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La filosofía del institucionismo en el pensamiento y en la obra de Leopoldo Alas (1875-1901). Clarín y el «Grupo de Oviedo»

Yvan Lissorgues



A José María Martínez Cachero





Institucionismo y reforma social... El título de la obra colectiva que es el presente libro parece plenamente justificado con tal que entendamos lo que es el institucionismo y, más precisamente, la filosofía social del krausismo español y no asimilemos apresuradamente reforma social y reformismo. Que quiera que no, el reformismo, según la connotación despreciativa que el marxismo le ha acuñado a la palabra, es un intento político para salvar, a cambio de concesiones, la estructura y los valores de la sociedad burguesa amenazados por la orientación revolucionaria de las organizaciones obreras. Ese carácter regatón del reformismo es algo extraño al institucionismo, que no puede reducirse a una ideología pues es ante todo una filosofía del hombre inseparable de una filosofía social, filosofía que podrá tildarse de utópica (o de ingenua) pero a la que no se le podrá quitar, si se estudia con un mínimo de comprensión, autenticidad humana. Como primer acercamiento necesario y para situar el problema a su debida altura puede decirse que el institucionismo, así llamado a falta de denominación más intrínsecamente apropiada, es la forma del krausismo secularizado. Es decir que cuando, por los años de 1875-1880, el krausismo traducido y adaptado a las condiciones españolas por Sanz del Río pierde su carácter de escuela («ya no hay escuela» se lamenta Canalejas, en 1876), entonces empieza su verdadera acción de levadura intelectual en la sociedad española, pues arraigan cada vez más en algunos hombres, como convicción profunda, unas ideas encadenadas, procedentes del krausismo, que constituyen una superior filosofía legitimadora del ser y del estar en el mundo: idea de la perfectibilidad del ser humano y correlativamente concepción progresista de la historia, vista como la evolución de la humanidad hacia una cada vez mayor perfección. Además, como es bien sabido, del krausismo original derivan una serie de valores que envuelven estas ideas, por decirlo así, y dan a los hombres que las comparten un singular talante de sinceridad y autenticidad intelectual y de entereza ética, resumido, en 1892, por Clarín en una frase que podría valer como epígrafe:

El krausismo español había dejado en buena parte de la juventud estudiosa e inteligente, como un perfume, el sello de una especie de unción filosófica que engendraba el ánimo constante y fuerte del bien, el instinto de la propaganda, de la vida ideal, pura y desinteresada.


(Alas, 1982, pág. XVI)                


Debe añadirse que tal concepción (o tal filosofía) se apoya en una exigencia de trascendencia, incluso en los que se vuelven hacia el agnosticismo; la aspiración metafísica (a veces religiosa) no se apaga en ninguno de sus seguidores, pues, para todos, la realidad, aunque se vea como tal, tiene su parte de misterio, irreductible a la razón y fuera del campo de la ciencia. Esta última dimensión no debe olvidarse (y se olvida a menudo) cuando es cuestión de estudiar la influencia del positivismo sobre dicha filosofía. Se trata, en efecto, de una filosofía abierta (como lo era el krausismo) a cuanto puede ampliar el saber, a cuanto puede ensanchar las potencialidades intelectuales y morales de la naturaleza humana. Por eso, el experimentalismo científico, como método pronto asimilado, robustece la capacidad reflexiva y los resultados de la ciencia experimental enriquecen en sumo grado el campo del conocimiento en todos los sectores de la actividad intelectual, como la psicología, la psicofisiología, la sociología, la literatura, etc.

Por lo que se refiere al objeto de nuestro estudio, o sea, el de la reforma social, no debe nunca perderse de vista que, para todos los «institucionistas», «el hombre es un ser social» y «la sociedad es obra del hombre», es decir, que es un imperativo para el intelectual obrar por una sociedad cada vez más armoniosamente organizada y, por lo tanto, más justa (véase Elías Díaz, 1973 y [s. a.]). Estas esquematizadas puntualizaciones acerca del ideario compartido, aunque en grados muy diversos, por los intelectuales influidos por el krausismo, permiten, por lo menos afirmar que con ellos estamos lejos del «interesado» reformismo político, tal como comúnmente se entiende. Aunque todos son republicanos (los más siguen a Salmerón, Clarín es insólito, se afanan por comprender y dominar, según su ideario, los fenómenos sociales y culturales del momento. Lo que caracteriza fundamentalmente su actitud frente a los castelaristas), la política es para la gran mayoría de ellos una actividad de segundo grado, pues, ante todo, con dinamismo intelectual es su capacidad reflexiva , cuyo origen se ha de buscar en el método de conocimiento preconizado por Sanz del Río en Análisis del pensamiento racional (1877), pero que, para la mayoría de ellos, procede de la enseñanza y del ejemplo de Giner; en ellos, el pensar y el obrar son inseparables y se establece una especie de dialéctica que nace de la relación constante entre la idea y la realidad y viceversa. El método deductivo e inductivo, es decir, el ir de la idea a la realidad y de la realidad a la idea y así constantemente, es de clara procedencia idealista, ya que se parte de la idea para interpretar la realidad; lo cual ensancha y fortifica, matiza y enriquece la idea que cobra de este modo una capacidad cada vez más comprensiva para obrar sobre las cosas. En realidad lo que llamamos método no lo es en rigor, puesto que ya se ha hecho en todos, de manera más o menos clara, modo de pensar.

Estas consideraciones generales (que han dado lugar en otros trabajos a amplias explicaciones), además de ser necesarias como contextualización intelectual del pensamiento y de la obra de los componentes del «grupo de Oviedo» y particularmente de Clarín, parecen indispensables para alzar el debate (pues en todo debe haber debate) a la verdadera altura de lo que fue (y bien parece que se impone el pretérito perfecto) el pensamiento y la acción de los «intelectuales influidos por el krausismo»1.

El estudio del pensar y del obrar de Clarín durante los veinticinco años de la Restauración y particularmente el análisis de su posición, aún limitada a los problemas sociales tomados en sentido amplio, como pueden serlo la enseñanza y la educación moral y cultural del pueblo español, la cuestión social, la cuestión nacional, debe de revelar las líneas de fuerza de un pensamiento que es el que anima fundamentalmente a todos los intelectuales influidos por el krausismo.

Y eso a pesar de que el primer problema que se plantea, por lo que se refiere a Clarín, es el de las relaciones del autor de La Regenta con el llamado «grupo de Oviedo». Más precisamente, intentar definir la posición de nuestro autor, dentro, fuera o al lado de dicho grupo debería permitir poner de relieve una de las características fundamentales del krausismo secularizado, esto es, la total independencia de pensamiento, a partir de un común denominador de ideas compartidas, de cada personalidad situada en la órbita de la enseñanza de Sanz del Río o de Giner.


1. Clarín y el «grupo» de Oviedo

El primer aspecto que hay que estudiar se presenta como problema: ¿pertenece Clarín al «grupo» de Oviedo? ¿Qué tipo de relaciones mantiene con sus colegas y amigos «institucionistas» declarados del claustro ovetense? Se plantean así una serie de preguntas, cuyas respuestas se han de buscar, mirando las cosas desde cerca, en el plano más bien anecdótico de la cotidianeidad. Pero si en primer grado nos interesan las ideas, no puede olvidarse que lo cotidiano es la vida tal como se vivió antes de purificarse, descarnándose, en la perspectiva de la historia. La proyectada biografía de Clarín seguirá sin empacho todos los meandros todavía visibles de las relaciones de nuestro autor con sus compañeros de universidad; aquí, hay que limitarse a sacar del relato lo más significativo.

Si nos atenemos a los testimonios explícitos de Adolfo Posada, de Adolfo Buylla, Joaquín Costa y Rafael Altamira, Clarín no forma parte del grupo de Oviedo. Recordemos las fechas de toma de posesión de las cátedras: Buylla está en Oviedo desde 1877, Posada y Clarín llegan en 1883, Sela en 1891 y Altamira en 1897. Ahora bien, Posada, al evocar en sus Memorias la fundación de la Escuela de Estudios Jurídicos y Sociales, habla de la «trípode pedagógica» de Oviedo y cita a Buylla, a Sela y a él (Posada, 1983, pág. 225). Para Costa, «el grupo de Oviedo», «el movimiento de Oviedo», «los de Oviedo», se compone de Altamira, Buylla y Sela (Cheyne, 1992). Para Altamira, el «Obelisco de Oviedo» (considerando, pues, de modo significativo, como réplica en Asturias de la Institución libre de Enseñanza, sita en la calle Obelisco de Madrid), consta de Buylla, Posada, Sela y él (Cheyne, 1992, pág. 103). Posada, en una carta a Costa evoca a «los cuatro: Buylla, Altamira, Sela y yo» (ibid. n. 329, pág. 201). Al parecer, pues, en la última década del siglo, sólo los institucionistas declarados, es decir, los que mantienen relaciones estrechas con Giner y con la Institución, constituyen el «grupo», aunque Posada, en sus aproximadas Memorias de 1943 incluya en él a Alas y a Aramburu (Posada, 1983, pág. 219).

Para Clarín, Francisco Giner de los Ríos es siempre el «queridísimo maestro», «es un santo de la Humanidad -escribe a Menéndez Pelayo (!)-, digno de ser un santo del calendario» (Epistolario, 1943, págs. 41-48). Las relaciones epistolares entre los dos son siempre muy calurosas y, sin embargo, no puede decirse que Clarín esté relacionado con la Institución; no participa en sus actividades y no publica nunca en el Boletín (el único texto publicado en esta revista es parte del famoso Discurso de apertura del curso 1890-1891 sobre el utilitarismo en la enseñanza, y aún con el previo reparo siguiente: «En cuanto al discurso mismo, se podrá disentir de algunas de sus afirmaciones», es de suponer las que se refieren a la enseñanza religiosa).

Clarín, pues, aunque haya hecho suyas, a través de Giner, las grandes ideas legitimadoras (las ideas madres, como él las llama) derivadas del krausismo (Lissorgues, [1983], 1996, págs. 156-187), no puede llamarse en rigor institucionista. Prueba de que esta última denominación ha cobrado hoy indebida extensión. Y para zanjar el problema, que no viene al caso aquí, basta citar a Altamira, por ejemplo, que en su elogio póstumo a Giner escribe: «Muchos hombres permanecieron ajenos a ella (a la Institución) en pura simpatía o interés ideal hacia su significación, pero moviéndose en esfera distinta, y muchos de ésos no son por ello menos discípulos de don Francisco y representantes de lo fundamental de su influencia» (Altamira, 1915, pág. 15).

Las relaciones de Clarín con sus colegas «institucionistas» son muy amistosas, tanto en el claustro como fuera, en el Casino, en los frecuentes paseos por el Campo de San Francisco o en casa de uno y otro. Pero el autor de La Regenta es una personalidad eminente, excepcional, es, según la acertada denominación de Juan Antonio Cabezas, «el provinciano universal», conocido en toda España y cuya fama alcanza los países hispano-americanos. Cuando regresa a Oviedo, en 1883, colabora ya en casi todos los periódicos liberales de Madrid y Barcelona y sus artículos, bisemanales o trisemanales, los de crítica literaria o los que tratan de temas culturales, sociales, filosóficos o políticos, son leídos, comentados y provocan no pocas veces polémicas más o menos violentas (Martínez Cachero, 1984). Por eso, es objeto de admiración y respeto por parte de sus colegas y particularmente de los más afines ideológicamente, es decir, los miembros del «grupo», para quienes Leopoldo es «el maestro» y podrían citarse, al respecto, frases y frases, de Buylla (véase el elogioso discurso póstumo que le dedica a Clarín -Buylla [1901], 1986), de Altamira, de Posada, sobre todo de Posada, el gran amigo.

Además de periodista prolífico, Clarín es un gran creador de cuentos y novelas (las publicadas y las soñadas) y esa asombrosa actividad debe de quitarle disponibilidad para otras cosas. El hecho es que no colabora a la innovadora experiencia pedagógica de la Escuela de Estudios Jurídicos y Sociales, de la que tanto se enorgullecen Buylla, Posada y luego Altamira, tampoco sigue a sus colegas cuando viajan al extranjero (a Francia, Inglaterra, Italia) para enriquecer sus conocimientos pedagógicos y, de pasada, sociológicos. Lo que resulta más sorprendente es que no firme la respuesta común del «Obelisco de Oviedo» a la encuesta promovida por Costa sobre Oligarquía y caciquismo, cuando este texto es expresión de las ideas que Clarín difunde incansablemente en la prensa (Costa, 1975, págs. 85-111). Y, sin embargo, está muy presente en Oviedo (como apasionado jugador de billar en el Casino), como conferenciante, como representante del republicanismo posibilista de Castelar (a partir de 1886), como concejal de la misma tendencia en 1887, como activo animador de la Extensión Universitaria, a partir de 1897, como negociador en los conflictos sociales de 1901, etc.

No sabemos lo que pensaban sus amigos institucionistas, todos militantes tibios del partido republicano centralista encabezado por Salmerón, de su adhesión sin reservas a Castelar. Lo que sí se sabe es que La Justicia, órgano del partido de Salmerón (y cuyo director, a partir de 1892, es Altamira), impugna las posiciones acomodaticias de Castelar y que Clarín, en 1889, es objeto en sus columnas de una irónica e hiriente crítica de parte del incisivo Alfredo Calderón. Son discrepancias, tal vez importantes, pero que, con relación a las ideas fundamentales, a las orientaciones filosóficas, parecen más bien superficiales y a las cuales no se les puede conceder aquí mayor relieve que el de la alusión (Véase: Lissorgues, 1989, I, págs. 53-68).

Porque lo que aquí interesa, más allá del llamado institucionismo institucionalizado, es el fondo del problema, es decir, el origen y la naturaleza del pensamiento que anima a Clarín y a todos nuestros intelectuales. Por lo que hace a la filiación, lo mejor será darle la palabra a Leopoldo Alas que, al hablar de sus compañeros, habla también de sí mismo. Para el autor de La Regenta, Posada «procede de Giner que procede de Krause» (debería añadir que a través de Sanz del Río) (Alas, 1982, pág. XVII) y Altamira es «uno de los epígonos del krausismo... sólo que póstumo» (Alas, 1893; en Torres, 1984, pág. 187). Podrían citarse otros muchos ejemplos tomados de los escritos de Posada, Altamira,... González Serrano. Más interesante es observar que siempre al establecer la filiación el comentarista se apresura a destacar la total independencia de pensamiento del personaje aludido. Posada y Giner -escribe Clarín- proceden de Krause, pero «todos con absoluta independencia de pensamiento» (Alas, 1892, pág. XVII); Altamira «es, sin embargo, un pensador ante todo independiente» (Torres, 1984, pág. 187). Puede que tal independencia esté implícita en la misma filosofía de Krause, como sugiere Posada (Posada, 1892, pág. 115), en todo caso procede explícitamente del «método y ley de indagar la verdad filosófica» preconizado por Sanz del Río que escribe, en Análisis del pensamiento racional (1877), «le toca a uno y a todos libremente buscar la verdad por sí mismo» (Citado por Alas, véase Botrel, 1972, pág. 152). Así, dice Clarín al comentar, en 1879, el libro de Sanz del Río, «cada cual llevará consigo una semilla fecunda, que la propia reflexión desarrollará y que a la larga dará sus frutos» (ibid. pág. 153). Es, pues, un imperativo, pronto interiorizado por cada uno, hacerse opinión personal sobre las cosas, desarrollando y ensanchando la propia reflexión por el estudio y la asimilación de cuanto puede fortificarla. Conviene añadir, aunque muy someramente aquí, que este afán de conocimiento es otro imperativo derivado de Krause, para quien conocer la creación de Dios (el hombre «debe conocer en la ciencia a Dios», escribe Sanz del Río, traduciendo al filósofo alemán). Es evidente, sin embargo, que para Clarín, como para la mayoría de los hombres influidos por el krausismo, se ha evaporado la noción de ciencia absoluta (de la Wissenschaft), pero queda, y es lo que interesa, viva y activa la necesidad vital del ensanchamiento de la naturaleza humana por la cultura, por la asimilación del conocimiento, de todos los conocimientos. «El mal es la ignorancia». Tal es el origen y el fundamento de la misión educadora que todos se asignan, estén o no directamente relacionados con la Institución Libre de Enseñanza que, como se sabe, es ejemplo paradigmático de las posibilidades de «realizaciones» humanas por la cultura. La misión educadora no se limita a la enseñanza de la cátedra. La incansable y agotadora labor periodística de Clarín, así como la gran mayoría de las grandes obras literarias del gran realismo, tienden, entre otras motivaciones, a alzar el nivel cultural de la nación, a hacer «un pueblo adulto». Estas observaciones merecerían argumentadas explicaciones que aquí quedarán, por necesidad, fuera de campo. Lo que tan sólo hay que señalar, como anticipación del estudio de la reforma social propiamente dicha, es el carácter fundamentalmente altruista de la actividad intelectual de Clarín y de sus «correligionarios». Veremos que el criterio moral, a partir del cual se enjuician los hechos sociales, es determinante: el mal social, la injusticia son consecuencias del egoísmo (egoísmo individual, corporativista, espíritu de cuerpo, egoísmo de clase).

A estas alturas, que Clarín pertenezca o no al «grupo de Oviedo» es problema de superficial formalismo, pues, la raíz de la cuestión se sitúa al nivel de las ideas madres interiorizadas por cada uno de los intelectuales influidos por el krausismo.

Dos campos de la actividad de Clarín merecen preferentemente atención para el estudio de la reforma social en sentido amplio, el de la enseñanza y la educación y el de la cuestión social2.

La producción periodística de Clarín, los dos mil trescientos y tantos artículos publicados incansablemente desde 1875 hasta 1901, constituyen un inestimable fondo documental acerca de todos los aspectos de la vida literaria, cultural, política durante los veinticinco primeros años de la Restauración. Los aspectos locales y propiamente asturianos aparecen como subsidiarios en una perspectiva ante todo nacional (y hasta internacional por lo que se refiere a literatura, cultura y filosofía). La visión «universal» determina la visión «provincial» y no a la inversa. En el caso de la cuestión social, es indudable, sin embargo, que la industrialización de Asturias durante la segunda mitad del siglo y las mutaciones sociales que acarrea influyen directamente en el pensamiento social de nuestro autor y condicionan su evolución o, mejor dicho, su adaptación a la nueva situación. No es casualidad si el «grupo de Oviedo» (Buylla sobre todo) toma posiciones más concretamente comprometidas con la realidad social que los «institucionistas» de otras partes de España.




2. La «cuestión de España» es la educación y la instrucción de los españoles

La cuestión de España no es prioritariamente el problema económico -escribe Clarín en 1892- sino «la educación y la instrucción de los españoles» (La Correspondencia, 6 de abril de 1892), por eso repite con fuerza que corre prisa elevar «el nivel de la cultura en todas las esferas, en todas las clases y en todos los órdenes de actividad». Y es lo que hace hasta su muerte por medio del periódico y, a partir de 1882, desde la cátedra. Esta actividad por la cultura y por la enseñanza se acompaña de una denuncia constante de la situación lamentable de la enseñanza pública, causa de la aterradora tasa del analfabetismo y del triste nivel cultural de los que saben leer y escribir. Las carencias en este campo parecen inveteradas, pero Clarín denuncia la inercia y la ineptitud de los responsables actuales de las cuestiones educativas, usando todos los matices de su paleta satírica, desde la ironía y el sarcasmo hasta la demostrativa gravedad de la acusación directa. A menudo surge de su prosa la imagen del famélico maestro casi siempre contrapuesta a la del rollizo obispo. Podría sacarse un catálogo de estampas, diversamente coloreadas, dibujadas a partir de esta forma de contrastes caricaturescos, pero no por eso menos representativos de una realidad intolerable. Si la enseñanza de las primeras letras, en los pueblos, está en una situación medieval, la segunda enseñanza y la superior están en consonancia con la ineptitud del sistema político de Cánovas.

Independientemente del turno y de las medidas superficiales más o menos bienvenidas tomadas por los ministerios liberales, la enseñanza pública en todos sus niveles está copada por los obispos y por los caciques, que intervienen directa o indirectamente en el nombramiento de los profesores o para que se forme expediente contra quien atente a los santos preceptos. Clarín denuncia públicamente muchos casos de agresión a la libertad de enseñanza, como, por ejemplo (y es tan sólo un ejemplo), la suspensión, en 1897, de Dorado Montero, cuyo expediente ha sido formado merced a las solapadas gestiones del obispo, el padre Cámara (Madrid Cómico, 10 de julio de 1897). En 1899, denuncia al obispo de Astorga que ha dirigido un oficio al rector de la Universidad de Oviedo, «quejándose de un maestro de escuela de cierto pueblo, porque no lleva a los niños a las fiestas religiosas» (La Publicidad, 28 de mayo de 1899). Etc., etc. Es que las relaciones entre las autoridades eclesiásticas y la enseñanza oficial no son «todavía un problema resuelto ni por leyes claras y acordes, ni por costumbres inveteradas». El artículo 11 de la constitución de 1876 («La religión católica, apostólica y romana es la del Estado»), objeto de constantes denuncias por parte de Clarín, autoriza, según una práctica secular, «a los representantes de la Iglesia para cierta extraña y vaga manera de intervención en la enseñanza pública»; lo cual da lugar a «luchas enconadas que nos desacreditan a los ojos de pueblos más adelantados» (La Publicidad, 5 de abril de 1897).

Mucho más grave es la actuación permanente de la «reacción» (neos, carlistas, mestizos), más o menos relacionada con la jerarquía católica, para conquistar los puestos de enseñanza. Las incesantes denuncias de Clarín al respecto dan la impresión de que se ha establecido poco a poco una red de complicidades que, dentro del sistema universitario, funciona casi como el caciquismo en la sociedad. En 1899, presenta esa «reacción» como una especie de hidra que quiere apoderarse de la Universidad para ahogar cualquier asomo de liberalismo científico: «Se agarra, como parásita planta que sabe cuál es el más fuerte muro, a la enseñanza oficial, y la invade» (La Publicidad, 4 de enero de 1898). No es inútil subrayar que las fechas de las citas anteriores corresponden al período de la vida de Clarín durante el cual profundiza su pensamiento y su sentimiento religioso; lo cual muestra que si su búsqueda se orienta cada vez más hacia el cristianismo no deja de denunciar, y lo hace con mayor vehemencia que nunca, la institución católica petrificada en un «egoísmo corporativista» indigno de una religión positiva. Esa «reacción» católica obra en complicidad con el caciquismo político. Con bastante frecuencia, Clarín y sus colegas institucionistas tienen que resistir los ukases del poderoso cacique de Villaviciosa, Alejandro Pidal, y nuestro periodista por su parte, se alza contra las alcaldadas, pucherazos o lo que sea, del «tomista de tomo y lomo», para quien «tomismo deriva de tomar» (Lissorgues, 1989, II, págs. 47-74). El resultado es que, de 1875 a 1900, desde Toreno hasta García Alix, respectivamente primer y último ministro de Fomento, la «reacción» ha conquistado tales posiciones que ha llegado a constituir un bloque, en el que ni siquiera hacen mella los cambios de gobierno y «la venida de los liberales» es para ella «fenómeno que contempla desde lo alto» (La Publicidad, 4 de enero de 1898). Sobre esta situación, tal y como la denuncia públicamente nuestro periodista, deberían meditar los que, aún en nuestros días, siguiendo a Menéndez Pelayo, acusan a Giner y a los institucionistas de intentar colocar en los varios niveles de la enseñanza pública hombres de incontestable valor intelectual y moral, por ejemplo, Altamira...

Así las cosas, no puede extrañar la lamentable calidad intelectual y moral del cuerpo docente, gangrenado por dentro por contaminación ambiental. La corrupción, el espíritu de lucro, la ineptitud científica, o sea, todos los falsos valores de la corrompida sociedad canovista se han infiltrado en una institución, cuya finalidad es precisamente formar al hombre y al ciudadano de mañana. Clarín, verdadero caballero andante de la entereza y de la autenticidad moral y científica, como siempre, la emprende a mandoble, a diestra y a siniestra, contra esos profesores que se portan como «jefes de negociado», «comercian con las notas, las más de las veces para atender a recomendaciones, otras para satisfacer venganzas y en algunos casos para conseguir lucro» (La Publicidad, 21 de abril de 1900; Lissorgues, 1989, II, págs. 66-74).

En tales condiciones, piensa Clarín que los principios pedagógicos preconizados por Giner y puestos en práctica en el reducido círculo privilegiado de la Institución no pueden extenderse a la enseñanza pública.

Sobre la cuestión de los exámenes, está teóricamente de acuerdo con Giner, pues él también denuncia un sistema de enseñanza exclusivamente orientado hacia la conquista del título, él también piensa que «lo más y lo mejor que el maestro enseña, o mejor hace pensar y sentir y querer a sus discípulos no es para preguntado después» (La Publicidad, 8-VII-1900). Pero objeta que no se debe olvidar la época en que se vive y «reformar sub specie aeternitatis y para regiones hiperbóreas». Los que «quieren suprimir, así de golpe y porrazo, los exámenes, los grados y hasta los títulos», son unos utopistas que, «olvidándose con qué bueyes aramos», no miden las realidades en su justo peso. El profesorado está lejos de ofrecer las garantías morales que serían necesarias y la supresión de los exámenes acarrearía injusticias mucho mayores. Por lo pronto, es ya un buen ideal conseguir que haya por lo menos justicia en las pruebas. «El dar un aprobado a quien no lo merece es mentir y engañar a la sociedad y al Estado; es dejar que se introduzca matute intelectual» (El Español, 19 de mayo de 1899).

Clarín se aparta también de la concepción gineriana en dos puntos fundamentales: la necesidad del saber y la necesidad del esfuerzo. Condena, eso sí, el sistema memorista y mecánico que domina en la enseñanza; como Giner piensa que es primordial la formación del educando. Pero, para «hacer hombres» no basta una pedagogía meramente «intuitiva», es imprescindible también el cultivo inteligente de la memoria para conseguir un conocimiento racionalmente dominado; lo cual no puede alcanzarse sin esfuerzo, pues «en el estudiar, como en todo, hay dificultades, fatigas, crisis» (La Publicidad, 8 de julio de 1900). A pesar de su gran admiración por Giner y aunque su actividad esté orientada hacia la misma finalidad, la de «hacer hombres», no le parece recomendable cierto «hedonismo educativo que ahora predican algunos aquí» (ibid.). Por fin, cabe añadir que comparte con el director de la Institución la idea de que es necesaria una enseñanza religiosa que satisfaga las aspiraciones metafísicas de la naturaleza humana, pero se trata de una enseñanza religiosa desligada (por encima) de cualquier religión positiva.

La posición de Clarín es pues la de un reformador realista que no se deja arrastrar por las ideas ideales sino que las somete al juicio de un buen sentido que sabe ajustarse a la realidad. Y es de subrayar la honradez intelectual que le hace decir con sinceridad lo que piensa, aún cuando vaya en contra de las disposiciones reiteradas y fuertemente afirmadas por Giner, lo que no hacen algunos de sus amigos institucionistas de Oviedo.

A pesar de las discrepancias, la finalidad de la enseñanza es la misma para todos los liberales «progresistas», es decir, para todos los intelectuales influidos por el krausismo. Para todos, la concepción pedagógica estriba en una misma concepción del hombre, considerado como individualidad que sólo por y en sí misma puede y debe desarrollar todas sus potencialidades humanas. La enseñanza debe atender únicamente a la formación intelectual y moral del individuo y rechazar cualquier tendencia de tipo utilitario. Clarín combate con igual fuerza tanto el utilitarismo moderno derivado del positivismo que tiende a una formación meramente técnica y eficaz, como la concepción retrógrada del escolasticismo neo-católico; dos formas de utilitarismo que impiden el pleno desarrollo de la conciencia libre y mutilan al ser humano (Alas, 1881).

Pero el hombre, además de ser una individualidad irreductible, es un ser social y se le atribuye a la educación el papel de completar la instrucción para formar al ciudadano, a fin de que cada uno, y cualquiera que sea el puesto que ocupe en la colectividad, cumpla, en conciencia, con sus obligaciones sociales. La educación es el único medio que permite establecer relación comprensiva entre el individuo y la persona social, especie de alma colectiva superior, con la que todos los componentes de una nación deben espiritualmente comulgar para que el conjunto social sea un organismo armonioso (Véase: Giner, 1924). Veremos, cuando abordemos la cuestión social, que ese organicismo armónico, aunque proyectado en un futuro, está amenazado tanto por las ideologías obreras (el anarquismo y el materialismo marxista) como por las pretensiones egoístas y peligrosas de las clases medias «productoras», las clases neutras.

De momento, ya desde 1875 y más aún como solución regeneradora a medio plazo de la crisis política y social del fin de siglo, la enseñanza y la educación deben prioritariamente orientarse a formar una juventud capaz de dirigir el país; es decir, propiciar la emergencia de unas nuevas clases directoras ilustradas y con alta conciencia social.

Para Clarín y para todos los institucionistas es un imperativo histórico formar una elite intelectual y moral que se ponga al servicio de la Nación y sustituya las llamadas clases directoras actuales, enfeudadas a la oligarquía político-económica que asimila sus propios intereses con el interés nacional. Todas las medidas concretas que propone Clarín van en este sentido; como, por ejemplo, su «proyecto» de enviar «a la flor y nata de la juventud estudiosa» a los países más adelantados para «estudiar y aclimatarse como estudiantes y como sabios». Este «Proyecto», que pasó algo inadvertido en 1894, se hizo realidad, en 1907 con la Junta para Ampliación de Estudios, obra de otros institucionistas (Lissorgues, 1989, II, págs. 108-116).

Es de suponer que, después, cuando la elite esté en condición para dirigir la regeneración del país, podrá emprenderse la organización de una verdadera instrucción popular. Es de suponer, pues no se dice de modo explícito. Tal vez porque la tarea es inmensa y necesitará muchos años. Los que se consagran a construir el edificio de la futura España regenerada -escribe nuestro autor- «mediante una educación y una enseñanza inspiradas en el ideal más alto» no deben esperar «vivir para el tiempo en que den frutos sus esfuerzos de ahora» (La Publicidad, 24 de julio de 1891). Sorprende, sin embargo, que entretanto Clarín insista más en la educación del pueblo (que no sabe nada o sabe poco) que en su instrucción. Sorprende que la urgencia histórica de la necesidad de formar unas nuevas clases directoras, le haga olvidar un poco, en el fin de siglo, la imagen del famélico maestro de escuela, aunque sigue pidiendo que se le quite algo al rollizo obispo, pero ahora es para hacer becarios del extranjero a los mejores de la «flor y nata de la juventud estudiosa» (Sobre esta cuestión véase: Lissorgues, 1989, II, págs. 45-1239).

Por lo que se refiere a enseñanza, a educación, a cultura, la actuación de Clarín y no vacilamos en decir de todos los intelectuales «progresistas» antes aludidos, deja traslucir que van movidos por el sentimiento, la conciencia, la convicción de la propia superioridad intelectual y moral. En efecto, desde los años setenta han estudiado y han asimilado todos los elementos por ellos asimilables de la ciencia moderna europea, la psicología, la psicofisiología, la sociología y han abierto y dirigido debates, en la prensa, en libros, en el Ateneo, en torno a cuestiones literarias, filosóficas, científicas, religiosas, etc., alimentando su reflexión por la lectura de todas las novedades europeas. Sí, ellos, «los intelectuales influidos por el krausismo», son en España casi los únicos que han puesto en práctica el imperativo formulado por Clarín en 1879 y varias veces repetido en formas diversas por él mismo y por los demás: «el verdadero españolismo consiste en importar los elementos dignos de aclimatarse en nuestro propio suelo, y en estudiar cuidadosamente para asimilárnoslo cuanto fuera se produce que merece la pena de verlo y aprenderlo» (La Unión, 11 de marzo de 1879; Torres, 1984, pág. 165). La convicción siempre afirmada de un ideario más o menos compartido, según la independencia de pensamiento de cada uno, fortificada por el sentido colectivo de la inmensa obra de asimilación científica que van realizando (obra que en su conjunto está por inventariar y estudiar) desarrolla, gracias a incesantes intercambios, diálogos, debates, una especie de conciencia de grupo que arraiga cada vez más hasta hacerse conciencia de que son una avanzadilla cultural, espiritual y moral, abierta hacia un porvenir todavía indeterminado. No cabe duda de que se ven como trasunto de las futuras y lejanas clases directoras. La cuestión social, sobre todo en la fase aguda provocada por los trastornos del fin de siglo, puede verse, en cada uno de nuestros intelectuales y, por lo tanto, en el mismo grupo, como revelador de un pensamiento que obra como para conquistar una futura hegemonía.

Y, sin embargo, saben que son una minoría, incluso en el propio cuerpo docente, incluso en su propia clase, esa clase media tan débil y tan poco ilustrada, entre una oligarquía aristocrático-burguesa que detenta el poder y sigue polarizando el imaginario de la pequeña burguesía y de la clase media, pese a que represente, a sus ojos, los valores del pasado, y un cuarto estado que, al final del siglo, ha generado unas organizaciones obreras que apuntan a su propio porvenir. No son ingenuos, ya que incesantemente se enfrentan con una situación político-social poco halagüeña; a lo mejor piensan, como dice Urbano González Serrano que «las utopías de hoy serán las realidades de mañana» (González Serrano, 1881, pág. 180). No debe olvidarse que son los verdaderos fundadores de la sociología española, a la elaboración de la cual todos contribuyen, de manera directa en el caso de Francisco Giner y de su hermano Hermenegildo, de Sales y Ferré, de Azcárate, de Pedro Dorado Montero, de Rafael Salillas, etc. o de modo más o menos tangencial con Posada, Buylla, Clarín, etc. No es inútil recordar el origen humanista de la sociología española, cuyo punto de partida son los estudios antropológicos de Giner y de su hermano y no debe olvidarse que se elabora en torno a la idea fundamental del organicismo armónico. Se trata, en todo caso, incluso en los trabajo más científicos de Sales y Ferré de una sociología que rechaza los presupuestos deterministas que sirven de base al organicismo biológico del liberalismo positivista (Véase: Lissorgues, 1996).

No puede comprenderse bien la acción de reforma social emprendida por cada uno, según su propia manera de comprometerse en el asunto, sin tomar en cuenta la posición general de todos nuestros intelectuales, pues sin ello no tendrían sentido los conceptos de minoría rectora, de avanzadilla histórica, de pensamiento con aspiraciones hegemónicas. Por eso, era imprescindible, creemos, antes de estudiar la posición de Clarín frente a la cuestión social, poder situarla en la perspectiva más amplia de la dinámica histórica impulsada por el conjunto de los intelectuales de clase media influidos por el krausismo, entre los cuales el grupo de Oviedo Clarín inclusive ocupa, por lo que hace a la cuestión social, una posición privilegiada.




3. La República moral y la cuestión social

En el lenguaje usual, por cuestión social se suele entender el problema planteado en la sociedad burguesa por las reivindicaciones y las ideologías obreras. Ahora bien, aunque Clarín y nuestros intelectuales empleen la expresión en su sentido corriente, le dan generalmente una significación más amplia. Según su concepción sociológica, la cuestión social no se reduce a la cuestión de la clase obrera, pues, como dice Azcárate en 1893, la cuestión social es la cuestión de la sociedad y, por ser «ésta un todo compuesto de partes, surge la cuestión de armonizar y componer la individualidad con la totalidad» (Azcárate, 1893). Durante los tres primeros lustros de la Restauración, todos, cada cual a su modo, han profundizado y ensanchado, en plan teórico, a partir de su filosofía del Derecho, esta concepción sociológica. Los trastornos del fin de siglo imponen una confrontación real, con problemas sociales concretos y funcionan como revelador de un pensamiento que, al enfrentarse con las cosas y al intentar comprenderlas, se matiza y se enriquece, sin dejar de ser sustancialmente lo que es, es decir, sin renunciar a las fundamentales ideas madres y a los valores humanos y sociales que de ellas dimanan.

A partir de 1890, el país entra en un período de turbulencia, que los historiadores denominan crisis de fin de siglo, con punto álgido, como bien se sabe, en 1898, y que no viene al caso evocar de nuevo aquí. Es tan sólo oportuno recordar que la cohesión social está puesta en tela de juicio por el protagonismo tomado por las organizaciones obreras y, en grado menor, después de 1898, por los conatos de salida a la palestra de las clases medias «productoras», las clases neutras, según Costa. En su conjunto, tras los años de triste paz canovista, aprovechados, no lo olvidemos por nuestros hombres para asimilar los adelantos científicos y culturales europeos, la crisis puede verse, por lo que se refiere a la pequeña burguesía y a las clases medias, como una violenta sacudida, consecuencia del choque moral del «desastre» que transtorna las mentalidades y en algunos casos las ideologías (como brevemente veremos, siguiendo a Clarín). La crisis es vivida como un momento de desorientación, en el que se mezclan con el odio impotente al sistema político corrompido, un complejo de frustraciones y aspiraciones; lo cual desemboca en apresuradas tomas de posturas, en posiciones en las que se enredan indiscriminadamente amargas nostalgias de un pasado glorioso e inseguras aspiraciones a modernidad, lo que impide medir con debida serenidad y lucidez las realidades poco halagüeñas del período. Gran parte de la «literatura regeneracionista» expresa tal desorientación.

Lo que nos interesa poner de relieve es que para Clarín y los demás, la crisis es también perturbadora, pero no provoca en ellos ruptura entre el pensar y el obrar. No pierden esa serenidad reflexiva que en Giner particularmente es paradigmática. Y para abreviar, citaremos una frase muy pertinente al respecto de Francisco Laporta: «Van a ser ellos y solamente ellos, los únicos intelectuales de la burguesía española, cuyo programa de realizaciones prácticas (ante todo pedagógicas) se asienta en un ideario filosófico y político muy elaborado, en una concepción del mundo bien construida y perfectamente asimilada» (Laporta, 1974, pág. 38). Añadiremos sólo que su programa de realizaciones prácticas no se limita a la pedagogía, sino que abarca, como siempre, todos los problemas del momento y particularmente los problemas sociales objeto aquí de nuestra atención.

Cuando, en 1890, con motivo de la primera manifestación del Primero de Mayo, se plantea brutalmente la cuestión social en términos de lucha de clase, Clarín, en un primer momento, comparte el temor que se ha apoderado de la burguesía y confiesa que ve como una amenaza «el movimiento actual socialista, a pesar de sus apariencias pacíficas». Germinal le parece como una posible prefiguración de futuras catástrofes: «Tal vez la historia próxima va a ser un plagio de Germinal, pero de esos plagios que matan». Esta primera reacción es significativa de quien está bien asentado en sus valores humanos y filosóficos, cuya plena realización se proyecta en una sociedad armoniosamente organizada en torno a esos mismos valores y regida no por la ley de los más fuertes, sino por la «natural» tutela de los más capaces moral e intelectualmente3. Casi prueba de ello es que en el mismo artículo, Clarín intenta definir la misión del intelectual frente a la nueva situación. En primer lugar, censura con vehemencia a los que, como los decadentes, los simbolistas, los escritores modernistas se apartan de lo que pasa en torno suyo para crearse egoístamente un mundo propio. Tal actitud «en tales momentos puede convertirse hasta en un crimen». Es de subrayar que se manifiesta aquí, como siempre, el imperativo de compromiso del intelectual con la vida social y con la historia de su pueblo. Luego procura comprender e intenta encontrar alguna justificación a esos «desmanes» en la miseria económica y moral de los trabajadores, miseria de la que es responsable la burguesía (Lissorgues, 1989, I, págs. 305-351). En todo caso, el recelo y la decepción no le llevan al pesimismo, pues, si, por ahora, el intelectual no puede hacer nada, debe seguir preparando «el pisto espiritual del provenir, la fe o lo que sea de mañana», a fin de que «cuando esos miles de obreros consigan sus propósitos de descansar algunas horas al día y lleguen a leer, a estudiar y a meditar», entonces será posible que «al llamarnos todos hermanos podamos hacerlo racionalmente, es decir, sabiendo que existe un padre, un Dios o una madre, una idea» (Véase: Lissorgues, 1989, I, págs. 85-89). Lo cual es un modo de afirmar que lo más importante es encontrar una base espiritual (no necesariamente religiosa) para la fraternidad. (Igual exigencia manifiestan Altamira -Altamira, 1891- y, cuarenta años después, Antonio Machado, otro discípulo de Francisco Giner: véase «Sobre una lírica comunista que podría venir de Rusia», 1934). Lo cierto es que, desde 1890 hasta su muerte en 1901, Clarín mantiene abierto el diálogo, teórico y libresco, por decirlo así, en un primer momento y luego directo, como veremos, con las realidades del mundo obrero. Pero nunca le invade el desengaño y menos aún el pesimismo. Parece pensar que puede haber en la historia momentos de insensatez, como el que evoca en el cuento Un jornalero, pero su fe en el hombre y en la historia no ceja. El auténtico camino del futuro, sólo puede abrirlo la voluntad del hombre para, ante todo, mejorarse a sí mismo y para conjuntamente luchar contra los obstáculos sociales que se oponen a su plena realización humana cuya primera condición es la conquista del Derecho, es decir, de la justicia. Es casi seguro que en este artículo del 14 de mayo de 1890 (Lissorgues, 1989, II, págs. 204-208), Clarín expresa la opinión y el sentir de sus colegas de Oviedo y de la mayoría de nuestros intelectuales que, si se muestran recelosos ante la nueva fuerza social que es el movimiento obrero organizado, tienen conciencia de estar mejor preparados que otros para comprenderlo.

En efecto, desde los primeros años de la Restauración, fueron ellos los más activos defensores de los derechos del pueblo trabajador del campo y de la ciudad, ese pueblo que acampaba en los marginados Campos del Sol de Vetusta y al cual no conocían realmente por no acercarse mucho a él. Los artículos en que Clarín da cuenta de la realidad social andaluza en la encuesta efectuada en 1883, para El Día a consecuencia de los acontecimientos de la Mano Negra, son muy significativos al respecto. El joven periodista «demócrata» no se atreve nunca al contacto directo con los gañanes y acepta sin discusión el punto de vista y las opiniones de sus informadores, todos hombres «ilustrados» de la clase media (Véase: Romero, 1983, págs. 119-172; Lissorgues, 1989, I, págs. 340-353). Pero por lo que se refiere a la defensa moral y jurídica del «pueblo bajo», Clarín y nuestros intelectuales están en primera fila. Su humanismo, su agudo sentido de la justicia y sobre todo su preocupación por la armonía social por conquistar, les llevan a plantearse, a partir de su concepción filosófica del Derecho, los problemas relativos a la situación del entonces llamado cuarto estado (Véase: Díaz, 1973 y [s. a.]). Por su parte, Leopoldo Alas, entonces fogoso militante «demócrata», como así se llamaba antes de convertirse al castelarismo, consideraba como un deber luchar por la redención de ese cuarto estado, que no disfrutaba todavía de la plenitud de sus derechos y no tenía, según él, la conciencia ni la ilustración suficientes para redimirse por sí solo de su postergación. El sentido de esta misión Alas lo compartía con todos los hombres influidos por el krausismo, entre los cuales los más constantemente comprometidos eran Azcárate y Buylla. Azcárate, por ejemplo, no vaciló en sentarse, en 1883, al lado de Cánovas en la Comisión de Reformas Sociales, poco convencido en los posibles resultados positivos de un intento que los mismos dirigentes socialistas, Pablo Iglesias, García Quejido, Jaime Vera, miraban con desconfianza, pues, dijo Azcárate, «el hambre no es católica ni protestante. Bienvenido sea todo el que procure soluciones». Pero es a Clarín a quien se debe la más voluntariosa defensa del derecho del pueblo. En su «Prólogo» a La Lucha por el derecho, de Ihering, traducida, en 1881, por Posada, echa con claridad y vehemencia las bases teóricas de la progresiva emancipación del cuarto estado, por la instrucción, la educación y si es necesario por la intervención del Estado y hasta por imposición más o menos violenta. «El derecho debe proceder de la conciencia ética de cada individuo», cuando no es así, es decir, cuando priva el egoísmo, «bueno es que el Estado haga que se cumpla el derecho, imponiéndolo por coerción» (en Torres, 1984, pág. 111). Es evidente que Clarín y todos los intelectuales «progresistas» se atribuían frente al pueblo un papel rector, que hoy calificaríamos de paternalista, pero que, para ellos, antes de que estuviera organizada la clase obrera, era un cometido ético de tutela necesaria. No menos evidente es que no ponían en tela de juicio las estructuras sociales de clases jerarquizadas, clases que ellos llamaban «organismos» sociales. Luchaban por el derecho, pues -como escribía Clarín- «la historia de la humanidad es una larga lucha por el derecho» (ibid. pág. 113) y contra las taras, las corrupciones e injusticias de la actual sociedad, para reformarla «moralizando la vida», con miras a una lejana República moral, en la que se borrarían los antagonismos, sin que desaparecieran los «organismos» (las clases). Lo que clarín llama República moral es la expresión política de la concepción sociológica del organicismo armónico krausista, sin más diferencia sustancial que la referencia a la forma de gobierno más adecuada (Res publica) a tal concepción. Esta vuelta atrás, antes de 1890, era necesaria para mostrar que, frente a los problemas sociales concretos del fin de siglo, no cambia la concepción organicista, a partir de la cual se enjuician dichos problemas y se determinan las respuestas.

Prueba subsidiaria de ello, es su posición (la de Clarín y de todos) frente al movimiento de los «pequeños productores» (que, en fin de cuentas, pertenecen a su propia clase) y en el que toma parte activa, Joaquín Costa, institucionista y amigo de muchos institucionistas. Para Clarín, la agitación de las clases neutras no pasa de ser un epifenómeno, que, sin embargo, choca con su concepción social y provoca en él una reacción significativa de tal concepción. Aunque a Clarín y a todos les parezcan oportunas las reformas técnicas y pedagógicas preconizadas por Costa, se muestran más que reticentes ante los programas de las Ligas de Productores y de las Cámaras de Comercio, que les parecen sobradamente corporativistas y demasiado encerrados en intereses de clase. Clarín, vehemente como nunca, denuncia en numerosos artículos el egoísmo de esos comerciantes que «toman el país por un almacén» y critica a Costa por querer supeditar el regeneracionismo ideal y espiritual al pragmático regeneracionismo hidráulico. Es peligroso, dice nuestro autor, invertir los valores; son necesarias las reformas técnicas, pero dominadas por las ideas y supeditadas a los valores culturales y éticos. Es peligroso, añade (con intuición premonitoria), dejar que asomen sin combatirlos retazos de ideas (antiparlamentarismo, antiintelectualismo, necesidad de una dictadura, anticapitalismo, retórica de la negación y de la fuerza, etc....) que -añadiremos-, al juntarse, serían ya anticipación de la retórica de los puños. Ninguna clase, dicen Clarín y Giner, puede pretender por sí sola representar a la Nación.

Por lo que se refiere a la «cuestión social» propiamente dicha, o sea, la cuestión obrera, Clarín y sus colegas de Oviedo (y entre ellos Buylla es el más activo y el más comprometido, desde hace años, tanto con los problemas concretos como con los que requieren competencias jurídicas) están en primera fila, por interés personal y por estar directamente en contacto con las realidades obreras de Asturias. Ahora sí, en la última década y cada vez más en lo que va de siglo, es cuando se acercan al mundo de los trabajadores socialistas, a quienes aprenden a conocer. Por lo que hace a los anarquistas y al anarquismo su posición es de rechazo, de violento rechazo en el caso de Clarín.

El anarquismo no se salva, a los ojos de Clarín, en ninguna de sus manifestaciones. El anarquismo violento, lo condena sin apelación por «llamar salvación al crimen». En cuanto a los teóricos del anarquismo, esos «seudo-filósofos», esos «curanderos ácratas», esos «cabecillas presuntuosos», no les deja hueso sano. Para él, son intelectuales de la clase media que se han dejado seducir por teorías superficiales y peligrosas. Son «holgazanes que se las dan de víctimas del capital» (Lissorgues, 1989, I, págs. 89-92 y 354-378). Son seres inauténticos porque hay una enorme distancia entre lo que son, unos ignorantes, y la agresiva retórica de su ideología prestada. Por eso son peligrosos, como el cabecilla del cuento Un jornalero, que «era un ergotista a la moderna, de café y de club, uno de esos demagogos retóricos y presuntuosos que tanto abundan». En cuanto a la doctrina, le parece a Clarín peligrosa por somera y superficial, pues no puede comprender que se pretenda construir el porvenir haciendo tabla rasa del pasado. Es nihilismo estúpido querer destruir lo malo y lo bueno de la tradición. Para él, (como para todos nuestros intelectuales) «progresar es conservar todo lo que puede mejorarse» (La Publicidad, 12 de abril de 1898; Lissorgues, 1989, I, págs. 360-361). No puede sorprender, pues, que su sentido de la evolución histórica de la humanidad le lleve a condenar esos «groseros soñadores que nos proponen la utilidad inmediata de perfecciones futuras» (Alas, 1891). Se comprende que el mayor reproche que Clarín puede hacer a los «curanderos ácratas» es el de engañar al pueblo, dándole «resuelto con pasmosa facilidad los más arduos problemas religiosos, económicos, políticos y hasta científicos» (Vida Nueva, 19 de noviembre de 1899; Lissorgues, 1981, I, págs. 362-365). Su tesis, escribe en 1899, es ésta: «que bastante desgracia tiene el pueblo con ser pobre en lo material, en tener mal vestido, mala cama, mala comida, mala casa; y debe procurarse que el pan del espíritu no se lo den estos panaderos que falsifican el peso y la harina» (ibid. pág. 91).

Como decíamos atrás, las rupturas sociales del fin de siglo y sobre todo el sentimiento de que el liberalismo está en crisis cuando apuntan a un nuevo porvenir las ideas y el ideal socialista (o anarquista), transtorna las ideologías de no pocos intelectuales de la clase media que llegan a formar una nebulosa que se autodesigna, de modo significativo, gente nueva. Para nuestro autor, son escritores o periodistas que, desengañados de los valores liberales, esgrimen en los periódicos, en El País, en Germinal, una fraseología socialista, pero sin coincidir, ni mucho menos, con los partidos obreros que, ellos, no se dejan engañar: «No son tontos los de Germinal, más bien cucos -se lee en El Socialista (1 de mayo de 1899). La gente nueva no es tan nueva -¡qué ha de ser!- hace lo mismo que la vieja; buscar un acomodo en los parajes donde dentro de poco pueda tomar el sol del presupuesto». Para Clarín también, la «gentecilla nueva» (Maeztu, Delorme, Ysares, Barck, Martínez Ruiz y otros no tan «nuevos» como Dicenta o... Salmerón), no son más que oportunistas. Le repugna que Salmerón, ¡el mismo Salmerón!, pueda decir de él que se equivoca al atacar a la gente nueva, pues «Germinal -escribe Salmerón- se presenta como un elemento auxiliar que aporta a los viejos partidos savia nueva y energías no gastadas» (El Pueblo, Valencia, 22 de mayo de 1900). El defensor de La lucha por el derecho no entra en tales cálculos de politicastros. Además, esos «socialistas de levita» se burlan de los principios ético-liberales y aún religiosos que, para nuestro autor, son fundamentales, como la justicia, la libertad, la caridad, la fraternidad.

En cuanto a él, sin renunciar a nada de lo que piensa, prosiguiendo la profundización de su búsqueda de re-ligación religiosa pero con la conciencia de hacer obra útil para los demás y reflexionando en los problemas sociales actuales a partir de su concepción del armonismo social, piensa servir mejor la causa de los obreros que «esos pescadores... de río revuelto». El otro socialismo «el de tierra firme» (Heraldo, 24 de octubre de 1897), le parece más seguro, más auténtico. En el artículo que manda a El Socialista, con motivo del Primero de Mayo de 1899, escribe: «Opino que los socialistas deben tener mayor confianza en esta clase de aliados [los que, como él no renuncian a nada] que en los adeptos poco sinceros que de la burguesía quieren pasarse a su campo, porque acaso empiezan a sospechar que anuncian sus verdores óptimas cosechas». Los socialistas piensan lo mismo. Cuando se producen las duras huelgas de Gijón, en 1901, Clarín que, según David Ruiz «gozaba de enorme popularidad en casi todos los sectores de la población regional» fue elegido como mediador por obreros y patronos (Ruiz, 1968, pág. 122). En 1917, Juan José Morato parece contestar a lo que decía Clarín en 1899: «y por entonces también, hombres de prestigio tan alto y tan merecido como Clarín, Dorado Montero y Buylla, sin dejar sus ideas, sintieron por el Partido más que afecto: hasta, en cierto modo, fueron colaboradores de él» (Morato, 1975, pág. 145).

Y efectivamente, hay acercamiento entre «los intelectuales influidos por el krausismo» que permanecen fíeles a su filosofía social, y el movimiento socialista; y el encuentro se sitúa en el campo de la cultura, o mejor de la instrucción, que los dirigentes del Partido desean desarrollar en las masas obreras. El terreno de la cultura es, en efecto, el más idóneo para establecer contactos entre dos mundos contiguos pero separados por posiciones y prejuicios clasistas. En Asturias, la experiencia de Extensión Universitaria (bien conocida hoy y sobre la cual se ha dicho casi todo lo que se podía decir), iniciada en 1897, sin tener, por varios motivos, el éxito que se esperaba, propició un espacio para fructuosos encuentros, que permitieron relaciones cordiales y relativa comprensión recíproca (Véase la amplia bibliografía sobre el tema). Olvidados ciertos deslices lingüísticos que dan lugar a epidérmicas polémicas, como, por ejemplo, la que refiere Jorge Uría (Uría, 1996, pág. 189) a propósito de la inoportuna mezcla en una misma crítica virulenta de los «capataces del socialismo y del anarquismo» (inoportuna y excepcional, pues Clarín suele distinguir claramente socialismo y anarquismo), olvidadas las fórmulas condescendientes usadas a veces por el mismo Clarín, por Posada, por Altamira, es indudable que el diálogo fue fructuoso. Hasta tal punto que nuestro autor cuando se estaba preparando para un encuentro con los dirigentes nacionales del Partido, pudo exclamar: «Es casi, casi un ideal, para mí, departir, con espíritu fraternal [...] con los obreros socialistas». El encuentro no tuvo lugar, al parecer por culpa de Clarín, pero éste expresó varias veces su agradecimiento por «la manera respetuosa» (sic) con que solían tratarle los socialistas; lo cual, a pesar de todas las buenas intenciones y de todos los buenos sentimientos es significativo de cierto recelo de clase. Sea lo que fuere, las clases de la Extensión fueron una experiencia de convivialidad cultural de la que Clarín da cuenta en varios artículos con cierta solemne gravedad que, dicho sea entre paréntesis, contrasta con el superficial lirismo paternalista que impregna los relatos de Altamira sobre el tema (véase, al respecto, Cuestiones obreras, 1914). En cuanto a los obreros socialistas de Oviedo, dirigidos por el inteligente Manuel Vigil, escucharon «con religiosa atención la dedicación -generalmente sincera- de aquellos burgueses que no se comprometieron ideológicamente con ellos» (Ruiz, 1968, pág. 105). Varias Revistas mínimas de Clarín dicen lo mismo. Es cierto que el contacto directo con los obreros socialistas despertó en Leopoldo Alas un sentimiento de simpatía por esos hombres serios y «corteses» que «han comprendido que la instrucción y la educación moral e intelectual son indispensables para el progreso de su clase y para reivindicar con eficacia los derechos que se les niega en el orden económico y en el orden político» (La Publicidad, 25 de noviembre de 1900; Lissorgues, 1989, I, pág. 95). En este mismo artículo, escribe (con cierto sentimiento de amargura ante la impotencia histórica de su propia clase) que «si el socialismo lleva a ella ese espíritu de organización, de iglesia [...] la República vencerá de seguro». Lo que ocurrió... treinta años después.

Pero las simpatías mutuas no vencen las divergencias doctrinales, insuperables.

Hay divergencia sobre la concepción de la historia. El concepto de materialismo histórico es inconcebible para Clarín. El progreso es el resultado de una lucha voluntaria por la justicia y por el derecho; el espíritu debe dominarlo todo y si hay en la historia errores e injusticias es por falta de conciencia o por egoísmo, es decir, por debilidad de los valores morales. Clarín (como los demás) no se aparta de esta concepción idealista y ética de la historia y de la vida pública que es el legado krausista de su filosofía humana y social.

No puede aceptar tampoco la tendencia colectivista del socialismo marxista. El colectivismo es la anulación de la individualidad y luchar por él es querer que la humanidad retroceda al primitivismo antecristiano. «El cristianismo, bien entendido, fue el que arrancó la sustantividad individual de las garras del colectivismo» (La Publicidad, 16 de octubre de 1899; Lissorgues, 1989, I, n. 3, pág. 396).

Por fin, en la jerarquía de los valores humanos, lo espiritual (en todas sus dimensiones, incluso religiosa) es lo más importante y el modo marxista de entender la cuestión social le parece equivocada inversión de valores ya que «si la sociedad es eterna, el hombre es mortal». «No sólo de pan vive el hombre», dice Clarín, y también Posada y Altamira e incluso Buylla lo dicen. Además, para nuestro autor, es necesario un sentido religioso de la existencia para que los valores sociales esenciales que son la justicia, la caridad, la fraternidad, la tolerancia, puedan vivirse en su dimensión trascendente.

Esta concepción idealista del hombre, de la sociedad, de la historia y este espiritualismo cristiano hacen imposible la adhesión de Clarín al socialismo. Pero si el socialismo fuera todo lo que es menos la filosofía materialista, si sólo «fuera luchar en todos los órdenes de la vida por el progreso de los trabajadores y de los desheredados, yo sería, sin reservas, socialista» (La Publicidad, 28 de octubre de 1900; Lissorgues, 1989, I, pág. 395).

Como transición para una posible conclusión, recordaremos que varios estudiosos de la Extensión Universitaria señalaron que aquella experiencia pedagógica era un intento para conquistar la paz social y conseguir, por la educación, una especie de armonía social. Es tanto más cierto que los mismos iniciadores de la Extensión, y Clarín el primero, no ocultaron nunca esta finalidad. No había para qué, pues esta era la finalidad, como lo era la de todas sus actividades culturales, periodísticas, jurídicas (sobre este último punto la acción de Buylla es ejemplar), orientadas hacia el mundo obrero. No son revolucionarios, no quieren revolución y lo dicen, porque piensan que la violencia acarrea más daños que beneficios y finalmente no resuelve el problema fundamental que es la reforma intelectual y moral del hombre. El hombre es un ser perfectible y reformarlo, desarrollando su cultura y, desde luego, su conciencia moral, es la primera y tal vez la única manera de reformar la sociedad y de conseguir la armonía social. Una sociedad (la República moral de Clarín) ha de ser un conjunto armónico de organismos, en los cuales cada individuo debe encontrar el puesto que le corresponde según sus méritos. Algunos de estos organismos tienen funciones consideradas como superiores, pero los que en ellos cumplen su misión, tienen mayores obligaciones, pues, escribe Giner «toda superioridad no es en suma, un título de mayores derechos, sino de mayores obligaciones» (Giner, 1898). Clarín piensa y dice lo mismo.

Así pues, ¿un sueño, una utopía? Sí, hasta cierto punto, pues en nuestros tiempos de mundialización de un acéfalo e inhumano «darwinismo social» (del cual Darwin no tiene la culpa), el pensar y el obrar de los intelectuales influidos por el krausismo, de los institucionistas, aparece como una poesía de la Historia.

Hasta cierto punto, porque si tenemos en cuenta la relatividad de las cosas de la historia, y si hablamos en imperfecto (o mejor dicho en pretérito perfecto), podríamos, por lo menos, aceptar como balance estas palabras, con las que Elías Díaz concluye su estudio sobre la filosofía del Derecho de Giner y de Clarín: «En ese criterio de justicia se alojaban posibilidades que de haber sido plasmadas en el Derecho y en la sociedad, en concreto en la sociedad Española de la época, hubieran permitido (y en parte de hecho permitieron) evoluciones importantes de verdadero sentido progresivo tendentes a suavizar primero y a superar después un buen número de privilegios y desigualdades tradicionalmente arraigados en nuestra sociedad» (Díaz, [s. a.], pág. 98). Sobre todo, no debería olvidarse que de ello «salió el profundo impulso renovador intelectual y político que condujo, entre otras cosas, a la Segunda República» (ibid. pág. 96). Más aún; para Emilio Alarcos Llorach, «Si [...] el país ha logrado re-unirse [...] lo debemos a aquellos hombres grises que a todo antepusieron la humildad, la honradez, la rectitud, la verdad, la discreción. Ni la universidad, ni la ciencia, ni la sociedad en general [...] serían lo que son sin la labor callada, honda y desinteresada de los hombres de la Institución» (Alarcos, 1983).








Bibliografía de obras citadas

  • Alarcos Llorach, Emilio, «Nota preliminar» a Fragmentos de mis memorias de Posada, 1983.
  • Alas, Leopoldo, Clarín, «Prólogo» a La lucha por el derecho de R. Ihering (Versión española por Adolfo Posada y Biesca, Madrid, Victoriano Suárez, 1881); véase Torres, 1984, págs. 103-132.
  • ——, «Prólogo» a Ideas pedagógicas modernas; véase Posada, 1982, págs. IX-XX; Torres, 1984, págs. 172-181.
  • ——, «Prólogo» a Mi primera campaña de Rafael Altamira, Madrid, 1893; véase Torres, 1984, págs. 182-188.
  • ——, Un jornalero, en Leopoldo Alas, Clarín, Narraciones breves, (edic. Yvan Lissorgues), Barcelona, Anthropos, 1989, págs. 173-182.
  • Altamira, Rafael, «El renacimiento religioso», en La Ilustración Ibérica, 427, 428, 7 y 14 de marzo de 1897.
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