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ArribaAbajo Capítulo IX

Ensayos de emancipación



Formación cívico popular

Hemos llegado a uno de los títulos imperecederos de gloria de la Iglesia: la preparación del Ecuador para la independencia, que no fue entre nosotros obra de un día, sino resultado de secular educación del pueblo.

Es indudable que todos los factores de las colonias americanas tuvieron, desde el primer día, dirección precisa y uniforme: la de la emancipación. La labor municipal, que contribuía a dar a los ciudadanos experiencia de los negocios cívicos primarios; la gestión de las Audiencias, fuerza unificadora central que hermana las energías nacientes de la nacionalidad; las rivalidades entre criollos y nativos de la Península; la incomprensión por el Consejo de Indias de numerosos problemas peculiares de América; las tendencias repelentes de la nueva dinastía española inficionada de ideas centralizadoras; todo, todo, contribuía a crear ambiente propicio para la irradiación de las ideas de libertad. Mas, estos factores habrían sido estériles o hubieran tenido un ritmo sumamente despacioso y tardío, si la Iglesia, alma y vida de las instituciones americanas, hubiese sido hostil a la separación oportuna de la Metrópoli.

Al decir esto, no pretendemos justificar los diversos pasos que el Clero ecuatoriano dio en diferentes coyunturas para apresurar la ruptura de los vínculos con la «Patria Madre», como llamó a España el Cabildo quiteño, juntando así y contraponiendo tempranamente, a la vez, dos elementos: la patria chica y la gratitud filial a la excelsa nación que aquí había transfundido sus criterios inmortales. No; lejos de nos otros la idea de canonizar los acontecimientos: nos basta con dejar constancia de su oculta, pero segura tendencia hacia la disolución de los nexos creados por la acción de España.




Rebelión de los Pizarros

El primero de estos acaecimientos significativos fue la rebelión de Gonzalo Pizarro. Dos espíritus antagónicos, encarnados en la persona de Pizarro y en la del Virrey Núñez, respectivamente, lucharon entonces: el de libertad local y el de respeto, a las instituciones creadas en 1542 por España con el fin de implantar la justicia social en el Continente.

No cabe duda de que hubo eclesiásticos en ambos campos. En el del Virrey, vemos, entre otros, al presbítero Diego de Tapia, al mercedario   —248→   fray Bartolomé Montesinos, que sirvió de mensajero al representante real, a su hermano de hábito Fray Alonso Correa y a todos los conventuales de Portoviejo, a los dominicanos con su provincial, el P. fray Gaspar de Carvajal, antiguo Vicario de Quito. De parte de Pizarro estuvieron los más audaces, cual ese tristemente famoso Padre Pedro Muñoz, el arcabucero, más militar que fraile, descontento por la privación de encomiendas a los monasterios; y también -cosa en extremo significativa- los de mayor influencia popular, como algunos de los propios mercedarios y, sobre todo, el P. fray Jodoco Ricki, si bien respecto a éste hay testimonios y documentos contrastantes. Consta, por un lado, que comunicó al Virrey las fuerzas con que contaba Pizarro y le ofreció hospitalidad en su convento331; y, por otro, su estrecha amistad con el caudillo rebelde. «Era su aficionado», según decir de Gutiérrez de Santa Clara332. Se ha aseverado que Ricki llegó a aconsejar a Pizarro que desconociera la autoridad imperial y se hiciera coronar por rey. Según el Ilmo. González Suárez, hubo eclesiásticos que «predicaban en los templos... en alabanza de Gonzalo Pizarro, ensalzando sus méritos, y recomendando al pueblo cristiano, en la casa misma de Dios y entre los divinos misterios, los proyectos de engrandecimiento del afortunado caudillo...333»

El P. Las Casas culpó a los mercedarios el fracaso de las Leyes Nuevas; y aunque esta incriminación sea exagerada, no cabe duda de que los frailes de esa Orden fueron, sobre todo al principio, los más fervorosos en la defensa de Pizarro, que había tomado bajo su protección en varios de sus conventos y, en particular, el de Quito, para cuya erección donó Gonzalo en 1546 mil quinientos pesos y unos solares pertenecientes a su hermano Francisco. Sin embargo, el Comendador de Quito y varios otros estuvieron por el partido del Rey334. Algunos de esos mercedarios, después de haber seguido las banderas de Pizarro, se pasaron al de las Leyes Nuevas, como aquel para nosotros célebre P. Gonzalo de Benavides o de (Tala) Vera, que acompañó al dominicano fray Gaspar de Carvajal en su entrada al Oriente y que perdió la vida ahorcado por el Demonio de los Andes, después de la batalla de Guarina. Acusose a Vera de haber conducido correspondencia de La Gasca335.

Pedro de Puelles mandó poner en cepo a un franciscano por conjeturas de que traía instrucciones del mismo La Gasca para sacar de Quito a fray Jodoco Ricki y otros religiosos favorables a Pizarro, lo cual   —249→   hace colegir que éstos amaban ya la nueva tierra y no querían dejarla. Y aunque después de la muerte de aquel funesto tirano, los Oficiales Reales y el pueblo juraron ante el Sacramento, el día de Corpus Christi de 1547, «servir bien a su Rey y sustentar con todas sus fuerzas esta provincia de Quito para que otra vez si posible fuera no venga a poder de tiranos», la semilla de la libertad quedaba plantada en suelo propicio.

La intervención de fray Jodoco336 revela que no eran el amor al medro, ni el simple afán de oponerse a las disposiciones reales, encaminadas a imponer un poco de justicia social en pro de los indios, los fundamentos del apoyo de clérigos y frailes a Pizarro. ¿No sería parte más bien, la convicción de que las Nuevas Ordenanzas debían brotar de conocimiento cabal de las circunstancias y necesidades de América? ¿No influiría asimismo el criterio de que la aplicación de las leyes, por justas que sean en principio, ha de hacerse con maña y maleabilidad para no causar daños insuperables?




Revolución de las Alcabalas

Cuarenta y seis años habían decurrido desde la batalla de Iñaquito, donde pereció el Virrey Blasco Núñez, cuando llegó a Quito la cédula Real de 19 de noviembre de 1591, en que se imponía el gravamen de las alcabalas, o sea el 2% sobre el precio de todas las ventas. El Cabildo acordó, por unanimidad de sufragios, representar a Felipe II que eximiese a la desvalida Presidencia de aquella gabela, y suplicar a la Audiencia de Quito y al Virrey que, mientras el Monarca resolviese lo conveniente, suspendieran el cobro. Se dirigió también a los Cabildos de otras ciudades para que coadyuvasen en esa gestión; mas, el de Guayaquil aceptó de plano el gravamen y el de Cuenca, después de algunas indecisiones, convino también en satisfacerlo. Tal actitud estimuló al Presidente de la Audiencia, Barros de San Millán, para mantener su propósito de llevar a la práctica la Real disposición, lo cual exasperó al pueblo quiteño, dirigido por un encomendero Ruiz, «de poca cordura y menos experiencia, que no sabía de limpiarse las narices», según dice el Ilmo. Sr. Lizarraga337. La promulgación del bando en que se anunciaba la iniciación del cobro fue parte para que se declarara el incendio preparado a la chita callando. La sociedad hizo nuevas e inútiles representaciones a la Audiencia; y para prevenir otras, ese alto Cuerpo dispuso, aunque sin fruto, que no se acudiera en masa a las Casas Reales. La desaconsejada prisión del procurador del Ayuntamiento, Alonso Moreno Bellido, llevó al extremo la ira popular. Ingente muchedumbre acudió al Presidente para pedirle explicaciones de tal medida; y como se resistiera   —250→   a darlas, la turba se lanzó a liberar al preso. El Presidente recabó entonces el auxilio del Virrey para restablecer el orden; y cuando el Cabildo y el pueblo juzgaban ya que el impuesto no se aplicaría, porque muchas otras ciudades de América habían logrado, según se decía, que se sobreseyera su recaudación, llegó la noticia de que el Virrey enviaba con fuerzas suficientes al Gral. Pedro de Arana, «hombre sustancial», de «condición entre áspera y humana338», noticia que causó general alarma y movió la muchedumbre a ponerse en pie de guerra. Al saberse la aproximación del ejército, la campana de la Catedral tocó rebato; reuniose otra vez el irascible populacho y arrancó al ya atemorizado Presidente la orden de que Arana regresase a Lima, aunque en secreto le envió instrucciones para que continuara el viaje. Como la fuerza limeña avanzase efectivamente hasta Latacunga, atumultuose de nuevo la multitud y se dispuso a la resistencia.

Entre el vocerío de las masas y la preparación de las armas, discutiose el problema de la moralidad de la guerra. Aunque personajes tan autorizados como los PP. Diego de Torres S. J. y Domingo de los Reyes O. P., se inclinaron a juzgar que la resistencia era ilícita y que, en el fondo, había anhelo de sacudir el dominio hispánico339 y hasta de aliarse con Inglaterra; prevaleció sobre esas opiniones, tachadas de parciales por ser españoles los referidos religiosos, la de un criollo, artista y teólogo, el P. fray Pedro Bedón, de la Orden de Predicadores, quien reprobó la rígida manera de imponer las alcabalas y la terca actitud del Presidente Barros340. Dice el Ilmo. Señor González Suárez que el buen fraile llegó aún a ventilar la cuestión del tiranicidio; y aunque, en el caso actual negó que fuese legítimo; terminó dictaminando favorablemente a la guerra defensiva341.

Dividiose y encizañose más y más el clero con tales pareceres y se afianzó la idea de la licitud de la separación de la Metrópoli. ¡Es tan fácil pasar de la simple resistencia al escándalo de la subversión y al rechazo de la autoridad constituida...! El asesinato, por orden de Arana y en altas horas de la noche, del Procurador Moreno Bellido, alma de la insurrección, volvió a sobreexcitar a las turbas, las cuales se   —251→   lanzaron contra el Presidente; y aunque éste logró salvar la vida, cayó luego preso y sólo fue libertado bajo promesa de no participar en resolución alguna de la Audiencia sobre las Alcabalas. La prudencia -virtud de gobernantes y gobernados- había huido de la ciudad. Una indiscreta carta de Arana atizó la insurrección a principios del siguiente año; el pueblo atacó una vez más las Casas Reales; y cuando estaban ya para caer, el Arcediano Galavís y el «clérigo agradecido», Pedro Ordóñez de Cevallos, acudieron velozmente a la iglesia de la Compañía y trajeron el Santísimo. Galavís presentó al pueblo, desde una ventana de aquellos edificios, el Sacramento; y ante la repentina aparición, calmáronse las desencadenadas pasiones de la turbamulta. «Fue cosa milagrosa, dice el clérigo, que fuera ni dentro no chistó persona, ni habló más, sino que arrodillados lo adoraron un grande rato con lágrimas de alegría342». Alcabaleros y contraalcabaleros, en devota procesión, condujeron la Hostia de la Paz hasta la iglesia catedral, donde el P. Torres exhortó a la obediencia y a la fraternidad. El Oidor Cabezas juzgó oportuno, por su parte, arengar a la multitud, en el acto de traslación del Pendón Real desde la Audiencia al Ayuntamiento; y cosa sorprendente, en esa arenga preguntó a la multitud si creía que Felipe II era su rey, señor natural y legítimo soberano. Tanto se había oscurecido, en esos días aciagos y trágicos, la noción de legitimidad de la soberanía española...

Con la llegada por el norte, del capitán Mogollón de Ovando, cambió el estado de cosas, si bien los individuos de la Audiencia, para mayor seguridad, buscaron asilo en el convento de San Francisco. A poco vino un visitador real; y luego entró en Quito, triunfador por la astucia y la violencia, el general Arana, quien comenzó sangrientas represalias. El pueblo acoquinado alcanzó, al fin, que fuese a Lima un comisionado, el P. Hernando Morillo S. J., para que recabara el perdón de la ciudad, a lo cual accedió el Virrey, que ya había recibido instrucciones acerca de la necesidad de la forma pacífica para remediar los quebrantos morales causados por la contienda. El Consejo de Indias estudió el recurso y acabó por dictaminar que la manera violenta con que se había procedido en la implantación del impuesto era el origen de la sedición. Un Arzobispo electo de México fue nombrado entonces para examinar in loco los hechos. El designado no llegó a esta ciudad; pero desde Lima aconsejó que se tratase a Quito con amor. Era la que necesitaba después de tan larga borrasca...

Los jesuitas, con su superior, el austero P. Diego de Torres, representaron en el triste episodio de las alcabalas la tesis, o sea los principios. Ninguno de ellos quiso consentir en el sacrificio de intereses fundamentales para la sociedad: el respeto a la autoridad real, la legitimidad   —252→   del impuesto, la inconveniencia del tumulto y de la sedición. Es indudable que, si no hubiera sido por el ascendiente de que gozaban en razón de su ubicuo apostolado y de su obra de cultura, el pueblo les habría mirado con recelo; mas, pronto pasó la ola de desconfianza. Pudo tanto la entereza del Padre Torres, dice el eminente historiador general de la República, que infundió valor a los demás religiosos que, de miedo de los atumultuados, guardaban silencio343. En las otras comunidades se formaron parcialidades y sus posiciones tuvieron más claros matices. Así el provincial y guardián de San Francisco, Juan de Vergara y Luis Martínez, condenando la sedición, desaprobaron la forma en que procedieron las autoridades; los frailes criollos, en cambio, se abanderizaron a favor de las turbas. El Provincial de los Dominicanos, fray Jerónimo de Mendoza, fue también desfavorable al levantamiento y se vio obligado a tomar medidas severas contra sus cohermanos inclinados a la subversión.

Algunos prelados de las Órdenes monásticas abrieron informaciones respecto de la conducta de sus miembros; lo cual estimuló al Cabildo eclesiástico, a petición de su arrebatado Deán, don Bartolomé Hernández de Soto, para hacer lo mismo respecto del Clero,

«puesto caso, dice el acta de 10 de mayo de 1593, que muchos clérigos hayan ofendido a Dios y al Rey, mucho más que otros de que se ha hecho justicia por haber incitado, aconsejado y persuadido muchas y diversas veces en el discurso de este tiempo a este pueblo e ignorante vulgo...»



En consecuencia, comisionose al Provisor y Arcediano don Francisco Galavís para que iniciase el proceso344. Nada hizo éste, al parecer por falta de testigos; y el 22 del siguiente mes, nombrose Juez de Comisión a fin de que conociese de las causas comenzadas por el prevenido Deán, que, según cuenta el Ilmo. señor González Suárez, andaba por las calles, durante los días del conflicto con una coraza de acero, espada al cinto y rodela345. Días más tarde, Hernández de Soto pidió que se nombrara otro Provisor, a título de que el Arcediano estaba preso «por culpa que contra él parece ha resultado de las inquietudes y desasosiegos sucedidos en esta ciudad346»; y el Cabildo, con sobra de ligereza, confirió el cargo al mismo Deán. También el canónigo López Albarrán fue preso y enjuiciado. A poco, sin embargo, archivose el voluminoso proceso contra Galavís, quien volvió a su cargo.

No cabe duda de que la mayoría de los clérigos criollos estuvo por la insurrección. Algunos llegaron a tomar armas en defensa del Cabildo: Antonio Arcos y Jerónimo de Cepeda, fabricaron la pólvora para   —253→   los amotinados; y los que no colaboraron en forma eficaz, por lo menos estimularon a las turbas para que defendieran al país. «Esta es la primera vez que suena este nombre de Patria en nuestra historia, agrega el Ilmo. señor González Suárez347.

Todavía en tiempo del señor Solís se seguían procesos contra los sacerdotes seculares que habían participado en el primer ensayo de rompimiento de los lazos que nos unían a la Metrópoli. El severo español, tan fuerte e implacable consigo mismo, no debió de comprender que en el fondo de las turbias pasiones removidas por la contienda, bullía secreta ansia de libertad; y que eran menester discreción y tiento sumos para curar las llagas que el agudo conflicto había originado.

Tiene razón el docto P. Bayle al decir que la insurrección de 1592 tuvo más empuje y popularidad que la del 10 de agosto de 1809348. Ella dio a Quito fama de turbulenta y peligrosa, como escribió el Virrey Cañete:

«En la provincia de Quito hay mucha gente y gran número de caballos, bastimentos y pólvora, y casi todos los que en ella viven son criollos y mestizos (que llaman montañeses) que no conocen Dios ni Rey, y así es necesario vivir y tener gran recato y cuidado con aquella provincia...»



El 19 de agosto de 1593 se pidió la convocación de un Cabildo Abierto para comunicar lo que había hecho el Virrey por la Ciudad; y se escogió al efecto el medio más apropiado, o sea el de que se dirigiera al pueblo el P. Rector de la Compañía de Jesús... ¡Singular arbitrio revelador de que las multitudes fiábanse sólo de los religiosos!




Otros sucesos

Los arduos pleitos electorales de los frailes y su parcial enmienda por la institución de la alternativa, fueron demostración patente del espíritu de independencia que vibraba en el alma de los criollos. Los jesuitas no tuvieron, sino rara vez y pasajeramente, la lacra de las discordias intestinas; pero en una ocasión surgió significativo incidente revelador del mismo activo fermento, en medio de su pacífica y hermanable labor. Así, el diminuto episodio ocurrido durante el provincialato del P. Pedro de Campos (1732-5), quien, en vez de posesionar como rector del Colegio de Quito al primero de los religiosos constantes y en la terna enviada por el General, confirió el superiorato al segundo, fue parte para suscitar en la inquieta colonia, siempre preocupada de las disidencias conventuales, borrasca de graves proporciones. Censuráronse acremente, en Cabildos y reuniones privadas, las medidas tomadas por el Visitador, P. Andrés Zárate, medidas   —254→   a no dudarlo excesivas e imprudentes; y la sociedad entera se puso de lado de los religiosos castigados, entre los cuales estaba el mismo P. Campos, español de nacimiento. Como concausa del conflicto debe mencionarse la malhadada indiscreción del Presidente Alcedo, quien dio a conocer al P. Hormaegui la posposición de que había sido objeto. Los jesuitas salvaron, a fuerza de austeridad, la observancia y la disciplina religiosas; pero la unidad moral de la Presidencia quedó despedazada. Compartimos el criterio del R. P. Jouanen acerca de la exagerada opinión del Ilmo. señor González Suárez sobre la influencia de la visita del P. Zárate en la emancipación de la Presidencia; sí bien no cabe negar que esos y otros hechos preparaban la decisión de deshacer los nexos que nos unían a la gloriosa Metrópoli.




La Guerra de Quito

Treinta años más tarde un nuevo incendio atizó la adormecida sed de libertad. El Gobierno español, con el deseo de evitar la embriaguez, cáncer de la Presidencia, había establecido el estanco de aguardientes y prohibido su elaboración libre.

El 14 de noviembre de 1764, el Ayuntamiento conoció de una petición de las Comunidades religiosas encaminada a que se convocara un Cabildo. Abierto, en el cual se expondrían los perjuicios que experimentaba el pueblo por el impuesto de alcabalas, que el Rey no había logrado implantar en 1591, y por el estanco de aguardientes. Túvose, en efecto, esa reunión ampliada, previa la venia del Presidente de la Audiencia, el 13 del siguiente mes: y en ella don Manuel Rubio, que la presidía como Decano de los Oidores, solicitó la opinión de los presentes acerca del Despacho Virreinaticio, en que se ordenaba el establecimiento de los referidos gravámenes. El Deán y demás miembros del Cabildo Eclesiástico, los Superiores de las Comunidades religiosas, los Rectores del Colegio Máximo de la Compañía de Jesús y del de San Buenaventura, el Vicerrector del «San Fernando» y los PP. Francisco de Santa María y Jacinto de la Cruz de la Orden Betlemita, expresaron su autorizada opinión, concordante con la del Alférez Real sustituto, don Francisco de Borja, acerca de la inconveniencia del Estanco. En consecuencia, el Cabildo envió el 5 de marzo siguiente una solicitud al Virrey de Santa Fe; y éste, rechazando sus fundamentos, permitió que la ciudad se dirigiese al Rey para representar esa misma inconveniencia.

Mas, en el tiempo intermedio, ocurrieron en la Presidencia graves sucesos. El 22 de mayo de 1765 se verificó un levantamiento del populacho de Quito, que atacó la casa ubicada en la parroquia de Santa Bárbara, donde funcionaba el Estanco de Aguardientes, destruyó cuanto en ella había y prendió fuego al edificio. Las Cajas reales habrían sido, sin duda alguna, saqueadas; pero los Oidores juzgaron prudente   —255→   ponerlas a buen recaudo desde los primeros rumores de la subversión. El sitio escogido para conservarlas fue el Colegio Máximo de la Compañía de Jesús. El Tesorero, don José Díaz de Herrera, viéndose en impotencia, de defender las propiedades fiscales, se refugió en el convento de San Francisco. Los PP. jesuitas Pedro Milanesio, Juan Bautista Aguirre y Bernardo Recio salieron, a instancias del Oidor Navarro, a calmar a las turbas; y sólo lo lograron después de prometerles que el Estanco sería abolido. Pese a tales ofertas, se demostró, en una u otra forma, la saña de las multitudes ignaras. Por más que el día 23 se promulgó un bando, en el que se eximía de responsabilidad a los sublevados, bando para cuya promulgación el escribano se hizo acompañar de religiosos importantes de diversas Órdenes, algunas residencias de españoles fueron invadidas.

Un mes más tarde, el 24 de junio, hubo verdadera batalla en la ciudad entre los peninsulares ocupantes de la casa audiencial, y las turbas, que habían logrado apoderarse de una de las piezas de artillería defensoras del palacio. Los Oidores se vieron obligados a acogerse a sagrado, en el coro bajo del monasterio de la Concepción. La lucha continuó en los días inmediatos, hasta que el 28 alcanzó el pueblo que la Audiencia, por consejo del Obispo y otros respetables eclesiásticos, le entregara en depósito todas las armas. Ni esto fue suficiente para desacertar el odio popular creciente, pese a las insinuaciones, sermones y rogativas de los religiosos, hasta que la Audiencia, vencida y humillada en todo sentido, condescendió con la turbamulta en la expulsión, en el lapso de una semana, de los españoles solteros. El Virrey selló, por su parte, el perdón audiencia y sólo entonces el pueblo devolvió las armas. Es curioso anotar que el barrio de San Sebastián se presentó a este acto acaudillado por el propio Provincial de la Orden dominicana, fray Isidro Barreto. El Gobierno español, sorprendido y atemorizado, a no dudarlo, por el claro rumbo de los sucesos hacia la independencia, nombró para Presidente a un veterano militar, quien entró en la ciudad, un año más tarde, acompañado de considerable fuerza. «Recibió Quito el yugo de la ley y se subordinó a ella, y para que no pueda levantar cabeza tiene sobre sí muchos soldados349». Un testigo presencial, el jesuita P. Recio, ha dejado pormenorizada relación de la ardua labor que tuvo el clero, presidido por el Obispo, en aquellas circunstancias. Como los principales eclesiásticos habían opinado, desde la primera hora, en pro de la abolición del Estanco, el pueblo no pudo menos de aceptar, agradecido y obediente, las insinuaciones de paz que aquellos le hicieron en diversos momentos de la sañuda contienda. Sin esa intercesión, «la guerra de Quito», como la llama aquel misionero, habría sido más sangrienta, larga y duradera. Una   —256→   vez terminada, los religiosos, y, especialmente, los jesuitas dieron misiones para sosegar a tantos espíritus desorbitados por la prolongada época de violencia que la desdichada ciudad había tenido que soportar350.




Los jesuitas

A mediados del siglo XVIII era ya firme y decidida la evolución de la nacionalidad hacia la emancipación; y los principales factores religiosos se orientaban en ese sentido. La Compañía de Jesús había representado entre nosotros la tesis católica. Recuérdese, sobre todo, su actuación en favor de la causa de la Monarquía cuando la revolución de las Alcabalas. Mas, en un siglo y medio de vida, la faz de las cosas había cambiado radicalmente. La Presidencia de Quito, encerrada dentro de sí misma, se había acostumbrado a pensar en sus propios destinos. La Compañía misma, mediante su acción misionera en Mainas, había dado al patrimonio territorial de esta Provincia, un arraigo de inapreciable firmeza y valía espiritual. En los dos decenios que precedieron a la expulsión de los jesuitas del dominio español, éstos, dentro de su habitual prudencia y mirando siempre las cosas sub specie aeternitatis, comienzan a avizorar que tales tendencias e inclinaciones no pueden ser detenidas; que es menester encauzarlas so pena de que el movimiento se haga, en su día, contra la Iglesia o fuera de la Iglesia. Por eso muchos individuos de la Compañía aparecen como prenuncios de nueva era. Escuchemos lo que ha escrito Carlos Arturo Torres:

«Espejo y los jesuitas Magnin, Aguilar, Hospital y Aguirre, pueden señalarse como las encarnaciones más visibles de ese movimiento de ideas en la andina ciudad, al cual debe atribuirse la prelación que la ciudad de Quito puede reclamar en las iniciativas revolucionarias que fundaron la independencia hispano americana».



Dos de esos jesuitas eran nativos de España; pero habían llegado a amar a la Presidencia como tierra de adopción. El otro era un suizo-francés de alta competencia científica y cartográfica, de gran desenfado en la expresión de sus ideas y que sirvió como Aguilar, con abnegación y solicitud ejemplares, en la obra misionera de Mainas. Sólo Aguirre, orador, teólogo y poeta eximio, pertenecía por su nacimiento al «reino» de Quito.

Muchos historiadores ponen, entre las causas de la emancipación,   —257→   el extrañamiento y supresión de la Compañía de Jesús. Es indudable que ésta fue el más esplendoroso foco de ciencia y santidad en el período hispánico y que su extinción no pudo menos de concitar encono contra España. Escuchemos al escritor francés Jean Toussaint Bertrand:

«Algunas gentes se sorprenden de ver, entre los héroes o propagandistas de las ideas de independencia, a un buen número de religiosos y sacerdotes. Que piensen cuán amarga debió de ser, para el corazón de los mejores ministros de la Iglesia, la medida que suprimía una orden religiosa ilustre, la más edificante de todas, la única que en el siglo XVIII había permanecido en vigorosa actividad. Que recuerden que, en los colegios sostenidos por los jesuitas, millares de jóvenes se habían preparado para la vida sacerdotal. Estos eclesiásticos criollos o mestizos, tomaron horror por el despotismo antirreligioso que había destruido la Congregación a la cual debían lo mejor de sí mismos. Veremos al cura Morelos, el más valiente de los héroes mexicanos, establecer, en la Constitución de 1813, que "la Compañía de Jesús será restablecida para mayor provecho de la educación de la juventud..." Este voto era el de todos los que no se cegaban por prejuicios, esto es de la masa de los criollos351».



Es natural que algunos utilitaristas se solazasen momentáneamente por la expulsión, esperando lucrar con los bienes de los jesuitas, bienes que se empleaban en beneficio general. Mas, ese número no podía menos de ser pequeño; y, a poco, todos los compradores de los fundos debieron de merecer el recelo envidioso de los demás, y, en muchos casos, el reproche social. Este mismo sentimiento tenía que convertirse luego en animadversión contra la Corona, que había privado a la patria naciente de un fanal insustituible de cultura y de vida sobrenatural.




Tupac Amaru

En 1780 ocurrió en el Virreinato del Perú el levantamiento del inca José Gabriel Condorcanqui, quien, para constituirse en programa viviente de restauración, se apellidó Tupac Amaru, como su antecesor decapitado en 1571. La sangrienta revuelta no pudo menos de tener prolongaciones en otras provincias mayores de América, donde la raza india era numerosa y existían fermentos activos de subversión. En nuestra Presidencia, se mantuvo sumamente vigilante su jefe, don José García de León Pizarro, quien descubrió que de Quito se enviaban comunicaciones al jefe de la sublevación, instándole a proseguir su designio y ofreciéndole la cooperación de estas regiones, siempre mal avenidas con gobernantes peninsulares. Atribuyéronse tan peligrosas insinuaciones al religioso de la Orden Seráfica, fray Mariano Ortega, quien se había servido para escribir las cartas de un empleado judicial, Miguel Tobar de Ugarte,   —258→   a quien se impuso la sanción de diez años de presidio, en el castillo de Chagre352. El religioso no fue castigado, sin duda para evitar que se agravasen las delicadas relaciones de la Colonia con la Metrópoli, exacerbadas por la expulsión de los jesuitas.







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