediato, resolvió definitivamente, de acuerdo con la Ley de Patronato y la doctrina de canonistas aduladores de la omnipotencia del Poder Civil, la vacancia de los cargos de todos los eclesiásticos que, notificados con esa providencia, no prestaren en el acto el juramento. Ordenó asimismo la provisión inmediata de las Sillas que, por tal causa, quedaren vacías; y, en fin, el nombramiento de curas excusadores para las parroquias cuyos propietarios incurrieren en igual sanción. Éstos debían ser reputados extranjeros, según lo resuelto por la Constituyente303.

Autorizó esa decisión final un joven de brillantes dotes, que a la vuelta de poco, iba a ser uno de nuestros mejores estadistas católicos: el doctor Benigno Malo, quien, nombrado Subsecretario de lo Interior, hacía las veces del Ministro titular. La doctrina del Gobierno, saturada del veneno regalista, era lógica desde el punto de vista legal, pero introducía la más profunda perturbación en la disciplina canónica. Nacían estas colisiones de la imposición del juramento, desusada en casi todos los países, par más avezados que estuviesen a las tradiciones del indecoroso galicanismo. En nuestra patria, diose por otra parte   —486→   a la imposición, carácter mucho más rígido, sin permitir esas fórmulas elásticas que salvan los fueros de la conciencia. Así, en Chile el juramento fue durante largos años obligatorio; pero, cuando en la Constitución había algo que hiriese la doctrina católica, se permitía que los obispos y el clero añadiesen justas reservas. Era allí usual la fórmula: «juro respetar la Constitución y las leyes, sin perjuicio de mis deberes como Obispo católico», o «sin perjuicio de las leyes divinas y eclesiásticas»304. El cesarismo de esa época no alcanzó a columbrar, menos a respetar las delicadezas de las almas, los justos escrúpulos de las conciencias timoratas. La Iglesia con su resistencia comunicaba a los pueblos el amor de la verdadera libertad; y se convertía en antemural contra el despotismo.

El primer efecto de la Constitución de 1843 -en la cual contrasta ese ensayo de liberalismo respecto de los extranjeros, con los excesivos poderes que en lo político se atribuyen al Estado oficial- fue la formación de dos cleros: uno que, por convencimiento de la licitud del juramento, o, simplemente, por obediencia generosa a los prelados, se había decidido a prestarlo; y otro, más pequeño en número, que entre la defensa de la tesis católica y el deber de sumisión a la autoridad episcopal, prefirió la primera; y, en represalia, fue excluido de la ciudadanía ecuatoriana y expuesto a la privación efectiva de los beneficios canónicos.

De esta rivalidad entre los dos cleros nacieron escandalosas disensiones, que agravaron el oscuro cuadro de la relajación eclesiástica. Si a los   —487→   partidarios del juramento faltó estudio y entereza, en los otros no abundó la sumisión, ni la caridad.

Una vez decidido por los prelados la prestación del juramento, al clero incumbía el acatamiento y el silencio, so pena de agravar la situación religiosa con la desunión y la indisciplina. Dada la complejidad del problema y de las circunstancias, ésa era la única actitud lícita para los católicos, y especialmente para los eclesiásticos, cuya responsabilidad cesa con la obediencia a los legítimos pastores. Éstos darían cuenta ante Dios y ante el Papa por la solución del intrincado y temeroso asunto, discutido con exceso de prisa y pasión.

La polémica iniciada antes de la expedición de la Carta Política, continuó después de ella, con la virulencia y el encono propios de la época, infringiendo esa ley de prudente reserva que a todos los católicos imponían los intereses eclesiásticos. El 8 de junio apareció el folleto intitulado Cortas reflexiones sobre el juramento de obediencia a la Constitución dada en Quito en 1843, opúsculo de copiosa doctrina que lleva las firmas del Obispo de Botrén, del canónigo Tesorero de Quito y rector del seminario doctor Manuel Orejuela; de los sacerdotes José Antonio Alarcón, Agustín Ceferino Enríquez de León, doctor Antonio Martínez, vicerrector de aquel instituto, y Jerónimo Velasco y del reverendo padre fray José Bravo, mercedario.

Dicho folleto fue réplica indirecta de dos hojas que, firmadas respectivamente con los seudónimos de Un católico observador y Un individuo del Cabildo Eclesiástico, habían aparecido el 25 de abril y el 2 de mayo anteriores. Atribuyose   —488→   el primero al reverendo padre fray Pedro Albán, de la Orden de la Merced, religioso docto, arraigo del general Flores. Respecto del segundo, se dijo que no era obra de ningún clérigo, sino de un abogado capitalino. También el Presidente de la República quiso lucir su ingenio en una publicación que lleva por título Defensa del artículo 6.° de la Constitución. Todos estos escritos pretendieron sostener una cosa indefendible: que la Carta no había autorizado el culto privado de las sectas.

En el campo contrario vio también la luz, a más de los artículos del padre Solano, otro del padre Bravo ya nombrado; y el doctor Joaquín Jaramillo, sacerdote que se había distinguido como defensor de la ortodoxia, refutó, a su vez, el opúsculo del ilustrísimo señor Carrión y sus compañeros.

Las Cortas reflexiones fueron la publicación menos reprochable, ya por el conocimiento profundo de los principios, ya por la serenidad y mesura de la forma. Nada podía objetarse en cuanto a la primera parte del folleto, aquella en que los autores demuestran la inconveniencia e inoportunidad, no de tolerar un mal preexistente, sino de abrir la puerta de la Patria a prosélitos de otras religiones sin necesidad alguna. «Pudiendo conservarnos sanos siguiendo las máximas de la Higiene, ¿por qué, decían, hemos de buscar los males, para recurrir después a las reglas de la Terapéutica y Clínica en pos de un resultado contingente?». El estudio del artículo 6.° está hecho de manera incontrovertible. Menos clara y convincente era la parte por decirlo así práctica del opúsculo, aquella en que se trata de la licitud del juramento de obediencia.   —489→   El simple examen de este punto constituía por sí solo franco desafío al prelado y desautorización de su conducta ante los fieles; mucho más cuanto que los doctos autores de las Cortas reflexiones, acababan por declarar ilícito todo juramento que envuelve «aun ocultísimamente alguna cosa contra la religión cristiana». Aunque no lo pretendieran el Obispo de Botrén y sus compañeros, las Cortas reflexiones echaban por los suelos el ascendiente del ilustrísimo señor Arteta y de los otros prelados, cuya conducta era ya objeto de acerba murmuración. La ilicitud del juramento se presentaba en el folleto como cosa enteramente comprobada, cuando por lo menos aparecía dudosa; y siendo el asunto tan delicado y oscuro, la circunspección de su estado les imponía no discutirlo públicamente, menos aun en ese momento de zozobra nacional y subversión contra ambas autoridades.

En Cuenca, el padre Solano continuó escribiendo respecto del juramento; y sus escritos pusieron en peligro la tranquilidad pública, por lo cual se vio en el caso de retirarse a Loja. Privado de la prensa, había recurrido a la palabra hablada y a la circulación de manuscritos respecto de la tolerancia, uno de los cuales disgustó sobremanera al vicario capitular doctor Vintimilla, quien amenazó con excomunión al que lo leyere. Por doquiera la división causaba ruinas, cuando más necesaria era la concordia.

Tan destemplada fue la oposición entre los dos cleros, tan agria la polémica, que obispos y sacerdotes volvieron sus ojos, en busca de luz, hacia el Delegado Apostólico y los prelados de otros países, para sosegar su conciencia y la de los fieles. Por desgracia, la Delegación Apostólica   —490→   estaba en manos juveniles, no dotadas de la suficiente pericia para resolver problema de tanta hondura y trascendencia; y en cuanto al episcopado de las naciones hermanas, sobre no tener autoridad y jurisdicción para dictaminar en el asunto, era indudablemente inferior al nuestro. Con mucha razón escribió el padre Solano:

«No sé con qué obispos habrá querido consultarse el señor Carrión si fuese con los de Nueva Granada, parece que debía ahorrar este trabajo, porque allá también van las cosas peores que acá».



Monseñor Savo contestó con precipitación a las primeras consultas. Más tarde logró formarse idea cabal de la compleja urdimbre del problema; pero ya no pudo desembrollarla, ni evitar las funestas consecuencias de su solución legal.

En su primera carta, se limitó a manifestar que, dado el carácter restrictivo de todo juramento, el de la Constitución no era ilícito:

«La resolución dada por la Convención no recae sobre la representación que se hizo por el Clero. Se pedía que se hiciese exclusión del culto privado, y la contestación ha sido genérica, porque nada ha tocado a la petición. El que no tenga un mal resultado el juramento prestado se deberá más bien a los términos del artículo; pues de la exclusión que él hace de otro culto público no se sigue que quede incluido el privado, mucho menos en materia de juramento, el cual recae siempre sobre lo positivo y lícito».



En la contestación al Provisor de Cuenca insistió Savo en el mismo criterio:

«Según mi parecer, escribió, el Art. 6.° no podía retraer de dicho juramento, pues jurando la exclusión de otro culto público, no es consecuencia que se siga el privado; y jurando una cosa lícita, no se extiende el juramento a la ilícita, porque en nuestro caso no existe; y porque no puede ser materia de juramento, por no poder ser Dios   —491→   testigo en tales cosas, como usted bien sabe. ¿No se está, pues, declarando y añadiendo incisos en las leyes continuamente? ¿Y por qué es esto? Porque se encuentran vacíos. Un vacío hay en el Art. 6.º, pero éste no se puede llenar con el culto privado hasta que no se decrete [...] Yo no dudo que el Art. 6.° haya sido puesto con malicia; pero él no llena el fin de los perversos».



Al mismo tiempo que circulaban estas notas, se publicó otra del Ministro del Ecuador en Nueva Granada, doctor Marcos Espinel, en la cual comunicó que el señor Savo había declarado que

«no hallaba motivo ni razón para que el Art. 6.° sobre culto público fuese una amenaza a la santidad de nuestra sagrada religión, proclamada en el Código del Ecuador, como la única, la dominante y la exclusiva».



Esta nota no reflejó seguramente con diafanidad el pensamiento del señor Savo, al cual se le dio desmesurada comprensión: de la aprobación del juramento se pasaba ya a la del artículo constitucional mismo, cosa abiertamente inconveniente.

Una consulta del ilustrísimo señor Carrión ilustró el criterio del Delegado Apostólico respecto de las consecuencias, tal vez no entrevistas por él, de la negativa al juramento constitucional; y entonces vino una comunicación de diverso sabor que las precedentes:

«A la fecha habrá recibido ya mi carta en la que manifestaba mi opinión acerca del juramento: si estaba por la afirmativa, por los que debían jurar, no lo estoy por el juramento individual, obligando de este modo a muchos para que juren lo que no entienden, y para que juren los que no tienen precisión para ello. Del juramento individual se ha seguido la inicua medida del Gobierno, despojando a los beneficiados de su posesión canónica, obtenida en tiempo hábil, cumpliendo con las condiciones de entonces. ¿Y a esta medida se ha prestado el señor Obispo?   —492→   O está enteramente trastornado, o teme más a los hombres que a Dios. Yo espero que la justicia del Presidente no permitirá estos excesos...».



Más tarde, según dicen algunos documentos de la época, llegó monseñor Savo a aprobar expresamente la actitud del ilustrísimo señor Carrión y que hubiese acudido al Papa para aquietar su espíritu. Por desgracia, parece que Gregorio XVI no recibió noticia alguna del conflicto memorable, porque se interceptó la correspondencia del clero. Dos años largos de prueba y zozobra religiosas tuvo, por lo mismo, que soportar el país, sin que nada acallase la tormenta, ni remediase la discordia eclesiástica.

El juicio tardío del Pontificado fue, empero, desfavorable a la solución que los prelados dieron al problema. El ilustrísimo señor Arteta encontró dificultades para la concesión del palio por haberlo prestado. En 1846, el antiguo Delegado Apostólico monseñor Baluf, quien a la sazón ejercía el cargo de Secretario de la Congregación de obispos y regulares, aplaudió en carta al Obispo de Botrén su conducta:

«Mucho me ha complacido al saber la firmeza ejemplar que U. ha tenido en el asunto de juramento; y de U. no podía prometerme otra cosa por conocer muy bien su carácter y sus virtudes. Los dignos eclesiásticos que han seguido el ejemplo de U. merecen alabanzas. Leí con placer el escrito del padre Solano que U. tuvo la bondad de acompañar: él cada día se hace más acreedor al aprecio de cuantos aman la religión por usar de sus talentos y de su saber en la mejor forma con que pueda ocuparse en la defensa de los agrados derechos de la Iglesia».



Desapareció la Carta del 43 y no terminaron ni las mutuas recriminaciones, ni las escandalosas polémicas. En 1847 se atacaba todavía al piadoso y suave Obispo de Quito; y El Monitor   —493→   Eclesiástico, órgano de la diócesis, se veía en el caso de defenderle. En Cuenca, tierra fecunda entonces para los pleitos eclesiásticos, Vintimilla y Solana publicaron durante largo tiempo artículos de mutua diatriba.




III. Otros actos de la Convención

Por la pérdida de varios libros de las actas de la célebre Asamblea, el historiador se ve en la imposibilidad de formar concepto cabal de la labor político-religiosa de dicho cuerpo. Contentarémonos, pues, con breves noticias sobre algunos de sus actos.

Uno de los primeros problemas en que tuvo que ocuparse la Constituyente, fue el de la libre estipulación del tipo de interés en los contratos civiles y mercantiles. La comisión primera de Hacienda, formada por Rocafuerte, Saá, Tamariz, Salvador (don Luis), Santistevan y Letamendi, juzgó que la restricción de la libertad era «contraria a las verdades de la economía política y muy perjudicial al fomento del comercio». Prevalecía entonces en la ciencia el pernicioso y anárquico liberalismo de la Escuela de Manchester, para el cual el espontáneo juego de los intereses constituía la suprema panacea del orden económico.

La Iglesia, que, a través de su gloriosa historia, ha sido constante defensora del débil y enemiga del individualismo, levantó inmediatamente, su voz contra la permisión de la usura. En las solicitudes que el clero dirigió a la Asamblea para que expidiera la aclaratoria acerca del famoso artículo 6.°, pidió también la derogación del   —494→   decreto que acababa de autorizar la libertad en el señalamiento del tipo de interés.

La Convención limitose a contestar que la ley de 22 de marzo «no formaba parte de la Constitución»; verdad de Perogrullo con la cual pretendió desvanecer el argumento de quienes se resistían a jurar la Carta, porque ella prescribía el respeto de todas las leyes como deber fundamental del ciudadano.

La Iglesia apareció, pues, en 1843 como portavoz del espíritu de solidaridad cristiana entre los hombres, y como adversaria del capitalismo naciente en el Ecuador al amparo de la libertad económica, defendida y patrocinada por próceres del liberalismo político como Rocafuerte, Saá y Tamariz.

Tela de Penélope era el arreglo de los diezmos y coros de las catedrales. Si bien la Asamblea desechó un proyecto de reorganización radical del ingreso eclesiástico, en que se creaban juntas cantonales de recaudación e inspección; declaró vigente la ley de 18 de octubre de 1833, y conservó el número de sillas (seis) de los Coros fijado por la de 17 de abril de 1837, quedando como canónigos supernumerarios los que ocupaban los asientos suprimidos. De ningún momento era la nueva ley; pero la Asamblea aprovechó esta coyuntura para deducir de la cuota que en el diezmo de cada diócesis correspondía a los partícipes eclesiásticos, mil pesos en beneficio de los hospitales de elefancíacos, que estaban, en pleno abandono. Reclamó el Obispo de Guayaquil por esa distracción de la renta decimal; mas no fue oído. La Comisión primera de Hacienda alegó para el rechazo, que el prelado de Quito nada había objetado, a pesar de que, con su acostumbrada   —495→   munificencia, daba ya anualmente de sus rentas personales otros mil pesos para el sostenimiento del hospicio de Quito.

En dicha ley, se erigió nuevamente en Metropolitana la Iglesia de Quito, anhelo plausible de congresos, gobiernos y pueblo que tardaba en realizarse. ¿La conducta del Gobierno en lo atañedero a la provisión de la diócesis de Cuenca, podía propiciar a la Santa Sede e inclinarle a la concesión de ese beneficio?

Varios de los diputados presentaron un proyecto de reformas a la Ley de Patronato; mas la Asamblea no quiso ocuparse en él. Dadas las circunstancias, ningún interés tenía la modificación de disposiciones secundarias, cuando el espíritu regalista que animaba a esa institución permanecía intangible. En dicho proyecto se ordenaba que, en el término de seis meses, se enviase un plenipotenciario a Roma para negociar el Concordato previsto desde 1824; desiderátum inasequible, pues sólo se trataba de obtener la confirmación pontificia de las decantadas prerrogativas patronales.

El Ejecutivo, que andaba muy deseoso de acreditar una Legación ante la Silla Apostólica con el concurso pecuniario del clero, pidió autorización a la Constituyente; y ésta, previo informe favorable de la Comisión Diplomática, la otorgó de buen grado, habida cuenta de la impostergable necesidad de la representación.

Mientras se daba esa prueba de benevolencia y respeto a la Santa Sede, la Asamblea ejecutaba otros actos que no parecían inspirados en iguales sentimientos. Rechazada la noble solicitud que el Ejecutivo le dirigió, a fin de que de la renta decimal otorgara al Obispo de Botrén una   —496→   renta de cuatro mil pesos para el sostenimiento decoroso de su rango -rechazo fundado en la riqueza del enérgico prelado-, Tamariz aprovechó esa nueva ocasión para desahogar su regalismo, agravado por antiguo encono contra aquél. Pidió, pues, que se recogiesen todos los breves pontificios, a los cuales se había concedido el pase contra leyes expresas, entre ellos el de institución del referido Obispo; y que, en adelante, se cuidase con mayor afán de excluir del exequátur todas las expresiones de la Curia Romana desconocedoras de las regalías nacionales.

Los diputados Valdivieso (José Félix) y Aguirre le replicaron con su acostumbrada pericia y elevado espíritu religioso; y el segundo, que por haber sido Jefe del Poder Ejecutivo estaba bien instruido de la paternal actitud de la Santa Sede en pro de nuestra patria, declaró que la conducta observada por aquella había sido siempre prudente y generosa. La Asamblea complació a Tamariz en la segunda parte de la proposición y desechó la primera, que habría obligado al Gobierno a odioso e irreverente examen de los actos pontificios.

No fue, empero, la Asamblea muy quisquillosa en cuanto a la concesión del pase en los asuntos de su incumbencia. Los religiosos franciscanos que, a la sazón, se oponían tenazmente a la visita canónica iniciada a nombre del Obispo de Quito por el ilustrísimo señor Carrión, acudieron a la Constituyente para que hiciese respetar supuestas exenciones monásticas. Sostenían los impudentes frailes la nulidad del rescripto pontificio de 3 de octubre de 1838, que autorizó al ilustrísimo señor Arteta para excogitar los medios conducentes a la reforma; porque se lo había impetrado   —497→   (innoble ofensa de la verdad) a ocultas del Gobierno y no tenía aun el pase del Congreso.

La respetable Comisión Eclesiástica de la Asamblea, compuesta por los señores doctor José Fernández Salvador, Pío de Escudero y Miguel Valdivieso, dictaminó, en largo y luminoso informe, que se concediese el exequátur; y manifestó su sorpresa por la actitud de la Orden Franciscana.

La petición de los frailes dio lugar a que la Comisión examinara la anómala situación de las órdenes en ese lúgubre período de la disolución monástica.

«¿De quién dependerán, pues (se preguntaba), las comunidades regulares del Ecuador? No de la potestad civil, por razón de fuero eclesiástico; no de los Obispos, a causa de las exenciones; no de los prelados generales porque desaparecieron; tampoco de la autoridad pontificia, porque a la enorme distancia que los separa, se añade que si viene algún mandato de Roma se apuran los recursos para dejarlo burlado. Son de consiguiente los monasterios unas pequeñas repúblicas enclavadas en otra, y del todo independientes, si se ha de pensar como los religiosos opuestos a la reforma. Ni es otro el fin de tantas agitaciones, que seguir el curso progresivo de la relajación...».



Evidentísima era esa especie de usurpada soberanía de los aseglarados claustros de la época; pero no en cuanto al Poder Secular, que intervenía en los nombramientos prelaticios y estimulaba toda rebeldía con el mantenimiento de los recursos de fuerza. Precisamente, en ese contraste entre la orgullosa autonomía frente a la jerarquía eclesiástica y la rastrera dependencia respecto de la autoridad civil, estribaba la dificultad de la reforma. Ésta suponía, a la vez, el restablecimiento cabal de la disciplina y la renuncia de parte de los gobiernos a su nociva   —498→   intervención en la vida doméstica de los institutos religiosos. El papel de la Potestad secular debía limitarse a apoyar y robustecer la acción del reformador legítimo.

Rocafuerte y Martínez Pallares pidieron que el asunto pasase al Ejecutivo, para que él viera si concedía o no el exequátur. Mas, la Asamblea no quiso prestarse a ese mezquino juego, resolvió que el asunto le competía y otorgó, el pase, poniendo así coto al vergonzoso reclamo.

Vimos en el capítulo anterior que el Gobierno había designado por sí y ante sí deán de Guayaquil; cargo que, según la bula de institución del obispado, correspondía al cura de la Matriz de esa ciudad, a cuyo nombramiento debía procederse previo concurso. El Obispo, obligado a ceñirse a las disposiciones pontificias, no había querido, a su vez, proveer dicho curato y consultó al Papa.

La Asamblea no se resignó a esperar la resolución de la Silla Apostólica y aprobó el dictamen de la Comisión Eclesiástica; o sea que el Obispo, suspendiendo la provisión de la parroquia Matriz, la confiase interinamente al deán hasta que llegara dicha decisión. ¡Lamentable prurito de prevenir los fallos pontificios y de violentar la conciencia de los prelados!

Pretensión constante del regalismo fue intervenir en la vida de los seminarios y darles carácter mixto, a fin de justificar dicha ingerencia. La Asamblea, con excesiva prisa, incluyó en esa categoría a los colegios de Riobamba e Ibarra; mas, con mejor estudio, declaró posteriormente (ley de 17 de junio) que el «San Felipe» era seminario conciliar, pues ese sello había querido conferirle su fundador, el presbítero don José   —499→   Veloz. Dicho reconocimiento fue incompleto, pues el prelado debía someter el reglamento del instituto a la aprobación del Poder Ejecutivo.

Con todo de ser idéntica la situación jurídica del seminario «San Diego» de Ibarra, no fue posible alcanzar respecto de él igual declaratoria. Pero la Comisión de Instrucción Pública desechó la solicitud del municipio de Ibarra relativa a que fuese seglar elector, con lo cual se habría infringido claramente la voluntad de don Martín Sánchez, donante de los bienes del plantel.

Cuenca, encabezada por el vicario Vintimilla, pidió a la Constituyente que nombrase para obispo de esa diócesis al ilustrísimo señor Carrión.

«Elegid [...] un prelado, decía la solicitud, que reúna las cualidades que pide el Apóstol San Pablo; y si nos permitís que indiquemos nuestros deseos, os diremos que el ilustrísimo señor doctor José Miguel Carrión, Obispo de Botrén y Auxiliar de Quito, nos parece el más digno, no sólo por sus luces y talentos, sino también por sus virtudes y respetabilidad».



¡Cuán bello elogio de un sacerdote en esos tiempos de abyección eclesiástica!

La Asamblea negó la petición, porque en aquellos mismos días se recibió un anuncio de la institución del doctor Torres, anuncio falso, fundado en comunicación de un agente mexicano que decía haber visto la bula respectiva en 1842. La institución verdadera se había hecho ya, en el propio mes de enero de 43; mas de ella no podía aun tener noticia el Gobierno ecuatoriano.

Los enemigos del provisor, siempre tenaces en sus odios y en sus anticanónicos reclamos al Poder Secular, representaron a la Constituyente la nulidad de las funciones de aquél. Vintimilla contestó «que sus esfuerzos para reformar las   —500→   costumbres de los querellosos, son la única causa de la queja». La Comisión Eclesiástica desechó el pérfido reclamo y la Asamblea aprobó su dictamen.

Vintimilla tuvo otra satisfacción más, aunque parcial. El conflicto con Tamariz movió a la Constituyente a ocuparse en el expendio de las bulas de Cruzada; y si bien declaró la cesación de los antiguos tribunales del ramo, opinó que las limosnas debían ser recogidas por tesorero especial, nombrado de acuerdo con el diocesano, para que desapareciese el temor de distracción por el Estado. No había, pues, sido infundada la oposición del Provisor de Cuenca a la entrega de las bulas a la Tesorería Fiscal. La decisión equivalía a reconocer que el asunto era por lo menos mixto, no meramente civil, cómo juzgaba el prevenido regalista español.

Correspondió a la municipalidad de Loja (a la cual apoyó la Comisaría General de Cruzada), la honra singular de iniciativa trascendental, digna de los aplausos de la historia: la petición del restablecimiento de la excelsa Compañía de Jesús, cuyo vacío sentían la educación, las misiones, las almas abandonadas. Esa solicitud iba a ser punto de partida de gestiones que, si por lo pronto, no dieron el resultado apetecido, no quedaron estériles. ¡En el mundo del espíritu, en el orden de las ideas, al par que en el de la materia, nada se pierde!

La Comisión Eclesiástica opinó laudablemente porque se accediera al deseo del Ayuntamiento lojano, firme en su propósito desde 1816. Mas, la Asamblea, según parece, temió ocuparse en asunto de «tan ardua naturaleza» y lo remitió al   —501→   examen de la Comisión Permanente del Senado, creada por la Constitución.

Tal fue, en sustancia, la obra de la Convención celebérrima de 1843, obra que aparece como verdadero mosaico de tendencias ideológicas. En el viejo tronco del regalismo, ya roído por el tiempo, se injertó tímidamente y a traición, el liberalismo religioso y económico, un liberalismo semidevoto aun, que no se atrevía a negar la sustancia de la fe tradicional, pero que trataba a todo trance de limitar la órbita de la Iglesia.

Apenas terminada la Asamblea, gran parte del Ecuador pidió otra que enmendara los daños ocasionados por aquélla. La Iglesia, que ni aun herida se convierte en artífice de anarquía, opúsose a esa medida. Mas, a poco, comenzó la obra secreta de la rebelión a minar las bases del Gobierno. Al motivo económico (el nuevo impuesto personal) y al político (la reelección del general Flores y la fuerte organización de los Poderes Públicos), vino a añadirse como concausa de la crisis el famoso artículo 6.°.





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ArribaAbajoCapítulo V

Tercer período del general Flores



Introducción

Cuando la labor de la Constituyente de 1843 hacía presagiar la agravación del estado de las cosas religiosas, la política ecuatoriana tomó súbitamente, por una de esas reacciones providenciales tan frecuentes en nuestra historia, no esperada dirección. Muy luego comenzó a advertirse benéfico espíritu nuevo, criterio muy diverso de aquel que había presidido la actitud de los prohombres del país en lo tocante a los negocios eclesiásticos.

Un historiador que mirase superficialmente los sucesos, se inclinaría a considerar el cambio de rumbo -cambio parcial sin duda- como simple estrategia para sosegar al pueblo ecuatoriano. Mas, el instinto de conservación, si bien podía poner término a los errores gubernativos, no era suficiente para imprimir a la acción oficial nuevos derroteros.

Dos hombres habían desaparecido de la arena política; dos hombres que ejercieron influencia desmedida en la segunda administración del general Flores en cuanto a las cosas religiosas: uno de fuera, el general Santander, había muerto; el otro, de casa adentro, don Vicente Rocafuerte,   —503→   se había alejado del país, rompiendo estruendosamente con su amigo y echando sobre él, en sangrientos libelos, la culpa de todas las desventuras nacionales. El gobierno debió de sentirse más libre para imprimir sello propio en todos sus actos.

La política de Nueva Granada adquiría también al mismo tiempo orientación diferente de la de antaño; orientación que, por la fuerza de las circunstancias, había de repercutir en la nuestra, tan entrelazada con aquella, obligando a los estadistas ecuatorianos a imitar la mesura con que allende el Carchi se manejaban -precariamente por desgracia-, los asuntos relativos a lo espiritual.

Empero, ninguno de estos hechos habría bastado para dar origen a ese espíritu nuevo, si no hubiera surgido un varón que lo encarnase. Fuelo el doctor Benigno Malo que, por licencia indefinida otorgada al ministro titular, doctor José Modesto Larrea, hubo de ejercer la Secretaría de Gobierno.

Frisaba apenas el doctor Malo con los treinta y seis años; y era, por lo mismo, más joven que el general Flores, a quien antes había combatido. Sin embargo, logró con la lealtad de su carácter y su alteza de procedimientos gubernamentales, decisivo ascendiente sobre el Primer Magistrado, quien secundó eficaz y noblemente las aspiraciones de su Ministro.

Trajo éste al Gobierno celo patriótico y afán en pro del adelanto nacional, semejantes al de Rocafuerte y realzados por la serenidad de un alma verdaderamente cristiana, por sincera y perseverante adhesión a las formas republicanas y por acendrada austeridad cívica. No fue hombre   —504→   departido, sino, estadista católico de excelsos ideales, que transplantó a este país, todavía en brazos del valetudinario regalismo, el espíritu del renacimiento espiritualista francés. Había en él mucho del genio incomparable de García Moreno, sin sus excesos. ¿Por qué no llamarle, aun en el orden religioso, precursor suyo?

¡Cuán agudo contraste entre los ministros más influyentes de los dos últimos períodos del general Flores! Envejecido el septuagenario doctor Saá en las artimañas del cesarismo colonial, acostumbrado como la mayoría de los juristas a farisaico legalismo, no desperdiciaba ocasión de robustecer los derechos del Estado en perjuicio de la Iglesia. Nacido Malo cuando por doquiera no se oían sino himnos de fe en la libertad, quería robustecer la independencia a que la Sociedad Espiritual tiene derecho por institución divina, romper sus ignominiosas cadenas legales y vigorizar las débiles fuerzas religiosas del Ecuador con la introducción de nueva savia. El uno representaba en pleno siglo XIX las tendencias ya incomprensibles del XVIII; el otro, adelantándose a su tiempo como los hombres geniales, simbolizaba la reacción espiritualista de treinta años después.



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I. Trascendentales iniciativas

Casi no encontramos en este período las destemplanzas gubernativas de lenguaje que reprochamos en el anterior. El fanatismo, sentimiento reprobable cuando realmente constituye deformación o exageración del concepto religioso, no aparece ya a menudo en los labios del Primer Magistrado.

Por el contrario, en nota de 19 de abril de 1843, dirigida al Vicario Capitular de Cuenca, tal vez con el designio de desacerbar los ánimos, expresó el Gobierno su firme propósito de no «omitir medio alguno» para proteger y sostener la religión católica, apostólica, romana, «única verdadera que profesamos».

Consecuente con este criterio, el 15 del siguiente mes comunicó respetuosamente el general Flores su reelección al Sumo Pontífice, ofreciéndole su concurso para el desenvolvimiento religioso nacional. Aprovechó el Presidente esta ocasión para insistir inoportunamente en la erección de la arquidiócesis y en la promoción del ilustrísimo señor Arteta, harto difícil mientras estuviese viva la memoria de la crisis sobrevenida por el artículo 6.° de la Carta.

No se satisfizo Malo con que en Roma estuviese un agente secundario, si diligente y hábil, no del todo conocedor de los negocios político-eclesiásticos del Ecuador, ni bastantemente libre   —506→   para dedicar a éstos la atención preferente que merecían. En julio, alcanzada la anuencia de la Asamblea, solicitó el Ministro a la Comisión Permanente del Senado permiso para acreditar ante la Santa Sede una Legación, compuesta por don Roberto Ascásubi, en calidad de Encargado de negocios, y por el señor Adolfo Klinger y Serrano como Secretario. La Comisión otorgó su venia el 28 del mismo mes; pero Ascásubi se excusó de servir el cargo y quedó fallida la bella idea de enviar un mensajero directo de filial dilección al Papa. Continuó, pues, Lorenzana representándonos en Roma, con la decisión que le permitía su cargo de Secretario de la Legación granadina. Él hizo las gestiones que, según hemos dicho, resultaron estériles para el rechazo de la excusa del Obispo electo de Cuenca, doctor Pedro Antonio Torres. Otras labores de nuestro Agente, como la encaminada a lograr la disyunción del deanato y cura de almas de Guayaquil, obtuvieron en cambio la conclusión favorable que apetecía el Gobierno.

Tuvimos también en Roma durante este período un cónsul, al cual se le dieron comisiones diplomático-religiosas: el doctor Pedro María Moure, ya conocido por el lector.

El estado -incipiente en algunos aspectos, caótico o ruinoso en otros- de la instrucción pública, dio lugar a importantísima insinuación de Malo, fruto de su amor a la Iglesia y de su anhelo por el mejoramiento de la cultura nacional. Nos referimos a su iniciativa de enviar algunos jóvenes a San Sulpicio, con el propósito de que se preparasen allí a servir a la educación del clero y de la juventud ecuatoriana en general. El 9 de julio de 1843 pidió a los prelados que viesen   —507→   la manera de conseguir quinientos pesos anuales para costear la permanencia de aquellos.

«V. S. I. -les decía- conoce mejor que nadie la necesidad clamorosa de fomentar los Seminarios, planteles de virtud y de luces, en una época sobre todo, en que la libertad de escribir y de obrar, es un elemento de las sociedades modernas, y en que la incredulidad, cual otro Proteo, toma todas las formas para seducir espíritus superficiales».



«Cuánto no ganarían la Iglesia y el Estado, si adoptando V. S. I. la medida que propone el Gobierno, coadyuvara a remitir algunos de nuestros jóvenes a la Patria de Bossuet y de Fénelon, de Chateaubriand y de Lamartine, de Bergier y de Frayssinous: allí respirando esa atmósfera de conocimientos, aprendiendo el arte de enseñar, comparando lo defectuoso de nuestros métodos con lo perfecto de aquéllos, vendrían a ser diestros institutores que transportasen a nuestros colegios la ciencia de la educación».



Tan hermosa nota movió al Obispo de Guayaquil a ofrecer la suma de doscientos cincuenta pesos anuales para la realización del plausible fin que perseguía el Gobierno. Seguramente otros prelados y hombres de iglesia apoyaron en igual forma la idea. Mas, aquél tuvo ya en mayo del año siguiente los fondos necesarios; y al agradecer la generosa cooperación de monseñor Garaicoa, la aceptó solamente por una vez. Cuando se daban los pasos indispensables en orden a la ejecución, sobrevino la guerra civil que derribó al Gobierno, y la insinuación de Malo quedó olvidada. Quince años más tarde se realizaría en otra forma y por muy distintos personajes...

Culminación del regalismo en el siglo XVIII había sido la expulsión de la estupenda Compañía de Jesús, vanguardia del Pontificado. El restablecimiento de ella equivalía, por lo mismo, a la muerte del ya decrépito error, a su definitiva   —508→   derrota en la política de estos países. Malo que, mientras estuviese vigente la Ley de Patronato, no podía menos que cumplirla como gobernante, quiso sin embargo asestar al espíritu cesarista herida radical e insanable con la restauración de ese admirable instituto.

El 18 de septiembre de 1843, tuvo a honra manifestar a la Comisión Permanente, en nota luminosa por la forma y henchida de patriotismo, que entre los medios de promover el progreso de la instrucción, el adelanto de las ciencias y el reflorecimiento de las misiones, ninguno era más acertado que la nueva venida de los jesuitas:

«Una voz unísona y general, aseveraba el eminente Subsecretario, se deja oír en toda la República a favor del restablecimiento de dicha Orden; y ciertamente que con ella adelantarían las ciencias y las artes y en ella tendrían un robusto apoyo la moral, la religión y la sociedad. Muy grata es la memoria que ha dejado este Instituto, que siempre el mismo, ni el transcurso de los tiempos, ni las influencias locales lo hacían degenerar, y que colocándose al frente de la educación pública y de las misiones era un Poder civilizador, que ilustraba a los pueblos envejecidos y creaba otros nuevos, en el fondo de los bosques, con sólo enarbolar el estandarte de la Cruz. Desde que se extinguió la Compañía, se perdieron para la Sociedad, para el comercio y para el Mundo culto millares de pueblos que han vuelto a la vida salvaje en las vastas regiones que yacen en el Oriente de los Andes. Para volverlos, pues, al seno de la Nación ecuatoriana, lo mismo que a las tribus errantes, conocidas con el nombre de Colorados, Mangaches, Malaguas y Conuimbis, que vagan en las regiones occidentales, quiere S. E. el Presidente, que la Comisión permanente contraiga todo su celo, sus luces, y su patriotismo a excogitar los medios más eficaces para el mejoramiento de la educación pública y establecimiento de las misiones...».



Transmitida esta nota a los prelados, todos en   —509→   competencia de celo se apresuraron a aplaudir el noble y eficaz apoyo que el Gobierno daba a la iniciativa de la Municipalidad de Loja y de la Comisaría Nacional de Cruzada. El ilustrísimo señor Arteta estimó que el restablecimiento de la Compañía de Jesús era el medio

«más eficaz y plausible para la reforma de costumbres, educación religiosa e ilustrada y progreso de las misiones de las tribus de infieles o neófitos que han retrogradado desde su extinción».



La Comisión Permanente no quiso deferir de pronto a la insinuación gubernativa. Mejor dicho, mirola con la desconfianza que el regalismo había tenido siempre para la creación o reinstalación de órdenes religiosas. El 25 de dicho mes, después de manifestar que el asunto era de «grave naturaleza», recomendó al Poder Ejecutivo le diese minuciosos informes sobre los fondos con que se pretendía sufragar la trasladación y sostenimiento de los jesuitas. Tras aparente prudencia se ocultaba la medrosa inquietud del cesarismo por la restauración del mejor antemural del Papado.

El Obispo de Quito expuso, en respuesta a nueva nota del doctor Malo, que para confiar las misiones a los jesuitas contaba con las rentas del ramo de Cruzada y las pensiones que se impondrían a los curatos de regulares. Ofreció, además, ceder las cuartas episcopales para las expensas del viaje. Por su parte, el Vicario Capitular de Cuenca prometió abrir una suscripción pública, entregar el ramo de bulas (que producía mil pesos bienales) y la casa de San Felipe Neri y dedicar los proventos de dos parroquias. El ilustrísimo señor Garaicoa manifestó, en fin, que conforme a la voluntad del ilustrísimo señor Cortázar,   —510→   confiaría a la Compañía de Jesús el seminario de la diócesis, dueño de los intereses de un capital de más de cien mil pesos; y que daría al nuevo instituto la cuarta parroquial de la mitra y una parte del diezmo, proporcional a las altas y bajas de los remates. El doctor Malo observó con justo título a la Comisión Permanente que la «munificencia piadosa de los prelados eclesiásticos ha excedido las esperanzas del Gobierno».

El Prebendado del Coro de Quito, doctor Rafael Maldonado, que ejercía el cargo de Comisario General de Cruzada, expuso de manera incontrovertible, en su preciso informe de 13 de diciembre, las razones patrióticas por las cuales era apremiante necesidad el llamamiento a la Compañía de Jesús, singularmente para entregarle las abandonadas misiones orientales. Ponía de relieve el benemérito eclesiástico que de los sesenta y más pueblos que quedaron a la fecha de la expulsión, sólo restaban cuatro; y que desde ese lúgubre suceso, se habían sucedido en la evangelización frailes y clérigos; españoles y ecuatorianos, sin dejar huella duradera, salvo el glorioso padre Santiago Riofrío, de la ilustre Orden de Predicadores.

Anotó, además, el Comisario de Cruzada que de treinta diputados americanos concurrentes a las Cortes de Cádiz, veintinueve habían pedido la restauración de la gran Milicia Ignaciana. E insinuó, por último, que, sin perjuicio de abrir una contribución general y de otras medidas acertadas, debía gestionarse la recaudación del dinero enviado en 1816 por el doctor José Veloz para el viaje de los jesuitas, y la conmutación del fin del legado piadoso de don Juan Barba   —511→   Cabrera, para aplicarlo al sostenimiento del nuevo instituto.

La Comisión Permanente, a pesar de las reiteradas solicitudes de los pueblos y de que con los ofrecimientos de los prelados parecía subsanado el problema de la vida material de la Orden, estudió el asunto con suma lentitud, como temerosa de llegar a término favorable. El 6 de febrero de 1844, dos miembros de ese cuerpo, los señores José María Pareja y Ramón Gortaire, presentaron un proyecto por el cual se autorizaba el establecimiento en Quito, Guayaquil y Loja de sendos colegios de jesuitas, para las misiones y la enseñanza. Debían ser regidos por prepósitos nombrados conforme a los estatutos de la Compañía, en cuanto no se opusieren a la Ley de Patronato. La administración de las rentas de los colegios correría a cargo de ecónomos, nombrados por la gobernación de la provincia respectiva.

Este proyecto fue aprobado en primera discusión; pero barruntamos que no se lo llevó adelante en buena hora. ¿Habrían los jesuitas tolerado la intervención del patrono en la disciplina interior de sus casas?

Malo no se dio a partido por tales dificultades, y con perseverancia ejemplar continuó sus gestiones para la venida. Por medio de la Cancillería peruana y de nuestro. Cónsul en Lima, hizo cuanto pudo, a fin de evitar la enajenación de la hacienda llamada «Cañete», ubicada en el Perú. Los religiosos camilos debían pagar previamente la cantidad de cuarenta mil pesos legada por el ya mencionado Barba Cabrera, Secretario del Santo Oficio en aquella capital, para la fundación de una casa de esa Orden en Quito.

  —512→  

Nada se obtuvo al respecto; mas, como los otros medios eran suficientes para subvenir al sostenimiento de los religiosos de la Compañía, el Gobierno no se desalentó. En septiembre de 1844 autorizó la apertura de la suscripción general, en medio del fervoroso entusiasmo de la Nación toda; y tres meses después, probablemente cuando se tuvo ya seguridad de la venida de los jesuitas, Malo acudió una vez más a la largueza de monseñor Arteta, pidiéndole su concurso personal. El munificentísimo prelado cedió de su cuota en el ramo de diezmos, mil pesos (febrero del 45), para el viaje.

Días después, sobrevino la revolución celebérrima del 6 de marzo. El país olvidó sus proyectos religiosos para tomar las armas y derrocar al general Flores. La guerra civil ha sido siempre el ocaso de las mejores iniciativas de resurgimiento nacional.

Un año antes, precisamente cuando el doctor Malo se afanaba por la restauración de la Compañía, Nueva Granada la había recibido can vítores y palmas. Dios había alzado ya el azote de ese país, según frase del arzobispo Mosquera. En el Ecuador, en cambio, se mantuvo por muchos años. Comenzaba por entonces una especie de alternativa de desgracias entre las dos naciones hermanas; alternativa que sólo cesaba cuando sus gobiernos, solidarios en el error, se ponían de acuerdo para que pesasen simultáneamente sobre ambas repúblicas.

A par de Rocafuerte, Malo hizo hincapié en la colonización de las inmensas regiones aun no pobladas de la patria. Mas, al revés del preclaro Presidente, quiso que aquel gran desiderátum no fuese obstáculo a la unidad religiosa del país,   —513→   ni causa de anarquía espiritual. Sobre las necesidades materiales del progreso está el adelanto moral, vértice de la verdadera civilización.

En admirable carta de 7 de agosto de 1843 dirigida al doctor José Joaquín de Mora, expuso Malo sus ideales en cuanto a inmigración. Al especificar las condiciones de ésta dijo:

«[...] como la Constitución del Ecuador prohíbe todo otro culto público que no sea el católico, no deberán venir colonos sino de esta creencia; y tanto por esta razón, cuanto por la analogía del clima, sería conveniente preferir la inmigración de los países meridionales de Europa...».



Con el fin de prevenir conflictos religioso-políticos, el insigne estadista daba extensión menor al artículo constitucional que había contribuido a crear el malestar cívico, augurador de la caída del Gobierno.




II. Otras labores gubernativas

Absurdo habría sido esperar que Malo, apartándose del férreo sistema patronal y de las tradiciones regalistas, pudiese romper con todas las ominosas trabas que se oponían a la libre acción del estadista católico en nuestra patria. El patronato era ley y había que conformarse con ella. Por otra parte, quizás el mismo joven Ministro debía de tener aun, en esa como subconsciencia del alma, algún dejo del viejo espíritu. En las odres quedan siempre vestigios del olor del primer, vino que en ellas se puso. Esta ánfora divina del corazón humano conserva la huella de la doctrina primera que se recibió en la educación; y muchas veces aun los estudios más profundos, no aciertan a borrarla por completo.

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El Gobierno continuó, pues, interviniendo excesivamente en la vida de la Iglesia. De acuerdo con las disposiciones de la Constituyente, exigió que el Obispo de Guayaquil diese la institución canónica, así del deanato como de la parroquia Matriz de esa ciudad, al doctor Cayetano Ramírez Fita, quedando a éste salvo el derecho para regresar a la de Montecristi en caso de dejar dichos cargos. Opúsose cuanto pudo el ilustrísimo señor Garaicoa, que quería ceñir sus actos a las prescripciones eclesiásticas, y, particularmente, a la bula de erección de la diócesis. Mas, deseoso de conciliar el respeto de la autoridad con el acatamiento de las disposiciones pontificias, acabó por convenir en que Ramírez ejerciese de hecho interinamente los dos cargos referidos, sin recibir la institución canónica.

La Santa Sede accedió al comenzar el año 1845, al deseo del Gobierno; y quedó separado el deanato de la cura de almas de la principal parroquia de Guayaquil; y el 13 de agosto siguiente, Ramírez obtuvo la colación del primer cargo. Fortuna la de aquel clérigo: ¡dos gobiernos le patrocinaron ante la Santa Sede con asombrosa tenacidad para altos cargos, atropellando derechos y merecimientos ajenos!

Más larga fue la polémica que sostuvo el Ejecutivo con el cabildo eclesiástico de Cuenca sobre la provisión de la silla penitenciaria. Pidió aquella Corporación que no se llenara la vacante, ora porque había mayor número de canónigos del fijado por la ley de 22 de mayo de 1843, ora porque quedaban incongruos los demás, cuyas rentas eran exiguas. Respondió el Gobierno que como la referida ley mantenía la silla indicada, no era asunto de su incumbencia impedir la disminución   —515→   de los emolumentos de las demás (marzo 1.° de 1844).

No se dieron a partido los canónigos de Cuenca; y persistieron en no proveer dicho cargo. En mayo del mismo año, dispuso el Gobierno la convocación del concurso; y el cabildo presentó nuevas observaciones contra la orden. No obstante que en julio y diciembre insistió una y otra vez el Ministerio en aquella medida y en amenazar con castigos a los renuentes, llegó la revolución de 1845 sin que se hubiese verificado la oposición.

En el aspecto meramente legal tenía razón el Gobierno, tanto más que desde el principio había expuesto su criterio de que los canónigos supernumerarios, o sea los suprimidos por la indicada ley, tendrían derecho preferente, en igualdad de condiciones, para ocupar la penitenciaría del Coro. En cambio, desde el punto de vista económico y moral, la disposición era inconveniente; porque ponía en difícil situación a los miembros del cabildo, cuyas rentas habían experimentado grave quebranto, con todo de provenir de fuente netamente eclesiástica como el diezmo.

Recordará el lector con cuánta vehemencia había despojado el gobernador de Cuenca, don Francisco Eugenio Tamariz, a la Curia respectiva del expendio de las bulas de Cruzada y de Carnes, y lo había atribuido a la Tesorería fiscal, a pretexto de que todo lo atañedero a rentas era de la incumbencia del Poder Secular. ¡¡El Estado se había hecho bulero sin título alguno!!

El doctor Malo que, andando los tiempos, llegó a ser hijo político del notable financista español, observó que desde la atribución a la Tesorería no se había logrado vender una sola bula,   —516→   con notorio perjuicio de las misiones; y devolvió al diocesano de Cuenca la plenitud de su derecho para recoger las limosnas (26 de diciembre de 1843). Subsanose así una temeraria intervención de la autoridad civil en campo a todas luces propio de la Potestad Eclesiástica, en que estaba comprometida su jurisdicción indirecta.

Empero, no siempre se observó el mismo criterio. La Comisión Permanente del Senado, a la cual llegaron quejas de la conducta de algunos sacerdotes, olvidadizos de su carácter de ministros del Dios-Obrero, y que percibían excesivos derechos parroquiales, se preocupó así de hacer cumplir la ley respectiva de aranceles, como de formular otra, a su juicio, más acertada. Dos clérigos, los doctores Gabriel de Uriarte y José Antonio Alarcón (coautor éste con el Obispo de Botrén del folleto Cortas reflexiones sobre el juramento de la carta de 1843), elevaron un informe al Obispo sobre la incompetencia del legislador civil, pidiéndole que subsanara tal defecto si se quería que la ley fuese obedecida. La Comisión Permanente, a quien se transmitió dicho documento, mandó someter a juicio a los informantes y privarles de sus beneficios por la profanación del campo del legislador civil; y el Gobierno tuvo la debilidad de aceptar la orden de ese alto cuerpo.

Inició el juicio la Corte Superior de Quito; mas, el fiscal doctor Manuel Carrión dictaminó que el negocio no era secular, dictamen con el cual se conformó el Ministro juez doctor Ignacio Veintemilla. Subió en apelación el proceso al Tribunal Supremo, el cual revocando la decisión del inferior, declaró que el asunto de aranceles parroquiales caía bajo el dominio de la potestad   —517→   temporal; y manifestó su extrañeza por la conducta de los doctores Veintemilla y Carrión que, en agravio del Arca Santa del regalismo, la Ley de Patronato, habían considerado el problema como meramente eclesiástico. Componían la Corte Suprema jurisconsultos respetables como los doctores Joaquín Gutiérrez, Víctor Félix de San Miguel, Miguel Alvarado, Vicente López Merino y el ya harto conocido doctor Luis de Saá. El Foro era ariete del cesarismo religioso.

El patronato educaba al clero para el envilecimiento aun en el interior de los templos. El 23 de agosto de 1843 dictó el presidente Flores el reglamento de asistencias a las fiestas religiosas, reglamento excesivamente detallista en cuanto a las reverencias y carantoñas que el Estado oficial exigía de su pupila, la Iglesia. Como ejemplo del espíritu ritualista del Estado-monacillo, reproducimos aquí los artículos 11 y 12:

«Siempre que el Obispo, prebendados y cualesquier otros eclesiásticos tengan que pasar por entre las autoridades harán la venia al Jefe del Estado».



«Cuando pase el Obispo se pondrán de pie todas las autoridades, excepto el Jefe del Estado».



¡¡El patrono se había tornado liturgista!!

Casi en vísperas de la revolución, el doctor Malo pidió a los prelados que reformaran los anticuados estatutos de los seminarios, para acomodarlos a las disposiciones del Concilio Tridentino y a las Constituciones de San Carlos Borromeo, único medio de que fuesen verdaderos instrumentos de mejora de la moral pública. Magnífico propósito; pero, ¿estaba resuelto el Gobierno a abandonar su nefasta intervención en esos institutos, concausa de su postración intelectual y moral?

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Continuó también la intromisión civil en la vida claustral, manifestándose especialmente dañosa en las objeciones de carácter político puestas al nombramiento de frailes virtuosos y capaces de implantar la reforma. Uno de los casos más deplorables fue el veto del Gobierno al nombramiento para Vicario provincial de la Orden Franciscana, conferido por el ilustrísimo señor Arteta en favor del padre fray Enrique Mera, cuya «notoria probidad y mérito» enalteció justamente. Aquel religioso, transcurrido pasajero período de distracción mundana, vivía en santos anhelos de mejoramiento moral de los conventos de su Orden, a la cual había servido eficazmente como definidor y guardián de la Recoleta Diegana.

Sin embargo, el Gobierno por medio del doctor Malo, rehusó dar asenso a tan acertado nombramiento,

«porque en circunstancias como la presente, en que por desgracia se hallan tan encendidos los odios y pasiones claustrales, y tan divididos los ánimos religiosos, sería menester en el Superior de ellos más bien que virtud, un tino especial y un carácter conciliador, que poco a poco los restituyese a la paz y a la armonía perdida: sería menester un prelado que prestase su firme y sincero apoyo a las instituciones y no ofreciese a cada paso resistencias indebidas al Gobierno».



Mientras prevaleciese tal criterio, ¿podía esperarse que los gobiernos se preocupasen seriamente de la reforma conventual? García Moreno comenzó, treinta años después, su labor en pro de la renovación de la Orden Franciscana, imponiendo el nombramiento del padre Mera para provincial. Actitudes diversas, que simbolizan espíritus antagónicos en orden a la reforma monástica.

Malo consideró al clero como el mejor auxiliar   —519→   de la educación pública; y en nota de 4 de diciembre de 1843 pidió a los prelados recomendaran a los párrocos la visita frecuente de las escuelas y la información semestral respecto de su estado.

Rentas eclesiásticas servían aun en los pocos planteles seculares con que contaba el país. El Gobierno ordenó al Vicario Capitular de Cuenca que aplicase al Colegio San Bernardo de Loja todas las capellanías vacantes en la provincia llamada entonces de Flores, hasta que apareciese titular legítimo. La Iglesia no negaba recurso alguno para levantar los estudios de su decadencia general.

La inopia fiscal imponía, además, otra forma de cooperación: el préstamo forzoso en tiempo de guerra. El clero era el primer gravado con esas exacciones. Sólo el de Pichincha pagó al Gobierno provisional en 1845 la suma de 2500 pesos.

La Iglesia en aquella época siguió políticamente dividida: muchos sacerdotes y párrocos se mantuvieron firmes en el apoyo al Gobierno; otros auxiliaron la rebelión desde sus comienzos en 1843. Pero hubo también algunos, que vislumbraron el verdadero papel de la Sociedad Espiritual en medio de la vida pública y se mantuvieron fuera de las luchas de los partidos.





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ArribaAbajoCapítulo VI

Los claustros durante el período floreano (1830-1845)


Miseria en todo sentido. Miseria moral, intelectual y material: ése era el estado de las órdenes. El período floreano no aportó en este punto ningún principio, ni ideal nuevos. A medida que se prolongaba la incomunicación con Roma, se agravaba también la profunda desorganización y el envilecimiento de los religiosos. Todas las causas de la relajación se mantenían intactas. A veces se pretendía atender un síntoma del mal, curar alguno de sus aspectos purulentos, cubrir la excesiva publicidad de tal o cual de sus vergonzosas revelaciones. Pero el cáncer se reproducía con mayor virulencia, porque nadie conocía su verdadera etiología, o aunque se la conociese, nadie se atrevía a emplear los medios adecuados para su radical extirpación.

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I. Ruina moral

Miseria moral en primer término; miseria moral cuyas manifestaciones eran anarquía, indisciplina, disensiones, impunidad.

Anarquía. Había frailes, mas no propiamente órdenes religiosas. Cada individuo era soberano absoluto. Cada convento, verdadero principado independiente de las autoridades legítimas. Cortados los vínculos con los Superiores europeos, éstos no nombraban siquiera los Visitadores, con que antaño mostraban de alguna manera su poder -flaco y desmarrido- sobre los religiosos americanos, en ocasión de los capítulos electorales. Habló alguna vez Roma; pero los frailes estaban prontos a escamotear sus providencias o a burlarlas desenfadadamente con la apelación a los Tribunales Civiles. Entonces se invocaban las Constituciones olvidadas, se exigía el pase o el íntegro acatamiento de las exenciones y privilegios de los regulares. ¡Qué ardides tan hábiles, qué estratagemas tan oportunas para eludir las medidas de reforma, de esa reforma tímida y parcial, en cuya quimérica eficacia algunos creían! La Santa Sede, que conocía cuán descabalada andaba la jerarquía monástica, pretendió si no corregir, por lo menos atenuar la anarquía invistiendo de facultades a los Obispos. ¡Míseros de los Obispos, desventurados de los Obispos que tenían que habérselas con los frailes rebeldes!   —522→   Sobre ellos caía también la pesada cadena del recurso de fuerza, para detener su mano y paralizar sus iniciativas, aunque débiles y recelosas. Sobre ellos recaían asimismo la impopularidad (los regulares gobernaban el criterio de la plebe) y las quejas a la Santa Sede. Y ese ariete de guerra contra los prelados -el recurso de fuerza- se empleaba igualmente por los superiores y súbditos de los conventos contra sus provinciales y definitorios. En suma, la autoridad prelaticia no tenía de tal sino el nombre. ¡Y cuán poco valía la misma autoridad! ¿No se dio el caso de ascender a ese cargo religiosos pocos años antes reprobados en los exámenes sinodales?

Contrastaba la rebelión de esos frailes respecto de la Santa Sede, de sus representantes y aun de sus propios prelados, con la reverente devoción al Gobierno, del cual recibían apoyo para sus ambiciones electorales. En manos del Poder Civil seguía un poderoso anzuelo para la pesca de la voluntad de los religiosos: el pase a los nombramientos. Y si en ocasiones el veto gubernativo evitó la promoción de religiosos notoriamente indignos de prelaciones, en otras -permítasenos recordarlo- tuvo mero carácter político y sirvió para trabar útiles tentativas de mejora religiosa.

Nuestros gobiernos, acostumbrados a los plebeyos métodos de administración personalista, tenían sus frailes favoritos, como los antiguos reyes. ¡Para ellos recomendaciones, para ellos el amparo de la fuerza, para ellos femenil benevolencia, aun con estrago de la disciplina monástica!

El Poder Civil llegó en algún caso a imponer su criterio en cuanto a designaciones. Así en   —523→   1832 declaró que no reconocía como Presidente Prior del Convento Máximo de Santo Domingo, sino al Subprior padre Villalva. Hízolo (digámoslo a modo de excusa), a pedido de varios frailes, casi siempre divididos en porfiados y turbulentos partidos.

El pase debía seguir a la elección; mas, los Capítulos llevaron en tal cual vez su abyección, hasta anteponerlo. En 1835, procediose al nombramiento de Prior del mismo Convento Máximo de Quito y el padre maestro fray Felipe Molina fue reprobado, porque a juicio de los electores era indispensable que precediera el exequátur. Obtenida la aquiescencia gubernamental, el fraile «salió electo canónicamente». ¡Los cánones eran el placet del Poder Civil!

Si éste imponía los nombramientos, ¿por qué no había de pretender intervenir en la vida misma de las órdenes? En 1839, como vimos oportunamente, suspendió a un provincial que había guardado silencio respecto del mandato de llamar a los religiosos ecuatorianos que tenían conventualidad en Pasto. Los regulares llevaban a gobiernos y congresos quejas domésticas vergonzosas, rencillas y rivalidades, en vez de presentarlas al Obispo, que las habría atendido con mayor reserva y caridad. Estaban acostumbrados al escándalo, y no se quitaban de malas lenguas...

Indisciplina. Gran número de frailes vivía disperso, casi sin conexión con sus prelados. Fuera de la de Santo Domingo, ninguna Orden conservó en este período el refectorio común. Aun religiosos austeros pasaban buena parte del tiempo, a pretexto o con motivo de enfermedad, fuera de los claustros, o en haciendas propias o   —524→   ajenas. Numerosos eran los frailes que se perdían por ejercer cura de almas, como párrocos o coadjutores, sin dependencia económica respecto de la Orden. Cuanto ganaban era a menudo para ellos solos305.

En la visita practicada por el ilustrísimo señor Arteta en 1836 pudo comprobar la negligencia con que, salvo honrosas excepciones, atendían las religiones sus respectivas parroquias306.

¡Y con qué afán defendían los religiosos sus beneficios curados! Preferíanlos aun a las prelacías dentro de las órdenes, o si aceptaban éstas, era en cuanto no perjudicaban al ejercicio y goce de aquellos. En vano monseñor Lasso de la Vega declaró incompatible el desempeño simultáneo de los dos cargos. En 1832 el padre José Manuel López Ordo Minimorum cura de Licto, se empecinó a pesar de los reclamos de algunos de sus hermanos de religión, en ejercer a la vez el beneficio curado, que exigía residencia en la parroquia, y la definitura. El Gobierno confirmó a la larga la nulidad de la elección de definidor, declarada meses antes por el ya difunto Obispo.   —525→   Mas, algunos religiosos protestaron escandalosamente por esa decisión y se opusieron a que se reemplazase al incapaz. La tranquilidad de la provincia seráfica se turbó de manera grave por ese incidente vulgar.

El general Flores, que no quiso excandecer los ánimos con providencias severas, se limitó a encomendar al provincial de la Orden que excogitase medidas adecuadas para alcanzar, la paz. Al fin, los frailes declararon la inhabilidad de López y le reemplazaron legalmente. ¡San Francisco de Asís no se habría reconocido en esos que se apellidaban sus hijos!...

Otros religiosos ejercían simultáneamente los cargos, porque así lo exigían sus súbditos, a falta de individuos capaces para desempeñar las prelacías. En 1835, el provincial de la Orden Agustiniana padre maestro fray Carlos Mexía, religioso que atendió con esmero la restauración de los estudios, presentó excusa para continuar en ese cargo por ser cura de Angamarca. Mas, los capitulares se la negaron.

Años después, en 1844, el Gobierno vio también con disgusto que el padre fray José Manuel Vivero, fuese a un tiempo provincial de la Orden Seráfica y cura de San Felipe, por exigir ambos oficios residencia material en lugares lejanos uno de otro. Pero ¡cuán poco tenía que hacer un provincial en esa, época de dispersión de los frailes y de relajación de la disciplina!

Numerosísimos eran los regulares que servían como coadjutores en parroquias rurales, aun de las extrañas a las órdenes. De tiempo en tiempo, algunos Capítulos quisieron limitar la extremada libertad con que se aceptaban coadjutorías, aun sin licencia de los prelados. Así, en 1835, el   —526→   Capítulo agustiniano prohibió que se otorgara aquel permiso, sin anuencia del provincial. Igual disposición se tomó en 1842. Sin embargo, tales órdenes eran pronto objeto de escarnio; y las cosas continuaban como antes. Por eso, el Capítulo de 1840 de la misma Comunidad, resolvió que se diese patente a cualquier religioso que quisiera ser coadjutor, siempre que hiciera oblación a la provincia de veinticinco pesos. ¡¡Por un puñado de monedas se dejaba a los frailes vivir a sus anchas!!

Ni era mejor la situación moral de los conventos pequeños, a pesar de que en ellos moraban, o mejor dicho fingían morar, juntos los religiosos. Los mismos prelados de esas casas daban a veces tan irritantes escándalos que llamaban la atención de la sociedad, con estar avezada al mal y aun servirle de cómplice. En 1839, el Prior agustiniano de Ibarra dispuso arbitrariamente de las campanas de su iglesia; y dio pie para que uno de los próceres del liberalismo, el coronel don Teodoro Gómez de la Torre, Gobernador de la provincia, dijese al Gobierno que la «opinión pública rechaza la existencia de esas casas monásticas que exclusivamente se han convertido en habitaciones de los vicios y de la corrupción».

Rocafuerte, en el siguiente mayo, después de informar como Gobernador de Guayaquil, del estado de los conventillos de su sección territorial, pidió al Ejecutivo que no vacilara un momento en suprimirlos.

Dentro de la relajación no podía prosperar la caridad fraterna. Por eso fueron tan frecuentes como agrias las disensiones, especialmente en los períodos electorales. Muchos de los capítulos   —527→   degeneraban en vergonzosas comedias, atiborradas de episodios ridículos, que se convertían en abundante pasto para atroz maledicencia.

Pintoresca en extremo, si así puede llamarse una elección llena de incidentes borrascosos, fue la de 1834 en la Orden Mercedaria. Suscitose contienda entre los sufragantes acerca del derecho que tenía el último provincial, padre maestro fray Pedro Albán, para presidir el capítulo, por haber acusaciones contra él. Propúsose el nombramiento de una comisión que conciliara los ánimos; pero hízose imposible el avenimiento y surgió nueva divergencia sobre si cabía presentar acusación en tiempo de Capítulo, con el designio de privar del voto a un elector. Consultado el Gobierno, como medio de terminar el debate, resolvió que no era extemporánea la acusación. Sin embargo, el parecer de Rocafuerte no apaciguó a los prevenidos capitulares, divididos pertinazmente y desde hacía muchos años en dos grandes bandos, cuyos jefes eran los padres Ferrín y Albán307.

Éste renunció entonces generosamente al derecho que, según las constituciones, podía tener para que no se le acusara; y, en efecto, formuláronse varias quejas contra él. Mas, el padre José Bravo se opuso a que se votase sobre ellas, mientras no se acusara también a los demás religiosos contra quienes había motivos semejantes. Renacieron con esto las discusiones, a cual más acalorada; y algunos de los capitulares que seguían al padre Bravo, pretendieron abandonar la   —528→   asamblea, tratando de impedirlo los otros, en medio de gran vocerío. Al fin, veinte sufragantes absolvieron al padre Albán y acordaron que volviese a presidir el Capítulo; y luego obtuvieron que regresaran también los frailes del otro partido, que a su vez habían dejado la sala. Parecía terminado el escándalo. Mas, muy luego otros incidentes de poco momento hicieron que quince frailes se saliesen, apellidando nulidad y acogiéndose a la protección del Gobierno. Los 20 que quedaron eligieron provincial al padre fray Manuel Pérez.

Iniciado el juicio de nulidad ante el Obispo, que creía válida la elección, un grupo de religiosos acudió al recurso de fuerza. El Gobierno zanjó a la larga el debate, negando su asenso al nombramiento del provincial; y el Obispo eligió en reemplazo al mismo religioso que interinamente había sido nombrado por él para Vicario, el padre maestro fray Juan Páez, «cuya probidad y mérito le hacen digno de esta confianza». El mismo padre Páez, por orden del ilustrísimo señor Arteta, designó el definitorio y los prelados locales, evitándose así que volviera a abrirse el período electoral.

Cosa semejante, aunque menos tumultuosa, ocurrió en el Capítulo franciscano de 1833. Al calificar la idoneidad de los sufragantes, se rechazó a los padres José Manuel López y José Martínez, porque su jubilación no había sido obtenida legítimamente. Apelaron algunos al Gobierno, quien opinó que debían sufragar todos los padres que habían estado un mes antes del capítulo en posesión tranquila, del derecho de sufragio. Se declaró entonces por mayoría de votos, y oído el respetable parecer de los padres Herrera y   —529→   Toledo, que los mencionados religiosos no se incluían en ese número. No obstante volviose a consultar al Ejecutivo; y éste, invocando su autoridad de patrono, decidió definitivamente que los padres López y Martínez podían votar. El Capítulo se conformó con ésta resolución; y después de otro debate semejante sobre la idoneidad del padre Joaquín Martínez308, continuó sus trabajos gracias a la intervención pacificadora del doctor José Miguel de Carrión; y eligió provincial al padre Matías Veloz. El Obispo electo y Vicario Capitular saneó cualquier nulidad que hubiese tenido la asamblea y sobreseyó el juicio propuesto por el padre Vivero.

El período provincialicio del padre fray José Mantilla en Santo Domingo (1828-1832) fue fecundo en rencillas electorales, cuyos detalles ignoramos. El Capítulo de 1844, que eligió al padre fray Pablo Sevilla dejó tan acibarados a los frailes que se declaró entre los partidos verdadera guerra, según se denunció al Obispo en mayo del siguiente año.

Uno de los más dañosos efectos de la disolución moral de las órdenes fue la impunidad de públicos extravíos. En el Capítulo agustiniano de 1837 se resolvió «cerrar las coronas» a varios coristas, por continuas faltas de insubordinación en tiempos anteriores. Con todo, el inveterado mal continuó y el Visitador en 1839 ordenó que no se dejasen sin castigo los escándalos, porque esto era causa de menosprecio para los institutos monásticos. Dispuso asimismo que si algún corista abandonase el claustro sin las condiciones   —530→   debidas, quedara inhabilitado de recibir órdenes por cinco años, a fin de evitar la facilidad con que se los absolvía. Sin embargo, en 1841 volviose a acordar que si los coristas proseguían insubordinados se hiciese lo prescrito cuatro años antes. Con tales estudiantes y con tan tímidas providencias, ¿podía nacer alguna esperanza de reforma?

En 1832, los Capitulares franciscanos prohibieron que los guardianes volviesen a cometer el «crimen» de admitir novicios expulsados. Con olvido de esta providencia, se aceptó nuevamente en 1845, a un corista, porque pedía perdón de sus excesos.

En 1837 privose a perpetuidad a un fraile de la Orden Seráfica de todo cargo, por haberse comprobado varias acusaciones que le hicieron los conventuales cuando fue guardián de Ibarra. ¡Un año después se le nombraba -escándalo inaudito- para maestro de novicios en San Diego! Tales maestros, en vez de servir como modelos y guías de sus discípulos, les eran cómplices y a veces inspiradores de sus faltas. ¿Por ventura, no se había dispuesto en el Capítulo de 1832 que no pudieran ser maestros de novicios los religiosos sin luces o de conducta reprensible?

La disolución moral de las congregaciones monásticas era abrumadora. Contrastaba, empero, ese triste y dañino fenómeno con el rigorismo teológico que los frailes enseñaban, en menoscabo de la espiritualidad de los cristianos, alejados de los sacramentos. El jansenismo estaba todavía vivo y arraigado en las almas.

Aun los frailes virtuosos difundían letales máximas rigoristas, rompiendo así las alas de los   —531→   fieles para que no pudieran levantarse a las cimas de la santidad y creando en los débiles desconfianza y desánimo. El padre Solano exigía tan larga y prolija preparación para recibir el Sacramento de la Penitencia, que fue objeto de escándalo y justa murmuración309.

¡Religión sombría y cejijunta la de esa época, que privaba a las almas del sustento sobrenatural de la Eucaristía! Religión de temor, no de amor; religión que, en lugar de reconfortar, enflaquecía el vigor espiritual del creyente; y, en vez de acercarlo a Cristo, le precipitaba en la desesperación.




II. Decadencia de los estudios

La depresión intelectual fue consecuencia necesaria de la ruina moral de las órdenes. Los frailes habían sido antaño luz de la patria. Ogaño no brillaban sino con pálidos e intermitentes resplandores. Como resultado lógico del abandono de la enseñanza por los institutos religiosos, sobrevino la postración de los estudios en toda la República.

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Vimos en la primera parte que las leyes de la Gran Colombia habían causado profunda perturbación en los estudios conventuales; pero que el decreto expedido por el Libertador en 1828, acerca de la edad para la admisión de novicios, originó reacción benéfica, aunque pasajera. En 1837, el Congreso ecuatoriano volvió a desandar en ese campo y ahogó toda esperanza. La Legislatura de 1839 incluyó en el decreto sobre reforma de regulares, disposiciones que, a su juicio, debían traer la restauración del brillo intelectual de los claustros. Mas, esas providencias no se cumplieron al principio sino a regañadientes, sin entusiasmo y perseverancia; y a la postre quedaron olvidadas. El reflorecimiento de la cultura religiosa no dependía de los exámenes universitarios, sino de la recomposición moral de los claustros.

El ilustrísimo señor Artera puso todo afán en estimular el mejoramiento de los estudios conventuales. Poco tiempo después de su consagración, el 3 de diciembre de 1835, justamente «deseoso de que los regulares que tanto se distinguían por su dedicación a las ciencias eclesiásticas» recobraran «su reputación» y fueran «más útiles a los pueblos», ordenó a los provinciales no permitiesen la recepción de órdenes mayores a sus súbditos, sin «certificado de haber estudiado teología y haber sido examinados en su religión, después de lo cual sufrirán esta prueba en mi presencia».

Sabia medida la del docto y amable Pastor. Sin embargo, los frailes se industriaban para eludirla. En 1836, cuatro coristas de la Orden Mercedaria -la menos decaída intelectualmente-, pretendieron sorprender al Arzobispo de Lima y alcanzar de él la ordenación sacerdotal con   —533→   letras dimisorias falsas del Obispo de Quito y patentes asimismo fraudulentas del provincial. Por fortuna el infame engaño no tuvo efecto. El ilustrísimo señor Artera decía con este motivo al indicado Arzobispo, que esos jóvenes carecían de «educación y moralidad, sin que haya arbitrio para la reforma que me ha encargado la Silla Romana». En 1838, coristas agustinianos emplearon la misma estratagema con el Obispo de Trujillo. Los audaces frailes contaban con la facilidad de ordenar, tan general a la sazón en América. Sin duda alguna nuestros prelados eran más celosos que los de otros países.

Una vez dictados la ley de 17 de abril de 1839 y el Decreto reglamentario de 1.° de setiembre de 1841 acerca de estudios y exámenes de regulares, se excogitó el arbitrio de conferir patentes a los aspirantes a órdenes, para que fueran a formar conventualidad en lugares donde era menos dificultoso burlar tales disposiciones. En febrero de 1842, monseñor Arteta pidió al Ministerio de lo Interior impidiese que ocho franciscanos lograsen su intento de aparecer como conventuales de Guayaquil con el designio referido.

El Director General de Estudios doctor José Fernández Salvador, emulando en celo con el Obispo, dispuso aparte de otras medidas secundarias, que en todo convento donde hubiese noviciado se establecieran cuatro cátedras: una de gramática latina combinada con la castellana, una de filosofía, y dos de teología. Ningún estudiante podía cursar filosofía sin previa aprobación en el examen de latinidad. Anualmente, debían presentar los coristas en la Universidad certámenes de las asignaturas mencionadas, y rendir exámenes ante tribunales compuestos por el prelado   —534→   doméstico y tres padres graduados en dicho plantel, o, en su falta, por otros tantos religiosos graduados en la Orden. Para la debida seriedad y regularidad de los cursos mandó, en fin, el preclaro jurisconsulto que se llevaran libros de matrículas y exámenes, etc.

Medidas necesarísimas todas esas, porque el desorden de los estudios había llegado a términos casi inverosímiles. ¡Era tal la postración intelectual de los frailes que un maestro en teología fue reprobado en el examen sinodal de oposición al curato de Pelileo! ¿Qué valor podían tener los títulos con que se pavoneaban los religiosos de aquel tiempo? Todas las órdenes dictaron providencias para evitar que sus individuos obtuvieran grados sin las condiciones requeridas, como ocurría a menudo. Mas, poco o nada se consiguió. La impunidad, ya lo hemos dicho, servía de acicate al mal.

No dejaron las Comunidades de deplorar de tiempo en tiempo la pérdida de su crédito didáctico y de tomar medidas en orden al resurgimiento de la cultura. Así, en 1831, (abril 14) el Capítulo intermedio de la Orden Franciscana, acordó que hubiese dos veces a la semana conferencias morales; y que asistieran a ellas todos los religiosos, so pena de suspensión. En 1838 se dispuso que las conferencias semanales fuesen tres.

El Capítulo de 1832, que presidió el padre Vivero, merece especialísima mención por sus magníficas disposiciones en pro de la reforma intelectual del coristado. Mandó, en primer término, que a la recepción de los aspirantes precediera una prueba, en que se acreditara haber hecho estudios latinos correspondientes a la   —535→   edad310. Ningún corista podía cursar filosofía sin ser examinado acerca de la parte respectiva de latinidad311, durante una hora, ante cuatro catedráticos y en presencia del provincial. Asimismo, para la emisión de los últimos votos era menester examen por religiosos provectos, acerca de doctrina cristiana, oración mental y la regla. Por último, no debía admitirse a órdenes a los coristas antes de que hubiesen concluido teología escolástica; ni extendérseles patente de confesar, si no hubiesen cursado dos años de teología moral. Los estudiantes quedaron obligados a presentar sus cuestiones en los refectorios en los días señalados, so pena de no abonárseles los años lectivos.

Dispuso, en fin, aquel severo Capítulo que se nombrase un profesor para la esmerada enseñanza de la lengua latina, ya que los estudios habían sido hasta entonces excesivamente someros. En 1833, el padre Herrera, que acababa de descender de su alto cargo de provincial, aceptó la regencia de estudios; el padre Enrique Mera tomó la Cátedra de artes; el padre Manuel Cabezas la de gramática en el Convento Máximo. Todo parecía prometer espléndida reacción intelectual; mas, ¡oh, desilusión!, en 1841 (julio 28) el definitorio, que no podía «mirar con indiferencia la rapidez con que marchamos a la aniquilación de las ciencias literarias por la escasez de catedráticos», acordó que tomasen a su cargo la enseñanza los padres jubilados. El doctor fray Manuel Ortiz se ofreció a servir cualquier cátedra, el padre Mariano   —536→   Carvajal la de gramática, y el padre Manuel Martínez la de teología. Mejoras precarias, intenciones santas que se esfumaban como nubes de estío. ¡¡Era ya incurable la postración intelectual dentro de la relajación...!! Contribuía al desorden de la enseñanza, el mantenimiento simultáneo de cátedras en varias casas, lo cual hacía imposible reunir en cada una número suficiente de profesores competentes. La Orden Seráfica y la mercedaria tenían estudios en la Recolección y él Convento Máximo.

El padre Carlos Mexía, provincial de San Agustín, estimuló poderosamente en 1835 la reforma de la enseñanza en su Orden. Como ya no había catedráticos, se ofreció él mismo para dictar la de Prima de Teología, y los padres Manuel Carrera y José Ledesma fueron nombrados profesores de Vísperas y Artes, respectivamente. Muerto un año más tarde el referido provincial, cayó de nuevo la cultura agustiniana en vergonzoso abatimiento.

El visitador de 1839, padre fray Antonio Pastor, diose cabal cuenta del atraso de los estudios y de la falta de religiosos graduados en su Orden; nombró profesor de teología moral al padre José Ribadeneira y ordenó que los frailes asistiesen tres veces por semana a las conferencias. ¡¡Aquel buen religioso contempló con dolor que los confesonarios en otro tiempo llenos, estaban cerrados!! En 1841, el número de conferencias morales se reducía a dos por semana. En 1845 ya la enseñanza estaba en manos extrañas: el padre José Dávalos, mercedario, era catedrático de Prima de Teología; el presbítero doctor Tomás H. Noboa, antiguo fraile dominicano, de Teología, y don José Vázquez, de latinidad. La Orden del gran   —537→   San Agustín no tenía maestros, o, ¡¡si los poseía, no había quien aceptara el sacrificio de enseñar!! El cambio de profesorado fue parte para atraer al Colegio agustiniano a algunos jóvenes seglares, quienes preferían la enseñanza monástica, aun así decaída, a la del todo en todo insuficiente del Estado.

En la Merced, aunque el hecho de la falsificación de patentes por los coristas para obtener la ordenación en otras diócesis, demuestra que iba paralela a las demás Comunidades en cuanto a indisciplina intelectual, no faltaban varones como los padres fray Pedro Albán, fray Manuel Pérez y fray Tomás González, etc., que promovían con afán la resurrección de los estudios. Nunca estuvieron allí las cátedras vacías, ni faltaron profesores aun para la enseñanza en otras órdenes y en los planteles eclesiásticos y nacionales.

En el provincialato del padre Maestro fray Nicolás Jaramillo (1836-1840), la Orden de Predicadores preocupose también de la reforma de la instrucción. En la epístola de estilo que, al iniciar su gobierno, dirigió a sus frailes aquel prelado, dispuso que en los días lectivos no se permitiera a los estudiantes la salida a la calle. ¡Paso acertadísimo entonces! Terminado el período, pasó el padre Jaramillo a servir de regente de estudios y catedrático de teología, raro ejemplo de celo por la enseñanza. Las cátedras estaban todas provistas, aunque no siempre bien servidas. Había a lo menos seis maestros: cuatro de teología, uno de artes y otro de gramática. Durante el período del padre Vizcaíno y a su iniciativa, se arregló por jóvenes seglares de Quito, don Nicolás Sanz García y don Mariano Vaca, la primorosa biblioteca dominicana, poniéndose   —538→   así de nuevo al servicio de la juventud de la Orden tan precioso arsenal312. Este arreglo fue compensación parcial de la perniciosa labor de aquel prelado, a quien se acusó de haber permitido ordenaciones prematuras y de haber descuidado la promoción de la enseñanza.

La decadencia de los estudios era, pues, general e insanable en las cuatro grandes congregaciones. El exceso del mal, ¿sería por lo menos augurio de la inminencia del remedio?




III. Inopia

No obstante su riqueza territorial, tan exageradamente ponderada y abultada por el ministro Saá, las comunidades religiosas estaban en completa inopia.

Fue ésta -sorpréndase el lector- concausa y efecto de la relajación. Concausa, porque no teniendo las órdenes lo necesario para mantener decentemente la vida común de sus individuos, se veían éstos obligados a buscar por sí mismos la sustentación, con independencia unos de otros, lo cual trajo la ruina moral de muchos. La falta de solidaridad económica engendró el aislamiento espiritual, fuente de dolorosas caídas.

Efecto, porque como nadie velaba por el bien común, las propiedades estaban a menudo defectuosamente administradas. En general, los frailes hacenderos o los administradores extraños no se preocupaban sino de su propio enriquecimiento; y muchas veces el prelado no cuidaba tampoco de obtener cuentas, ni de velar por el honrado e inteligente manejo de los predios.   —539→   Cosa semejante sucedía en los arrendamientos. De este modo fueron todas las órdenes sobrecargándose de deudas, que las obligaban a vender magníficas haciendas por precios irrisorios. Pactado éste, sobrevenían los reclamos del comprador, que seducía a veces con halagos a los religiosos; y la deuda primitiva quedaba reducida a términos insignificantes.

Añádanse a este factor las exacciones fiscales, los impuestos y empréstitos extraordinarios, la versatilidad de la naturaleza ecuatoriana y las guerras, en que se entraban a saco los fundos; y se habrá dado con la clave de la miseria económica de las congregaciones religiosas, obstáculo para la reforma, traba de toda iniciativa benéfica, germen de conflictos irremediables y de ingentes escándalos.

A las órdenes monásticas se acudía en cualquier necesidad pública trascendental. En 1833, era menester solucionar la crisis monetaria, salvar el caos financiero del Estado. Los conventos tuvieron que hacer cuantiosos préstamos de plata labrada. La Orden Mercedaria entregó cuatro arrobas de magníficos tesoros hechos con el blanco metal por hábiles manos coloniales, para que se emplearan en las nuevas monedas nacionales.

En Santo Domingo, llegó a tal extremo la indigencia del Convento Máximo, que en 1845 no se suministraba lo necesario para la subsistencia de los religiosos; por lo cual los padres de la Consulta se vieron en el caso de destituir al Prior, a cuya impericia o fraude se imputaba tal estado313.

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Los bienes que, a su muerte, dejaban los religiosos debían pasar, según la ley, por iguales partes al Estado y a la Orden. Empero, en la mayoría de los casos, los Gobernadores tomaban la totalidad de los espolios, o si esto no ocurría, se lo apropiaban para sí inescrupulosos provinciales, según dicen las actas capitulares dominicanas.

El Capítulo agustiniano de 1835 dispuso que no se emprendiesen gastos desproporcionados con la pobreza de los conventos, cuyo estado lastimoso provenía, como consta asimismo de los libros de la Orden, de la frecuente separación de los priores sin hacer entrega inventariada de las pertenencias de aquellos. En 1837 prohibiose asimismo la iniciación de obra alguna, sin licencia provincialicia y definitorial.

El apuramiento de los recursos llevó a dicha Orden a sacrificar sucesivamente varios inmuebles: Barrancas (1836), Callo y Píntag (1839), Elén de Guano (1845). El precio de Callo (13500 pesos) fue reducido por dos ocasiones: la una por demanda del comprador, la otra para obtener anticipación en el pago, a causa de la penuria del Convento Máximo. Se perdió, además, el fundo «Pasniac», que el definitorio entregó en 1840 para el sostenimiento de la Cátedra de filosofía en Riobamba, según ley de 1830.

Los ahoguíos de las órdenes nacían en buena parte de los contratos que se hacían con los mismos religiosos. El voto de pobreza era verdadera irrisión. Los institutos contribuían al enriquecimiento de sus miembros, no éstos al de aquéllos. En medio de cuantiosa riqueza, padecían   —541→   indigencia, como castigo providencial de sus desvíos.

La Orden Franciscana, apartándose de sus tradiciones, había llegado a ser propietaria, si no de haciendas, de otros bienes. Mas, como todas, experimentaba acerbas necesidades materiales. Sus provinciales tenían que emplear sus propias rentas en beneficio de la Orden y al terminar los respectivos períodos, quedaban acreedores de considerables sumas.

En 1838, el padre Juan José de Terán presentó un manifiesto al definitorio sobre la ruina moral y económica de la Orden Seráfica; y pidió, entre otras cosas, que se proveyera al decoroso mantenimiento de los religiosos, para que éstos no vagasen por las calles en solicitud de subsistencia. ¡A qué extremos había llegado la penuria de los claustros!

Las comunidades no podían medicinar a los religiosos enfermos; y muchos de ellos se veían en el caso de buscar alojamiento en casas particulares. En varias ocasiones, los Capítulos, Definitorios y Visitadores tomaron providencias para remediar los males que de esa dolorosa circunstancia resultaban.

Relajación, miseria, abatimiento intelectual: triple faz de la profunda decadencia de las órdenes religiosas, antes tan renombradas y fecundas en nuestra patria. ¡El historiador católico, que las ve hoy noblemente renovadas y emulando en santidad y apostolado, quisiera narrar sólo glorias, no manchas y extravíos! Mas, su deber, es decir toda la verdad.