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ArribaAbajoCapítulo VIII

La educación pública


La escuela, artífice de espíritus, nació en el Ecuador en los brazos de la Iglesia, educadora por excelencia. Aquel lema divino, Id y Enseñad a todas las gentes, lema ecuménico en sus diversos sentidos, fue el blasón nacional de la Sociedad de las Almas en la Presidencia de Quito, a cuyo impulso fundó toda clase de planteles para atender a la formación de los diversos elementos que componían el «mosaico de castas» de la flamante patria.


ArribaAbajo I. Los primeros planteles


Primer plantel nace a la sombra de S. Francisco

La Orden Franciscana tiene la honra suprema de haber creado el primer plantel educativo, en condiciones que revelan, a más de su índole apostólica, su intuición pedagógica, su adivinación de las necesidades de una sociedad política que surgía con toda suerte de factores discordantes. Si bien la Iglesia ha tenido siempre alma demófila y si su liturgia y su dogma son esencialmente democráticos, porque en ellos vibra el espíritu más hondo de solidaridad en Cristo, cabeza del Cuerpo Místico, no cabe duda de que, entre sus instituciones, hay algunas en que ese espíritu de amor a los humildes, de mancomunidad con ellos, a los cuales tiene como representación de la persona misma del Divino Maestro, se hace más patente y visible. La Orden Seráfica no desmintió en el período hispano sus orígenes e inclinación populares; y uno, de los testimonios significativos de su vocación primigenia, en que resplandece la fisonomía eterna del Pobrecillo, fue la promoción de la cultura del indio. No atendieron inicialmente los frailes a la educación de niños españoles que con su riqueza podían conseguir los elementos indispensables; sino a la formación de los hijos de los nativos y de otros muchachos pobres o desamparados de la modesta ciudad. La primera fundación es, pues, de una escuela popular y gratuita, hecha a medida de la índole compleja, del carácter híbrido de la población.

En 1552 funcionaba ya el Colegio de San Juan Evangelista, apóstol del Amor. Este nombre basta por sí solo para patentizar el espíritu de inflamada caridad que movió a los Frailes Menores a promover   —217→   la erección del plantel. Fue su fundador el P. fray Francisco Morales, religioso oriundo de Soria, quien, en informe dirigido al Rey el 13 de enero de aquel año, le comunicaba que al establecerlo se había seguido la forma de Nueva España y que se contaba «todo el favor acá posible con el Visorrey Don Antonio de Mendoza y con el Obispo de Quito...»

Fin del Colegio era recoger y doctrinar «en las cosas de nuestra fe católica todos los naturales de la dicha gobernación y los demás pobres mestizos y españoles huérfanos y de otra cualquier generación que sean y aprendan dentro del dicho colegio el arte de la gramática, canto llano y de órgano y a leer y escribir y las oraciones de nuestra santa fe». Dos religiosos enseñaban allí: el uno, el arte de la gramática; y el otro el canto llano y órgano. La enseñanza era enteramente gratuita, «sin llevar ni interesar por ello cosa alguna». Funcionaba el plantel en la humilde casa franciscana. La parte destinada a él fue edificada, con la colaboración del vecindario, por «un Ramírez ermitaño».

El Colegio se había modelado, como ya dijimos, en la forma y estilo de los de Nueva España, de donde fray Jodoco venía: se vació, pues, en el troquel pedagógico que en México inmortalizó otro glorioso hijo de San Francisco, fray Pedro de Gante, «consanguíneo de fray Jodoco», según noticia, que ha pasado inadvertida, de Jiménez de la Espada, y nacido en la misma ciudad300. Por estas circunstancias, es muy probable que se comunicasen frecuentemente experiencias y resultados; y que la propia idea del Colegio partiese de fray Jodoco, primer guardián del Convento de los Menores en esta franciscana Capital.

¿Cuál era esa turquesa pedagógica? Transformar con el sentido teológico católico lo que de bueno tenía el folklore indígena:

«Entendiéndolos, porque los amaba -escribe elegantemente Ezequiel A. Chávez en su hermoso opúsculo sobre Pedro de Gante- conservó, transfiguró, sublimó sus artes pictóricas y sus danzas, su poesía y su música, con las que antaño enardecían ellos su ansia de infinito; y depurando ésta, puso al cabo y en lo alto de ella la límpida religión de cielo azul, de perdón y de amor, en vez de la roja religión antigua, de crueldad y de miedo301».






Colegio S. Andrés

No duró muchos años el improvisado Colegio de San Juan Evangelista. Alrededor de 1555, Gil Ramírez Dávalos, Gobernador de Quito, lo reedificó, lo bautizó con el nombre de San Andrés, en homenaje al Marqués de Cañete, Virrey del Perú, y recabó de la Audiencia de Lima que tomase al nuevo Instituto bajo su protección, le diera algunas rentas y mandase al Obispo y Cabildo de Quito que no estorbaran la concurrencia de los niños al Colegio,   —218→   a pretexto de otros menesteres. Así, por provisión virreinal de 4 de setiembre de 1556, se le adjudicaron por dos años los tributos del repartimiento de Alangasí; y por la de 4 de julio de 1559, a petición de fray Juan Gallegos, se le atribuyeron, por un cuatrienio, los del repartimiento de Pusuquí y Parapuro. En el tiempo intermedio (5 de julio de 1558), Hurtado de Mendoza confirmó la adjudicación del producto de la venta de un negro esclavo, hecha por el referido Gobernador.

Con tan escasas rentas era difícil que funcionase regularmente el Colegio; y por esto, el nuevo Virrey, conde de la Nieva, asignole el 27 de julio de 1562 la pensión de trescientos pesos anuales, que debían satisfacer las Cajas reales, en vez del odioso tributo de los indios, que una Cédula había prohibido adjudicar a los Monasterios. Mas, esa asignación no duró largo tiempo y resultó, en todo caso, insuficiente, ora para el mantenimiento de los alumnos pobres en el internado o semiinternado, ora para atenderlos en caso de enfermedad y proveerles de útiles escolares, ora, en fin, para el pago de los salarios de los profesores, por más que éstos ganasen irrisoriamente: 15 ó 20 pesos, o cuando más, 40 anuales. La Audiencia de Quito acabó por asignar al plantel, a petición del P. Juan Cabezas de los Reyes, su defensor y reorganizador, la cantidad de cuatrocientos pesos anuales, según disposición de 29 de abril de 1568. Estas vicisitudes económicas fueron parte para que el Colegio se suspendiera por un quinquenio, probablemente de 1563 a 68, y para que se cerrara definitivamente en 1581.

Ilustres religiosos, como Morillo, Villalobos, Obeso, etc., enseñaron en el San Andrés las primeras letras y los rudimentos de latinidad; pero esto, con ser mucho, no constituía lo principal. Los frailes descubrieron el genio musical y artístico de nuestros naturales y lo exaltaron y cristianizaron, por decirlo así. Los profesores de artes no fueron siempre españoles: muchas veces confiose la enseñanza a los propios naturales. Consérvanse los nombres de algunos: Diego Gutiérrez enseñaba canto y a tañer tecla y flauta; Pedro Díaz, canto llano, órgano, flauta y chirimías; Juan Mitima, sacabuche; Cristóbal de Santamaría, varias materias. Esos profesores tuvieron ayudantes, indios como ellos.




Escuelas normales

Los Colegios de San Juan y San Andrés fueron una especie de escuelas normales, en que se formaron maestros que difundieron el conocimiento de los rudimentos de las letras y las artes por todo el país.

«De aquí se ha henchido la tierra de cantores y tañedores, desde la ciudad de Pasto hasta Cuenca, que son muchas iglesias e monasterios entre muchas e diversas lenguas, entre los cuales los que aprendieron la lengua española en este   —219→   Colegio son los intérpretes de los predicadores y florecen entre los otros en cristiandad y policía», según el testimonio de fray Juan de los Reyes.



La Provisión de la Audiencia de Lima, fechada el 14 de marzo de 1561, reconoció que habían salido tan buenos alumnos del Colegio San Andrés, «que eran suficientes para enseñar ellos a otros».

En un informe contemporáneo se dice también:

«se les ha enseñado en el dicho colegio a muchos indios muchos oficios como son albañiles y carpinteros y barberos... y otros plateros e pinteros de donde ha venido mucho bien a la tierra y otras cosas así necesarias para su salvación como a su pulicia que no se escriben por prolegidad302».



Nada de monótono y árido tenía la enseñanza en ese plantel que era, a la par, instituto de previsión, casa de huérfanos, conservatorio, escuela de pintura y, sobre todo, troquel de civilización y superación para el indio. Alternábase la instrucción catequista y la enseñanza de la lectura y escritura con materias de amenidad: el canto y los instrumentos musicales, de modo de no fatigar la atención de los indiecitos y, antes bien, sostenerla y estimularla con creciente acicate. Constituía S. Andrés verdadera escuela activa, alegre y jubilosa, en que el indio no ocupaba papel meramente pasivo, como en muchos institutos de ogaño. La instrucción catequista se daba en forma gradual: sólo se pasaba adelante cuando el profesor estaba cierto de que el alumno comprendía de manera cabal lo que se le había antes enseñado.

Al mismo tiempo que se les impartía instrucción en las letras, se inculcaba a los naturales los rudimentos de la vida civil, despertando la conciencia de su dignidad humana, de su excelencia como criaturas de Dios, de su alcurnia de fin, no de simple, medio al servicio de los demás. Estaba prohibido, por ejemplo, en virtud de los sabios Reglamentos del Colegio, que los indiecitos durmiesen al ras del suelo: su cama había de estar levantada sobre él.

Parte principal del horario era la asistencia corporativa a la misa, en la cual los colegiales intervenían ora como acólitos, ora como cantores. De esta manera los alumnos salidos del establecimiento se convertían en excelentes colaboradores del párroco, a quien ayudaban en variadas formas.




Resultados gloriosos

Menos de un cuarto de siglo duró el colegio (1552-1563 y 1568-1581), y ese lapso bastó para dejar resultados duraderas. Sin el Colegio San Andrés no habría nacido nuestra escuela quiteña de arte, ni se habría formado la legión de pintores, escultores, maestros de arquitectura, etc., que hizo de Quito el relicario religioso que ahora admiramos, en cuya formación, si bien   —220→   intervinieron extranjeros de renombre, tuvo primacía el elemento nativo y criollo, educado en esa escuela, taller y fábrica, pues de todo tuvo en todo se mostró excepcionalmente fecundo.

De nuestro primer instituto de cultura, adaptado maravillosamente al genio y necesidades de una sociedad primigenia, puede decirse con exactitud lo que Chávez afirma acerca del plantel de Pedro de Gante, prenuncio y guía del nuestro:

«Escuela primaria, escuela secundaria, escuela industrial, escuela de buenas costumbres, de preparación para ser esposo y para ser padre, para servir al pueblo y servir a la familia; escuela de la religión nueva y del nuevo civismo; de nobles y bellas artes y de artes humildes; de lenguas vivas y de muertas lenguas; escuela de la acción, como hoy la llamaríamos en México; total y completa, modelo, fue la de fray Pedro, dos siglos y medio antes de que Juan Enrique Pestalozzi (1746-1827), hiciera su gran labor orientadora de la educación, por la acción; y tres antes de que Federico Froebel (1782-1852) declarase que "desde la más tierna infancia el ser humano debería ser dirigido hacia la actividad productora" y "habría de llevársele a pensar siempre en su actividad corporal concibiéndola en relación con su vida espiritual303."»



No ha cambiado en tres centurias el problema de la educación del indio; y los hombres doctos se preguntan si no sería aún tiempo de levantarle de su postración, de hermanarle con los otros sectores de nuestro pueblo, de atraerle espiritual y materialmente, restableciendo la admirable turquesa en que los fundadores del Colegio de San Andrés vaciaron la formación cabal y dinámica de los hijos de la raza conquistada.




El Colegio de S. Nicolás

Cuando los Frailes Menores se vieron en impotencia S. Nicolás de continuar su gloriosa obra inicial, antes que por razones económicas, a causa de la oposición que se les hacía, la Audiencia concibió la idea de encargar la enseñanza de los naturales, mestizos y blancos pobres a los PP. de San Agustín, que tenían local y tiempo disponibles para tal empresa. Surgió entonces el Colegio de San Nicolás de Tolentino que, bajo la dirección de virtuosos y doctos varones, como fray Gabriel de Saona, se consagró, siquiera por breve tiempo, a tan fecunda tarea, de conformidad con los métodos y estilo seguidos en el San Andrés. Cambiaron los dirigentes, pero el espíritu, el aliento apostólico, el troquel pedagógico, prosiguieron en San Nicolás. En 1583, el referido P. Saona, prior, y los PP. Miguel de la Vega; Francisco de Izurieta, Alonso de la Cruz, Agustín Rodríguez, Melchor Fernández, Alonso de Paz y Mariano Jorge alcanzaron del Rey la confirmación de su plantel.



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Nace la Escuela gratuita en brazos de la Iglesia

La enseñanza gratuita de los pobres nació y floreció, pues, a la sombra tutelar de la Iglesia, en forma y manera que constituyen anticipación esplendorosa de los cánones de la pedagogía moderna. Estos métodos se difundieron por todos los ámbitos del territorio de la Presidencia. La Relación que el 23 de enero de 1577 envió el Cabildo de Quito al Rey, nos permite rastrear la abundancia de escuelas parroquiales, imitadoras de los procedimientos y recursos pedagógicos del San Andrés, que hubo en las provincias de la Audiencia:

«En todos los repartimientos y pueblos declarados de suso, hay iglesias y monasterios en que se administran los santos sacramentos y se reza y enseña la doctrina cristiana a los naturales y en muchos de ellos hay escuelas fundadas en que se enseña a los naturales y huérfanos a leer, escribir, cantar y tañer».



En Quito, particularmente, todos los maestros seguían iguales sistemas de actividad amena y varia. En ese mismo informe se dice:

«Hay un colegio (el San Andrés) donde se enseña a los niños pobres y huérfanos y a los naturales, que todos reciben gran beneficio. Hay tres escuelas donde se avezan a leer y a escribir los niños de los vecinos y en ellas habrá de quinientos muchachos para arriba. Hay otras sin éstas en que se avezan los indios a lo que está dicho y a cantar y a otros ejercicios buenos y virtuosos, como es la latinidad y a apuntar y hacer libros de canto».



Los naturales no tenían, consiguientemente, sólo el San Andrés para su educación, sino otras escuelas; y en todas ellas el canto y la música eran parte del sugestivo y vivaz programa inaugurado por los hijos de San Francisco304.

Si hemos de atenernos a la célebre carta que el P. fray Antonio de Zúñiga O. F. M., envió al Rey don Felipe II el 15 de julio de 1579 y en donde pide el remedio de muchos excesos que se cometían contra los indios de la Presidencia, el número de escuelas y de alumnos de la ciudad de Quito era mucho mayor que el que aparece de la Relación del Cabildo. Oigamos al Vicario Provincial de la Orden de Menores:

«... es el caso que habrá en Quito más de mil y quinientas mujeres de Castilla y mestizas, y entre todas ellas no se hallarán ciento que críen a sus hijos, sino   —222→   que, en pariendo cualquiera que sea, le han de llevar una india que le críe su criatura; y así por lo menos no hay año que no entren en Quito trescientas y más indias; y la que una vez entra, no sale; y por esta causa está el pueblo lleno de indias e indios, de que no pocos pecados contra Dios se recrecen, sino díganlo las escuelas de Quito, a donde hay más de tres mil muchachos, y los dos mil son mestizos...305»



¿Quiénes dirigían esas escuelas? Probablemente, la mayoría de las bien organizadas pertenecía a las mismas Comunidades religiosas, aunque no lo digan los documentos señalados. En efecto, si hemos de atenernos al Memorial de fray Ignacio de Quezada, impreso en Madrid en 1693, apenas instituido el Convento Dominicano de Quito, «el primer cuidado de su religión fue, correspondiendo a su principal instituto de enseñar, dar principio a sus estudios...» La Escuela de la Caridad, fundada por los dominicanos y cuyo primer maestro había sido el hermano fray Pablo Pardo, llegó a tener en 1693 más de quinientos alumnos, pertenecientes, a todas las clases sociales, que recibían allí instrucción absolutamente gratuita.




La escueta rural

En las parroquias rurales, junto a la casa cural, nació por lo menos un esbozo de escuela de primeras letras y de aprendizaje del español, en cumplimiento de lo dispuesto en la Recopilación de las Leyes de Indias y en las Cédulas reales de 7 de julio de 1685 y 8 de agosto de 1686. No cabría pretender que tales escuelas tuviesen experimentados pedagogos. La mayor parte era atendida por el sacristán o maestro de capilla de la parroquia; pero aun así constituía un gran progreso que hubiese alguien encargado de cuidar de los menesteres elementales de la enseñanza rural. El Cura, en virtud de las propias Cédulas, era el inspector y severo fiscal de la enseñanza, así en su parte pedagógica, como en el aspecto doctrinal. ¿Quién podía hacerlo mejor dentro de lo incipiente de la vida campestre en nuestra Presidencia?

Aun en parroquias lejanas, como San Andrés Xunxi, había considerable cantidad de indios instruidos. La relación de fray Juan de Paz Maldonado dice a este respecto:

«Todos son cristianos bautizados, y van conociendo las cosas de Nuestra Santa Fe Católica. Predícaseles en la lengua del Inga, la cual entienden casi todos, y muchos de ellos saben la española y leer y escribir y tañer y cantar canto de órgano y llano. Confiésanse los enfermos y hacen testamento y dicen sus misas y ofrendan de lo que tienen». Relaciones Geográficas, Tomo III, pág. 151.



Hasta en la época de la decadencia eclesiástica, en el siglo XVIII, después de la expulsión de los jesuitas, la enseñanza primaria estaba casi totalmente en manos de la Iglesia. Así, según el informe de don José   —223→   Villamil, secretario de la Audiencia, emitido el 11 de agosto de 1769, todas las escuelas gratuitas estaban regidas por religiosos; las demás eran pagadas y tenían escasos alumnos. Las primeras estaban atendidas por los PP. de Santo Domingo, Betlemitas y San Francisco. Los directores eran los PP. Antonio de Ubidia, Francisco de Mera y Manuel de Betancourt, respectivamente.

No hubo en el período hispánico planteles exclusivamente femeninos. Mas, esa deficiencia la llenaban en gran parte, los Claustros. Así, según un precioso dato que, con su habitual benevolencia, se ha servido proporcionarnos el R. P. José María Vargas O. P., en la información sumaria practicada el 24 de marzo de 1614 acerca del estado material del Monasterio de la Concepción y de su estrechez, se refiere que había «muchas niñas hijas de los vecinos principales de esta ciudad que por criallas y enseñarlas en virtud las tienen allí enderezándolas a la Religión306».






ArribaAbajo II. La enseñanza eclesiástica

Al propio tiempo que la Iglesia se ocupaba con ejemplar solicitud y amorosos desvelos en la enseñanza de los naturales, mestizos y españoles pobres o huérfanos, atendía a otra necesidad, tan importante como aquella: la de formar sacerdotes que repartiesen el pan de la doctrina sagrada a los mismos indígenas. El Concilio Provincial Limeño de 1567 ordenó a los Obispos edificaran cuanto antes los Seminarios y Colegios de Niños mandados por el Concilio Tridentino; y el Ilmo. fray Pedro de la Peña, en obedecimiento a tal disposición, organizó un esbozo de Seminario Menor. Nació más humildemente aun que el Colegio de San Juan Evangelista, «a la puerta de la casa del Obispo»; y apenas si era atendido por un solo maestro, el de gramática, disciplina que, en el lenguaje de la época, significaba los rudimentos de humanidades. Habían convenido los religiosos con el Obispo, que el sueldo del profesor, Bachiller Juan González, lo pagasen a medias, ya que dicho bosquejo de Seminario servía a clérigos y comunidades. En carta al Rey los mercedarios afirmaban: «frailes de todas las Órdenes y seglares vamos a oír y oímos y aprovechamos». A González sucedió en la enseñanza de latinidad el presbítero Garci Sánchez, cuya cátedra la cerró, a título de patrón, o mejor dicho nominor quia leo, el Oidor Ortegón, a causa de las diferencias entre la Audiencia y el Obispo. Aquella puso, en vez de los clérigos, «a mozos familiares de sus   —224→   casas y que acompañan sus mujeres; porque con ésta satisfacen las obligaciones que les tienen», según escribió Lope de Atienza307.


Los Dominicos

Trasladado el plantel a la Catedral, sirvió la Cátedra de Teología el mismo fraile que la enseñaba en el Convento Dominicano, el P. Alonso Gasco, joven que ya había profesado en Lima. Para estimular al maestro, el mismo Obispo asistía a sus clases, cuando se lo permitían sus deberes de organización de la inmensa diócesis. Por desgracia, Gasco inspiró luego desconfianza. El Obispo Peña, que tanto le había honrado, le procesó el 20 de julio de 1571, por complicidad -que denunció el propio Gasco- en un celebérrimo caso, juzgado por el Tribunal del Santo Oficio en Lima: el de otro dominico, fray Francisco de la Cruz308.

El P. Gasco había sucedido en la enseñanza teológica dominicana al P. fray Rafael Segura. Tras él vinieron los PP. Juan Aller y Antonio de Hervias, más tarde obispo de Vera Paz y Cartagena de Indias, maestros de religiosos criollos tan eminentes como el P. fray Pedro Bedón y de sacerdotes seculares notables, como Diego de Lobato. La organización de los estudios en el Convento Dominicano de San Pedro Mártir debió de hacerse hacia los años de 1559 ó 60, por lo cual no cabe duda que esa Casa fue, como asevero el P. Ignacio de Quesada en su Memorial, la primera escuela de clerecía en el florentísimo reino de Quito.




El Seminario diocesano

A la muerte del Ilmo. señor de la Peña, el Cabildo Eclesiástico trató de afianzar la vida del Seminario, poniéndole bajo la dirección de los jesuitas y dotándole de considerable renta, el 3% de las entradas de los Curatos. Mas, los servidos por religiosos se excusaron de contribuir y la Audiencia, inclinada a ellos, les eximió de la obligación. En su parte intelectual, el plantel mejoró notablemente, porque se pusieron dos profesores de artes, los presbíteros Pedro Valderrama y Luis Remón. El Instituto no correspondió plenamente a los designios del Concilio de   —225→   Trento, que fincaba la reforma plena de la Iglesia en la renovación espiritual y cultural de esos planteles, para que fuesen, a la vez, luz de ciencia y foco de santidad.

A pesar del mejoramiento del Seminario, muchos sacerdotes se veían en la necesidad de concurrir al Convento Dominicano, por la magnífica enseñanza del quichua que allí se daba, en virtud de fundación de la Audiencia, confirmada por Cédula de 16 de setiembre de 1586. En dicha cátedra se pretendía habilitar a «los sacerdotes que hubiesen de tener doctrinas», a fin de que sin ella no pudiesen servir ningún beneficio, conforme al piadoso propósito real. Varones tan versados en esa lengua, como los PP. Hilario Pacheco, Pedro Bedón, Domingo de Santa María, etc., comunicaban sus conocimientos y, a la par, su celo por la defensa e instrucción del indio, a los clérigos que allí se formaban. El texto de enseñanza, según refiere el R. P. Vargas, era la gramática de fray Domingo de Santo Tomás, editada en Valladolid en 1560309.




Otras casas de educación

Los Conventos de Predicadores de Cuenca, Loja, Pasto, etc., fueron una especie de colegios de gramática y artes y, a veces, de rudimentos de teología que, dentro de las costumbres clericales de la época, se consideraban suficientes para la concesión de las Órdenes sagradas.

En el curso de artes del Convento de San Agustín se educaron también eclesiásticos seculares tan beneméritos cromo el doctor Miguel Sánchez de Solmirón, quien en teología fue alumno del P. Aller O. P. Así, los Comunidades e instituciones se daban la mano para completar lo que faltaba a cada incipiente centro cultural.






ArribaAbajo III. La segunda enseñanza


Los jesuitas docentes

Apenas establecida la Compañía de Jesús, en julio de 1586, durante la Sede Vacante, comenzó a dar los pasos necesarios para la fundación de un Colegio de segunda enseñanza, al modo de los que regentaba con opimos frutos en lugares más prósperos. Parece que, como cimiento del plantel, llamado al principio de San Jerónimo, se organizó apresuradamente una escuela elemental, quizás en la propia residencia de Santa Bárbara, asignada a los jesuitas, según actas del Cabildo Eclesiástico de 29 y 30 de julio de aquel año. Mas, a mediados de 1588, estuvo terminado el edificio para las primeras clases del Colegio, en el sitio adquirido al suroeste de la Catedral; y se fundó el curso de gramática. Fue rector el célebre P. Baltasar Piñas, quien, en la Congregación Provincial   —226→   de Lima, celebrada por los jesuitas en agosto del propio año, puso de manifiesto el adelanto que en breve plazo había tenido el establecimiento y el número de alumnos que acudía, estimulado por la fama de los nuevos educadores. Con este antecedente, solicitó el P. Piñas que la Congregación recabase del General la confirmación del acta fundacional, favor que se lo alcanzó en abril de 1591.

En 1590 abriose el primer curso de filosofía, que lo enseñó el Padre Juan de Frías Herrán, religioso docto que apenas frisaba con los treinta años y que cobró, como el P. Piñas, renombre de educador y apóstol de paz. Tuvo de alumnos a jóvenes de Quito y de lugares lejanos, especialmente de varias ciudades de Nueva Granada, y aun a religiosos de otras Comunidades. Nadie se creyó humillado al asistir a lecciones de esos afamados maestros, tan seguros en su doctrina como severos en su conducta.

La enseñanza era enteramente gratuita. Los alumnos internos, pagaban módica suma mensual por la alimentación que recibían, a pesar de que el Erario no daba a la Compañía ningún auxilio económico.




El Seminario de S. Luis

El 15 de junio de 1594 entró en Quito el santo obispo, fray Luis López de Solís, quien traía autorización del Virrey y del Provincial de la Compañía para poner el Seminario, como lo deseaba también el Cabildo Civil (sesión de 11 de julio), bajo la dirección de los religiosos que con lustre y abnegación excepcionales sostenían el Colegio. El nuevo Prelado obraba así, en fuerza, a la par, de disposiciones canónicas y, de mandatos regios. En efecto, el 22 de junio de 1592, el Monarca había expedido una cédula, en la que estimulaba al Obispo a fundar cuanto antes el Seminario y le encomendaba el gobierno del plantel, en el cual debían ponerse las Reales Armas en lugar preeminente, como reconocimiento del patronato universal que, según el referido documento, incumbía a los Reyes. Diose al nuevo instituto eclesiástico el nombre de San Luis; en homenaje al Fundador, quien se sirvió de todos los recursos disciplinarios que los Cánones le proporcionaban, a fin de compeler a los Curas, seculares y regulares, al cumplimiento de lo dispuesto por el Concilio Provincial de Lima, en orden al apoyo económico debido a los Seminarios.

Dotósele de «una muy buena casa, donde metí -escribe el Obispo- cuarenta colegiales con hábito pardo y beca de grana, hijos de conquistadores, y de la gente más principal de esta tierra y tan buenos estudiantes que pueden competir con los buenos Seminarios de España310». Esa casa era la contigua al Palacio episcopal, frente a la   —227→   actual iglesia del Sagrario; pero muy pronto resultó insuficiente. Después de estéril gestión, para ampliarlo con la compra de edificios vecinos, fue preciso permutar las casas adquiridas por los jesuitas con el local del Seminario, a fin de que este quedara junto al Colegio Máximo.

El Ilmo. señor Solís mandó edificar al lado del Seminario un departamento dedicado exclusivamente a los hijos de los Caciques, para que, instruidos en la religión cristiana, pudiesen difundirla luego entre sus congéneres. Las comunidades de indios le dieron tres mil pesos para esa obra; pero el Rey prohibió que en adelante se recurriese a tal arbitrio311.

El Obispo reservose insignificantes facultades sobre el plantel; y, por contraste, otorgó a la Compañía «todo el derecho que el Santo Concilio nos da así en lo temporal como en lo espiritual del Colegio». Prevenía de esta suerte conflictos e intervenciones indebidas en la órbita exclusiva de la jurisdicción eclesiástica:

«Ordenamos y mandamos, dice el Obispo en la Constitución fundacional, que mientras la Compañía de Jesús y Superiores de ella nos quisieren hacer esta gracia a Nos y a todo este obispado, de tener a su cargo el gobierno de dicho Seminario, no se le quite, como está capitulado; y pedimos y rogamos a los dichos superiores de la Compañía por la sangre de Cristo, y el amor que en Nos han conocido, no se exonere de él en ningún tiempo».



Dicho lenguaje, lleno de afecto y reverencia a los Hijos de San Ignacio, patentiza, a par, la santidad del admirable Prelado.

La excepcional previsión de Monseñor Solís, al apartar a sus mismos sucesores y a la Audiencia de toda intervención en el gobierno del Seminario, se confirmó con hechos dolorosos. El Estatuto, afortunadamente, señaló de antemano, en el respeto a la Constitución originaria, la vía del arreglo de cualquier desacuerdo.

Esta Constitución no fue expedida por el Obispo de manera apresurada. Lo hizo solamente el 29 de setiembre de 1601, o sea con experiencia de casi un lustró y medio, por lo cual poco o nada hubo que variar posteriormente. Tan sabios fueron los Estatutos, que más tarde los tomaron por modelo los Seminarios de San Bartolomé y Popayán en Nueva Granada y los de otras ciudades y aun lejanas, como Córdova en Argentina312.




Espíritu del Seminario

No fue nunca excesivamente abundante el número de alumnos: treinta y cinco o cuarenta: «que se fundaban muy bien en virtud y letras», a ejemplo de sus reputados   —228→   maestros y dentro de la turquesa, ya probada por los mejores colegios europeos, del Ratio Studiorum, en que Seminario y Colegio se troquelaban. El Seminario, como era natural, tomó el aire de una Casa de la Compañía, así por la severidad en los estudios, como por la hondura de la vida espiritual. Ya en el año de la expedición del Estatuto se pudo escribir que los Seminaristas «han tenido muchos Actos públicos de Artes; y este año de 1601 de teología escolástica, en que estaban presentes la Audiencia, el Obispo y la gente más grave de la ciudad, con tanta aprobación y aceptación de todos, que según su parecer, se pudiera tener y ser muy estimado en Salamanca». No iba, pues, la Presidencia a la zaga de España: los estudios andaban a igual nivel.

Los jesuitas obtuvieron cuantiosas donaciones para el Seminario. Fundáronse así veintidós becas destinadas la niños pobres, a más de las 24 que daba el Obispo. El Rey, por cédula de 23 de junio de 1676, añadió cuatro, por las cuales satisfacíanse quinientos pesos anuales de la Real Hacienda, y estaban reservadas a hijos de altos funcionarios. El Seminario no fue privilegio de una clase social, sino beneficio inestimable para todas. En esos planteles se fraguó el genio democrático de la nación, al amparo del espíritu de igualdad propio de la Iglesia.

La incipiente Colonia usaba y abusaba de la calidad de gratuito que el Colegio tenía; y muchos becarios, especialmente de fuera, dejaban de pagar aun sus gastos personales. Esta fue la razón por la cual el Obispo don Alonso de la Peña Montenegro amenazó con excomunión a todos los que, sin dar razones justificativas, dejasen el Colegio sin haber satisfecho previamente sus deudas para con él (provisión de 12 de octubre de 1661).

En 1604, Monseñor Solís pudo celebrar los triunfos del Seminario durante su primer decenio. En carta al Rey aseveró que del plantel

«han salido muchos clérigos virtuosos y con buena suficiencia que ahora son curas con grande aprovechamiento de los indios y descargo de la conciencia de Vuestra Alteza, aunque por no poder graduar, a causa de estar la Universidad de Lima distancia de trescientas leguas, se desaniman mucho los estudiantes y se entibian en el fervor de los estudios, viendo que no pueden alcanzar el premio proporcionado a ellos. Suplico a Vuestra Alteza se sirva mandar dar licencia para que se puedan graduar los dichos colegiales en Artes y en Teología por los privilegios de la Compañía, cuyos maestros les leen, que ellos y yo recibiremos muy grande merced».






Universidad de S. Gregorio

Aludía, a no dudarlo, el Obispo a las facultades que la Silla Apostólica había dado a los jesuitas, por bulas de 22 de octubre de 1552, 16 de agosto de   —229→   1561 y 13 de mayo de 1578, para graduar tanto a sus religiosos, como a sus alumnos, con las condiciones allí puntualizadas. Mas, dichos privilegios no se estimaron suficientes; y la Compañía recabó uno mayor o especial. Al fin, después de años de asiduas gestiones, por cédula de 2 de febrero de 1622, Felipe IV dio su beneplácito para la ejecución del breve pontificio dictado por Gregorio XV el 8 de agosto del año anterior, breve que autorizaba a los Obispos para graduar a los que hubiesen estudiado un quinquenio en los colegios de la Compañía de Jesús, siempre que en el mismo lugar no hubiere Universidad de estudios generales.

El 15 de setiembre del propio año 1622, el Provincial Florián de Ayerve presentó a la Audiencia de Quito el breve de Gregorio XV; y éste fue paseado y pregonado solemnemente, conforme a las costumbres de la época, por las calles de la ciudad a son de tambores e instrumentos músicos. Con estas demostraciones protocolares quedó constituida lo que se denominó Universidad de San Gregorio, instituto al cual las dos Autoridades habían otorgado el privilegio de conferir grados académicos.

Estimulados por la concesión al Colegio bogotano del Rosario de la facultad de graduar en Cánones y Leyes, los jesuitas gestionaron igual gracia para su Universidad de San Gregorio; y al efecto, ampliaron la enseñanza de Cánones en la Cátedra de Teología Moral. Mas, este recurso no fue aprobado por el Consejo de Indias (1681). Años después se autorizó la creación de las indicadas cátedras, a condición de que las desempeñasen seglares. Hiciéronse entonces arreglos económicos para la dotación del profesorado; y una nueva cédula, la de 5 de noviembre de 1704, estableció la paridad anhelada entre los Colegios de Bogotá y Quito, con tal que no hubiese gravamen para el Real Erario. En esta virtud, la Universidad y el Colegio de San Luis vinieron a tener las siguientes Cátedras: dos de latinidad, dos de filosofía, una de teología moral, dos de dogma, dos de Cánones y la de Derecho Civil, las cuales, como es natural, abrazaban varios cursos anuales, de acuerdo con los sistemas pedagógicos de la Compañía.

Nunca fue fácil la colaboración de seglares en una Universidad eclesiástica, a causa de las exigencias económicas de los primeros y de la falta de regularidad de la enseñanza. Por esto, en 1742, el P. Tomas Nieto Polo, Procurador de la Provincia de Quito, recabó, del Consejo de Indias la autorización, por ocho años, para que los profesores de Cánones fueran religiosos. En 1746, esta facultad, se convirtió en perpetua. Atestiguó así el Consejo de Indias que la enseñanza no podía mantenerse y florecer, entre nosotros, sino en manos eclesiásticas.



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Fundaciones en otras ciudades

El admirable resultado que dio el Colegio Seminario de San Luis, elevado por cédula de 18 de marzo de 1697 a la categoría de Colegio Mayor, movió a muchas ciudades de la Presidencia a procurar la instalación de planteles similares, a cargo de la misma Compañía de Jesús. Fue la primera la ciudad de Ibarra, cuya instancia mereció acogida de la Audiencia. El Cabildo de Quito representó al Rey en 1630 la conveniencia de que se permitiera el establecimiento de casas de jesuitas, «por el fruto grande que hacen con su predicación apostólica en las almas, así de los españoles como de los naturales...»; y por la necesidad de la instrucción cabal de los niños, jóvenes y naturales. Las peticiones tropezaron con el obstáculo infranqueable de las Reales Cédulas de 27 de octubre de 1626 y 22 de noviembre de 1645, que prohibían nuevas fundaciones, sin permiso del Monarca. Pretendiose aun impedir que se estableciesen hospederías, donde se alojaban los jesuitas cuando pasaban a misión; y hasta se alcanzó, alguna vez, permiso para derrocar las construidas313. Faltó a España programa preciso en cuanto al otorgamiento de las licencias de fundación, que fueron una especie de tela de Penélope, que se hacía y rehacía constantemente, según el ritmo de las pasiones circundantes, de los celos del regalismo, siempre puntilloso, y de los temores que tenía el Real Erario de que se le pidieran favores económicos. «Porque es cosa singular decía el P. Diego Abad al Rector; de Quito en 1 689 conceder el Consejo pleno una cosa y negarla el Rey, y después de negada, volver el Rey a concederla314».




El Colegio de Cuenca

Pese a todas las oposiciones, el Procurador de la Compañía, P. Francisco de Fuentes, alcanzó de la piedad real la cédula de 12 de marzo de 1632, por la cual se autorizó el establecimiento de dos casas, a condición de que los fundos que la Orden adquiriere para su sostenimiento pagarían el diezmo como otra cualquier propiedad, condición a que el Rector de Quito, P. Juan Pedro Severino, se allanó gustoso. En ejecución de dicha providencia, el 30 de marzo de 1638, autorizó la Audiencia la fundación del Colegio de Cuenca; y el 7 de abril siguiente, los célebres religiosos, PP. Cristóbal de Acuña y Francisco de Figueroa, tomaron posesión de los solares comprados al efecto. El 16 de diciembre de 1640 hízose cargo la Compañía del Colegio de Popayán. El Obispo, fray Francisco de la Serna, diole el mismo Reglamento que había probado ya su eficacia en el de San Luis; y el Consejo de Indias lo aprobó, quitando, eso, sí, -¡pequeñeces del regalismo!- el título de patrono al Obispo e introduciendo   —231→   otras reformas que delataban el espíritu de la covachuela que, a pesar del Catolicismo oficial, pretendía jurisdicción sobre la Iglesia.




En Popayán

Apenas hecha la fundación, tanto en Cuenca como en Popayán, se inició la enseñanza de gramática, la única posible dado el apremio de las circunstancias. Más tarde, en Popayán estableciose la Academia de San José, que constó de tres cátedras: la de filosofía, la de teología escolástica y la de moral. En 1710, siendo rector el jesuita guayaquileño P. Jacinto Morán de Butrón, inaugurose un nuevo edificio con su iglesia propia. A modo de base del colegio, funcionaba también una escuela de primeras letras, como ocurría en Cuenca. En este último plantel, nunca llegó, si no nos equivocamos, a establecerse el curso de filosofía.




Fundación del Colegio de Ibarra

En Ibarra, después de imponderables dificultades y transcurridos más de dos decenios desde la clausura de la residencia, logrose el 13 de abril del siguiente año, la fundación formal del Colegio, permitida por cédula de 19 de agosto de 1684. Su primer rector fue el P. Domingo de Aguinaga. Decimos formal, porque, apenas se abrió la Hospedería de esa ciudad, debió de crearse, aunque con cierto sigilo, algún curso o estudia por los jesuitas. Efectivamente, en el acta que el Cabildo de la ciudad celebró el 8 de abril de 1655 y en que se trató, a iniciativa del Corregidor don Francisco Enríquez de Sánguesa, de la destrucción de tal hospedería, se afirmó que «si se demuele, la juventud se hallará sin virtud y sin letras...», y, en consecuencia, se acordó suplicar al Rey sobreseyera lo dispuesto315.

La dotación del Colegio de Ibarra se debió a la munificencia de don Juan de la Chica Narváez. Nunca prosperó, sin embargo, debidamente, por diversas causas y, en especial, el paludismo. El Colegio se componía de una sección de primeras letras y otra de gramática; y costeaba aun los útiles escolares de los alumnos. La primera sección llegó a contar con doscientos alumnos; y la segunda con unos treinta.




Erección en Riobamba

Riobamba dirigió reiteradas instancias al Rey para que autorizase la erección del Colegio, gracia que se concedió, al fin, por cédula de 19 de julio de 1689. Mas, la Compañía, por falta de rentas suficientes, sólo permitió la apertura en los primeros años del siglo XVIII. Gran parte del capital de fundación la proporcionó un clérigo, el Maestro Pedro Pallón, cura de Licán. El Colegio costeaba, en todas partes, los útiles escolares, de modo   —232→   que la enseñanza resultaba íntegramente gratuita. La Cátedra de gramática fue muy frecuentada, en particular por los niños pertenecientes a la aristocracia de la villa. Bajo la dirección, ora de un jesuita, ora de un seglar, pero siempre sometida a la inspección de la Compañía, funcionó, al lado del Colegio, una escuela de primeras letras, como en Ibarra.




Colegio de Guayaquil

Aun más continuas y apremiantes que las de Riobamba, fueron las peticiones que hizo Guayaquil, desde 1688, a fin de alcanzar el Real permiso. El Ayuntamiento por iniciativa del Capitán don Jacinto Morán de Butrón, solicitó instantemente esa gracia; e ínclitos benefactores, entre los cuales descolló un virtuoso clérigo, que más tarde se incorporó a la ilustre Orden, don Juan Bautista de Herrera, dotaron al futuro plantel de pingües rentas. Empero, el Consejo de Indias sólo facultó la apertura condicionalmente. Al fin, una nueva cédula, la de 9 de setiembre de 1705, prescindió de manera hábil de la condición, sin dejar de recomendar su cumplimiento, con lo cual permitió que la Compañía se consagrara a sus ministerios, sin odiosas limitaciones en cuanto a su actividad económica, siempre enderezada al bien general. Por desgracia, cuando el Colegio de San Javier comenzó a prosperar, vino el incendio de 1727, que lo redujo a la indigencia. A pesar de ella, se mantuvo el curso de gramática, nunca muy numeroso, a causa de las predisposiciones comerciales de los jóvenes del Puerto. Junto al Colegio funcionaba también una escuela primaria, siempre bajo la vigilancia de la propia Compañía y, a veces, con maestros pertenecientes a ella.




Fundación en Loja

El último Colegio, desde el punto de vista cronológico, dentro del territorio que actualmente comprende nuestra República, fue el de Loja, cuya fundación tuvo graves vaivenes. Facultó la apertura la Cédula de 29 de octubre de 1727, obtenida por el Procurador P. Pedro de Campos; pero sólo años más tarde, allegada el capital necesario gracias a la largueza del Deán de Quito, Dr. José Fausto de la Cueva y del cura de Tixán, don Juan Francisco Rodríguez, comenzó el plantel su vida regular, sin que se eludiesen posteriormente ahoguíos económicos serios. Hacia 1750, con un legado de don Miguel de Valdivieso se fundó una escuela contigua de primeras letras. Pasaba el de Loja como uno de los más pequeños del país.




Ambato y Latacunga

Nada diremos de los de Buga, Panamá, etc., que pertenecían a la Provincia jesuítica de Quito; pero sí nos toca hablar, siquiera brevemente, de la residencia de Ambato.   —233→   El Rey autorizó, por cédula de 9 de agosto de 1747, la fundación en esa floreciente villa; mas, la Audiencia se denegó a permitirla. El P. Maugeri hizo considerables expendios para mejorar la residencia y preparar la erección del plantel, erección a que se resistía también el General de la Compañía, por falta de suficientes entradas. En el edificio construido, y en espera de que se estableciera formalmente el plantel, se tenía al menos el curso de gramática, al que concurría alrededor de treinta alumnos. Se fundó también allí un esbozo de instrucción primaria.

Instalado el Hospicio en Latacunga, abrieron allí los jesuitas escuela de primeras letras y clase de gramática; mas, en 1663 se cerraron ambas, a causa de la famosa cédula de 31 de agosto de 1656, que la Audiencia había diferido ejecutar, en previsión de gravísimos males para la educación de la juventud, evangelización de los naturales y santificación de las almas. En 1673 se estableció el Noviciado y junto a él funcionó el Colegio, compuesto, como era costumbre, de la clase de gramática y de copiosa escuela elemental.




Organización docente completa

Lo dicho manifiesta, sin lugar a duda, que los jesuitas establecieron, a todo lo largo de la Presidencia, una red de centros de cultura elemental y media que fueron los únicos hogares del progreso intelectual y moral del novel país. Esa red componía una organización jerárquica poderosísima, en cuyo último piso, a modo de cabeza y núcleo directivo, estaba la Universidad de San Gregorio. Sin dicha estructura, la Presidencia habría sido verdadero monstruo con un cerebro absorbedor de todas las energías intelectuales de la nacionalidad.

La educación en los colegios de jesuitas era absolutamente gratuita «para cuantos niños quisieran asistir a las aulas, fueran ricos, fueran pobres316».

Esta multiforme actividad de la Compañía no podía realizarse sin extraordinarios sacrificios. Las vocaciones ecuatorianas no bastaban para el objeto; y la Provincia de Quito tuvo que vencer, a trueque de imponderables dificultades; la terca resistencia que el Consejo de Indias ponía a la venida de religiosos extranjeros y a que los autorizados se dedicasen a menesteres diversos del de misiones. El P. Gaspar Cugia, Viceprovincial después de haber sido el fundador de la gran cruzada evangélica en Mainas, evidenció la necesidad de elementos de fuera, demostrando que «cada religiosa tiene ordinariamente la ocupación de cuatro. Todos andan afligidos y quebrantados». Sobre esas aflicciones y quebrantos se fundó la cultura intelectual de nuestro pueblo.

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Los jesuitas se preocuparon de establecer toda clase de recursos de progreso intelectual en esta escondida parte del Nuevo Mundo. Hacia 1762, promovieron la fundación de la Academia pichinchense, encargada de atender al cultivo de las ciencias físicas y especialmente, la astronomía. «Por desgracia, dice el Dr. Cevallos, apenas nacida... desapareció... a causa de la expatriación decretada contra dichos reverendos, sin habernos dejado otro trabajo que el arreglo del meridiano para el restablecimiento del reloj de sol de la Universidad que había padecido alguna alteración, procedente, a no dudarlo, de temblores de tierra317». En la Academia hubo toda clase de miembros: seculares y eclesiásticos.






ArribaAbajo IV. La enseñanza superior


Las Universidades coloniales

Para patentizar ordenadamente la grandiosa unidad de la obra educadora de la Iglesia, hemos tenido que alterar el orden cronológico. Viejo anhelo de Quito, anhelo casi coetáneo con el establecimiento audiencial, fue la erección de Universidad. En 1570, fray Pedro de la Peña; y en 1576, la propia Audiencia encarecieron la constitución de un centro de estudios generales, propicio aquel por muchos respectos y que debía ser el coronamiento natural de la labor que las Órdenes hacían para la estabilidad y brillo de su docencia. Otras ciudades se fundaban en la permanencia de algún sabio fraile de nuestra Presidencia, para ahincar en la conveniencia de la erección de Universidad. En efecto, la sociedad y Audiencia de Santa Fe, propusieron al Rey el otorgamiento de aquel beneficio, arguyendo que en el Convento Dominicano enseñaba, entre otros religiosos de ciencia y virtud, el P. Pedro Bedón, «fraile de muchas letras, religión y ejemplo de vida». ¿No había, pues, nuestra Capital de tener derecho a lo que otras pretendían? El propio P. Bedón escribió al Rey en 1598 para pedirle permitiese la institución de estudios generales en la Presidencia. Por su parte, el Ilmo. señor López de Solís se dirigió en el mismo año al Monarca; y en respuesta a esta representación, apoyada por el Cabildo Civil, exigió informe al Virrey y Audiencia de Lima acerca de si convenía fundar ese Cuerpo y dónde estaría mejor, si en la Provincia de Quito o en el Nuevo Reino de Granada. En la misma fecha, o sea el 29 de agosto de aquel año, solicitó también el Rey parecer de la Audiencia de Quito sobre dicha conveniencia y la renta que sería menester para la fundación.



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San Fulgencio

La primera en alcanzar de la Silla Apostólica la facultad de constituir estudios generales o Universidad, fue la Orden de San Agustín, que, por aquellos días había abierto el Colegio de San Nicolás de Tolentino y tenía para sus religiosos cursos de gramática y artes. La bula de Sixto V, Intelligente quam Domino grati, dio al Convento de San Miguel de Quito facultades de excepcional amplitud: en efecto, podía otorgar grados, no sólo a sus propios estudiantes, sino a los de otras Órdenes y a seglares. Empero, sólo el 20 de diciembre de 1603 se atrevió el Capítulo, probablemente a causa de dificultades económicas y del deseo expresado por el General de que el Instituto se limitase a los propios religiosos, a poner en ejecución la Bula y a acometer la tarea de abrir la Universidad de San Fulgencio. Era, a la sazón, Provincial el P. fray Agustín Rodríguez. El regio plácet tardó, sin embargo, algún tiempo en otorgarse (1622).

El personal docente estaba compuesto de sendos profesores de Dogma, Sagrada Escritura y de Artes. La gramática se suponía sabida por los aspirantes a la Universidad. Al Consejo General, forma do por el Rector y cuatro consejeros, incumbía la colación de grados, que podían ser los de Bachiller, Licenciado y Doctor en Teología y Derecho Canónico. Los frailes soñaban, a no dudarlo, con grandes progresos; por eso, los Estatutos fueron ambiciosos y establecieron aun el modo de conferir el doctorado en medicina, enseñanza que había de fundarse en Quito un siglo más tarde.

El 5 de octubre de 1775, el Visitador, fray Joaquín Izerta, limitó la concesión de grados a los religiosos agustinianos. Fue el primer paso para la supresión de la Universidad, que, efectivamente, quedó extinguida, por cédula real de 25 de agosto de 1786, expedida por Carlos IV, en que se le prohibió graduar aun a sujetos de la Orden. Se ha dicho que la Universidad agustiniana fue pródiga en concesión de títulos y que a esta facilidad se debió su rápido descrédito. Así lo afirma tan alta autoridad como el Ilmo. González Suárez318. Mas, los documentos publicados hasta aquí permiten colegir que aquella acusación es desmesurada. De 1679 a 1769, según el cuadro publicada por el doctísimo investigador don Jacinto Jijón y Caamaño, se graduaron solamente 56 individuos extraños a la Orden319. Y la circunstancia de que acudiesen a San Fulgencio personajes de la estatura científica y moral del doctor José Antonio Maldonado, hermano de don Pedro Vicente, para ganar la borla académica en teología (1729), bastan para presumir que el desmedro de la fama del Instituto no era sensible.



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San Gregorio

Si hemos de tener como fecha de erección la de la cédula real que, conforme a las costumbres regalistas, ponía en ejecución el breve pontificio correspondiente, la de la Universidad de San Gregorio precedió a la constitución de la de San Fulgencio; mas, de hecho, ésta antecedió a la de los jesuitas. La tercera Universidad de nuestra sabia y conventual ciudad, la de Santo Tomás de Aquino, vino mucho después. Tiempo es ya de relatar las etapas del nuevo alumbramiento con que se honró la multiforme maternidad intelectual de la Iglesia.




Los Dominicos y los estudios superiores

El Capítulo General de la Orden Dominicana, celebrado en 1650, mandó formar estudios generales en la Provincia de Santa Catalina Mártir, con el fin de salvar de la ruina los de letras. Empero, nada se hizo hasta el Capítulo Provincial de 1676; en que fue elegido Provincial un religioso de inquebrantable tenacidad en las cosas que emprendía, fray Jerónimo de Cevallos. Su primer paso consistió en comisionar al P. fray Ignacio de Quesada, nombrado procurador de la Provincia, para que fuera a Madrid a gestionar la licencia de fundación de un Colegio. Con tal propósito, presentose a la Audiencia una solicitud, en que se ponderó la conveniencia de establecer un plantel para seglares, donde se leyesen gramática, artes y teología y se enseñara la doctrina del Ángel de las Escuelas. Aquel Cuerpo informó el 1º de junio de 1677 que, efectivamente, el concurso de estudiantes al Colegio Seminario de San Luis era muy abundante y que con la emulación «se adelantarían los ingenios y crecería el lucimiento de las escuelas». Prometiose, además, que la constitución del plantel no sería gravosa a la Real Hacienda, una vez que los Dominicos tenían rentas para el objeto. El Obispo y Cabildo, en informes de 19 y 26 de agosto de 1681, contradijeron, por lo menos en parte, lo que antes habían sostenido; y expusieron que era innecesario el proyectado establecimiento, ya que para los seglares «hay el que está a cargo de la Compañía de Jesús, que atendía con todo cuidado y desvelo a la educación de la juventud en letras y virtud».

Armado de poderes de la Audiencia y del que le confirió la Provincia de San Antonino, a su paso por Bogotá, trasladose Quesada a Madrid y presentó un memorial, en cuya virtud el Rey, por cédula de 23 de marzo de 1680, pidió nuevos informes al Obispo y Audiencia. Emitidos éstos, autorizose el 10 de marzo de 1683, la fundación del Colegio de San Fernando. Previamente se había dictado el Breve que Quesada y el ex provincial Cevallos gestionaron ante el Papa Inocencio XI y que lleva fecha de 23 de junio de 1681.

Anduvieron tan afortunados y presurosas los dos frailes quiteños en sus gestiones ante la Corte, que el 30 de marzo del propio año   —237→   1683 obtuvieron otra cédula por la cual se declaraba que la intención real no era dilatar el establecimiento hasta la expedición de los Estatutos, encomendada por la anterior disposición al Presidente de la Audiencia y al Provincial Dominicano. Tocó al P. Maestro fray Bartolomé García, elegido para este cargo en setiembre de 1684, la honra de presentar a la Audiencia la cédula de fundación, a fin de que la mandase ejecutar. Deseoso de que el plantel se inaugurara en condiciones que atrajesen a la intelectualidad del país, mandó el P. García construir magnífico edificio en la plaza de Quito que lleva el nombre excelso del Fundador de la Orden; y, a fines de su período provincialicio, el local estuvo terminado. En los bajos comenzó de seguida a funcionar la Escuela de la caridad, por antonomasia, aunque todos los institutos primarios que corrían a cargo de Órdenes religiosas, eran igualmente gratuitos y aun había alguno, el de los PP. Betlemitas, en que los niños recibían los útiles escolares sin costo.




El Conflicto jesuítico-dominicano

No entra en nuestro propósito referir las dificultades que se presentaron para la apertura del San Fernando, a causa de la oposición de la Compañía de Jesús, formulada ante la Audiencia, a título de que con los privilegios conferidos al flamante plantel quedaba herida de muerte la Universidad Gregoriana. Baste decir que la resistencia concluyó, por lo pronto, con la Escritura de Concordia, suscrita en virtud de sagaz mediación del Obispo don Sancho de Andrade y Figueroa, entre los PP. Bartolomé García, Antonio Coronel y Pedro de la Barrera, por parte de la Orden Dominicana; y el P. Juan Martínez Rubio, por la Compañía. Según dicha escritura, cuyo texto íntegro no se ha publicado, los jesuitas renunciaron a su oposición, consintieron en la fundación del «San Fernando» y obtuvieron la precedencia para el «San Luis». Ambos planteles se comprometieron a graduar sólo a los alumnos que en cada uno de ellos estudiaran.

Gran éxito fue la suscripción de este célebre convenio, especialmente para los Dominicos, dice el ilustre historiador don Jacinto Jijón y Caamaño. Sin embargo, los PP. García y Coronel se presentaron ante un notario el 20 de junio de 1688, fecha en la cual, sin duda, se celebró la concordia; y dejaron constancia de que había sido forzada.

Abriose así nuevo período de tempestuosa polémica entre las dos eximias Órdenes. El Procurador de los jesuitas, P. Diego Francisco Altamirano, insistió tesoneramente en que su Instituto no se oponía a la erección del Colegio San Fernando, sino a la declaración de que este plantel era Universidad, como las de Lima o México, ya que ipso facto, desaparecía la de San Gregorio.



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Apertura del Colegio S. Fernando

El 28 de los mismos mes y año se verificó la instalación formal del San Fernando, con asistencia del Obispo, de la Audiencia, de los Cabildos y Congregaciones Religiosas y de los personajes de la ciudad, justamente esperanzados todos de que, con el estímulo de la competencia, brotaría nueva luz de ciencia y virtud en eso que se ha apellidado noche colonial y que, en realidad, fue claro amanecer de cultura, que podía parangonarse con el fulgor de ciudades universitarias más renombradas de América. Todas las clases tenían allí alimento para su apetito de saber: las afortunadas en la enseñanza media; las pobres en la escuela popular, que se reabrió con 170 alumnos, número que aumentó paulatinamente. La escuela dominicana fue, sin disputa, por muchos decenios, el plantel primario más acreditado y eficaz, a causa de la excelencia de los métodos pedagógicos.

Como Rector figuró nominalmente el propio promotor, fray Jerónimo de Cevallos; pero el efectivo fue fray Gabriel Lozano, con el título de Vicerrector. Los frailes, espoleados por la rivalidad, dotaron al establecimiento con los recursos necesarios y aun con valiosos elementos de ornato, que le dieron esplendor inusitado: colecciones artísticas, ornamentos magníficos, copiosa biblioteca. Nada faltó para que el plantel fuese digno de la gloria de los Hijos de Domingo de Guzmán. Varios religiosos cedieron de su peculio cuantiosos fondos para la provisión de cátedras: fray Bartolomé García, alma de la Provincia, donó diez mil pesos; fray Miguel Quintero once mil; fray Francisco de Obando, tres.

Según las Constituciones, los estudiantes debían oír tres años enteros el Curso de Artes y cuatro el de Teología. En cuanto al tiempo y cursos para ganar los grados en Cánones, Derecho y Medicina, se debía observar lo establecido en las Universidades de Lima y México. Estas tres últimas Cátedras fueron erigidas por cédula de 13 de febrero de 1693. Para la de Medicina, timbre máximo del San Fernando, contribuyó generosamente el Secretario del Colegio, Don Pedro de Aguayo, donando seis mil pesos y estableciendo, además, una beca de dos mil.




Universidad de S. Tomás

El P. Quesada, hombre de inexpugnable tenacidad, no paró hasta conseguir la constitución legal de la Universidad de Santo Tomás, culminación moral y jurídica del Colegio. Para alcanzar la meta de sus ensueños, se valió de la misma estrategia que le había dado excelentes resultados en su primer viaje: acudir a la fuente, que, en este caso, era la Silla Apostólica. Acompañado del Procurador General de la Orden de Predicadores elevó preces a la Congregación de Obispos y Regulares, el 15 de diciembre de 1684, con doble objeto: que Su Santidad se dignase de declarar que las Universidades del Convento de Santa Fe y del Colegio   —239→   San Fernando eran verdaderas y reales Universidades, como las de Manila, Lima y México, sin diferencia alguna y, consiguientemente, con todas las gracias que en 1681 se habían otorgado a la de Filipinas; y que si Su Santidad lo creyera necesario, erigiera de nuevo las dos Universidades y que los grados que ellas confirieran, se reputasen otorgados en Universidad Pública. La Sagrada Congregación aceptó las peticiones indicadas; y, en consecuencia, el Breve de 11 de abril de 1685, expedido por Inocencio XI, equiparó a la Universidad de Bogotá con los ya indicadas. En cuanto al Colegio de San Fernando hizo, según entendemos, la misma asimilación, pero con carácter simplemente temporal.

El Breve de Inocencio XI disgustó a la Corte de Madrid; y el Rey le negó el pase. En tal virtud, la misma Congregación, pretendiendo conciliar intereses, dictó una sentencia que en ambas partes causó extrañeza y protestas. Posteriormente, el 10 de junio de 1686, Quesada alcanzó otro Breve de Inocencio XI, por el cual se privaba a los jesuitas de la facultad de graduar en Cánones, que se les había dado años antes. La situación cambió radicalmente con la elevación al Pontificado de Inocencio XII, quien expidió dos decisiones favorables a la Compañía; mas, la otra parte no se satisfizo y continuaron las gestiones para obtener una solución que reconociera los derechos que cada cual juzgaba poseer. Al fin, el Breve de 23 de junio de 1704 impúsoles perpetuo silencio y estableció la perfecta igualdad para el otorgamiento de grados. El principio de libertad de enseñanza había triunfado al amparo del materno y ardentísimo celo de la Iglesia por la cultura pública320.

La Universidad de Santo Tomás tropezó con la falta de profesores competentes, entre los seglares, para las Cátedras de Leyes y, sobre todo, para las de Medicina. Era tanta la carencia de médicos en la Presidencia, que algunos clérigos y frailes tuvieron que dedicarse a esa rama del saber, con el fin de llenar el vacío, tanto en la Cátedra como en la atención a los enfermos. El mismo P. García, electo después para Obispo de Puerto Rico, parece que fue médico; y es seguro que lo fueron el Dr. Sebastián de Aguilar, presbítero, el P. fray Javier Calderón O. F. M., el hermano lego de la propia Orden, fray Manuel Pazmiño, etc. Los betlemitas Felipe Santiago de los Ángeles, José de la Cruz, José del Rosario, el P. Liria, etc., enseñaron largo tiempo, como ya se ha dicho. Discípulos, suyos debieron de ser esos médicos que enumera el P. Velasco con admiración: Portilla, Pazmiño, etc.





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ArribaAbajoV. Los estudios después de la expulsión de los jesuitas

Mientras existió competencia, el «San Fernando» mantuvo su esplendor. La expulsión de los jesuitas, si bien aumentó el número de los alumnos que concurrían a aquel centro, fue parte decisiva para el marasmo de los estudios. Y la misma mano que, a la chita callando, había aplicado la segur a los colegios y Universidad de la Compañía, expidió la Cédula de 20 de junio de 1800, que arrebató al «San Fernando» las prerrogativas de Universidad. Como Convictorio, bajo la dirección de sus habituales maestros, educó a la flor de los talentos ecuatorianos.

Mas, aún allí ponía el Poder Civil, con uno u otro pretexto, su inhábil mano. So color de que la instrucción era rutinaria, el Barón de Caron de Let encomendó la reforma del plan de estudios de Derecho al Dr. Juan de Dios Morales Leonín, y la del de filosofía al Dr. Luis Quijano, patriota como aquel, quienes cumplieron su cometido a satisfacción del célebre Presidente (1803)321

Antes que plan de estudios, el de Quijano es guía bibliográfica para la enseñanza; y revela, como todos los documentos de la época, amor a la religión católica y confusión en las ideas. Por una parte, se mandó quitar de los textos todo lo disonante con el Credo tradicional; por otra, se recomendaron autores inseguros o peligrosos, que no se debían poner, sin temeridad, en manos de profesores y menos en las de alumnos.

En obediencia a los consejos contenidos en dicho plan, se promovió la primera oposición a la Cátedra de filosofía del San Fernando. Dos fueron los opositores y ambos dominicos: los PP. José Falconí y Manuel María Rodríguez, el segundo de los cuales alcanzó el triunfo y las recomendaciones del Presidente, quien quería que se enseñara «filosofía moderna» y no la peripatética322.

Salidos los jesuitas, se pretendió mantener, a lo menos por de pronto, la Universidad de San Gregorio; y al efecto se confiaron las principales Cátedras a franciscanos doctos que ya habían enseñado con   —241→   brillo en el colegio de S. Buenaventura323 y a dos clérigos las de gramática, continuando los profesores seglares en las de Cánones y Leyes. El rectorado lo tuvo el Canónigo Maestrescuela de la Catedral de Quito. Los frailes menores, encargados de las referidas Cátedras, fueron los PP. Gregorio Enríquez de Guzmán, Vicente de Jesús Médicis, Antonio Baca, Mateo Pérez, Isidoro Puente y Manuel Corrales; mas, algunos de estos no perseveraron en el magisterio. En 1769 enseñaban los PP. Puente, Baca y Francisco Graña.

Ese arreglo duró poco tiempo. En fuerza de la Cédula de 9 de julio de dicho año, extinguiose la Universidad. La Junta de Aplicación de Temporalidades, encomendada de resolver todo lo relacionado con la Orden expulsa; trasladó, en peregrino y desatentado afán de refundición, la Universidad de Santo Tomás al Colegio Seminario de San Luis. Esta medida, dictada el 23 de agosto de 1776, fue aprobada por el Rey diez años después, el 4 de abril de 1786.


La nueva Universidad

Quedó así constituida como único instituto superior, en posesión del monopolio docente, la Universidad de Santo Tomás, con el plan de estudios, harto desdichado, que, en virtud del encargo del Presidente Muñoz de Guzmán, redactó el Obispo de Quito. Ilmo. señor Calama, (1791), plan que el Consejo de Indias desechó. Los Estatutos habían sido aprobados provisionalmente por el sucesor de Muñoz de Guzmán, Villalengua, en 1787: los redactaron los Dres. Melchor Ribadeneira, catedrático de Cánones y Pedro Quiñónez de Cienfuegos, profesor de prima de Leyes. El primer Rector fue un personaje de insigne abolengo cívico, el doctor Nicolás Vaca y Carrión; y aunque la mayoría del cuerpo magisterial se compuso de seglares, la Orden Agustiniana tomó una cátedra de teología dogmática, cuyo titular fue el P. Próspero Sánchez. Posteriormente, los Dominicos, en cumplimiento de real cédula de 1800, volvieron a dictar las cátedras de gramática, filosofía y teología, reparándose así, siquiera parcial y tardíamente, su derecho.

Dicha cédula nos da a conocer que los propios catedráticos de teología y filosofía habían informado al Rey «del desmayo y decadencia de las letras que en ella se advertía», ya por causa de la separación de su rector, ya por la inasistencia de las «Casas literarias» -término significativo con que se denominaba a las Comunidades-, con excepción   —242→   de los mercedarios, a los actos públicos de la Universidad. La falta de emulación había llevado la muerte a la enseñanza pública. Dictáronse órdenes reales para obligar a los dominicanos a concurrir a los actos universitarios; pero todo fue estéril. La ruina de los estudios no podía ser más profunda. En su pedantesco lenguaje, el Ilmo. señor Pérez Calama decía que la «Universidad está en las mantillas de papel de estraza324».

En homenaje al carácter y origen de los Institutos docentes refundidos en la nueva Universidad de Santo Tomás, dispuso el Rey que el rectorado se alternara entre un eclesiástico y un seglar. Esto fue parte para que el plantel estuviese presidido por doctos sacerdotes, como José de Cuero Caicedo, Pedro Gómez Medina, Tomás Yépez, Joaquín Anda, Manuel José Caicedo, Joaquín de Sotomayor Unda, José Manuel Flores, fray Manuel Cisneros O. P., José Camacho, Nicolás Joaquín de Arteta, José Miguel de Carrión, José García Parreño y Pedro Antonio Torres, que rivalizaron en celo por el saber con los más afamados seglares de la época. Y era tal la inopia de estos últimos elementos, que se prescindió a menudo de la estatutaria alternativa para elegir sólo a eclesiásticos...

En la Universidad se pretendió mantener la cátedra de Medicina que, con tanta gloria suya, habían inaugurado los Hijos de Santo Domingo en el San Fernando. Mas, no pudo conservarse largo tiempo, a pesar de que los estudios eran cortos, apenas un cuatrienio, y, superficiales. El plan de estudios, formulado por el Ilmo. señor Calama, tenía en este punto incomprensibles extravagancias, pues la anatomía, base de los demás conocimientos, se enseñaba en el cuarto curso. En 1800, la Facultad Médica estaba ya clausurada: los pobres de los facultativos no podían vencer la malhadada costumbre social de recurrir a empíricos de ambos sexos y, especialmente, del femenino.




El Seminario

Al principio no padeció detrimento grave el Seminario con la expulsión de los jesuitas. En el mes siguiente, abriose el plantel bajo la dirección del canónigo doctoral Ilmo. señor José de Cuero y Caicedo. Sacerdotes acreditados se prestaron a colaborar con ese venerable personaje. Mas, tan halagadora situación duró poco: la torpeza del regalismo, doblado en ceguera por la salía contra la Compañía, incluyó en la confiscación de los bienes de la Orden suprimida, los pertenecientes al Seminario, el cual quedó cerrado hasta 1776. Los Ilmos. Sres. Carrasco y Minayo tuvieron que reclamar varonilmente contra esa arbitrariedad, logrando, al fin, en 1783, la devolución de las fincas y rentas del sagrado Instituto. El primero acometió la ardua empresa de reorganizarlo; y al efecto expidió el   —243→   auto de 3 de enero de 1786. El Patrono se reservó el derecho de nombrar rector, a propuesta del Obispo. ¿Podía llamarse eclesiástico un plantel en que el Prelado carecía de plena jurisdicción? La desembocadura natural de estas intrusiones fue el decreto de secularización del Colegio, verificada por cédula de Carlos IV, datada el 29 de agosto de 1801.

Poco antes, un ilustre clérigo, el doctor Miguel Antonio Rodríguez, había comenzado a transformar la enseñanza de artes en el Seminario con gran predicamento. No sólo enseñó la genuina doctrina filosófica, sino que sistematizó los estudios de álgebra, geometría, cosmografía y física, dándoles extensión desconocida en los colegios de la Presidencia.

Después de la secularización, leyó el curso de artes un joven de precoz talento, el doctor José Mejía Lequerica, que revolucionó la instrucción de las ciencias naturales. En 1803 dedicó Mejía el certamen de física y botánica al sabio clérigo español don José Celestino Mutis, cuyo elogio hizo Caldas. En carta que éste escribió a aquel el 6 de julio le decía: «El concurso fue lucidísimo; asistió en cuerpo la Universidad, las Comunidades religiosas y nobleza, españoles y americanos, grandes y pequeños, ignorantes y sabios, todos han aplaudido y se han regocijado al ver publicadas las glorias de Mutis325». La Iglesia se complacía en honrar a los sabios, olvidando la reciente injuria de la secularización del plantel, en donde se habían educado, para Dios y la patria naciente, tantas generaciones de adolescentes quiteños.




Bibliotecas religiosas

Índice de la ilustración de un pueblo son las bibliotecas; y las de las Comunidades religiosas eran copiosísimas y selectas. Escuchemos a González Suárez:

«En los Conventos había bibliotecas formadas con laudable competencia por los frailes, que, mediante sumas considerables de dinero, las habían logrado acrecentar y enriquecer con obras raras y valiosas: la entrada a estas bibliotecas era accesible a todos, pues los religiosos no sólo no negaban la entrada a ellas, sino que se complacían en franquear a todos los tesoros científicos y literarios que en ellas poseían. La más rica en obras magistrales de ciencias eclesiásticas era, a no dudarlo, la del convento máximo de San Francisco; el Padre fray Ignacio de Quesada gastó una suma muy crecida en la formación de la biblioteca del colegio de San Fernando, para la cual compró en España, en Francia y en Roma, muchísimos volúmenes de obras valiosas, buscándolas y escogiéndolas personalmente, sin ahorrar viajes ni sacrificios de dinero; para la Recolección del Tejar se proveyeron también los mercedarios de una biblioteca selecta y numerosa, enriqueciéndola no sólo con una colección casi completa de los Santos Padres, en la edición maurina, sino con libros de ciencias naturales y de matemáticas, entre los cuales el sabio   —244→   colombiano Caldas se sorprendió agradablemente encontrando las Memorias de la Academia de Ciencias de París, que entonces no se poseían en Bogotá326».



En este «océano de Indios», como apellidaba desdeñosamente a Quito y a la Presidencia el erudito granadino, encontró «exquisitos libros y en gran copia327»; y no acababa de admirar «cómo ha podido venir tanto libro bueno». En otra carta confiesa que «hay más copia de buenos libros aquí que en Santa Fe». ¿Quiénes habían sido los principales introductores de esa riqueza intelectual? Las Comunidades y sus planteles. Con su estímulo, los particulares rivalizaron igualmente en gusto y amor entrañables por los amigos y consejeros del alma, los libros.

La espléndida de la Compañía de Jesús328 se convirtió en la primera biblioteca pública de la Presidencia; y su Director fue el Precursor, don Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo. No se perdió, pues, para la nación el acervo cultural acumulado por los Hijos de San Ignacio; pero los manuscritos e inéditos que componen el patrimonio filosófico y literario de los jesuitas ecuatorianos, labrado con imperecederos sacrificios durante dos centurias de labor docente, han quedado hasta hoy sepultados en el olvido y, en parte, han desaparecido de las untuosas manos de la covachuela ecuatoriana...




Destrucción de la obra de la Compañía

Ni siquiera se logró mantener el considerable número de planteles de enseñanza primaria o media que la Compañía dirigía. Nadie procuró volverlo a abrir, a pesar de que el Rey, al extrañarlos, había prometido que no se echaría de menos su falta en ningún campo. Las rentas confiscadas se emplearon en otros objetos y la cultura, ¡ay!, padeció definitivo ocaso. El jacobinismo regalista estaba de triunfo.

Otro inmenso mal se derivó de la supresión de la Compañía, el de la desviación de la índole y criterio de la enseñanza, sobre todo en lo concerniente al Derecho y Cánones, cátedras que se transformaron   —245→   en turquesas de absolutismo religioso. Sus consecuencias fueron al extremo de que, según observa el Ilmo. señor González Suárez, «la verdad llegó a causar escándalo hasta a los buenos329».




La imprenta y los jesuitas

Íntimamente relacionada con la cultura pública está la introducción de la imprenta. Debiose ésta también a la Compañía, de Jesús y, especialmente, a los PP. Procuradores de Quito, Tomás Nieto Polo del Águila y José María Maugeri, escritor y apóstol éste que se había propuesto a todo trance realzar la residencia de Ambato y convertirla en Colegio, seguramente porque columbró la importancia que debía tener la villa. El 3 de diciembre de 1740, presentó al Consejo de Indias el P. Diego de Torres, procurador de la provincia de Nueva Granada, a nombre de ésta y de los procuradores de Quito, la solicitud de licencia para llevar imprentas a esta ciudad y a Santa Fe, con el fin de dar a luz libros adecuados a los colegios, misiones y fomento de la piedad. Despachola el Fiscal, proponiendo se la otorgara «con la calidad de que antes de imprimir cualquier libro hayan de preceder las aprobaciones y licencias acostumbradas y prevenidas por las leyes»; mas, el Consejo desechó la petición el 16 de febrero del siguiente año. Los PP. Polo y Maugeri decidieron entonces que presentara nueva solicitud un joven quiteño que habían llevado consigo, Alejandro Chaves Coronado; y tuvieron la suerte de que el Consejo de Indias no pidiese informe a los funcionarios de Quito, sino al ex Presidente de nuestra Audiencia, don Dionisio de Alcedo, quien dictaminó favorablemente (6 de setiembre de 1741) y deplorando que la Presidencia estuviese rezagada, en cuanto a esta mejora pública, respecto de otras provincias mayores de América. El 11 del propio mes concediese la licencia solicitada330; mas, cuando el testaferro Chaves Coronado se preparaba a regresar con la imprenta de que aparecía dueño, falleció en el puerto de Santa María. Dificultose así, según conjeturamos, el despacho; y, tal vez para facilitarlo, Raimundo de Salazar celebró contrato de arrendamiento de la imprenta con la madre de Chaves Coronado. La imprenta llegó a la residencia de Ambato por el año de 1754 y al siguiente se dio a luz el primer trabajo. Fue tipógrafo el hermano jesuita, natural de Hamburgo, Adán Schwartz, quien inició en el arte al maestro Raimundo de Salazar y Ramos. En 1759 la imprenta fue trasladada al Colegio Máximo de San Luis.




Conclusiones

De todo lo dicho podemos inferir: 1.º que la Iglesia creó todos los planteles de importancia social que tuvo la Presidencia en el periodo hispánico; 2.º que la labor docente de la   —246→   Sociedad de las Almas abrazó los diferentes escalones y grados de la cultura, es decir se caracterizó por su índole eminentemente jerárquica, desde la escuela primaria hasta la Universidad y la enseñanza especial; 3.º que los diversos establecimientos fundados por las Comunidades religiosas en beneficio del pueblo fueron gratuitos. La Iglesia, pues, se anticipó a la época moderna en esa obra de insigne beneficencia en favor de las clases humildes; y 4.º, que la pedagogía implantada para la instrucción del indio tuvo un valor eminentemente activo y civilizador, que tendía a despertar, no sólo las facultades del niño, sino la conciencia de su dignidad humana.

La obra educativa de la Iglesia quiteña está, por esos criterios y caracteres, a la altura de la que se realizó simultáneamente en provincias más importantes, tanto desde el punto de vista político como del económico. Esto demuestra que no vaciló en hacer, en servicio de la Presidencia, cuantos sacrificios estuvieron en su mano para que ocupase lugar preeminente entre sus hermanas.

Las guerras de la Independencia y su triste secuela, la pobreza, llevaron la educación pública, a su máxima decadencia. De ella trató de sacarla el insigne patricio don Vicente Rocafuerte, el primer organizador del ramo en nuestra patria. Mas, sus afanes escollaron en Virtud de diversas circunstancias y, ante todo, de la inopia fiscal y los prejuicios regalistas. Para acometer la reforma educativa, crear el número de planteles necesario, traer maestros europeos, transformar rancios métodos pedagógicos, era menester un varón sabio, de alma profundamente religiosa, que comprendiera el genio nacional y que lograra en Europa ascendiente capaz de vencer las naturales prevenciones contra un medio pequeño y atrasado. Ese varón fue el Presidente García Moreno, que llevó a cabo una revolución intelectual vasta y profunda, la mayor, sin duda, que se ha contemplado en América, ora por su audacia, ora por su extensión e intensidad a la par, ora por su exiguo costo.

La obra de García Moreno tuvo otro mérito imperecedero: reanudó la tradición nacional y afirmó en ella cada uno de sus eslabones y conquistas. Su quicio invulnerable e indeficiente fue el ideal religioso patrio, encarnado en todas las instituciones que el gran estadista estableció para resolver el problema de la rehabilitación de la enseñanza pública. Por eso, la reforma garciana vino a robustecer las bases de la nacionalidad, no a trastornarlas. El progreso, para ser fecundo, tiene que asentarse sobre fundamentos históricos indestructibles.







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