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El franquismo y los intelectuales de la posguerra

Germán Gullón1

Ilustración de Lluís Alabern



La resistencia silenciosa: Fascismo y cultura en España (Anagrama, 2004), del ensayista y profesor de literatura española Jordi Gracia, ha sido la obra ganadora del XXXII Premio Anagrama de Ensayo. Sometidos, independientes, arrepentidos o denigrados son algunos de los intelectuales protagonistas de estos años que recoge un bien documentado y escrupuloso corpus.





El libro confirma y rubrica que nuestro conocimiento del ambiente intelectual de la España de posguerra comienza a ser suficiente. Después de décadas en que lamentamos la falta de información sobre la guerra y la posguerra, cabe decir que las líneas maestras del período, construidas por una importante bibliografía, en la que se apoya esta obra, permite trazar un panorama coherente, y que todos podemos suscribir. La obra revisa con justeza y apreciaciones equilibradas unos quince años largos de vida cultural, entre el fin de la Guerra Civil y la mitad de los años cincuenta. Y dije que los rubrica porque cierra, por el momento, una trayectoria de publicaciones, entre otras de José Carlos Mainer, quien desbrozó con espíritu pionero el campo de estudio, marcando asimismo las pautas que todavía seguimos.

El libro merece el galardón recibido de la editorial Anagrama. Lo mejor del volumen, a mi juicio, es la historia bosquejada con buen pulso y abundante información referente a la actuación de ciertos intelectuales españoles, Azorín, Pío Baroja, Gregorio Marañen y José Ortega y Gasset, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Pedro Laín Entralgo y Dionisio Ridruejo, y bastantes más, en ese ángulo en que se juntan lo personal y la actuación pública. El panorama del período que aquí se presenta, de las relaciones habidas entre los escritores destacados de la primera mitad del XX y la realidad socio-cultural franquista, resulta denso y escrito con soltura. El lector encontrará en estas páginas un careo de posiciones encontradas sobre la participación de unos en la empresa franquista y la negativa a hacerlo de otros, todo ello sacado de un extenso corpus textual, que abarca publicaciones en libros, revistas y correspondencia. Esta última permite visitar entresijos personales de la posguerra española poco conocidos, tanto de los vencedores como de los vencidos.

Podríamos decir que desbroza el panorama para afinar sobre la conducta intelectual de los escritores españoles, de los protagonistas de aquel entonces, separando a los que antes se rindieron a la amenaza franquista, como Gregorio Marañón, los que regresaron por edad, como Pío Baroja o Azorín, los que colaboraron y luego se arrepintieron, como Dionisio Ridruejo, o los que supieron mantenerse independientes, como Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez. Hay aquí poco material desconocido, pero la manera en que se incorporan perspectivas importantes sobre el asunto, de, por ejemplo, Agustí Calvé, Gaziel o del admirado Carlos Castilla del Pino, redondean la historia contada, ayudando a entender mejor el sentido de ese momento histórico, que marcó todo el siglo XX español.

Mas, el libro que es tan matizado y escrupuloso a la hora de explicar las ideas y opiniones de los diferentes autores, sin embargo, habla del fascismo en términos en exceso generales, como si fuera una enfermedad, «un virus infeccioso», y nunca lo define. Según avanzaba la lectura, el vacío conceptual me resonaba en este hueco. Lo verdaderamente peligroso de esos quince años de posguerra me parece menos el denominado virus fascista -que nunca llegó a convertirse en una infección ideológica, y así lo reconoce Gracia, excepto entre los falangistas de camisa azul mental- que el miedo al agresivo régimen franquista, que se valió de una mezcla de conservadurismo, de fascismo sui géneris y de ponzoña fratricida. No basta enfrentar al liberalismo con el fascismo, quizás hay que cebar los anzuelos críticos con algunas referencias más concretas. El subtítulo de este libro, «Fascismo y cultura en España», contiene tres sustantivos y sólo uno de ellos le cuadra correctamente, el referido a nuestro país. Los otros dos figuran como enlaces semánticamente cargados, si bien imprecisos. Un subtítulo apropiado, pienso yo, y enseguida lo argumento, sería el que encabeza estas palabras.

La alternativa que la lectura de este libro me sugiere, y debo recalcar en este aspecto que no contradice los logros mencionados del libro, sería hablar de «franquismo» en vez de «fascismo». De hecho, no creo que sea posible equiparar el fascismo peninsular con el alemán o el italiano, por eso pienso que a lo que en España llamamos «fascismo» es mejor denominarlo simplemente «franquismo». Al fascismo español le faltan algunos de los componentes esenciales del alemán, como es el de poseer un líder carismático, como Hitler o Mussolini, capaz de arrastrar a las masas; tampoco sufrimos del racismo biológico, de los campos de concentración ni de las cámaras de gas. El franquismo se parece al fascismo italiano más que al alemán, por la fuerza con que se subrayó la unidad nacional y su pasado histórico y cultural.

El franquismo fue, en mi opinión, una variante de la intransigente política conservadora que el país sufrió desde la Restauración, caracterizada por un agudo miedo a la democracia, obsesionada por el pasado imperial de la nación y bañada por los métodos de represión brutales que utilizó, nacidos en la manera en que España había reprimido a los insurgentes en Filipinas, en Cuba y en África. La naturaleza civil y humana de los españoles, que desde el siglo XIX nunca encontró un punto de equilibrio -el que había traído por ejemplo a Francia la Revolución (1789)- y que pasó por destronamientos, experimentos republicanos, guerras carlistas, todo ello desequilibró constantemente la vida civil española, la llenó de miedos e inquietudes. Franco, aliado a la Iglesia y a los grandes propietarios, quiso poner fin a este desequilibrio de una vez por todas, y se estableció ese sistema parafascista, sobre todo en los métodos de represión que denominamos «franquismo».

La literatura de la inmediata posguerra, con las obras de Camilo José Cela, Miguel Delibes, Carmen Laforet, Blas de Otero y otros, creó un perfil crítico de la sociedad de entonces que formaba el techo cultural de momento. De esto se habla poco en el libro, de hecho se menciona un artículo periodístico de Javier Cercas de 2002, atribuyéndole el análisis del Pascual Duarte celiano como una obra prorrégimen, idea ya expuesta por la crítica con mucha anterioridad. Por ello, la segunda palabra, «cultura», como dije antes, figura en el título con un sentido impreciso, porque en realidad no habla de cultura con k, como dijo Ortega, sino de la relación de las personas con la vida cultural, vista desde la perspectiva del temor experimentado por los agentes culturales que operaron dentro del franquismo. Aquí no encontrará el lector análisis de las obras de Ortega, por ejemplo, donde se vea la relación existente entre esa obra y el fascismo o el franquismo. O dicho de otro modo, no se estudian las obras por cómo las influyó el fascismo. De lo que se trata es más de comentar las actitudes, las defensas o ataques a los programas o propuestas franquistas de crear una cultura ortodoxa. En verdad, todas las propuestas hechas para crear una literatura franquista fracasaron, y así lo expone el libro, mientras que la resistencia silenciosa, la creciente contra el franquismo, fue aumentando hasta que en un determinado momento se unió a la mantenida fuera, lo que permitió que los exiliados y los que vivieron dentro pudieran volver a operar integrados en un mismo campo cultural. Pero esa resistencia silenciosa fue llevada a cabo por los escritores y los activistas políticos también, que no siempre son los intelectuales aquí estudiados.

La denigrante posición en que se vieron sumidos los intelectuales españoles bajo el franquismo fue sobrevivida mediante los apoyos que proveían las tertulias, la literatura progresista, los grupos de amigos y lo que se decía entre líneas. Hay diferentes etapas del franquismo claramente discernibles. La de la guerra y la inmediata posguerra, dura, cruel, en que los escritores padecieron el síndrome de Estocolmo. Cuando Gracia aborda la posición de Jorge Guillén en la guerra se relatan, y lo hace con tiento y mesura, sus relaciones con la causa nacional mientras vivía en la España de Franco, y los temores de su amigo Pedro Salinas, que estaba a salvo en USA, de que Guillén se hubiera pasado de bando. El denominado síndrome de Estocolmo, que afecta a quienes son cogidos prisioneros y que lleva a las víctimas a simpatizar con sus verdugos, pienso que explica la situación guillenesca. Una cosa era pasearse por Middelbury College en Vermont y otra muy distinta vivir en la Sevilla del conflicto, rodeado de las insignias y la propaganda del franquismo, modesto seguidor en este aspecto del fascismo, que a tan altas cotas supo elevar la simbología nazi que aún hoy exhiben locos y fanáticos de cencerro. Puedo imaginar, en parte porque lo viví mucho después, el terror que despertarían en ciertas personas los símbolos del poder del primer franquismo, sotanas, insignias, botas, disparos, miradas conminatorias, censuras varias, etcétera. Dionisio Ridruejo me habló mil y una veces de esta cultura del miedo en Austin (Texas), ya que él también la había padecido, aun siendo el más convencido de la necesidad, por un breve período de su vida, de un estado fascista.

Nada de lo dicho resta valor al libro, únicamente indica dos salvedades. La necesidad de recuperar las particularidades y pequeñez del franquismo puro y duro sin diluirlas en fascismo como epidemia vírica, porque enlaza mejor con la cultura popular aflamencada de la época, y con la resistencia silenciosa de los escritores, como Carmen Laforet y su Nada, que complementa y amplifica la llevada a cabo por los intelectuales. Son dos maneras complementarias de preocuparse por la realidad.





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