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Filosofía e historia natural en el Inca Garcilaso

Luis Millones Figueroa






Filosofía natural

Según el Inca Garcilaso en sus Comentarios Reales, sus antepasados los incas supieron poco o nada de filosofía natural. Ya que «como para su vida simple y natural no tuviessen necessidad que les forçasse a investigar y rastrear los secretos de [la] naturaleza, passávanse sin saberlos ni procurarlos». Esta afirmación resulta sorprendente si pensamos en la imagen que ofrece Garcilaso de los incas en general: una sociedad compleja, exitosa, sofisticada, al punto que el cristianismo venía a añadirse como una consecuencia lógica de su grado de civilización. Podía haberse desarrollado esta sociedad hasta alcanzar el nivel que le atribuye Garcilaso si, en lo que se refiere a la naturaleza: «Admirávanse de los efectos, pero no procuravan buscar las causas» (1943, I:110).

La respuesta de Garcilaso consiste en hacer una distinción entre un saber especulativo y un saber práctico. Los incas, en la versión de los Comentarios, desarrollaron un saber práctico -basado en la experiencia motivada por la necesidad- pero no un saber especulativo -basado en el conocimiento y método de la filosofía clásica-. Los incas, escribió Garcilaso, «fueron poco especulativos de lo que no tocavan con las manos». Así, por ejemplo, los incas ignoraban las calidades de los elementos (frío, caliente, húmedo, seco). Y en la medicina no «supieron conocer los humores por la urina, ni miraban en ella, ni supieron qué cosa era cólera ni flema ni melancolía». Y aunque usaron yerbas para curar se trataba de yerbas «simples» y «no de medicinas compuestas» (1943, I:110, 115, 118).

La ignorancia de una medicina de compuestos entre los incas formaba parte de la siguiente argumentación: «Y pues de cosas de tanta importancia como la salud estudiaron y supieron tan poco, de creer es que en cosas que les iva menos, como la Filosofía natural y la Astrología, supieron menos, y mucho menos de Teología, porque no supieron levantar el entendimiento a cosas invisibles». En esas frases, la intención de Garcilaso era arrebatar a los Incas de una teología que pudiera interponerse con el desarrollo del tópico de la preparatio evangelica presente en su narrativa. O mejor aún, rediseñar una teología inca a la medida del tópico, de ahí que concluyera que «toda la teología de los Incas se encerró en el nombre Pachacámac» (1943, I:118). Este es un tema estudiado, menos atención ha recibido el hecho que la argumentación de Garcilaso, precisamente para hacerla más efectiva, despojaba a los incas de una filosofía sobre el mundo natural, limitando su saber a un pragmatismo sin mayores especulaciones.

Al igual que los incas de los cuales escribía, Garcilaso se declaraba incapaz de investigar temas de filosofía natural. Preguntas que habían intrigado a otros cronistas, como el origen y la distribución geográfica de las plantas y los animales del Nuevo Mundo, no tenían repuestas fáciles bajo las premisas de la tradición clásica y la historia cristiana. De modo que Garcilaso concluye que «porque en cosas tan inciertas es perdido el trabajo que se gasta en quererlas saber, las dexaré porque tengo menos suficiencia que otro para inquirirlas» (1943, I:14).

A pesar de esta declaración, Garcilaso se permite ciertas reflexiones típicas de la filosofía natural al principio mismo de los Comentarios Reales, pues el capítulo inicial se titula: «Si hay muchos mundos. Trata de las cinco zonas». En este primer capítulo Garcilaso sostiene, contra la opinión prevaleciente, que las llamadas zonas frígidas eran habitables. Según Garcilaso, el mismo error que había llevado a los antiguos a creer que la zona tórrida era inhabitable, por el mucho calor, seguía presente en quienes creían que las zonas frígidas no podían ser habitadas por el frío. El error de la geografía clásica había sido asumir como criterio para determinar zonas de calor y frío la distancia que las separaba de la línea equinoccial. Pero Garcilaso proponía que un criterio más acertado era la altitud de la tierra, puesto que la geografía de los Andes mostraba que a una misma distancia de la línea equinoccial se encontraban tierras frías y calientes, y que aún debajo de la misma línea había cumbres con nieve perpetua.

Aunque a principios del siglo XVII no se habían explorado todavía las regiones polares, Garcilaso afirma que el principio de altitud se aplicaba a esas zonas: «Digo, pues, que a esta semejança se pueden creer que también las zonas frías estén templadas y sean habitables, como lo tienen muchos graves autores, aunque no por vista y experiencia». A esta especulación de filosofía natural Garcilaso añade un argumento de exegesis bíblica. Para Garcilaso la orden divina de «creced y multiplicad y hinchid la tierra y sojuzgalda» no tenía sentido sin que la tierra fuera toda ella posible de «sojuzgar y llenar de habitaciones» (1943, I:13).

Este tipo de especulación y exegesis bíblica presentes al principio de la obra tiene vínculos con otras historias naturales del Nuevo Mundo y, en particular, con las historias naturales jesuitas. Sin embargo, lo que parece un comienzo inspirado por los textos jesuitas se corta de inmediato al final del capítulo, acabando de golpe con las especulaciones de filosofía natural. Garcilaso se aparta del modo de reflexión jesuita que se encuentra en textos como los de José de Acosta o Bernabé Cobo y declara:

Yo espero [que Dios] en su omnipotencia que a su tiempo descubrirá estos secretos (como descubrió el Nuevo Mundo) para mayor confusión y afrenta de los atrevidos que, con sus filosofías naturales y entendimientos humanos, quieren tassar la potencia y sabiduría de Dios, que no pueda hazer sus obras más de como ellos las imaginan, haviendo tanta disparidad del un saber al otro cuanta hay de lo finito a lo infinito.


(1943, I:13)                


El cambio de actitud resulta notable. A partir de entonces la naturaleza descrita deja de ser un objeto de reflexión filosófica y, cuando reaparece en la narración, es bajo una forma peculiar de historia natural. La advertencia con que se cierra el capítulo inaugural de los Comentarios, es decir, que los hombres deben admirar la naturaleza pero no indagar sus secretos, es una manifestación de una larga tradición de pensamiento, uno de cuyos representantes más claros fue San Agustín. Para San Agustín, el hombre debía admirar en el maravilloso espectáculo de la naturaleza la perfección divina. Y, en cambio, la curiosidad por entender sus secretos constituía un acto no ajeno a la lujuria y al orgullo. La curiosidad por el mundo natural implicaba para San Agustín la pretensión por averiguar lo que Dios nos había ocultado, un deseo de conocer por el conocimiento mismo, y una distracción de la contemplación de Dios y de la salvación como objetivo principal de la vida (Daston y Park 2001, 122-124; Lindberg 2003, 12-19). Así, pues, Garcilaso, adoptando esta línea de pensamiento, se alejaba de los «atrevidos» que osaban «tassar» a Dios con filosofías naturales. Al adoptar en los Comentarios una posición en la tradición agustiniana, Garcilaso validaba la falta de filosofía natural entre los incas. La implicación era que los incas, que no habían desarrollado una filosofía natural, tenían la actitud adecuada de admiración por la naturaleza. De esta manera, la ausencia de filosofía natural entre los incas, por un lado, y su condena en tanto una aspiración vana, por parte del autor, promovían el acercamiento cultural de los incas a la civilización europea presente en los Comentarios.

Aunque Garcilaso se había declarado poco apto y reacio a razonamientos de filosofía natural en los Comentarios no parece que abandonó la tentación del todo. Al menos si tomamos en cuenta sus lecturas donde la naturaleza y sus secretos son estudiados ya sea en parte o como tema principal. Entre los libros que tenía en su biblioteca, basada sólo en la reconstrucción parcial realizada por José Durand, figuran varios volúmenes con títulos reveladores como Secretos naturales, Primera parte de filosofía natural, los Problemas de Aristóteles, entre otras obras «científicas». Y, aunque Garcilaso consideró apropiado desterrar la filosofía natural en su recreación de los incas, esto no significa que la flora y fauna desaparecieran de su obra o dejaran de interesarle.




Caballos

Desde un punto de vista personal debe considerarse, en primer lugar, su pasión de toda la vida por los caballos. Se trata de un amor que comienza temprano por haber vivido una infancia entre «armas y caballos» en el Perú (1943, I:122). Los «juegos de cañas» de su juventud cuzqueña y, por supuesto, su «profesión y ejercicio» de «criar y hacer caballos» durante sus años de residencia en Montilla, tal como lo declara en el prólogo de la traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo (1996, 10). Su curiosidad fue también intelectual como puede comprobarse por libros dedicados a temas exclusivos de caballos, por ejemplo De la naturaleza del caballo, La alabanza del caballo o Modo de conocer caballos, todos estos parte de su biblioteca. En los Comentarios se asombra de que no se importaran caballos americanos a España, pues piensa que sería una excelente oportunidad comercial.

Muchas vezes, imaginando lo mucho que valen los buenos cavallos en España, y cuan buenos son los de aquellas islas, de talle, obra y colores, me admiro que no los traigan de allí, siquiera en reconocimiento del beneficio que España les hizo en embiárselos; pues para traerlos de la isla de Cuba tienen lo más del camino andado, y los navíos, por la mayor parte, vienen vazíos; los cavallos del Perú se hazen más temprano que los de España, que la primera vez que jugué cañas en el Cozco fue en un cavallo tan nuevo que aún no havía cumplido tres años.


(1943, II:253)                


De manera que cuando imaginemos al Inca Garcilaso será preciso hacerlo no sólo como el ocupado cronista sino, también, como un observador y criador de caballos.

El interés y aprecio por los caballos puede comprobarse también de otra manera en la obra de Garcilaso. Me refiero a sus valiosas descripciones sobre el caballo como elemento fundamental de descubrimientos y conquistas, tema que fuera aludido por José Marín (1955). Al punto que en sus relatos aparecen recordados con nombre propio aquellos caballos que se destacaron. (También algunos de los perros son mencionados y sus hazañas parte de la historia). Un claro ejemplo de la importancia que le atribuyó Garcilaso a los caballos se encuentra en un episodio especialmente dramático de su historia de la expedición de Hernando De Soto a Florida. Se trata del momento en que el valeroso Gonzalo Silvestre y otro joven español deben servir de mensajeros entre Hernando De Soto, que se encuentra a la vanguardia de la expedición, y la base principal de su ejército. Los dos españoles tienen que atravesar un camino incierto rodeado de ciénagas. Poco a poco en el relato de La Florida, el protagonismo pasa de los hombres a los caballos quienes tienen, la memoria, intuición y hasta inteligencia que permite que la misión se cumpla.

El peligro que estos dos compañeros llevaban de ser muertos por los indios era tan cierto que ninguna diligencia que ellos pudieran hacer bastaba para sacarlos del, si Dios no los socorriera por su misericordia mediante el instinto natural de los cavallos, los cuales, como si tuvieran entendimiento, dieron en rastrear el camino que al ir avían llevado, y como podencos o perdigueros, hincaban los hozicos en tierra para rastrear y seguir el camino.


(1988, 182)                


De hecho, podría decirse que el relato de La Florida es también el relato de los trescientos cincuenta caballos que participaron en la expedición. Y así como el relato se preocupa de seguir -en lo posible- el destino de cada uno de los españoles en la desgraciada aventura, también nos da cuenta del destino no menos trágico de los caballos. Hacia el final de la expedición, luego de saquear un pueblo en busca de comida, los españoles debieron darse a la fuga a toda prisa y volver a los barcos en que navegaban. Pero no pudieron embarcar a los últimos ocho caballos que les quedaban. Los indios, «viendo que los españoles se avían puesto en salvo, convirtieron su furia contra los cavallos que en tierra dexaron», y luego de quitarles la protección y cabalgaduras los dejaron libres y, «como si fueran venados, los flecharon con grandísima fiesta y regocijo». Los españoles, que alcanzaron a ver el espectáculo desde los barcos, «sintieron grandísimo dolor, y como si fueran sus hijos los lloraron» (1988, 541). Las lágrimas de los españoles confirman el papel central de los caballos pues fue «mediante ellos» -dejó escrito Garcilaso en los Comentarios- que se «han hecho las conquistas del Nuevo Mundo» (1943, II:252).




Historia natural

Si bien Garcilaso dejó de lado la filosofía natural, no sucedió lo mismo con la historia natural, es decir, la descripción ordenada de la flora y fauna. La que podemos llamar la historia natural de Garcilaso, una aproximación sistemática al tema y no sólo comentarios dispersos sobre los reinos de la naturaleza, se encuentra en el libro octavo (capítulos 9 al 25) y en el libro noveno (capítulos 16 al 31) de los Comentarios reales. En el libro octavo, Garcilaso trata de la flora y fauna peruanas. En el libro noveno trata de la flora y fauna europeas introducidas al Perú hasta ese momento. Tomados en conjunto estos capítulos revelan de qué manera se interesó Garcilaso por la historia natural.

Al escribir sus capítulos de historia natural Garcilaso tuvo a la mano y citó en muchas oportunidades las historias de los jesuitas José de Acosta y Blas Valera. Las referencias a estos dos autores constituyen el ochenta por ciento de las citas de los capítulos de historia natural. A los jesuitas se suman las citas de los cronistas Francisco López de Gómara y Pedro Cieza de León, el médico Nicolás Monardes, así como la correspondencia de amigos en Perú, por ejemplo, las cartas de Garcí Sánchez de Figueroa. Por supuesto, Garcilaso recurrió también a su propia experiencia y conocimiento, pero es necesario destacar en este caso la relación con los jesuitas, y Acosta en particular, ya que las historias naturales del Nuevo Mundo escritas por jesuitas constituyen quizá el corpus textual más importante sobre el tema.

Si bien Garcilaso refiere al lector en muchas oportunidades a la historia de Acosta, queda claro que la historia natural del Inca no se adscribe a la perspectiva que determina el contenido y orden de la narración del jesuita. Para Acosta, y también para Bernabé Cobo y otros jesuitas que describieron la naturaleza del Nuevo Mundo, el orden de sus narraciones debía reflejar el orden de la naturaleza. Sus textos describen primero los metales, luego plantas y finalmente animales para reflejar el paso de lo inferior a lo superior en el mundo natural, y el orden en que fueron creados por Dios. En casos como los de Cobo la organización del texto bajo este principio es meticulosa, y el jesuita debate consigo mismo sobre el orden apropiado dentro de cada categoría. Por ejemplo, si entre los animales, las aves o los peces debían ir primero en su texto (Millones Figueroa 2003).

Para Garcilaso la división más importante de su historia natural, al punto que quedan consignadas en dos libros distintos, es la división entre un mundo natural antes de la llegada de los españoles y el mundo natural que se crea después del encuentro. Tanto Acosta como Cobo, y podríamos suponer que también Valera, dedicaron algunos capítulos finales de sus textos a discutir la presencia de la flora y fauna europea en el Nuevo Mundo, pero Garcilaso convierte el tema de lo europeo en el Perú en punto clave de su historia natural. Mientras para los jesuitas lo importante era ofrecer una pintura detallada de las obras de Dios, de manera que la naturaleza del Nuevo Mundo permitiera nuevas oportunidades de aprecio y estudio. En palabras de Acosta: «El fin de este trabajo es, que por la noticia de las obras naturales que el autor tan sabio de toda naturaleza ha hecho, se le dé alabanza y gloria al altísimo Dios, que es maravilloso en todas partes» (1954, 4). Para Garcilaso, me atrevería a proponer, lo importante de la historia natural era ofrecer un panorama de la transformación del mundo natural peruano con la llegada de la flora, la fauna y las personas de Europa. De manera que podría verse a Garcilaso como un primer comentarista de lo que Alfred Crosby llamó en 1972: «El intercambio colombino»; y que ha dado lugar a muchos estudios de historia ecológica.

Si bien Garcilaso también ofrece descripciones detalladas de algunas plantas y animales, el criterio de selección no se propone ser una muestra representativa del todo, como en el caso de Acosta, o abarcar lo más posible como en la historia de Cobo. El Inca tampoco estaba interesado en dar una descripción detallada al estilo enciclopédico de Fernando González de Oviedo. Garcilaso, en cambio, basa su historia natural en el significado cultural y, podría decirse, ecológico de los elementos de la naturaleza que describe. Se trata de una visión desde la agricultura, de la naturaleza en tanto inmersa en el mundo social y económico. No debe sorprendernos entonces la presencia en su biblioteca del que fuera quizá el libro más influyente en esta materia en la época, la Obra de Agricultura de Gabriel Alonso de Herrera, publicado por primera vez en 1513.

En la historia natural de Garcilaso aprendemos de las plantas y animales como alimentos, como parte de la economía local y como parte de la historia del intercambio biológico de especies. La perspectiva desde la agricultura se revela desde el vocabulario. Garcilaso comienza sus capítulos de historia natural hablando de los «frutos», aquello que se goza de labrar y cultivar la tierra, divididos en los que se «crían» encima y los que se «crían» debajo de la tierra. Más adelante hablará del ganado «manso», las aves «mansas», es decir que el énfasis está en lo cultivado y domesticado, mientras que las plantas y animales «bravos» ocupan un lugar secundario en cada capítulo.

Por esta razón, Garcilaso comienza su descripción del mundo natural del Perú destacando el maíz (entre las plantas que se crían sobre la tierra) y la papa (entre las plantas que se crían debajo de la tierra) ya que ambos constituyen «el pan que ellos tenían» y como tal tienen un enorme valor en la cultura andina. En la parte dedicada al mundo natural llegado de Europa no debe sorprendernos ahora que Garcilaso comience con un capítulo dedicado a los caballos y que, al pasar las plantas, se ocupe primero del trigo, seguidos de la vid y el olivo. El orden y contenido de la historia natural de Garcilaso muestra que su perspectiva consiste en resaltar los casos de mayor importancia en la alimentación, la economía, y aquellos que alcanzan el estatus de símbolos culturales. Por eso, su historia natural no es comparable en cuanto a la riqueza de informaciones sobre la flora y fauna peruanas que presentan otras crónicas. En cambio, el lector notará que Garcilaso tiene otros intereses.

Por ejemplo, dos temas recurrentes del Inca son la obsesión española por tener acceso a los productos a que estaban acostumbrados, y el cuidadoso recuento de la cronología con que se introdujeron en el Perú los productos claves de la alimentación de los conquistadores.

Quienes recibían alimentos de España, recuerda Garcilaso en los Comentarios, exigían a sus compatriotas sumas exorbitantes por los productos de casa. Pero los españoles «no paravan en el precio para las comprar y criar, que les parecía que no podían vivir sin ellas» (1943, II:258). El asunto va más allá de una dieta conservadora. Por un lado existía el temor, basado en las teorías médicas de la época, que un cambio en la dieta conduciría con el tiempo a una transformación física y a la degradación moral del individuo. Por otro lado, algunos productos como la harina de trigo y el vino eran indispensables para mantener la vida espiritual y celebrar misa. Un pasaje de La Florida ilustra muy bien este punto. Se trata del relato de lo que sucede después de una pelea contra los nativos en Mauvila en la que, a pesar de las precauciones para proteger la harina de trigo y el vino, los españoles perdieron sus preciados bienes. De lo que se lamentaron, cuenta Garcilaso, más que «de la falta de los cavallos que les mataron y en los compañeros que perdieron». Consternados, se organizó una reunión de sacerdotes, religiosos y seculares para determinar si «podrían consagrar o no en el pan de maíz», pero tal propuesta fue descartada por contradecir los mandatos católicos. Los españoles entonces tuvieron que resignarse a una «missa seca» que les sirvió de consuelo durante los tres años que siguieron hasta que salieron de la Florida y llegaron a tierra de cristianos (1988, 392-393).

En ese contexto debe entenderse también la meticulosa reconstrucción narrativa de la forma en que llegaron los primeros productos claves de la alimentación española al Cusco. No sólo para satisfacer la curiosidad de los futuros historiadores, sino también porque marcaban la presencia de hitos culturales europeos en América. Y por eso, tal como lo cuenta Garcilaso, tanto los Reyes Católicos como Carlos V premiaban con dos barras de plata «al primero que en cualquier pueblo de españoles sacasse fruto nuevo de España, como trigo, cevada, vino y azeite en cierta cantidad». Uno e los aspirantes a este premio agrícola fue Pedro López de Caçalla, pariente del cronista Pedro Cieza de León, quien tenía unas tierras cerca del Cusco. En 1560, recuerda Garcilaso, pasó por los viñedos de López de Caçalla y «hallé un capataz portugués, llamado Alfonso Váez, que sabía mucho de agricultura y era muy buen hombre» pero que, a pesar de que estaban maduras las uvas no le convidó ninguna. Dándose cuenta de su poca cortesía el capataz se excusó explicando que su «señor le había mandado que no tocasse ni un grano de las uvas» pues perseguía la honra y fama de ser el primero en hacer vino en el Cusco (1943, II:269). Garcilaso ve en hombres como López de Caçalla y en mujeres como María de Escobar -quien llevó el trigo al Perú- las versiones españolas de los dioses Baco y Ceres, dándoles un estatus de héroes culturales.

Los inmigrantes no eran los únicos preocupados por el abastecimiento de trigo y de otros productos claves de la alimentación española. También el gobierno español, en los cuestionarios que enviaba para obtener una descripción detallada de la situación de los pueblos y ciudades en Indias, preguntaba específicamente sobre «si se dan en la tierra el trigo, cebada, vino y aceite» y cuánto producía (Solano 1988, 84). La presencia de los productos europeos en el Nuevo Mundo debió percibirse como parte del proceso de cristianización de la tierra. Pedro Cieza de León comentó con entusiasmo en su crónica escrita hacia 1550 la presencia de «hermosos» campos de trigo en los llanos y valles por los que pasaba (1986, 297). Por su parte, Garcilaso presenta una tierra tan propicia a los nuevos productos como lo hace con los incas hacia la religión católica. De manera que podría hablarse, si tal fuera el caso, de una «praeparatio agricola» así como del tópico de la «praeparatio evangelica».

La abundancia con que responde la tierra del Nuevo Mundo a la introducción de la flora y la fauna europeos -un aspecto que le sirvió a Julio Ortega (1990) para trazar una propuesta más amplia sobre la literatura latinoamericana- llega a tales extremos que, en un célebre pasaje de los Comentarios, Don García de Mendoza fue personalmente a comprobar la grandeza de un rábano del valle de Cuçapa a cuya «sombra de sus hojas estaban atados cinco cavallos» (1943, II:274) . Sin embargo, los comentarios sobre la naturaleza de Garcilaso, tal como ha mostrado José Antonio Mazzotti (1996, 223-241), no se reducen a un relato celebrante. La complejidad de la obra recoge también otros aspectos menos conciliadores y menos entusiastas en la situación creada por la presencia y acciones de los españoles en el medio ambiente peruano.

Por ejemplo, la tala abusiva de los árboles de molle a los alrededores del Cusco para dar combustible a los braseros, o la cacería exagerada que había destruido la rica fauna del valle de Yucay. O también, el desdén de las plantas medicinales locales. Con ello Garcilaso apunta tanto a la posible desaparición de especies nativas como a la pérdida del conocimiento médico del mundo natural americano. Asimismo, la fertilidad de la tierra permite una abundancia que, al no ser no controlada, hace que muchas plantas se vuelvan «muy dañosas», y terminen por invadir y destruir la flora nativa. La transformación ecológica se sanciona con el cambio de nombre de valles enteros, como es el caso del «Valle de la Yervabuena» que reemplaza al valle antes llamado «rucma», es decir, lúcuma (1943, II:274). Leídos en el contexto de la historia moral de Garcilaso es posible ver un paralelo entre la destrucción del buen gobierno establecido por los incas, y la destrucción de su medio ambiente.

Garcilaso señala asimismo que el intercambio biológico estaba todavía en ciernes. Por ejemplo, el tipo de maíz y batatas que se habían exportado a España no eran las mejores variedades, y las semillas de quínoa que se intentaron llevar llegaron en mal estado. Por su parte, cantidades de aves domésticas y otros animales no habían cruzado todavía el Atlántico, pero se esperaba que encontrarían un ambiente propicio y se reproducirían con éxito. ¿Qué podía esperarse en el futuro? ¿Significaba esto que la agricultura europea desplazaría a la agricultura americana, como la hierbabuena a la lúcuma, o como el trigo al maíz al competir por las mismas tierras de cultivo? Para Garcilaso, permitir que tal cosa ocurriera sería un error. De hecho, en los Comentarios, Garcilaso afirma que ya había quienes reconocían virtudes importantes en los productos nativos que no se podían pasar por alto. Y señala que ya «los médicos experimentados han desterrado la harina de trigo y usan de la del maíz» para tratar a los enfermos y, asimismo, ven mayores ventajas en la carne de llama tierna que en la de gallinas o pollos (1943, II:177).

Vale la pena reflexionar sobre este mencionado triunfo del maíz sobre el trigo en términos médicos. Lo que hoy nos puede parecer una observación sin mayor relevancia en el contexto de una medicina arcaica, encierra un complejo debate de la época en cuanto a las cualidades de éstos y otros productos naturales. Considerar al maíz superior al trigo para los enfermos implicaba primero establecer las cualidades del maíz en los términos médicos de la época, es decir entrar en especulaciones basadas en las teorías de Hipócrates y Galeno. El trigo gozaba no sólo de los valores culturales ya señalados, también mantenía el prestigio de ser el sustento alimenticio por excelencia del hombre, y tenía cualidades médicas bien afincadas en la tradición clásica. Por ejemplo, Gabriel Alonso de Herrera -en un capítulo dedicado a las propiedades del trigo en su Obra de Agricultura- hizo una compilación de las formas en que el trigo ejercía sus virtudes médicas según las noticias y autoridad de los antiguos. Por ejemplo, citando a Crecentino «que si lavan el trigo bien con agua caliente y lo cuecen con leche (más hanle de echarle miel o azúcar) que purga y limpia los pulmones de los humores gruesos y viscosos» (1970, 32). Avalar el reemplazo de la harina de trigo por la harina del maíz (y declararla superior para recomponer el cuerpo humano) no era el mero cambio de una planta por otra. En el contexto de los debates sobre la naturaleza americana, implicaba cuestionar el orden establecido en la filosofía natural.

En 1591, el doctor Juan de Cárdenas había publicado en México el libro Primera parte de los problemas y secretos maravillosos deste occidental, y nuevo mundo de las Indias. En varios capítulos de su libro Cárdenas analizó favorablemente las cualidades de la harina de maíz según la tradición médica. En su opinión, la harina de maíz tenía la propiedad especial de ser el alimento «templado» por excelencia, es decir, que ninguna de las cualidades (frío, caliente, húmedo, seco) dominaba sino que se encontraban en perfecto equilibrio. Esto permitía que la harina de maíz se pudiera combinar con productos con cualidades diferentes y usarse para recuperar al cuerpo enfermo (es decir que había perdido el equilibrio que convenía a su complexión). En cambio, el trigo, era caliente y húmedo en primer grado, y no era bueno para cualquier condición ni permitía combinarse fácil y eficazmente con otros productos (Millones Figueroa 2002). Ya sea que Garcilaso conociera o no el libro de Cárdenas (y conviene recordar que en su biblioteca había un volumen sin identificar catalogado como Secretos naturales) me parece claro que, aunque en los Comentarios parezca una mención de pasada, se trata de un tema muy presente en la época.

Ya en La Florida, Garcilaso había advertido del error de quienes desdeñaban la medicina de Indias, en un pasaje en el que atribuye a la falta de sal una enfermedad que causó muchas muertes entre los expedicionarios:

Desta manera empegaron a morir algunos con grande horror y escándalo de los compañeros, de cuyo temor muchos dellos usaron del remedio que los indios hazían para preservarse y socorrerse en aquella necessidad, y era que quemavan cierta yierva que ellos conoscían y de la ceniza hazían legía, y en ella, como en salsa, mojavan lo que comían, y con esto se preservavan de no morir podridos como los españoles. Los cuales muchos dellos, por ser sobervios y presumptuosos no querían usar deste remedio por parescerles cosa suzia e indecente a su calidad, y dezían que era baxeza hazer lo que los indios hazían. Y éstos tales fueron los que murieron, y, cuando en su mal pedían la legía, ya no les aprovechava, por ser passada la coyuntura que devía de preservar que no viniesse la corrupción...


(1988, 421)                


La crítica de Garcilaso no es sólo a la soberbia de quienes murieron, sino a la ignorancia de la materia médica de Indias, y al desdén del conocimiento indígena.

En otros pasajes de La Florida, Garcilaso se refiere en varias oportunidades a los cérvidos americanos comparando su tamaño con las especies de Europa: «Los gamos son tan grandes que son poco menores que los ciervos de España, y los ciervos son tan graneles como toros». Y anotó que había «ossos grandíssimos» y sobre los leones que

aunque es verdad que los leones de la Florida, México y Perú no son tan grandes ni tan fieros como los de África, al fin son leones y el nombre les basta, y aunque el refrán común diga que no son tan fieros como los pintan, los que se an hallado cerca dellos dizen que son tanto más fieros que los dibuxados, cuanto va de lo vivo a lo pintado.


(1988, 192, 152)                


Esta defensa del tamaño y fiereza de la fauna de Indias, así como la valoración del maíz por encima del trigo, y la reivindicación de la medicina indígena muestran que Garcilaso conocía los debates sobre la naturaleza americana. Sin embargo, es claro también que Garcilaso eligió no exponer de manera directa los debates que implicaban temas de filosofía natural. Detrás de los médicos que apreciaban el maíz sobre el trigo, los españoles que aprovecharon de la medicina nativa, y de los exploradores de la Florida que vieron de cerca a ciervos y leones americanos, Garcilaso participa -a su manera- en los debates que dilucidaban filosóficamente la naturaleza de Indias.

Así como hace tiempo sabemos que, el simple «comento y glosa» de los cronistas que propuso Garcilaso al principio de los Comentarios, era una estrategia para la puesta en escena de su sofisticada imagen de los incas, la supuesta ausencia de filosofía natural debe alertarnos a percibir, en los comentarios naturalistas del Inca, sus reflexiones sobre el intercambio biológico y las consecuencias ecológicas y culturales que implicaban.






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