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ArribaAbajo VII. Poesía


Un lazo de unión con la poesía Mística española

Su historia comienza con un nombre eximio, que la vincula a la mística española y a la gloria purísima de Santa Teresa de Jesús: es el de su hermano don Lorenzo de Cepeda (1519-1580), domiciliado en 1549 en Quito, donde vivió hasta 1575. Pasó a América con el Comisionado Vaca de Castro y tomó activa parte en la defensa de las Leyes Nuevas. Herido, juntamente con tres hermanos suyos en la batalla de Iñaquito, peleó también en Jaquijaguana, donde quedó deshecho el ejército de Gonzalo Pizarro. En premio de tan largos como excelentes servicios, obtuvo de La Gasca pingüe encomienda de indios, origen de su fortuna. Más tarde ocupó importantes cargos en Quito y, sobre todo, la Alcaldía y tesorería de las Cajas reales. Fue, en suma, uno de los varones de más clara vida y de más limpios hechos en el primer cincuentenio de nuestra Capital.

Ese quiteño adoptivo seguía a la Santa en edad; y fue para con ella hermano incomparable, que no le dio cuitas, como Agustín, sino sosiego y protección en sus admirables correrías por la reforma del Carmelo. Pagole comunicando su espíritu a la hija de Lorenzo, nacida en Quito, y amaestrándole a él mismo para que ascendiese constantemente en virtud y se aproximara a la cima de santidad en que moraba la excelsa mujer avilense. Vuelto a España, Lorenzo entró en amistosa conversación con los allegados espirituales de la Santa -entre los cuales estaba el propio fray Juan de la Cruz, que llegaría a ser el más encumbrado de los poetas místicos españoles-; y compartió sus coloquios y ejercicios religioso literarios. Al otear las cumbres, en donde las águilas se cernían, aprendió o acrisoló el idioma inefable del canto: Teresa había comunicado a Lorenzo las palabras del Esposo:   —323→   «Búscate en mí»; y el antiguo funcionario de Quito trató el tema con tres de sus amigos. Cada uno interpretó en verso aquel fecundo pensamiento -la inclusión en Dios, soberano Bien y Ser Infinito, de todos los bienes y seres creados-; y Teresa, a modo de vejamen, según el viejo estilo universitario, criticó las cuatro exégesis. Sin duda para probar la modestia de Lorenzo, la admirable Doctora escribió en tal ocasión: «Quizás me enmendaré, en no me parecer a mi hermano en poco humilde». Mas, la interpretación del quiteño adoptivo no es indigna del seráfico acento de Teresa.

Lorenzo escribió otras poesías devotas y una relación de la vida y virtudes de su mujer, demostrando que si conocía el arte de las cuentas, no le era extraño tampoco el lenguaje de las musas. Su hija Teresa, la primera, carmelita americana, flor de belleza, religión y gracia, abierta a la sombra tutelar de su preexcelsa tía, fue con sus cartas, en las que hay mucho del sabroso estilo epistolar de aquella, la prístina escritora ecuatoriana, según lo demostró con autoridad decisiva el más sabio teresianista de América, Ilmo. doctor Manuel María Pólit Laso, Arzobispo de Quito. Timbre inmortal es que nuestras letras hayan nacido bajo tan augusto patrocinio, que les señaló rumbo y meta indeficientes430.




Las justas religioso-poéticas

En 1613, con ocasión de la muerte de la reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III, la Iglesia y el Cabildo le rindieron homenaje. El último promovió un certamen, al cual concurrieron varios poetas: obtuvo el triunfo Manuel Hurtado, que compuso en verso castellano interesante glosa de la quintilla: «Vivo yo, mas no yo;/ porque del mortal encuentro/ el cuerpo en tierra cayó;/ pero el alma fue a su centro;/ y así muerta vivo yo». Ya se advierte allí un dejo conceptista; pero los versos tienen médula teológica fácilmente inteligible, aunque destituida de sentimiento. Premiose también a una composición en dísticos latinos, obra del fraile franciscano. Miguel de San Juan. Más que fruto de inspiración, era de trabajo apaciente: una especie de juego de acrósticos.

Los acontecimientos religiosos y los ecos que suscitaban en el remansado correr del tiempo, despertaban el estro de algunos balbucientes literatos, que pretendían troquelar en rimas sus sentires.

El tránsito de Mariana de Jesús no podía menos de dar religioso pábulo a las musas. «Se desempeñó en elogios suyos -escribe el P. Velasco- todo el Parnaso Quitense, de modo que podía haberse formado un grueso volumen de las poesías. Cinco jesuitas se llevaron la   —324→   palma entre todos los poetas; y fueron el P. Juan de Enebra, los tres Padres Alcóceres y el V. Hermana Hernando de la Cruz». Añade el Protohistoriador que el P. Enebra era «dulcísimo poeta latino y castellano» y los PP. Alcóceres, nativos de Riobamba, «hermanos en patria, en sangre, en virtud, en letras y especialmente en la poesía431». De todos aquellos cantos, nos queda solamente el compuesto por el Hno. de la Cruz, que tiene pensamientos felices, pero cuya forma lleva el sello del tiempo. En él esplende el sentimiento nacional, sentimiento que se ha creído ausente de nuestras letras durante el período hispano: «Téngase el patrio suelo/ Por su tesoro el más ufano/ Que si en el Orbe enano/ Atlante, puede competir en grandeza/ Con sólo la pureza/ De ésta, que de Jesús toda es, Mariana».

En 1652, la solemnidad de San José, celebrada pomposamente por el Presidente Arriola, fue también parte para aquilatar el numen quiteño. Dos jesuitas, Francisco Mosquera y José Lizarazu (joven sacerdote que, según el cronista Rodríguez Docampo, comenzaba a lucir), y dos sacerdotes seculares, Cristóbal de Arbildo y Juan de Oviedo, en versos de mediana factura y deslustrados por el alambicamiento, realzaron las glorias del Patriarca enaltecidas por el orador sagrado fray Martín de Isturizaga, Provincial de Predicadores. Cualquiera que fuese el valor de las poesías, resulta innegable la observación del docto historiador de nuestras letras, Isaac J. Barrera: «los clérigos eran los que tenían el cuidado de conservar encendida la lámpara del ingenio432».




El Ramillete de Evia

1675 constituye, a no dudarlo, una gran fecha en nuestras letras, porque aparece en Madrid el Ramillete de varias flores poéticas, recogidas y publicadas por el maestro Jacinto de Evia, natural de Guayaquil. El título sintetiza el contenido: allí hay flores de diverso valor y jardín. Unas son del propio Evia, clérigo y discípulo de los jesuitas; otras de su maestro de retórica, el P. Antonio Bastidas, que no fue sevillano, como se ha recalcado en seguimiento de Menéndez Pelayo, sino guayaquileño, batido hacia 1615, ingresado en la Compañía de Jesús el 14 de mayo de 1632 y muerto en Santa Fe de Bogotá el 14 de diciembre de 1681; y otras, en fin, del sacerdote bogotano Domínguez Camargo, alumno igualmente de la Compañía. Además se incluyen las piezas, en prosa y verso, con que se solemnizaron las honras de doña Isabel de Borbón, del príncipe Baltasar Carlos y Felipe IV y varios acontecimientos similares.

Menéndez Pelayo juzga a esos poetas en conjunto, llamando a   —325→   los tres principales gongorinos furibundos, aunque numerosos y entonados; y añade que apenas hay en el tomo composición que no sea un puro disparate433. Inadmisible nos parece, sin embargo, apreciación tan sumaria y colectiva, a pesar de venir del gran sabio santanderino. El Ramillete obra copiosa de más de cuatrocientas páginas ha sido estudiado con excesiva prisa y prejuicios de escuela. Evia, poeta fácil, mancha, efectivamente, su numen con extravíos gongóricos; pero en varias de sus composiciones ligeras, demostró gracia, naturalidad, conocimiento del gusto y genio populares. Justamente celebrado es el villancico La gitanilla del Niño Jesús, hecho para el canto navideño. Iguales embeleso y espontaneidad tienen algunas Flores amorosas, limpias de todo aliño innecesario. El P. Bastidas evidenció en las poesías eucarísticas que el rebuscamiento era propio para ejercicios de escuela, pero no para las efusiones del alma piadosa. El propio Menéndez Pelayo fue el primero en esclarecer cómo en medio de sus extravagancias, muestra gala y bizarría singulares la paráfrasis del Idilio a la Rosa atribuido a Virgilio, paráfrasis que, a juicio del eminente crítico, es la mejor poesía del Ramillete y tiene imágenes bellas, metáforas apropiadas, conclusiones morales felices. El culteranismo ajó dotes que habrían podido hacer de Bastillas un gran poeta.

El Ramillete es caso hermoso de hermandad y mecenazgo literarios de un clérigo poeta en favor de otro, tal vez desdeñado en su tierra. Domínguez Camargo escribió también un poema sobre San Ignacio de Loyola, que se publicó gracias a doble colaboración: la de la amistosa solicitud del excelente prologuista, Maestro don Antonio Navarro Navarrete; y la de la munificencia fiel protector de artistas y hombres de letras, fray Basilio de Ribera, provincial de S. Agustín. Por estas circunstancias y por haberse educado en Quito y cantado alguna de nuestras bellezas naturales, podemos considerar a Domínguez poeta ecuatoriano.




El grupo poético de 1688

Otro grupo de trovadores -Juan Vaca de Salazar, Fernando Manuel de los Ríos y Juan Escalona Agüero- se presenta en el Sermonario que en 1688 editó en Lima el Dr. Francisco Rodríguez. Nada se sabe de ellos y nada tampoco, valen tan desvaídas poesías, que exhalan su culteranismo en esa feria de vanidades, literarias constitutiva de cada nuevo libro. Olvidemos, pues, de buen grado los pequeños cenáculos y hermandades de encomio mutuo para bucear verdadera, aunque no muy copiosa poesía, en otros campos.



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Fray Manuel Almeyda

La leyenda vela la vida de un religioso franciscano del siglo XVII, el P. Manuel Almeyda, que ejerció el cargo de Visitador de Provincia en 1697, fue recoleto de San Diego y tuvo a su cuidado, como obrero mayor, las construcciones franciscanas de Quito434. Cuéntase que el nocherniego fraile llegó, en época de tormentosa relajación, a saltar sobre los hombros llagados de un Crucifijo para salir a pecaminosas aventuras; que oyó de los labios del Señor esa sentida queja: «¿hasta cuándo Padre Almeyda?»; y que el atrevido contestole desatentadamente: «Hasta la vuelta, Señor». Cualquiera que fuese la verdad acerca de aquella escena, lo indudable es que el fraile se dio más tarde a austera penitencia; y que de él queda una décima, en que se encuentra claro reflejo del célebre soneto No me mueve mi Dios para quererte. La décima dice así: «A Vos se deben, Señor/ Por vuestro infinito Ser,/ Todo amor, todo querer,/ toda alabanza y honor./ Oh, si se hallara mi amor/ en tan encumbrada esfera,/ que, sin que nada quisiera/ y sin que nada esperara,/ a Vos, por Vos, os amara,/ a Vos, por Vos, os temiera!»




Poesía claustral femenina

Inmunes de gongorismo están igualmente las poesías de Sor Gertrudis de San Ildefonso. Catalina de Jesús Herrera apeló, asimismo, al verso en momentos de comunión con el Amado, aunque no le cantara, como Mariana de Jesús, al son de la clásica guitarra castellana. Los Diálogos entre el Alma y Dios muestran tan mística suavidad, tal confianza con el Esposo, tan ardiente entrega y desasimiento de sí misma, que se palpa, volvemos a decirlo, el influjo del gran Doctor San Juan de la Cruz. Perfume de Cristo, sin mezcla de aromas humanos, he allí lo que se columbra en la poesía de la monja guayaquileña.

Las religiosas no trataban de andar en lenguas, sino de conversar con Dios. He aquí por qué no profesaron la culta latiniparla. Ejemplo de candor, dulce ingenuidad, gracia y lirismo de buena ley en los asuntos profanos, es la monja desconocida de Ibarra, que escribió numerosos romances, deleitosos para toda clase de gentes. Si clérigos las hubiesen escrito, como conjetura el Ilmo. señor González Suárez435, habrían estado inficionados de la peste dominante. En cambio, las composiciones que tuvo la suerte de hallar un galano y docto polemista, el canónigo don Alejandro López, son esencialmente populares, como ese sabroso villancico: «Las doce son de la noche,/ Niño Dios, y no dormís?/ Si es amor, ay Dios, qué dicha!/ Si son celos, ay de mí!» "




Los poetas jesuitas

Y llegamos, por fin, a los poetas jesuitas expulsos. Les ha sido adversa la crítica literaria   —327→   hasta hace poco. El mismo Menéndez Pelayo afirmó que ninguno estaba a la altura de los Alegres, Abades, Landívares, Clavijeros y Molinas, que procedían de otras partes de América; pero este juicio se basaba en preocupaciones literarias (¡también los varones eminentes se dejan llevar de ellas!), desvanecidas ogaño por juicios más aquilatados.




La revelación de Aguirre

Debemos la «revelación» plena de Juan Bautista de Aguirre la parcial la hizo en 1865 Juan María Gutiérrez, a la cariñosa investigación y genio crítico de Gonzalo Zaldumbide. Se le consideraba únicamente como poeta festivo y satírico por su elogio de Guayaquil y antitética burla de Quito, en décimas dotadas de «gracia descriptiva», pero que cuando más podían darle el calificativo de «coplero». Un fragmento de poema sobre San Ignacio había merecido acerba, censura como malaventurado parto de cultedad. Sus demás poesías yacían arrumbadas en archivos familiares; y aun descubiertas a tiempo, habrían parecido, a ingenios menos profundos y avisados que Zaldumbide, «atroces rompecabezas conceptistas436».

Este, en cambio, desentrañó la alta filosofía, diríamos mejor la teología de aparentes enigmas contenidos, por ejemplo, en la Carta a Lizardo, de ese dolor supremo y trascendente de todos los seres, condenados a morir y que viven muriendo: «nacer a vida llevada a fenecer y acabarse, ¿no es comenzar a morir?» Descifrado el misterio; no quedaba sino analizar las demás excelencias: el tono de bíblica majestad, la fantasía lírica pura, el arrebato imaginativo, el don desencadenado de la imagen rauda que estalla y pasa deslumbrante o que queda temblando e inestable como una flecha vehemente; según decir del afamado intérprete437.

Otras poesías de Aguirre tienen también hondos arcanos, reputados por ingenios presurosos como simples sutilezas y rebuscamientos. Así, el Llanto de la Naturaleza humana después de su caída por Adán, patentiza el inconmensurable y perenne desconsuelo consiguiente al pecado original. Desde entonces: «lloren tristes los ojos/ mi imposible dolor, y lloren tanto/ que al ver absorto mi dolor profundo/ valle del llanto se apellide el mundo». ¿Qué tienen de conceptistas estos versos? Aguirre es un poeta elegíaco, intérprete, a veces sublime, de la dilacerante tortura que agobia y unifica; desde la primera culpa, a todos los hombres y, por ellos, a los demás seres.

Tuvo, sin duda, alientos para la épica; pero éstos sí desmedrados por la hinchazón retumbante. Junto a bellos pensamientos, vestidos   —328→   con elegancia singular, tropezamos con desentonos y alambicamientos campanudos. Véase, si no, aquella estrofa del poema dedicado a la Concepción de Nuestra Señora, mezcla de clásico lirismo y de claudicante conceptismo:


Viola San Juan de todo el sol vestida,
En el zafir celeste iluminada,
La Planta, de la luna guarnecida,
La corona, de estrellas matizada,
Dando aliento a la luz, al aire vida,
Y que un Dragón, en una borborada,
Vomitó de betún negro torrente,
Para eclipsar el nácar de su frente.



Lo mismo ocurre en otro poema, A la rebelión y caída de Luzbel, en que, a par de imágenes de estupendo y miltoniano esplendor, hallamos encrespamientos inconducentes. Tuvo cualidades innatas para la poesía amorosa. Brotábanle «risueños, fáciles, los versos galantes y laudatorios, floridos de sutilezas, de argucias, de contrastes438». En suma, en vez del antiguo coplero, burlón y sarcástico, tenemos ahora un gran poeta, multicolor y polifásico, que recorrió la gama de los estilos y géneros, dejando huellas imperecederas de luz y gracia.




El Ocioso de Faenza, áurea ofrenda a la Patria

Junto al insigne Rector del Colegio de Ferrara y consultor del futuro Pío VII, corresponde asiento honroso al P. Juan de Velasco, cuyos méritos historiográficos hemos señalado. En cuanto a la poesía, el predicamento de ese ilustre jesuita nace, no tanto de su obra personal, sino de su colección intitulada El ocioso de Faenza, que salvó del olvido a muchos cohermanos suyos, nativos de la Presidencia. Tiene razón el Excmo. señor Pólit Laso al decir, «¿Qué sería de esas estrellas, si no las hubiese fijado nuestro buen P. Velasco? Por cariño de fraterno compañerismo, pero de hecho también por amor a las Letras y a la Patria439». El ocioso es, sin duda, antes que repertorio poético, demostración preclara de civismo, enardecido por la expatriación.

Mas, no cabe, desdeñar la contribución del P. Velasco a dicho florilegio. Si bien en muchas poesías se dejó llevar de propensión al conceptismo, en otras, poniendo de lado el prurito y dejando hablar alma, tuvo notables aciertos. Las religiosas y festivas son, sin disputa, las mejores por la sencillez y llaneza. El mismo Monseñor Pólit Laso   —329→   encomió justamente algunas de las Décimas a Nuestra Señora de la luz y un Soneto dedicado a la propia advocación, predilecta para el desterrado, quien compuso una historia, aun inédita, de aquel título de la Madre de Dios.




El P. José Orozco

En el primer tomo, El ocioso nos ha conservado el poema épico del P. José Orozco intitulado La conquista de Menorca, en cuatro cantos y 142 octavas. Este jesuita había nacido en Riobamba (1733-86), como su hermano Manuel, que le precedía con cuatro años. Ambos murieron en Ravena. Cantó José un hecho de armas ocurrido durante la guerra de España con Inglaterra: la recuperación de Monarca por el Duque de Crillon, capitán francés al servicio de Carlos III, hecho que no merecía la honra de un canto épico. El estro del poeta, se ve, por esto, empequeñecido y desgranado. Sin embargo, muestra señorío del verso, conocimiento cabal de la estructura de la epopeya, dotes narrativas, aprovechamiento feliz, aunque excesivo, de la máquina mitológica. Su mal gusto ha sido desmedidamente vituperado. Más patente es su hinchazón, a pesar de la mediocridad del asunto. ¿Querían, tal vez, los jesuitas desacerbar al Monarca que los había proscrito?

Dulce es comprobar que entre las mejores estrofas del poema está la invocación, que recuerda a la patria:


Como en contrario clima degenera
No pocas veces desgraciada planta,
Aun cuando cuidadoso más se esmera
En su cultivo aquel que la trasplanta:
Tal mi musa infeliz en extranjera
Región se ve degenerar, si canta;
Aura nativa fáltale, y con ella,
El dulce influjo de benigna estrella.



Las letras eran entrañable expresión de sentimiento patrio, formado en el seno nutricio de la religión. Por esto no podemos menos de señalar con cariñosa complacencia la manera cómo esos proscritos volvían los ojos, y el corazón hacia el país lejano, del cual constituían eco doliente y, a la vez, antevisión gloriosa.

No lució Orozco como poeta lírico. Los Sentimientos de un Pecador contrito nada tienen de tales. Son lucubraciones teológicas conceptuosas, antes que efusiones del alma. Mas, aquí como allá, el jesuita riobambeño muestra dominio de la forma.




Manuel Orozco S. I.

Manuel Orozco es inferior a José en conocimiento de la inefable entraña de la poesía; pero le supera en hondura de sentires, sin duda porque cantó cosa que le llegaba   —330→   más al corazón: Nos referimos al poema lírico intitulado Lamentos por la muerte de la Compañía de Jesús, y consuelos al ver que comienza a resucitar en Rusia, obra prolija, que patentiza excepcional fluidez, pero que está viciada, tanto o más que la de José, por el mal gusto, entonación empenachada y prosaísmo.




El P. Viescas

Después de Aguirre, que gozó de la privatiza de altos personajes, ninguno alcanzó más importantes cargos que el P. Ramón Viescas, nacido en Quito en 1731. Ingenio múltiple también, teólogo y poeta, pedagogo y restaurador de estudios, «brazo derecho440» del Cardenal Luis Valenti Gonzaga, en la ciudad de Ravena, que llegó a considerar «segunda patria y alivio de su antigua pena», la suerte le fue propicia y le mitigó las amarguras de la proscripción. Dejó claro nombre por su «mucha ciencia».

Nadie ha estudiado mejor, tanto las composiciones originales de Viescas, como sus traducciones e imitaciones, que el Excmo. señor Pólit Laso, cuyo juicio coincide con el del ilustre Menéndez Pelayo, para quien es aquel, entre los poetas ecuatorianos del siglo XVIII, el que muestra más gusto y mejores conocimientos humanísticos. Apartose resueltamente de los patrones que empobrecían la musa de sus compañeros; y se esmeró en que sus poesías -no de muy alta inspiración-, tuviesen sencillez y elegancia clásicas y, a la par, riqueza y elevación de ideas. Traductor exquisito, superó en hermosura de dicción al original. Como sonetista, puede hombrearse con los autores más celebrados, a pesar de no haber destinado sus poesías a la publicidad441.

El ocio llevó a muchos jesuitas a la poesía festiva, como medio de ahogar o divertir el dolor; pero muy pocos sobresalieron realmente en ese artificio dilacerante. Viescas es, si no nos equivocamos, uno de los que más hábilmente manejaron dicho recurso, dando novedad a temas triviales y manoseados. La gracia y el donaire encuentran en el verso alado engaste apropiado.

Hecha la definitiva rehabilitación y el redescubrimiento de Aguirre, podemos decir que tenemos en el período hispano dos grandes poetas, disímiles entre sí, pero ambos de procera estatura. Con esta salvedad, suscribimos gustosos lo que escribe el docto crítico R. P. Francisco Vásconez S. J.:

«Y si nos concretamos al suelo hispano-americano, no tememos asegurar que no existía en aquella época, poeta ninguno que le disputara (a Viescas) el primer puesto en el conjunto de cualidades literarias. Eran considerados, por entonces como los mejores poetas, el mejicano Manuel de Navarrete, el peruano Juan del   —331→   Valle y Caviedes y el argentino Manuel José de Labardén. A Navarrete en medio de su abundancia y elevación, le faltan la igualdad la gallardía y la dicción poética de Viescas. A Valle y Caviedes le sobra su rastrero conceptismo. Labardén no obstante sus buenas dotes descriptivas, dista mucho de ser un humanista como Viescas442».






Poetas jesuitas menores

El P. Mariano Andrade, nacido en Quito el 22 de febrero de 1734 y muerto en Ravena el 21 de diciembre de 1811, compuso muchas poesías; mas, la que le ha dado renombre es Despedida, incorporada al tomo IV del Ocioso, romance que patentiza ese mismo amor a su «delicioso bello Quito» que ardía en el corazón de sus compañeros. No mantiene la pureza de forma y la elevación del concepto; pero revela sentimiento e ingenuidad. Como Orozco, juzgaba que la nostalgia ahoga los frutos del ingenio: «La planta que se ha arrancado/ de su terreno nativo,/ muere, perdiendo aquel suelo/ a quien debió su cultivo».

Velasco conservó con especial cariño las poesías de su amigo y conterráneo, el P. Ambrosio Larrea, expatriado, cuando apenas frisaba con los 25 años. Se había dedicado desde su adolescencia al culto del gay saber; y en Italia perfeccionó sus magníficas cualidades para la poesía, así en español, como en italiana y toscano. No tenía poderoso estro; pero brillaba por la soltura y despejo, según dice el eximio don Juan León Mera443. Faltole tiempo para limpiar su pluma de prosaísmos y aprender sobriedad. Sin embargo, léanse con gusto sus Endechas, a la muerte de Clavijero. Isaac J. Barrera celebra justamente su soneto a la Virgen de los Dolores. Como Aguirre, Viescas y tantos otros oció con la poesía satírica y festiva, para la cual mostró menos habilidad: la sordera del propio P. Velasco dio ocasión para un escarceo de sano y dolorido humorismo. Contó, a la par de Viescas, con la protección del Cardenal Gonzaga, al cual honró como restaurador del sepulcro del autor de la Divina Comedia.

Ambrosio, era ya sacerdote cuando salió de Quito para el destierro, al contrario de su hermano Joaquín, que no había coronado aun esa meta: tuvo, en cambio, la suerte de alcanzar el restablecimiento de la Compañía de Jesús. Fue versificador fácil en temas humorísticos y en castellano; aunque, sin disputa, alcanzo dominio del italiano, en que compuso sus poesías de mayor momento. Se conocen de él varios sonetos, donde campean suavidad de sentimiento y sobriedad, cualidades en que superaba a su hermano. Tuvo felices disposiciones para la poesía descriptiva, como lo patentiza su soneto al P. Cayetano Angiolini444.

Joaquín Ayllón, que vio la luz en Ambato en 1728 y murió octogenario   —332→   en Roma el 4 de marzo de 1808, compuso un epigrama con motivo de la muerte de Sebastián Carvalho, el tristemente célebre ministro de Portugal que había sido principal promotor de la supresión de la Compañía de Jesús. El soneto fue traducido al italiano por el P. Ambrosio Larrea. El P. Ayllón debió de ejercer, a la par de Viescas y Aguirre, cargos de importancia en el campo de los estudios y, tal vez, en otros órdenes, como los había desempeñado en Quito. Su mérito principal no está en la poesía, sino en la didáctica, por su Artis poeticae compendium, que escribió antes de la expulsión y que completó en el destierro. En 1894, el Presidente doctor Luis Cordero vertió y publicó esa obra, hacienda valioso servicio a las letras nacionales. Artis fue, no cabe duda, la primera y principal fibra que los jesuitas compusieron para la formación poética de sus alumnos; y constituye decisivo testimonio de que era metódica y sugestiva. Algunas partes del libro especialmente los juegos métricos han envejecido; pero otras conservan su frescura y pueden servir aun para su fin.

El Ocioso nos presenta, por último, a algunos poetas menores de entre ese grupo de jesuitas de la Presidencia que vivía cantando dolorosas soledades de patria religión. Mencionaremos a los PP. Ignacio Falcón, Francisco Antonio Sanna, nacido en Cagliari, en 1697 y prefecto de estudios en Quito; José Garrido, lojano, nacido en 1741 y muerto el Faenza el 26 de abril de 1780; Nicolás Crespo Jiménez, cuencano (1701-69), fallecido en Ravena, poeta elegíaco de escasas dotes; Juan Celedonio de Arteta, guayaquileño (1741-1796), que compuso varias elegías, un canto a la Virgen y, en prosa, una Defensa de España y de la América Meridional y la breve relación de la vida del P. Enrique Frantzen445; Juan Ullauri, lojano (1722-1801); y el P. Francisco Rebolledo, popayanejo como Falcón. Dio aquel joven allí nuevos446 vagidos poéticos, fáciles y tiernos; y dedicolos a Quito, «campo de mis tareas, la niña de mis ojos», a la que confesaba deber «amor y reverencia».




El P. Berroeta

Un solo nombre nos queda ya: el del P. Pedro Berroeta, nacido en Cuenca el 29 de junio de 1737 y muerto en Sevilla, después de la restauración de la Compañía, el 15 de julio de 1821. Alcanzó el celoso jesuita a ejercer el cargo de Bibliotecario Público en Palermo y, seguramente, en sosiego tan propicio para el canto, compuso el poema en octavas reales, sobre La pasión de Cristo, que vio la luz, gracias a los patrióticos afanes de Monseñor Pólit Laso, en 1930. Escribió también para regocijo de amigos y compañeros otras poesías, pero valen poco.

  —333→  

Berroeta era religioso de doctrina y piedad; y su poema debe considerarse, ante todo, obra de celo, tendente a facilitar el conocimiento de la epopeya divina del Calvario; «a gente vulgar e indocta». Él mismo comprendió que la parte poética era defectuosa, porque le faltaban el aliento, la inspiración; el quid divinum que exigiría esa empresa. Compadeced a Cristo y al poeta, dijo al concluir, en humilde confesión de su derrota. En medio de la farragosa composición hay, sin embargo, muchas perlas, que sería preciso aquilatar debidamente para honra de nuestras letras. Mas, la mera iniciativa del poema es bastante para la gloria del docto jesuita.




La expulsión de los jesuitas

Con la expulsión de la Compañía quedó la cultura nacional decapitada. Sólo a la larga empieza la reacción el patriota Espejo, cuya importancia alcanzaron a columbrar los propios desterrados. Con motivo de la publicación de las Primicias de la cultura de Quito y de la aparición del célebre discurso del Precursor, Joaquín Larrea decía que en él mostraba Espejo «su gran talento, su vasta erudición y sus grandes y ventajosas ideas en beneficio de la Patria: pensamos enviarlo a Roma, a Ayllón, a Faenza, a Velasco, para que lo inserte en la admirable historia que escribe de Quito en español...» ¡La Patria!... He allí el objeto sublime de los amores y dolores de los jesuitas expulsos, la meta de sus comunes aspiraciones, de las que Velasco era, en cierto modo, el vocero, el símbolo, el troquel... Velasco y Espejo, ¡qué conjunción de nombres, qué constelación de ideales!..

Sólo hay un nombre seglar en materia poética, el Dr. Rafael García Goyena; pero que vivió fuera de la patria. Como el insigne José Joaquín de Olmedo, pertenece propiamente al período siguiente, aunque comenzasen a cantar antes de 1809.




Significación patriótica de nuestras letras

Ya es tiempo de resumir y terminar. Las letras en la Presidencia, son la expresión de una aristocracia cultural, creada y mantenida por la Iglesia. Sin ella, ni nuestro acervo habría sido copioso, ni hubiera tenido influencia en la formación de la República, ni llegado al ápice de esplendor que en diversas líneas, se sintetiza en las patricias figuras de Villarroel Aguirre y Velasco. Y Espejo mismo, no es más que un clérigo traviesamente disfrazado, inconforme con la decadencia literaria de la naciente república y que aspira a reformarla de raíz, para hacer de ella nación cristiana, afanosa del progreso, presidida por sana libertad y vigorizada por las fuerzas insustituibles de la tradición religiosa. Salve Cruce, liber esto.

El mayor mérito de nuestras Letras no está, sin embargo, en su riqueza, ni en su intrínseca valía; se halla en su vinculación estrecha   —334→   con el medio y en la comprensión cabal de su papel en orden a la forja de la nacionalidad, a, la irradiación de su gloria y fundamentales atributos, a la adquisición de su individualidad histórica. Ese es el más alto blasón a que podía aspirar: la excelsitud de su vocación como se curso decisivo en la preparación del pueblo para la vida autónoma.






ArribaAbajo VIII. Las ciencias

Una palabra convendría decir, a lo menos, acerca de las ciencias durante el período de formación de la patria. Los estudios a este respecto no están suficientemente adelantados; mas, entre las pocas grandes figuras podríamos presentar las de varios sacerdotes. Baste mencionar a dos: el P. Juan de Ullauri S. I., lojano de nacimiento, que hermanó el servicio de las misiones con el de la ciencia, dedicándose a la investigación de los secretos de la naturaleza; y el P. José Falconi, dominico cuencano que, según se dice, poseyó grandes conocimientos en astronomía y, al mismo tiempo, brilló como profesor de teología en la Universidad de Quito en los días iniciales de la emancipación.


José Antonio Maldonado

Entre todos tiene, indudablemente, primacía el doctor José Antonio de Maldonado, ilustre sacerdote en quien juntos resplandecieron la virtud, las letras y el amor de la sabiduría. De su ciencia han quedado muchos testimonios, entre ellos el contenido en el célebre informe que el Presidente de la Audiencia emitió en 1754. Mas, su mérito principal consiste en haber perfeccionado la formación intelectual de su propio hermano, don Pedro Vicente, el mayor de los sabios del período hispano en lo tocante a ciencias físico matemáticas; y el de haberle ayudado con alma, de patriota y de sacerdote, en todas sus empresas, a tal punto que constituyen un solo ser moral. Con razón se ha dicho que José Antonio sirvió a Pedro Vicente de «luminar y guía447».




Párroco admirable

La Condamine juzgó a José Antonio, «tan recomendable por las virtudes propias de su estado, como por la extensión de sus conocimientos y la dulzura de su trato»; y añade que estaba hecho «más para gobernar una diócesis que una parroquia de indios», el Quinche, donde, a la sazón ejercía la cura de almas. Trabajador infatigable, descansaba de las fatigas de una confesión en lugar distante, traduciendo la Recherche de la verité de Mallebranche. Como todos los hijos de Pedro Maldonado Sotomayor, José Antonio tenía las más fascinadoras cualidades humanas y «el   —335→   encanto de la modestia, compañera rara vez de un mérito superior», según dice el propio La Condamine.




Maestro de su hermano

Don Pedro Vicente sacó su título de Maestro en la Universidad Gregoriana, a los 17 años, el 19 de mayo de 1721; y si acopió en poco tiempo ingentes conocimientos, que le abrieron la puerta de sociedades sabias, fue gracias a la dirección y patrocinio de su hermano mayor. No cabe, pues, llamarle un autodidacta: en los jesuitas y en José Antonio Maldonado tuvo admirables conductores, que le mostraron la alta cima del saber, a donde llegó en corta, pero fecunda vida. De su labor científica, aplaudida por las Academias Europeas, nos queda su mapa, el mejor monumento que podía levantarse a sí propio.




Los Geodésicos y la Iglesia

El nombre de Maldonado se enlaza también íntimamente al de los geógrafos franceses y españoles que vinieron en 1736 a medir un arco del meridiano. El más ilustre de ellos La Condamine, ha dejado constancia en el célebre Journal du voyage, de su gratitud para los jesuitas, que le dieron hospedaje durante los primeros días de su permanencia en Quito: «El reconocimiento me impide callar, dice, que durante los siete años de permanencia en la América española, no he pasado tiempo más agradable que aquel en que me hospedé en esa casa». El hombre de ciencia se encontraba a gusto entre sus iguales.

Y los curas párrocos, qué de atenciones tuvieron para esos sabios, cuyo valor maravillosamente intuyeron... El doctor Enderica, cura de Cañar hizo representar graciosas comedias para alegrar a los cansados peregrinos. Otros párrocos les prestaron favores más altos e insustituibles, como un religioso agustino, cura de Villcabamba, que le hizo «del modo más comprometedor de gratitud», el «mayor servicio»: resoldar y reparar los tubos de su anteojo. Sin el auxilio de aquel fraile incógnito, hundido entre ásperas breñas, La Condamine no habría proseguido sus observaciones... Cuando el triste episodio de Seniergues, los jesuitas de Cuenca, y, particularmente, el P. Jerónimo de Erce, defendieron a los malaventurados geodésicos




Son honrados por los jesuitas

Los jesuitas, además, procuraron honrarles con demostraciones reveladoras del entusiasmo que sus trabajos les inspiraban. La Condamine recuerda que él y sus compañeros fueron invitados a un certamen de teología, presidido por el profesor de San Gregorio P. Francisco Sanna, y en que sostuvo la doctrina católica el joven popayanejo Carlos Arboleda, contra las argumentaciones de un teólogo improvisado, M. Gadin. La dedicatoria del acto aula Academia fue obra del P. Milanesio, profesor de   —336→   filosofía y procurador de las misiones de Mainas. Este jesuita sustituía a La Condamine, durante sus ausencias, en las observaciones barométricas; y tomaba las cantidades de lluvia. La dedicatoria fue grabada después, en una plancha de plata, por un hermano lego jesuita448, que, sin duda, era discípulo del P. Narváez, iniciador del arte con el mapa del P. Fritz449.




El P. Magnin

La Condamine y Maldonado hicieron juntos el viaje a Europa por la vía del Marañón, empresa digna de la valía moral y científica de esos varones. Como resultado de su estrecha hermandad científica quedan dos cartas geográficas. Humboldt no pudo menos de aseverar que «A excepción de los mapas de Egipto y de algunas partes de las grandes Indias, la obra más cabal que se conoce sobre una posesión continental de los europeos, fuera de Europa, es, sin duda, el mapa del Reino de Quito, levantado por Maldonado». La Condamine reconoce que en su Carta de la Provincia de Quito aprovechó los trabajos de M. Bouguer, en cuanto a la parte de costa comprendida entre San Lorenzo y Río Jama; los de Maldonado, en lo tocante a la sección septentrional de la misma costa y al curso de los ríos Bobonaza y Pastaza; y los del P. Juan Bautista Magnin, jesuita, en lo que respecta a la Cordillera oriental y a los ríos que descienden al Marañón, excepto en la concerniente al Napo, que tomó de un dibujo del P. Maroni450. El P. Magnin era -repitámoslo- tan docto en ciencias físicas como en filosofía y derecho canónico; y sus talentos los mostró en la Cátedra y en las Misiones, con igual abnegación. Sus trabajos fueron premiados por las Academias Europeas, probablemente a petición del mismo La Condamine. El P. Bayle publicó la Breve Descripción de la Provincia de Quito, escrita por el P. Magnin para acompañar al mapa.

La Iglesia apreció tanto los trabajos de los Geodésicos que aun quiso conservar como recuerdo los aparatos que les habían servido. Un canónigo de Quito adquirió el cuadrante y más tarde lo transmitió al   —337→   propio P. Magnin; y el péndulo que trajo Godin de Londres, fue comprado por el P. Terol, rector de los dominicanos, persona digna, expresa La Condamine, «por su gusto y raro talento para las obras de relojería, de poseer esa obra de arte451».

Toda la cartografía de la época hispánica es, en lo atañedero al Ecuador, obra de los jesuitas, con excepción del mapa del insigne don Pedro Vicente Maldonado, y del de La Condamine. Después del mapa de Fritz, alabado en el Capítulo referente a Misiones, se imprimió otro (1718) del propio jesuita que grabó aquel, el P. Juan de Narváez. Este mapa según asevera el oidor don Juan Romualdo Navarro en su Idea del reyno de Quito, conservó los errores del primero.

«El que tuvo más acierto que todos como más práctico en la facultad» fue el P. Juan Magnin «en cuyas sabias observaciones y prolija delineación de parte del Marañón y algunos otros ríos no pudo encontrar defecto alguno Don Carlos de la Condamine, quien después de aprobar el Mapa manuscrito de dicho Padre y hacer desmedidos elogios en la Academia Real de Ciencias de París, se valió en gran parte de sus noticias a más de las propias observaciones para dar a luz el curso del Marañón purificado de todos los errores que antes padecía».



El Mapa de Maldonado, como era natural, superó a todos.







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