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Humor y grotesco en la narrativa de Asturias

Giuseppe Bellini


Universidad de Milán



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El placer con que se lee a Asturias se debe en gran parte a la belleza y originalidad del idioma y al uso que hace el escritor en su obra del humor y del elemento grotesco. Siempre he acercado al gran narrador guatemalteco, como creador- elaborador del castellano, al Quevedo de los Sueños, pero al gran satírico del siglo XVII Asturias se acerca también por el recurso al humor, a la sátira grotesca, donde más se manifiesta, no exclusivamente, su espíritu barroco. No se trata de imitación, sino de manifestación de ese íntimo barroquismo al que dio en más de una ocasión legitimidad indígena, pero que en la lectura del gran escritor castellano se fue fortaleciendo, convergiendo con él en la denuncia ora divertida, ora amarga, del desgaste humano.

No presenta nunca Asturias el ceño duro de Quevedo, también se divierte, denuncia y comprende. En otras palabras: emplea el humor no solamente para destruir a sus personajes hundiéndolos en lo grotesco, sino que transparentemente juega con ellos, dando al lector no pocas ocasiones de alivio dentro de la más dura denuncia del deterioro humano.

Asturias goza con su creación, sus personajes son objeto de un juego y los destruye si negativos, o bien, si es gente humilde, hace con ellos uso bondadoso del humor, un buen humor que le era propio, como me revelaron los años de una intensa amistad. Su capacidad de observación le permite a veces cuadros extraordinarios que, como ya Quevedo, realiza a través de un solo vocablo en sus múltiples significados. Es el caso de la escena que ve, en Mulata de tal, al obispo atendiendo con desgana al pobre cura de Tierrapaulita, el cual le cuenta sus penas, su desesperada e infructuosa lucha contra los demonios terrígenas:

Su Señoría Ilustrísima, el de la paciencia gastada, trenzaba las manos, torcía la boca, juntaba las cejas, fastidiado por la minuciosa relación que aquel viejo párroco reumático, deforme, con una pierna más larga que la otra, le hacía de su lucha con las más primitivas formas del demonio en Tierrapaulita, la brujería más pestilente, el más enconado odio por Dios, las peores supersticiones, y una y otra restregó la espalda   —134→   en el gastado respaldo del sillón que ocupaba, antes de gastar una sonrisa gastada para significar que la audiencia había concluido1.



El personaje del obispo mueve a risa, ciertamente, pero su actitud, tan bien representada, ante las preocupaciones del cura vale a denunciar la indiferencia de las altas jerarquías de la iglesia frente al trabajo impar de los pobres sacerdotes católicos perdidos en el mundo indígena.

A pesar de sus muchas experiencias negativas, Asturias era un hombre fundamentalmente sereno, bondadoso, y como se divertía zarandeando y transformando el idioma, dando vida, como un mágico prodigioso, a un castellano nuevo, de la misma manera elaboraba con arte supremo sus personajes, construía situaciones inolvidables, y, en medio de la más dura denuncia, con frecuencia abría con su humor un pasaje por el que entraba de repente aire nuevo, alivio que el lector siempre debe agradecerle.

Ya es famosa la escena, teatro en la novela, que en el episodio «María Tecún», de Hombres de maíz, tiene como protagonistas a dos compadres que se van pasando una y otra vez el garrafón de aguardiente y que pagan sus tragos con el mismo dinero; al final, cuando llegan borrachos a la feria de Santa Cruz de las Cruces, ya no tienen nada que vender, ni más dinero del que poseían cuando se pusieron en camino, y a más de eso, por borrachos acaban presos «por escandalizar en despoblado»2.

La narrativa de Asturias está llena desde la época más temprana de escenas de humor, que son verdaderas joyas. En El Señor Presidente se encuentran muestras relevantes; valga el episodio en el que una pareja, don Benjamín y doña Venjamón, riñen por ver lo que está pasando, en la noche, en la Plaza Central de la capital y adonde se está llevando al cuerpo del Pelele asesinado. Los nombres de la pareja crean de inmediato un humorístico contraste: el hombre es pequeñín, «no medía un metro», mientras que la mujer era «dama de puerta mayor, dos asientos en el tranvía, uno para cada nalga, y ocho varas y tercia por vestido»3.

De por sí lo citado es suficiente a provocar la risa, pero Asturias labra una escena que envuelve irresistiblemente al lector, insistiendo en la situación del hombre diminuto, impaciente tras la monumentalidad de su esposa que obstruye la puerta, entreabierta con prudencia, impidiéndole la vista de la plaza. El punto máximo del humor lo alcanza cuando, fastidiada doña Venjamón por las insistencias de su marido, le levanta en vilo y él queda pataleando sobre su abundante   —135→   seno, provocando su rabia. «Y alzándolo del suelo le sacó a la puerta como un niño en brazos. El titiritero escupió verde, anaranjado, de todos los colores»4.

El humor de esta escena acentúa, por del pobre loco: A lo lejos, mientras él [don Benjamín] pataleaba sobre el vientre o cofre de su esposa, cuatro hombres, cuatro hombres borrachos cruzaban la plaza llevando en una camilla el cuerpo del Pelele.5

El escritor se entusiasma con sus personajes y no los abandona fácilmente, sino que sigue rodeándolos, acentuando el ridículo de su situación, a veces con la pura exigencia de divertirse y divertir, otras como arma de destrucción. En el caso de la pareja mencionada, el autor no la deja hasta el momento en que nos la muestra, después de una discusión agitada, amargado él, y la mujerona durmiendo tranquilamente, actitud normal parece sugerir Asturias en una familia donde la mujer manda:

Un cuarto de hora después, doña Venjamón roncaba como si su aparato respiratorio luchase por no morir aplastado bajo aquel tonel de carne, y él, con el hígado en los ojos, maldecía de su matrimonio6.



Otros muchos pasajes divertidos presenta El señor Presidente. A veces el humor linda con una leve ironía. Es el caso de los novios que aparecen en la ventana «entregados a la pena de sus amores»7. Otras es pura diversión, con en la descripción de tipos borrachos, ejemplar el cartero que, eufórico, cantando -anuncio casi de situaciones que se han visto en nuestros tiempos- «iba arrojando las cartas a mitad de la calle como dormido»; figura que el escritor va ulteriormente perfeccionando, haciéndola derivar hacia lo grotesco: «Casi no podía dar un paso. De vez en cuando alzaba los brazos en lucha con los alambres de sus babas enredadas en los botones del uniforme»8.

Asturias muestra una predilección especial por los borrachos, acaso debido a su antigua experiencia personal; abundan en sus novelas, y tratándolos el narrador alcanza éxitos notables desde el punto de vista de la representación y del humor. Valga el episodio de Week-end en Guatemala la figura del sargento yanki, a quien encontramos en el bar borracho perdido. El humor está aquí al servicio de una abierta condena política:

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Recogía del piso la parte de la persona que se llama pie, tan olvidada siempre, lo prendía con ayuda del tacón a uno de los travesaños del taburete que giraba con todo y su persona, como un satélite, frente al bar y echándose de espaldas sobre la barra del mostrador, horizonte infinito sobado y resobado por infinitas manos de borrachos, ensayaba fruncidos de risa con los labios y sus desiguales dientes amarillos, paseaba los ojos por los gaznates de los otros bebedores, las ganas de ahorcarlos que tenía, y mientras el barman le servía whisky y cerveza en proporción aritmética, descargaba un manotazo sobre el testuz sin cuernos de su rodilla9.



La figura del sargento estadounidense corresponde a la idea muy difundida en Europa, o al menos en Italia después de la Segunda Guerra Mundial -acaso envidia del pobre hacia el rico-, del soldado americano, «grandononón» diría Asturias, con implicación despectiva, expresión de una fuerza que carece de inteligencia.

Sobre el tema del borracho es en Viernes de dolores donde el narrador guatemalteco ofrece sus más logradas pruebas de humor, en una asombrosa capacidad de invención. Aquí el humor funciona como contraste con el lóbrego panorama sobre el cual se abre la novela: el cementerio en la periferia de la capital de Guatemala, el muro en función de paredón, el suburbio de cantinas y fondas en las que descarga su desesperación una humanidad que llora la muerte de seres queridos. Domina el cementerio la absurda figura de Tenazón, quién celebra su santo liberando en el aire desde el cementerio globos de colores, una especie de Caronte que considera la muerte «natural como la vida»10 y que, a pesar de su edad, va todavía persiguiendo a las mujeres.

En la otra orilla, o sea en el sinnúmero de cantinas y fondas, abundan los que se emborrachan para olvidar, remedio antiguo de pobres, y es describiendo este mundo donde Asturias da lo mejor de su humor, representando tipos que se graban para siempre en la memoria del lector. Como ese borrachín, «pequeñito y pestañudo como poney», «del mismo alto sentado que parado»11, y otros borrachos «paralizados, mineralizados casi por el aguardiente que ingerían, más piedralumbre que aguardiente», los cuales de repente parecen regresar «del sueño despierto, sueño de antesala, en que esperaban no se sabía qué»12.

A no ser el borrachín erotómano de marras, que por equivocación entra en la cantina de La Flor de un Día, donde se lloran los «tiernos», reta al dueño y a su mujer, pronuncia frases sin sentido, hace algunas alusiones soeces, sale con la impresión de que las paredes se mueven, se mete en la fonda de Los Siete Mares, pide un «pésame con sonrisa de marqués», camina con la sensación de ir nadando, se para en la cervecería Las Movidas de Cupido, intenta un rápido manoseo bajo   —137→   la falda de una de las meseras, la Pichona, y evitando una bofetada de ésta sale rápido tambaleando, pisa una pata al perro que dormía en la puerta, que se le vuelve contra enfurecido, y por fin desparece.

Poco a poco la escena se transforma en farsa, creando un eficaz contraste con lo trágico de la muerte. No dejan de despertar una sonrisa los elementos de humor que Asturias desparrama en estas páginas, aludiendo a bocadillos de «mortadela», para que hasta en la comida la muerte esté presente, bebidas de sugerencia mortuoria, botellas barnizadas de negro, como las tablas de las tazas de los waters, a manera de «salvavidas negros para traseros de luto»13. Y sigue el singular espectáculo, que deriva hacia lo grotesco, de los dolientes sentados en servicios sin puertas, visibles desde la calle; todos llevan antifaces distintos, invento del industrioso dueño de Los Angelitos, el cual las alquila a sus clientes para que se quiten la vergüenza cuando atienden a sus funciones corporales. Lo que despierta la curiosidad de militares y curas, amigos de lo erótico y lo sucio. Un humor que se tranforma en grotesco acentuando la dimensión de la tragedia; a pesar de lo cual Asturias da vida a una suerte de «maravilloso escrementicio»:

Un cuento de hadas después de cada entierro, tal parecía, un cuento para niños representado por deudos llorosos, aquel alternarse de diablos, reyes, ángeles, payasos, perros, toros, gatos, monos, osos, en el water de Los Angelitos, mientras el fonógrafo, trompetón de pico de ave marina, no cesaba de tocar «Píntame Angelitos Negros». Ora era el afligido padre, pálido, inconsolable, con máscara de Mefistófeles soltando cuernos estercóreos.

Ora era la abuela que exoneraba el vientre riéndose con máscara de payaso, cuando bajo el antifaz lloraba la muerte de su nietecito.

Ora el tío sentíase celestial en aquella penosa diligencia, escondido tras una máscara de ángel.

U otro cualquiera de los acompañantes.

Nadie sabe. La tripa prieta. El frío del cementerio. La caminata. El lenitivo que hace de bajativo.

La Profe de kinder, si el fallecidito ya iba a la escuela, aliviándose el apurón con máscara de mono parajismero. El padrino, maldita la mano que tuvo, se le murió el ahijado, sudando la gota gorda con máscara de Negro Pansiete14.



Plenamente en el reino de lo grotesco entramos con la descripción del «juego de prendas», que consiste en adivinar la identidad de los defecantes; juego que conlleva el consabido pago de bebidas o una penitencia, a lo mejor un beso de una de las mujeres que participan. Entonces el tumulto, el traslado al plano de lo erótico vulgar, la broma dentro de la broma, cuando

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todos querían cobrar la prenda de los labios pulposos de la pelirroja de piel alimonada y ojos verdes que no supo decir quién era el Payaso, no faltaron los caídos, los que se fueron de boca, los que clavaron los dientes en el respaldo de la silla, al fin mujer, que se les atravesó, como preguntándoles: «¿Y a mí, por qué no me besan?», alboroto que terminó con el cambio del Payaso por un Ángel15.



No solamente se divierte Asturias construyendo estas escenas, sino que, describiendo la juerga improvisa que se arma cerca de los retretes, incide en la indiferencia ante el dolor ajeno, mientras afuera, en el cementerio, suena el «plin-plin-plan... plin-plin-plan» de la cuchara del albañil de los sepultureros, se oye el «golpe fofo» de la argamasa, el «frote arcilloso» del afinador, el ruido del féretro que se desliza con dificultad hacia adentro del sepulcro16. En torno un panorama de última hora: postillones, definidos con lenguaje quevedesco «jinetes de la muerte», en «un gran silencio de sepelio», aurigas «exequiosos»17, que se distancian de los sepultureros, carpinteros y ebanistas, «grandes sastres del vestido de madera a la medida»18.

Asturias da vida, de esta manera, partiendo del humor, a una suerte de «maravilloso fúnebre», protagonista una «funérea aristocracia hedionda a caballeriza», un «proletariado sepulcral con olor a tierra de huesos»19. Gran triunfo barroco de la muerte, que completa el cortejo mortuorio: «paseo funeral» con «carruajes negros, tirados por caballos negros, gualdrapados de negro, enjaezados de guarniciones principescas», «coches fúnebres desaparecidos bajo las flores de las coronas», entierros de ricos o de jefes del ejército que por primera vez están cerca del cañón que los acompaña, «ocasión única y heroica», o de «artistas menores, casi de zarzuela», que contrastan con la pompa fúnebre de los primeros con sus «dos o tres carruajitos con gente afligida y afligidos caballos siguiendo coches fúnebres de color café, crema, celeste, que en lugar de plumeros llevaban perillas de cama matrimonial»20.

Muchos son los pasajes donde en su obra se explaya el humor de Miguel Ángel Asturias y mencionarlos todos sería repetir gran parte de su narrativa. No dejaré, sin embargo de recordar un episodio de El Alhajadito, obra que sabemos remonta a los años parisinos, a la época de El Señor Presidente, pero que el escritor publica sólo en 1961, después de haber revisado y en gran parte reformado el texto, como declaraba. Una cumbre del humor trágico asturiano la encontramos en la representación chirchense, donde al empresario Tabarini se le incendia   —139→   la boca, que había llenado de aguardiente por el dolor de muelas que le atormentaba; mientras el pobre hecho llamas emprende una carrera por la pista para refugiarse en el interior del circo y pronto cae al suelo muerto, la gente, que lo cree parte del espectáculo, aplaude a más no poder, fuerte en su equivocación debido al improviso actuar de un trapecista, «en malla de color de rosa», el cual,

sin saber qué hacer, por coquetería, se subió a vagar por el espacio de un trapecio a otro, y a otro, y a otro, algo así como el alma del infeliz quemado, cuyos párpados empezaron a caer, quedándole entonces más desnuda la risa de oro sin labios21.



Espectáculo trágico sobre el que vierte su humor el artista, un humor que sazona con tonos negros, de pesadilla, e improvisas luminosidades que dan paso a la ternura. Gran habilidad del maestro, igualmente hábil cuando hunde de una sola pincelada a los personajes que odia, como los policías que, en Viernes de Dolores siguen inspeccionando insistentemente la casa del sospechado profesor Saturnino Casayuca:

el acabóse con los policías otra vez metidos en su casa... llegaron a registrar al solo pasar el zafarrancho, volvieron en la tarde, al anochecer, y ahora ya estaban de nuevo trastumbando muebles, arrastrándose en los aleros, metiendo las narices en los armarios, alacenas, la carbonera de la cocina, el retrete...22.



No seguiré con la ilustración del tema. Creo que suficientemente he subrayado el arte de Miguel Ángel Asturias en el ámbito del humor y sus facetas. Como ya dije, muchas más son las páginas que documentan el humor asturiano, como lo son las que se insertan en el clima de lo grotesco, príncipe la del viaje en tren del cura revolucionario Ferrusigfrido Fejú, escoltado por un policía que el autor hunde en lo grotesco y en lo sucio. Pero mi finalidad ha sido sólo la de poner de relieve con las distintas facetas del humor de Asturias, cómo a veces este humor deriva también hacia lo grotesco con resultados destructivos extraordinarios23.





 
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