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El futuro está en el pasado

Carlos Franz





Se reinician las actividades en el hemisferio norte, luego del receso veraniego. La política y los negocios vuelven de vacaciones con nuevos bríos. Es de suponer que también con algunas ideas nuevas, engendradas por el ocio de los meses veraniegos. Pero, ¿serán tan nuevas? ¿Qué hay de nuevo bajo el sol, en el mundo del poder? Quizá nada sea más instructivo al respecto que ver «La cena», la obra de teatro que -en estos días se presenta en el hermoso Círculo de Bellas Artes de Madrid. El drama del francés Jean Claude Brisville (el mismo de «Las relaciones peligrosas») pone en escena a dos de las mentes políticas más brillantes -y cínicas- de la historia: Talleyrand y Fouché. Ambos surgidos al poder durante las convulsiones de la revolución francesa, no sólo supieron sobrevivir a sus guillotinas, sino que se las arreglaron para estar con todos los sucesivos regímenes, de signo opuesto, que sobrevinieron. Y, lo más fundamental para ellos, adquiriendo más poder económico y político. Talleyrand ha pasado a la historia como el diplomático por antonomasia, capaz de intrigar con igual celo a favor y en contra del gobierno que lo mandaba. Fouché, por su parte, fundó prácticamente solo la policía política moderna; todos los ministros de interior que recogen información a través de inteligencias secretas le están en deuda y son, les guste o no, sus sucesores.

¿Qué tienen que ver estos personajes de hace dos siglos con la contemporánea política democrática y sus asuntos?

Nuestra época posmoderna, pos utópica, pos ideológica, es el futuro cínico de un pasado de idealismos excesivos y confrontados.

El gran mérito de esta obra es mostrarnos la estricta contemporaneidad -la eternidad, de hecho- de esta forma camaleónica de hacer política.

Brisville reúne en su cena imaginaria a estos dos enemigos acérrimos, durante la noche del 5 de julio de 1815. Los ejércitos aliados ocupan París. Tras la derrota definitiva de Napoleón en Waterloo, se ha creado un gobierno provisional presidido por Fouché. Talleyrand, que no mucho antes era ministro de relaciones de Napoleón, ahora representa a su enemigo jurado, el pretendiente al trono, Luis XVIII. «El futuro está en el pasado», le dice Talleyrand, este antiguo obispo revolucionario -que hasta celebró una misa bendiciendo la toma de la Bastilla-, al antiguo jacobino y cortacabezas que fue Fouché. Se lo dice para convencerlo de que, una vez más, si quieren sobrevivir, es necesario traicionar sus ideales de ayer y abrazar ahora una causa que siempre repudiaron. A esto ambos lo llaman, por supuesto, realismo político. Fouché, que había votado por enviar al antiguo rey a la guillotina, se deja convencer -y comprar- por Talleyrand y se dispone a prestar juramento a los mismos borbones que antes odió y ahora vuelven.

«El futuro está en el pasado». Esta frase sigue resonando en mis oídos cuando abandono el teatro y salgo a la fresca noche madrileña. Cinismo excelso: hay que modificar nuestro ayer, traicionando nuestro anteayer, si es que queremos tener un mañana, nos está diciendo Talleyrand. La noción de que una época de idealismo extremo, como fue la revolución francesa, pueda engendrar estos cínicos extremados como fueron Talleyrand y Fouché, no me resulta en absoluto anticuada. Ni al resto del público, que aplaudió a rabiar, tampoco. Por algo será. Hasta cierto punto, nuestra época posmoderna, pos utópica, pos ideológica, es el futuro cínico de ese pasado de idealismos excesivos y confrontados que acabó, digamos, con la caída del muro de Berlín. Hoy, ciertos políticos sobrevivientes a esas convulsiones, los magnicidas de ayer y los totalitarios de anteayer, los fanáticos en cualquier sentido de otrora, se nos presentan cual Talleyrand o Fouché, partidarios del único régimen que no cambia: el del poder y la supervivencia personal. Esto lo percibimos todos; de allí, en parte, el desencanto con la política. En Chile, no menos que en España. Si no, a recordar a los extremistas de la UP, reciclados hoy en ejecutivos de la transición pactada, por un lado. Y por el otro, a memorizar a los apóstoles de la dictadura de ayer, amanecidos hoy en desengañados de Pinochet.

Por suerte, no todos los políticos son como aquellos. Pero, ahora que se acercan elecciones, sería urgente montar «La cena» en Chile. Antes de votar, yo tomaría la precaución de ver esa obra, que nos ayuda a distinguir entre quienes creen que el futuro está en (traicionar) el pasado, y quienes realmente sueñan con algo distinto.





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