Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  —200→  

ArribaAbajoCapítulo VII

La asistencia pública



Los pobres imagen de Cristo

Cristo enseñó a considerar a los pobres como su imagen viviente y a reputar hechas en su honra cuantas obras se realizaren en favor de aquellos. A través de su gloriosa historia, la Iglesia, renovadora incesante del milagro de la Redención eterna, ha cumplido con entrañable piedad a los menesterosos la doctrina evangélica y ha sembrado de innumerables instituciones el camino de la Caridad.

La beneficencia y asistencia públicas han sido en el Ecuador hijas genuinas del espíritu cristiano. La Iglesia no ha podido mirar ningún mal, ninguna desdicha, ninguna lágrima, sin prevenirlos o remediarlos, según los casos. Por eso, si a veces no ha creado ella misma las obras indispensables a la conjuración de las desgracias sociales, por lo menos las ha atendido con particular esmero, comunicándoles su genio, métodos e ilimitado afán de inmolación.






ArribaAbajo I. Los hospitales de Quito


Cédula real sobre hospitales

Llevado de su vocación eminentemente caritativa el Emperador Carlos V mandó, por cédula de 27 de octubre de 1531, que «en todos los pueblos españoles e indios de sus Provincias y Jurisdicciones» se fundasen «hospitales donde sean curados los pobres enfermos y en los que se ejercite la caridad cristiana». El Hospital debía ser institución mixta: centro de atención médica, hogar de obras de asistencia.

Débese al Obispo don fray Pedro de la Peña, alma de nuestra naciente patria, la fundación del primer Hospital para indios. En su afán de protegerlos y defenderlos, no vaciló, apenas llegado, en establecer esa casa, siquiera en forma rudimentaria, aprovechando al efecto un local que la Iglesia poseía en la parroquia de Santa Bárbara. En 1578, el propio Obispo cedió terrenos contiguos, a fin de incrementar el Hospital y extender, según barruntamos, sus beneficios a los blancos269.

El Hospital eclesiástico, empero, no prosperó por falta de rentas, ya que las que le correspondían, o sea la cuota sobre diezmos, se habían   —201→   aplicado al Hospital civil. En la Relación de 1583 se escribió al respecto: «A este Hospital se acude con el noveno y medio, sin embargo de que se ha pedido por el ordinario se acudiese con ella al hospital de la Iglesia, conforme a la erección, a quien pertenece; y por no se haber hecho ansí, no tiene la Iglesia hospital270». El noveno y medio montaba anualmente 600 pesos.




El hospital común

La creación del Hospital general se debió, en cambio, al celo del primer Presidente de la Audiencia, don Hernando de Santillán. Si bien tuvo graves defectos y cometió ingentes yerros, por los cuales privole el Rey de su oficio, sintió en su alma los requerimientos del amor sobrenatural a los desgraciados y empleó todos los recursos de que pudo disponer para cumplir con la sagrada obligación que le imponía la Cédula antes mencionada.

No había decurrido un año desde la fundación de la Audiencia cuando el Presidente acometió la ardua empresa de establecer el Hospital. El 9 de marzo de 1565, primer viernes de cuaresma, después de la misa cantada por Leandro de Valderrama, Tesorero de la Iglesia Catedral, predicó el célebre franciscano fray Francisco de Morales, fundador del Colegio de San Andrés; y, en seguida, el Presidente tomó posesión de las casas que habían sido de Pedro de Ruanes, ubicadas al canto sur de la ciudad, en la calle que va al cerro de Yavirá. En el acta de fundación, que lleva la propia fecha, determinose que el patrono del Hospital de la Santa Misericordia de Nuestro Señor Jesucristo fuera el Rey, sin que, por consiguiente, pudiese ejercer jurisdicción en él el Obispo, ni ninguna otra persona eclesiástica.




Organización del Hospital

Constaba la casa de dos departamentos, uno para españoles pobres y otro para naturales; ambos estaban divididos en secciones, masculina y femenina. Para el mejor servicio del instituto, se estableció una Cofradía y Hermandad de la Caridad y Misericordia, en la cual tenían derecho a entrar hombres y mujeres, españoles e indios, con tal que diesen limosnas para el sostenimiento de la Casa. La administración corría a cargo de un clérigo, nombrado por la Audiencia. A la Cofradía incumbía el ejercicio de todas las obras de caridad, «de que Nuestro Señor nos ha de demandar cuenta el día del juicio», especialmente la visita de los pobres y presos de la cárcel y la vigilancia y atención de las doncellas desvalidas. Era, pues, como dice el Ilmo. señor González Suárez, una como anticipación de las Conferencias de San Vicente de Paúl271. Las rentas del Hospital debían consumirse anualmente, sin que el Viernes Santo restase en caja sobrante alguno. Para solemnizar el recuerdo de la fundación,   —202→   se mandó solicitar de la Silla Apostólica un jubileo, que se ganaría y en el Hospital y en todo el Obispado, los primeros viernes de cuaresma. Los Estatutos de la Casa exhalan perfume de auténtica caridad, no de vana filantropía.

Primer mayordomo y capellán del Hospital fue el clérigo don Juan Sánchez Miño; y el prioste y diputados de la Cofradía, Juan Rodríguez, tesorero real, Melchor de Arévalo y Francisco de Santamaría. En la Hermandad inscribiéronse con singular celo por el socorro de los pobres el propio Presidente, los Oidores, el Alcalde Ordinario, el escribano del Cabildo y algunos piadosos ciudadanos, entre ellos el hermano de Santa Teresa de Jesús, Jerónimo de Cepeda, tesorero de la Hacienda real. La munificencia de los vecinos cedió, para el sostenimiento del Hospital y el ejercicio de las obras complementarias, numerosos censos; mas, ora por defectuosa administración de las rentas, ora por falta de personal que la atendiese eficaz y desinteresadamente, la Casa estuvo en suma decadencia durante todo el siglo XVII. La Hermandad no cumplía con la debida escrupulosidad sus graves obligaciones y, sobre todo, con el socorro de los pobres ocultos, aquellos que no se atrevían a pordiosear, por lo cual el Cabildo, en junta de 23 de enero de 1576, expresó que: «el hospital de la Caridad tiene bienes e no hay probes en él». Esto no significa, como conjeturó el erudito P. Alfonso M. Jerves O. P., que faltasen pobres en Quito, sino que no había quién los atendiese272. Según el Estatuto, debía recibir, a la vez, enfermos y mendigos; empero, por deficiencia en la organización y en la generosidad sobrenatural, la Hermandad se había descompuesto: «habiéndose principiado esto, se dejó caer», según dice el acta indicada. Comisionose entonces a dos funcionarios para que conferenciaran con los Prelados y monasterios; y el 6 del siguiente mes, se acordó fundar de nuevo la Hermandad con 24 miembros y que «esta ciudad y Cabildo sea Patrono desta santa y buena obra». Con todo, la desatención continuó, salvo en raros y cortos períodos, en que renacía el celo inicial.




Reorganización con los Betlemitas

El remedio vino por las manos delicadas de la Iglesia, acostumbradas a sembrar el bien. El Presidente don Francisco López Dicastillo, al cual apoyaron leal y eficazmente los dos Cabildos, eclesiástico y civil, tuvo la feliz iniciativa, desde antes de trasladarse a Quito, de confiar a una admirable Congregación americana, la Betlemítica, que estaba entonces en apogeo de renombre y fecundidad apostólica, el Hospital de la Misericordia; y, al efecto, hizo eficaces gestiones ante el General de la Orden, fray Rodrigo de la Cruz. Aprobada la idea por el Rey, diéronse los pasos necesarios a fin de que, por lo menos de manera transitoria,   —203→   se encargaran los Hermanos de Belén de las múltiples obras que entraban en la línea del establecimiento, conforme al Estatuto de Santillán.

En 1704 arribaron a Quito dos Padres, fray Miguel de la Concepción y fray Alonso de la Encarnación, y un hermano. El mérito del primero, ya conocido por América toda, era tan extraordinario que, a poco de terminada su prelacía en Quito, fue designado procurador general y tuvo que trasladarse a Madrid y Roma, donde desempeñó con brillo y copioso fruto aquel cargo. Hombre de energía y ductilidad, conjuró hábilmente las dificultades inherentes a la obra y las que le opusieron los enemigos de López Dicastillo y, sobre todo, su sucesor en la Audiencia.

Más de un año tardaron las reformas que el P. de la Concepción creyó conveniente introducir en el Establecimiento para sacarlo de la ruina a que le había llevado la desidia de los últimos administradores. Separó el Hospital de mujeres del de hombres, colocando el primero bajo la dirección de elementos femeninos; mejoró y ensanchó la Capilla, labor que equivalió a verdadera reconstrucción; saneó y embelleció el edificio, invadido por toda suerte de inmundos parásitos; renovó la ropa de cama de los enfermos; puso, en fin, el instituto en honrosa situación, haciéndolo digno de rivalizar con los mejores de América. Atendió también a la consecución de nuevos principales. Uno de los más preclaros benefactores fue el Canónigo don Pedro de la Rocha, chantre de la Catedral, que dejó importante legado, para la construcción del departamento de convalecientes.

El 6 de enero de 1706 se abrió nuevamente el hospital, como manifestación y epifanía de la caridad de Cristo con los desvalidos. Espléndida procesión se hizo para trasladar a los religiosos betlemitas desde su residencia provisional hasta la definitiva. Nadie eludió acompañarles en ese paso trascendental en pro de la cultura y asistencia sociales. Como refiere el Historiador arzobispo, abrían el desfile las comunidades religiosas y seguían los Cabildos eclesiástico y civil. Iban los betlemitas en medio de los Oidores; y entre el más antiguo de ellos y el Presidente, marchaba, aplaudido por todos, el P. Miguel de la Concepción, superior de la Casa273.

Estuvo el Hospital bajo el cuidado de los Hermanos de Belén, más de un siglo, o sea hasta 1822, en que se separaron los religiosos españoles que lo servían. Probablemente eran los mismos PP. fray Juan Jesús de los Dolores y Francisco de la Natividad, que figuran como realistas en el catálogo de los Hombres de agosto formulado por el Procurador Ramón Núñez del Arco.



  —204→  
Otras obras de los Betlemitas

Los Betlemitas no fueron únicamente administradores del Hospital. Crearon bien provista botica; «y con tal honradez y economía administraron los fondos, que en breve tiempo compraron dos haciendas para el Hospital». Cerca de él fundaron escuela gratuita, en que los religiosos proporcionaban a los niños aun los útiles y libros necesarios. Y no consistió en esto su principal labor: los hijos del venerable Betancourt, fueron, además, los maestros de nuestros facultativos, los creadores de la enseñanza médico-quirúrgica.

«La Medicina -dice el antiguo Rector de la Universidad Central del Ecuador, doctor Gualberto Arcos-, fue igualmente cultivada por algunos sacerdotes y especialmente por los Betlemitas, misión que cumplían en Quito desde 1704, en que se hicieron cargo del Hospital. Algunos de ellos escribieron pequeños ensayos sobre los remedios conocidos entonces y sobre las enfermedades más frecuentes. Esas obras de medicina y terapéutica, sin ser de importancia vital, son curiosos exponentes de nuestra embrionaria medicina. Los betlemitas consiguieron también reunir una buena colección de vegetales, base casi exclusiva de la medicina colonial. La eficacia de varias plantas para las enfermedades endémicas fue descubierta y popularizada por ellos; y su botica llegó a ser superior a la que anteriormente tuvieron los jesuitas para beneficio del pueblo274».



Muchos de los frailes hospitalarios acudieron gustosos a la Universidad de Santo Tomás para graduarse; y otros, que ya tenían título, para dictar la cátedra de medicina en el propio plantel, a falta de profesores seglares. Entre estos últimos mencionaremos, particularmente, al P. fray Felipe de los Ángeles, profesor hacia mediados del siglo XVIII275. Como médicos renombrados se cita a los PP. José de la Cruz, Francisco José del Rosario, Teodoro de San Francisco, Liria, etc. Cuando el segundo (1744) recibió orden de trasladarse al Hospital de Popayán levantose general protesta en Quito, porque el sagaz fraile no sólo brillaba por sus conocimientos, sino también por su bondad276.

La actuación de los Betlemitas fue tan benéfica y multiforme en sus primeros tiempos, que Riobamba, Guayaquil y otros lugares realizaron instantes gestiones para alcanzar que tomasen bajo su cuidado los Hospitales locales. El Ilmo. señor Guevara, sobre todo, se empeñó en que el de Cuenca estuviese bajo esa autorizada y piadosa dirección; mas, sólo tardíamente se logró la realización de tan feliz idea277.





  —205→  

ArribaAbajo II. Otras obras


Los jesuitas

Antes que los betlehemitas, los jesuitas mantuvieron junto a su Colegio botica abierta, que proveía de medicinas, no sólo a los religiosos, sino a la sociedad entera. El fundador (1684) fue el P. Rector Juan Martínez Rubio, quien lo hizo «por estar la ciudad muy mal parada, corrompidas las medicinas y también en manos de un ignorante, que con desconsuelo y peligro grande de los sujetos trocaba las recetas». El General acabó por condescender en que se vendiesen medicinas a extraños; pero a condición de que no se las comprara con el exclusivo objeto de revenderlas y de que a los pobres se las dieran gratuitamente278.

En esta botica brilló por su misericordia para con los desvalidos, un hermano coadjutor, de quien habla con encomio el cronista Rodríguez Docampo. Su caridad le llevó a inventar medicinas para las llagas y otros achaques y un parche especial que llevó el nombre de su autor, Juan de Zurana. También los Franciscanos abrieron durante algún tiempo, y con iguales finalidades de beneficencia, botica propia.




La reforma de la mujer

El santo Obispo López de Solís se preocupó de otra grave necesidad: la reforma de la mujer caída. Para este fin piadoso estableció la Casa de Santa Marta, donde se recogían las que querían enmendar su vida. Ese instituto tuvo extraordinaria eficacia, durante mucho tiempo, para la corrección de graves lacerías sociales.




Otras instituciones admirables

El mismo Prelado quiso fundar un orfanato; pero se lo impidió la traslación a Charcas. El canónigo Vicente o José de Onagoytia tuvo el acierto de dejar nueve mil pesos para ese establecimiento; y con dicha suma se adquirieron las casas del capitán Diego de Ondramuño, en la plaza de la Merced279. Andando el tiempo, se erigió con esos y otros bienes el segundo instituto de beneficencia que hubo en Quito: el Hospicio de Jesús, María y José, nombre que basta para transflorar la entraña de tan necesaria obra.

El Ilmo. señor Sobrino y Minayo impetró, por pastoral de 12 de abril de 1785, el auxilio de la sociedad quiteña con el objeto de establecer dicha casa; y, en efecto, obtuviéronse más de siete mil pesos. El Hospicio se fundó en el centro de la ciudad, donde habían tenido los jesuitas su último noviciado.

Dos fueron los personajes que coadyuvaron a la realización de la obra: el Obispo Minayo y el Presidente Villalengua. Sus nombres están   —206→   vinculados con lazos de gloria, no únicamente por la fundación en sí misma, sino por la plausible forma en que la verificaron, forma que contrastaba con la inexperiencia de la época. Tres secciones tenía el edificio: una destinada a los mendigos; otra a los niños huérfanos; y la última a los elefancíacos. Este último departamento se subdividía en dos, por sexos. El Rey corrigió, en parte, el pensamiento inicial al disponer que el hospicio de lazarinos se estableciese fuera de la ciudad. El número de dolientes era, por fortuna, reducido; y su aislamiento, que honra al genio previsor de esos ilustres varones, impidió la propagación de la lepra, como acaeció en otras Repúblicas, donde no se tuvo igual cautela.

Prescribía el Reglamento acordado por el Obispo y el Presidente que todos los ancianos habían de trabajar, en proporción a su edad, a fin de reacostumbrarlos a la moralizadora labor cuotidiana, que rehuían ordinariamente. Dedicábanse, pues, al oficio o arte que conocían; y si no poseían alguno, allí lo aprendían y mediante su honesta ocupación, obtenían alimento y vestuario. Lo atinente a la economía del establecimiento se hallaba a cargo del Poder Civil; y los cuidados espirituales incumbían a la autoridad eclesiástica.

En el siglo XVIII se fundó también otra casa que tenía, a la par, fines espirituales y de beneficencia, pues se proponía prevenir las caídas de la mujer: el Beaterio, aprobado por cédula real de 21 de mayo de 1736. Dependió al principio de los PP. de la Merced; y su primer director fue el P. fray Gaspar Lozano, religioso lojano de justa celebridad por su virtud. En 1784, pasó la Institución al cuidado de la Mitra quiteña, la cual logró acrecentar los bienes, sin que disminuyera el temple espiritual de la obra.




Caridad episcopal

Al mismo tiempo que los Obispos fundaban instituciones benéficas o colaboraban en su erección, ejercían a manos llenas la magnificencia cristiana para con los pobres, enmendando así, siquiera parcialmente, desequilibrios de fortuna o mitigando ahoguíos económicos. Célebres fueron algunos Prelados por sus derroches en favor de los menesterosos: cuéntanse entre ellos al Ilmo. Señor Sotomayor, sucesor de Monseñor Solís; al Ilmo. señor Oviedo, predecesor en ideas sociales del Ilmo. señor de la Peña y Montenegro y este mismo, que no sólo fue gran apóstol del pensamiento económico cristiano, sino ejecutor solícito de lo que predicaba y escribía. Como refiere el Ilmo. señor González Suárez, el Obispo Presidente salía muchas veces de su palacio y, fingiendo que andaba de paseo, entraba en las casas de las familias indigentes y les dejaba disimuladamente oportunos socorros. El Ilmo. señor Gómez Frías imitó en su recato caritativo al autor del Itinerario; por desgracia en alguna ocasión desmintiese a sí mismo cometiendo algún exceso en materia económica, que deslustra su   —207→   memoria. El Ilmo. señor Paredes emuló en amor por los pobres al Pobrecillo de Asís y saboreó el evangélico placer de enseñar la doctrina a los mendigos, «acariciándoles con sus manos, sin repugnancia a sus sórdidos harapos». El Obispo Sobrino y Minayo, renunció la mitra de Quito, porque sacrificó todas sus rentas en limosnas y auxilios a las instituciones de caridad, particularmente al Hospicio de Jesús, María y José, al cual socorría con dos mil pesos anuales. El Ilmo. señor Pérez Calama siguió sus huellas, abnegándose generosamente en el alivio de todo linaje de necesidades particulares y públicas. El Obispo Polo fue heroico en su desinterés y en su piedad práctica hacia los desafortunados. En suma, la Iglesia quiteña resplandeció por su apostolado de amor y beneficencia280.

También las comunidades religiosas derramaron a manos llenas la limosna entre los pobres. «Baste decir lo que oí por muy cierto, que en gramos, pan y plata, expendía el Colegio (Máximo de las Jesuitas) al año cinco mil pesos en obras de todo género». Asimismo, la Compañía socorría mensualmente a los pobres de las Cárceles281.




Otras iniciativas

Respecto de algunas iniciativas de los Obispos de Quito no queda suficiente documentación histórica. Así, en el acta del Cabildo, datada el 19 de agosto de 1575, se alude a una petición del Ilmo. señor fray Pedro de la Peña,

«en que ofrecía dar para hacer un alholí y alhóndiga en esta ciudad, para que se reparta a pobres y necesitados en cada un año, con que lo vuelvan a la cosecha trece fanegas de trigo e otras doce fanegas de maíz con la limitación que dice en su petición; e platicado por estos señores, dijeron que la obra es santa e buena e tienen en merced a Su Señoría lo que ofrece para ella y para lo que toca, a que vaya adelante e haya efecto darán la orden que convenga consultándolo primero con los dichos señores Presidente e Oidores por los Señores a quienes estaba de suso cometido»



La fundación de un granero municipal, donde se acopiaran víveres para su reparto gratuito o para su devolución en la época de cosecha, en que los precios suelen ser menores, era iniciativa digna de la caridad de un varón de tantas industrias como el Ilmo. señor de la Peña. No sabemos si el Cabildo llegó a organizar la alhóndiga; pero basta ese pensamiento generoso para patentizar la ubicuidad con que la Iglesia atendía a las diversas necesidades de la naciente sociedad.

En otros casos, ni siquiera se sabe la índole de la merced que hacia el Obispo. En acta de 11 de abril de 1576 se habla de un favor dispensado por Monseñor de la Peña a la Cofradía de la Santa Caridad, favor que el Cabildo acepta. La Mitra no cuidaba de andar en lenguas, ni de dejar constancia perenne de sus beneficios.





  —208→  

ArribaAbajoIII. Hospitales provincianos


Hospital de Cuenca

En Cuenca señalose sitio para el Hospital el día mismo de la erección de la ciudad; pero sólo se lo organizó en 1585, con el nombramiento de primer mayordomo conferido al Regidor Juan de San Juan de Bermeo. La institución tuvo vida lánguida, hasta que el 30 de diciembre de 1747 se hicieron cargo los Betlemitas, quienes se preocuparon del arreglo material y espiritual de la obra encomendada a sus afanes y sacrificios. La cédula real aprobatoria de la entrega a los HH. de Belén, se expidió diez años después, el 16 de febrero de 1757.

Como en Quito, los HH. Betlemitas fundaron su pequeña escuela; mantuvieron botica abierta, en servicio de los pobres; y, especialmente en los primeros tiempos de florecimiento de la Congregación, cumplieron, a la par del servicio hospitalario, otras obras de misericordia.




Hospital de Guayaquil

El Hospital de Santa Catalina Mártir de Guayaquil, fue el primero que en el período hispano tuvo la asistencia y dirección de una Comunidad religiosa: la de los HH. de San Juan de Dios. Ignórase quién lo fundó e hizo las gestiones para la venida de dichos religiosos. En la cédula real de 13 de setiembre de 1565 se afirma: «se ha agora fundado nuevamente un hospital muy necesario para curar los españoles e indios...282»; aunque no hace mención de él Lope de Atienza en su Relación de 1583. Es probable que en los años iniciales del siglo XVII, estuviesen ya al frente los «Juandedianos». El primer nombre, personificador de la caridad de lo Iglesia en pro de los enfermos de Guayaquil, es el del Hermano Baltasar de Peralta,

«padre de ese Hospital, abnegado varón de fe firmísima en su misión humanitaria, que en más de veinte años sirvió sin desmayo aliviando dolores, dando consuelos a los enfermos en este desamparo, vigilando sus noches, preparando sus medicinas y pidiendo limosnas de puerta en puerta para ayudar al Cabildo, otro menesteroso que tenía, a su vez, que pedir por merced el permiso de disponer una mínima parte de lo propio suyo, y todavía, desatendido y tardíamente autorizado283».



El admirable religioso, médico, enfermero, boticario y cuestor de la obra, sirvió sin desmayo al Hospital hasta su muerte, ocurrida en 1615. Sucediole fray Gaspar Montero, quien compitió en sacrificio con su predecesor y estuvo en el hospitalillo hasta el incendio de 1636, que consumió cuanto había acopiado para la esmerada atención de sus pobres. Por algún tiempo dirigió la obra de reconstrucción el H. Juan Jurado; mas, poco después, desengañado de la lucha con dificultades sin   —209→   cuento, dejó la dirección en manos de clérigos seglares, como González Téllez de Meneses, Pedro Enríquez de Rigo y otros. A mediados del siglo XVII, el Hospital había dejado de funcionar.

Más tarde se lo restableció con mayordomos seglares y tal cual religioso. Hacia 1750 estaban de nuevo los HH. de San Juan de Dios al frente del Hospital; pero, probablemente, a falta de personal suficiente, se vieron obligados a dejarlo peor segunda vez, sucediéndoles en 1752 los Betlemitas. El contrato se verifica con un religioso que se había granjeado justa fama en virtud de su magisterio médico: el P. fray Felipe de los Ángeles, protomédico general en el Virreinato del Perú; y el primer director betlemita fue el P. fray Carlos de Santo Toribio, quien propuso el cambio de lugar, exigió que se prohibiera la edificación de casas pajizas en las vecindades, renovó el mueblaje, proveyó la botica con abundantes medicinas y mejoró en todo sentido la administración. Por desgracia, a causa de miserables intrigas, los Betlemitas abandonaron la dirección a los trece meses de haberla asumido. Tornaron nuevamente los Hijos de San Juan de Dios en 1753, los cuales continuaron con mucha actividad la obra iniciada por los HH. de Belén. Mas, sólo en 1758 se encargaron oficialmente del Hospital, que tomó ya su nombre. Competentes religiosos, como el H. Manuel Riza, médico y cirujano notable284, y, sobre todo, el H. Domingo Soria, lograron poner a la Casa en magnífico pie, a tal punto que este último fraile mereció el título de Fundador del Hospital San Juan de Dios. Mas, la perseverancia era planta exótica en el ambiente moral del fin del período hispano: hacia 1790 el empeño de los frailes había decaído; y el Obispo de Cuenca, Ilmo. señor Carrión y Marfil, dictó severas providencias para remediar los abusos introducidos.

La tenacidad de los religiosos de S. Juan de Dios triunfó sobre los obstáculos que se oponían al cambió de ubicación del hospital; y en 1797 tomó la dirección un religioso, de alta calidad moral, fray José Romero, cuya labor ha recibido ya la justiciera apreciación de la historia285.

Más de veinticinco mil pesos gastó el ubicuo fraile para poner a la Casa en estado de prestar los servicios que exigía el adelanto de la ilustre ciudad: construyó tres enfermerías para hombres y una sala para mujeres, con 37 y 40 lechos respectivamente; estableció un departamento para convalecencia; restauró la iglesia y dio al Hospital nuevas rentas con la edificación de tiendas y bodegas destinadas a alquiler. Cuando se cosechaban ya los frutos de la invencible perseverancia del P. Romero, voraz incendio redujo a pavesas el edificio. En medio del fuego, hizo el intrépido religioso actos de extraordinario heroísmo para   —210→   la salvación de los desventurados enfermos. Incapaz de rendirse al desaliento, inició en seguida su reconstrucción; y al cabo de poco tiempo, albergó otra vez en la sala de hombres 65 enfermos. En 1817 se había construido la mitad del antiguo edificio y dotado de nuevas rentas con el arrendamiento de los almacenes recientemente rehechos.

Como en otros lugares, los HH. de San Juan de Dios atendieron con especialísimo esmero a la provisión de medicinas en la Botica Popular. Inmenso beneficio era éste en época de dificultad de comunicaciones y escasez de capitales, en que difícilmente la iniciativa privada podía dedicarse a tan complejo negocio. La botica de San Juan de Dios proporcionaba drogas de la mejor calidad, al más bajo precio y hasta gratuitamente, según los casos, y refrenaba la especulación de competidores inescrupulosos. En suma, era institución de carácter social, que prevenía abusos, ora contra los pobres, ora contra los incautos e inexperimentados.

Los dos últimos priores del Hospital de Santa Catalina fueron los PP. Juan de Dios Serpa y Carlos Anzoátegui, españoles de nacimiento. Esté atendió, a la par, al referido Instituto y al Hospital Militar, fundado por el Gobernador Mendiburo. Mas, en los años siguientes al movimiento de 1820, hubo grave dificultades con los religiosos, las cuales, a la larga, fueron parte para su separación.




Otras obras guayaquileñas

El hospital de mujeres en Guayaquil no lo fundó ningún eclesiástico, sino el benemérito seglar Dr. Ignacio Hurtado. Mas, la inspiración religiosa se manifiesta en el nombre de la Casa de Nuestra Señora del Tránsito. Más tarde se construyó un orfelinato, gracias al entusiasmo de la respetable señora Juana Marín, viuda de don Lorenzo Molina, quien reunió para el socorro de esas desvalidas a nobles damas de la ínclita ciudad. La dirección inicial la tuvo doña Francisca Vera y luego Mercedes de Jesús Molina, fundadora de las religiosas de Santa Mariana de Jesús y émula por sus virtudes de la Azucena de Quito. No sin motivo se le ha denominado Rosa del Guayas.




Participación de la Iglesia en muchas iniciativas

La Iglesia ecuatoriana participó en primera línea, con la abnegación que exigía su carácter de renovadora perenne de las energías espirituales de los pueblos y la falta de otros elementos, en cuantas obras benéficas había que realizar en nuestra incipiente sociedad. Todo pasaba por su mano; y sin su intervención, o no se habrían tomado iniciativas saludables o se las habría ejercitado en forma inconveniente. Así, cuando se trajo en 1824, de la ciudad de Lima, la primera vacuna contra la viruela y fue preciso difundirla en todo el país para la salvación de inmenso número de vidas que cada año   —211→   perecía a causa del flagelo, la Iglesia, por disposición del Vicario Capitular doctor Calixto de Miranda e insinuación del Intendente Dr. José Félix Valdivieso, apoyó con entusiasmo a los comisionados que se distribuyeron entre las diversas regiones. El clero tenía la alta policía de las costumbres y llenaba el vacío de la civil. Por esto, uno de los Curas rectores del Sagrario asistía a la inoculación de la vacuna, a fin de alentar a las personas timoratas o desconfiadas.

Asimismo, en Guayaquil, pocos días antes del 9 de octubre de 1820, se instaló la Junta de Sanidad, encargada de cooperar a la administración de la vacuna; y de ella fueron miembros el cura más antiguo de la ciudad, Dr. Ignacio Olazo, y otros personajes de acendrada piedad religiosa, entre los cuales se contó el Dr. Francisco Javier de Garaicoa, futuro obispo. Y dicho sea de paso, la primera institución sanitaria de Guayaquil en el siglo XVI, tuvo por patrona a la Virgen del Rosario, lo cual evidencia que los frailes dominicos, propagadores esclarecidos de esa advocación, fueron también los que organizaron aquella entidad286.

La distribución de la quina o cascarilla se hacía en los lugares palúdicos, por intermedio de obispos y párrocos, durante los reinados de Carlos III y IV. La quina llegó a conocerse en algunos lugares como «polvos de los jesuitas», por haber sido éstos los propagadores, particularmente en Europa287.




Hospitalillos locales

En muchas de las villas y asientos de la Presidencia hubo pequeños hospitales, a cargo de la Iglesia. Así aparece de la célebre Relación de Lope de Atienza: «Riobamba es beneficio aldea de Quito; sirve el beneficio el licenciado Juan Rodríguez de Leyba, por el orden del patronazgo real. En esta aldea hay un hospital de la Iglesia, a quien se acude con el noveno y medio. Hase hecho de dos años a esta parte. Está a cargo del beneficio de la dicha aldea288».

El Hospital de Riobamba pasó por graves vicisitudes, hasta que se lo reorganizó, de conformidad con la cédula de 21 de mayo de 1779, que aprobó las Ordenanzas para su gobierno. La base del restablecimiento fueron las donaciones que, en memoria de su primer marido, don Juan Bautista Domínguez, y con el beneplácito y munífica ayuda del segundo, don Ignacio de Elola, hizo la señora Micaela Díaz Flores. El Cabildo de Riobamba y los procuradores de la donante, entre los cuales estuvo en primera línea el P. Luis Tamariz, rector del Colegio de la Compañía, trabajaron infatigablemente para asegurar los dineros donados, mediante la compra de dos fundos, Gatazo y Chancaguanes.   —212→   Con sus rentas y el auxilio de la Real Hacienda pudo, al fin, verificarse la fundación, aprovechando la casa de los jesuitas expulsos. El Rey no quiso aprobar el que se confiara a los betlemitas la nueva Institución, en la que, en cambio, se ocupó con ejemplar solicitud el sacerdote doctor Miguel Vallejo y Peñafiel, desde el 16 de marzo de 1776. Vallejo, según dice la propia cédula, era «de distinguida nobleza, virtud, probidad, letras y juicio». El Hospital tomó el nombre de San José, San Joaquín y Santa Ana; y recibía enfermos de todas clases y razas, sin acepción, alguna. Cuidaba de él una Hermandad, compuesta de 24 miembros, el primero de los cuales fue el Alcalde don José de León y Otárola. En 1791 nombrose capellán, por muerte del Dr. Vallejo, al Pbro. doctor Pedro Zambrano y Vallejo, y mayordomo mayor al Dr. Pedro Velasco y Vallejo289.

Apenas tres años después de la erección en 1609, el Cabildo de Ibarra se preocupó de la necesidad de un hospital, a iniciativa de un piadoso vecino, don Antonio de Carvajal; y agregó un terreno vaco al que había obsequiado para el objeto el Licenciado Tamayo, cura del lugar290. A no dudarlo, el párroco debía de atender a la administración de las escasas rentas que tenía la institución. Tan exiguas eran que el P. Velasco llega a decir: «El Hospital con pequeña capilla es una mala casa abandonada y sin ejercicio por sus perdidos fondos291». Más tarde, a causa de la decadencia de la obra, se hicieron cargo del edificio, para fines exclusivamente piadosos, los Felipenses292.

Otavalo tuvo también la honra de poseer muy temprano su propio hospital. Las únicas noticias con que contamos acerca de él, están consignadas en la Relación de 1582:

«En el pueblo de Sarance, que por otro nombre se llama Otavalo, que es el pueblo más principal de mi Corregimiento, hay un hospital, y tiene el dicho hospital más de cuatro mil cabezas de ovejas de Castilla; no hay indio que caya enfermo que quiera curarse a él, porque tienen por abusión, que si entran a curarse allí, se morirán luego. Y donde está agora fundado el dicho hospital lo fundaron y sirvió mucho tiempo de casa de corregidores; hizola Hernando de Paredes, el segundo corregidor que hubo allí en aquellos pueblos, y los religiosos, andando el tiempo, la tomaron para hospital y su encomendero, el capitán Salazar, dió de limosna mil ovejas de Castilla».



Debiose, pues, la fundación del hospital de Otavalo a los PP. franciscanos, doctrineros de casi todo el corregimiento y su principal benefactor fue el capitán Rodrigo de Salazar, el «corcovado293».

  —213→  

No se sabe cuándo se fundó el hospital de Loja; mas, según lea Relación de Lope de Atienza, en 1583 existía ya: «En esta ciudad, dice, hay hospital instituido por un vecino; está a cargo del cabildo de la ciudad; acúdesele con el noveno y medio de los diezmos»: es decir, se sostenía gracias a rentas eclesiásticas. Ignóranse las vicisitudes por las cuales atravesó la institución; pero todos los analistas de la beneficencia en esa esclarecida ciudad reconocen que en 1790 funcionaba eficazmente, gracias al celo y diligencia del notable sacerdote don Vicente de Carrión y Piedra, quien se impuso, como afirma el ilustrado Dr. Clodoveo Jaramillo Alvarado,

«el deber de cuidar y vigilar la casa de enfermos, de salir por las calles de la ciudad demandando socorros para los que él llamaba "sus pobres hermanos desvalidos". El día en que este religioso cedió su puesto, bajo el achaque de las enfermedades y su gloriosa ancianidad, el Hospital estuvo a punto de desaparecer. Las rentas que a la sazón ascendían a 7.879 pesos, quedaron sin control alguno y, poco después, llegose al extremo de ocupar la casa de enfermos por un batallón militar, dejando así perdida la obra Cristiana del Dr. Carrión y Piedra294».



Conjeturamos que también en Zaruma hubo un hospital común. En efecto en una Relación de fines del siglo XVI se dice:

«En este pueblo o pueblos conviene que haya un hospital común; porque, aunque los indios son enemigos de ir a él, los Obispos que allá han gobernado bien, han procurado mucho que los naturales pobres que enfermaren se curen en él, con que se enseña a los demás tengan caridad y continúen aquella obra; desta suerte muchos indios del Pirú acuden a los hospitales y otros lo tienen por superstición, diciendo, que si van a ellos, se mueren; pero no conviene dejales salir con cosas que sean contra razón295».



Columbramos asimismo, que Portoviejo tuvo igualmente su hospital y que estuvo bajo la dirección de los HH. de San Juan de Dios. De allí se trasladó el primer religioso que se encargó del de Guayaquil296. La Fundación debió de verificarse con posterioridad a 1583, pues en la Relación de Lope de Atienza, escrita en ese año, se dice respecto de Puerto Viejo: «No hay hospital ni capellanías en él297».




Espíritu cristianamente caritativo de todas las entidades

Es preciso anotar que si no se fundaron, durante el periodo hispánico, muchas instituciones caritativas o asistenciales más, fue porque la acción del Poder Público o de los Cabildos se ejercía constantemente en el sentido mismo de la de la Iglesia y con igual espíritu de encendida piedad para todo el que, con   —214→   sus dolencias físicas o morales, representa a Cristo paciente. El Cuerpo social estaba penetrado, hasta la médula, del genio de la Sociedad de las almas.

Un solo caso citaremos entre cien que podríamos aducir como prueba. En Quito la protección de la mujer tomó forma institucional precisa, gracias a la acción de los Obispos; mas, en otras ciudades dicha defensa fue ejercida por los Cabildos de diversas maneras. En Guayaquil, por ejemplo, ese Cuerpo encomió al Alcalde Ignacio Arteta por haber logrado el matrimonio de algunas mujeres de conducta desordenada (1776). Igual cosa se hizo en otros lugares, de conformidad con las ideas tradicionales sobre el bien común de la sociedad, bien común cuyos aspectos éticos ha olvidado nuestro siglo.

Dentro del carácter incipiente de los servicios y comodidades urbanos en la Presidencia, la Iglesia tenía a menudo que tomar normalmente a su cargo funciones que sólo le corresponden por excepción. La Casa cural servía en las parroquias rurales de hospedería298; y aun en las ciudades, poseedoras de mejores medios, los conventos constituían la posada, no sólo de los viajeros ilustres, sino aun de los ordinarios. En Guayaquil los frailes franciscanos se vieron en el caso de ejercer esa forma de caridad de manera constante, para lo cual establecieron hospedería299.

En otro lugar hablaremos de la labor de las Cofradías en la promoción del arte y el apoyo y mancomunidad de los artistas entre sí. Mas, las Cofradías no fueron únicamente para esos elementos privilegiados, sino para muchos otros, entre los cuales fomentaron con ahínco la solidaridad fraterna y el auxilio recíproco, sobre todo en caso de muerte. Los socios satisfacían pequeñas sumas mensuales; y mediante ellas tenía asegurados entierro y sufragios gratuitos, dispensando así a sus familias de tales gravámenes. La acción de las Cofradías fue fecundísima en orden a la educación del sentido social en todas las clases.




García Moreno renovador de la beneficencia pública

La República heredó, en sus líneas fundamentales, el sistema de asistencia que había tenido la Presidencia de Quito y lo mantuvo, casi intacto, hasta el advenimiento de García Moreno al Poder. Fue el gran Presidente el que transformó ese ramo de la caridad trayendo de Europa varias Comunidades religiosas, que se encargaron   —215→   de los hospitales, leprocomios, orfelinatos y demás obras necesarias para la atención solícita de las llagas sociales. No vacilaron ellas en aceptar todos los sacrificios que se les pidieron; y así la asistencia cobró nuevo impulso, que se ha mantenido hasta hoy.




Secularización

Día llegó en que el Estado reclamó para sí la honra de atender a esas necesidades. ¿A qué medio se acudió entonces? ¿Quizás a la creación de impuestos correspondientes a la importancia de los deberes que contraía o al levantamiento de capitales, suscitando el estímulo de la sociedad? No. El arbitrio fue diverso: la expoliación de los fundos rústicos de las Comunidades religiosas. Y la Iglesia, empobrecida y humillada, consintió aun en permanecer al frente de todos los institutos de asistencia, y proseguir en el servicio de los pobres, de los enfermos, de los leprosos, de los huérfanos, de todos los que lloran...

En la hora de parcial reparación, las Órdenes religiosas despojadas aceptaron, en el Art. 4.º del Convenio Adicional al Modus Vivendi, a modo de sustitución de la mísera pensión individual que recibían sus miembros, la suma, exigua también, de un millón y medio de sucres, que equivalía, probablemente, a menos del 5% del valor de dichas propiedades; y otorgó, para tranquilizar las conciencias, plena condonación a todos los que poseyeren los inmuebles nacionalizados. La Asistencia Pública está hoy, pues, en sosegada posesión de enorme caudal, con el que puede atender debidamente a innumerables necesidades de la porción doliente de nuestra sociedad.

La Iglesia tiene, por tanto, la honra inmarcesible e indisputable de haber iniciado y mantenido, a costa de incontables dificultades y heroísmos, el sistema completo de la beneficencia ecuatoriana.







Anterior Indice Siguiente