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Andersen

Antonio Rodríguez Almodóvar





Conmemoramos este año el bicentenario de Hans Christian Andersen, nacido un 2 de abril de 1805. De muy pocos autores se puede decir, como del danés, que consagraron su arte casi en exclusiva a esta modalidad, no muy prestigiada, entonces como ahora, del arte de contar para los niños. Y pensando en los niños. Esto es, no por casualidad ni de rebote de otras andanzas literarias, por más que su alma no era precisamente un puro cristal de inocencias. Las numerosas crueldades de la vida que se cebaron en él lo convirtieron en un personaje hosco para los adultos, implacable fustigador de las hipocresías burguesas, pero, al mismo tiempo, tierno y sensible para con el mundo infantil. Seguramente, por una de esas secretas alquimias del espíritu, sacó de su propia experiencia la imperecedera historia de El Patito Feo. Y hasta es probable que El soldadito de Plomo surgiera de la anécdota de un lejano día de la niñez, cuando la madre, con tal de que el pequeño Hans no se contaminara de catolicismo, lo arrebató de los brazos de un soldadote español que lo había alzado para mostrarle una medalla de la Virgen que llevaba al pecho. A saber si el metal de esa medalla no es el que faltó para hacer la pierna del firme soldadito del cuento.

Por España, precisamente, anduvo el melancólico escritor dos veces. La primera, entre septiembre y diciembre de 1862 (por cierto, quejándose mucho del frío que hacía, ¡un danés!), como todo buen viajero romántico, en busca de lo pintoresco. Entró por Gerona (perdón, «Yirona»), y salió por Irún. En Málaga, los toros se le hicieron insoportables. En Granada coincidió con la visita de Isabel II y compró coplas de cordel a un ciego. De las costas gaditanas admiró su blanco caserío. En Sevilla dio por hecho que Don Juan Tenorio murió fraile en un convento.

De todo eso, y de muchas más cosas, se habla en el bonito catálogo que ha editado la Asociación Española de Amigos del Libro Infantil y Juvenil, para una exposición itinerante que lleva el patrocinio de dos entidades danesas, y que veremos por aquí.

Pero lo más importante de este autor es cómo combate el paso del tiempo. Cómo La Sirenita, La cerillera, Los vestidos nuevos del Emperador, se han convertido en otras tantas parábolas de nuestro mundo: del amor imposible, de la injusticia social, de la vanidad de la política...

A mi entender, la fórmula es sencilla, lo que no quiere decir fácil. Consiste, básicamente, en hacer proporciones adecuadas con relatos tradicionales, vivencias propias, adaptaciones literarias no demasiado empalagosas, y sentido reparador del drama y del conflicto, que no hay por qué esconder a los niños, salvo que queramos que salgan decididamente tontos. Con esas pocas reglas, Andersen construyó una fortaleza literaria inexpugnable a los desgastes de la moda, los premios, los cenáculos... Buen ejemplo a seguir.

De entre las muchas ediciones que hay en los escaparates, sirviendo a la ocasión (no sirviéndose de ella, como ocurre con muchas temibles «adaptaciones» del Quijote), señalo las completas, en cuatro tomos, de Anaya, de buen gusto para el tacto y la vista, y con sendas ilustraciones de Elena Odriozola, Javier Sáenz, Carmen Segovia y Pablo Auladell, a cual más sugerente. Las introducciones, a cargo de especialistas, son también muy útiles. En un tono algo más ligero y colorista, la selección de Timunmas. Por lo económico y por la introducción, muy documentada, de Alberto Adell, la edición de Alianza Editorial, sello donde podemos encontrar igualmente una buena edición del interesante Viaje por España. Este también merece la pena leerlo.





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