Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  —289→  

ArribaAbajoCapítulo XI

Las letras y las ciencias



ArribaAbajo I. La nacionalidad y las letras

Hay misteriosa acción recíproca entre las literaturas y las nacionalidades. Estas modelan a aquellas; y las letras influyen decisivamente, a su vez, en la formación de los grupos y comunidades nacionales y son, a la par, medios de expresión del alma colectiva. Por eso, la tradición literaria constituye uno de los elementos capitales de la personalidad moral de una multitud asentada de manera estable sobre un territorio amado por ella.

Cada provincia mayor de América, organizada en derredor de la respectiva Audiencia, foco centralizador de las fuerzas patrias nacientes, vino poco a poco a distinguirse de las demás. Ninguna se parecía a otra desde el punto de vista geográfico; y la diversidad de medios físico-políticos no pudo menos de engendrar, a la postre, multiplicidad de almas. El suelo tornea al hombre, le imprime su sello, le trasmite su propia fisonomía.

Y esa distinción de los factores bio-psicológicos se reflejó muy luego en la fonética, en el lenguaje, en el estilo de las gentes, en su manera de pensar y sentir, en el matiz mismo del modo de concebir la vida, dentro de la unidad fundamental de creencia, y, en fin, en el semblante peculiar de las letras. Cada provincia vive para sí, en fuerza del aislamiento originado por la dificultad de comunicaciones entre ella y la Metrópoli, y entre ella y las demás secciones del vasto y glorioso Imperio a que todas se honraban en pertenecer. Los tiempos y las cosas las llevan a una existencia localista que, por fortuna, tuvo su correctivo en la índole ecuménica de su religión, en la universalidad continental de su lengua y de las instituciones jurídicas españolas.


Influencia de la Iglesia en la orientación literaria

La Iglesia, dentro de esa situación engendrada por tan variadas causas, reemplaza, en el culto de las letras, la falla de los demás factores, dedicados al arduo trabajo de la cimentación de la conquista y a la construcción de la república. Al propio tiempo, da a la literatura carácter eminentemente nacional, orientación patriótica387,   —290→   vocación pedagógica, como medio de preparación del pueblo para la vida autónoma, y eficacia incomparable en orden a imprimirle arraigo definitivo y amor indeficiente a un hogar en que bullían graves fermentos de descomposición y dispersión. He aquí el doble servicio de la Iglesia a la formación de la nacionalidad en ese campo fecundo de la cultura. No tiene sólo el cetro de las letras: posee su monopolio. No es simplemente maestra, sino única maestra, acompañada de unos pocos seglares de genio, partícipes de su espíritu.

Si en algunos órdenes, la naciente república tuvo grandeza extraordinaria, como ocurrió en el campo de las misiones, no fue meramente por los sacrificios de los religiosos y por la incomparable extensión de sus conquistas espirituales, sino porque las letras vinieron en auxilio de esa obra épica, para difundir -siquiera fuese en la forma incipiente del manuscrito- las proezas de la siembra evangélica y evidenciar el foco de luz de que aquellas procedían: la Presidencia de Quito. No fue ésta una entidad muda. Los que en ella nacieron o vivieron, la llegaron a amar con ternura y se complacieron en patentizar sus glorias, fincando en ellas derechos incontrovertibles y educando, a la par, el sentimiento patrio.

Conviene hacer in limine una observación de trascendencia para la honra de nuestras letras. Hay muchos escritores que pertenecen en común a dos o más entidades territoriales hispánicas, porque, siendo originarios de España, sirvieron, por obediencia al Rey o a su fe, sucesivamente a aquellas. No cabe reputar como escritores meramente peruanos, por ejemplo, a los que publicaron sus libros en la imprenta de Lima, cuando ejercían cargos en la cabeza del Virreinato, si es de todo punto imposible que los escribieran allí íntegramente. Así, el P. Diego González Holguín, jesuita extremeño, sirvió en la primitiva provincia del Perú y estuvo, tanto en Quito como en el Cuzco, largos años. Cuando regresó a Lima editó su Tratado de privilegios de los Indios (1608) y la Gramática de la Lengua Quechua (1607). ¿No deberá considerarse a aquel venerable religioso, uno de los mayores predicadores quichuistas en la Audiencia de Quito, como gloria común de las provincias mayores donde desarrolló su admirable apostolado? Lo mismo   —291→   puede decirse de la Historia del Perú y de los Acontecimientos Notables acaecidos en los últimos años, que escribió el P. Diego de Torres Bollo, célebre jesuita que, juntamente con el P. Juan de Frías Herrán, fue abnegado e intrépido pacificador en el conflicto de las Alcabalas.

Veamos, pues, algunos aspectos de la personalidad literaria de la Presidencia y, a la vez, la labor de la Iglesia en cada uno de ellos.






ArribaAbajo II. La historia


Las relaciones de descubrimientos y conquistas como medio de formación patria

Cronológicamente, es la historia la primera de las manifestaciones literarias en la Presidencia de Quito, porque la grandeza de los sucesos lo reclamaba. Faltó el poeta; pero el actor se convirtió casi siempre en cronista para que quedase constancia fiel de los hechos, antes de que el tiempo los oscureciera o redujera, a lo menos, su significación real.

El más antiguo cronista de la patria388 es, sin duda, el P. fray Gaspar de Carvajal, de la Orden Dominicana, Vicario de Quito, a nombre del Ilmo. señor Valverde y después provincial del Perú, «religioso de mucho pecho y no menos virtud, carretera y llana», según escribe fray Reginaldo de Lizarraga, su cohermano389.

Su Relación del nuevo descubrimiento del famoso Río Grande que descubrió por muy gran ventura el capitán Francisco de Orellana tiene el candor de la verdad, aunque el buen fraile se dio cuenta cabal del valor de «un tan nuevo y nunca visto descubrimiento». No descartó Carvajal de su crónica la intervención de la leyenda, conforme a las costumbres y espíritu históricos de la época. Su estilo es ameno y la obra aparece escrita de prisa, en sabrosa fabla, como quien se limita sólo a apuntar hechos para que no se vayan de la memoria.

El capitán Francisco de Orellana se dirigió a la isla de Santo Domingo, después de su atrevida hazaña; y allí debió de comunicar la relación de Carvajal y otros datos orales o escritos que la robustecían al gran cronista Gonzalo Fernández de Oviedo. Con tales documentos, éste historió también la que, a su juicio, constituía «una de las mayores cosas que han acaecido a los hombres»; y en su seguimiento, otros han narrado la gigantesca empresa. Adquirió así Quito plena conciencia de su predestinación a grandes sucesos, conciencia que había   —292→   de ser parte para despertar en la Presidencia la convicción de su individualidad moral.

Un alcalde Quito (1581), que había venido a Nombre de Dios tomó capitán de guerra, Toribio de Ortiguera, heredó, por decirlo así, el alma de Carvajal y su adivinación maravillosa del valor de aquella epopeya, unida al nombre de nuestra ciudad, a la que se complace en exaltar con amor casi filial (Capítulos XIV y XVI). Ortiguera no sólo narra el viaje de Orellana, sino que refiere castiza y elegantemente en su Jornada del río Marañón, con todo lo acaecido en ella y otras cosas notables dignas de ser sabidas acaecidas en las Indias occidentales, otra expedición que, por diversa vía y con métodos que no habían de ser los ordinarios de Quito, emprendió (1559) Pedro de Ursúa y la rebelión de Fernando de Guzmán y el sombrío tirano Lope de Aguirre. De paso, legó a la posteridad noticias interesantes acerca del tremendo alzamiento de Quijos a causa de las exacciones del Oidor Ortegón.

Después de Ortiguera, solamente los religiosos toman a su cargo la gran tarea de relatar las proezas de sus cohermanos e ilustrar el nombre de Quito, donde aquellas se organizan y espolean. El P. Diego de Torres Bollo, ya nombrado, narró en sus Memorial al Rey, fechado el 28 de enero de 1606, las heroicidades apostólicas del P. Ferrer; y este mismo protomártir redactó un Informe sobre las misiones de los cofanes y exploración de sus ríos, que cita Torres Saldamando en su erudito libro Los antiguos jesuitas del Perú390.




Relaciones de hazañas de Franciscanos y Jesuitas

Por su parte, los franciscanos no se quisieron quedar atrás en vindicar para sí el legendario renombre de redescubridores del Río de Orellana o del «Río de Quito». Laureano de la Cruz inició la grata tarea de relatar, aunque sin agilidad, en su Nuevo descubrimiento del Río de las Amazonas hecho por los misioneros de la provincia de San Francisco de Quito el año de 1651, el memorable viaje de los HH. Brieva y Toledo. Y no fueron únicamente los religiosos que aquí vivieron o que participaron en la aventura quienes celebraron los esplendores del genio evangélico de Quito. Un fraile menor, que llevaba sangre de héroes, el P. José Maldonado, no vaciló en ensalzar también, en castizo estilo, el triunfo de sus hermanos; y al efecto publicó Relación del primer descubrimiento del Río de las Amazonas, por otro nombre del Marañón, hecho por la religión de nuestro Padre San Francisco. La «calaverada» de los famosos legos,   —293→   en asocio del capitán portugués Pedro de Texeira, dio origen, como ya expusimos, a nueva gesta gloriosa: el viaje de los PP. jesuitas Cristóbal de Acuña y Andrés de Artieda, para salir al Océano Atlántico por el río-mar recientemente reconocido. Mas, no bastaba que, en prevención de los derechos quitenses, dichos religiosos invalidasen con su presencia cualquier acto posesorio de Texeira. Era menester, además, que, en homenaje a la historia y a la ciencia, se difundiera el conocimiento y honra de la temerosa cruzada; y el primero de esos hijos de San Ignacio dio a la luz, con tal fin, el Nuevo descubrimiento del gran Río de las Amazonas, que contiene noticias sugestivas de diversa índole y está escrita con gran corrección y naturalidad. Posteriormente, el P. Rodrigo de Barnuevo, provincial de Nueva Granada y Quito, se deleitó en renovar la gloria de su Orden y de esta Ciudad en la Relación apologética, así del antiguo como nuevo descubrimiento del Río de las Amazonas. Y fue también jesuita, según se dice, el autor, ameno y correcto, de la célebre Relación enviada al Rey por don Martín de Saavedra y Guzmán sobre el propio reconocimiento. Un fraile mercedario, el P. Francisco Ponce de León contó en su Relación del descubrimiento del Río Marañón las intrepideces de don Diego Vaca de Vega, a quien él mismo acompañó en su travesía primeriza del Pongo de Manseriche. El P. Bartolomé de Alácano O. F. M., en la Relación dirigida al presidente de Quito el año de 1739, volvió a patentizar los merecimientos de su Orden en las Misiones del Putumayo.




La epopeya de Mainas

Los jesuitas, como queda dicho, realizaron a la par de su obra misionera en el inmenso campo de Mainas, eximia labor científica y lingüística al historiar los fabulosos sacrificios que exigía la difusión del Evangelio. El mismo organizador de la Misión, el renombrado P. Lucas de la Cueva, tuvo constantemente la pluma en la mano para llevar a autoridades seculares y religiosas la persuasión de la enorme trascendencia de esa epopeya y defender los afanes misioneros contra toda suerte de enemigos. Numerosos fueron sus cartas e informes, desde la Relación de la misión de Mainas que escribió en asocio de su compañero, el P. Gaspar Cugia, el 21 de diciembre de 1640, y la carta de 1º de noviembre siguiente, hasta la de 30 de noviembre de 1657, enviada al Virrey del Perú respecto de las expediciones de don Martín de la Riva, y la de 22 de marzo de 1665 acerca del reconocimiento del Curaray.

Célebre entre todas las crónicas es la sobria Relación de las misiones de la Compañía de Jesús en el país de los Maynas, que escribió el mártir P. Francisco de Figueroa y que constituye exacta y veracísima pintura de sus sobrehumanas dificultades y peligros. Dicho documento y otros semejantes no resplandecen simplemente   —294→   por la precisión y sencillez, sino por la abundancia de los datos etnológicos.

Tras la obra de Figueroa, por desgracia publicada sólo hace medio siglo, en 1904, vinieron otras que mantuvieron vivo en la Presidencia de Quito el sentimiento de la grandeza religiosa de su vocación. Mencionaremos algunas, aunque no todas fuesen propiamente literarias: mas cuidaban en efecto, de la verdad que del bien decir. El Superior de las Misiones, P. Francisco Viva, dio a la luz las Cartas histórico-apologéticas sobre las misiones del Marañón. El P. Manuel Rodríguez, jesuita caleño, hizo a no dudarlo importantísimo servicio a la historia con la publicación en 1684 de El Marañón y Amazonas, libro extenso y documentado, cuya inclusión en el Índice de Libros Prohibidos provino de la falta de una licencia especialísima, exigida por el puntilloso espíritu oficinesco de la época391; pero que está fresco como fuente histórica, a pesar de sus defectos literarios e inexactitudes cronológicas. Las difusas biografías que contiene, carecen de gracia y agilidad. Otra obra de utilidad para el conocimiento de los anales misioneros fue la del P. Pablo Maroni, la cual, por desgracia, sólo sirvió para enardecer el celo patrio de la Compañía. Permaneció inédita hasta 1889, en que la editó con eruditísimas notas don Marcos Jiménez de la Espada, bajo el título de Noticias auténticas del famoso río Marañón y misión apostólica de la Compañía de Jesús en la provincia de Quito. El P. Maroni era un italiano, nacido en 1695, que había ingresado en la Compañía de Jesús en 1712 y que murió en Quito, cargado de méritos, el 23 de noviembre de 1757. La monografía, enriquecida con valiosas noticias y documentos, peca por excesivamente candorosa y fantástica y el estilo se halla manchado por innecesarios extranjerismos. Otro jesuita, que aquí prestó servicios excepcionales como Provincial y Superior de las Misiones, el P. Carlos Brentano, húngaro de nacimiento, se resolvió, para no escribir en lengua viva, extraña a la materna, a emplear elegante latín en su libro Loyolaei amazonici, que se perdió a causa de la sorpresiva muerte de ese benemérito hijo adoptivo de la Presidencia, ocurrida en el Genovesado (18 de noviembre de 1752), El Loyolaei era una historia general de las proezas de Mainas. Nos queda como perenne testimonio de su amor a las Misiones el mapa de 1751, publicado en unión del P. Nicolás de la Torre y que patentiza la grandeza de esa cruzada.

También perdiese otra historia completa de las misiones que había redactado hurtando horas al sueño, como dice el P. Bayle392, el   —295→   célebre Padre Adán Widmann; y tampoco han salido a la luz, si existen, las Memorias del P. Frantzen, del P. Plinderdorffer, etc.

No conocemos aun las relaciones de algunos Visitadores de la Compañía, en particular la del P. Diego Gutiérrez, escrita en enero de 1730, en la cual dio extensa cuenta del próspero estado en que se hallaban las misiones e indicó los medios que debían excogitarse para su progreso. En cambio, el P. Andrés de Zárate, cuyo nombre, discutido en otros aspectos, ocupa brillantes páginas en la historia de la defensa territorial de la Presidencia, entra en nuestra literatura, así por la Relación de la misión apostólica que tiene a su cargo la provincia de Quito, de la Compañía de Jesús, en el gran Río Marañón, en que se refiere lo sucedido desde el año de 1725 hasta el año de 1735, trabajo que suscribió en unión de los PP. Guillermo Detré, Leonardo Deubler, Francisco Reen y Pablo Maroni; como por el Informe que hace a Su Magestad el Padre Andrés de Zárate, de la Compañía de Jesús, visitador y viceprovincial que acaba de ser de la provincia de Quito, en el Reyno de el Perú y de sus misiones del Río Napo y del Marañón. El esclarecido P. Lucero escribió un relato del martirio del P. Pedro Suárez por los Abijiras y una Carta al Provincial, del Nuevo Reino sobre la Misión de los Gayes. (1681).

Notables fueron también el Informe del P. Juan Bautista Julián y el Status Provintiae Maynensis del P. Francisco Javier Weigel, del mismo modo que muchas de las Cartas anuas, en que los Provinciales referían las evangélicas labores de los misioneros y los demás sucesos ocurridos en su jurisdicción. La primera de las publicadas fue la del P. Sebastián Hazañero, fechada en Cartagena el 30 de mayo de 1643 y dada a la luz en Zaragoza dos años después. En ella se relata la primera entrada de los jesuitas a Mainas por el Pongo del Manseriche. Todavía está inédita gran copia de documentos de esa índole, que revelaría, a un tiempo, la significación de los heroísmos de los misioneros y su valía literaria. Acaba de darse a la publicidad, después de larga espera, el Diario verdadera fotografía interior de las misiones del P. Manuel J. Uriarte, gracias, como ya dijimos, a los afanes del llorado y sabio P. Constantino Bayle393.

Indispensable se hace mencionar, no sólo por su utilidad histórica, sino por el mérito literario, varios informes que, acerca de las misiones, escribieron sacerdotes seculares y regulares. Entre ellos merece particular recuerdo el presentado al Rey por el benemérito clérigo lojano doctor Diego de Riofrío y Peralta (1746), párroco a la sazón de Santa   —296→   Bárbara en Quito, escrito en excelente estilo y sin pasión alguna, excepto la nobilísima de la verdad. No deben tampoco arrumbarse en el olvido la Relación de los Dres. Mariano Echeverría y Francisco de Aguilar y Saldara, ni el Informe sobre la división de las misiones orientales del P. fray José Joaquín Barrutieta O. F. M., tan claro como preciso; ni, en fin, la Breve noticia de las misiones de Mainas, que presentó al Obispo de Quito en 1769 el Dr. Francisco Escobar. Estas últimas Memorias son ya documentos de dolor y abatimiento, pues demuestran la incapacidad de la Monarquía para afrontar las responsabilidades anexas al extrañamiento y supresión de la Compañía de Jesús.

Las letras nacionales no se ocuparon únicamente en relatos de los heroísmos de las Misiones, aunque éstas fuesen el primer monumento que, a su propia grandeza, erigió la Presidencia de Quito.




Cabello Balboa

Nacido en Archidona de España, Miguel Cabello Balboa nos pertenece por su ministerio sacerdotal y los frutos principales de su pluma. Llegó a Quito hacia 1576, y mereció la confianza del Ilmo. fray Pedro de la Peña y del personal de la Audiencia, quienes le encargaron la reducción de los negros de Esmeraldas en 1577 y, más tarde, la pacificación de Quijos. En la Presidencia comenzó a escribir su Miscelánea antártica, que concluyó en 1586.

La Verdadera descripción y relación larga de la provincia y tierra de las esmeraldas, parto primerizo de su pluma en la Presidencia, posee mucho mérito desde el doble punto de vista histórico y geográfico. Su estilo es desigual, pero no escasean en él chispazos de auténtico genio literario. La Miscelánea antártica fue escrita a instancias del Ilmo. señor de la Peña, con el designio principal de esclarecer el origen de los indios americanos; mas, para llegar a este punto, discurrió extensamente acerca de la creación y repartición de las gentes en el Universo. La parte tercera, que es la más amena y suelta, está dedicada a la historia de los Incas; y en ella hace sagaces observaciones acerca de los acontecimientos que culminaron en la trágica muerte de Atahualpa. Cabello, según se dice, aprovechó para componer este libro, los trabajos del P. Orozco y del clérigo cuzqueño Cristóbal de Molina. Páginas de exquisito sabor dedica a la dulce leyenda de los amores de Quilaco Yupanqui, de Quito, con la princesa Curi-cuillor del Cuzco. Ellas revelan que el clérigo era más poeta en prosa que en verso. Escribió, en efecto, poemas y comedias; pero sólo se conserva de él un soneto. Tuvo la fortuna de huir de los afeites literarios y de cultivar la prosa sencilla y elegante, sin excesivos artificios.



  —297→  
Lope de Atienza

Más íntimamente unido que Cabello Balboa a nuestra historia está otro ilustre clérigo, andante como aquel, pero que moró más tiempo aquí: Lope de Atienza, nacido en Talavera en 1537, y alumno de Alcalá de Henares, donde se graduó en Cánones hacia 1560. En este mismo año vino a Quito; y el Ilmo. señor de la Peña le favoreció con varios beneficios, de los que dio siempre honrosa cuenta. En 1572 regresó a España para obtener título en la célebre Universidad mencionada; y tres años más tarde entró en el Coro quitense con el carácter de Maestrescuela. Por último, ejerció los cargos de Vicario y Administrador del Obispado, en ausencia de su Pastor, ocupado a la sazón en el Concilio.

Dos obras se conocen de él: Compendio historial del estado de los indios del Perú y relación de la ciudad y obispado de San Francisco de Quito (1583): utilísima la primera para el conocimiento de la sociología y religión de los indios y, en particular, de los del Virreinato; y la segunda para el de la situación de nuestra diócesis, aunque no merezca el nombre de crónica, pese a los importantes datos que contiene. En cambio, el Compendio -publicado, como los libros de Cabello, por el ilustre sabio y Mecenas don Jacinto Jijón y Caamaño- es un estudio de profunda investigación de las costumbres de los naturales; y si bien riguroso y pesimista en cuanto a su transformación moral, será tenido siempre como guía de pensadores y etnólogos. Su habla no es indigna de los escritores del Siglo de Oro.




Sánchez Solmirón

No está a la altura de Atienza, pero participó de su espíritu, el Deán de Quito Dr. Miguel Sánchez Solmirón, quien, como aquel, contó con la benevolencia del Ilmo. señor de la Peña, lo cual basta para patentizar su mérito. El segundo Obispo le llevó como Secretario al Concilio Provincial de Lima celebrado en 1582. Fue escritor mariano y litúrgico: en el primer aspecto compuso la Historia de Nuestra Señora de Copacabana; y en el segundo, el Formulario de la Iglesia catedral. Episcopólogo paciente, amigo del detalle erudito, compuso una inestimable Serie de obispos y catálogo de dignidades, racioneros y canónigos. La historia de nuestra Catedral debe sobremanera a aquel ilustrado investigador.

Menor significación como literato tuvo, sin duda, el Arcediano y constructor de nuestra Catedral, don Pedro Rodríguez de Aguayo; autor de la Descripción de la ciudad de Quito y vecindad de ella, interesante por sus muchas y curiosas noticias, pero sin mérito estilístico.

Un fraile dominico, Gregorio García, honró el Convento de Loja, apenas fundado y tuvo a su Cargo la doctrina de Paltas. Allí, a la   —298→   vez que repartía el pan de la palabra divina, se ocupaba en escribir Origen de los indios, tema que apasionó a Cabello Balboa, a Santillán y a otros etnólogos de la misma época.




El Clérigo Agradecido

La picaresca leyenda ha tejido sobre la frente del Clérigo Agradecido, Pedro Ordóñez de Cevallos, aureola de fantasía y erotismo. Como Cabello Balboa y tantos otros, fue un trotamundos. La Presidencia de Quito atrajo a este buscador de aventuras; y la selva tentó su espíritu romántico. Estuvo en los Quijos y Cofanes y fue su evangelizador; aceptó del Ilmo. señor Solís el beneficio de Pimampiro, donde se consagró por diez años a cuidar del bien espiritual y a restaurar el cauce incásico de las aguas fertilizadoras de la región, rica a la sazón por la coca. Historia y viaje del mundo (1614), en que está pintado su genio inquieto, tiene singular importancia: narra con pintorescos detalles el levantamiento de las Alcabalas y la sublevación de las jibarías de Quijos, juntando lo verdadero con lo legendario en sabrosa forma.




La primera tentativa de Historia patria

Entre los mejores cronistas de la primera época, aunque no merezca la alta denominación de historiador, debemos enumerar a otro clérigo, secretario del Cabildo Eclesiástico y de la Universidad de San Gregorio, Diego Rodríguez Docampo, que en el año de 1650 escribió la Descripción y relación del estado eclesiástico del obispado de San Francisco de Quito, donde utilizó los datos que había reunido para componer -sugestivo detalle- por mandato del Ilmo. señor Agustín de Ugarte Saravia, la historia antigua de la Presidencia. Rodríguez cumplió su encargo de manera feliz, porque ese documento, juzgado con excesivo rigor por el Ilmo. señor González Suárez y, ciertamente, crédulo y candoroso en demasía, está enriquecido con abundantísimas noticias, que han aprovechado, a porfía, los historiadores. Allí se nos presenta la imagen primigenia de la ciudad, que realizaba, según el escritor alemán ya citado, Schotellius, el ideal tomista. Allí se halla sin retoques, en toda su frescura matinal, eminentemente religiosa, la fisonomía urbana, saturada de esencias espirituales de elevado precio394.



  —299→  
Literatura oficial

Es preciso descartar de la historia de las letras el conjunto de informes que enviaron los Presidentes y funcionarios de la Audiencia, algunos de los cuales fueron hombres de pluma, aunque no digna de renombre imperecedero395.

A pesar de lo dicho, entre los informes de los funcionarios audienciales, hay algunos que merecen particular atención. Mencionaremos, en primer término, la interesante Relación general de las poblaciones españolas del Perú, compuesta por el Oidor Juan Salazar de Villasante, donde se dan curiosos datos acerca de varias de nuestras ciudades; la Razón sobre el estado y gobernación política y militar de la jurisdicción de Quito en 1754, escrita por el primer Marqués de Selva Alegre, don Juan Pío Montúfar y Frasso; la Relación histórica, política y moral de la ciudad de Cuenca, hecha con austera franqueza y elegancia por el Corregidor don Joaquín de Merisalde y Santisteban en 1765396; y Noticia secreta de la revolución de Quito de 1765, que escribió el Oidor don Juan Romualdo Navarro, pero que circuló anónima, sin duda para hacer más eficaz la defensa de su proceder oficial en esos memorables días. Navarro publicó también la Descripción geográfica, política y civil del obispado de Quito, que mereció la honra de la traducción al italiano. Esas piezas carecen de los desmedidos artificios tan del gusto de la época.




Alcedo

La mejor obra del Presidente Alcedo fue... su hijo, don Antonio, el benemérito autor del Diccionario biográfico-histórico de las Indias occidentales, resultado de dos largos decenios de investigación, de la Historia del reino de tierra   —300→   firme y de la aun inédita Biblioteca americana, catálogo de los autores que han escrito acerca de este Continente, parte del cual conocemos gracias al patriótico afán de Gonzalo Zaldumbide. Nacido en Quito, durante el gobierno de su padre (1735), llegó a altos cargos, como los de Gobernador de Coruña y Mariscal de los Reales Ejércitos. Antes que literato, es prolijo compilador de datos: No cuida de pulir su estilo, ni de confrontar, a veces, las valiosas noticias de su Diccionario. De aquí que se encuentren disconformidades manifiestas.

De todos modos, aquel libro monumental honra a la ciencia histórica y abrió justamente a Alcedo las puertas de la Real Academia del ramo. El Diccionario fue traducido al inglés.




El P. Coletti

Un trabajo similar al de Alcedo fue emprendido por el P. Juan Bautista Coletti. Nacido en Venecia el 29 de setiembre de 1727397, ingresó a la Compañía de Jesús en 1753 y, expulsado de la Presidencia con sus cohermanos de religión, murió en su tierra natal en diciembre de 1798. La obra lleva por título Dizionario storico geografico della America meridionale; y se dio a la luz en la misma Venecia en 1771. Fue el P. Coletti excelente escritor, tanto en italiano como en latín. Su relación de la ciudad de Quito, que tradujo nuestro docto amigo y colega, don J. Roberto Páez, es hermosa y una de las más interesantes que se han publicado acerca de esta Capital.




Otros cronistas

Mayor importancia para la historia tiene la Serie cronológica tanto de Obispos como de Presidentes de Quito y la Relación de los acaecimientos ocurridos hasta 1794, que escribió un notario, don Juan de Ascaray, cronista puntual y verídico, sin pretensiones de literato. Sus noticias, así como las de su Continuador, don Bartolomé Donoso, han servido para restaurar los anales del período hispánico. Algún mérito a este propósito poseen también los Apuntes que dejó el Presbítero Roa398.

Hace pocos años se ha dado a luz, con prólogo y notas del P. Carlos García Goldaraz S. J., la célebre y Compendiosa relación de   —301→   la cristiandad en el Reino de Quito, escrita por el P. Bernardo Recio, español de nacimiento; (1714); que ingresó a la Compañía de Jesús en 1728 y murió en Roma el 17 de enero de 1791. Fue un apóstol, se empleó con ardiente celo en las misiones organizadas por el gran obispo, Ilmo. señor Nieto Polo del Águila. La expresada obra aporta datos importantes para el conocimiento del estado de nuestra sociedad y de cada una de sus clases; y tiene mucho de interesante en los aspectos histórico y literario. Está escrita con llaneza y corrección y resplandece por nobilísimo amor a la Presidencia de Quito.

Resumamos. En el campo de la historia y aun en el más modesto tributario de la crónica, el cetro lo tienen religiosos y sacerdotes, que no perdieron oportunidad para realzar el papel de la Presidencia, patentizar sus destinos gloriosos y darle concepto definitivo de su vocación estaba reservada al P. Juan de Velasco, la alta honra de descubrir ante los ojos del pueblo las bases de la nacionalidad y poner de manifiesto, de modo imperecedero, el alma que la informaba.




El P. Juan de Velasco, glorificador de la patria

Nacida en Riobamba el 6 de enero de 1727, entró adolescente (1744) a la Compañía de Jesús, y ocupó su juventud en todos los arduos ministerios que la Orden ejercía entre nosotros. Pasó cinco lustros en Faenza, suspirando por el retorno y llorando con sus compañeros y amigos amargas soledades y nostalgias, hasta su muerte el 29 de junio de 1792. Para prepararse a la tarea, austera y modeladora, que se proponía realizar, la de escribir la historia nacional, había recorrido nuestro territorio sin arredrarse por obstáculos y sinsabores, acopiado leyendas, tradiciones y documentos, libros y manuscritos, y registrado archivos. Es decir no dejó de buscar y rebuscar cuanto le pondría en capacidad de cumplir del mejor modo su propósito. La patria fue la niña de sus ojos; y servirla lealmente, evidenciando la grandeza de su estirpe pasado, constituyó la meta de sus labores, como escritor, poeta y analista.

No se conoce aún en su integridad la obra literaria y religiosa del preclaro riobambeño; pero en el aspecto histórico son dos sus obras principales: la Historia del Reino de Quito en la América meridional; publicada por vez primera, aunque sólo de manera parcial, en 1837, por el Dr. Abel Víctor Brandin, en París; y la Historia moderna del Reyno de Quito y Crónica de la provincia de la Compañía de Jesús en el mismo Reyno, cuyo primer tomo, correspondiente al período de 1550 a 1685, apareció en la Biblioteca amazónica, por patriótica diligencia del Dr. Raúl Reyes y Reyes.



  —302→  
La Historia del Reino de Quito, troquel patriótico

La primera, dividida en tres partes, Natural, Antigua y Moderna, cuyo valor, como fuente histórica, va creciendo, a medida que se acerca el relato a la época en que se lo escribió, ha sido poderoso troquel del sentimiento patrio y estímulo invencible para que muchos eximios conciudadanos se dedicaran con afán a la profunda investigación del pasado. El Ilmo. señor González Suárez aseveró en sus Memorias íntimas:

«Esa obra despertó en mí la afición a los estudios históricos relativos a nuestra Nación: no sé qué pasó en mí cuando hube leído la Historia Antigua del Reino de Quito. Me puse inquieto y me sentí aguijoneado por una impaciente curiosidad de descubrir y de saber todas las cosas de los Incas y de las antiguas tribus indígenas, que habían poblado el territorio ecuatoriano antes de la venida de los españoles: así nació en mí no diré sólo la afición, sino la pasión por los estudios históricos y por las investigaciones arqueológicas».



Como indicio de su valor literario, baste añadir lo que afirma el mismo sabio prelado: «La lectura de la obra de nuestro antiguo historiador, me entretenía, me deleitaba, me encantaba desde niño». Sí, la Historia de Velasco está hecha para imantar el corazón ecuatoriano hacia la patria, descubriéndole sus lejanos y gloriosos orígenes, sus excepcionales vicisitudes, su grandeza basada en hechos legendarios y seculares. Todo lo demás es secundario a nuestro juicio.




Vaivenes de criterio

Los vaivenes del criterio respecto del P. Velasco han sido singularmente graves. El eximio historiógrafo doctor Pedro Fermín Cevallos aceptó plenamente la Cronología de los Scyris. Por contraste, don Marcos Jiménez de la Espada, zahirió y baldosó a los ecuatorianos por la estimación «del crédulo, desmemoriado y necesitado» autor de la Historia del Reino de Quito399,

«que sin vacilar llamaré perniciosa, así por haber sido escrita poco menos que totalmente de memoria y en mucha parte de fantasía, como porque, con todo eso, no hay quien pueda arrancarla de cuajo del corazón de los quiteños. ¡Y se ve! Su compatriota, el P. Juan de Velasco, a vuelta de otras maravillosas singularidades, les obsequia con una dinastía, la de los Shyris Caranes, de tan oscuro y remotísimo origen, y tan noble e ilustre por ende, que concluyó enlazándose con la de los Incas, sin que el Sol y la Tierra, padres de estos Soberanos, se opusieran al matrimonio; y esta laya de míticas finezas son muy de agradecer y siempre lo han sido de los hispano americanos400».



La burla es más destructora que la negación abierta. La crítica se vuelve agria y desapiadada respecto de la veracidad del P. Velasco   —303→   a partir de 1910, año en que publicó el Ilmo. señor González Suárez Los aborígenes de Imbabura y del Carchi, donde, con vigorosa argumentación, procuró deshacer la leyenda. La Historia del Reino de los Scyris está, a juicio del severo Arzobispo, destituida de fundamento histórico401. En Notas arqueológicas, dadas a luz en 1916, confirma su criterio; pero se pregunta: ¿fue sincero el P. Velasco? Sin vacilar contesta que la Historia del Reino de Quito resplandece por la buena fe402. En 1918 aparece el eruditísimo estudio de Jacinto Jijón y Caamaño intitulado Examen crítico de la veracidad de la Historia del Reino de Quito del P. Juan de Velasco de la Compañía de Jesús, en el cual ahonda en los fundamentos aducidos por el Promotor de la Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos Americanos, añade otros, deducidos de sus investigaciones personales, y concluye que la Historia referida es un embuste patriótico403.

En obra de más sustancia aún, El Ecuador interandino y occidental, el señor Jijón creyó encontrar en la Historia del Reino de Quito cinco elementos: la influencia personal de Velasco, que deforma los hechos para dar a la obra aspecto seudo científico; un conjunto de sucesos verdaderos acumulados por el autor de la historia fabulosa, que supone será Collahuaso; supercherías para acreditar la historia; un conjunto de falsedades con fines de vanidad nacional o genealógica, con las que «pudo perseguirse también algún provecho personal»; y el arreglo de los hechos en paralelismo con los acaecimientos de la historia incásica404.

Muchos eruditos han salido a la palestra, ora para desvanecer la tacha de «embaucador» con que se baldonó al autor de la Historia del Reino de Quito, ora para confirmar y robustecer las tesis sostenidas por Monseñor González Suárez y su eminente discípulo. No nos toca entrar en la liza, ni defender la veracidad del jesuita riobambeño. Baste dejar constancia: 1.º de la decisiva influencia ejercida por el P. Velasco en el auge de los estudios histórico geográficos en el Ecuador; 2.º de que su obra ha servido de punto de partida para los sabios trabajos publicados en este siglo con el fin de descubrir el ámbito, la vinculación y la valía de las culturas preincaicas en nuestro suelo; 3.º de que ninguna obra ha superado a la del esclarecido jesuita como medio de formación patriótica. Póngase de lado todo lo referente a los Scyris; en la obra del protohistoriador nacional, quedará lo suficiente para sublimar el civismo de los hijos del Ecuador; y 4.º de que parece temerario tachar de falsario a un analista según el cual «el escritor debe ser verídico   —304→   e ingenuo, apara no exagerar más de lo justo lo favorable, y para no callar o desfigurar maliciosamente lo contrario».

En su libro póstumo Antropología prehispánica del Ecuador (1952), el señor Jijón y Caamaño ha rectificado en parte su juicio. Después de reiterar su criterio acerca de los cinco referidos elementos, concluye: «Velasco, hombre de buena fe, probo, escrupuloso, pero crédulo, debió de ser víctima de un engaño405».




La Historia de la Compañía

¿Y qué decir de la Historia moderna del Reyno de Quito y Crónica de la provincia de la Compañía de Jesús en el mismo Reyno? Sustancialmente conforme con la anterior, muestra más excelentes cualidades literarias e historiográficas. Se basa, generalmente, su relato, en documentos fidedignos y se caracteriza por el método y la claridad. El estilo es llano y sencillo. Puede ser, aquí como allá, crédulo en demasía; pero siempre brilla en él no fingida sinceridad. Cometió innegablemente desaciertos en la estimación de los acontecimientos y en el juicio de los hombres; pero, ¿merecerá el autor el calificativo de loco y su narración el de «tejido de desatinos», que les dio el P. Astrain?

Aclamemos, en conclusión, al P. Velasco, de acuerdo con el doctísimo historiador de la misma Compañía en el Ecuador, el P. Jouanen, como El primer ecuatorianista, no sólo por el orden cronológico, sino por el mérito insigne de su amor cívico, probado en el crisol de toda adversidad406.






ArribaAbajo III. Hagiografía y ascética

Si la historia está, durante el período hispánico, en las solas manos del Clero, salvo raras y poco valiosas excepciones; si el claro nombre del P. Velasco aparece como fragua viva de patriotismo, ¿qué se podrá decir de nuestra prosa en otros órdenes? Veámoslo brevemente, comenzando por la hagiografía.


Los biógrafos de la Santa de la Patria

El primer nombre que se viene a la memoria es el del confesor de Santa Mariana de Jesús durante la última parte de su preciosa existencia: el P. Alonso de Rojas. Propiamente, el panegírico pronunciado en las honras fúnebres de la inmaculada Doncella, pertenece a la oratoria sagrada; pero como elogio de la santidad, puede comprenderse asimismo en la hagiografía. Se ha menospreciado excesivamente el discurso como culterano y conceptista, pero no puede negársele hondura de pensamiento y gallardía de expresión.

  —305→  

Frustrado el propósito que tuvo el P. Pedro de Alcocer, poeta y jesuita riobambeño, de escribir la vida completa de la Heroína, los datos que aquel había acopiado los aprovechó el P. Jacinto Morán de Butrón, guayaquileño de ilustre prosapia, quien comenzó a preparar la biografía el año de 1696, estudiando detenidamente los Procesos ya existentes, las cartas originales de los Directores espirituales de la Santa y otros documentos. El P. Morán tenía vocación de historiador, como lo comprobó en la Descripción histórico geográfica de Guayaquil; mas, le faltaban conocimientos acerca de la verdadera naturaleza del arte histórico. Se ha censurado desmedidamente su amaneramiento407: es erudito y enfático, defectos que se le perdonan en mérito de su intención patriótica y de su ardiente deseo de glorificar a la Joven quiteña. La obra del vehemente jesuita tuvo muchas vicisitudes, que retardaron su aparición. Antes que ella salió el compendio que hizo el propio encargado de darla a la publicidad, don José Guerrero de Salazar, pariente íntimo de la Heroína; y el libro original apareció tres decenios después de compuesta, en 1725, de las prensas madrileñas.

Veintinueve años más tarde vio también la luz en la misma ciudad de Madrid, el Compendio histórico de la prodigiosa vida, virtudes y milagros de la venerable sierva de Dios Mariana de Jesús, escrita por un benemérito eclesiástico secular, el doctor Tomás de Jijón y León; canónigo de Quito y procurador de la Causa de beatificación. Superó al P. Morán en brevedad; aunque rindió tributo a la comezón literaria del tiempo. Mucho más llana y adecuada para el piadoso designio perseguido es, a no dudarlo, la Vida que publicó otro miembro del Coro quitense y procurador de la Causa, el doctor Juan del Castillo. Mereció la versión al italiano en 1776408.

Un jesuita italiano y, adornado de muchas letras y santidad, el P. Juan Pedro Severino, rector de Quito y Viceprovincial, refirió la vida del P. Onofre Esteban y sus admirables hazañas apostólicas entre indios y blancos. Un santo refería la existencia de otro, según dice elegantemente el P. Velasco.




Otros biógrafos

El P. Coletti se ocupó también en hagiografía. Experto latinista, escribió en esa lengua La historia del apóstol y evangelista San Juan; mas, no alcanzó su publicación. En cambio, sí la obtuvo la traducción castellana, que apareció en Lima (1761). El Ilmo. señor González Suárez se complace en   —306→   aplaudir la erudición cabal de dicho libro y la elegancia y corrección de su estilo. Se ignora quién hizo la versión.

En 1756 se editó igualmente en Lima La vida prodigiosa de la venerable virgen Juana de Jesús, escrita por un recoleto de la Orden de Menores, el P. fray Francisco Xavier Antonio de Santa María y Lozada. Como acertadamente recuerda el Ilmo. señor González Suárez, la biografía de aquella joven expósita, nacida en 1662 y que asciende hasta las ásperas cimas de la santidad, está llena de episodios tan sobrenaturales y heroicos, que el ánimo queda suspenso entre la admiración y la duda. El estilo del P. Santa María es correcto y hasta elegante en ocasiones y logra desasirse, casi radicalmente, de la tiranía de la moda. El mérito del biógrafo, sin embargo, es reducido, porque se limitó a ampliar la Vida que dejó inédita el confesor de Sor Juana, Dr. Antonio Fernández Sierra.

Tampoco alcanzó la publicidad La perla mística escondida en la concha de la humildad, vida de otra religiosa del Convento de Santa Clara, Sor Gertrudis de San Ildefonso, llamada en el mundo Gertrudis Dávalos y Mendoza, casi coetánea con la anterior. Escribiola el confesor, fray Martín de la Cruz, carmelita descalzo, en tres prolijos y voluminosos tomos, el primero de los cuales lleva la fecha de 1700. El autor no se muestra, desde el punto de vista formal, a la altura de la existencia que narra; y, sin duda, le supera literariamente la propia Gertrudis de San Ildefonso, cuya autobiografía reproduce el P. de la Cruz. La renombrada monja tiene pluma sutil y apta para referir las inspiraciones y gracias que el Señor le dispensaba.




El P. Álvarez de Paz

El Excmo. P. José Félix Heredia S. J., eruditísimo historiógrafo de los orígenes de la devoción al Corazón de Cristo en nuestra República, presenta pruebas convincentes como ya tuvimos a honra recordar de que aquí se escribió, por lo menos en gran parte, una obra mística de alto valor: la del P. Diego Álvarez de Paz, intitulada De vita spirituali ejus que perfectione, cuyos tres tomos se imprimieron en Lima en los años de 1608, 12 y 17. El jesuita toledano, nombre de excepcionales méritos en saber y virtud, vino en 1589 a Quito, donde logró fama de elocuencia y ejerció el rectorado del Seminario de San Luis, poco antes fundado por el Obispo Solís. Obra suya fueron los Estatutos de ese plantel, que sirvieron de modelo a instituciones análogas. Más tarde, Álvarez ejerció el provincialato en el Perú. La obra atestigua consumado acierto en la dirección de las almas, y coordina maravillosamente la doctrina con el calor del espíritu, las bellezas del estilo con la abundancia y elevación de las ideas.

El valor de la obra del P. Álvarez de Paz se patentiza por el número de los resúmenes que vieron la luz. Uno de los más renombrados   —307→   y felices fue, sin duda, el que publicó el P. Juan Camacho, célebre por sus tremendas crucifixiones y, a la par, por haber dirigido durante muchos años a las santas doncellas. Mariana de Jesús y Gertrudis de San Ildefonso. Varón de grave y seductora palabra, se dedicó a la enseñanza de teología moral y a la dirección de conciencias, sin renunciar al conocimiento de otras ramas del saber, como el derecho, en que logró indiscutible competencia. El compendio se intituló De vita spirituali perfecta instituenda (Valencia, 1650), y luce por la corrección y llaneza de la forma: la disposición de la materia es, acaso, más perfecta y lógica que la de su maestro. Por haberse escrito en idioma docto, la obra no ejerció influencia correspondiente a su mérito.




Otros escritores ascéticos

Otro jesuita, el P. José María Maugeri, publicó en ascéticos Madrid y Barcelona, el año de 1743, dos libros que tuvieron más boga y ascendiente que los de los PP. Álvarez y Camacho: el Yugo suave de Cristo y práctica de la devoción a los santísimos, dulcísimos y amabilísimos corazones de Jesús y María, fruto de encendido afán por el culto de esos amores y de caudalosa ciencia teológica. Tiene razón el Ilmo. señor González Suárez al decir que los opúsculos del religioso italiano pudieran reimprimirse ahora con seguridad de aceptación, por la sencillez del lenguaje, la solidez doctrinal y la comunicativa piedad. Ambas están escritas para todas las almas. Por eso, a no dudarlo, se publicaron extractos de aquellos opúsculos tanto en Barcelona como en Puebla de México. El P. Maugeri editó en el destierro otra obra, que se tradujo del italiano al catalán y español, acerca de La divozione ai ss. cuori di Gesu e di Maria.

Dos nombres franciscanos se incluyen también en el capítulo de la literatura ascética ecuatoriana: el del P. fray José Maldonado y el del P. fray Fernando de Jesús Larrea, que tanto se interesó por las misiones y la reforma de su religión. El P. Maldonado compuso en la lengua del Lacio una obra sobre la Inmaculada Concepción de la Virgen; y en nuestro idioma, una defensa de la autoridad y, sobre todo, El más escondido retiro del alma. Este libro místico apareció en las prensas de Zaragoza en 1649. El lenguaje es puro y castizo, pues el autor bebía abundantemente en las claras linfas del idioma; pero a veces la construcción lógica falla y la misma doctrina teológica carece de la debida profundidad.

Algo hemos dicho en el capítulo referente a la tradición eucarística, acerca del P. Larrea, escritor olvidado ahora, sus populares coplas: Dulce Jesús mío, Mi niño adorado..., se cantan aun piadosamente en los Nacimientos tradicionales de Quito. Mas, su obra principal, Remedio universal en la pasión de Cristo, armoniza dos   —308→   cosas, que andan a menudo dispares: la solidez del ascetismo y la sencillez en la exposición.




Catalina de Jesús Herrera

No se conocen íntegramente las memorias autobiográficas que una ilustre monja dominicana del siglo XVIII, nacida en Guayaquil el 2 de agosto de 1717 y fallecida en Quito el 29 de septiembre de 1795, Catalina de Jesús Herrera, escribió bajo el significativo nombre de Secretos entre el alma y dios. Sólo se han publicado fragmentos que el editor, fray Alfonso M. Jerves O. P. intituló Florilegio doctrinal revelan una mujer de mucha alma, que paladeaba místicas dulzuras en la contemplación del Esposo. Contiene, indudablemente, el Florilegio páginas penetrantes, nada repulgadas, en que el estilo corre como agua clara y mansa. El diálogo entre el Amado y su desposada se torna a veces tan íntimo y arrebatador que busca naturalmente el idioma de la poesía para vaciar sobrenaturales efusiones y misteriosas confidencias. En sus versos hay destellos de San Juan de la Cruz. Léase, por ejemplo, aquella estrofa en que un sagaz e ilustrado historiador de nuestras letras encuentra resabios conceptistas: «Soy sin mí ya tan de Dios,/ En mi Amado transformada,/ Que aniquilada mi nada,/ Damos un olor los dos409». Pensamiento y forma están lejos del culteranismo.






ArribaAbajo IV. Filosofía y teología


Juan Machado de Chávez

En el campo teológico, ilustres personajes contribuyeron a la gloria de la Presidencia. Nacido hacia fines del siglo XVI e hijo del relator de la Audiencia, don Hernando, tuvo oportunidad el doctor Juan Machado de Chávez de hacer en Lima los estudios teológicos. Luego pasó a España a doctorarse en derecho canónico y fue profesor de Salamanca, canónigo de Charcas y de Lima. Por último mereció la designación de obispo de Popayán, que la muerte (1653) le impidió desempeñar. En 1641 dio a la luz en Barcelona, una obra vasta y erudita, en dos tomos en folio, que apellidó El perfecto confesor y cura de almas, muy apreciada por la excelencia del método expositivo, la diafanidad del estilo y la pureza doctrinal. Tiene interesantes doctrinas relativas a América, aunque, a veces, adolecen de rigorismo; y atiende más a los principios que a las realidades humanas. Nuestro Villarroel le llamó con justicia «uno de los grandes letrados del mundo». Debió de ser hermano suyo el doctor Pedro Machado, autor de Jurisprudencia española y otras obras notables.



  —309→  
Los PP. Alonso y Leonardo Peñafiel

Se ha disputado acerca del lugar donde nació el jesuita Leonardo de Peñafiel, a quien los escritores peruanos reputan coterráneo por su larga y luminosa docencia en S. Pablo de Lima, Cuzco, Plata y su rectorado en el Seminario de San Martín. Mas, bastaba para disipar toda duda acerca del lugar de su nacimiento, el haberse denominado él mismo peruanus riobambensis en la portada de su aplaudida obra, que confirmó su renombre teológico: Disputationum in primam partem divi tomae, impresa en León, en tres voluminosos tomos, que aparecieron en los años de 1663, 66 y 73, respectivamente. Para prevenir cualquier sombra de discusión al respecto hemos acudido a la fuente, por medio de un insigne investigador, el P. Pedro de Leturia S. I., Decano de la Facultad de Historia de la Universidad Gregoriana, quien nos escribe que, según los datos existentes en el Archivo Romano de la Compañía de Jesús, el P. Peñafiel nació en Riobamba y entró en la Compañía el 8 de mayo de 1614. Su fallecimiento, después de haber sido Provincial del Perú, ocurrió el 10 de noviembre de 1657. Fue el P. Leonardo varón de sólida sabiduría teológica, y acrisolada virtud, Mendiburu410 indica que se conserva aun inédito un libro suyo, Virtud de la fe divina.

Si Leonardo es el autor de la primera obra teológica en el Virreinato del Perú, su hermano mayor, Alonso, fue el primer filósofo. Como sus hermanos, nació en Riobamba; ingresó a la Compañía el 27 de octubre de 1610, y murió en plena madurez el 18 de noviembre de 1657. La Universidad de Lima recomendó para la publicación la Universa Philosophia que, en cuatro grandes tomos, salió de las prensas de Londres el año de 1653. También escribió otros libros, como Obligaciones y excelencias de las tres órdenes militares. En la carta de la Universidad al General de la Orden, se expresa que el autor de la Universa, fruto de fecundo magisterio durante doce años, era «la primera persona de este Reino» que «se ha animado a perfeccionar obra tan considerable». Lo que conocemos de él en español nos lo revela como escritor de castiza estirpe, si bien ya un tanto ampuloso y afectado.




Nuestros maestros de filosofía y teología

Aun está inédito el copioso acervo de nuestra filosofía y teología, en espera del grupo de hombres teología que lo aquilate y sopese, descubriendo méritos y originalidades de doctrina o, por lo menos, de expresión y exposición. El doctor Pablo Herrera, eruditísimo y paciente investigador de los orígenes de nuestras letras, ha señalado nombres eximios, respecto de los cuales apunta tal o cual título de honra y ofrece   —310→   la traducción de breve fragmento de su respectiva obra. Ca todos los profesores que enseñaron esas ramas en la Universidad de San Gregorio han dejado manuscritos. Entre los teólogos menciona Herrera a los PP. Diego Plaza y Abad de Cepeda, Marcos de Alcacer, Isidro Gallegos, Antonio Ramón Moncada, Rodrigo de Narváez, Domingo de Aguinaga; Sebastián Rendón, etc. De éstos, algunos, como Gallegos, escribieron también Cursos de Artes. Entre los filósofos enumera a los PP. Sebastián Luis Abad de Cepeda, Antonio Manosalvas, Baltasar Pinto, Diego de Ureña, Jacinto Morán de Butrón, Andrés Cabo de Figueroa, Fernando de Espinosa, Luis de Andrade, Nicolás Crespo, Jacinto Serrano, Marcos de Escorza y Juan Bautista de Aguirre. La lista de Herrera es incompleta, como se evidencia al cotejarla con la que suministra el P. Velasco411. No comprende a los españoles y extranjeros que aquí enseñaron con brillo como Joaquín Álvarez, (1750), Francisco Javier Aguilar (1756), Juan Hospital (1762), etc. A algunos de los profesores respetó aun la cruel invectiva del Precursor, sobre todo al «juiciosísimo» P. Aguilar y al P. Hospital. En cambio, censura sañudamente al P. Aguirre, quien «sutilizó más que ninguno había sutilizado hasta entonces. Ayudábale una imaginación fogosa, un ingenio pronto y sutil, y el genio de guayaquileño, siempre reñido con el seso, reposo y solidez del entendimiento412». Reconoce, con todo, que Hospital y Aguirre dieron en Quito las ideas iniciales de física experimental.

El primero que rompió, por lo menos en parte, con el ciego aferramiento a caducos aspectos de la enseñanza aristotélica, parece que fue el P. Tomás Larrain, nacido en Santiago de Chile el 7 de marzo de 1703 y adscrito a la Compañía de Jesús durante la presidencia de su padre en la Real Audiencia de Quito. Es fama que el P. Juan Magnin, nativo de Suiza (1701) y venido a América en 1724, manifestó desenfadada adhesión a algunas teorías de Descartes y de Leibnitz. En todo caso, la enseñanza de varones de la talla de Hospital, Aguirre, Aguilar y Magnin, muestra, como dice el P. Furlong, que las doctrinas filosóficas en Quito no estaban empantanadas413. Ni a Larrain, ni a Magnin menciona como maestros el P. Velasco.

Sobresalieron también en la docencia de filosofía algunos religiosos franciscanos, como los PP. Cristóbal López Merino, Clemente Rodríguez, Gregorio Enríquez de Guzmán, Agustín Marbán, Agustín Caballero, Pedro de Alcántara Mejía y Bernardo Serrano de Ugarte; y, en Derecho, el P. fray Francisco Guerrero.

Entre los dominicanos, hubo varios que compusieron textos para la enseñanza de filosofía, conforme al espíritu del Ángel de las Escuelas:   —311→   enumeraremos solamente a los PP. Baltasar Egas, Ignacio de Castro, Bernabé Cortés, Juan Albán, Mariano Caicedo y Miguel Jaramillo414.




El Ilmo. Sr. Peña y Montenegro

Ya hemos tenido a honra hablar acerca del renombrado Itinerario para párrocos del Obispo don Alonso de la Peña y Montenegro, obra de teología moral y económica que irradia inextinguible luz de sabiduría. No quiso el insigne Prelado componer una obra literaria, aunque su estilo sea claro, excelente su método y asequible su doctrina. Su fin era patentizar la caridad de la Iglesia para con sus hijos más necesitados de consuelo y tutela jurídica. Tras la edición príncipe de 1668, hecha en Madrid, salieron cinco más, atestiguadoras del aprecio con que recibiose el libro, como decisiva guía en la solución de los problemas de estos países; tan heterogéneos en su estructura racial.




Aguirre y Viescas

El P. Juan Bautista Aguirre (1725-1786) fue uno de esos ingenios múltiples, que aparecen de tarde en tarde. Orador sagrado, dejó brillante testimonio de sus dotes en la Oración Fúnebre del Ilmo. señor Nieto Polo, «mística águila (decía jugando con su apellido), que condujo por una gran parte de este nuevo mundo el carro de la gloria de Dios». Profesor universitario, (1756) rompió audazmente con moldes y métodos de la filosofía tradicional y escribió en elegante latín todo el curso de Artes. Místico y polemista, compuso en el destierro Tres disertaciones acerca del culto del Sacratísimo Corazón de Jesús, llenas de piedad y doctrina, como testimonio de su ciencia ascética, pero, sobre todo, de fervorosa devoción al Dios del Amor. Jurista, comprobó su saber en el Tratado teológico-canónico sobre contratos.

Puede llamarse inédita la docta obra que compuso el P. Ramón Viescas y que se imprimió en Cesena el año de 1792, con el título de Risposta alle osservazioni sopra le due lettere che riguardono il sacramento della penitenza, e Che chiudono l'opera intitolata il sacerdote santificato... Tiene, como las Disertaciones de Aguirre, carácter eminentemente polémico y afronta con vigor lógico, sana doctrina y estilo enérgico uno de los problemas más discutidos a la sazón en teología moral, el del probabilismo. La oportunidad para la réplica de Viescas fueron las impugnaciones publicadas respecto de Il sacerdote santificato, obra de un antiguo jesuita, el P. Carlos Pallavicini. Escribió igualmente el P. Viescas briosa defensa de las doctrinas milenaristas del P. Manuel Lacunza, aparte de otros estudios que aun permanecen inéditos415.



  —312→  
Nuestro primer prosista

De propósito hemos dejado para el fin del parágrafo dedicado a la prosa, al que debíamos enumerar en primer término por doble razón: la cronológica y la de la excelencia en la calidad: fray Gaspar de Villarroel, nacido en Quito, de linajuda familia, en uno de los años del quinquenio de 1587 a 1592, estando ausente su padre416, que, al decir de su hijo fue «uno de los mayores letrados que se vieron en Indias». «Hay hoy de él bastante memoria en las escuelas y no se apagará su crédito si no se acabare el nombre de sus discípulos».




Un genio a lo Francisco de Sales

Hechos sus estudios primarios en el Seminario de San Luis, partió a Lima, donde tomó en 1607, el hábito de San Agustín. Cursó teología en San Marcos, mereciendo luego dictar en su Orden dicha cátedra y ejercer altos cargos gubernativos. Un sermón pronunciado con motivo de la canonización de San Ignacio de Loyola, le dio decisivo renombre como orador y le valió gran caudal de amistades y simpatías, acrecido con el correr del tiempo. Ya en edad viril pasó a la Corte como procurador y llegó a confesor real, cargo que, a poco, se trocó en el de Obispo de Santiago de Chile. «A mí me hicieron obispo por predicador», dijo un día. No obstante sus glorias, conservó lozana la flor de su humildad, como su salud el troquel de «un clima más benigno»: sin duda añoraba el de Quito. En sus pleitecillos de precedencia, siempre resueltos por él de manera de prevenir la natural secuela de enemistades, recordaba que «antes del báculo era un pobre frailecillo». Para mantener el espíritu, guardó aun el vestido monacal. Más tarde, la benevolencia real le trasladó a Arequipa y, por fin, a la Arquidiócesis de Charcas, donde falleció en 1665. Sonriole la fortuna en todo sentido; tuvo el don de simpatía y atracción; y el escribir le fue tentación continúa desde su tierna edad. Cada obra constituyó nuevo escalón para su constante ascenso a las cimas de la gloria. Su vida misma es libro amenísimo, salpicado de fina ironía y sana malicia; y la gracia de los escritos refleja la de su alma. No fue un metafísico, según anota el P. Furlong417, sino conquistador de espíritus con la dulzura de una pluma cortada a lo Francisco de Sales.




Polígrafo y apóstol

Su primera producción fue Comentarios, dificultades y discursos literales y místicos sobre los evangelios de cuaresma, cuyos dos   —313→   tomos vieron, sucesivamente, la luz en Lisboa y Madrid, durante el bienio de 1631-2. Recibió magnífica acogida, porque allí se mostraban ya todas las cualidades del comentarista, tan a tono con su época y con sus clásicos alientos. La copia e integridad de la doctrina se hermanan con la pureza, elegancia y soltura torrencial de la forma.

En España escribió, para refrescar el arte de la composición latina, el Judices Commentariis (Libro de los Jueces), obra de madurez, en que el ingenio, «tras haber hervido al calor de la juventud está espumado ya», según su bella frase. Mas, luego volvió al castellano, y poco a poco aparecieron, cortejados por el aplauso, nuevos Comentarios sobre los Evangelios de los Domingos de Adviento, las Historias sagradas y eclesiásticas morales, etc. Si bien en todas esas obras peca por exceso de erudición, reverdece las más conocidas interpretaciones, dándolas sabor y gusto nuevos. Brillantemente ha dicho el insigne crítico Gonzalo Zaldumbide, que la abundancia de citas parece en él goce de pródigo, la satisfacción casi sensual de remover un tesoro y ampararse bajo la sombra y patrocinio de grandes nombres418. Es siempre intérprete bíblico personalísimo, con un humanismo, una cordialidad, un sentido moderno que muy pocos en su época, cuando comenzaba la decadencia de las letras españolas, podían tener:

A la ciencia juntó Villarroel el arte de gobernar. Sus obispados en tierras y momentos difíciles, le dieron experiencia, maña y ángel para prevenir o deshacer dificultades. Fruto de ese raro conjunto de cualidades fue un libro capital; el Gobierno eclesiástico pacífico o unión de los dos cuchillos pontificio y regio, que salió de las prensas de Madrid en dos tomos, en 1656 y 7, precedido, según costumbres de la época, de eruditos elogios críticos. Entre estos se halla uno digno de recuerdo: el de don Juan de Solórzano Pereira, príncipe de los sabios en el derecho indianos Dios, según él, había querido que «un señor Obispo que con todas sus acciones pudiera ser ejemplo de muchos, sea Maestro de todos...»

Constituye el Gobierno pacífico verdadera enciclopedia jurídico-eclesiástica, en que se trata, no ya en inamena teoría, sino en fecunda y aleccionadora práctica, de las relaciones entre las Sociedades perfectas, dentro del ámbito creado por el dificilísimo marco dual: de las Leyes de Indias y de las condiciones especiales de América. Mas, como todos los trabajos de Villarroel, es libro sugestivo y viviente, en que se enlaza la ingente y, a veces, embarazosa erudición con la historia y la leyenda, dándonos así testimonio deleitoso de cómo se puede transformar un árido vademécum sobre odiosos temas ceremoniales y protocolarios, en ejemplo palpitante de tino y aviso, de tiento   —314→   jurídico y de sabiduría prudencial. Razón ha tenido el preclara autor de las Selecciones del Gobierno pacífico hechas para la Colección de Clásicos ecuatorianos, de suprimir la farragosa copia de citas de juristas y cédulas y dejar la limpia hermenéutica y donosa, crítica del maestro quiteño, aislando en cierta manera la riqueza personal de la colectiva atesorada por los siglos y vivificada por aquella419.






ArribaAbajoV. Crítica


El Precursor

Toda la literatura de la Presidencia, en lo que atañe a la prosa, está, pues, representada por ilustres nombres eclesiásticos, entre los cuales, descuella, como gigantesco cedro, la fascinadora figura de Villarroel. Sólo más tarde, cuando apunta la hora de la independencia, a modo de símbolo del enlace de dos épocas, aparece un seglar: el Precursor don Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo. La segunda parte del siglo XVIII se llena con él: los que podían hacerle sombra están lejos, en el destierro.




El primer crítico

Ingenio sobresaliente, erudición vasta, polemista incontrastable, pluma fácil aunque no limpia de los mismos defectos que zahería, Espejo es, sin duda, figura continental y epónima. Su designio primario se enderezó a sacudir el marasmo en que se había encenagado la cultura nacional, a dar a ésta nuevos rumbos; y a descombrar al país de la plaga de pedantes y semisabios que había asumido el cetro de las letras. Por esto, su principal libro es El nuevo Luciano de Quito, el mayor ensayo de crítica literaria que circuló durante el período hispano. Su segundo título refleja el pensamiento cimental: «Despertador de los ingenios quiteños, en nueve conversaciones eruditas para el estímulo de la literatura». Por vez primera   —315→   se ideó entre nosotros el diálogo entre dos personajes antitéticos, uno de los cuales, el Dr. Murillo, representa el sistema literario que trató de enmendar con el azote de su pluma, levantando ingente polvareda. El nuevo Luciano tiene páginas interesantísimas para la historia de nuestros estudios, páginas que no pueden utilizarse a ciegas, por la pasión que se transflora en cada frase. Y no únicamente por la pasión personal, en que ardía el cáustico y severo censor, sino por prejuicios de escuela y por el amargo dejo de jansenismo y regalismo que, idos los jesuitas, se había apoderado victoriosamente de casi todas las almas y que Espejo no pudo desterrar de su propia cultura.

Para acabalar la obra y acrecentar su efecto, acudió Espejo a otro artificio: el de confutarse a sí mismo. Y apareció, como nuevo toque de rebato en desprevenida madrugada y curiosa caricatura de la intelectualidad quiteña de 1780, Marco Porcio Catón o Memorias para la impugnación del nuevo Luciano de Quito, escritas al parecer por Moisés Blancardo, seudónimo que, según se creyó, ocultaba al P. Juan Aráuz, uno de los vapuleados implacablemente por el libro anterior. La refutación exigía una réplica, que acabase de recalcar la doctrina y dar la puntilla a las víctimas; y entonces salió La ciencia blancardina, donde reanuda el diálogo de los doctores Mera y Murillo y censura prolijamente la aprobación del referido mercedario Aráuz a la Oración Fúnebre pronunciada por el doctor Ramón de Yépez en las exequias del Obispo Sobrino y Minayo.

Espejo fue, a no dudarlo, vigoroso e infatigable polemista; y este afán de ataque y defensa impidió que su ingenio rindiese frutos más lozanos. No intervino únicamente en causa propia (Cartas Riobambenses, etc.), sino para sostener intereses ajenos, como en la célebre Defensa de los curas de Riobamba: ningún abogado tenía la preparación de ese médico enciclopédico, que fue la voz, tonante y olímpica, del último período hispano.




Escritor religioso

Como hombre de ciencia legó a la posteridad estudios notables, en que hay atisbos y adivinaciones geniales, como la Memoria sobre el corte de las quinas o las Reflexiones acerca de las viruelas. Fundador del periodismo; en Primicias de la cultura de Quito, patentizó una vez más arrebatado civismo, celo por el progreso, afán por el desenvolvimiento de la cultura pública. Teólogo, no siempre de doctrina clara ni profunda -mal de una época de confusión y miseria-, en el decurso de su corta vida se ocupó a menudo en el estudio de problemas dogmáticos y morales, como lo atestiguan su Carta al P. la Graña sobre indulgencias, la Carta teológica sobre la Inmaculada Concepción de María y los Sermones compuestos para que los pronunciara su hermano Juan Pablo, en los cuales   —316→   hay páginas hermosas, pero no reveladoras de genio oratorio.

Ocioso nos parece insistir con el insigne polígrafo Menéndez Pelayo en que Espejo careció de originalidad y en que su sentido del arte fue tan menguado que a renglón seguido de sostener acendrados principios en cuanto a poesía, concede preeminencia entre los épicos españoles a rebuscados conceptistas420. Su mérito consiste precisamente, en haberse alzado sobre las manías literarias de su tiempo e iniciado vigorosa reacción, formando una escuela que, a poco, comenzó a brillar por nuevos métodos y más depurados cánones estéticos.

Puede decirse que Espejo, seglar y «duende», como alguna vez quiso llamarse, es hombre de Iglesia, acaso más y mejor que muchos de los que vestían hábitos monacales. A las puertas de un nuevo siglo, que había de ser el de la Independencia, por la cual padeció y murió, desde la cumbre de su gloria dolorosa, quiso decir la palabra admonitoria: «... así como el hombre no es grande sino por la virtud, así no es glorioso un Estado sino por la religión; y ésta es la que forma esencialmente su verdadera grandeza...421»

No se interrumpió, pues, en él la tradición religiosa de nuestras letras, antes bien se acrecentó y vivificó, evidenciando como un personaje secular podía discurrir con gallardía acerca de arduos problemas de su fe y trabajar, con ejemplo y palabra, para que los eclesiásticos estuviesen a tono con las exigencias coetáneas de la religión.






ArribaAbajoVI. Elocuencia

Espejo es -¡quién lo creyera!- una especie de orador sagrado, que combatió los vicios de la elocuencia en el púlpito, lo cual nos lleva a decir breves palabras sobre el mencionado aspecto de nuestras letras.


La Oratoria inicial

En los primeros tiempos, las necesidades de la evangelización prevalecen sobre las demás. Los predicadores tenían que resplandecer, ante todo, por la sencillez apostólica y la claridad en la exposición doctrinal422. La oratoria nace posteriormente; y se vale más que de la palabra, de los recursos divinos. Ya hemos visto cómo en días de sobreexcitación popular, no se acudía a los grandes discursos: se apelaba a la Eucaristía. Sin embargo, cuando la revolución de las Alcabalas, un jesuita austero, el P. Diego de Torres Bollo; jugándose su prestigio sobre las muchedumbres airadas, logró con su palabra el apaciguamiento.

Entre los religiosos que establecieron los primeros conventos hubo   —317→   algunos que sobresalieron en el arte oratorio y aun en España habían merecido renombre. Un solo caso citaremos a modo de ejemplo: el P. fray Luis Álvarez de Toledo, uno de los fundadores de la comunidad agustiniana.




La oratoria jesuítica

Los jesuitas comprendieron, desde la iniciación de su apostolado, que la evangelización del indio tropezaba con el obstáculo insuperable de la codicia y libertinaje de los otros elementos de la población; y que se debía comenzar por la santificación de éstos. Entre los grandes apóstoles que ahincaron sus esfuerzos para conseguir la transformación moral de los españoles y que al servicio de este ideal pusieron su palabra elocuente, estuvieron los PP. Baltasar Piñas, González Holguín, Álvarez de Paz, etc., y, sobre todo, ese intrépido y celosísimo conquistador de almas que se llamó Onofre Esteban.

Ya hemos hablado de las dotes que mostró en la oratoria el P. Alonso de Rojas S. J., cuyo hermano, el P. Pedro, alcanzó también que las prensas limeñas editaran sus sermones. El primero mereció la honra de que se le escogiera, en solemnes circunstancias, para conmover la piedad de Quito: una de las más notables fue la del robo del Sacramento, ocurrido en 1649. Predicó, dice Rodríguez Docampo, con tantas lagrimas, que obligó al auditorio a derramarlas.




Otros oradores

Notables oradores fueron en su época fray Pedro Bedón y fray Domingo de Valderrama O. P., el célebre P. Dionisio Mejía, agustino, etc. Ya hemos dicho que Villarroel ganó en España el obispado de Santiago de Chile en fuerza de su elocuencia. Tenía todas las partes que hacen al orador: voz bien timbrada, elegancia, copioso caudal de doctrina, arte suasorio. Más tarde decía con tristeza: «Hanme derribado unos importunos corrimientos los dientes altos; y en cayéndose los que han quedado, me hallo inútil para este oficio». Por desgracia, el culteranismo y el conceptismo malograron las aptitudes de muchos sacerdotes de ambos cleros.

El célebre cronista Rodríguez Docampo proporciona en su Relación del estado eclesiástico interesantes datos acerca de la predicación sagrada en el primer siglo. A creerle a pie juntillas, varios de los obispos de Quito fueron «grandes» o «insignes predicadores» y, muy en particular, los Ilmos. Sres. Pedro de la Peña, Luis López de Solís, Salvador de Rivera, Alonso de Santillán y Pedro de Oviedo. Asimismo, en las Comunidades confiere ese dictado a varios religiosos: Jorge de Sosa, Juan de Iturrizaga, Diego Núñez, Diego Ángeles, Pedro Sánchez, Francisco García, de la Orden Dominicana; Leonardo José Araujo y Antonio Guerrero, de San Agustín; Juan Pedro Severino Gaspar Vivas, Gaspar de Culta, Rodrigo Narváez; Juan de Amestoy, Diego de Medina, Agustín de Campos, Juan de Santiago, Bartolomé   —318→   Pérez, Hernando Cabedo, Juan de Enebra, etc., entre los jesuitas. Mas, ¿cuántos de estos afamados predicadores habrán sido verdaderas figuras oratorias? Quizás el buen cronista no estaba en capacidad de distinguir los dos órdenes y aquilatar méritos. Lo mismo podemos decir de los señalados por el Dr. Francisco Antonio Montalvo, respecto de la Orden Dominicana423.




Milanesio y Aguirre

Más tarde, el P. Pedro José Milanesio, jesuita torinense, venido a América en 1731 y que gozó de gran celebridad, publicó muchas discursos424, y algunas oraciones fúnebres. En ellos, a pesar del mal gusto, resplandecen felices pensamientos y elevada doctrina. Compitió en renombre con el P. Juan Bautista Aguirre, quien sobresalió, como dice Gonzalo Zaldumbide, por la expresión valiente, torturada por el conceptismo, pero mantenida recta por la frase corta, acelerada y ferviente425. Más que la oración fúnebre del Ilmo. señor Polo del Águila, vale como testimonio de fuego apostólico, la pastoral que el propio Obispo publicó en 1757, con motivo del espantoso terremoto de Latacunga, pastoral escrita por Aguirre y que tiene limpio estilo, imágenes bellas y excepcional poder de convicción y emoción, cualidades que hacen de aquella pieza imperecedero monumento en los anales de la Presidencia. Como misioneros populares cobraron mucha autoridad, los PP. Bernardo Recio y Juan Hospital, escogidos por el mismo Obispo Polo para acompañarle en su visita pastoral.




Los oradores de la decadencia

Algunos clérigos tuvieron igualmente renombre en los cenáculos literarios de la época. El Dr. Francisco Rodríguez, natural de Zaruma, según el Dr. Herrera, gozó de mucha boga y publicó en 1688, en Lima, un tríptico de sermones: debió de estar muy lejos del alma de sus oyentes, a causa del alambicamiento y la oscuridad. El Dr. Ignacio de Chiriboga y Daza, canónigo de Quito, anduvo en lenguas por su facundia y erudición. El Dr. F. de Llanos y Valdez mereció aplausos por un sermón acerca de Santa Rosa de Lima, pronunciado en 1760 en la Catedral de Quito426. El Dr. Ramón de Yépez, abogado y clérigo, cobró fama por sus defensas jurídicas, y sus sermones culteranos. El Dr. Sancho de Escobar, perseguido en 1755 por la Audiencia, que le borró del Registro de Abogados, a causa de una predicación cuaresmal tenida como lesiva de la dignidad de dicho Cuerpo, fue uno de los oradores contra los cuales descargó enherbolados tiros el Precursor. El Dr. Maximiliano Coronel, hombre de fácil y campanuda palabra, hizo las delicias de la sociedad,   —319→   tan viciada en sus gustos como el predicador: los sermones del Canónigo se publicaron en Quito el año de 1781427. Ignoramos si llegó a editarse alguna pieza del Dr. Antonio Viteri, a quien la crítica calificó de meloso y afectado, insustancioso y sin jugo en cuanto al fondo, si bien otros, como el P. Velasco, le atribuyen auténticas cualidades de prosista y poeta.




Influencia de Espejo

Sin duda por las befas sangrientas de Espejo428, la oratoria de fines del siglo XVIII aparece ya libre de la cultalatiniparla, si bien demasiado abundante, difusa y carente de brillo, como en la Oración fúnebre que el P. Mariano Ontaneda pronunció en las exequias de su santo cohermano en la religión mercedaria, fray Francisco de Jesús Bolaños. El P. Sebastián Solano, de la Orden de Predicadores, se distinguió asimismo por la sencillez. Espejo elogió su claridad, lógica y elegancia, cualidades adquiridas en los buenos modelos de Francia, donde había estado. La envidia, sin embargo, le tachó de plagiario. Contrastaba en llaneza con un fraile menor coetáneo, el P. Salazar, «amigo de hablar con palabras de miel y con ademanes de persona enamorada», según escribió el mismo Espejo. La verdadera oratoria sagrada es fruto de santidad; y los claustros estaban en sombría disolución.




El Dr. Miguel A. Rodríguez

Terminaremos esta breve reseña de la oratoria sagrada con el nombre insigne del doctor Miguel Antonio Rodríguez, a quien ha podido ya admirar el lector. Su patriotismo acrisolado, intrepidez y elocuencia se comprobaron, una vez más, en la célebre Oración fúnebre que pronunció en las exequias de los próceres sacrificados en la lúgubre jornada del 2 de agosto de 1810. Hay allí contenida emoción patriótica, doctrina segura, pensamientos felices. En otro momento habría sido, a no dudarlo, orador de talla.




Célebre pleito universitario

Duermen el oscuro sueño de los archivos, numerosas piezas jurídicas que nos revelarían verdaderos oradores o, por lo menos, escritores forenses de talla. Nos contentaremos con hablar de algunas, pertenecientes antes que a abogados, a religiosos contendientes por el triunfo de los derechos que creían corresponder a sus respectivas comunidades. Célebre, entre todos, fue el pleito universitario entre dominicos y jesuitas, que dio origen a documentos y alegatos de primer orden. Tiene razón el Excmo.   —320→   señor González Suárez429, al celebrar los que presentaron los PP. fray Ignacio de Quezada O. P. y Pedro Calderón S. I. ante el Consejo de Indias. El primero formuló su demanda con claridad y aplomo tan excepcionales, que el lector no podía menos de quedar convencido del título pleno de la Orden Dominicana; mas, el P. Calderón deshizo la argumentación de su contendor y demostró no sólo admirable don suasorio, sino triunfadora habilidad para la réplica. Por desgracia, en esa polémica no siempre se guardó la caridad.

Jurista y eclesiástico notable fue el doctor Francisco Javier de la Fita y Carrión, profesor de la Universidad de Quito, Deán y Obispo de Cuenca. Opúsose al curato de Guano; pero el Cabildo Eclesiástico, que le había puesto en segundo término, reformó la presentación despojándole del derecho que creía tener. Con tal motivo publicó en Lima una Alegación jurídica que, según dice el ilustrado doctor Herrera, anduvo en lenguas y originó la Satisfacción legal o réplica (1780) dada a luz en Quito por el Dr. Nicolás Pastrana y Monteserín, también abogado y teólogo aplaudido. Teníasele como literato y versado en historia; mas, si ese documento revela conocimientos en derecho canónico, no patentiza cualidades estilísticas. Está inmune, con todo, de la hinchazón que tanto complacía a los círculos literarios.

Los abogados-eclesiásticos no intervenían sólo en causas canónicas, sino aun, en civiles, lo cual prueba que el saber era casi monopolio de los hombres de Iglesia. Los seglares carecían de tiempo o de estímulos económicos para consagrarse al cultivo de las ciencias, que aquí tenía que ser eminentemente desinteresado.




Rodríguez de Quiroga y su alegato patriótico

Cierra la época la figura esclarecida del doctor Manuel Rodríguez de Quiroga, cuyo magnífico alegato, en defensa propia y de los demás próceres del Año Nueve publicó el eminente jurisconsulto y diplomático doctor N. Clemente Ponce, con definitivo encomio de sus méritos. Aquel célebre documento, dice, es

«prueba incontrovertible del alto grado que los padres de la Patria habían alcanzado en el conocimiento del derecho en sus diversas manifestaciones, y de cómo manejaban fácil, diestra y elegantemente la pluma castellana; todo lo cual sirve para el esclarecimiento de muchos problemas históricos de trascendental importancia...»



El alegato de Quiroga hermana dos condiciones: el heroísmo de la causa, sostenido con gallardo desenfado, no obstante el riesgo de la vida, y la valía jurídica, realzada por el brillo y la elegancia de la exposición. Digna es de figurar entre los documentos más egregios de nuestro patrimonio jurídico.



  —321→  
Desmedrada oratoria académica

El Ilmo. señor González Suárez discurrió brevemente acerca de la elocuencia académica en la Presidencia, acerca de la cual se limitó a anotar tres piezas de poco mérito: el discurso del Presidente Pizarro acerca de Las violencias públicas y privadas (1780), la Oración impropiamente denominada Eucarística, del doctor Nicolás Jerónimo Carrión y Velasco, secretario del Colegio Seminario, pronunciada con motivo de la restauración de este plantel en 1786; y la Oración académica leída en latín, en la misma oportunidad, por el doctor José Alejandro de Egüez y Villamar, deán más tarde de Cuenca y obispo de Santa Marta. Literariamente, ninguna de ellas merece recuerdo. Muy superior, por ende, a esas lánguidas y desmedradas muestras de nuestra decadencia, es el discurso que el doctor Espejo dirigió a los socios de la Escuela de la Concordia. No todo es oro de pura ley en los escritos que podríamos llamar forenses y académicos del Precursor; pero ninguno de los publicistas de su tiempo rivalizaba con él en estilo atildado, en fervor y aliento patrióticos, en elevación de pensamiento. Espejo veía surgir ya en esperanza a la Presidencia como modelo de sus hermanas de América, despidiendo luz, humanidad y «quiteñismo».




José Mejía

El nombre de Espejo se une indisolublemente con el de José Mejía, el orador político que en las Cortes de Cádiz puso tan alto el crédito de la Presidencia, llevando a cima las ideas del Precursor. No pertenece ya, por su intervención en aquellas celebérrimas justas de elocuencia y libertad, al período de formación de la nacionalidad, sino más bien al de su constitución definitiva; pero, como educado durante el primero, no puede olvidársele en este ensayo. Mejía alcanzó, sin duda, a tornearse en el troquel literario y patriótico que forjó su hermano político. Inferior a su maestro en dignidad de vida, fuele superior en dotes literarias y sobre todo, en elegancia, agudeza y prontitud para la réplica y en fuego oratorio, cualidades que hicieron de él uno de los más esclarecidos tribunos del certamen.

Mejía ha pasado por liberal y volteriano; mas, en el fondo, es simple trasunto y símbolo de su época, encarnación del espíritu que en su torno bullía, así en lo religioso como en los demás órdenes de la vida y del pensamiento. Nunca renegó de su fe, como no desconoció tampoco el deber del Estado de proteger a la Iglesia; pero ni él, ni sus contemporáneos de este lado de los mares, comprendieron con exactitud la verdadera naturaleza de las relaciones entre las dos sociedades perfectas. Por eso sostuvo tozudamente los principios regalistas y las pretensiones del Poder civil frente a la Fundación divina de las almas. En muchos casos expresó sus ideas con excesiva libertad y formuló dogmas políticos que los desconocedores de la genuina tradición democrática   —322→   española, debieron de vincular a la reciente filosofía política francesa.

Sobre su tumba, temprano abierta en la misma España, grabó su preclaro colega Olmeda un epitafio que era augurio de inmortalidad: «Amó a su patria y defendió los derechos del pueblo español con la firmeza de la virtud, con las armas del ingenio y de la elocuencia». Sin embargo, en esto de amor patrio no tuvo los quilates de Espejo, Rodríguez y Quiroga. El discurso que pronunció en la sesión del 12 de octubre de 1811 para presentar a las Cortes la documentación pertinente a la conducta de las autoridades españolas respecto de Quito, fue lánguido y frío; no encontramos fundadas las excusas con que se ha querido paliar esa desproporción de su elocuencia con las trágicas circunstancias de su ciudad natal...





Anterior Indice Siguiente