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Un camino hacia el conocimiento: el cine de Víctor Erice

Carmen Arocena





A partir del estreno de El sol del membrillo (1992), Víctor Erice ha declarado en numerosas ocasiones que el cine para él es un camino hacia el conocimiento. Hacer películas es una manera de enriquecerse como ser humano, de aprender, de experimentar el mundo... Veinticinco siglos antes, Sócrates defendía la idea de la búsqueda del saber como base de toda la virtud. Su principal discípulo, Platón, reformuló las ideas socráticas y definió las diferentes fases en las que se descompone el camino hacia el conocimiento y en las que también se descompone la realidad. Si para Erice hacer cine es un método de aprendizaje, una búsqueda de la verdad, no parece muy insensato afirmar que su producción cinematográfica recorre las etapas en las que Platón descompone a la realidad y al conocimiento.

Retomando el mito de la caverna del pensador ateniense, en un principio nos encontramos con el mundo sensible y dentro del mundo sensible con las sombras, que pertenecen a la realidad aparente. Este fragmento de la realidad representa todo aquello a partir de lo cual estamos obligados a formar conjeturas. Las sombras se corresponden con los reflejos en la superficie de las aguas y con los espejos. También son sombras las obras de arte representativas. Es el grado más bajo del Ser, el que más cerca se encuentra del No-Ser; aquí reinan la impresión, la inestabilidad, la confusión. Es el nivel inferior de la realidad y del entendimiento. Con la realidad aparente se inicia el camino hacia el conocimiento. El primer largometraje de Erice lo podemos enclavar dentro de este segmento. En su primera película, Los desafíos (de la que él únicamente realizó uno de los tres episodios que la componen), Erice utiliza la figura de un mediador, Charley, el protagonista, que mira a través de unos prismáticos una realidad reconstruida, ficcionalizada. La utilización de un mediador y la construcción de acciones y de personajes irán desapareciendo progresivamente del cine de Erice para acercarse cada vez más al conocimiento sin mediación, al conocimiento noético, según la terminología de Platón. Charley podría identificarse con los seres encerrados en la caverna platónica que únicamente son capaces de ver sombras. Charley es el alter ego del cineasta, que observa la realidad a través del visor de la cámara cinematográfica y que utiliza como recursos expresivos el plano/contraplano para hacer ver al espectador lo que él ha construido aproximándose fielmente a lo que piensa que es la realidad. Pero todavía no es consciente de que las imágenes que ha elaborado sólo son sombras de la realidad. En esta película, el conocimiento viene de la representación de lo real. Es un conocimiento doblemente externo pues procede del exterior y se queda en la apariencia exterior de los fenómenos sin pretender llegar a su esencia. La mirada delegada por el cineasta en uno de sus personajes es una mirada que pertenece a una realidad construida y se dirige a unas acciones que pertenecen al mismo relato de ficción. El cineasta se define a sí mismo como voyeur, como aquel que ve pero que no es visto. Por otra parte, Víctor Erice conoce y nos hace conocer con un sentido, el de la vista. Se trata de una percepción externa que se dirige a sucesos también externos.

El conocimiento de las cosas reales es el segundo estadio dentro de la teoría del conocimiento platónica. En su mito de la caverna, sitúa a la realidad más allá de un muro. Recordamos que en este mito uno de los hombres, un elegido, sale fuera de la caverna y descubre la existencia del mundo sensible propiamente dicho, de los animales y de las realidades naturales. Ana, la niña protagonista de El espíritu de la colmena y figura mediadora a la cual se atribuye el punto de vista de Erice en el relato, vive una experiencia similar pues descubre la existencia de un espíritu marginado de su realidad cotidiana y a partir de ahí inicia un camino hacia el conocimiento para llegar a ser. Este es el mundo de la experiencia perceptiva en el que la percepción como tal carece de verdad.

La experiencia de Ana atribuye valor de percepción a espíritus que paulatinamente van desapareciendo de su vida: el monstruo de Frankenstein que muere en la pantalla pero no en la realidad porque pertenece al mundo del cine en el que todo es un truco, como lo explica su hermana; la huella en la casa abandonada, que le confirma la existencia del algo grande en comparación con su diminuto pie; la aparición del fugitivo en el lugar que la niña había consagrado como refugio del espíritu, asesinado por la colmena pero que le deja como testimonio de su presencia el reloj que vuelve a las manos de su padre, un espíritu oculto. Todos estos encuentros le hacen descubrir que existe una realidad más pura y verdadera al margen de las percepciones controladas por la colmena. Por último, dentro de este juego de presencias y abandonos fugaces, está su encuentro con el monstruo de Frankenstein durante su huida en el bosque, momento en el que las dos realidades se integran en una. La frontera entre realidad y ficción se diluye y sólo queda la creencia. Ana conoce con la fuerza de su mente, cree en aquellas cosas que ha visto o que ha oído y reelabora en su imaginación una nueva realidad en la que lo imaginado y lo vivido se funden. De alguna manera, en El espíritu de la colmena, las sombras de las que hablaba Platón se confundirían con las vivencias de Teresa, Fernando o las niñas antes de la irrupción del espíritu en sus vidas, que las convulsiona de igual manera que convulsiona al fugitivo de la caverna platónica el descubrimiento de las cosas reales. Y de la misma manera que el personaje del mito platónico será repudiado por sus compañeros de prisión, Ana, la niña iluminada, que vive aferrada a sus creencias, será rechazada por la colmena social, reflejo de la España de los años 40.

En varias ocasiones, Erice ha confesado que el cine es un camino de conocimiento entendiendo el oficio del cineasta como un método que debe intentar aproximarse a la verdad, tal vez a esa misma verdad de lo absoluto de la que hablaba Platón, la que nace del juicio. Con su segundo largometraje, El Sur, Erice abandona el camino de la opinión y se adentra en el proceso que lleva hasta lo inteligible. Si Ana, la protagonista de El espíritu de la colmena, se había adentrado en el camino de las creencias, Estrella la niña protagonista de El Sur, utiliza la razón para descubrir el secreto que oculta Agustín, su padre. Es el camino impuesto por la dianoia que comprende las cosas reales en sus imágenes reflejadas. El suicidio de su padre, la actriz de cine de mediana categoría, las cartas que llegan del Sur, el recibo de una conferencia telefónica a un número de Andalucía son sombras que, con el paso del tiempo, Estrella reelaborará desde una perspectiva en la que ha incrementado su saber, aventurando una explicación. Estrella crece consciente de que la verdad se encuentra más allá de las apariencias. Su propio padre le ha demostrado que existen otras maneras de ver, utilizando un péndulo para descubrir un pozo de agua. Sin embargo, romperá este proceso educativo al impedir el acceso a la verdad que la niña busca, creando una barrera de secretos no desvelados entre ellos. El secreto que Agustín guarda en El Sur separa al padre y a la hija instaurando entre ellos la incapacidad de hablar. Tras su suicidio, un nuevo Agustín se descubrirá ante los ojos de Estrella, el verdadero: el humano, a causa del sufrimiento producido por ese secreto jamás desvelado. Tras su muerte, el padre capacita a la joven para que pueda llegar a conocer la verdad que le había ocultado. En el viaje al Sur que cierra la película, Estrella podrá descubrir la verdad que ocultan los acontecimientos reflejados a los que había tenido acceso. En esta película, Erice representa el conocimiento reflexivo que nace de la confrontación del presente con los recuerdos en pos de la verdad en un proceso cognoscitivo que busca el origen de las sombras platónicas.

De la misma manera que el hombre salido de la caverna de Platón descubre el conocimiento pleno en el sol y la luz, Erice busca esa verdad originaria en su última película, El sol del membrillo, afrontando el proceso de creación cinematográfica con la mirada ingenua de los cineastas primitivos. La misma luz que descubre la belleza de los membrillos que pinta Antonio López es la que hace ver, inutilizando todo intento de intervención del creador. Por ello, Víctor Erice mantiene el encuadre fijo y no busca, más bien espera la revelación proporcionada por la luz. Su último largometraje nace de un sueño narrado por Antonio López y surge como una experiencia cognoscitiva. Erice hace suyas las palabras de Rossellini cuando decía que él era «un hombre que intentaba comprender cada día un poco más». A medida que Erice rodaba iba ampliando su conocimiento sobre las obsesiones de un pintor y sobre los problemas del artista y el significado de sus sueños. Su último largometraje nace de un sueño y todas las imágenes sirven para comprender qué es lo que hay detrás de este sueño, adoptando la actitud de espera o contemplación propuestas por Rossellini o Flaherty: deseando que esa verdad que no se conoce de antemano se revele en el rodaje. Erice ha confesado que esta experiencia le ha obligado a retornar a las fuentes del cine y a rodar más como un cineasta primitivo que como uno moderno1, volviendo a los orígenes, manteniendo la mirada limpia, simplemente observando y aprendiendo de la realidad al eliminar la tentación de recrearla.

De esta manera, el cine de Víctor Erice se define como un camino intelectivo que se inicia con un proceso de reproducción de la realidad para finalizar en una pregunta sobre los orígenes del fenómeno audiovisual. Más allá de la recreación se encuentra esa actitud de espera en la que la luz descubre las relaciones del hombre con un membrillero, con sus recuerdos y con sus obsesiones, dejando al espectador la misma libertad que el cineasta ha tenido en sus confrontaciones con el modelo: la libertad de esperar.





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