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La verdad de Hans Christian Andersen

Antonio Rodríguez Almodóvar





Va culminado el bicentenario de Andersen, entre homenajes, estatuas y otras muestras de admiración. Sin entrar a discutir los merecimientos que para ello tenga el atormentado escritor danés, también nosotros nos merecemos profundizar, en lo posible, en los misterios de por qué una obra como la suya, en realidad tan difícil, tan compleja, se empeña en persistir, cuando de ella apenas sobreviven una docena de cuentos. Los demás (hasta 158, en la edición completa de Anaya) andan penetrados de una urdimbre tan espesa de sombras, de ideologías, de ternurismo, de penalidades sin cuento, de «casualidades» gratuitas, de principios morales harto discutibles (el amor como algo necesariamente fatal, el sufrimiento como base para la salvación, el Cielo como única esperanza...), que ni siquiera el vapuleo del centenario ha podido rescatarlos.

Más allá incluso de los terribles conflictos personales que hay por debajo de historias tan aparentemente ingenuas como El patito feo, El soldadito de plomo, La cerillera... se entrevén otras muchas tinieblas en Andersen, que alguna vez habrá que clarificar, porque pertenecen al meollo de nuestra cultura. El autor de La Sirenita, por encima incluso de sus propias miserias personales, es un ejemplo acabado de escritor romántico, con todas sus consecuencias. Y el Romanticismo, contra lo que pueda parecer, no nos abandona. Utiliza camuflajes varios -incluidos algunos muy posmodernos-, entre los que figura ese irritante neoculto a la personalidad del escritor, algo que parece haber alejado definitivamente aquella formidable propuesta de Paul Valèry, la de «una Historia de la Literatura sin autores». Habrá que esperar al menos otro siglo para retomar la sensatez del texto, si es que no todo se estropea definitivamente.

Para ir derecho al grano, nada como esta sentencia de Antonio Machado:«En leer a Kant se gasta mucho menos fósforo que en descifrar tonterías sutiles y en desenredar marañas de conceptos ñoños» (Juan de Mairena, VII). Precisamente el pensamiento kantiano sobre la obra de arte, al plantear el pleito radical entre lo bello y lo sublime, nos viene como anillo al dedo para tratar de desenredar los presupuestos románticos que animan buena parte de la obra de Andersen. De forma necesariamente esquemática, se podría decir que, según el filósofo, la obra de arte, a través del placer estético, nos recuerda que la razón es muy superior a toda representación del absoluto, el cual es, por definición, irrepresentable. Nos produce, pues, el dolor de que ni la imaginación ni la sensibilidad estarán nunca a la altura del concepto. Y en la medida en que el arte se aleja de lo bello, necesita ser más penoso, y más imaginativo, tanto como para compensar su falta de placer estético. Y así, cuando la obra combina ambos sucedáneos -la pena interminable y la imaginación desbordada-, fracasa. Pero lejos de admitirlo, se repite en su inutilidad. Este es el fundamento del folletín, que hoy también inunda las pantallas, y desde luego del melodrama romántico, al que Andersen no pudo sustraerse. Es más, tuvo que añadirle un tercer elemento, el de la religión cristiana, para compensar las extrañas manipulaciones que, con muchos de sus cuentos, llevó a cabo sobre el caudal de la literatura folclórica, hasta transformar lo maravilloso en sobrenatural. Lo veremos más de cerca el próximo día con «El extraño caso de La Sirenita».

Despiece.

Para abordar un estudio sistemático de los cuentos de Andersen habría que aislar los fundamentos teóricos de su propia literatura. En primer lugar, el componente biográfico. Muchos cuentos son trasparentes a una lectura de sus propias frustraciones (El patito feo, La cerillera, El soldadito de plomo, La tetera...), y tienen como fundamento el deseo y la exclusión. Otros son de base folclórica (Los cisnes salvajes, El Jardín del Edén, El traje nuevo del emperador, Pulgarcita, La aguja de zurcir...), cuyo fundamento es la sustitución de lo maravilloso-popular por lo sobrenatural-burgués. En otros relatos, el danés combina hábilmente lo personal, lo folclórico y lo religioso.





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