Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

La gran aldea

Costumbres Bonaerenses

Lucio Vicente López



[Nota preliminar: Obra cedida por la Biblioteca Nacional de la República Argentina. Digitalización realizada por Verónica Zumárraga.]

portada



A Miguel Cané

Mi amigo y camarada

L. V. L.



Qu'on ait trouvé des personnalités dans cette comédie, je n'en suis surpris: on trouve toujours des personnalités dans les comédies de caractère comme on se découvre toujours des maladies dans les livres de médecine.

La vérité est que je n'ai pas plus visé un individu qu'un salon; j'ai pris dans les salons et chez les individus les traits dont j'ai fait mes types mais où voulait -on que je les prisse?


EDOUARD PAILLERON (Le Monde où l'on s'ennuie)                







- I -

Dos años hacía que mi tío vivía en mi compañía cuando de pronto una mañana al sentarnos a almorzar, me dijo:

-Sobrino: me caso...

Cualquiera creería que me dio la noticia con acento enérgico. ¡Muy lejos de eso! Su voz fue como siempre suave, e insinuante como un arrullo, pues mi tío, aunque tenía el carácter del zorro, afectaba siempre la mansedumbre del cordero.

¿Y qué tenía de particular que mi tío se casara? ¡Vaya si lo tenía! Había cumplido los   —8→   cincuenta y ocho años y apenas hacía dos que mi tía había muerto. ¡Mi tía! ¡Ah! ¡el corazón se me parte de pena al recordarla!... Una señora feroz, hija de un mayor de caballería que había servido con Rauch, que había heredado el carácter militar del padre, su fealdad proverbial, un gesto de tigra, y una voz que cuando resonaba en el histórico comedor de su casa, hacía estremecer a mi tío, y el temblor de la víctima trasmitía el fluido pavoroso a los platos y a las copas que se estremecían a su turno dentro de los aparadores al recibir en sus cuerpos frágiles y acústicos el choque de la descarga del terror conyugal.

Así se pasaban las cosas cuando mi tía Medea, purificaba sobre la tierra a su marido. El espanto dominaba toda la casa: los antiguos retratos al óleo de sus antepasados, y hasta el del feroz mayor de caballería, tiritaban entre los marcos dorados, y perdían la tiesura lineal y angulosa del pincel primitivo que había inmortalizado aquellos absurdos artísticos: los muebles tomaban un aspecto solemne, y parecían por su alineación severa, la serie de los   —9→   bancos de los acusados: los relojes se paraban, los sirvientes ganaban los confines de la casa mi tío, que comenzaba por esbozar una súplica en su rostro de marido hostigado durante 25 años, concluía por doblar el cuello y hundir su barba en el pecho, ni más ni menos que una perdiz a la que un cazador brutal descarga a boca de jarro los dos cañones de la escopeta. Las imprecaciones y los gritos estentóreos de mi tía Medea se prolongaban hasta altas horas de la noche; tenía unos pulmones dignos de alimentar el órgano monstruo de Albert Hall; y sus iras inclementes y casi mitológicas, brotaban de sus labios como un torrente de lava hablada, en medio de gesticulaciones y de ademanes dignos de una sibila que evacua sus furores tremendos.

Una mujer como mi tía tenía que ser, como fue, de una esterilidad a toda prueba. Hasta los quince años yo tuve vehementes dudas sobre su sexo; aquel retoño de los Atridas no dio fruto a pesar de mi tío.

Mi tío estaba lejos de ser un apóstol, pero era un santo.

  —10→  

El débil de mi tío era el amor, y esto explicará por qué es, que a los dos años de viudez acaba de declararme que se casa. Mi tío era un alfeñique delante de una mujer bonita. Decir que se derretía sería poco, se revenía, se volvía una celda de miel. Al oír una voz juvenil brotando de una garganta esbelta y alabastrina, al ver un cuerpo elástico y nervioso modelado por los contornos de la carne viva y suave a la presión, mi tío, que era flaco y alto como un junco de las islas, gemía involuntariamente como una arpa eólica, y, no contento con saborear la estatua con los ojos, cedía sin querer el brazo a los movimientos irrespetuosos de la electricidad animal y gustaba de tocar el buen señor.

Convengamos en que el defecto era humano y no grave. Pero ved aquí, como dos pasiones contrarias, la cólera crónica de mi tía y la ternura amorosa de mi tío, habían llegado poco apoco a constituir en él una segunda persona, en la que se habían transformado todos los rasgos primitivos de su carácter. El buen viejo había conservado toda su bondad, toda su mansedumbre; pero perseguido, acosado, estirado, como   —11→   un hilo elástico, por su mujer, se había enflaquecido más de lo que había sido y había adquirido un tipo físico lógico, con su nuevo carácter moral: una especie de Tartufo pero no un Tartufo odioso y antipático, sino por el contrario, y aunque esto parezca una paradoja, un Tartufo ingenuo y cándido, a quien Orgon descubría en cada aventura por la falta de las grandes cualidades jesuíticas que constituyen el carácter del más alto representante del molierismo.

Así, mi tío, que turbaba de cuando en cuando la paz del servicio, sufría siempre la desgracia que nadie sufre en este mundo; lo que no pasa jamás: que las sirvientes lo delatasen a la señora. El regreso del paseíto después de comer casi siempre lo colocaba en una situación crítica y zurda: o la manga de la levita blanqueada por el contacto de las paredes humanas o el perfume de un ramo de jazmines o lo inmoderado de un nudo de corbata poco defendido o cualquiera otra causa, lo entregaban a las garras de la leona, y los celos de Norma estallaban:

  —12→  

-¡Viejo libertino y sin vergüenza, inmoral, corrompido, sucio!...

-¡Pero Medea!...

-¡Silencio! ¡Hombre sin pudor!... ¡Habrase visto canalla igual!... corriendo las calles de noche, echando cuchufletas a las sirvientas en las puertas de calle!

¡Vea Vd.! ¡Esa manga denuncia al canalla! A ver, aunque no quieras te he de registrar el pecho... ¡Eh! ¿Qué se me importa que se te arrugue la camisa? ¡Que no veo, acaso, al viejo calavera degradado en ese moño indecoroso de la corbata!... ¡Un ramo de jazmines!... ¿Quién te ha dado ese ramo? Di, hombre infame y malvado. ¿Quién te ha dado esa inmundicia? ¡Puf!... ¡Huele a patchouli! Debe ser alguna guaranga, degradada como tú... ¡Esta me la has de pagar! ¡Ha de arder Troya!

Vd. ha manchado mi familia y mi nombre, arrastrándolo por las últimas capas sociales. ¡El nombre de los Berrotarán! Si mi padre viviera ya te habría molido las costillas; treinta años fue militar, y mi madre no tuvo jamás una queja. Vealo Vd. allí, levante   —13→   los ojos y pida Vd. perdón al autor de mis días... ¡marido depravado y perverso!

Y Pollion caía fulminado por los anatemas.

Así habían pasado los días del primer matrimonio de mi tío. Él hacía in petto grandes programas de enmienda: se creía un culpable, un malvado, pero no podía con sus extravíos de ternura, y a fe que tenía razón, mi tía era refractaria por índole y por naturaleza a todo afecto íntimo, y sus caricias debían ser, si alguna vez las hizo a alguien, como las manotadas de una pantera.

Las impresiones que aquel hogar lleno de movimiento producían sobre mi espíritu eran múltiples y variadas. Mi tía Medea nunca dejaba de echarme en cara que al morir mis padres me había recogido por favor y como un acto mil veces más caritativo y recomendable que el de la hija del Faraón salvando a Moisés de la corriente del Nilo. Mi padre, hermano menor de mi tío, había muerto joven, y mi madre al darme a luz. Ante la ley natural, a Dios gracias, mi tía no podía exigirme parentesco.

En aquel hogar rancio y ridículo yo me había   —14→   formado sin grandes afecciones, había crecido lentamente como una planta exótica al lado de mi pobre tío, que sin duda me quería, y que, no sabiendose defender a sí mismo de su terrible compañera se guardaba por su parte muy bien de protegerme cuando la brava señora la emprendía conmigo.



  —15→  
- II-

Me acuerdo sin embargo con una memoria vivísima de los primeros años de mi niñez. Miraba la vida como pudieran mirarla los hijos del Príncipe de Gales o los de un Rotschild. Todo lo que me rodeaba, mientras vivió mi padre, era pobre y de una mediocridad bastante marcada: pero yo lo encontraba de una belleza, de una abundancia y de un gusto excepcionales. Nadie me había inspirado estas pretensiones pueriles; por el contrario, mi padre, cuando me di cuenta de su valor moral, era de una modestia prístina en su vida. ¡Pero yo encontraba tan hermosa   —16→   la vieja casa alquilada! Tan lujosa la sala en que dominaba un gran retrato de mi madre querida, que tenía, si la expresión se me permite, esa lástima egoísta que siente uno por los demás niños cuando es niño también.

¿Qué hombre, qué mujer, por variada y llena de contrastes que haya sido su vida, no tiene allá en el fondo del recuerdo la fotografía vaga pero indeleble de las primeras impresiones del mundo? -Es una fiesta, un día de escuela, un encuentro, un juguete, un cariño recibido y devuelto el protagonista de ese inolvidable poema de la memoria; la palabra no lo anima jamás, no se comunica a nadie, porque es tal vez trivial cuando adquiere formas externas; se acaricia la reminiscencia a solas, íntimamente y ella vuelve y retorna siempre a la mente, porque es como el cimiento de las memorias; el sedimento que han dejado las primeras impresiones de la vida en el espíritu del hombre.

La fisonomía de aquel hogar trunco por la muerte de mi madre, no se borrará jamás de mi mente. Dormíamos con mi padre en la misma habitación. Veo todavía aquel teatro célebre   —17→   de cuentos y juegos inolvidables; los seis antiguos grabados ingleses de sus paredes; colgados con poco esmero; seis escenas de los romances de Waverley, amarillentos y mareados entre sus maltratados marcos, casi siempre torcidos, pendientes de sus clavos desiguales.

¡Cuántas veces al adormecerme bajo la media luz de la habitación, parecíame ver moverse la figura misántropa de Guy Mannering!, y de espanto al verla salir del marco, encogíame todo en el lecho, tapábame hasta la cabeza y cerraba los ojos para no ver la escena fantástica que fraguaba contra mí mismo la imaginación calenturienta del niño. Oigo el tic-tac del antiguo reloj de familia, y el golpe grave de su timbre resuena en mi oído aún. Recuerdo el miedo que me causaba al despertar en medio del sueño ese monótono murmullo del silencio nocturno, reagravado por el bulto humano, horroroso, amenazante que parecían formar las ropas de mi padre puestas al acaso sobre una silla, y en cuya ingeniosa y casual combinación creía ver el cuerpo de un ladrón o de un bandido. ¡Oh! ¡Qué alegría, qué desahogo, cuando la mirada, después de   —18→   un examen ansioso, descubría el fatal engaño y los objetos tomaban su forma natural disipándose el terrible fantasma!



  —19→  
- III -

Tenía diez años cuando murió mi padre. La última vez que me acercaron al borde de su cama, me abrazó y me llenó de besos; tendría entonces cuarenta años, pero representaba sesenta; ¡tanto lo había quebrantado la terrible enfermedad que lo consumía!

Espíritu débil, la muerte de su compañera lo había abatido, había hecho inútil su existencia. Pobre, sin porvenir, esclavo de un empleo subalterno que servía desde 20 años atrás, carecía de la iniciativa vigorosa de otros hombres que buscan en los trabajos variados de la vida el   —20→   consuelo de los grandes dolores humanos. La monotonía de sus deberes cuotidianos, ese horrible destino de hacer la misma cosa hoy, mañana y siempre; el sueldo periódico que jamás se aumenta ni reproduce; la falta del ideal, de la esperanza, de ese horizonte dorado que persigue toda criatura en el mundo, abatieron las fuerzas de aquel noble pero desgraciado corazón, cuyo fin fue como el de una máquina que estalla y se inutiliza antes de tiempo.

Mi tío, dominado por su absurda mujer, nos veía poco. Pobre también, se había casado con ella que tenía una fortuna considerable, y en su casa, como era natural, dominaba el carácter militar de mi tía, duplicado por la influencia de su fortuna.

Sin embargo, el buen tío Ramón, con sus debilidades, pero excelente en el fondo, al saber la gravedad extrema de mi padre, vino a vernos.

Los dos hermanos se abrazaron. La palidez de mi padre se confundía con el blancor de las almohadas de su cama.

Aunque niño, y sin poderme dar cuenta profunda de aquel solemne momento de mi vida,   —21→   lloré amargamente abrazado de su cuello; sentí su último calor vital con un íntimo estremecimiento de dolor, estreché sus manos descarnadas, me miré en sus ojos apagados y permanecí mucho, mucho tiempo a su lado, sollozando y enjugando mis lágrimas.

Mi padre había abierto un pequeño libro con láminas ordinarias para distraerme, y yo, sin separarme de su lado, hojeaba casi maquinalmente sus páginas, y me detenía contemplando los grabados, siempre estrechado por él.

-Bien, hijito, me dijo al fin, vete a recoger que es tarde ya y yo tengo que hablar con tu tío.

Y como yo hiciera un movimiento de cariñosa resistencia para separarme de su lado, el insistió dulcemente, me volvió a abrazar y a besar muchas veces y mi tío Ramón me condujo a un cuarto inmediato donde me había instalado desde que mi padre se agravó.

Al separármele quedó en mis manos el libro que habíamos estado hojeando. Me desnudaron y me acostaron.

Un instinto, qué sé yo, uno de esos profundos   —22→   movimientos del alma de los niños, que son como el germen de todos los variados y tiernos sentimientos que brotan después en la adolescencia, me hizo no separarme de aquel libro. Apagóse la luz de la habitación, y yo estaba abrazado de mi precioso recuerdo. Quería protegerlo y ser protegido por el mismo; era como una prenda de mi padre, que me lo recordaba y me lo reproducía; lloré mucho sobre él y debí humedecerlo tanto con mis lágrimas, que mis manos llevaron muchas veces a los labios el sabor amargo del llanto; y fue así, abrazado de mi libro, defendido el pecho por sus páginas que me dormí aquella noche, la última de mi vida, en que debía ver al autor de mis días. Aquella noche murió mi padre, mientras yo dormía oprimiendo el tesoro conquistado.

¡Pobre libro mío! A los diez años muy lejos estaba de amarlo por el valor moral de sus páginas; era el Ivanhoe, el primer romance que debía deslumbrar más tarde mi imaginación virgen de impresiones. Lo amaba porque había sido de mi padre: todo era en el precioso para mí, sus grabados en madera, sus tapas comunes,   —23→   bastante estropeadas, sus ángulos doblados por los golpes que sufría, sus páginas descoloridas, en las que mis ojos inquietos se solían detener de paso.

El entierro de mi padre fue muy modesto por cierto; murió por la madrugada, y durante todo el día me tuvieron encerrado en el cuarto en que me habían puesto, sin dejarme salir de él. En un momento yo conseguí, sin embargo, escaparme, llevado por esa curiosidad inquieta de los niños, me interné en las habitaciones que conducían a la sala, y por la hoja entreabierta logré ver dos largos y gruesos cirios llenos de las congelaciones de la cera que chorreaba sobre ellos, colocados sobre enormes candelabros de platina, semejantes a los que había visto en las iglesias; los candelabros reposaban sobre un tapiz de pana negra raída con guardas de oro bastante estropeadas; el olor acre de la cera de los cirios me hizo un malísimo efecto, y sin darme cuenta de lo que veía retrocedí a mi cuarto sin atreverme a seguir adelante.

Nunca después en la vida he dejado de recordar aquel momento, al aspirar el ambiente peculiar   —24→   que forman las velas amarillosas de cera que queman alrededor del féretro de los que acaban de morir, y aquella impresión de niño, es otra de las muchas que no se borrarán jamás de mi memoria.

Mis parientes se dieron mucha prisa en enterrar a mi padre; a eso de las cinco de la tarde comencé a sentir el murmullo de voces y pasos de gentes que entraban. Me asomé por la puerta que daba al patío y vi muchos hombres vestidos rigurosamente de negro que se congregaban en pequeños grupos, saludándose reverenciosamente los unos con los otros; todos parecían estar muy tristes y pensativos, a juzgar por la gravedad de sus rostros.

Una sirvienta me arrancó de la puerta desde donde yo observaba la concurrencia lleno de extrañeza, al ver un número tan considerable de gente en mi casa, donde tan pocas y raras personas nos visitaban. Un rato después me pareció que el ruido de los pasos aumentaba, como si un tropel de gente se pusiese en movimiento y poco a poco fui notando que se alejaba. En la calle se oyeron rodar carruajes, pero el ruido   —25→   de los coches también se extinguió y todo quedó en silencio. Entonces me asomé otra vez por la puerta del patío: había quedado completamente solo, la puerta de la calle estaba entornada, cerradas las de las habitaciones; la tarde avanzaba y la humedad de un día lluvioso daba a aquella escena un aspecto tristísimo.

Me dio miedo y me entré a mi cuarto.

Mi tía Medea conversaba en las habitaciones inmediatas con cuatro o cinco señoras viejas y de edades incalculables. Yo me presenté francamente entre ellas: una me acarició; las otras, inclusa mi tía, me miraron con cierta indiferencia, y yo no debí preocuparme mucho tampoco de ellas, porque preferí meterme debajo de la mesa del comedor donde permanecí largo tiempo recorriendo las estampas de mi libro inseparable.

Las señoras tomaron algunas copas de vino y mi tía tomó dos, diciéndoles que estaba muy débil, que durante el día no había probado bocado, lo que probablemente le sirvió de pretexto para comerse un plato entero de bizcochos que habían presentado junto con el vino.

  —26→  

Aquellas señoras se levantaron al fin, y mi tía con ellas, diciendo a la sirvienta que me cuidaba que me tuviera listo para el día siguiente en que ella vendría buscarme temprano.

En efecto, al día siguiente del entierro de mi padre volvió mi tía Medea a buscarme. Lo primero de que me apoderé para decir adiós a aquel hogar semejante a un nido abandonado fue de mi buen libro; nada más deseaba llevar.

Quise sin embargo recorrer toda la casa antes de partir.

Se aspiraba en todos los cuartos ese ambiente de tristeza que tienen los sitios que se abandonan.

Entré al cuarto en que mi padre había muerto: todo estaba en desorden; la cama en el medio, sin colchones, como un esqueleto de fierro; los armarios vacíos.

Mi tía Medea había hecho acto de generosidad con los pobres, repartiendo las ropas de mi padre; la vieja alfombra había desaparecido; las baldosas contribuían a aumentar lo triste de la escena con su frialdad glacial; mis buenos grabados ingleses ya no estaban tampoco; algunos   —27→   fragmentos de mis juguetes habían sido relegados a un rincón de la habitación; -entré a la sala y vi con júbilo que el retrato de mi madre estaba allí y que mi tío había dispuesto que lo condujesen a su casa. En un ángulo de la sala estaban agrupados los cuatro candelabros con sus cirios apagados, las mechas duras y achatadas sobre la cera, que había formado al derretirse una masa de coagulaciones semejantes a los labores góticos de una abadía; a un lado de ellos, estaba la manta de pana negra, raída con sus guardas galonadas.

Entraban y salían peones con muebles: -¡Desalojaban! ¡Oh! ¡Qué triste es una mudanza, y cuánto más triste cuando ella tiene lugar porque han muerto los que habitaban la casa! ¡Qué triste es ese desorden! Las voces de las gentes de todas menas que entran y salen; la desnudez en que quedan los pisos y las paredes; el abandono, el silencio, ¡qué van invadiendo poco a poco! El último trasto que se saca, casi siempre una silla, cuyos pies desiguales le dan cierto aire de grotesca melancolía, ante el cual sólo el pincel de Dickens es capaz de levantar el poema   —28→   que surge de la observación sentimental de los objetos. ¡Qué momento ese, en que el último, después de dejar desiertas las habitaciones, cierra la puerta de la calle tras de sí! El eco cavernoso responde entre los ángulos de los cuartos abandonados, el eco sólo, ¡voz solemne de lo vacío, de la soledad, de las tumbas!



  —29→  
- IV -

El cambio de domicilio fue un acontecimiento para mí, la espléndida casa de mi tío Ramón, mi ropa flamante de luto, la nueva faz de mi vida, ejercieron en mi espíritu toda la influencia de la novedad.

Había alguna diferencia, por cierto, entre la pobre morada de mi padre y la espléndida mansión de mi tío, o más bien dicho, de mi tía, pues todo lo que había en ella, hasta el último alfiler, como ella decía, era suyo propio y lo había heredado del famoso Mayor Berrotarán, terror de los indios y loor del ejército. Mi tío Ramón   —30→   era un pobrete que sólo había aportado al matrimonio su decencia con lo encapillado como rezaba la antigua fórmula testamentaria.

Se trató de mi educación; mi tío, que se interesaba por mí, quiso tomarme maestros de idiomas y proporcionarme una enseñanza esmerada, pero todo fue en vano.

Mi tía Medea sostuvo con argumentos sin réplica y resoluciones inapelables, que demasiado había hecho ella consintiendo en cargar con hijos de otro.

-Si no tiene Vd. familia, ¡Vd. sólo tiene la culpa! ¡Mi padre tuvo 17 hijos y solo fue casado dos veces!

-Bien Medea, tienes razón, ¡yo tengo la culpa!

-¡Y es Vd. tan cínico que lo confiesa!

-¡Pero si es por complacerte!...

-¡Por complacerme! ¿Y ese es el modo de complacerme? ¡Traerme los hijos de otros, echar esa carga a su mujer! ¿Por qué no lo ha puesto Vd. en un taller para que aprenda un oficio y se haga hombre? ¿Por qué no lo ha destinado Vd. a un cuerpo de línea para que siguiese la noble carrera militar?

  —31→  

-Mira Medea: es el hijo de mi pobre hermano, lleva mi apellido como tú, no tenemos hijos...; ¿Qué cosa más natural que lo hagamos nuestro hijo, que lo eduquemos conforme a nuestros medios?

-¡Ca! No me muelas la paciencia, Ramón, no me impacientes, -contestaba mi tía Medea furiosa. -¡Yo no necesito de tu nombre para nada! ¡Guárdatelo, que para nada me sirve! Yo me llamo Berrotarán y Vd. es un pobre diablo, hijo de un lomillero. ¡Sí señor, de un lomillero! Su padre de Vd. era lomillero en tiempo de Rosas. ¡Haga Vd. lomillero a su sobrino!

Mi tío se ponía rojo de vergüenza ante estas contestaciones, y yo, que no podía darme cuenta de cómo mi tía, tan llena de orgullo y de pretensiones, había podido casarse con el hijo de un lomillero, decía para mis adentros que debían haberla casado por fuerza con mi tío Ramón, porque de otro modo, no podría explicarse tanta desigualdad de condiciones. Indudablemente mi tío Ramón había abusado de mi tía, permitiéndole que lo aceptara por esposo.

Escenas conyugales como la que acabo de   —32→   narrar eran muy comunes en aquella casa. Mi tío estaba completamente sometido; en lo único en que era incorregible era, como ya lo he dicho, en materias de amor, y por esta causa se daban los más famosos combates íntimos que tenían lugar. ¿Combates...? -digo mal; mi tío no combatía nunca; se entregaba por completo, rendido a discreción, y mi tía emprendía la terrible ejecución del marido infiel.

Mi tía Medea era muy dada a la política; ella pretendía tomar parte en el gobierno, y era por consiguiente amiga de la situación.

La época en que yo me criaba era muy agitada. Hacía poco tiempo que se había dado la batalla de Pavón. Quería mi tía llevarlo todo a sangre y fuego, y su divisa era « o por la ley o por la fuerza».

Mi tío Ramón había tenido que inscribirse en uno de los centros electorales en que la opinión estaba dividida, y aunque con un carácter muy indiferente por la cosa pública, el buen ciudadano figuraba pomposamente en la comisión directiva, debido sin duda a la iniciativa de su mujer, que no admitía escusas y a sus medios pecuniarios;   —33→   y no a su entusiasmo por la lucha o a sus aspiraciones políticas.

El candidato de mi tía ejercía sobre ella la influencia de un profeta: no concebía que delante de su figura inspirada y magnífica pudieran levantarse adversarios; mi tía, como he dicho, era de una virtud agria e indomable, pero, cuando se hablaba de su orador y de su poeta, una especie de delirio alarmante la invadía; y si hubiera sido joven y bella y su ídolo le hubiera dado una cita a media noche, habría ido, loca de amor a rendirse a sus caricias omnipotentes, porque perderse con él no habría sido para ella una falta sino el cumplimiento de un deber inexcusable.

Así era por aquellos días el fanatismo político entre las mujeres. El ídolo político de mi tía, hombre formal, estudioso, lleno de buena fe, como el profeta de Münster tenía una especie de virtud inconsciente e involuntaria para revolver las cabezas femeninas, y a pesar de toda su gravedad, de todo su juicio, contábase como cierto por los adversarios, que más de una vez, la crema de la high-life del tiempo, las señoras   —34→   más encopetadas de Buenos Aires, le habían hecho manifestaciones públicas de simpatía en las ventanas de su casa, poniéndolo, en una edad que no era la de Apolo, en el caso de presidir la asamblea de las mujeres, perorar ante ellas y echarles las más metafóricas, las más eufónicas, las más pintadas frases de su cosecha oratoria.

Por supuesto que mi tío dejaba hacer y jamás demostró celos por aquellos actos de su mujer; tenerlos habría sido tan temerario como si los griegos los hubiesen tenido de Júpiter, cuando el rey del Olimpo hacia sus parrandas nocturnas por sus hogares.

En el partido de mi tía, es necesario decirlo para ser justo, y sobre todo para ser exacto, figuraba la mayor parte de la burguesía porteña; las familias decentes y pudientes; los apellidos tradicionales, esa especie de nobleza bonaerense pasablemente biótica, sana, iletrada, muda, orgullosa, aburrida, localista, honorable, rica y gorda. Ese partido tenía una razón social y política de existencia; nacido a la vida al caer Rosas, dominado y sujeto a su solio durante   —35→   veinte años, había, sin quererlo, absorbido los vicios de la época, y con las grandes y entusiastas ideas de libertad, había roto las cadenas sin romper sus tradiciones hereditarias. No transformó la fisonomía moral de sus hijos; los hizo estancieros y tenderos en 1850. Miró a la universidad con huraña desconfianza, y al talento aventurero de los hombres nuevos y pobres, como un peligro de su existencia; creó y formó sus familias en un hogar lujoso con todas las pretensiones inconscientes a la gran vida, a la elegancia, y al tono; pero sin quererlo, sin poderlo evitar, sin sentirlo, conservó su fisonomía histórica, que era honorable y virtuosa, pero rutinaria y opaca. Necesitó su hombre y lo encontró: le inspiró sus defectos y lo dotó con sus méritos.

En vida de mi tía, su casa era uno de los centros más concurridos por todas las grandes personalidades, y en ella se adoptaban las resoluciones trascendentales de sus directores. Los grandes planes que debían imponerse al comité, para que este los impusiese al público, salían de allí, y en su elaboración tomaban parte las cabezas   —36→   supremas, que deliberaban como una especie de estado mayor, sin que los jefes subalternos tomasen parte en las discusiones. Lo más curioso era, que aquella gran cofradía creía, o estaba empeñada en hacer creer que era el partido, quien concebía los profundos programas electorales, y la verdadera, que el gran partido solía convertirse en un ser tan pasivo como los ídolos Asirios, que aterraban o entusiasmaban a las muchedumbres según el humor del gran sacerdote que gobernaba los resortes ocultos de la deidad.

Tenían aquellas reuniones un colorido particular, y más de una vez fui espectador de las escenas que se producían entre sus altos y profundos augures. Mi tía no estaba quieta un solo instante; salía y entraba a la sala en que se congregaban sus correligionarios, atendía a una que otra visita íntima del barrio en las habitaciones interiores, y volvía de nuevo por un instante a seguir el hilo de los debates y peroraciones que tenían lugar.

Una noche, próxima al día de una elección, según creo, se reunieron en casa de mis tíos   —37→   aquellos hombres que yo consideraba providenciales. Desde temprano se habían encendido todas las arañas y candelabros del salón, y yo, ardiendo de curiosidad, hice todo lo posible por ser espectador lejano desde la antesala de aquella notable asamblea.

Eran las ocho de la noche y entraban los primeros concurrentes.

-No me hable Vd. de la juventud, señor don Ramón, la juventud del día no sirve para nada, decía a mi tío un caballero flaco, de cuarenta años largos, con una fisonomía garabateada por la barba y las arrugas del cutis.

-Tiene razón, doctor, los jóvenes no sirven para nada. -No te metas, Ramón, en lo que no sabes, contestaba mi tía furibunda.

-Vean Vds., señores: llevar hombres jóvenes a las cámaras sería nuestra perdición. La juventud del día no tiene talentos prácticos; ¿cómo quieren Vds., que los tenga? ¡Le da por la historia, y por estudiar el derecho constitucional y la economía política en libros! Forman bibliotecas enormes y se indigestan la inteligencia con una erudición inútil que mata en ellos   —38→   toda la espontaneidad del talento y de la inventiva. ¡Sí, señores, los libros no sirven para nada! Ustedes me ven a mí... Yo no he necesitado jamás libros para saber lo que sé. ¡Pero no quieren seguir mis consejos, señor! Los libros no sirven para nada en los pueblos nuevos como el nuestro. Para derrocar a Rosas no fueron necesarios los libros; para hacer la Constitución de 1853, tampoco fueron necesarios, y es la mejor constitución del mundo. Yo soy abogado y me ha bastado Darnasca para aprender mi profesión. La noción del derecho se pierde cuanto más a fondo se quieren conocer los textos. ¡Lo mismo es la política! Nosotros no estamos preparados para gobernar con Hamilton, Madison y Story. ¡El buen sentido, eso basta! ¡Sí, señores, el buen sentido basta! Yo por ejemplo, no leo sino los diarios; y el periodismo, señores, es como el pelícano, alimenta a sus hijos con su propia sangre. ¿Usted ha estado en mi estudio, señor don Ramón, ¿no es verdad? ¿Ha estado Vd.? ¡Pues bien! ¿Qué libros ha visto Vd.? Colecciones de los diarios en que he escrito, eso sí: la colección de La   —39→   Colmena, La Espada de Damocles, La Regeneración Porteña, El Gorro de la Libertad, etc., todos los diarios de que he sido redactor. Pues bien, ¿eh?... he necesitado alguna vez informarme sobre la pesca de los pengüines en la costa Patagónica, cuando he sido ministro, ¿Qué he hecho?... a La Espada de Damocles... registro la colección, y en 1853 o 54, encuentro el artículo que escribí sobre la pesca de esos moluscos...

-Pero doctor, ¿los pengüines no son aves? -observó mi tío.

-Pero no vuelan, señor don Ramón, y son esencialmente marítimos, y se pescan en vez de cazarse; por eso es que los clasifico entre los moluscos, y así los designo en mi artículo de La Espada de Damocles. Y lo mismo que digo de la pesca de los pengüines, digo del gobierno parlamentario; nos están hablando de las bondades del sistema bi-camarista... Vean ustedes el resultado que nos ha dado en la nación y en la provincia... Hemos retrocedido, señores, hemos retrocedido veinte años; nuestro primer acto de gobierno debe ser volver a la   —40→   cámara única y poco numerosa. Yo lo he sostenido en un artículo que escribí en 1853 en El Gorro de la Libertad; ahí están los argumentos irrefutables de mi tesis. La cámara única, señores, no hay nada mejor; basta el buen sentido para comprender que dos cámaras es el absurdo, ¡señor! Una está en contra de la otra siempre, y ¿cómo gobernar cuando dos fuerzas iguales se chocan? El axioma físico es que dos fuerzas iguales se destruyen... ¡y la física tiene leyes análogas a la política! ¡No hay gobierno posible así! ¡La cámara única es lo más sencillo, lo más expeditivo y lo más cómodo!...

-Pero los ingleses, señor doctor, tienen dos Cámaras, observó uno de los circunstantes.

-Permítame, señor; la Inglaterra es un país extravagante, de clima diferente al nuestro, y se explica el error allí. Pero nosotros tenemos un clima ardiente y es un peligro grave prodigar las fuerzas y el número de las asambleas parlamentarias en la República Argentina. Eso es lo que nos lleva siempre a las oposiciones tenaces. Nuestro partido perderá el gobierno por eso, señores; por extender el número de las   —41→   asambleas. Con una cámara única de veinte y cinco amigos, no seremos vencidos. Yo se lo he dicho siempre al general: -No le haga caso a don Benjamín Boston; mire que don Benjamín es de origen norte-americano, mientras que nosotros debemos seguir la escuela política de Rivadavía. Don Benjamín es orador muy elocuente, pero no tiene una cabeza política ni previsora: tiene demasiados libros para ser buen gobernante y jamás ha escrito en un diario. Pero no se me hizo caso, señor, ¡y ya verán ustedes los resultados!

-¡Cuánto me alegro, doctor Trevexo, que Ramón oiga lo que usted dice! ¡Cuánta razón tiene usted! Figúrese usted que mi marido se empeñaba en llenarle la cabeza de librajos a su sobrino y enseñarle idiomas, y qué sé yo qué otras cosas... ¿Para qué?...

-Todo eso no sirve para nada, señora. Enséñele usted a leer y a escribir y deje usted al talento que se revele solo. Repito a usted que en este país los hombres no necesitan estudiar nada para llegar a los altos puestos.

¿No me ve Vd. a mí?

  —42→  

Acostumbre Vd. al niño que lea los diarios y a que guarde recortes de los artículos que le interesen. A los veinte años sabrá más que toda su generación.

-Pero ya ve Vd., doctor Trevexo, que el general no debe ser de su opinión; pocos hombres tienen más libros y papeles que él; un día que tuve el alto honor de verlo en su casa salí pasmado de la copiosidad de su biblioteca.

-¡A eso iba, eh! eso iba a contestarle: es que Vd. ha conocido al general en su mala época; desde que ha empezado a estudiar ha empezado a degenerar, ha perdido el brillo de su palabra y la espontaneidad de su espíritu y se ha envejecido.

-¿Es posible? ¿Qué es lo que me dice Vd. doctor? -interrumpió mi tía llena de sobresalto.

-Lo que Vd. oye: Don Buenaventura se ha hecho un indiferente criminal desde que se le ha ocurrido instruirse. ¿Quién me lo negará? Todo su talento improvisador se le ha apagado ¡Qué diferencia del general de hoy al de otros tiempos; qué improvisaciones las de entonces, qué discursos, qué proclamas, qué artículos!

  —43→  

-Y qué versos, agregó mi tío Ramón lleno de buena fe, con el ánimo de cooperar al elogio.

-¡No! los versos no han sido nunca gran cosa, contestó el doctor con impaciencia.

-¡Oh! perdone, doctor, ¿y El Matrero y El Mendigo? -agregó mi tía.

-¡Pschet! así, así... ¡No! los versos no son su fuerte. Pero los discursos, las proclamas; aquel discurso contra los ministros de Urquiza...

-¡Ah! ¡sí! cuando les ofrecía echar las puertas de los ministerios a cañonazos a aquellos bandidos, rompió mi tía electrizada.

-Eso es, eso es; y aquella proclama al pueblo de Buenos Aires: « Os devuelvo intactas...»

-No, intactas no; la proclama decía «casi intactas».

-Bueno, es lo mismo. ¡Qué bellas frases, qué verdades de a puño! ¡Ah! ¡Qué tiempos, doctor! Esos eran tiempos de entusiasmo. Si cada vez que me acuerdo de lo que era Buenos Aires el año pasado no más, me convenzo de que las porteñas ya no somos lo que eramos; ¡qué unión! ¿Quién se atrevía a hablar en contra   —44→   nuestra? No había sino un hombre, un solo hombre y ese hombre era él.

-¿Y se acuerda Vd. de la discusión del acuerdo, doctor?

-¡Cómo no, misia Medea!

-Entonces sí había decisión popular; las injurias y denuestos que vomitaron los enemigos de Buenos Aires; ¡aquellos bandidos! las pagaron caras. ¡Qué barra, qué barra lucida y resuelta; cómo silvaba a los traidores y cómo aplaudía a aquellos patriotas!

-Yo tengo presente ese día, observó uno de los personajes que allí estaba.

-Es cierto, señor don Pancho, que usted estaba allí, contestó el doctor Trevexo.

-¡Cómo no! Yo capitaneaba el grupo principal.

-¿El de los tenderos patriotas, no?

-Precisamente; nos habíamos reunido la noche antes en mi tienda toda la crema de la calle del Perú; Tobías Labao, Narciso Bringas, Policarpo Amador, Hermenegildo Palenque: la flor del mostrador, que durante la tiranía de Rosas había estado metida en un zapato, y nos fuimos   —45→   a la barra. Cuando hablaba don Buenaventura, lo saludábamos con una lluvia de aplausos, y cuando los urquisistas pedían la palabra se armaba la gorda.

-¿Pero hubo algunos muy insolentes, no?

-¡Cómo no! y nos insultaron; pero Buenos Aires triunfó y nos libramos de Urquiza.

- Y de los provincianos para siempre. Porque allí se salvó Buenos Aires, y si no hubiéramos triunfado allí, hoy estaríamos conquistados y perdidos, señor don Pancho, dijo mi tía exaltadísima, devolviendo el mate a la mulatilla después de hacerlo roncar con una chupada postrimera llena de vigor que aplicó a la bombilla.

La conversación había llegado a esta altura, cuando los sirvientes anunciaron a varios caballeros que acababan de llegar. Los recientemente llegados eran siete u ocho personas.

Cambiados los saludos de orden y algunas palabras de etiqueta, sobre la salud de las familias respectivas, los circunstantes ocuparon sus asientos alrededor del salón.

El doctor Trevexo se sentó en el sofá, al lado   —46→   de dos caballeros, uno muy flaco y el otro sumamente grueso.

El flaco era un hombre alto, con una cabeza diminuta. Entre las cejas y el pelo tenía una faja blanca que le servía de frente; la boca era hundida como la de un cráneo, la nariz de un atrevimiento procaz, no por la enormidad del tamaño, sino por su afligente exigüidad; y sobre todo, por la insolencia con que la naturaleza la había respingado para presentar al espectador sus dos ventanas, como el hocico de un brack que olfatea al aire. El gesto peculiar de aquel hombre me sugería la idea de un ser que vive aspirando un mal olor constante a su alrededor. Su rostro era una mueca perpetua contra los miasmas, que se exageraba de una manera alarmante cuando él tenía la pretensión de sonreírse. Los brazos eran tan largos como las piernas, el pecho era hundido, la espalda escasa, las orejas parecían dos conchas de ostras y el pescuezo, sumamente corto para su altura, desaparecía entre la cabeza y el cuerpo, dándole el aspecto de esas garzas que para dormitar al sol sobre las aguas estancadas y verdinegras de   —47→   nuestras lagunas, enroscan sus pescuezos longitudinales, tomando la actitud más formal y venerable que es capaz de tomar un pájaro.

El otro caballero era lo que se llama un hombre de peso. Si su vecino del sofá pecaba por su figura angulosa y rigurosamente lineal, este pecaba por la prodigalidad chacotona con que la naturaleza había empleado las líneas curvas para diseñarlo. La cabeza era grande, y aunque vulgar por la vertiginosa rapidez con que descendía hasta la frente, exhibía un rostro lleno de majestad y de satisfecha suficiencia.

El abdomen, ampliamente pronunciado, lo era bastante para poner en conflicto la resistencia pertinaz de las abotonaduras del chaleco y del pantalón, a las que estaba confiada la solemne misión de contener sus formas. La fisonomía tenía grandes pretensiones a la formalidad; pero yo no sé qué diablos había en aquella cara de luna llena que me hacía verla en menguante, a pesar de su redondez. Las piernas eran diminutas, pero morrudas, el pie pequeño pero ancho; la cara completamente afeitada y una nariz invasora que hacía contraste con el recogimiento   —48→   desdeñoso de la del señor flaco que se sentaba a su lado.

-Señores, dijo el doctor Trevexo, ya estamos en quorum y es menester que comencemos. ¿Quiere Vd. presidir, señor don Ramón?

Mi tío, que permanecía de espectador pasivo, salió de su letargo y algo cortado, puso una cara de signo interrogante que descubría toda su indecisión para desempeñar el alto y difícil cargo que se le proponía. Mi tía le tiraba de la levita y le decía en voz baja pero resuelta: -No, Ramón, guárdate bien de meterte en lo que no sabes. -Mi tío tragaba saliva y guardaba silencio como un hombre que no sabe qué partido tomar. Por último rompió...

-Doctor, si yo no tengo el hábito de estas cosas... No me es posible...

-Presida Vd. entonces, doctor Trevexo dijo el señor gordo.

¿No le parece a Vd., señor don Juan? -agregó dirigiéndose al caballero flaco y ñato que había entrado con él.

Este hizo una solemne inclinación de cabeza que significaba un signo de aprobación, y volvió   —49→   a levantar su cara chata a tanta altura que pude verle las cavernas de la nariz en toda su siniestra lobreguez.

-Bien, que presida el doctor Trevexo, agregaron varios concurrentes.

El protagonista de aquella reunión política no se hizo de rogar más. El asiento central del sofá del salón fue desalojado para el presidente. Este se sentó, sacó del bolsillo interior de su levita unos papeles, los desdobló y los puso sobre sus rodillas; se sonó en seguida estruendosamente la nariz por dos o tres veces, dobló su pañuelo con una sola mano alrededor del puño y lo depositó en su bolsillo, como un hombre habituado a todas esas añagazas y posturas preliminares de los discursos.

-Señores, dijo, estamos empeñados en una lucha homérica; de esta lucha resultará el ser o no ser para nuestro partido. Aquí no estamos todos, pero no convendría que lo estuviéramos. Una cosa son las reuniones populares de los teatros y de las calles, otra cosa deben ser los actos de la dirección y de la marcha de nuestro partido: una cosa son las batallas en las guerrillas,   —50→   en las cargas y en los entreveros, y otra cosa son las batallas en el cuartel general. El elector, el club parroquial, pueden ir valientemente al atrio a votar, porque no tienen responsabilidades; el soldado muere en el asalto, en la lucha cuerpo a cuerpo; la metralla lo quema y lo despedaza, pero muere sin responsabilidad. La responsabilidad de las grandes luchas electorales, como la de las grandes acciones de guerra, está en los generales: el soldado no muere sino materialmente, de un bayonetazo, de un tiro de fusil, de una bala de cañón, de hambre y de sed; pero el descalabro de una campaña política o militar es la muerte moral de los jefes y la muerte moral de las cabezas es la muerte del espíritu dentro del cuerpo vivo: una especie de embalsamamiento inconsciente.

Tratamos, señores, de formar una lista de diputados. Nada más prudente que confiar su elaboración a las corrientes encontradas del pueblo, continuaba el doctor Trevexo sin escupir a «El estado soy yo» decía Luis XIV. La forma democrática se inspira en el derecho natural. En la tribu los más fuertes, los más hábiles, asumen   —51→   la dirección de agrupaciones humanas: el derecho positivo codifica la sanción de las legislaciones inéditas del derecho natural y nosotros exclamamos; «¡el pueblo somos nosotros!»

-¡Muy, bien! ¡muy bien! ¡perfectísimamente! Continúe usted, doctor, le interrumpió el señor gordo sin poder contener la ola de entusiasmo.

-Se critica el sufragio universal, pero no se da la razón de su crítica; el error de los que lo combaten acerbamente consiste en creer que el sufragio universal es el derecho que todos tienen de elegir. ¡Error! ¡Grave error, señores! Si las leyes del universo están confiadas a una sola voluntad, no se comprende como lo universal puede estar confiado a todas las voluntades. El sufragio universal, como todo lo que responde a la unidad, como la Universidad, bajo el gobierno unipersonal de un rector. ¡Unipersonal! fíjense ustedes bien! es el voto de uno solo reproducido por todos. En el sufragio universal la ardua misión, el sacrificio, está impuesto a los que lo dirigen, como en la armonía celeste, el sol está encargado de producir la luz y los planetas de rodar y girar alrededor del sol, apareciendo   —52→   y desapareciendo como cuerpos automáticos sin voz ni voto en las leyes que rigen la armonía de los espacios. Y declaro señores que esto último, no es mío sino del divino maestro.

-¡Pero es admirable! -exclamó el señor gordo.

-¿Entiende usted, misia Medea? -agregó dirigiéndose en voz baja a mi tía.

-No, señor don Higinio, pero yo también lo encuentro admirable como usted.

-¿Qué sería de nosotros, señores, el primer   —53→   partido de la república, el partido que derrocó a Rosas, que abatió a Urquiza, el partido de Cepeda, esa Platea argentina, en que el Xerjes entrerriano fue vencido por los Alcibíades y los Temístocles porteños, si entregáramos a las muchedumbres el voto popular? Nosotros, somos la clase patricia de este pueblo, nosotros representamos el buen sentido, la experiencia, la fortuna, la gente decente en una palabra. Fuera de nosotros es la canalla, la plebe, quien impera. Seamos nosotros la cabeza; que el pueblo sea nuestro brazo. Podemos formar la lista con toda libertad y en seguida lanzarla. Todo el partido la acatará; nuestra divisa es OBEDIENCIA: cúmplase nuestra divisa.

-Yo me he permitido formar un proyecto de lista que someto a la consideración de ustedes, dijo uno de los presentes, joven de hermoso aspecto, de simpática figura, que hasta entonces había guardado silencio.

-A ver, lea usted, dijo el doctor Trevexo.

El joven leyó su lista en medio del silencio dignísimo de la concurrencia; dos o tres la aprobaron después de leída, pero los demás, suspensos de la fisonomía del doctor Trevexo, que demostraba visible descontento, no articularon una sola palabra de aprobación.

-¿Qué le parece a usted esa lista, señor don Ramón? -dijo don Narciso acercándose al oído de mi tío.

-Muy buena, muy buena, contestó mi tío.

-¡Pues a mí me parece muy mala!

-Y a mí también, agregó don Juan, haciendo el gesto de asco que le era peculiar.

-Cosas de muchachos ambiciosos, de mozalbetes: Miren ustedes, ¡qué atrevimiento

Sólo a la juventud del día puede ocurrírsele tener   —54→   pretensiones de figurar en las listas de diputados, murmuraba sotto-voce don Pancho el tendero, asociándose al grupo de los descontentos.

-Señores, dijo en voz alta y varonil el joven que había propuesto la lista, es necesario llevar fuerzas nuevas a la cámara, y las fuerzas nuevas están en la juventud que ha salido ayer de los claustros universitarios. Yo no tengo las ideas del doctor Trevexo sobre el sufragio universal; somos un partido oligárquico con tendencias aristocráticas; exclusivistas aun dentro de su propio seno, a quien se acusa, y con razón, señores, de gobernar o de querer gobernar siempre con los mismos hombres, y que repudia toda renovación, toda tentativa para recibir hombres nuevos en el grupo de sus directores. Pido que se tome en consideración la lista que he presentado.

El doctor Trevexo, hombre viejo y resabiado en materia de debates agrios, contaba con un rebaño muy dócil para perder tiempo en polémicas apasionadas: había aleccionado a sus adeptos de antemano, y a una seña suya don Juan, con su voz gangosa, dijo:

  —55→  

-Quej sje vooote la lijta.

-Señor, no se puede votar todavía, ni hay para qué votar la lista. Se votarán los nombres de los propuestos, uno por uno.

El doctor Trevexo, renovó la seña.

-Quej sje vooote la lijta, repitió don Juan.

-Señores, si se procede de ese modo, nos retiraremos, -replicó el joven con acento resuelto.

-Retíjrese, -contestó a su turno don Juan.

El joven y el grupo que lo acompañaba se retiraron. Los hombres de juicio y de experiencia quedaron dueños del campo. Mi tía supo con indignación, que mi tío Ramón había sido el culpable de que aquella juventud atrevida, hubiese venido a turbar el orden y la paz octaviana de la reunión. ¡Mi tío Ramón los había invitado! Don Pancho el tendero, echaba sapos y culebras contra aquellos osados, y suplicaba al doctor Trevexo que los denunciara al jefe del partido al día siguiente. Don Higinio, como buen estanciero, vecino de campo y de ciudad, renegaba contra la juventud del día y la universidad, madre engendradora de doctores inútiles y de muchachos pillos y botarates. Don Benjamín   —56→   era felicitado por la manera severa y eficaz con que había enseñado la puerta de la calle a los revoltosos.

Los señores Palenque, don Policarpo Amador, don Narciso Bringas y don Pancho Fernández, rodearon al doctor Trevexo y la sesión continuó como si nada hubiese sucedido.

-¡Pero qué atrevimiento! ¡qué osadía! ¡En mi casa, en mi casa, venir a promover semejante escándalo! Y pensar, doctor, que es mi marido quien tiene la culpa de todo! -exclamaba mi tía mirando furibundamente a mi pobre tío, que durante toda la escena anterior se había conducido tan obtusamente, que no supo qué partido tomar con los que se marchaban y con los que se quedaban.

-¡He aquí, señores, he aquí, mis amigos, lo que les decía a ustedes hace un instante sobre la juventud del día! -respondía el doctor Trevexo. ¡Qué falta de resignación política, qué carencia de sumisión y de respeto demuestran a los designios superiores de la experiencia! ¡Un partido! Un partido es una colectividad cuya primer condición de vida es la obediencia. Y no   —57→   hay nada más hermoso, nada más eficaz, nada más eficiente, que ver esa gran máquina humana movida por una sola voluntad que hace el sacrificio de su raciocinio en nombre de sus grandes ideas políticas. Ayer no más lo hemos visto; 30.000, 40.000 almas, cuarenta mil seres racionales, ocupando diez cuadras de la calle Florida, aplaudiendo a una voz, vivando un nombre, obedeciendo una orden; padres, madres, hijos e hijas, ancianos y viejos, lanzados al mar de las pasiones electorales por una sola voz, riendo a una seña, llorando a otra de entusiasmo, marchando en procesión y vivando simultáneamente el adorable nombre de su divino jefe. ¡Eso es partido!

- ¡Viva el doctor Trevexo! -exclamó don Juan.

- ¡Viva! -exclamaron los demás circunstantes incluso mi tía Medea que traspiraba de entusiasmo.

-¿Por quién vota usted, señor don Pancho, para primer candidato de la lista?

-¡Por mi venerado jefe, don Buenaventura!

-¡Y yo también! -dijo don Policarpo Amador,   —58→   antes de que le tocara el turno para votar.

-¡Y yo! -exclamó don Tobías Labao con la misma anticipación.

-¡Por el mismo! -gritó sin esperar que le preguntasen nada don Pancho.

-Por don Buenaventura, agregó don Narciso Bringas.

-Ramón también vota por él, doctor Trevexo, dijo mi tía; apunte doctor el voto de Ramón; y si ustedes me permiten votar a mí, yo...

-Vote usted, señora, vote usted mil veces; la más poderosa válvula política de nuestro partido es la mujer. Los hombres y las mujeres coexistimos en la plaza pública. Vote usted, señora, imite usted a las matronas espartanas que se arremangaban las túnicas y declamaban en la agora.

-¡Mil votos por mi general!

-Señores ¿quieren ustedes designar el siguiente candidato? -preguntó el doctor.

-Por el doctor Trevexo, señores. Espero que todos me acompañarán a votar por él, vociferó don Pancho.

  —59→  

-Por el doctor Trevexo, por el primer diplomático argentino.

El doctor Trevexo era en este momento objeto de toda mi admiración. ¡Con que modestia aquel grande hombre, aquel espíritu lógico y concienzudo, que acababa de exponer tanta doctrina luminosa, recibía las aclamaciones unánimes de la distinguida sociedad que sabía aquilatar su talento superior!

El doctor Trevexo fue aclamado unánimemente, y con la misma unanimidad, sin que se suscitara divergencia alguna, en una perfecta armonía, fueron proclamados candidatos don Benjamín, don Pancho, don Tobías Labao, don Narciso Bringas, don Policarpo Amador y don Hermenegildo Palenque, es decir, todos los concurrentes menos mi tío Ramón.

El doctor Trevexo volvió a guardar los papeles en la levita y se levantó.

-Señora, dijo a mi tía, pocas veces nos ha costado más trabajo que en esta ocasión formar una lista. Pero estoy contento. El jefe la proclamará mañana, y el partido la recibirá de sus manos consagrada como una bandera de lucha.

  —60→  

-¿Confía usted en la victoria?

-Señora, cuando se dispone, como disponemos nosotros, de las imaginaciones populares, los hombres desaparecen, surgen las muchedumbres: la muchedumbre es como el mar, el viento la agita, la calma la atempera.

Mañana nuestros nombres serán aclamados por este pueblo, que es un gran pueblo porque sabe marchar sin preguntar nunca dónde lo llevan. ¡La victoria será nuestra!



  —61→  
- V -

¡Oh mi niñez! Mi niñez fue triste y árida como esos arenales africanos que desde a bordo contemplan por largas horas los viajeros al aproximarse a las costas del Senegal. Tenía doce años y pasaba con razón por un muchacho imbécil: no sabía leer sino silabando torpemente; las letras, formadas en línea nublaban mis ojos, y al querer mover la lengua para pronunciar las palabras, la sentía amarrada por ligaduras crueles, que me hacían tartamudear y sentir delante de los extraños la herida profunda y venenosa del ridículo. Escribía torpemente y con   —62→   una ortografía de la más espontánea barbarie. ¡Oh mis planas! ¡Cuánto me costaba hacerlas y qué mal me salían!

Mi tía Medea no se había preocupado de hacerme enseñar nada. ¿Para qué necesitaba aprender? El doctor Trevexo ya se lo había dicho: -«para ocupar altas posiciones en este país no se necesita aprender nada». Y tenía razón. Yo me preparaba para las altas posiciones, siguiendo el consejo al pie de la letra.

Mi tío Ramón no se conformaba, sin embargo, con aquel sistema de educación espontánea, y el pobre hombre, en medio de sus devaneos amorosos, solía dedicarme algunos momentos; el me había enseñado a deletrear en los títulos de los diarios y bajo su dirección había aprendido a hacer mis primeros garabatos.

Vivía en el interior de la casa, entre los criados y criadas: su sociedad me encantaba, y sería un ingrato si no recordara con afecto a aquella buena gente con quien pasé los primeros años de mi vida.

Después de la reunión que acabo de describir la guerra había estallado entre Buenos Aires y   —63→   la Confederación, y, aunque mi propósito no es consagrar muchas páginas a la política, necesito contar la parte que yo tome en el entusiasmo guerrero de aquellos días.

Ya he dicho hasta qué punto llegaba la exaltación de mi tía, partidaria resuelta de la guerra con toda la buena fe de su alma, creyéndose una matrona griega, hija de la invicta Buenos Aires, de la Atenas del Plata y de quién sé yo qué más.

La batalla de Pavón, había tenido lugar el 17 de Setiembre de 1861, y la victoria produjo en Buenos Aires un entusiasmo indescriptible.

Desde antes que ella tuviera lugar mi imaginación estaba convulsionada por los cuentos de los sirvientes de mi casa y por las conversaciones animadas de sobremesa que sostenía mi tía con sus relaciones. Yo no pensaba sino en soldados y batallas; tenía cierta disposición genial al dibujo y pasaba las noches dibujando el ejército y la escuadra de Buenos Aires en marcha contra Urquiza; y entre las filas de soldados, sobre un caballo trazado con el más respetuoso cuidado, diseñaba la figura de mi general, ídolo   —64→   de mis sueños infantiles, especie de Cid fraguado por mi fantasía de niño, caricaturado involuntariamente por mi lápiz torpe, y destinado por la providencia a aplastar a Urquiza, a quien yo me lo representaba vestido de indio, con plumas en la cabeza, con flechas y un gran facón en la cintura, rodeado por una tribu salvaje que constituía su ejército.

La noche en que se tuvo la noticia de la batalla mi tía me sacó a caminar, para tomar lenguas, como ella decía.

Las calles estaban cuajadas de gente. Corrían ya los rumores precursores de la gran noticia. Algunos dispersos habían llegado al Pergamino y unos proclamaban resueltamente la victoria, otros dudaban del éxito, y los más tranquilos, manifestaban la vacilación que se experimenta en esos trances.

No era entonces Buenos Aires lo que es ahora. La fisonomía de la calle del Perú y la de la Victoria, han cambiado mucho en los veinte y dos años transcurridos: el centro comenzaba en la calle de la Piedad y terminaba en la de Potosí, donde la vanguardia sur de las tiendas estaba   —65→   representada por el establecimiento del señor Bolar, local de esquina, mostrador democrático a la alba, cuando cocineras y patronas madrugadoras acudían al mercado, y burgués, si no aristocrático, entre las 7 de la noche y el toque de ánimas. El barrio de las tiendas de tono se prolongaba por la calle de la Victoria hasta la de Esmeralda, y aquellas cinco cuadras, constituían en esa época el boulevard de la fashion de la gran capital.

Las tiendas europeas, de hoy, híbridas y raquíticas, sin carácter local, han desterrado la tienda porteña de aquella época, de mostrador corrido y gato blanco formal sentado sobre él a guisa de esfinge. ¡Oh qué tiendas aquellas! Me parece que veo sus puertas sin vidrieras, tapizadas con los últimos percales recibidos, cuyas piezas avanzaban dos o tres metros al exterior sobre la pared de la calle; y entre las piezas de percal, la pieza de pequín lustroso de medio ancho, clavada también en el muro, inflándose con el viento y lista para que la mano de la marchanta conocedora apreciase la calidad del género   —66→   entre el índice y el pulgar, sin obligación de penetrar a la tienda.

Aquella era buena fe comercial y no la de hoy, en que la enorme vidriera engolosina los ojos sin satisfacer las exigencias del tacto que reclamaban nuestras madres con un derecho indiscutible.

¡Y qué mozos! ¡Qué vendedores, los de las tiendas de entonces! Cuán lejos están los tenderos franceses y españoles de hoy de tener la alcurnia y los méritos sociales de aquella juventud dorada, hija de la tierra, último vástago del aristocrático comercio al menudeo de la colonia. No pasaba una señora ni una niña por la calle sin tributar los más afectuosos saludos a la rueda de contertulianos sentados cómodamente en sillas colocadas en la calle y presididos por el dueño del establecimiento. Y cuando las lindas transeúntes penetraban a la tienda, el dueño dejaba a sus amigos, saludaba a sus clientas con un efusivo apretón de manos, preguntaba a la mamá «por ese caballero», echaba algunos requiebros de buen tono a las señoritas, tomaba el mate de manos del cadete y lo ofrecía a las señoras   —67→   con la más exquisita amabilidad; y sólo después de haber cumplido con todas las reglas de este prefacio de la galantería, entraban clientas y tenderos a tratar de la ardua cuestión de los negocios.

Había siempre en las tiendas de antaño un olor inextinguible a tripe, porque nunca faltaban cuatro o seis grandes cilindros de tripe inglés formados a la entrada de la casa que, a su calidad de mercadería de fondo, reunían la ventaja accesoria de servir de poyos para sentarse a los tertulianos habituales del establecimiento. Y después, los mostradores estaban alfombrados con tripes representando todo un jardín zoológico de fieras estampadas, tigres, panteras, gatos monteses y leones rubicundos, reposados majestuosamente sobre paisajes historiados de selvas de lana con que las fábricas de Manchester reemplazaban en nuestras mansiones aristocráticas de entonces la carencia de Aubuisson y de gobelinos.

¡Qué agilidad aquella con la que el patrón, apoyándose sobre la mano izquierda saltaba el mostrador! ¡Qué gracia con la que desplegaba   —68→   ante los ojos de las clientas, de un golpe, y como un prestidigitador, la pieza de percal, de muselina o de barège envuelta alrededor de la tablilla que quedaba desnuda de su preciosa mercancía abandonada indiferentemente sobre el mostrador. Qué elasticidad de movimientos, qué vertiginosa rapidez, la que el tendero de aquel tiempo desplegaba para medir sobre la vara, el lote vendido, dejándolo amontonarse ampulosamente sobre el mostrador con elegante negligencia, acariciando el género con los dedos, llevándolo a los ojos de la compradora, poniéndoselo en la mano, refregándolo para justificar la falta absoluta de goma y otras añagazas de fábrica, y hasta trayendo el único vaso de la trastienda lleno de agua para ensopar en él, el extremo de la pieza de muselina y justificar la tinta indeleble de la tela.

No había marchanta que resistiera a las gracias, al donaire y a la fuerza de las evoluciones de aquellos hechiceros.

Pero estos eran los tenderos dandys; había además los tenderos sirenas, llamados así porque su cuerpo estaba dividido por la línea del   —69→   mostrador como el de la encantadora deidad de los mares está dividido por la línea del agua.

El tendero sirena era ser humano desde la cabeza hasta el estómago y pescado desde el estómago hasta los pies. De busto correcto, su medio cuerpo, no dejaba nada que desear bajo el punto de vista de la elegancia, desde la parte exterior del mostrador el parroquiano no tenía nada que observar, pero la sirena, no podía salir del mostrador sin peligro, porque como ese era su elemento, si lo abandonaba mostraba por fuerza la cola indecorosa: el tendero sirena usaba levita de faldón largo para economizarse el uso de los pantalones, y zapatillas para ahorrarse las incomodidades del calzado; de modo que el mostrador, servía para cubrir la parte menos bella pero no por eso menos interesante de la estatua.

Entre los príncipes del mostrador porteño el más célebre sin disputa, era don Narciso Bringas: gran tendero, gran patriota, nacido en el barrio de San Telmo, pero adoptado por la calle del Perú como el rey del mostrador. No había mostrador como el de aquel porteño: todo el   —70→   barrio junto no era capaz de desdoblar una pieza de madapolán y de volverla a doblar como don Narciso; y si la pirámide misma le hubiera querido disputar su amor a Buenos Aires, a la pirámide misma le habría disputado ese derecho.

Lo tengo tan presente, que si fuera pintor podría hacer su retrato de memoria y con los ojos cerrados: petizón, piernas cortas, movible como una ardilla, muy cabezón, largos cabellos ensortijados y una frente ancha y espaciosa que revelaba todos sus talentos. Sus manos parecían alas, sus ojos luciérnagas, su voz meliflua e insinuante atraía simpáticamente y tenía un vocabulario propio, que el mismo Molière habría envidiado para dotar con él a las mujeres sabias.

Gran patriota, había tomado parte en la revolución de Setiembre y en Cepeda, cuyos episodios narraba noche a noche explicando las causas más remotas del desastre con razones convincentes. Pero si en medio de la narración, alguna dama del gran mundo, y sobre todo de la gran política, penetraba en la tienda, don Narciso abandonaba la tertulia, saltaba el mostrador, mandaba alinearse a los dependientes   —71→   desde el principal hasta el cadete, y comenzaba la batalla de los trapos con una serie de operaciones estratégicas que lo conducían indefectiblemente a la victoria por una combinación de procedimientos tan lógica como la que empleara Napoleón en sus campañas.

Cuando logré conocerlo a fonda me convencí de lo mucho que valía. Tenía entre sus variadísimos talentos el de afinarse a las condiciones del marchante, ni más ni menos que como se afina un violín a la nota que da el director de orquesta. Don Narciso subía o bajaba el tono según la jerarquía de la parroquiana: dominaba tuda la escala; poseía toda la preciosidad del lenguaje culto de la época y daba el do de pecho con una dama para dar el con una cocinera.

Los tratamientos variaban para él según las horas y las personas. Por la mañana, se permitía tutear sin pudor a la parda o china criolla que volvía del mercado y entraba a su tienda. Si la clienta era hija del país, la trataba llanamente de hija; hija por arriba, e hija por abajo. Si l distinguía que era vasca, francesa, italiana,   —72→   extranjera en fin, iniciaba la rebaja, el último precio, el se lo doy por lo que me cuesta, por el tratamiento de madamita. ¡Oh! ese madamita lanzado entre 7 y 8 de la mañana, con algunas cuantas palabras de imitación de francés que él sabía balbucear, era irresistible.

Durante el día los tratamientos variaban entre hija e hijita, entre tú y usted, entre madamita y madama, según la edad de la gringa, como él la llamaba cuando la compradora no caía en sus redes.

A esas horas del día la toilette de don Narciso era negligente; pero daban las cuatro, y, no bien había entrado el gallego cuotidiano con las viandas, don Narciso se engolfaba en los antros profundos de la trastienda, sacaba del interior del mostrador un pan de jabón de España, se lavaba con él, en un lavatorio cojo de fierro con pies de sátiro, y a la luz de un cabo de vela, se acariciaba el cuello y la pechera de la camisa para quitarles el aspecto marchito que la labor del día les había impreso, tomaba el peine desdentado de su uso y se peinaba sin agregar otra pomada a sus ensortijados cabellos que un poco   —73→   de goma de membrillo elaborada por el mismo para su uso particular.

Aderezado de esa manera ahorcábase en sus cuellos a la degollée, muy en moda entonces, y con una corbata con los colores de la patria; comía en un verbo, hacía comer a los muchachos, y en cinco minutos ocupaba majestuosamente su trono en el primer extremo del mostrador, campo de sus hazañas, donde apoyado con toda la elegancia de que era capaz, pasaba la hora estéril del crepúsculo hasta que la noche llegaba y la high-life de aquella época entraba a disputarse las novedades de lo de Bringas.

Mi tía Medea era gran parroquiana de lo de don Narciso y tenía esa inclinación garrulera, común en ciertas señoras, de departir con el tendero todas las novedades de la crónica del día.

Aquella noche no se hablaba sino de política, y solamente los que hemos vivido bajo la atmósfera caliente del Buenos Aires de entonces, podemos apreciar la importancia que tenían las pláticas de los mostradores de la calle del Perú y   —74→   de la calle de la Victoria, y la concordancia de miras sociales y politiqueras que existía entre don Narciso Bringas y mi tía doña Medea Berrotarán.

Era natural pues, que aquella noche mi tía se dirigiera a lo de Bringas.

- ¡Viva la patria! -exclamó don Narciso al vernos entrar.

-¡Viva! -repitió mi tía; supongo que usted me anuncia el triunfo, don Narciso.

-El triunfo más completo, señora: Urquiza ha sido completamente derrotado, y todo su ejército muerto o prisionero; la guardia nacional de Buenos Aires se ha batido de guante blanco, Jouvin legítimo. Yo sólo he vendido doscientos pares de tirita.

-Una ballenera que ha llegado de Zárate ha traído la noticia de que Urquiza ha sido tomado prisionero, agregó uno de los que estaban en la tienda.

-¿Será posible? -exclamó mi tía.

-Si ha de ser, señora, no le quepa duda; si la mozada que iba en el ejército era de mi flor.

En ese momento se oyeron las detonaciones   —75→   de algunos cohetes que estallaban a no muy larga distancia.

-¡Cohetes! -exclamó don Narciso, ¡boletín, ese es boletín! Vaya, Caparrosa, agregó dirigiéndose al muchacho cadete de la tienda, vaya y compre el boletín de un salto, y véngase volando.

El cadete, que estaba detrás del mostrador, dio un brinco como un gamo, salvó la valla y tomó la calle por suya en dirección a la imprenta en donde reventaban los cohetes sin cesar.

Al mismo tiempo, un tropel de gente se dirigía a la calle Victoria, donde se aglomeraba la muchedumbre que esperaba la noticia...

Mi tía tomó asiento en lo de Bringas con el fin de esperar el anhelado boletín, y como el cadete que había ido en su busca tardase demasiado, don Narciso despachó otro dependiente más, y detrás de él salieron tres o cuatro parroquianos, cuya impaciencia por conocer las nuevas no les permitía esperar. Mi tía, que no era mujer de esperar, se puso también en marcha hasta la boca-calle y me arrastró consigo.

En una vieja casa de la vereda norte de la cuadra   —76→   de Victoria entre Bolivar y Perú, se agolpaba la muchedumbre, y de cuando en cuando, un cohete volador que partía desde el interior de la casa atronaba los aires.

Mi tía pujaba por abrirse paso, haciendo esfuerzos inauditos para conservar la manteleta sobre los hombros. En la puerta de la imprenta, un joven de veinte y dos años, más o menos, parado sobre una mesa que interceptaba completamente el zaguán de entrada, repartía con dos o tres hombres el boletín de noticias que acababa de imprimirse, y contestaba vivamente a las diferentes preguntas que le hacían los parroquianos con una vocesita tiple y chillona, que en vano se esforzaba por hacer varonil.

Los compradores que conseguían obtener su boletín salían corriendo después de haber luchado por romper la verdadera muralla humana que cerraba la calle.

Mi tía se engolfaba cada vez más en el pelotón de gente aglomerada. Caparrosa, el cadete de Bringas, un galleguito ladino y vivaracho, había conseguido treparse en una reja, y enfilando casi por una tangente al joven   —77→   que vendía los boletines en la entrada le gritaba:

-A mí, don Jacinto, a mí; me manda don Narciso. ¡Eh! don Jacinto, ¡eh! don Jacinto, don Jacinto, soy el cadete de lo de Bringas. -Uno para mí, aquí tiene el peso; y mostraba el billete hecho pelotón entre los dedos.

El interpelado, después de mucho rato, y aturdido probablemente por los gritos de Caparrosa, lo vio al fin trepado en la ventana y metiendo apenas la cabeza en dirección al zaguán y arrugando el boletín para tirárselo, le gritó:

Largá el peso!

-Ahí va, don Jacinto, ahí va, agárrelo, ahí va; y Caparrosa tiró su peso con tal maestría, que don Jacinto lo cazó en el aire, ni más ni menos que un gato caza una mosca al vuelo.

Caparrosa tomó el boletín y trató de descolgarse de la ventana; pero mi tía, que ya había conseguido abrirse una brecha y tomar posiciones, le gritaba:

-No te bajes, muchacho, no te bajes, cómprame a mí otro, espera; y diciendo y haciendo, forcejeaba su ridículo que se obstinaba en   —78→   no abrirse, hasta que después de mucho forcejear pescó un peso, y estirando todo cuanto le fue posible el brazo derecho, lo alcanzó a Caparrosa que continuaba trepado en la ventana.

-Otro, don Jacinto, otro boletín para la señora de Berrotarán: ¡Pshit! ¡pshit! ¡don Jacinto! ¡Otro boletín! seguía gritando y accionando Caparrosa con la única mano libre que le quedaba en su envidiable posición de la reja.

-Largá el peso, volvió a contestar don Jacinto.

-Ahí va, ahí va el peso, barájelo; y Caparrosa tiró el peso, y don Jacinto lo volvió a cazar en el aire.

Caparrosa se descolgó por fin de la reja con sus boletines, y junto con él, mi tía y yo, comenzamos a forcejear para abrirnos paso a través de la multitud.

Al cabo de unos minutos salía mi tía bañada en sudor de aquel combate; y acomodándose la gorra sobre los bandeau entraba triunfante en lo de Bringas con un boletín en la mano.

-Triunfo completo; ¡aquí está, véalo, léalo usted!

  —79→  

Don Narciso tomó el boletín, mi tía se sentó en una silla y los demás circunstantes rodearon al lector. Don Narciso leyó con voz conmovida. La victoria era completa. A la lectura de cada nombre de guerrero, las exclamaciones de júbilo de los oyentes interrumpían al lector.

De repente, la frente de don Narciso se nubla, mira a mi tía, mira a los demás circunstantes, levanta al cielo sus ojos, y, con la voz más quejumbrosa y desgarrante, exclama:

- ¡El Conde romano muerto!

-¿El Conde romano? ¿Qué ha leído usted? ¡No puede ser! ¡Debe usted haber leído mal! -exclamaba mi tía sumamente afligida.

-Sí, señora, sí, lea usted, vea: «tenemos que lamentar por nuestra parte la muerte del joven conde romano...»

-¡Ah! ¡qué lástima de joven! ¡qué pena, qué dolor! Más de una muchacha se va a morir de tristeza: Joaquinita por ejemplo, la de Alegre, está perdidamente enamorada de él; en cuanto lo veía pasar a caballo, envuelto en su capa gris, aquella muchacha no se podía dominar y salía a la puerta de calle para verlo. ¡Pobre joven!

  —80→  

-Y la de Vargas, Victorita, lo mismo; aquí lo encontró una noche y no le quitaba los ojos, dijo don Narciso,

-¿Y qué será del ejército enemigo? -preguntó uno de los parroquianos.

- Se lo ha llevado el diablo pues; eso no se pregunta.

-Deme mi boletín, don Narciso; me voy a casa a darle la noticia a mi marido, que estoy segura que no sabe nada de lo que ha sucedido.

-Muy buenas noches, misia Medea. Ya sabe que tengo rica cinta celeste y blanca, y coco con los colores de la patria para que usted se sirva cuando regrese el ejército de campaña. Como usted ha de adornar su frente...

-¡De seguro! con usted y con toda su tienda cuento... ¡Ah! la muerte del Conde romano no me permite gozar de la noticia por completo.

-Vamos, vamos, Julio, y mi tía me indicó el camino para salir.

-¿Y este niño es de usted? -preguntó uno de los visitantes.

-No, señor, yo no he tenido nunca hijos;   —81→   este muchacho es un sobrino de mi marido, hijo de Tomás, que murió hace tiempo.

-¿Qué Tomás? -preguntó a media voz el interpelante a don Narciso, sin que mi tía pudiese oírlo.

-Don Tomás Rolaz, hermano de don Ramón aquel empleado de la Contaduría... ¿no se acuerda usted, hombre?

-¡Ah! sí, ¿uno muy urquisista?

-El mismo.

-¡Ah! Adiós, amiguito, me dijo el señor curioso, que tanto se interesaba por saber de mí tomándome del brazo y deteniéndome mientras mi tía ya pisaba la calle; adiós... cuatro balas merecía este como el padre, agregó en el mismo dintel de la puerta frunciendo el gesto.

Yo me escurrí y me prendí del brazo de mi tía, llevando impresa la fisonomía de aquel señor, en quien había tenido la desgracia de levantar tanto odio y tanta pasión de venganza.



  —82→  
- VI -

Cuando llegamos a casa, mi tío, contra todos los cálculos de mi tía Medea, ya sabía la noticia de la batalla.

La casa estaba llena de gente, como de costumbre. Se repetían los comentarios que habíamos oído en lo de Bringas; la muerte del Conde romano producía entre las visitas extensas lamentaciones y tremendas protestas contra los cobardes enemigos.

Mi tía contó cómo había conseguido comprar uno de los primeros boletines.

A cada momento entraban sirvientes trayendo   —83→   recados para ella: el doctor Trevexo la había mandado felicitar; los ministros habían hecho otro tanto; el señor Amador y el señor Palenque habían venido a hacerlo en persona. Mi tía rebosaba de orgullo y de entusiasmo.

Yo me retiré poco a poco de la sala y me fui en busca de los sirvientes que departían el mismo tema en las habitaciones interiores de la casa; las mulatas y negras de la servidumbre cotorreaban a destajo sobre política.

Solamente mi buen compañero Alejandro, un mulato que había estado al servicio de mi padre guardaba silencio y mostrábase taciturno ante el alborozo de los demás.

Yo adoraba a Alejandro; tenía por el una profunda admiración; era el único en la casa que le hacía frente a la tigra, como él llamaba a mi tía. Era Alejandro un pardo alto, delgadito, enhiesto y flexible como un álamo: tenía la cabeza admirablemente puesta sobre sus hombros; entre los sirvientes tenía vara alta como se dice; todos lo llamaban Don, y más de una le hacía ojos tiernos, porque Alejandro era as entre la gente de color. Era cochero de mi tía, y cuando   —84→   Alejandro empuñaba las riendas de la calesa de la señora de Berrotarán, los tordillos negros de mi tía, al tomar el trote largo, eran la pareja más famosa que por aquellos tiempos trotaba en la calle de la Florida y en el camino de Palermo.

Alejandro, del cual yo hacía lo que se me antojaba, no parecía muy satisfecho con las noticias que corrían por la ciudad aquella noche. Yo estaba desvelado con la excitación natural producida por los sucesos, y mi cabeza no pensaba sino en batallas y soldados.

Conseguí fácilmente que Alejandro me acompañara a mi cuarto: mi tío me había regalado varias   —85→   cajas de soldados de plomo, entre los cuales figuraba un regimiento de caballería en cuyo jefe yo creía entrever la figura invencible y milagrosa de don Buenaventura, el general y candidato de mi tía. Los detalles del boletín leído en lo de Bringas me quemaban los sesos. La primera vocación de un muchacho es la guerra: tener un sable, un fusil, un cañón, aunque sean de juguete; generalmente por ahí terminan los hombres entre nosotros. Tener una o varias cajas de soldados, formarlos, hacerme la ilusión de que aquello es un ejército, ese era mi ideal en aquellos días.

Alejandro, que me comprendió, se echó al suelo largo a largo en mi cuarto, encendimos dos velas, las pusimos sobre la alfombra y comenzamos a formar las dos hileras de guerreros de estaño, una frente de la otra. Por demás está decir que en el ejército de Alejandro figuraba la broza de mis cajas de soldados; el enemigo no merecía otra cosa, mientras que en el mío, las filas estaban compuestas por infanterías y caballerías recién salidas de la plomería. Frente a mi línea de batalla, cabalgando en un corcel blanco en actitud de galopar, con elástico y pluma, sable desenvainado, yo había colocado a mi general. A su turno, Alejandro, sirviéndose de un soldadito roto, había puesto el suyo al frente de su línea y para provocarme me decía:

-¡Este es don Justo, mi patrón!

-¡Muera don Justo! le grité yo, y, sirviéndome del proyectil recíproco, que era una pelota de goma, envié la primera descarga al campo   —86→   enemigo, consiguiendo derrumbar toda una hilera de la tropa de Alejandro.

-¡Allá va! -me contestó Alejandro; y la pelota entró por mi campo, llevándose el primero por delante a mi invicto general.

Lancé una mirada furibunda a Alejandro por aquella falta de respeto y con toda la energía de mis dedos volví a parar a mi capitán sobre el campo de la acción; pero Alejandro, con una pasión pueril y tenacísima volvió a sembrar la muerte y la desolación en mi campo por medio de un nuevo pelotazo que dirigió contra mi ejército.

-¡Basta! no quiero jugar más, le dije con mal humor; mira, Alejandro, ¿Conoces la tienda de Bringas? ¿Sabes dónde es?

-Sí, niño ¿cómo no? ¿Por qué me lo pregunta?

-Porque esta noche hemos estado allí, y un señor alto preguntó quién era yo, y al salir, me dijo que yo merecía cuatro balas, como las hubiera merecido papá... ¿Por qué me ha dicho eso ese señor?

-Porque su papá no era como usted, partidario   —87→   de ese general de estaño que usted quiere tanto.

-¿Y cómo lo es mi tío Ramón?

-¡Bah! su tío Ramón es un zonzo; ni tiene opinión ni sabe dónde tiene la nariz; le tiembla a la tigra, y a usted le ha dicho eso algún tendero adulón de los de por acá que conoció a su papá.

-Pero, ¿que papá hizo algún mal a ese señor?

-Ya lo creo, no tenía la misma opinión de él.

-Pues ¿y mi tía?

-Su tía es la que da la voz y el voto aquí, menos a mí, que, al fin y al cabo, uno de estos días le voy a dar un susto haciendo desbocar los caballos y echándola a una zanja por exaltada.

-¿Entonces yo debo pelear contra don Buenaventura?

-Pues ya lo creo, ¡y ahí va un pelotazo más! Y Alejandro acabó de derribar todos los soldados de mi ejército, mientras yo, pensativo, vacilante en la bondad de mi causa, dejaba hacer, sin atreverme a tomar la ofensiva.

Aquella noche me costó dormirme; era día   —88→   entrado ya cuando me desperté en medio del sobresalto de un sueño en que me veía amarrado a un árbol, y en momentos de ser fusilado por el señor de la tienda.



  —89→  
- VII -

Una tarde del mes de enero entró mi tío Ramón a casa con la noticia de que al día siguiente desembarcaría indefectiblemente el ejército vencedor por el muelle de pasajeros. Hacía días que se venía anunciando el regreso de las tropas, y mi tía, cuya casa estaba situada en una de las principales cuadras de la calle de la Victoria, aceptando la oferta de su gran amigo y correligionario don Narciso, tenía ocupadas a todas las sirvientas de la casa en coser piezas y piezas de coco blanco y azul para adornar los balcones con ellas y con una gran cantidad   —90→   de banderas y gallardetes de toda clase que le había prestado, según ella contaba, un comisario de policía, grande amigo suyo.

Mis tíos habían invitado a todas sus relaciones para ver pasar las tropas desde los balcones, y Alejandro, bastante mal humorado por cierto, pasó toda esa tarde y parte de la noche en invitar por recado a todas las amistades de la familia.

Al día siguiente reinaba en la ciudad un inmenso entusiasmo; hombres y mujeres hervían en el puchero porteño, como diría el autor del Diablo Cojuelo. Todas las elegancias, todo el caudal de las modas habían sido reservadas para aquel día. Muchas matronas de peso que hoy han trepado la cima de los cincuenta, eran criaturas adorables entonces y esperaban con las manos llenas de flores y coronas el desfile de sus guerreros predilectos, hoy maridos vichocos o solterones embalsamados, que purgan el delito de su inconstancia en el Club del Progreso reflexionando sobre una mesa de dominó.

Me habían vestido de nuevo aquel día, y mi tía, que participaba de la alegría general y gozaba   —91→   por consiguiente de un buen humor excepcional, me había trazado un programa deslumbrador, cuya primera parte consistía en que yo no ocupara un sitio en los balcones porque no había lugar, en cambio de ir al Bajo a ver las tropas con Alejandro y por la noche al teatro con mi tío. Yo bailaba de júbilo. Ir a la fiesta solo, con Alejandro, era una dicha; el mulato reacio y voluntarioso, se había empecinado en no salir y, encerrado en su cuarto, se negaba a complacerme; pero fueron tantas mis súplicas y mis empeños que al cabo cedió, y muy de mañana nos pusimos en marcha para el muelle. La ciudad estaba completamente embanderada; yo seguía absorto de la mano de Alejandro, que, caminando con desdeñosa indiferencia, procuraba quitarle la vereda a todo aquel en quien él creía encontrar un transeúnte alegre. Entramos a la Plaza Victoria; frente a la Policía se levantaba un arco adornado con banderas patrias y grandes palmas de sauce llorón. Yo quise ver el arco, como era natural a pesar de la resistencia de Alejandro.

-Vamos, vamos, llévame, le decía,

  —92→  

-¡Bonita cosa quiere ver! no pierda el tiempo en ver mamarrachos; vámonos.

Pero tanto hice, que el mulato tuvo que ceder, y llegamos al arco que a mí me pareció colosal.

-Vamos, pues, niño; vamos.

-Aguárdate, vamos a leer lo que dice allí; y yo, que no era muy fuerte para leer de corrido, me puse a deletrear los motes de los bastidores: -«MEN-GUA Y BAL-DON A LOS COBAR-DES QUE ABAN-DO-NA-RON A SUS HER-MA-NOS EN LA HO-RA DEL PE-LI-GRO».

-¡Mengua para ellos! -me contestaba Alejandro taimado.

-Demos vuelta, vamos a ver lo que dice del otro lado del arco.

-Si no debe decir nada, me replicaba Alejandro.

-Sí, sí, vamos; y obligándolo a dar vuelta, me encontré con otro letrero. No ves, porfiado, le dije, ¡como aquí también han escrito! ¿A ver lo que dice? Y después de mucho esfuerzo, deletreé; -«SE-PUL-CRO DEL ÚL-TI-MO DE LOS TI-RA-NOS -DES-TRUC-CIÓN DE   —93→   LOS ÚL-TI-MOS RES-TOS DE LA MAS-HORCA».

-¡Ah! ¡perros! ¿Eso han puesto?

-Eso, sí, ¿y qué tiene de malo? ¿Por qué te enojas?

-Porque todo eso es mentira, niño; es puro papel pintado, como todo lo que manda hacer el doctor Trevexo.

-Pues estás equivocado; ese letrero no lo ha puesto el doctor Trevexo, sino mi tía Medea: ella lo escribió el otro día y yo le oí decir que era para que se pusiera en uno de los arcos de la plaza.

-¡Ah, tigra! -Sólo ella es capaz de tanta rabia; dijo Alejandro contemplando con ira el arco y levantando el puño en señal de amenaza.

Atravesamos la plaza y descendimos al Bajo por la calle de Rivadavía. Una inmensa turba, compuesta de gente de todas menas, llenaba la vereda y la calle, y se agolpaba contra la baranda de fierro de la muralla que da sobre el río.

Todos miraban el horizonte. El río estaba en bajante, y mucha gente curiosa ocupaba la playa, donde un enjambre de pilluelos saltaba   —94→   y retozaba por las toscas. No faltaban personas graves, que, armadas de anteojos de teatro, escudriñasen el río y consultasen con sus vecinos los puntos más remotos que se dibujaban en el límite del agua con el cielo.

-¿No le parece, señor, que han de venir por allí? -decía un hombre a otro que, valido de un pequeño anteojo de larga vista, interrogaba el horizonte con majestad.

El interpelado no contestaba nada, y parecía resuelto a emplear la más estudiada reserva con su interlocutor, que se mostraba sumamente interesado en trabar relación con él.

-¿Es telescopio ése? -insistió el oficioso.

El dueño del anteojo no contestó nada. Semi avergonzado el preguntón, mirónos a todos los que rodeábamos al señor del anteojo con cara de cretino, como un individuo que se confiesa en una posición falsa.

Pero nuestro hombre no era individuo de ceder a dos tirones y reincidió.

-¿Me quiere dejar mirar un momento?

El dueño del anteojo tampoco contestó esta vez.

  —95→  

-¡Eh, señor! -repitió tocándolo tímidamente sobre el brazo ¿me quiere dejar mirar?

El del anteojo sacó los ojos del vidrio, dio vuelta para ver quién lo hablaba y contestó secamente.

-¡No!

El desairado trató de forjar una sonrisa para disimular.

Entretanto, había ganado posiciones junto a la reja del murallón donde estábamos, una señora gorda, con un peinado de bananas sobre el cual colgaba una mantilla española de chapa, metiendo codo a todos los obstáculos que había encontrado a su paso; la cara, iluminada por una capa de colorete recientemente aplicada, distribuía una sonrisa perenne por todas partes; y, metida dentro de un vestido de moirée verde, inflado por un miriñaque movedizo y oscilante, parecía un montgolfier en el momento de elevarse.

Un lunar con pelo en la parte inferior de la cara daba a nuestra recién llegada un aire picaresco de coqueta retirada.

Acompañábanla dos muchachas de aspecto   —96→   poco distinguido pero llenas de arrumacos y perendengues, con unos cuerpos bien trazados, y unos bustos en los cuales la naturaleza o el arte habían abusado con cierta insolencia de una inclinación marcada a la exuberancia. Las dos muchachas, oriundas del barrio de Montserrat seguramente, rayaban en los 20 o 22 años y penetraron a nuestro grupo, que ya se iba estrechando, metiendo una algarabía inusitada de gritos y risotadas cuyas causas no me podía explicar.

-Mira, mamá, dijo la mayor, este caballero es tan amable que te va a dejar mirar por el anteojo.

-¡Por Dios, Raquel! no molestes a ese señor... ¡qué va a decir de nosotros! -contestaba con un tono de aparente reproche la señora.

-¡Señor! ¡señor! ¿quiere dejarnos ver por ahí? -insinuó la otra joven.

-¡Ah! no, ¡por Dios! no se incomode usted... Judit, por Dios, cállate repetía la madre con un contoneo de cabeza continuo.

El del anteojo continuaba impasible como una estatua, como si nadie le hablase.

  —97→  

-Allá se ve un humo, allá vienen, gritó uno por allí cerca. La ola humana se agitó y se hizo un remolino; la gente se agrupó en la baranda; todos querían ver. Yo, prendido de Alejandro, trepado sobre sus hombros, dominaba la altura.

-¡Ay! ¡que me arrugan! -gritaba la madre de Raquel y de Judit, sin que el miriñaque la ayudara a subir. ¡Ay mi vestido! ¡que me estropean todo! Judit ¿dónde estás? Judit, ¡ay! ¡Dios mio! ¡No veo a Judit! ¡Judit! ¡Judit! ¡Judíiiit!

Judit, que estaba allí cerca, y a quien la madre no podía encontrar, conversaba con un joven de sombrero gacho, levita negra de lustrina y pantalón blanco almidonado, sin guardar distancias, es decir, unida a él por una proximidad inusitada.

-¡Ay! mi hija, mi hija ¿dónde está mi hija? ¡Se me ha perdido mi hija! ¡Judit! ¡Judiii iiiiittt! -exclamaba la señora prolongando el grito.

-Aquí estoy, mamá, no alborote, aquí estoy; contestó por último Judit, haciendo lo posible por soltar la mano de su galán, que la retenía con fuerza para que no se marchara.

  —98→  

-No te muevas de acá, bribona; no te me separes. -Ven tu también, Raquel. -¡Ay Jesús! ¡bien me decía tu padre! No te metas mucho entre la gente con las muchachas Donata; mira que no faltan atrevidos que las manoseen en los entreveros y que a ti también te han de manosear: ¡Qué gente, por Dios; qué gente! ¡qué falta de respeto con las señoras! Cuánto mejor no habría sido ir a los altos de Colón!...

Pero la muchedumbre en movimiento lo arrastraba todo. Cargado por Alejandro, que con el brazo libre que le quedaba se abría paso como un Hércules, avanzábamos a tomar otra posición.

Yo, desde los hombros elevados de mi conductor, veía a la pobre misia Donata y a sus dos bíblicas criaturas, víctimas del pronóstico de su marido y manoseadas por aquella turba indisciplinada, entre la cual había mocitos que le pirateaban las hijas y groseros que le deshacían las bananas y le arrancaban su espléndido vestido color cotorra, admiración suprema del barrio de Monserrat en la misa de una.

-¡Ya han fondeado! ¡ya han fondeado los buques!   —99→   -gritaban a nuestro alrededor. Vea, señor, le decía un negro a un caballero petizón, que en vano se empinaba para poder ver; vea, allí, allí, y apuntaba con el dedo índice.

-¿Adónde? ¿adónde? interrogaba el otro impaciente, parado sobre la punta de los pies.

-Allí están; ahí ha fondeado el Salto, allí el Pampero, más atrás el Hércules; aquel que viene andando todavía es el Pintos, y los otros dos barcos de la izquierda son de vela, el San Yuan Bautista y el Río Bamba.

Che! y vos cómo sabéis los buques, le dijo Alejandro.

-¡Oh! No ve que soy del Bajo, amigo, contestó el negro. Mire, agregó, allá van las falúas a buscar la oficialidad y las balleneras para desembarcar la tropa. ¡Bomba! Pas. Ese es el Córdoba que hace salva.

Y, en efecto, una repentina nube blanca envolvió los costados del barco y el eco del cañonazo se dilató retumbando sordamente por los espacios.

Eran las tres de la tarde de aquel día sofocante; las iglesias echaban a vuelo sus campanas,   —100→   los cohetes y las bombas estallaban en el aire sin interrupción. A medida que la tropa desembarcaba, los batallones iban formando en el muelle la columna. Mientras esta operación tenía lugar, Alejandro y yo contemplábamos desde lejos recostados sobre la reja, porque no nos habían dejado pasar de los kioscos de la entrada para adelante.

En la playa, y al pie mismo del murallón donde nosotros estábamos, varios carreros del Bajo, en traje de fiesta, se habían congregado para oír a dos de ellos, que, armado el uno con una guitarra profusamente encintada de blanco y celeste, y el otro con un acordeón, cantaban coplas patrioteras en una de esas tonadas características del compadrito de Buenos Aires.

-¡Que cante el virola! -gritaba uno de los oyentes.

-¡Tu madrina! -contestóle el guitarrero, que en efecto tenía los ojos más torcidos que una encrucijada.

- Cantá che lo que has arreglao pa la guardia nacional.

El de la guitarra con el del acordeón atacaron   —101→   un aire vulgar pero cadencioso, antepasado en línea recta de la milonga del día, y detrás del aire, el virola dijo con voz nasal y chocante la siguiente copla:


Nuestra Guardia Nacional
En Cepeda y en Pavón
Con bravura sin igual
Se lanzó sobre el cañón
Del cobarde federal.

-¡Lindo! ¡don Polibio! -¡Si a carrero y a verceador naide le gana! Hasta a los gringos de las balleneras se les cae la baba cuando canta usted.

Los resuellos chillones del acordeón habrían seguido, junto con los gemidos de la guitarra, si las músicas militares no hubiesen anunciado que la columna, formada ya, se ponía en marcha alo largo del muelle.

Fue entonces que la muchedumbre que obstruía la entrada, arrebatada por una fila de vigilantes armados, encargados de abrir calle, remolineó y retrocedió de espaldas, compacta, hasta apretarse contra las paredes de las casas inmediatas; un tropel de jinetes que venía de   —102→   la ciudad ocupó el espacio abandonado. Me deslumbraron el oro de los galones, las plumas blancas y azules de los elásticos agitadas por el viento, los colores llamativos de los uniformes. Alejandro me alzó en alto para que pudiera ver bien, pero apenas tuve tiempo de columbrar un elástico cubriendo una larga y abundante melena de guedejas indolentes que caían sobre una frente espaciosa y unos ojos color plomo; todo esto, sostenido sobre un cuerpo que Doré, no habría desdeñado para bosquejar un Lafayette en lontananza. Quise ver más, pero los jinetes hicieron caracolear sus caballos; las primeras hileras de la columna aparecieron, y apenas llegó a mi oído el eco de una proclama de acentos olímpicos pero simpáticos que se extinguía en el estruendo unísono de un aplauso tributado por veinte mil manos. Yo aplaudía también y batía palmas.

-¿Por qué aplaude, me dijo Alejandro de mal humor, si no oye nada?

-¡Oh! -le contesté ¿acaso es necesario entender? ¿Cómo aplauden también todos los demás sin entender?



  —103→  
- VIII -

Po la noche, mis tíos, como me lo habían prometido, me llevaron al teatro de la Victoria.

La compañía de García Delgado cantaba el himno nacional y representaba la Flor de un día de Camprodon. ¡Oh Flor de un día! ¡Oh Pavón del teatro dramático español! ¿Por qué mi fantasía excéntrica te ve desaparecer en el pasado, en la misma tumba que tragó a los miriñaques y al peinado de bananas? -¿No era Lola la más encantadora y la más romántica de las mujeres? -¿No tenía Diego el contorno poético del   —104→   amante y el Marqués de Montero la estampa grave de un barítono de zarzuela triste?

¿Por qué has de ser un disparate, oh hija legítima de don Francisco Camprodon, adoptada por todos los teatros de la América latina? ¡Tú que has hecho lagrimar un continente entero desde Vera Cruz hasta Buenos Aires!

Tú has muerto con el batón blanco; porque así como el guante de piel de Suecia, largo y arrugado, sobre el brazo flaco y nervioso de Sarah Bernhardt ha dado su pincelada a Frou-Frou, ¡así el batón blanco con cinturón celeste, te hizo a ti, hizo a Lola, el prototipo de todas las mujeres de tu tiempo! ¡Qué diablo, tú has tenido también tu lugar en el siglo de Hernani!... ¡Presidentes y ministros, generales y grandes abogados de la República Argentina, han creído en ti, como la República ha creído en ellos! Tus octosílabos rumorosos agitaron más de una noche el pecho de la virgen ¡y no fue sólo el teatro tu dominio! Fue también la familia, el hogar; porque todo lo invadiste, desde el salón de mi tía Medea hasta la academia de negros y mulatos en que era halcón mi pardo   —105→   Alejandro. Todavía recuerdo con escándalo el gesto irreverente y volteriano con que el doctor Vélez se burlaba de ti una noche, dando la nota discordante en toda tu generación literaria. Yo sostengo y sostendré siempre que tú has hecho a muchos de nuestros poetas: y bastaría reflexionar un poco para notar que todas las manifestaciones sociales se parecían a ti en aquellos días.

Tus versos llegaron a ser clásicos. Se citaban con gravedad en el editorial por los periodistas contemporáneos y en la Cámara de Diputados por los oradores noveles, ¡con el mismo respeto con que en la restauración se citaban los dísticos de Boileau! El día de la patria te pertenecía; ¡te pertenecía el día de toda fiesta nacional! ¡Hasta drama patriótico te había hecho el autor de tus días sin sospecharlo!

Algunas de tus frases como «¿tiene vuestra espada punta?» se consagraron como el Di quella pira y el la donna è mobile de Verdi. -No había entonces realismo; Mister Pickwick no había atravesado el Atlántico; estaba en Bath presidiendo su club; Nana era un microbio   —106→   D'Artagnan era catedrático de historia; los Girondinos enseñaban la política. Era la época de las cavatinas, cuarteadas con acompañamientos rudimentarios; Lohengrin bebía mosela en los vidrios blasonados de Baviera: el Trovador era la ópera con Mirati y Tamberlick; ¡tú eras el drama con la Rodríguez y la Bigones, con Enamorado y Vilardebó! ¡El teatro de la Victoria era tu campo de batalla!

¡Oh mis buenos y bravos cómicos, aquella noche estaban todos! -Mi imaginación los evoca; desfilan como los fantasmas del sueño del pasado y penetran al oscuro y olvidado panteón de las glorias del arte argentino; allí yo les levanto un monumento con los restos del guardarropa de Dagnino, en que había de todo; forma la base el casco de Gonzalo de Córdoba, cubierto por el manto lanar moteado, armiño de Isabel la Católica; D. Juan Tenorio vela sobre el Terremoto de la Martinica, mientras que la Campana de la Almudaina toca a rebato en la horca de los Escalones del Cadalso.

Pero sobre esta pirámide funeraria, levantada a los Talma y a los Keen de la gran aldea, tres   —107→   figuras se levantan: Lola, Diego y el Marqués, cantando el himno nacional antes de contar su candoroso poema de celos y de amor a una sala llena, en donde brillan las más lindas mujeres de aquellos días -¡Pasad, oh sombras!

...................................................................................

...................................................................................

Habíamos ocupado un palco balcón de la derecha inmediato a aquella antigua viga blanqueada que sostenía el techo y que por su espesor desafiaba las fuerzas de Sansón mismo.

Mi tía se había hecho acompañar por la señorita Fernanda, que yo estaba acostumbrado a ver con frecuencia en casa. Fernanda tenía 18 años; pálida, de ojos claros y grandes, fríos y como azorados entre las densas ojeras que los sombreaban; en sus labios gruesos que dibujaban una boca que podía llamarse grande sin injusticia, trazábase no sé qué vaga sonrisa, en la que un observador sagaz, habría encontrado el amor y el desdén reunidos en un consorcio inexplicable; la cabeza era noble y altiva, sin embargo. En aquella época, en que los peinados eran una epopeya de rulos y rellenos,   —108→   Fernanda llevaba el suyo de una simpleza tal, que rayaba en la suma elegancia: sus cabellos, de un rubio mate, recogidos y sujetos por dos cintas de moirée celeste, iban a rematar en la más linda nuca de mujer. Su seno escaso, tenía sin embargo no sé qué atrayente seducción, dilatada por la morbidez de todo su busto: irradiaba su semblante esa gracia apática e indolente que el pincel del Veronese imprimía en el rostro de sus patricias venecianas -Era en fin aquella mujer un conjunto de frialdad y de elocuencia, de belleza y de defectos, que atraía irresistiblemente, y en la que la originalidad del gesto y del mirar despertaban en mí una profunda y codiciosa curiosidad.

Fernanda, recostada sobre la balaustrada, oyó de pie el himno, y, cuando éste terminó, se dejó caer negligentemente sobre su silla y abrió su enorme abanico de plumas blancas, con un ademán lleno de innata voluptuosidad. -¡Qué contraste formaba aquella delicada criatura cor mi tía Medea! Una era la distinción personificada; la envolvía, la perfumaba un vapor de elegancia y de buen tono. La otra era un fauno   —109→   obeso; su voz gruesa, su pescuezo corto, su pecho invasor, un bozo recio, que ya era bigote casi, hacían de ella un ser híbrido, en el que los dos sexos se confundían. Estaba esa noche verdaderamente constelada de diamantes, desde la cabeza hasta los dedos, y como los tenía, y muy buenos, uno de sus orgullos era colgárselos para exhibirlos.

Inquieta y parlanchina mantenía un verdadero telégrafo de saludos con todo el teatro; con los palcos, con la cazuela, con la platea; a todos conocía, a todos saludaba francachonamente con el abanico.

De repente, un murmullo de simpatía cundió por la sala entera, y todas las miradas convergieron al palco central de la ochava: muchos personajes, vestidos con la más rigurosa etiqueta, tomaban asiento.

Mi tía empezó a nombrarlos a todos.

-Saluda, Ramón, saluda, le decía a mi tío.

-Si no, ven para acá Medea...

-Sí que ven, saluda te digo; y mi tía, al propio tiempo que le ordenaba a mi tío que saludase, hacia repetidos movimientos de cabeza   —110→   en dirección al palco central, sin que fuesen notados por sus ocupantes.

-¿Quiénes son, señora? -preguntaba Fernanda.

Pero mi tía no contestaba; empeñada en colocar su saludo en la cara de sus ídolos y en que su marido también lo colocase, lo cazó materialmente del brazo y le mandó que esperara la ocasión propicia para mover el pescuezo. De pronto parecióle que la miraban.

-¡Ahí mira don Buenaventura! ahí te mira el doctor Trevexo... dijo; ¡ahora!... saluda Ramón.

Y ambos movieron la cabeza con urgencia; hicieron con ella un balance para cazar la visual del adversario, pero ¡oh contratiempo! Una mirada vaga e indecisa, de la cual tenía yo una vaga idea, recorría la fila de los palcos sin detenerse en los brillantes de mi tía, y el saludo fue un saludo en el vacío.

Mi tío tosió para disimular el contratiempo. Mi tía le echó la culpa, sosteniendo que se le había puesto por delante; mi tío quiso rectificar, pero se le ordenó que guardase silencio   —111→   y obedeció. Yo miraba el suelo, compartiendo la vergüenza de mis tíos; y Fernanda, fría, sin curiosidad, con sus ojos claros desmesuradamente abiertos, abanicándose con toda calma, miraba abstraída hacia arriba, como si entre el techo y nuestro palco pasase una visión a través de la sala.

-Mira niño, me decía mi tía Medea sin dejarme respirar, aquel es don Buenaventura; aprende, mira qué traje tan sencillo lleva. Ese que habla con el ministro español es el doctor, Trevexo; aquel que sale es el coronel Valdelirio.

Y yo miraba extasiado a aquel grupo y me decía a mí mismo: -¡Ah si algún día llegase yo a saber lo que sabe el doctor Trevexo! -¡Si llegase a ser un guerrero como Valdelirio! Y después, aterrado de mi petulancia íntima, transaba por una fórmula más modesta: -¡Si llegase a ser ministro español!

Las lágrimas consagraban el éxito del drama y de los actores en el tercer acto. Montero recitaba sus famosos endecasílabos. La Flor de un día terminaba en medio de calurosos   —112→   aplausos; la concurrencia evacuaba aquel antro que se llamaba teatro y en la puerta estallaban los vivas entusiastas y patrióticos del pueblo.

Mi tía se ensilló con su pesada salida de teatro, y Fernanda envolvió su linda cabeza en un pañuelo de fular color caña, dentro del cual parecía un estudio inconcluso de artista.

-Vamos, mal criado, me dijo mi tía, acompañe usted a esa señorita, ofrézcale el brazo.

Obedecí, y Fernanda me entregó el brazo sonriendo con placida generosidad. Yo lo cerré contra el mío, y aunque era un muchacho, no sé qué vagas nociones de ternura, qué entusiasmos indefinibles experimentó mi ser al sentir el frío desnudo de la carne, y al aspirar el perfume nunca aspirado de aquella singular criatura.



IndiceSiguiente