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Ciencias sociales y literatura en la segunda mitad del siglo XIX. Antropología criminal y sociología

Yvan Lissorgues


Université de Toulouse-Le Mirail



Es ya bien sabido que durante la segunda mitad del siglo XIX, el intelectual español no se aparta del mundo en que vive; su actitud (como pedagogo, periodista o escritor) participa de un proyecto ideológico y cultural, cuya finalidad es conocer y dar a conocer al hombre y a la sociedad de su tiempo. El escritor, cualquiera sea su credo, desde Pedro Antonio de Alarcón hasta Eduardo López Bago, pasando por Pérez Galdós y Clarín, se siente implicado en el debate abierto en Europa y en España sobre los grandes problemas de la religión y de la ciencia, del hombre y de la sociedad, de la moral y la literatura. Incluso en Juan Valera la voluntad de distanciamiento vale como confesión de la imposibilidad de zafarse totalmente del compromiso.

Así pues, buena parte (la parte «épica») del texto literario tiene su fuente en el «paratexto» que constituyen la antropología y la sociología estudiadas por los pensadores de la época, entre los cuales figuran los mismos novelistas. Es obvio sin embargo que la obra literaria es infinitamente más que un tratado de antropología o de sociología por ser una representación artística, pero no se puede negar que el objeto de la literatura del gran realismo del siglo XIX es, en cierto sentido, el mismo que el de la sociología y de la antropología, o sea la sociedad y el hombre contemporáneos. Buena parte de las novelas «naturalistas» de Alejandro Sawa y las novelas «médico-sociales» de Eduardo López Bago son la aplicación brutal y sin arte de las ideas antropológicas de moda y particularmente de las teorías criminalistas de Lombroso y Ferri. Las mejores obras del gran realismo español y del naturalismo francés son, en última instancia, antropologías sociales.

Es imprescindible, pues, para comprender plenamente la literatura de la segunda mitad del siglo XIX, tener idea, no sólo de la realidad política y socio-cultural del período sino también de las grandes corrientes filosóficas y de las nuevas ciencias sociales derivadas de dichas corrientes como la antropología, la criminología y sobre todo la sociología. Entre las varias manifestaciones del pensamiento español del período, la sociología es tal vez la más reveladora de la situación socio-cultural e ideológica del país. Es ya significativo que la sociología nazca en España de la preocupación por el hombre en relación con su medio social, es decir que en un principio la sociología es una rama de la antropología.

En los apartados que siguen nos proponemos presentar el «estado de la cuestión» por lo que hace a la antropología criminal y a la sociología en España en la segunda mitad del siglo XIX.

La antropología criminal, en sentido estricto, se propone establecer los rasgos físicos y sociológicos del hombre delincuente, y algunos investigadores positivistas, como los que pertenecen a la escuela italiana de Lombroso, se atienen a tal finalidad. Pero para la gran mayoría, la antropología criminal es el estudio científico de los problemas de la delincuencia, sus causas y sus remedios. De hecho, la nueva «ciencia» implica la interacción de otras disciplinas como la medicina, la sociología, el derecho. Varios autores, como el francés Topinard, piensan que la expresión «antropología criminal» debería ser sustituida por la de «criminología» (Torres Campo, 1898, pág. 25).

Considerada desde el ángulo de la sociología, la antropología criminal puede verse como la búsqueda de unas normas de «higiene social», las que necesita la sociedad moderna ante el proceso inédito de industrialización y de urbanización, para preservar la «parte sana» del organismo. Desde este punto de vista, las teorías de Cesáreo Lombroso son las más significativas, aunque las más discutibles científicamente. Lombroso y su discípulo Enrico Ferri parten del postulado según el cual existen criminales natos. La observación y el estudio del cráneo de los delincuentes permite, según ellos, sacar leyes para detectar al criminal potencial. Los resultados de tales investigaciones, publicados en obras como El hombre criminal (1874) o El crimen, causas y remedios (1900) y en la revista italiana Archivo di Psiquiatria, alcanzan difusión en todos los países europeos y dan lugar a discusiones y polémicas en los sectores especializados y aun en el gran público; lo cual le granjea a Lombroso sonada fama. Lo más grave es que se intenta tomar esas espeluznantes conclusiones «científicas» como base de un nuevo derecho penal que permita eliminar a los criminales natos y conseguir el «bienestar de la sociedad». Afortunadamente, la mayoría de los criminalistas europeos impugna las teorías «craneológicas» y fisonómicas de Lombroso y Ferri. Los congresos internacionales de antropología criminal que se verifican en 1885 en Turín y en 1889 en París y reúnen a casi todos los grandes especialistas europeos, manifiestan un rechazo cada vez más acentuado de dichas teorías. Para el Profesor Manouvrier «la serie de cráneos de asesinos no se distingue mucho, bajo el aspecto de la capacidad, de una serie de hombres normales» (Torres Campo, 1898, pág. 15) y «lo que M. Lombroso está en camino de hacer es criminalizar todos los caracteres anatómicos» (Ibid., pág. 21) Casi todos los participantes en esos congresos afirman que no es el atavismo sino el medio social el que hace al criminal y la tendencia más progresista de la criminología insiste más en el aspecto sociológico que en el aspecto meramente antropológico y más en las medidas preventivas que en el castigo.

Tal es, en España, la posición de los más destacados especialistas en Derecho penal, como Pedro Dorado Montero o de los antropólogos criminalistas, como Rafael Salillas. Para Pedro Dorado, que sigue la línea de Concepción Arenal, hay que privilegiar la prevención sobre la represión y este criterio es la base de un nuevo derecho penal, cuya finalidad es reformar al delincuente y hacer de él un individuo sano. Comparten la misma concepción Rafael Salillas, pionero en España de la antropología criminal, y su discípulo y colaborador Constancio Bernaldo de Quirós, que también fue alumno de Dorado Montero. Para Salillas, que por los años ochenta dio a conocer, sin compartirlas, las teorías de Lombroso, «el individuo es como es por su relación al medio», según declara e intenta demostrar en el primer curso de criminología que se da en la escuela de Estudios Superiores del Ateneo de Madrid (Bernaldo de Quirós, 1989, pág. 61; Fernández Rodríguez, 1976). Salillas, autor de varias obras que hacen autoridad en esta disciplina (Salillas, 1910 y 1918), creó la Revista de Antropología Criminal y Ciencias Médico-legales, y fundó, en 1903, la Escuela de Criminología a la que colaboró Bernaldo de Quirós.

Por lo que se refiere a las relaciones entre antropología criminal y literatura, dos dimensiones de dirección opuesta merecen destacarse.

En primer lugar, no cabe duda de que las teorías criminalistas de Lombroso influyeron más o menos en el naturalismo literario, y más que menos en España, en el caso de las «novelas médico-sociales» de López Bago y en algunos rasgos de las novelas naturalistas de Alejandro Sawa. En ellas, se encuentran retratadas y en acción toda una galería de «bestias humanas» que tienen todas las características de los criminales natos. No deben olvidarse estas novelas, no por su valor artístico, que muy poco tienen, ni por su sentido científico, equivocado, sino como expresión de la forma de pensamiento a la que pudo llegar un positivismo exclusivo y sin discernimiento y, lo peor, bien intencionado (Véase: Phillip, 1976, págs. 158-235; Lissorgues, 1988, págs. 237-253).

Es, por otra parte, interesante notar que de la misma manera que Freud toma la literatura como objeto de estudio psicoanalítico, Salillas y otros antropólogos analizan las obras literarias para estudiar la delincuencia Según Bernaldo de Quirós, Salillas «ha sido de los primeros en comprender todo el provecho que la literatura puede dar a la criminología» (Bernaldo de Quirós, 1898, pág. 75). En su libro Hampa (Antropología picaresca) (Salillas, 1898), Salillas analiza, según el ángulo de la antropología y de la criminología a los clásicos de la novela picaresca (Cervantes, Mateo Alemán, Quevedo, etc.) pero no desde el punto de vista exclusivista del atavismo, como en los estudios que los discípulos de Lombroso dedican a las obras de los grandes novelistas y poetas en la sección de literatura aplicada a la ciencia de la revista Archivio di Psiquiatria o en libros como Les criminels dans l'art et la littérature de Ferri o como el que Alfredo Niceforo dedica a los criminales y degenerados en El Infierno de Dante (Bernaldo de Quirós, 1898, págs. 61-64 y 67-78).

En cuanto a la sociología, varios autores insisten en la debilidad de esta ciencia en España en el siglo XIX. No es del todo exacto pero bien es verdad que no se puede hablar en el siglo XIX de una sociología sistemática, ni siquiera de una sociología «científica». No debe sorprender. Para Comte, para Spencer, para Durkheim, el objeto de la Sociología es la sociedad en que ellos viven y con la cual se encuentran en simbiosis ideológica; su preocupación mayor es proteger, consolidar y mejorar el orden social conquistado por la revolución burguesa. No hay ciencia más dependiente de la ideología que la sociología y es un error considerarla como un absoluto (como una ciencia), como producto de una sociedad indiferenciada. Es una evidencia que se suele olvidar. Si la sociología europea del siglo XIX es una ciencia es una «ciencia sociológica burguesa». El tan perfecto sistema de Comte es, en última instancia, una filosofía de la historia, en la que lo estático y lo dinámico, esto es, el orden y el progreso no pueden separarse y cuya evolución conjunta (la del orden y la del progreso) llevará al estado perfecto en que los científicos tendrán el poder espiritual y el poder temporal será de los industriales. Durkheim, al final del siglo, intenta fundar una sociología autónoma que proporcione soluciones frente a la crisis de los valores morales. Federico Le Play, que según Manuel Fraga Iribarne, tuvo gran influencia en el pensamiento conservador español (Núñez, 1975, n. 452, pág. 239), quiere poner término a la inestabilidad social producida por las revoluciones reforzando la autoridad moral (y desde luego efectiva) de las clases dominantes (industriales, propietarios). La sociología europea en el siglo XIX es la sociología de la sociedad burguesa en vías de consolidación. Los varios matices introducidos, por ejemplo, por Gabriel Tarde (teoría de la imitación) o por Alfred Fouillée (teorías de las ideas-fuerzas) contribuyen tan sólo a enriquecer la concepción general.

La originalidad de España respecto a las demás naciones europeas se patentiza en el arraigo y en el vigor que tiene durante todo el período una corriente de pensamiento idealista y metafísico como el krausismo y sus adaptaciones eclécticas, el institucionismo y el llamado krauso-positivismo, cuando en Francia, en Inglaterra, en Alemania se imponen con fuerza sistemas homogéneos derivados del positivismo. Según Durkheim, por lo que se refiere a la sociología, la fundación de esta ciencia exige dos condiciones: la ruptura con el antiguo régimen (Revolución de 1789) y la consecutiva desaparición del tradicionalismo por una parte y, por otra, una verdadera fe en el poderío de la razón, es decir, una adhesión sin reticencia al positivismo (Moya, 1970, pág. 9). Ahora bien, en España no se ha verificado la revolución burguesa, el proceso de industrialización es incipiente y el intelectual burgués no encuentra en su entorno la clase social capaz de acoger y dar vigencia a las nuevas ideas sociales (que en gran parte proceden de fuera). «La razón sociológica no gozará aquí de la salud constructiva y conformadora de la praxis social que tendrá en el país vecino» (Núñez, 1974, pág. 237).

Para los nuevos sociólogos españoles no se trata de consolidar un orden sino de conquistarlo. Tal vez así pueda explicarse la pervivencia de una corriente idealista, o sea esencialmente romántica, como asidero frente a una situación insegura y como fuerza ideológica capaz de dinamizar el movimiento hacia el futuro. La introducción y la asimilación de varios elementos de las ciencias sociales europeas enriquecen la posición de los intelectuales reformadores que, en general, no abandonan sus creencias (históricas o metafísicas) profundas. La característica dominante de las nuevas ciencias sociales en España, y particularmente de la sociología, es un eclecticismo que, si bien puede verse como consecuencia de un atraso histórico, es sumamente original y, en todo caso, impide caer en las exageraciones (o las extravagancias en el caso de Comte) a que llegan los grandes sistemas sociológicos positivistas.

La palabra sociología, inventada por Auguste Comte y empleada por primera vez hacia 1830 en el Curso de Filosofía Positiva, no tiene sentido operativo en España antes de los años setenta. Como en los demás sectores del pensamiento español de la época, los primeros en hablar de sociología son los krausistas y los cultivadores más destacados de la nueva «ciencia» en el ámbito del pensamiento liberal han recibido la enseñanza de Sanz del Río o de Francisco Giner. Esta tendencia es la que más se acerca a la sociología «establecida» de los países europeos, de la que toma diversas ideas. Pero no es la única.

Hay una corriente sociológica cristiana que parece arrancar de Jaime Balmes, cuya concepción (Balmes, 1847) se suele comparar con la que defiende Le Play por los años sesenta y que, en varios aspectos, prefigura algunas tendencias sociales de la Rerum Novarum (1891). Durante la segunda mitad del siglo, el acercamiento a la sociología (y el empleo de la palabra sólo se justifica por una extensión de sentido) del sector católico se explica por dos grandes motivos. Primero, por la necesidad de luchar contra el liberalismo y luego, por una preocupación cada vez más acusada por la cuestión social, conforme se acentúa el proceso de industrialización y el desarrollo de la ideologías obreras.

El tradicionalismo de Juan Donoso Cortés, para quien: «fuera de la sumisión a la Iglesia no hay salvación para las sociedades humanas» (Donoso, 1931, pág. 273; véase también Donoso [1851]), y su prolongación en el carlismo y el integrismo de un Sarda y Salvany, como los intentos de Fray Ceferino González (González, 1864) y de Alejandro Pidal y Mon (Abellán,1989, págs. 446-456), son manifestaciones de resistencia, en el terreno social, frente a las nuevas concepciones sociológicas liberales. Mientras el sector tradicionalista niega o rechaza el progreso y la evolución de la sociedad, esta misma sociedad no puede ser en su realidad actual objeto de estudio. No se puede hablar de sociología cuando la única respuesta a las novedades es la imprecación. Pero hay una evolución, impulsada por las nuevas posiciones de León XIII, hacia la irremediable adaptación a las nuevas realidades sociales. Mientras Orti y Lara y Sarda y Salvany siguen denunciando al liberalismo como fuente de todos los males, es sintomático que Alejandro Pidal pronuncie, en 1887, un discurso de recepción en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas titulado: Del método de observación en la ciencia social: Le Play y su escuela. La asimilación del mensaje de León XIII (sobre todo después de la Rerum Novarum) permite echar las bases, al final del siglo, de una sociología denominada catolicismo social (Véase Hibbs-Lissorgues, 1995).

Después de la muerte de Sales y Ferré, el segundo catedrático de Sociología en España es Severino Aznar, considerado como el creador del pensamiento social moderno del catolicismo en España (Aznar, 1906; Núñez, 1975, págs. 266-278). Hasta, en 1921, el padre Llovera puede publicar un preciso y completo compendio titulado Sociología Cristiana (Llovera, 1921).

No puede olvidarse, pues, ese esfuerzo de un pensamiento y de una institución secularmente hegemónicos para adaptarse a la nueva situación social y así mejor resistir a los valores y a las ideologías liberales y proletarias. Desde el punto de vista literario, es bien sabido que las novelas de Pedro Antonio de Alarcón, de José María de Pereda e incluso de la novelista «naturalista» Emilia Pardo Bazán son un reflejo de las tensiones entre las tendencias modernas y una concepción social cuya armonía radica en los valores cristianos (Pérez Gutiérrez, 1975).

Parecido esfuerzo para hacer de la sociología una ciencia cada vez más autónoma caracteriza la actitud de los intelectuales liberales reformadores, considerados como «los auténticos creadores» de esta «ciencia», es decir, los krausistas y los «filo-krausistas» (Laporta, 1974, pág. 264). La situación socio-histórica y los consecutivos motivos doctrinales explican la dificultad de adaptación en España de las sociologías positivistas imperantes en los países europeos. Desde la antropología social definida ya desde los años setenta por Francisco Giner de los Ríos hasta la emergencia, en los últimos años del siglo, de la ciencia sociológica de Manuel Sales y Ferré, hay una lenta y prudente asimilación de las ideas más aceptables (y más adaptables) deparadas por los grandes sistemas sociológicos europeos. Y es que el interés del krausismo por lo social es muy vivo: en 1877, Hermenegildo Giner de los Ríos imparte un curso de Antropología Social en la Institución Libre de Enseñanza, adelantándose en más de treinta años a los demás países (Lisón, 1971, pág. 125). Para los krausistas, lo primero es el hombre, la persona social (Giner, 1924). Por eso, «la sociología no es más que una parte de la antropología, la antropología que podríamos decir del hombre social» (Núñez Encabo, 1976, p. 145), con tal que se considere aparte el caso de Cataluña, donde Pedro Estasen puede, ya desde 1878, propugnar un darwinismo social que justifique la dominación de los más fuertes (Núñez, 1975, 250-251).

La característica fundamental de los krausistas o de los krauso-positivistas, que, por imperativo ético, dedican parte de su actividad a los estudios sociológicos (Francisco Giner, Gumersindo de Azcárate, Urbano González Serrano, Adolfo Posada), es un eclecticismo metodológico y ontológico que oscila entre «lo espiritual metafísico y ético» y el estudio experimental de las realidades sociales. La atención a lo concreto no borra nunca la dimensión metafísica de un organicismo espiritualista que siempre se distingue del organicismo biológico. Sobre este punto las aclaraciones son numerosas (Núñez Encabo, 1976, págs. 123-130). Elijamos dos suficientemente explícitas para excusar cualquier comentario: «Late -escribe González Serrano en 1884- en toda la sociología moderna el error gravísimo no de comparar, sino de identificar el organicismo social con el natural» (González Serrano, 1884, p. 14); por su parte Posada afirma en 1896 que no puede haber confusión de límite entre sociología y biología, ya que «la sociedad es, en efecto, un organismo racional sui generis, infinitamente más complejo que el organismo natural y además distinto; la sociedad es más bien un todo orgánico» (Núñez Encabo, 1976, n. 65, págs. 134-135)

En cuanto a la filosofía de la historia es la base idealista de una concepción sociológica que considera la sociedad como un todo orgánico perfectible, en evolución hacia un armonismo siempre más completo; por eso, «la sociología es una ciencia que provoca investigaciones cada vez más complejas a través de la psicología del hombre como ser social y de la sociedad como obra del hombre» (Posada, 1902).

Así se entiende que no haya ruptura entre la sociología teórica y la sociología práctica. La preocupación de todos esos reformadores por los problemas sociales concretos es constante. La sociología debe contribuir al mejoramiento de la vida y a la extirpación de los dolores y males de carácter social, debe ser también un arte social (Laporta, 1974, págs. 328-332). Entre las realizaciones prácticas de ese reformismo hay que destacar el Instituto de Reformas Sociales, fundado y presidido por Gumersindo de Azcárate (Azcárate, 1969; Legaz, 1960, págs. 28 y ss.)

La sociología de Azcárate, de González Serrano, de Posada ¿llega a ser una «ciencia» independiente? El somero análisis anterior permite ya afirmar que no. La sociología, para los reformadores liberales, es sólo un aspecto de un conjunto y se sitúa dentro de una concepción general, filosófica y casi siempre metafísica, aunque se afirma a lo largo de los años un esfuerzo para concretar el objeto de la nueva ciencia y para hacer de la observación el punto de partida de la reflexión. «Hay que ir más allá de los hechos, a buscar su causa o explicarlos, a descubrir su fondo introduciendo el soplo vivificante del ideal» (Posada, 1908, pág. 232. El subrayado es nuestro).

Manuel Sales y Ferré es el único entre los antiguos discípulos de Sanz del Río que consigue emancipar la sociología de la metafísica y de la filosofía krausista, pero sin caer en el sistematismo reduccionista positivista. Rechaza el organicismo biológico (la sociedad no evoluciona como un organismo) y el organicismo metafísico krausista (la sociedad no es un cerebro colectivo y la sociología no es una psicología). Sales y Ferré, que no desprecia los datos cuantitativos proporcionados por la estadística, intenta hacer de la sociología una ciencia inductiva que proceda de lo particular a lo general, de los hechos a las leyes. Con él, la sociología alcanza su institucionalización por la creación, en 1898, de la primera cátedra de Sociología en la Universidad de Madrid. Su obra (Sales, 1889; 1894; 1912) y su personalidad, olvidadas durante medio siglo, suscitan vivo interés desde 1975, y han dado lugar a valiosos estudios sintéticos (Núñez Encabo, 1976; Jerez Mir, 1980) y a no menos valiosos estudios parciales (Núñez, 1975, págs. 245-247; Laporta, 1974, págs. 269-271).

La originalidad del pensamiento sociológico español durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX resulta perfectamente puesta de relieve por las siguientes palabras de Adolfo Posada:

Spencer y Comte y la corriente positivista, especialmente Spencer y el evolucionismo han influido mucho. La tradición española, de que nos habla Costa, no se ha mantenido; lo que sí puede afirmarse es que en el espíritu íntimo de los principales sociólogos españoles modernos ha imperado con fuerza la educación filosófica del krausismo, imponiendo austera disciplina a muchos y sirviendo sus ideas lógicas y metafísicas a manera de fundente de las tendencias harto divergentes de la sociología en sus direcciones evolucionistas, psicológicas, positivistas, idealistas e históricas. Así ocurre que en los estudios sociológicos españoles no imperen generalmente con exclusivismo ninguna de las directrices sociológicas actuales (salvo en el caso del Sr. Sales y Ferré, muy evolucionista).


(Posada, 1899)                







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