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La Iglesia, modeladora de la nacionalidad


Julio Tobar Donoso


Aurelio Espinosa Pólit



Portada



  —V→  

ArribaAbajoPrólogo

Privilegios de la amistad pusieron en mis manos este libro cuando todavía estaba en cuartillas, y el concepto que de él formé fue, desde el primer momento decisivo: Estamos delante de una obra fundamental.

Al fin tenemos los ecuatorianos un estudio que nos da la clave de nuestra historia, su sentido íntimo, su fisonomía verdadera; un estudio que no se limita a aspectos de ella fragmentarios e inconexos, sino que enfoca el panorama completo de nuestra vida nacional, un estudio que es obra, no de un cronista ni de un compilador, sino de un historiador digno de este nombre, es decir de un investigador y de un pensador.

En materia de historia, mucho es ya el estar al tanto de todo lo descubierto y puesto en circulación; y contados son los hombres que pueden gloriarse de dominar este ingente acervo. Pero más contados son aquellos que pueden añadirle un solo grano de arena; aquellos que, entrándose por la selva virgen de los archivos, logran guiarse en ella con una perspicacia rayana en instinto, pero, instinto que no da la naturaleza sino la experiencia y el trabajo de horas incontables gastadas sobre los viejos legajos; aquellos que tienen la felicidad, recompensa de arduos e ingratos afanes, de poner algún día la mano sobre documentos de honda trascendencia histórica. Estos son los investigadores, y de estos es el Doctor Julio Tobar Donoso, que nos entrega en este volumen el fruto de largos años de búsquedas y exploraciones, si muchas veces cansadas y tediosas, premiadas, otras, por capitales descubrimientos, como el de la Cédula Real de 15 de junio de 1573 en el Archivo del Cabildo Metropolitano, Cédula a la que justamente califica de «Carta constitucional del sistema agrario ecuatoriano», y en la que hallamos el principio de la configuración territorial de nuestra patria.

Mérito insigne el del genuino investigador, del intrépido rebuscador de archivos, del enriquecedor de la documentación nacional; pero mérito más encumbrado todavía el del pensador, el del filósofo de la historia.

Reconozcámoslo con sinceridad, éste es el mérito que más ha escaseado entre nosotros. Este es el mérito que más derecho tiene a la rendida admiración, porque es el que implica más preclaro talento. Al fin la investigación no requiere sino paciencia, constancia y sagacidad; pero la filosofía de la historia supone la capacidad superior que penetra hasta la esencia de los hechos y de las cosas, que en esta esencia   —VI→   descubre los elementos comunes que pueden servir de base a las síntesis armonizadoras, y que en estas síntesis hace brillar la unidad teleológica que sirve luego de hilo de Ariadna, guía certero dentro del laberinto de la historia.

Noble tarea, reservada para los ingenios más privilegiados, y que el Doctor Julio Tobar Donoso lleva a cabo con una holgura y una seguridad soberanas, con tanta holgura que ni deja sospechar el mérito de semejante hazaña intelectual, con tanta seguridad que sin hacerse sentir lleva al lector a la más plena y más espontánea persuasión.

En el orden estrictamente intelectual no hay deleite superior al que proporcionan obras de esta índole, por unirse en ellas las dos satisfacciones más cabales que puede tener el entendimiento, la de comprobar objetividades y la de penetrar esencias. Lo uno constituye el encanto de la historia; lo otro, el deslumbramiento de la filosofía.

Para muchas mentalidades la historia tiene una superioridad intrínseca sobre toda obra de la imaginación creadora, por cuanto presenta la verdad humana, no como la fabrica la fantasía de un autor, que nos da su interpretación de la vida, sino tal como la realizan de hecho los hombres, aunque tenga que aparecer esta realización como mezcla informe de anomalías, inconsecuencias, contradicciones e inverosimilitudes. Para muchas mentalidades asimismo la filosofía tiene una superioridad intrínseca sobre todas las actividades del espíritu humano, por remontarse a las causas últimas y escudriñar los elementos constitutivos de todos los seres. Tal manera de ver, si se exagera, puede dar pie a lamentables incomprensiones; pero bien entendida y atemperada da ella la explicación del profundo y nobilísimo deleite que engendran las grandes obras históricas; cuando logran satisfacer simultáneamente a la Historia y a la Filosofía en su doble tiránica exigencia de rigurosa objetividad y de penetración sintética.

Mas para la plenitud del gozo espiritual del hombre no basta esto: el hombre no es puro entendimiento, el hombre es también un ser afectivo, y la pureza y nobleza de sus grandes afectos, así como le engrandecen más que las solas superaciones del ingenio, así también le proporcionan una felicidad más cálida, más reconfortante, más ideal.

¿Cabe entonces este lleno de fruición completa? ¿cabe unir aquella doble satisfacción señorial del entendimiento con la palpitación feliz del corazón? Sí cabe, y lo tenemos cuando la filosofía de la historia toma por objeto de sus afanes el estudio íntimo de la vida nacional, la interpretación del alma de la Patria.

Y esto es precisamente lo que nos brinda el Doctor Julio Tobar Donoso en este libro.

Empezando en la página primera de nuestra historia, nos hace asistir a la lenta y compleja evolución de una sociedad nueva, que para afianzar su existencia misma, se ve confrontada con el arduo problema   —VII→   de fusionar dos razas, dos culturas, dos organizaciones seculares, dos ideales antagónicos, dos religiones, y esto en condiciones de extremada dificultad por la nativa prepotencia del vencedor y la inercia rencorosa y reticente del vencido. Nos pone delante todos los aspectos de este problema múltiple en todos los elementos constitutivos de patria, el étnico y el social, el territorial y el político, el cultural y el educativo, el literario y el artístico, el que refleja la vida íntima del espíritu.

Mas si es de todo punto admirable esta variedad y amplitud en la labor de investigación histórica, más admirable todavía, por más singular, es la síntesis filosófica que descuella en el descubrimiento del principio unificador de todo aquel acervo de datos concretos, en el señalamiento del rasgo individuante que hace del pueblo ecuatoriano un pueblo con fisonomía propia, afín, como es natural, a la de los pueblos circunvecinos, mas con todo peculiar e inconfundible.

Este rasgo característico resulta ser la religiosidad. Al volver la penetrante mirada hacia todos los aspectos de la vida nacional, el Doctor Julio Tobar Donoso encuentra, no por influjo de ninguna idea preconcebida, sino por la concorde evidencia de vasta documentación histórica la presencia universalmente activa de la Iglesia Católica: la Iglesia al lado del conquistador, y al lado también de los primeros cabildantes; la iglesia tendiendo los brazos a las indefensas multitudes de indios y salvando para la Patria aquel ingente capital humano; la Iglesia formando las primeras reducciones y asientos y delineando la futura geografía política del Ecuador; la Iglesia lanzándose a la conquista espiritual del Oriente y ensanchando con ocupación efectiva los límites de la Presidencia en ambas riberas del Amazonas; la Iglesia tomando a su cargo toda la ingente labor educativa, desde la humilde escuela para indígenas hasta el Colegio real y la Universidad; la Iglesia interviniendo en la fundación de todos los hospitales del país; la Iglesia promoviendo con esplendidez el desarrollo de todas las artes y creando la tradición artística quiteña de prestigio continental; la Iglesia preparando por medio de la educación cívica de las multitudes la hora de la emancipación, y apoyando luego del modo más eficaz el movimiento libertador. La Iglesia en todas partes, y en todas partes en una obra de civilización, de pacificación, de morigeración, la Iglesia colonizadora, «inspiradora del genio de la ciudad», «modeladora del espíritu de libertad», «creadora del país».

Y todo esto, además de su obra específica de evangelización, de adoctrinamiento en el dogma, de educación de la sensibilidad religiosa por medio de las grandes devociones populares: los transportes de la fe eucarística, las ternuras del culto mariano, la comprensión profunda de los misterios, por la que pudo adelantarse un día el pueblo ecuatoriano   —VIII→   a todas las naciones del mundo en las consagraciones al Corazón divino de Jesús y al Corazón Inmaculado de María.

Indudablemente la fisonomía propia del pueblo ecuatoriano se debe a la acción multiforme de la Iglesia, tanto en su labor propia en el terreno religioso, como en su colaboración ubicua y perpetua en todos los sectores de la vida civil.

Pero tal ha sido en el último medio siglo la propaganda antirreligiosa en este punto, que será preciso apelar enérgicamente a la fuerza decisiva de la evidencia para hacer frente a la extrañeza que a muchos podrá causar esta conclusión. Porque con plena evidencia se desprende de la lectura serena de la obra que no es conclusión antojadiza, fruto de una ideología interesada en dar importancia y relieve al aspecto religioso; que es, al contrario, una conclusión de carácter histórico, que no pueden tratar de eludir sino ideologías interesadas en anular todo recuerdo de religión. Pero esto no sería ciencia ni honradez intelectual, sino sectarismo, que, por anticientífico y por falto de lealtad ante la verdad demostrada, debiera avergonzar a los que lo practican.

Esta es, pues, la obra de alta trascendencia patriótica que realiza el Doctor Julio Tobar Donoso al publicar este libro. Da en él al pueblo ecuatoriano las pruebas documentales de su abolengo religioso, por el influjo decisivo de la Iglesia católica en la formación de la nacionalidad; le da las notas constituyentes y le define las características de su tradición genuina, de la que no puede apartarse sin renegar de sí propio, sin aislarse de su pasado, vivificador, sin perder el arrimo de aquel influjo secular sin el cual ningún pueblo puede ser grande ni afrontar victorioso las vicisitudes por lasque todo pueblo debe pasar.

Y con colocar al alcance de todos tan rica mina de datos históricos seguros y comprobados -como que no hay línea en éste libro que no esté respaldada por documentos-, obliga a cuantos en adelante escriban sobre nuestra historia a tomar en cuenta estos datos y esta documentación, so pena de dar pruebas inequívocas de mala fe y de incurrir en el dictado de falsificadores de la realidad nacional. Y en reacción legítima, la conciencia pública, que no puede cegarse ante la evidencia, repudiará en adelante aquellas Historias del Ecuador, en las que sus autores, pintando un Ecuador laico, un Ecuador en que para nada aparece el influjo de la Iglesia Católica, un Ecuador que puede delinearse y definirse prescindiendo de todo aspecto religioso, hacen una obra, no solamente trunca e incompleta, sino abiertamente falsa y engañadora, y escriben una historia que no es historia, sino pintura tendenciosa de lo que su fobia antirreligiosa quisiera que hubiese sido el desarrollo histórico de nuestra nación.

Palabra divina del Maestro es que «conociendo la verdad, por la verdad llegamos a la libertad: et cognoscetis veritatem et veritas liberabit   —IX→   vos» (1º 8, 32). Con este libro el Dr. Julio Tobar Donoso nos ayuda a conocer la verdad acerca de nuestra patria, y esta verdad nos librará, no solamente del error o de la ignorancia acerca de lo que debe el Ecuador a la Iglesia Católica, sino también de aquel decaimiento que pudiera llamarse complejo de inferioridad de algunos católicos, que se han dejado impresionar por las audaces afirmaciones o el prescindir despectivo de tantos deformadores de nuestra historia nacional.

Nunca agradeceremos suficientemente al Doctor Tobar Donoso el haber puesto a disposición de todos el tesoro de documentación histórica que convence de falsedad aquellas deformaciones y que permite al fin el retratar con plena verdad el rostro venerado de la Patria.

Aurelio Espinosa Pólit, Societatis Iesu



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ArribaAbajo Introducción


Complejidad del hecho de la Independencia

Entre los historiógrafos que han estudiado el fenómeno de la Independencia americana, algunos prescinden por completo de la influencia de los elementos internos en la preparación de estos países para la libertad y confieren importancia, desmedida o única, a los factores circunstanciales y extrínsecos, que la favorecieron y estimularon.

Si sólo hubieran existido esos factores ocasionales; si las naciones no hubieran llegado a «un estado imprescindible y básico de madurez1», la evolución política habría sido, a no dudarlo, más asendereada y dificultosa y, tal vez, la misma emancipación no se hubiera mantenido.

Empero, no abasta señalar entre las causas domésticas, el individualismo propio de la raza, el odio de criollos y peninsulares, el monopolio comercial de la Metrópoli, el castigo cruel de algunas revueltas populares, las modificaciones del sistema colonial introducidas por Carlos III2, u otras semejantes. Es menester demostrar cómo esos factores obraron dentro de determinados límites y no fuera de ellos; y qué agente unificador los congregó, venciendo, a la par, los gérmenes de disgregación. Llegados a este punto, surgen notorias discrepancias entre los que admiten el predominio de los elementos intrínsecos, acerca de cuál concausa fue más eficaz y prevaleció en el juego de las fuerzas madres que modelaron la fisonomía de cada patria. A nuestro juicio, no puede contestarse de manera uniforme a esta cuestión fundamental, porque dichas fuerzas actuaron de modo desigual, así en tiempo como en eficiencia. Sujetas a iguales instituciones, inspiradas por idénticos criterios civilizadores, las Colonias hispano-americanas no tuvieron desarrollo sincrónico, ni proceso semejante en la aplicación de los sistemas gubernativos comunes. El medio geográfico y climatológico, la índole de las poblaciones primitivas, los caracteres de los españoles que se avecindaban en las diversas provincias mayores, el cruzamiento más o menos intenso, los problemas de producción y transporte, todo, todo era diferente y se traducía en modalidades político-sociales peculiarísimas.



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Teorías sobre la formación de las nacionalidades

Los modernos historiadores se inclinan a atribuir la formación de las nacionalidades americanas al influjo de uno de estos dos grandes elementos: las Audiencias o los Cabildos. Podemos decir que hay una doctrina genético-audiencial y otra genético-municipal, según que tengan a aquellas o a éstos como la institución céntrica, alrededor de la cual fue modelándose la estructura política de las actuales Repúblicas.

Nuestro propio pleito limítrofe con el Perú ha contribuido a desenvolver la primera teoría. Fue, sin duda, el Ldo. don José Canalejas y Méndez, el que la formuló luminosamente: «La Audiencia de Quito... constituyó en el período colonial, de gestación de un pueblo, él núcleo de donde partió y se efectuó la expansión colonizadora». «En el período colonial se forma, bajo la soberanía de España, el pueblo que ha de funcionar como sujeto activo de la soberanía en la futura República del Ecuador». La emancipación no plasmó, en consecuencia, la patria ecuatoriana: se redujo a afirmar «su autarquía, su autonomía soberana, su independencia, mediante el acto revolucionario eficaz, y al hacerlo creó un orden de relaciones jurídicas, una jurisdicción propia de soberanía territorial: proyectó al exterior, en la naturaleza física, lo que podría denominarse su figura política; y lo hizo, recogiendo en unidad de dirección, atrayendo a su esfera de actividad soberana -frente a España primero, ante los demás pueblos luego- los territorios todos que de antiguo se comprendían en la Audiencia de Quito3».

Un sinnúmero de autoridades ha robustecido este criterio. Ruiz Guiñazú, en su excelente libro La magistratura indiana, Matienzo, Pelsmaeker, etc., demuestran, con el prolijo examen las funciones ejercidas por las Audiencias, como éstas fueron el foco de vida política alrededor del cual se organizaron las potencias nacionales nacientes. «Imágenes de sus príncipes», según la sugestiva frase de nuestro gran Villarroel, se constituyen en centros de unidad, en modelos «del tipo estatal que la monarquía quiere realizar en las Indias4», en hogar de atracción y convergencia de las provincias menores, en fragua viva de soberanía, a causa del inmenso cúmulo de atribuciones religiosas, gubernativas, judiciales, militares, etc., con que el Rey las sobrecarga y que las van apartando del ejemplar español, para hacer de ellas una institución sui generis, de proteica vitalidad.

Frente a esta teoría genético-audiencial se alza otra, que confiere a los Cabildos influencia incontrastable en la fragua del alma nacional americana. Sólo citaremos aquí la autorizada opinión de nuestro   —XIII→   compatriota, el doctor J. G. Navarro: «Emancipadas las naciones americanas, los Municipios castellanos fueron la base sobre la cual se organizaron los actuales Estados... Los historiadores de América están acordes en declarar que en el Municipio hispanoamericano renacieron las antiguas costumbres de autonomía, democracia y libertad, que fueron el orgullo y el amor de nuestros comunes abuelos castellanos5». Otros publicistas han sostenido que, rotos los vínculos con España, la soberanía revertió a los Cabildos y a las provincias que ellos representaban6.




Teorías complementarias

Si no nos equivocamos, se han confundido dos cosas sustancialmente diversas, aunque vinculadas: la formación de las nacionalidades y la promoción del espíritu de libertad y democracia, sin el cual aquellas no podían mantenerse. Las Audiencias fueron el núcleo que preparó la constitución de los nuevos Estados, reuniendo al efecto las fuerzas tradicionales, impulsando la aparición o el desenvolvimiento de otras, previniendo la desarticulación de algunos factores, fortaleciendo los vínculos indestructibles de las circunscripciones que componían la provincia mayor, en cuya sede se había establecido el Tribunal, prefigurando, en suma, al Estado, cuyo representante, lejano e invisible, se personificaba en ellas. Los Cabildos, sin la acción de la Audiencia, habrían sido energía centrífuga, porque fomentaban la vida local en países donde la pendiente natural de las cosas llevaba al aislamiento. Mas, no cabe dudar de que, coordinados por la gestión Audiencial, acostumbraron al pueblo a la función electiva, le adiestraron en el manejo de los negocios cívicos, le familiarizaron con los primeros problemas del Estado, nutrieron su gusto por la autonomía. El Cabildo tuvo en América funciones copiosas y superiores a los de España, aunque, como anota Navarro y Lamarca, su papel político haya sido exagerado7.

Dichas doctrinas no son, pues, antitéticas, sino complementarias, a menos que, olvidando la dependencia de las ciudades respecto del paradigma estatal creado en América, la Audiencia, se pretenda atribuir, antihistóricamente, al Cabildo, una soberanía que nunca pretendió, porque sabía que ésta pertenece de hecho y de derecho, a todo el Cuerpo Político, no a una de sus partes.

Audiencias y Cabildos, en fecunda hermandad, contribuyeron a plasmar y troquelar el genio de cada nacionalidad: aquellas con su acción   —XIV→   centralizadora y unidora; éstos, con sus ensayos y experiencias de libertad y vida cívica.




El factor vertebral

Ninguna de las mencionadas teorías acierta, con todo, a explicar la compleja urdimbre de la formación nacional en América; porque Audiencias y Cabildos recibieron impulso vital, colaboración fecunda, influencia decisiva, de otro factor fundamental que, por hondo, callado y perseverante, fue incontrastable en la secular elaboración de la personalidad de cada pueblo. Nadie se atreve a negar la acción, intensa y extensa a la par, de la Iglesia en el período hispano. Sin embargo, pocos han puesto de resalto sus admirables esfuerzos tendentes a despertar el espíritu nacional, a robustecer las vacilantes fuerzas, que labraban el alma de la patria, a precisar sus rasgos fisonómicos, a ahogar los factores de desintegración, a alentar los principios de unidad, a ennoblecer cada balbuceo cívico y a ensanchar y sublimar el haz de glorias tempranas en que se apoyó el patriotismo inicial

Las Audiencias y Cabildos representan, en parte, los factores jurídico-políticos de las nuevas nacionalidades; pero esos factores no son los únicos; ni esclarecen de manera cabal tales formaciones; tanto más que ellos mismos tenían un fin y estaban impregnados de un ideal que les dio en América características peculiares y les hizo romper el molde castellano. Este fin, este ideal fue el religioso, obra de la Iglesia que, desde el primer día, comprendió el destino de nuestros pueblos, santificó su vocación para la independencia y la libertad y troqueló sus nacientes energías, para que, en su hora, pudieran entrar al concierto de los Estados Soberanos.

Y si no cabe verdadera sociología latino-americana sin el estudio profundo de la educación religiosa de los ideales y sentimientos patrios, menos admisible aun sería la sociología ecuatoriana que de tal labor prescindiese; porque aquí ese ministerio de la Sociedad Espiritual fue más ubicuo y medular, por lo mismo que los principios de descomposición eran muchos y debilísimos, en cambio, los medios civiles de unificación y encauzamiento hacia la meta de la nacionalidad.




Elementos de unidad y dispersión en la nacionalidad ecuatoriana

Es un hecho incontrovertible que la geopolítica de varias repúblicas sudamericanas depende de la Cordillera de los Andes. Pero dicha dependencia es, como anota el Dr. Wolf, más poderosa en el Ecuador y constituye el «prototipo fundamental» que determina todo su carácter geográfico8. La bifurcación de la Cordillera   —XV→   dentro de nuestro territorio trae consigo la constitución de tres regiones distintas en lo físico, político y civil, que se traducen en tres almas diversas de sus habitantes. No hay sólo contrastes de naturaleza, sino innegables contrastes de espíritu. La nacionalidad tenía que tropezar con esta variedad, sin destruir su riqueza. No es próspero el país que carece de diversidades sino aquel que las hermana sagazmente. Las autoridades modernas de geografía estatal advierten que los medios más propicios para el surgimiento de Estados son, precisamente, las regiones abundantes en elementos diferentes de vida9.

No fue España la primera en columbrar que el territorio ecuatoriano estaba llamado a constituir unidad política, pese a todas las disimilitudes referidas destinadas a complementarse recíprocamente. Haya o no existido la Monarquía de los Schiris, en cuya evolución nos educamos nadie puede dudar de que antes de la Conquista Española, la Comarca del Quito tuvo ya cierta personalidad histórica. «Provincia de Quito», «gran provincia de Quito», «reino de Quito», le apellidan, en efecto, los cronistas; y afirman, explícita o implícitamente que se componía de varias circunscripciones menores, que la defensa confederaba a menudo10. Huayna Cápac, respetando el enlace histórico entre las regiones que abarcaba el «reino», dióselo en herencia a su hijo más amado, quiteño de nacimiento, hijo de una princesa de Quito y nieto de su «señor principal11».

La erección del Obispado y la fijación de sus límites debieron de hacerse de conformidad con estos antecedentes geográfico-históricos y constituyeron, a su vez, nuevas raíces de solidaridad interprovincial. La Audiencia por su parte, fue la confirmación regia de una estructura jurídica cimentada en los hechos y que nada tenía, consiguientemente, de artificiosa. España no procedía al azar: se fundaba en realidades que era preciso vigorar con estable ordenación legal.




Objeto del presente libro

Sobre tales bases actuó la Iglesia: no abandonó a la ventura el rumbo de las cosas, sino que, antes bien, se propuso orientarlas de modo seguro en el sentido de la autonomía, dotando a la entidad moral de la Presidencia de estupenda vocación, de un patrimonio de tradiciones, de glorias, de valores espirituales y de veneros de cultura que la realzasen entre sus hermanas. El objeto de este modesto libro es agrupar las pruebas de una verdad histórica   —XVI→   inconmovible: la de que la Iglesia influyó en primera línea y con incontrastable eficacia en la formación de la nacionalidad.

No es, pues, el principio religioso mero principio de tradición, constitutivo del espíritu nacional. La Sociedad de las Almas tuvo papel y encargo más sagrados y nuclearios, que le confieren, cuando menos, el dictado honorífico de cofundadora de la nacionalidad, de modeladora e inspiradora de sus elementos primordiales.







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