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Capítulo IV

Visión y audición



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- I -

La visión


Cuando uno se ocupa por primera vez del estado de la visión y de la audición en los escolares, se experimenta muchas sorpresas. Por de pronto, se supone que el examen del estado en que están sus órganos de los sentidos debe ser un asunto cuya importancia comprendan los maestros, porque toda la enseñanza que se da en clase es visual o auditiva, y consecuentemente un maestro perspicaz debe saber si los niños que instruye son capaces de ver a distancia lo que se les muestra y lo que él escribe sobre el encerado; el maestro debe saber también si los niños oyen distintamente todo lo que les explica.

Pero, de hecho, las obras de pedagogía, aun la más recientes, pasan enteramente en silencio este tema; no hay en ellas una sola página, ni siquiera una línea consagrada al estudio de los órganos de los sentidos en los escolares; o si el autor del tratado se ha ocupado de los órganos de los sentidos es para hacer la historia de ellos, contando su desarrollo, o para referir observaciones de histología sobre la forma que las células nerviosas afectan en el sentido visual cortical. Todo esto es sin duda muy instructivo, pero no presta ningún servicio al profesor para dar su clase, ni para reconocer a los niños miopes o a los niños sordos.

Se supondrá, pues, de buen grado que el silencio de los tratados de pedagogía obedece a la razón de que los maestros saben hacer el examen de los órganos de los sentidos y que no tienen ninguna necesidad de que se les enseñe a practicarlo. Este es un error más. Yo he visitado muchas clases y he hablado con muchos maestros, tanto de París como de provincias; todos tenían nociones muy vagas sobre este capítulo. Algunos de ellos pudieran señalarnos dos o tres de sus alumnos que tenían mala vista; pero no podían vanagloriarse del mérito del descubrimiento, porque habían sido advertidos, sea por el niño, sea por la familia. La mayor parte de los maestros no solamente ignoran estas cosas, sino que suponen que no son de su competencia, confesándonos que se consideran incapaces para determinar la acuidad visual o auditiva de un individuo, y añadiendo además que esto no es cosa suya, sino del médico. Si se consulta a los médicos a este propósito, dan la razón a los maestros, afirmando que el examen de la visión supone el empleo de aparatos complicados y conocimientos extremadamente abstrusos de fisiología, de patología que los médicos poseen solamente. Esto no es muy consolador... Pero aún hay más. Yo recuerdo que, hace cuatro años, había hecho practicar exámenes de visión por maestros de escuela; se aprendió a hacerlos, y en el acto una sociedad de médicos inspectores se molestó por este ataque a sus prerrogativas, nombrando una delegación que acudió en queja al director de la enseñanza.

Por mi parte no tengo parti pris; poco me importa, en el fondo, que el examen de la visión sea hecho por maestros o por médicos: lo esencial es que se haga por interés de los niños. En efecto, las perturbaciones visuales que se puede observar en los escolares no son despreciables. Si se consultan las estadísticas que han sido publicadas en diversos países, en Alemania especialmente, se sorprende uno de las cifras elevadas de anormales de la visión que fueron comprobadas. Los autores llegan a establecer proporciones de niños con visión anormal que se elevan, según Mottais, a 46 por 100, y según Cohn, a 61 por 100. Este último número sorprende. Si se le tomase a la letra, se supondría que las visiones anormales constituyen la mayoría. Y aún agravan las conclusiones que hay que sacar de estas estadísticas otras consideraciones. Las cifras parecen demostrar que las deficiencias de la vista van en aumento regular con la edad; existirían más perturbaciones visuales, más miopías, sea dicho en particular, en los niños de quince a diez y seis años, que en los de ocho a diez; las estadísticas resultan muy elocuentes sobre este punto. Así, Mottais nos detalla las proporciones siguientes:

Número de miopes en las clases inferiores. 0
Número de miopes en las clases medias. 17 por 100.
Número de miopes en las clases superiores. 35 por 100.

Todos los otros autores sin excepción han publicado cifras análogas: el valor absoluto del tanto por ciento puede variar, pero el acrecimiento de los números con la edad se comprueba por todas partes regularmente. Se ha concluido de ello que la miopía en particular, porque presenta este acrecimiento de manera muy demostrativa, se desarrolla en la escuela y por la escuela, y que la responsabilidad recae sobre ésta.

Otra consideración que aboga en el mismo sentido: se ha hecho la estadística de la miopía en las gentes de la ciudad, comparadas con los habitantes de los campos; y también en las diferentes profesiones en que el uso de la lectura es desigual, y siempre se ha comprobado una superioridad del número de los miopes en las profesiones donde más se lee; de suerte que se ha concluido que es el uso inmoderado de la lectura la causa principal de la miopía.

Pero no es esto todo. Considerando otro lado de la cuestión se advierte la gravedad que encierra. Se ha comprobado, en efecto, que la miopía y las demás perturbaciones visuales son una causa evidente del atraso en los estudios. De una parte, entre los anormales de la visión se encuentra un número de postergados escolares bien superior a la media, y de otra parte, entre los postergados escolares se encuentra un número de malas vistas muy superior a la media. Hay aquí dos demostraciones que se confirman. Para mí se confirman tanto más, cuanto que todas las veces que mandé hacer estadísticas análogas a mis colaboradores, éstas han conducido a conclusiones concordantes. Citaré especialmente el censo que ha sido hecho a mis instancias, en las escuelas primarias de Burdeos; citaré también un estudio muy reciente de M. Vaney sobre esta misma cuestión. Este estudio ha recaído sobre un corto número de niños, pero, en cambio, ha sido muy vigilado por un pedagogo que conocía individualmente a cada uno de ellos. Es incontestable que si un niño está atacado en el órgano de la visión, aprovecha muy mal la enseñanza visual dada en clase y todos sus estudios se resienten de ello.

Esto se comprende. Una buena parte de la enseñanza se dirige a la vista, sea que el profesor muestre objetos, sea que explique un mapa, sea que escriba o dibuje sobre el encerado. Toda esta enseñanza de naturaleza visual resulta más o menos comprometida para los niños con visión anormal, porque permanecen extraños a ella, o bien la comprenden mal, o bien aún adquieren el hábito enojoso de copiar lo que hacen sus camaradas.

¿Por qué no se quejan? Por timidez muchas veces; con frecuencia también por ignorancia, inconsciencia, porque no advierten que ven mal, peor que los otros. Se me citaba últimamente un muchacho que había llegado hasta estudiar retórica sin adviirtir su miopía. Ello parece muy extraño y, no obstante, yo no puedo dudar del hecho. Algunas veces el niño oculta a su maestro su debilidad de visión por una especie de astucia inconsciente. Un profesor inteligentísimo me ha contado que uno de sus alumnos cometía con frecuencia faltas considerables copiando los enunciados escritos en el encerado; el maestro estaba sorprendido de estas faltas, y no vacilaba en atribuirlas a un aturdimiento persistente del muchacho, que parecía, sin embargo, muy aplicado, y le castigaba siempre. Habiendo aprendido más tarde a hacer el examen de la visión, este profesor comprobó que su joven alumno sufría una miopía acentuada, no pudiendo leer lo que estaba eserito en el encerado. El muchacho no leía, pero trataba de interpretar, quería adivinarlo. Al referirme esta historia el profesor, expresaba sus remordimientos por los castigos numerosos impuestos a aquel inocente. Evidentemente, lo que necesitaba aquel niño no eran castigos, sino unas buenas gafas8.

Estas comprobaciones, estas estadísticas, estos razonamientos resultan bastante terminantes para que uno se tome el trabajo de estudiar el problema de cerca. Yo he emprendido una indagación a este respecto, hace ya cinco años, con la colaboración del doctor Simon, en las escuelas primarias de París. He aquí lo que hemos comprobado9.

Dadas la profundidad de las clases y su oscuridad, hay muchos bancos desde donde es difícil ver lo que está escrito sobre el encerado; y de hecho, ciertos niños tienen una vista bastante corta para no distinguir la escritura trazada en él, cuando ocupan malos sitios. Pues estos niños con visión anormal no son conocidos de los profesores, y en general, los profesores colocan los niños en la clase sin tener en cuenta sus órganos visuales. En ciertas escuelas, la clasificación se hace al azar; en otras, por orden alfabético; en algunas, por orden de aplicación: los primeros alumnos tienen el honor de sentarse en los primeros bancos y a los últimos se los coloca en el fondo de la clase. Es evidente que este orden de colocación no tiene en cuenta las vistas defectuosas; o mejor dicho, me equivoco, se les coloca en orden inverso: los últimos alumnos en composición tienen muchas probabilidades para poseer órganos imperfectos de visión.

A consecuencia de estas indagaciones, y habiéndonos convencido de la gravedad del mal que era necesario combatir, nos pusimos a realizar un examen pedagógico de la visión, componiendo una escala optométrica, de la cual se tiraron infinitos ejemplares que fueron distribuidos gratuitamente por la Sociedad libre para el estudio del niño a todos los maestros del Sena y de muchos otros departamentos. Vamos, pues, a explicar ahora con pormenores cómo un maestro o el padre de un niño pueden hacer la medida de su acuidad visual, y cuáles son las conclusiones prácticas que se pueden sacar de este examen.

Era preciso, ante todo, hacer una simplificación; nosotros hemos propuesto, con el doctor Simon, que se considerase un examen de la visión como formado de dos partes bien distintas: una parte pedagógica, que puede ser ejecutada por cualquier maestro o padre, y una parte médica, que se reservará al médico oculista.

La parte pedagógica es muy sencilla. ¿De qué se trata en ella? De determinar con precisión a cuál distancia máxima una persona puede leer caracteres impresos de un grosor determinado. En esto es en lo que consiste la medida de la acuidad visual de una persona. Pues bien, preguntamos nosotros: ¿cuál es el maestro que no puede hacer esta observación sobre sus alumnos, cuando se le ha advertido de algunas causas de error que debe evitar? Realizar esta medida es ejecutar la parte pedagógica del trabajo; no solamente los maestros son capaces de ello, sino los padres.

Queda la parte médica, aquella que no incumbe, al profesor, sino al oculista. ¿En qué consiste? Pues consiste, una vez confirmado que tal niño no tiene una visión normal, en indagar las causas de esta defectuosidad visual. El médico nos dirá, por ejemplo, después de un examen de los ojos con oftalmoscopio, o después de pruebas variadas, que existe una opacidad de los medios del ojo, o una mala conformación del cristalino, o una lesión en el fondo del ojo. Nos dirá: aquí hay miopía, aquí hay astigmatismo, etc. Comprobaciones delicadas, puesto que no pueden ser hechas más que por un especialista; comprobaciones importantes, puesto que ellas dictan el tratamiento. Pero éste es un trabajo completamente independiente de el del maestro. Este último, vuelvo a repetirlo, no tiene más que una cosa que hacer, y es determinar cuáles son aquellos de sus alumnos cuya visión no resulta normal.

Una vez resuelta esta cuestión de principio, describamos exactamente el método que hay que seguir, método que consiste en colocar en plena luz, pero en luz difusa, a la altura de los ojos, contra un muro descubierto del vestíbulo, un cuadro conteniendo letras de diferentes tamaños. Se llama escala optométrica el cuadro que contiene tales letras10. Si prescribimos que se suspenda la escala al aire libre, es porque los cambios de luz resultan allí menos acusados que en una habitación cerrada. Se opera con preferencia entre las diez de la mañana y las dos de la tarde, evitando los días nublados.

La escala optométrica contiene muchas hileras de letras, con dimensiones diferentes. Las letras no forman palabra; se ha evitado tal formación a fin de impedir a los examinados adivinar las letras por el aspecto general de una palabra conocida. Hay, pues, necesidad de ver las letras una a una.

¿Cuál es el tamaño de letras que se debe poder leer para tener una visión normal? Es preciso -y todo lo esencial del método se encuentra en la frase siguiente- poder leer correctamente tres letras sobre siete, cuando las letras en caracteres de imprenta tienen 0m,007 de altura, a una distancia de cinco metros. He aquí, se dirá, una regla bien precisa; y hasta se añadirá, bien arbitraria.

¿Por qué toleramos cuatro errores sobre siete letras? ¿Por qué pedimos esos cinco metros de distancia? ¿Por qué es preciso que los caracteres tengan 0m,007 de altura, y no 0m,008, 0m,006? Responderemos a ello punto por punto. Ante todo es bueno que el examen de la visión sea revestido de un cierto formalismo, a fin de evitar que se ejecute con negligencia; si se permitiese a un maestro mostrar indiferentemente la primera letra procedente de un cartel mural a un niño, el ejercicio perdería su método; se llegaría a preguntar al niño que decidiese por sí mismo si tiene una visión larga o corta. La prescripción relativa a las distancias y al tamaño de las letras parece ser más grave y tener un fundamento científico: se ha calculado por los oculistas que la imagen retiniana de una letra de 0m,007, vista desde cinco metros, está en relación con las dimensiones de los elementos sensibles de la retina, y se ha imaginado que si dos puntos luminosos están bastante próximos para juntarse sobre un mismo cono, no producen dos impresiones, sino una, y que es forzoso que los dos puntos, para ser percibidos dobles, deben estar separados por un espacio igual al diámetro de un cono11. Pero se advierte hoy día que esta localización anatómica de la excitación tiene poca importancia, porque percibir es una operación que exige siempre una intervención activa de la inteligencia, y que resulta tanto más fina cuanto que la inteligencia es más sutil; no se mide la acuidad de un sentido de una manera absoluta, sino con relación a este juego necesario e inevitable de la inteligencia12. En mi opinión, la grande, la única razón para aceptar como medida de acuidad normal de la vista las reglas que acabamos de indicar no es una razón fisiológica, sino una razón social. Por de pronto, con esta convención, el número de los deficientes de la visión no es bastante grande para constituir la mayoría en la sociedad y en una clase de niños; se puede, pues, ocuparse de ello de una manera especial, y cuando se trata de niños, darles los lugares privilegiados en la clase; en segundo lugar, esta convención está de acuerdo con la necesidad impuesta por el tamaño de los locales; porque los niños que no gozan de una visión normal más arriba definida no leen en el cuadro, cuando están colocados en el fondo de la clase. En suma, si toleramos que un niño cometa cuatro errores sobre siete letras, es porque una severidad más grande nos habría llevado a reconocer demasiado número de defectuosidades de la visión. El límite entre el normal y el anormal es siempre arbitrario; es preciso establecerlo de manera que responda mejor a las necesidades de la práctica.

Para los niños de uno a seis años, que aún no saben leer, se indaga si pueden distinguir, a siete metros de distancia, un círculo, un cuadrado, una cruz de 21 milímetros de altura.

Todos estos exámenes deben hacerse individualmente cuando ello es posible; así se evitarán las burlas y se animará mucho a los niños, sin ayudarlos, sin embargo. Una vez el trabajo terminado, se indagará cuáles son los niños cuya visión es menos normal, colocándolos lo más cerca posible del encerado, y con esta sencilla medida se les hará un servicio inmenso.

Además, se hará bien en señalar a los padres los niños que tienen necesidad del examen de un oculista. Es un deber advertirles, aunque de hecho nosotros hemos comprobado que con frecuencia los padres permanecen sordos a tales advertencias; no quieren molestarse y, sobre todo, no quieren gastar nada. Se cuidará también de que los mapas y grabados que decoran las clases tengan buena luz; los marcos de los encerados deben ser mates. Cuando el maestro escriba en ellos empleará caracteres bastante grandes, trazados legiblemente; dado que a cinco metros se lee en caracteres de siete milímetros, escribirá en proporción con tal exigencia. Se cuidará también de que los libros escolares resulten impresos en buenos caracteres, cuya dimensión debe tener 1mm,5 de altura con interlíneas de 2mm,5. Todas estas precauciones parecen minuciosas, ¡pero son muy útiles!...

No creo que sea necesario decir más para demostrar las ventajas del examen de la visión en los escolares. Pero quiero aprovechar esta ocasión para hacer una corta digresión con motivo de los tests mentales. Se llama con este nombre las experiencias rápidas destinadas a darnos a conocer las facultades de los niños. Hay gentes que se burlan de los tests y ello por diversas razones. El filósofo americano William James reprocha al método la falta de interés porque al niño no se le incita a dar su verdadera medida: «Ninguna experiencia de laboratorio, dice, es capaz de proyectar alguna luz sobre el poder real de un individuo, porque el resorte vital, su energía emocional y moral, su tenacidad no pueden comprobarse en un solo experimento». Cita a este propósito el ejemplo extraordinariamente conmovedor del naturalista Huber, quien, ciego, pero apasionado por las abejas y las hormigas, las observó mejor con los ojos ajenos que con sus propios órganos. Y James termina con esta hermosa apología del poder de la voluntad: «Desea ser rico y lo serás, dice; desea ser sabio, ser bueno y lo alcanzarás. Desea solamente una cosa, con exclusión de las demás, y sin tratar de hacer simultáneamente con una fuerza igual un centenar de cosas incompatibles con ella»13. Las observaciones resultan exactas, la conclusión justa, y no obstante, ¿acaso este razonamiento perjudica lo más mínimo al valor de los tests mentales? Yo no lo creo, porque el examen de la visión resulta un test mental; es una experiencia del tipo de aquellas que se hacen en los laboratorios; es corta, precisa, parcial; se podría levantar contra ella la lista de las objeciones de James y algunos otros autores; podría reprochársela no excitar el interés de los alumnos. Estos no harán tanto esfuerzo para leer las letras desposeídas de sentido, que están inscritas sobre una escala optométrica, como para leer a gran distancia el anuncio atrayente de un circo. Pero ¿se concluirá de ello que no sirve para nada medir la acuidad visual de un niño? Estoy seguro de que nadie hará semejante conclusión, y desafío a todos los detractores del método de los tests a probar lo contrario.

Puesto que debo, en el curso de estos estudios, emplear con frecuencia tests mentales, después de haberlos seleccionado cuidadosamente, por supuesto, diré ahora cómo hay que juzgarlos. Es preciso hacer una distinción. Hay tests de resultados y tests de análisis. Los primeros resultan excelentes, los segundos están sujetos a prueba. Poner a un individuo en situación cuyo hábito no tiene, hacerle trabajar, luego apreciar su trabajo como resultado, equivale a emplear el primer género de test. Por ejemplo, queriendo saber si un niño tiene buena vista, se lo hace leer a cierta distancia caracteres de tamaño definido; deseando saber si posee memoria, se le da un fragmento para que lo aprenda, regulando el tiempo de estudio y evitando las causas de distracción; queriendo saber si dibuja bien, se le hace dibujar, sin ayuda ni auxilio posible, y se aprecia el valor de su dibujo, empleando un método exacto de apreciación. Ahora, si después de haber estudiado la memoria de un alumno, se trata de analizar la naturaleza de sus imágenes, si después de haberle hecho dibujar, se busca lo que tiene de visualización, entonces se cambia el punto de vista; en lugar de la síntesis, se hace el análisis; en vez del resultado, se indaga el procedimiento. Esto es más temerario, y sobre este punto en particular somos de la opinión de James. Cualesquiera que sean las lagunas de un espíritu, es posible suplirlas por otras facultades, sostenidas por una voluntad tenaz; se puede ser dibujante sin poder visualizar. Sin paradoja, hasta sostendremos que el talento de un individuo se forma con frecuencia de sus defectos tanto como de sus facultades. Y aquellos que, en presencia de un gran talento, han querido analizarlo, experimentan la misma sorpresa que un químico que metiera un ser viviente en un crisol y después de haberle calentado no encontrase en él más que un poco de ceniza. Recordemos lo que ha acontecido a todos los que trataron de descomponer el talento de Zola: se ha medido diligentemente su atención, su memoria, su ideación, su razonamiento, y en el residuo de estos análisis no se ha encontrado ni su lirismo, ni su potencia de trabajo, ni su ausencia de gusto, ni nada de lo que caracterizaba su poderosa personalidad literaria.




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- II -

La audición


Tan importante es para un maestro conocer el estado de la audición en sus alumnos como el estado de la visión, porque una buena parte de la enseñanza se hace por la palabra. ¿Y de qué sirve una palabra que no se oye o que se oye mal? El deber de los maestros es doble; es forzoso que la voz tenga una intensidad suficiente, que no resulte demasiado rápida, que la articulación sea bien precisa, porque la claridad de la articulación es la que hace comprender, mejor que el volumen de la voz; es necesario, en suma, aprender a hablar hacia afuera, y no hacia dentro; es preciso, como dicen los profesores de canto, emitir la voz oportunamente.

En cuanto a los niños, hay necesidad de reconocer a los que no tienen el oído normal. No se trata de buscar especialmente a los niños afectados de una sordera completa, es decir, aquellos que ni siquiera se vuelven cuando se les llama por detrás. Un maestro tendrá raras veces que habérselas con ellos, porque los sordos completos resultan raros y además son ya conocidos de sus padres. La mayor parte de las veces la sordera es parcial; no resulta más que lo que se llama un oído duro. Esta dureza puede ser unilateral y alcanzar un solo oído; puede ser transitoria, resultar de una coriza; también acontece que está unida a la presencia de vegetaciones adenoides en el fondo de la garganta, porque el adenoidiano tiene generalmente la audición comprometida. Sea lo que sea, los niños cuya audición resulta anormal deben, como los niños con visión anormal, no ser relegados a los últimos bancos de la clase; se les colocará en los primeros, lo más cerca posible del maestro.

Está bien demostrado hoy día que si no se toman tales precauciones, se hace un grave daño a los niños sordos. Muchas estadísticas precisas nos han demostrado que la sordera parcial, la sordera que se puede llamar escolar, es una causa constante de atraso en los estudios. Hay más: se ha comprobado que el grado de esta sordera influye sobre el grado del atraso de instrucción, y que, por ejemplo, aquellos que no oyen siquiera a un metro la voz pronunciada en tono bajo, tienen un atraso mayor y más frecuente que los que la oyen a tres o cuatro metros. Semejante relación parece además tan natural, que no hay medio de ponerla en duda.

Las estadísticas muestran aún que los casos de sordera comprobados en las escuelas son extremadamente importantes; existen autores que han pretendido que de tres personas, tomadas al azar, se encuentra por lo menos una cuya audición no es normal. En las encuestas escolares verificadas en Alemania, el tanto por ciento de audiciones anormales que ha sido comprobado oscila alrededor del veinticinco por ciento. En Francia, últimamente se han publicado estadísticas todavía más elocuentes, y se ha hablado nada menos que de setenta y cinco por ciento de sorderas parciales; estos resultados, fueron obtenidos por indagaciones en las escuelas normales de maestros y maestras. He aquí proporciones verdaderamente aterradoras. Si resultasen exactas, los sordos formarían la mayoría, constituirían la regla, la normalidad, y resultaría anormal el ser normal de la audición. El mismo género de estadísticas hemos encontrado para las perturbaciones visuales, y ya dijimos lo que pensamos de ello. Tales cifras nos parecen exageradas y tendenciosas, porque emanan de especialistas que por instinto o por interés razonado quieren aumentar exageradamente la importancia de su especialidad. Para un alienista no existen más que locos; para un aurista no hay más que sordos. Esta es la regla. Pero existe otra razón para guardar una actitud de escepticismo, y es que todas estas perturbaciones auditivas dependen lógicamente del modelo escogido, del tipo considerado como normal. Si se decide, por ejemplo, que para tener una audición normal es preciso oír la voz pronunciada en tono bajo a cien metros, toda la humanidad será sorda; si uno se contenta con la audición a cincuenta centímetros, casi nadie será sordo. Luego es preciso estar convencido de que la fijación del tipo normal es un asunto de pura convención, o de conveniencia. Esta no es una medida fisiológica o médica, es, o debe ser, una medida social. Entendemos por ello que se debe poner el límite de tal manera que los sordos sean aquellos en los cuales el defecto de acuidad auditiva produce una molestia en su existencia. En una escuela, debemos considerar como sordos parcialmente a los que, colocados en la parte más lejana de la clase, no entienden lo que dice el profesor.

Queda por averiguar cómo, en la práctica, reconocerá el maestro esta clase de sordos. No hay que contar con que los niños le ayuden. El niño es un pequeño ser pasivo, que no tiene el hábito de quejarse de sus defectos orgánicos. Si no consigue ver lo que está escrito en el encerado, si no puede oír la f rase que el maestro acaba de dictar, no reclamará nada, saldrá del compromiso con la ayuda de memoria o de su imaginación, o con el auxilio de sus camaradas. Luego el maestro debe proceder por sí a un examen de la audición. Pero ¿con cuál método?

Resulta ésta una pregunta muy controvertida y sobre la cual no podemos dar indicaciones precisas. No se mide la acuidad auditiva de una manera tan satisfactoria como la acuidad visual. Habría precisión, para hacer tal medida; de disponer de un excitante auditivo que presentase las dos cualidades siguientes: 1.º, este excitante debería ser comparable a la voz humana, porque por la manera de percibir la voz de un maestro es como debemos conocer a los sordos, a los semisordos y a los torpes de oído; 2.º, este excitante debería tener una intensidad constante, porque no existe medida posible con un excitante cuya intensidad varía de un momento a otro.

Pues los excitantes que hasta ahora se han empleado no reunieron nunca las dos cualidades esenciales que acabamos de señalar; el reloj no tiene más que una, la constancia en la intensidad; la palabra no tiene más que una, y es la de ser una palabra, por consecuencia de constituir el sonido que hay interés en percibir. Mostremos esto con detalles.

Largo tiempo hemos empleado el procedimiento del reloj en una escuela. El niño tenía los ojos vendados; después de haberle hecho oír el tic-tac de nuestro reloj, le decíamos que nos respondiera cuantas veces le preguntábamos: ¿lo oye usted? El reloj se le aproximaba unas veces y otras se le alejaba: una línea graduada y trazada sobre el suelo nos indicaba a cada ensayo la distancia en que nos encontrábamos; no se hacía ruido para no operar la sugestión de la aproximación o del alejamiento; y a fin de evitar el error producido en ciertos individuos que creen oír cuando en realidad no oyen, comprobábamos las respuestas de vez en cuando, diciendo: ¿lo oye usted? mientras teníamos el reloj en el bolsillo. Estos exámenes resultan delicados, porque exigen un silencio casi absoluto y duran tres minutos por cada niño. Las diferencias de percepción que existen de un niño a otro son considerables. Algunos de ellos oyen el reloj a 6 metros, y hasta más lejos; otros no le oyen a 25 centímetros. Costaría mucho trabajo sacar de cifras tan variadas un término medio seguro. Últimamente, se ha propuesto considerar como audición normal la percepción del reloj a 2 metros. Aceptemos esta cifra sencillamente para fijar las ideas y sin concederle mayor importancia.

El gran defecto del examen de la audición con el reloj es que su precisión no corresponde a nada utilizable. ¿Qué interés hay en saber si un niño oye a larga distancia el tic-tac de un reloj, el silbido de una sirena, etc.? No hay necesidad de oír estos ruidos en clase, y si fuese un poco sordo a ellos no habría daño alguno, mientras que si resulta sordo a la palabra del maestro no aprovechará las lecciones, y perderá el tiempo. Lo que sería de desear es que la audición de la palabra fuese paralela a la audición de algún sonido simple, cuya intensidad resultase mensurable. Se practicaría el examen sobre este sonido simple y se deduciría de ello una conclusión sobre el estado de percepción de la palabra. Por desgracia, no sucede así con la audición del reloj: un niño puede entender mal la palabra y oír bien el reloj, o viceversa.

Nos convencimos de esto haciendo dos clasificaciones de alumnos: la primera tomaba como base la manera como los niños oyen el reloj, la segunda utilizaba la manera como estos mismos individuos oyen la palabra a larga distancia. Para operar esta última clasificación, reunimos diez y siete alumnos en el atrio, a diez metros de su profesor que pronunció cuarenta palabras; los alumnos escribían todo lo que podían entender de estas palabras, y se los clasificó según los errores que habían cometido. Luego, comparando el orden de la audición por el reloj con el orden de audición por las palabras, advertimos que no había entre ambos, por decirlo así, ninguna correlación.

Nosotros no concluimos de esto que el procedimiento del reloj deba ser rechazado. Quizá en casos de sordera muy acentuada puede hacer servicios. Cuanto a la palabra del maestro, es difícil ver en ella un modelo. La voz humana es una función fisiológica de una instabilidad extraordinaria. Ningún elemento resulta fijo, ni la intensidad, ni la altura, ni las articulaciones. Dos personas no pronuncian de igual manera, ni con igual fuerza, ni con la misma altura, ni con el propio timbre; y una misma persona varía sus procedimientos vocales de un momento a otro sin advertirlo. Lo vimos por nosotros mismos: el profesor a quien habíamos rogado que pronunciase las cuarenta palabras en el atrio, repitió la experiencia algunos minutos después delante de sus alumnos, y no advirtió que la segunda vez hablaba en tono más apagado. Luego es completamente incorrecto, en principio, medir la audición empleando como excitante la palabra; es como si se midieran longitudes estirando más menos un metro de caucho.

¿Qué concluiremos, pues? Ante todo, que la audición de las palabras no puede ser medida con una precisión satisfactoria empleando los procedimientos muy simples de que se dispone en una escuela. Habría necesidad de recurrir, sea a fonógrafos, sea a los aucómetros perfeccionados que existen actualmente, pero resultan costosos, complicados, voluminosos. Nuestra segunda conclusión es que en resumidas cuentas una medida, hasta defectuosa, es preferible a la ausencia de medida; las críticas que hemos hecho del reloj y de la palabra no quitan a estos procedimientos su valor. Empleándolos, se cometerán, sin duda, errores; pero no empleándolos, los errores serán más graves. El maestro no deberá descuidarlos completamente. Una frase dictada en clase por medio de palabras separadas y de cifras, con voz de intensidad media, podría mostrar al maestro cuáles son aquellos de sus discípulos que tienen el oído duro. El procedimiento resulta más expeditivo que el del reloj, puesto que sólo exige la corrección de los dictados, aunque no estamos muy seguros de que sea más inexacto.






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Capítulo V

La inteligencia: su medida, su educación



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- I -

Los diferentes casos en que se plantea el problema de la inteligencia


Si ustedes se interesan realmente, profundamente por un niño, no pueden plantearse a este propósito un problema más interesante, más transcendental para el porvenir del niño y para su educación actual, más angustioso para el corazón de un padre o de una madre,que la interrogación siguiente: «¿Este niño es o no es inteligente?». Cuando un niño adelanta en sus estudios, cuando saca buenas notas de comportamiento y de lección no hay duda en ello. El niño prueba su inteligencia con actos. Lo mismo sucede con los adultos: para saber lo que valen como inteligencia y como carácter hay que ver su rendimiento social. Pero acontece con frecuencia que el niño no adelanta en sus estudios, que no aprovecha la enseñanza, que está en las últimas filas. ¿A quién cabe imputar tal resultado? Esto es lo que conviene indagar sin criterio preconcebido y con el deseo sincero de que la explicación que se encuentre proporcione el remedio.

Hemos visto ya en el capítulo II que hay que preocuparse mucho del estado de salud del niño que trabaja mal y de su desarrollo físico; no volveremos sobre estas explicaciones fisiológicas del defecto de trabajo intelectual. Suponemos que nos hallamos en presencia de un alumno cuya salud es satisfactoria y cuyo desarrollo corporal resulta normal; suponemos, además, que no ofrece ninguna alteración notable en los órganos de los sentidos. Se le ha colocado entre camaradas de la misma edad; recibe, pues, la instrucción que de ordinario se da a los niños de sus años. Suponemos, en fin, que asiste regularmente a la escuela, que el número de sus faltas no se eleva por encima de la media. Se puede tolerar, por ejemplo, una veintena de días de ausencia por año; es un número medio.

Si se le consulta a uno sobre un caso de este género, el problema pedagógico que se debe resolver adquiere ante todo la forma de un dilema; es preciso elegir entre dos explicaciones principales: una de dos cosas, el niño resulta trabajador, o no lo es. O bien el niño realiza esfuerzos laudables para comprender, retener, ejecutar sus deberes, pero no lo consigue por consecuencia de un defecto de inteligencia, o, por el contrario, tiene dotes para aprovecharse de la enseñanza, pero no realiza esfuerzos, no es aplicado, es un perezoso. Como acaba de verse, el maestro y el padre deben incriminar, según los casos, ya a la inteligencia del niño, ya a su carácter. Supondremos en este capítulo que se sabe a ciencia cierta que el niño es aplicado y que si no adelanta es por falta de inteligencia. Luego estudiaremos especialmente este defecto de inteligencia.

Muchos maestros y padres parecen imaginar, cuando han declarado que a un alumno le falta inteligencia, que queda dicho todo y que no hay nada que indagar. No obstante, éste es un juicio demasiado sumario; si uno se atiene a él, ni irá más lejos. ¡Cuántas cuestiones quedan por resolver! Ante todo, ¿cuál es el grado de esta falta de inteligencia? ¿Resulta grande o pequeño? Si es grande, ¿resulta de una magnitud capaz para desesperar al educador? Además, ¿es real, o bien aparente o exagerado por circunstancias excepcionales? Y también ¿en qué consiste? ¿Sobre cuál función particular, en cuál género de trabajos se manifiesta más? En suma, ¿cuáles son sus causas? Y estas causas ¿son de tal naturaleza que puede modificárselas? Es completamente necesario formarse una idea sobre estos diversos puntos, razonarlos, ponerlos en claro.

Creemos conveniente comenzar nuestra exposición clasificando los diferentes casos que se presentan de hecho en la práctica de la escuela, casos en que se tiene el derecho de sospechar un desfallecimiento de la inteligencia en un niño. La enumeración de estos casos no quedará agotada, pero diremos lo bastante para poner a los lectores en presencia de la complejidad real de las cosas y para darles la impresión de la realidad.

He aquí, ante todo, un escolar que por el momento está como desorientado. Llega de una escuela de aldea y se le ha colocado en otra de una gran ciudad. En ella encuentra camaradas que no tienen las mismas ideas, los mismos hábitos, el mismo lenguaje; los métodos de enseñanza de la clase le sorprenden. El maestro le parece un extraño, muy distanciado, que no puede ocuparse apenas de él especialmente, porque sus discípulos son harto numerosos. Este cambio brusco de medio es una causa de desarreglo para un niño, sobre todo si es muy joven y por consecuencia inhábil para adaptarse al nuevo régimen. Con frecuencia hemos oído decir que sólo el cambio de escuela, aun cuando las dos escuelas estén situadas en la misma ciudad, produce durante muchos meses un efecto de amortiguamiento sobre los estudios del escolar trasplantado. Con mayor razón sucede esto cuando el cambio se verifica desde la aldea a la ciudad. En este caso, ¿qué es preciso hacer? ¿Cómo se debe juzgar al niño que sabe mal sus lecciones, responde mal a las preguntas puestas en clase y parece no comprender lo que se lo explica? Una apreciación de su grado de inteligencia puede resultar muy útil.

Hemos supuesto una trasplantación hecha entre dos escuelas de valor equivalente. Pero sucede con frecuencia que un niño sale de una escuela donde ha recibido una mala instrucción, dada con un método defectuoso. Como se dice vulgarmente, el niño ha principiado mal. Si se le manda leer, se observan los malos hábitos que ya ha contraído; lo hace cantando o sin expresión, o bien tiene una lectura corriente bastante precisa, pero estropea sin ningún escrúpulo todas las palabras difíciles que encuentra, o no vacila en saltarlas. Lo que se observa en la lectura se nota en las otras ramas de la enseñanza y en particular en el cálculo. Hay escolares que hacen perfectamente las cuatro operaciones, pero que son incapaces de aplicarlas al menor problema; realizan multiplicaciones en el caso en que son necesarias las divisiones, y encuentran, por ejemplo, que un comerciante tiene más mercancías después de la venta que antes, y otros resultados fantásticos que se guardan bien de juzgar. Y es porque se les ha enseñado a calcular, no a razonar. Todo el mundo conoce establecimientos donde la instrucción degenera en rutina; los alumnos se aplican solamente a la forma, pudiendo presentar cuadernos cuya caligrafía resulta irreprochable, pero el fondo de su enseñanza es deficientísimo. El maestro enriquece su memoria, pero no hace nada para desarrollar su juicio, su espontaneidad, en suma, su inteligencia. Todo se enseña por preguntas y respuestas, a la manera del catecismo, y si alguno interroga al alumno con una frase inesperada, el escolar permanece cohibido. Para responder aguarda a que se le haga la pregunta A, que está en su libro, y en el acto recuerda la contestación B. William James refiere a propósito de esto una graciosa anécdota: A una de nuestras amigas, dice, le rogaron que interrogase sobre geografía en cierta clase de niños. Entonces, echando una mirada al manual, nuestra amiga preguntó: «Supongan ustedes que están abriendo en el suelo un pozo de una centena de metros. ¿Hará más calor o más frío en el fondo del pozo que en la superficie?». Al ver que nadie respondía el maestro dijo: «Estoy seguro de que los muchachos lo saben, pero creo que usted no ha expuesto la pregunta bien. Permita usted que la haga yo» y tomando el libro, expuso: «¿En qué estado se encuentra el interior del globo?». La mitad de la clase respondió inmediatamente: «El interior del globo está en estado de fusión ígnea». He aquí un ejemplo divertido de la enseñanza automática.

Pero aún hay algo peor. Yo he conocido a una señorita que salía de un colegio en el cual acababa de pasar una decena de años; no sólo esta joven no conocía nada de la vida y tenía el aspecto asustado, como quien sale de una prisión, sino que además no había recibido ninguna clase de instrucción durante aquel largo internado. Leía mal, mostraba una ortografía fantástica, no sabía hacer siquiera una multiplicación, no tenía las menores nociones de historia ni de geografía y hasta en la costura dejaba mucho que desear. Pero lo que sabía perfectamente era la historia sagrada y una gran cantidad de oraciones y de cánticos que le habían enseñado en latín y que recitaba sin comprenderlos. Esta no sólo era una instrucción frustrada, sino que las facultades intelectuales de razonamiento y de juicio de la joven no habían sido ejercidas. Se la había hecho crédula, supersticiosa, holgazana y respondía como una tonta, por más que no le faltara inteligencia natural.

A propósito de esto me permitiré hacer una corta digresión. Parece que acabo de condenar sin apelación la instrucción automática, y por otra parte, todo el mundo sabe que muchos excelentes autores han sostenido que la instrucción debe tender hacia el automatismo. El propio doctor Le Bon manifiesta, en una fórmula afortunada, que la educación es el arte de hacer pasar lo consciente en lo inconsciente.

Considero esta fórmula muy justa, pues me parece, en efecto, que el ideal para un calculador es hacer multiplicaciones sin acordarse de que existe la tabla de multiplicar ni tener que acudir a ella; de igual modo, un médico posee bien su arte el día en que, después del examen de un enfermo, encuentra sin trabajo, sin esfuerzo y de una manera completamente automática, el diagnóstico que conviene a la enfermedad. Pero la idea justa que acabo de señalar cesará de ser justa si se la lleva demasiado lejos; si se concluye de esto, por ejemplo, que el individuo entero debe ser transformado por la educación en autómata, es decir, en inconsciente. El automatismo sólo es bueno cuando resulta parcial, cuando se refugia sobre ciertas partes del trabajo, a fin de que lleguen a ser fáciles, seguras, rápidas, y cuando la economía de esfuerzo producida de este modo permita al individuo desarrollar perfectamente su sentido crítico y su iniciativa. Es preciso usar de lo inconsciente para dar libre vuelo a lo consciente.

Acontece también, y muy frecuentemente, que un niño resulta mal clasificado. El director, después de un examen sumario, le ha puesto en una clase demasiado elevada para él, y este error de clasificación causa un perjuicio importante al alumno, que corre el riesgo de perder el año. En los cursos preparatorios, que deberían ser frecuentados por niños de seis a ocho años, se encuentran algunas veces alumnos de cinco y aun de menos edad; nadie debe asombrarse de que esos pequeños no puedan asimilarse una enseñanza que no está hecha para ellos, ni de que permanezcan en los últimos puestos de la clase. He aquí, por ejemplo, al niño Ernesto, que ha entrado el 1.º de Octubre en un curso preparatorio; hasta el 15 del propio mes no cumple los cinco años; luego va adelantado en un año, a causa de que su familia, que se ocupa mucho de su instrucción y de su educación, le hizo comenzar muy pronto los estudios. El niño es robusto, su desarrollo corporal resulta satisfactorio, tanto que por la talla y por el peso parece un alumno de siete años; su audición y su visión son buenas. Pero el maestro se queja de que este escolar es inatento en clase y que su inteligencia no se ha despertado lo bastante para seguir las lecciones; en efecto, sus notas son muy malas y resulta el penúltimo de la clase. El único remedio que convendría aplicar en este caso sería volver al niño a la escuela de párvulos.

Emilio está en el mismo caso que Ernesto, pero con una ligera variante que hay necesidad de anotar: tiene un año más y sigue la misma clase; resulta, pues, un alumno regular; añadimos que en cuanto a la vista, al oído, al desarrollo corporal y al estado de salud es normal y que sus padres se interesan por él, como hacen generalmente todos los padres por sus hijos pequeños. A pesar de todas estas buenas razones de éxito, Emilio permanece en los últimos lugares de la clase, y ello no depende de su indisciplina, sino del desenvolvimiento medio de su inteligencia. El maestro, pedagogo experto que le ha estudiado, dice de él: Forma parte de una categoría de niños de los cursos preparatorios de los cuales decimos en la escuela «que no están en su sitio». Estos niños no son ni perezosos ni inatentos; pero les faltan con frecuencia algunos meses para ver, entender y aprender lo que se les enseña; pasado este tiempo, hacen progresos rápidos y siguen bien la clase.

He aquí otra víctima del defecto de clasificación, solamente que se trata de un niño de más edad, y que por consecuencia se puede estudiar de más cerca. Raúl entra a los diez años y medio en el curso superior, donde se llega de ordinario después de los once años. Es éste un muchacho inteligente y su familia observa con interés sus progresos en la escuela; hasta ahora ha sido un perfecto escolar; pasó por la escuela de párvulos, luego permaneció dos años en el curso elemental, como es costumbre; pero no se lo ha dejado más que un año en el curso medio, en vez de dos. La audición y la visión son normales; tiene aspecto de estar bien constituido y hasta es vigoroso; en cuanto al peso y la talla, resulta igual a los muchachos de su edad. En los recreos muestra una actitud normal: es alegre, despierto, activo sin violencia; pero en clase deja mucho que desear. No concede a las lecciones más que una atención moderada, hasta llega a mostrarse más distraído en el segundo semestre que en el primero: hace, por tanto, progresos al revés; sabe mal las lecciones y olvida con frecuencia sus deberes. Conclusión: se le coloca en los últimos lugares, lo que resulta bien desagradable para él. El maestro de la clase, a quien no falta inteligencia pedagógica, no le ha reñido ni le ha castigado, dándose cuenta de los hechos. «Un ligero adelanto para su edad, se dice, ha puesto al niño en presencia de estudios un pocos áridos. Las abstracciones, sin escapársele por completo, le imponen un esfuerzo penoso, prematuro. Parece que siente en la actualidad una especie de fatiga intelectual a la cual pretende escapar con distracciones». Este caso es normal, completamente clásico, y debemos aprender a conocerle, para saber la manera de tratarlo. No desanimemos a Raúl, no le riñamos; es preciso aguardar, presumir que el año que transcurre es un año de incubación. Este alumno, que ahora no comprende, comprenderá mejor el año próximo, bastará con hacerle repetir su clase y entonces dará resultados excelentes.

Tales casos se presentan muchas veces. Es necesario saber que el desarrollo intelectual no sigue una dirección regularmente ascendente; la curva se interrumpe en ocasiones. De vez en cuando, un niño cesa de desarrollarse; descansa en cierto modo; quizá durante este tiempo el organismo físico se desenvuelve únicamente; nada se sabe con certeza.

La existencia de estos períodos de estacionamiento debe ser conocida de los maestros y de los padres, y éstos harán mal en asustarse. Para tranquilizarles, les daremos el dato siguiente, dato que nos fue facilitado por una estadística reciente de M. Bocquillon.

De 39 niños perezosos, que ocupaban los últimos lugares de la clase, 31 de ellos al año siguiente consiguieron alcanzar un puesto honroso; 31 entre 39 es más que una simple mayoría: son los cuatro quintos.

Como contraste con el precedente escolar, citaremos otro que, a primera vista, parece asemejársele por completo; este último es un alumno que tampoco llega a asimilarse la enseñanza de la clase; ocupa también los últimos puestos como el precedente; pero su caso es más grave, pues su porvenir resulta ya comprometido.

En efecto, Ramón, que está en el mismo curso superior que Raúl, no tiene diez años y medio, sino trece bien contados: su atraso es de tres años. Su educación escolar anterior quizá fue defectuosa, porque ha pasado por una escuela congregacionista, donde por costumbre se preocupan poco de desarrollar el juicio. Tiene la visión y la audición normales: nada se puede decir de su aspecto corporal, que es normal también; juega con animacion, con violencia casi. Sus padres, que gozan de un modesto bienestar, vigilan mucho sus progresos, y hasta le dan repasos después de clase. Es muy asiduo a la escuela, y su actitud en clase muy correcta, demostrando gran docilidad y estudiando bien las lecciones, que aprende al pie de la letra, aunque descuida un poco el sentido. El maestro, que le conoce mucho, por haberle dado repasos a instancia de sus padres, se da perfecta cuenta de que Ramón es un rezagado de inteligencia. Su insuficiencia mental se caracteriza por la lentitud de las concepciones, la dificultad de expresarse, la repugnancia absoluta a la abstracción, la imposibilidad manifiesta de elevarse a las ideas generales. «Todo el saber del muchacho, se dice el maestro, reposa sobre la memoria, y aun ésta no responde más que con lentitud a sus necesidades. Su repugnancia por el trabajo intelectual resulta consecuencia inevitable de lo que precede. Los repasos no han producido más que un efecto insignificante, y prueban que existe una verdadera imposibilidad que vencer, una insuficiencia natural». Nosotros, por supuesto, no suscribimos esta conclusión desconsoladora y nos cuesta trabajo creer en una imposibilidad. Luego se comprende el interés inmenso que hay para el maestro en distinguir estos dos tipos de escolares, el de Raúl y el de Ramón. El segundo tipo puede llegar a ser un verdadero decadente social. ¿Cómo hacer la distinción? Será preciso tener en cuenta la diferencia de edad. En general, el escolar destinado a no hacer progresos ulteriores es un viejo; queremos decir con ello que está atrasado en varios años. Debería colocársele en una clase de perfeccionamiento, o darle una enseñanza individualizada, con la cual, como explicaremos más adelante, se consigue que realicen verdaderos progresos los atrasados.

El ejemplo que acabo de citar es poco preciso, resulta un caso de transición entre el atraso y la normalidad. Véase otro ejemplo más franco y que ofrece un interés particular, porque se trata de un sujeto muy joven todavía. El niño Armando está en el curso preparatorio; tiene ocho años y se encuentra atrasado físicamente. El pobre muchacho es flaco y endeble: su talla resulta la de un niño de cinco años; su visión y audición son anormales, y para concluir este triste cuadro, añadiremos que su familia se halla en la miseria y no se interesa por su educación y por su instrucción. Por estos signos se reconoce un anormal físico. Es igualmente un anormal intelectual; en clase está soñoliento, indiferente; no ha respondido nunca a una cuestión planteada. Si copia un modelo de escritura, lo desnaturaliza y reproduce sin cesar un signo de su invención que no se asemeja a ninguna letra. Pero no es indisciplinado y no puede hacérsele observación alguna. En el recreo permanece pasivo, inerte, sentado sobre un banco, no mostrando ninguna actividad física y asistiendo a los juegos de los demás niños sin interesarse en ellos. Es triste y tímido. Sí se lo invita a jugar con sus camaradas, obedece, pero abandona en seguida el juego y vuelve a sentarse. El maestro concluye con razón que este muchacho es a la vez un atrasado físico y un atrasado intelectual. Hemos referido este ejemplo para acabar la serie; pero es evidente que, por su desarrollo, este caso de atraso cesa de ser interesante para nosotros; no es este género de niños quien hará vacilar en el diagnóstico. Hasta la propia criada de la escuela reconoce que son anormales.

He aquí aún el escolar que no aprovecha la enseñanza por una razón que es verdaderamente paradojal: es demasiado inteligente. Se encuentran algunas veces niños brillantemente dotados, que resultan de un nivel intelectual muy superior al de los muchachos de su edad. No son los últimos en darse cuenta de ello. En clase no tienen necesidad de hacer grandes esfuerzos para ganar el puesto de honor. Su vanidad se despierta. No trabajan más que por capricho y sólo aprenden sus lecciones en el último momento; resultan voluntariosos, insubordinados, cumpliendo deberes que no se les han impuesto para singularizarse. En el estudio impiden trabajar a los demás. No se les tiene afecto, se les castiga, pero se les perdona cuando llega el día de los exámenes. Para esta clase de muchachos se deberían formar clases de supernormales. Estas clases resultarían tan útiles, quizá más que las de los normales; porque es por la élite y no por el esfuerzo de la medianía como la humanidad inventa y progresa; hay, pues, un interés social en que los individuos sobresalientes reciban la cultura que necesitan. Un niño de inteligencia superior constituye una fuerza que no se debe dejar perder.

Volvamos ya a aquellos niños que no comprenden y que muestran una falta de inteligencia; pero hay que hacer entre ellos una distinción importante. Los unos tienen un descenso general de las facultades intelectuales; no revelan aptitud para nada, resultan igualmente nulos en todas las ramas de la enseñanza. Los otros están más favorecidos, porque muestran algunas aptitudes parciales. Frecuentemente son refractarios a las ideas generales y abstractas, pero su mano es diestra y sacan buenas notas en dibujo, y especialmente en el taller; algunos de ellos hasta se clasifican los primeros en trabajo manual; la herramienta les interesa más que la pluma. Ello no constituye un gran mal, si han de llegar a ser más tarde buenos obreros. Así, mientras que el maestro ordinario de la clase los encuentra poco inteligentes, el jefe del taller tiene por ellos verdadera estimación. Se ve por esto cuán necesario es no confundir casos tan diferentes, saber distinguir el niño que tiene aptitudes para el trabajo manual de aquel que no tiene ninguna clase de aptitud.

Se debería establecer una categoría muy considerable de niños que se designan con el nombre de falsos ininteligentes. Estos son niños cuya apariencia engaña, porque teniendo cierto defecto, aunque este defecto considerado en sí mismo no es importante, les perjudica hasta el punto de hacerlos pasar por imbéciles. Por eso una palabra franca y suelta proviene en favor de quien posee este don. Pero supongan ustedes un niño que balbucea, o que sin tener, propiamente hablando, un defecto de articulación, le cuesta mucho trabajo hallar las palabras; pues todo el mundo se impacienta contra su falta de expresión y lo juzga mal. Luego tiene, además de lentitud de palabra, lentitud de pensamiento. Se cree de ordinario, y con razón, que la vivacidad de espíritu, como la de la fisonomía, es una señal de inteligencia; pero hay individuos lentos que nos hacen aguardar la respuesta, sea porque son demasiado reflexivos, o porque la lentitud es un hábito en ellos; es raro que a esta clase de individuos no se les juzgue mal. Examinaba yo últimamente un muchacho a quien su maestro colocaba, como inteligencia, en los últimos puestos de la clase; tuve la paciencia de interrogarle largamente, con el método que indicaré más lejos, y me vi obligado a reconocer que se le juzgaba mal, que no merecía la detestable opinión que se había formado de él. Cierto que se encuentra raras veces un alumno tan poco vivo; era lento para hablar, para escribir, lento para andar, lento para todo. Yo le hice marcar puntos sobre una hoja de papel durante diez segundos. A pesar de una multitud de ensayos, nunca llegó a marcar más de treinta y cinco puntos, mientras sus camaradas marcaban sesenta. Este niño no era más que lento y un poco soñoliento. Hay otros a quienes sucede lo contrario: éstos son pobres emotivos; la presencia de los camaradas, la menor mirada del maestro desencadenan en su interior una tempestad violenta de emociones que les perturba, los desorganiza, haciéndoles incapaces de reflexionar. No son empujados por la emoción a realizar actos violentos y desrazonables, no se vuelven impulsivos; resultan, por el contrario, paralizados por emoción; se les podría comparar con exactitud a máquinas descompuestas. Los examinadores conocen bien este género de alumnos a quien la emoción embrutece. Se me señalaba últimamente uno de estos niños, educado en familia con sus hermanas, no saliendo nunca solo, yendo conducido a la escuela por una criada, mimado por su madre y recibiendo todas las influencias que podían sobrexcitar su nerviosidad; hasta se le hacía aprender el piano; en clase se turbaba de tal manera por el menor incidente, que no daba más que respuestas estúpidas.

Tales son las principales circunstancias en las cuales es necesario hacer en la escuela un diagnóstico de inteligencia. Estos no son más que ejemplos, y al citarlos deseamos no poner con ellos limites a una cuestión extremadamente vasta. Casi a cada instante hay necesidad de saber si un niño es inteligente. Tal comprobación es de una importancia primordial.




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- II -

La medida de la inteligencia


Vamos a examinar por cuáles procedimientos se debe hacer el diagnóstico de una inteligencia de niño.

De hecho, el maestro que está dotado de espíritu de observación puede llegar algunas veces, en los casos extremos y muy precisos, a formarse un criterio justo sobre las capacidades mentales de sus alumnos.

Yo no creo que sea necesario insistir largo tiempo sobre los pequeños medios empíricos que se emplean siempre a este efecto. Se tiene en cuenta la vivacidad de espíritu, la claridad de las respuestas, su exactitud y mil otras señales, que son, con frecuencia, muy útiles y prestan grandes servicios. No obstante, los maestros se ven embarazados algunas veces, y algunas veces también cometen ciertos errores que he presenciado yo. Diré otro tanto de los padres. Si son inteligentes e ilustrados, sabrán admirablemente darse cuenta de la inteligencia de sus hijos; pero muchas veces los términos de comparación les faltan, y tienen, además, una tendencia a considerar como excepcional un fenómeno de inteligencia que es normal. Hay más: resultan extremadamente optimistas; se dejan deslumbrar por las frases de los niños precoces, por esas frases que algunas veces son encantadoras, pero que algunas veces también no son más que ecos, que con frecuencia, con mucha frecuencia, sólo expresan una franqueza fuera de lugar, una falta de juicio. Más aún que los maestros tienen los padres necesidad de que se les enseñe a estimar la inteligencia infantil.

¿Los médicos son más hábiles?

Demasiado conozco cuánto les debemos, demasiado sé los servicios que nos hacen mostrando el origen físico de muchas perturbaciones intelectuales que se producen en los niños. Pero ¿cómo podrán saber si un niño tiene precisamente la inteligencia propia de su edad? Ningún estudio especial les ha preparado para ello, y el tacto y el buen sentido no reemplazan este estudio especial. ¿Cómo, por cuál razonamiento, en efecto, se puede adivinar a qué edad un pequeño sabe la cuenta de sus dedos, o distingue entre la mañana y la tarde, o nombra corrientemente los colores principales, o conoce el valor de la moneda? Es en absoluto imposible. Resulta fácil ver, hablando con un alumno, si es torpe o vivo, charlatán o taciturno, y se adquiere de este modo una cierta noción de conjunto que no se debe desdeñar, sobre todo en los casos extremos; pero en los casos qne son tan precisos, forzoso es decirlo, todo el mundo está de acuerdo. Luego para saber si un niño tiene la inteligencia de su edad, o está atrasado o adelantado en tal respecto, hay necesidad de poseer un método preciso y verdaderamente científico.

¿Nos podrá dar este método la psicología? Si no nos lo ha dado hasta ahora, no es suya la culpa, porque desde hace treinta años, la cuestión de la medida de la inteligencia no ha cesado de estar a la orden del día. Numerosos son los confeccionadores de programas, los técnicos de gabinete, que han imaginado experimentos destinados a conocer y a medir las capacidades mentales de las gentes. ¿Qué no se ha propuesto? Descifrar jeroglíficos, llenar pasajes suprimidos de un texto, descifrar una mala escritura, comprender un pensamiento complicado, montar o desmontar una máquina, imaginar un mecanismo oculto, explicar una serie de palabras abstractas, etc., etc. Hasta se ha propuesto una vez un test mucho más sencillo, que consistía en dar golpes con la mayor velocidad posible sobre un extremo de la mesa, juzgando por el número de golpes dados en cinco segundos si el niño era inteligente o no.

Supongamos que se haga la elección en estos diferentes tests, algunos de los cuales ni siquiera tienen claridad y precisión. Si se guardara el mejor de ellos y se le aplicase rigurosamente a toda una serie de escolares de inteligencia desigual, ¿permitiría este test único discernir las diferencias intelectuales de los niños?

Al problema planteado de este modo la experiencia ha respondido ya, y voy a mostrarlo analizando brevemente todas las conclusiones que es posible formular de un test único. Este test que yo tomo por ejemplo fue sugerido y empleado por Biervliet, nuestro distinguido colega de la Universidad de Gante. Es un test de visión que consiste en medir la acuidad visual, tomando para ello algunas precauciones especiales.

Para comenzar, Biervliet había elegido, entre trescientos estudiantes de la Universidad que habían pasado por su clase, diez sujetos que consideraba, según sus relaciones con ellos y sus éxitos subsecuentes en los estudios de su carrera, como los más inteligentes de todos; había elegido con iguales precauciones otros diez sujetos, que juzgaba, por razones inversas, como los menos inteligentes. La selección que operaba entre ellos era, pues, bastante severa, puesto que sólo retenía uno solo entre treinta. En seguida medía con cuidado la acuidad visual de cada uno de estos estudiantes, indagando cuál era la distancia más grande donde con una claridad dada el estudiante podía leer un texto fijado en el muro. Esta distancia máxima da la medida de la acuidad visual por medio de una cifra; aquel que lee el texto a 10 metros es, en cuanto a la acuidad visual, superior a quien lee el mismo texto a una distancia menor, a 8 metros por ejemplo. Hasta aquí no existe nada nuevo, éste es el método clásico. La ingeniosidad del procedimiento consiste en el hecho siguiente. No se contentaba el catedrático con tomar una sola vez la distancia máxima de lectura, la tomaba muchas veces sucesivamente, con textos de igual tamaño tipográfico, aunque diferentes como sentido; la distancia máxima de lectura era anotada cada vez; admitamos que fuese primero de 10 metros, luego de 11, después de 9, de 8, de 12, etc. Estas desviaciones se miden fácilmente calculando antes la media de todas las distancias, en seguida tomando la media de las variaciones de cada distancia con relación a esta media; en el caso citado como ejemplo, la media de las distancias sería de 10 metros y la variación 1m, 2.

Pero, hecho curioso y un poco inesperado, los estudiantes del grupo más inteligente apenas diferían del grupo menos inteligente para la distancia máxima de lectura; diferían sólo por la variación media de esta distancia.

Así, la distancia máxima era de 5m,902 para el grupo de los inteligentes y de 6m,427 para el grupo de los menos inteligentes; éstos tenían, pues, una vista ligeramente superior, puesto que podían leer desde un poco más lejos el mismo texto. Pero la media de sus variaciones era otra: 0m,116 para los inteligentes, 0m,393 para los menos inteligentes. Aquí la diferencia es mucho mayor, la relación de estas cifras es del uno al cuádruplo. De donde concluiremos, si es permitido generalizar este pequeño experimento, que los estudiantes más inteligentes no difieren tanto de los otros por una mayor potencia de visión a distancia como por la regularidad con que mantienen su grado de visión; tienen menos desviaciones; si por primera vez leen a 6 metros de distancia, apenas variarán más que en 0m,10, en los ensayos siguientes, mientras que las variaciones de los menos inteligentes resultarán más considerables. Pues como estas variaciones están bajo la dependencia de la atención y a una variación débil corresponde una atención fuerte, sacaremos de todo ello esta conclusión muy razonable: que la superioridad de los inteligentes se manifiesta sobre todo en un poder más grande de atención.

Hemos referido ampliamente, interpretándole a nuestro modo, este experimento de Biervliet porque resulta típico; nos dispensa de citar otra infinidad de ellos, que fueron concebidos sobre el mismo modelo y que han conducido exactamente a la misma conclusión14.

Notemos bien esta conclusión y juzguemos con cuidado su valor práctico. Toda prueba que pone en juego la inteligencia de los individuos y que exige una cierta dificultad apropiada al grado de su inteligencia, basta para revelar una diferencia intelectual teniendo un valor de término medio. Si se ha dividido los sujetos en dos grupos, uno más y otro menos inteligente, el experimento de psicología permitirá casi seguramente distinguir el primero del segundo. Hasta no sería necesario para ello un experimento de psicología. Se llegaría a la misma diferenciación conformándose con medir el volumen de las cabezas de los alumnos. Y se llegaría también, estoy seguro de ello, haciendo a los niños la pregunta más simple, por ejemplo: «¿cuántos años tiene usted?» o «¿qué tiempo hace?» menos aún, mirando cómo abren una puerta. Luego es muy fácil diferenciar dos grupos, pero lo es mucho menos diferenciar dos individuos. Si, volviendo al experimento de Biervliet, se le repitiese sobre veinte sujetos de inteligencia desigual y no divididos previamente en dos grupos, no se lograría distinguir de esta manera a los que son más inteligentes.

Reflexionando en estas cosas, saca uno el convencimiento de que la imperfección del método de los tests mentales obedece a dos causas principalmente. De una parte, son fragmentarios; no alcanzan más que sobre una o dos facultades y no sobre todo el conjunto; así, el tests de Biervliet recaía en primer término, casi puede decirse únicamente, sobre la atención. De otra parte, las facultades mentales de cada sujeto son independientes y desiguales; a poca memoria puede ir asociado mucho juicio, y aquel que ha dado pruebas de un notable poder de fijación, en un test de memoria, puede ser un tonto de capirote; nosotros hemos encontrado ejemplos de ello. Nuestros tests mentales, siempre especiales en su alcance, convienen al análisis de una sola facultad; no pueden dar a conocer la totalidad de la inteligencia. Pues por esta sola totalidad cabe apreciar el valor de un individuo. Todos somos un haz de tendencias, y la resultante de estas tendencias es la que se expresa en nuestros actos, haciendo que nuestra existencia resulte lo que es. Luego esta totalidad es la que hay que saber apreciar.

Yo he propuesto últimamente, con el doctor Simon, una teoría sintética del funcionamiento del espíritu, que resultará útil resumir aquí, porque ha de mostrar claramente que el espíritu es uno, a pesar de la multiplicidad de sus facultades, que posee una función esencial, a la cual todas las otras están subordinadas; y se comprenderá mejor, después de haber visto esta teoría, cuáles son las condiciones que los tests deben llenar para apreciar toda la inteligencia15.

En opinión nuestra, la inteligencia, considerada independientemente de los fenómenos de sensibilidad, de emoción y de voluntad, es ante todo una facultad de conocimiento, que es dirigida hacia el mundo exterior y que trabaja en reconstruirle por entero, por medio de los pequeños fragmentos que nos han sido dados. Lo que nosotros percibimos es el elemento a, y todo el trabajo tan complicado de nuestra inteligencia consiste en soldar a este primer elemento un segundo elemento, el elemento b. Todo conocimiento resulta, pues, esencialmente una adición, una continuación, una síntesis; sea que la adición se haga automáticamente, como en la percepción exterior, donde viendo una pequeña mancha, nos decimos: «allí está nuestro amigo que se pasea a lo lejos sobre el camino», sea que al contrario la adición se haga a consecuencia de una indagación consciente, como cuando un médico, después de haber examinado con detenimiento los síntomas de un enfermo, concluye: «esto es la ruptura de un aneurisma, se va a morir», o cuando un matemático, después de haber velado sobre un problema, dice: «x vale tanto». Pues notamos bien que en esta adición al elemento a, una multitud de facultades trabajan ya: la comprensión, la memoria, la imaginación, el juicio y, sobre todo, la palabra. No retenemos de ello más que lo esencial, puesto que todo esto conduce a inventar un elemento b, llamamos todo el trabajo una invención, que se hace después de una comprensión. No tenemos más que añadir dos rasgos, y nuestro esquema es completo. El trabajo descrito no puede hacerse al azar, sin que se sepa de qué se trata, sin que se adopte una cierta línea, de la cual uno no se desvía; es preciso, pues, una dirección. El trabajo no puede hacerse tampoco sin que las ideas que suscita sean juzgadas a medida que se producen y rechazadas si no convienen al fin perseguido; es preciso, pues, que haya una censura. Comprensión, invención, dirección y censura; la inteligencia está comprendida en estas cuatro palabras. Consecuentemente, podemos concluir ya de todo lo que precede que aquellas cuatro funciones, que son primordiales, deberán encontrarse estudiadas por nuestro método y caer así bajo el poder de los tests especiales.

Pero puesto que se trata especialmente de medir una inteligencia en vía de desarrollo, una inteligencia de niño, preguntémonos en qué esta inteligencia puede diferir de la de un adulto. Evitemos conformarnos con palabras; no decimos que la inteligencia del niño no difiera de la nuestra más que en grado, no en naturaleza, pero busquemos con toda la precisión posible averiguar la diferencia esencial que nos separa de él. Tendremos presente, en todo lo que sigue, un joven escolar de ocho a nueve años; pero entiéndase bien que las diferencias que vamos a señalar serán tanto más grandes cuanto se piense en un ser más joven, y tanto más pequeñas cuanto mayor sea.

Existen entre el niño y el adulto muchas diferencias intelectuales. Algunas pueden despreciarse aquí, porque resultan sin importancia. Así un niño tiene menos experiencia que un adulto, sabe menos, posee menos ideas, conoce menos palabras; se observará aún que tiene otros fines, otros intereses, otras preocupaciones; por ejemplo, el instinto sexual no existe todavía en él tanto como en el adulto; y de todo esto resultan muchas consecuencias prácticas; de modo que, por el solo hecho de su ignorancia, un niño no podría recibir la libre dirección de su vida. Pero no son estas diferencias en la organización psíquica de la inteligencia y no tenemos que preocuparnos de ellas. Estas diferencias pudieran no existir, y el niño no dejaría de quedar con su inteligencia de niño. Para caracterizar esta inteligencia volvamos a nuestro esquema, que se compone de dirección, comprensión, invención y censura.

El niño, en todo lo que emprende, muestra una debilidad de dirección; es aturdido e inconstante, olvida de buen grado la faena que se propone hacer, o se disgusta de lo que hace, o se deja llevar por una fantasía, un capricho, una idea que pasa. En una conversación, en un relato, salta de un asunto a otro, al azar de las asociaciones de ideas, imita desde el gallo al asno. Observad su falta de dirección cuando va a la escuela; no marcha en línea recta a su objeto, como un adulto, sino que hace muchos zigzags, deteniéndose o desviándose de su camino por cualquier espectáculo que le interesa, y que le obliga a olvidar su objeto y le hace cambiar de acera. Y cuando está absorbido por alguna ocupación, pierde de vista a las otras, oyéndosele repetir con frecuencia: «Me acordaré».

Su comprensión resulta superficial. Sin duda percibe los objetos exteriores, su forma, su color, su distancia, su ruido, casi tan exactamente como un adulto, y la acuidad de sus sentidos es muy buena; también puede juzgar y comparar las sensaciones simples, los colores, los pesos, las longitudes, con una exactitud que nos asombra. Pero si la percepción debe exceder de la sensación simple y llegar a ser una verdadera comprensión, ya da señales de debilidad. Se ha dicho del niño que es un buen observador; esto es una ilusión: puede ser herido por un detalle que nosotros no habremos observado, pero no verá un conjunto, un panorama de cosas, y sobre todo, resulta incapaz de discernir entre lo accesorio y lo esencial. Si se lo hace referir un acontecimiento de que ha sido testigo, observa uno que le ha visto superficialmente, y que le ha chocado la decoración y no el sentido oculto. Una interpretación profunda está vedada para él, porque exige el lenguaje y el niño se encuentra aún en una fase de la inteligencia sensorial; la fase verbal comienza más tarde, y consecuentemente, no comprende muchas palabras, muy claras para nosotros; las adorna con ideas falsas. Y aun si se hace un estudio cuidadoso del lenguaje de que se sirve, se verá cuán sensorial resulta; emplea muy pocos adjetivos, unos pocos más sustantivos, sobre todo los verbos, lo que prueba que resulta principalmente sensible para lo que expresa acción; raras veces emplea las conjunciones, los , los pues, los porque, los cuando, pequeñas palabras que son quizá las partes más nobles del lenguaje, las más lógicas, puesto que son las que expresan las sutiles relaciones de ideas. El niño usa palabras concretas, y mucho menos las abstractas. Todo esto aboga en el mismo sentido: una comprensión que es de naturaleza sensorial y queda siempre en la superficie16.

Su poder de invención es igualmente limitado; por de pronto, es más bien imaginativa que razonada, más sensorial que verbal; después, no evoluciona, no se diferencia. Tenemos de ello dos ejemplos muy precisos. Si se le pregunta lo que piensa de los objetos que conoce, si se lo ruega que nos diga lo que son, en el acto su pensamiento se desarrolla en el sentido utilitario; es de aquellos que definen cada cosa por el uso, y este uso es considerado bajo la forma más limitada y la más vulgar: «¿Qué es un cuchillo?-Una cosa para cortar; un caballo es para tirar del coche; una mesa, para comer; una mamá, para hacer la comida; un caracol, para aplastarlo». De igual modo, si se trabaja es para evitar los castigos o para ser recompensado. Otro ejemplo donde su mentalidad se muestra bien cándidamente es cuando se le hace describir grabados; ante una escena de miseria, por ejemplo, que representa desgraciados arrojados sobre un banco, el niño de cinco a seis años dirá: «Este es un hombre... aquí hay un árbol»; un niño de ocho a diez años tratará de describir lo que ve, y dirá: «El hombre está sentado sobre un banco; hay una mujer cerca de él»; es preciso una inteligencia de adulto para comprender el sentido de la lámina y decir por fin: «Son gentes sin abrigo, gentes en la miseria, gentes que sufren». Pues notemos bien lo que estas respuestas nos revelan sobre la mentalidad del niño; ellas nos prueban que el don de invención que posee está aún poco diferenciado; el niño interpreta el grabado por medio de imágenes vagas, vulgares, que convienen lo mismo a toda clase de grabados y consecuentemente no convienen a ninguno. En efecto, reconocer que en el grabado visto hay un hombre o una mujer es hacer una comprobación vulgar; se especializa más cuando se describe la posición de los personajes, su manera de ser y sus ocupaciones; la especialización va todavía más lejos cuando el niño traspasa la descripción y hace una interpretación del sentido de la escena. Enumerar, describir, interpretar son las tres etapas de la evolución del pensamiento; esta evolución consiste en el paso de lo vago a lo preciso, de lo particular a lo especial; semejante paso el niño joven está en disposición de franquearlo.

El poder de la censura es en él tan limitado como lo demás. No se da cuenta exacta de la precisión de lo que dice y de lo que hace; es tan torpe de espíritu como de manos; resulta notable por su facilidad de satisfacerse con palabras, no advirtiendo que apenas las comprende. Los porque con que nos acosa constantemente no pueden embarazarnos, pues el niño se conformará cándidamente con los por esto más absurdos. Discierne muy mal la diferencia entre lo que imagina o desea y lo que ha visto en realidad, y tal confusión explica muchas de sus mentiras. Por último, todo el mundo conoce su extremada sugestibilidad, que dura hasta los catorce años, sugestibilidad que es de naturaleza complicada, porque obedece a su carácter tanto como a la imperfección de su inteligencia; en todo caso esta sugestibilidad constituye una prueba de su falta de censura.

Con una mentalidad como la que acabamos de describir, el niño se asemeja mucho en materia de inteligencia a un imbécil adulto; y si tuviéramos lugar para ello, mostraríamos toda una serie de problemas y de dificultades a los cuales el adulto imbécil y el niño normal dan las mismas respuestas. En ambos se ve el mismo defecto de censura y de dirección, la misma comprensión superficial, la misma invención indiferenciada. No obstante, tiene uno el sentimiento de que la semejanza no es ni puede ser completa entre dos seres que se aperciben para un porvenir tan diferente. El imbécil adulto ha terminado su desarrollo, el niño está en el comienzo del suyo. Y precisamente porque está en vías de desarrollo, posee el niño un cierto número de cualidades muy interesantes, de las que no se ha hablado en el esquema precedente, y que son, sin embargo, bien características de su estado. Por de pronto, la potencia de memoria; el niño tiene una memoria pronta y durable, porque esta cualidad es necesaria a toda su evolución ulterior; un espíritu desprovisto de plasticidad resultaría incapaz de transformarse. Comparado con un adulto, el niño cuenta con mejor memoria; no aprende quizá más pronto, pero retiene por mayor tiempo lo que ha percibido. Otro carácter importante del niño: nos referimos a este exceso de actividad que tiene precisión de gastar continuamente, que le hace inquieto y ruidoso, y tan refractario a la disciplina del silencio que se le quiere imponer en la escuela. Recordemos el número de veces que se le repite: «Estate quieto». Tal advertencia alterna con esta otra: «Escucha». En suma, tercer carácter: el niño se consagra a una sucesión incesante de ensayos de todas clases para conocer los objetos exteriores o para ejercer sus facultades; de pequeñito, toma los objetos, los maneja, los golpea, los chupa... y más tarde, pasa horas y horas en rendirse en el juego; el niño es esencialmente una cosa que juega; el juego es, comprendido en su sentido más profundo, una preparación para los actos de la vida adulta, cierta clase de ensayo divertido antes de la representación formal; el juego distingue y señala todos los seres en disposición de desarrollarse. Apenas hay necesidad de decir que el adulto imbécil no juega.

Es esta mentalidad particularísima la que vamos a tratar de juzgar, por medio de un conjunto de tests.

No hay nada como la necesidad para hacer surgir métodos nuevos. Sin duda, habríamos permanecido largo tiempo en el statu quo de los tests fragmentarios si no nos hubiésemos visto obligados, hace ya dos años, con un interés verdaderamente social, a hacer medidas de inteligencia por el método psicológico. Se pretendía organizar sobre una pequeña escala clases para los niños anormales. Antes de instruir a estos niños, había necesidad de reclutarlos. ¿Cómo reclutarlos?

Hemos expuesto ya que la opinión de los maestros sobre la inteligencia de los niños debe ser comprobada, y que el atraso escolar de un alumno no significa gran cosa cuando su escolaridad ha sido irregular, o cuando le faltan a uno datos sobre ella, lo que acontece con frecuencia en París. ¿Qué hacer entonces? Se nos traía diariamente un escolar sobre el cual no teníamos indicaciones indispensables; ni los padres, ni los maestros, ni el pasado escolar del niño podían ayudarnos. Nos veíamos reducidos a nuestros propios recursos. El niño estaba allí, en nuestro laboratorio, solo con nosotros; había necesidad, después de un cuarto de hora o de una media hora de interrogaciones, de exponer sobre él un juicio preciso, juicio formidable para nosotros, porque íbamos a ejercer una influencia sobre su porvenir.

En estas condiciones fue como elaboramos, con ayuda de nuestro colaborador tan abnegado, el doctor Simon, un método de medida de la inteligencia al cual dimos el nombre de escala métrica. Fue construido lentamente, con el auxilio de estudios hechos, no solamente en las escuelas primarias y las escuelas de párvulos, sobre niños de todas edades, desde los tres años hasta los diez y seis, sino también en los hospitales y hospicios, sobre los idiotas, los imbéciles y los débiles, y por último, en toda clase de medios y hasta en los regimientos, sobre adultos letrados e iletrados. Después de centenares de verificaciones y de mejoras, pude formar una opinión definitiva, no porque el método resulte perfecto, sino por ser el que había necesidad de emplear; y si en adelante se perfecciona, como espero, no llegará a tal grado de perfección más que empleando los propios procedimientos y sacando partido de nuestra experiencia.

La idea directriz de tal medida ha sido la siguiente: imaginar un gran número de pruebas, a la vez rápidas y precisas, presentando una dificultad creciente; ensayar estas pruebas sobre un gran número de niños de diferente edad; anotar los resultados; indagar cuáles son las pruebas que tienen éxito en una edad dada, y que no pueden usarse con los más jóvenes; constituir de este modo una escala métrica de la inteligencia, permitiendo determinar si un sujeto dado tiene la inteligencia de su edad, o bien si está atrasado o adelantado en meses o en años.

Damos en el cuadro que sigue la lista de nuestras pruebas. Un corto comentario será suficiente para comprender el sentido. Los que deseen más amplios detalles, pueden ver nuestros trabajos anteriores17.

Escala métrica de la inteligencia.

3 meses.- Tener una mirada voluntaria.

9 meses.- Escuchar un sonido. Asir un objeto después del contacto o después de la percepción normal.

1 año.- Discernir los alimentos.

2 años.- Marchar. Ejecutar una comisión. Indicar sus necesidades naturales.

3 años.- Mostrar su nariz, sus ojos, su boca. Repetir dos cifras. Enumerar los personajes y objetos de un grabado. Dar su apellido. Repetir seis sílabas.

4 años.- Reconocer su sexo. Nombrar una llave, un cuchillo, un sou. Repetir tres cifras. Comparar dos líneas e indicar cuál es la mayor. Describir un grabado. Contar trece sous simples. Nombrar cuatro piezas de moneda.

5 años.- Comparar dos cajas de peso diferente e indicar la más pesada. Copiar un cuadrado. Repetir una frase de diez sílabas. Contar cuatro sous simples. Formar un rompecabezas construido con dos pedazos.

6 años.- Distinguir la mano derecha y el oído izquierdo. Repetir una frase de diez y seis sílabas. Hacer una comparación de estética. Definir por el uso objetos familiares. Ejecutar tres comisiones. Decir su edad. Distinguir la mañana y la tarde.

7 años.- Indicar lo que falta a las figuras. Dar la cuenta exacta de sus dedos. Copiar una frase escrita. Repetir cinco cifras.

8 años.- Leer un trozo y conservar dos recuerdos de lo que se ha leído. Contar tres sous simples y tres dobles y dar el total. Nombrar cuatro colores. Contar de 20 a 0 descendiendo. Comparar dos objetos de recuerdo. Escribir al dictado.

9 años.- Dar la fecha del día. Indicar los días de la semana. Definir mejor que por el uso. Leer un fragmento y conservar seis recuerdos de él. Devolver la moneda sobre veinte sous. Ordenar cinco cajas según su peso.

10 años.- Enumerar los meses del año. Reconocer las nueve piezas de la moneda francesa. Componer dos frases en las cuales se encontrarán dos palabras dadas. Responder a siete preguntas de inteligencia.

12 años.- Criticar frases absurdas. Poner tres palabras en una frase. Encontrar más de setenta palabras en tres minutos. Dar definiciones de palabras abstractas. Reconstruir frases desarticuladas.

15 años.- Repetir siete cifras. Encontrar tres rimas a una palabra dada. Repetir una frase de veintiséis sílabas. Interpretar un grabado. Resolver un problema psicológico.

Las primeras pruebas han sido hechas cerca de las cunas y operábamos con campanillas, bizcochos y bombones. El primer asomo de la inteligencia consiste en seguir con la mirada un objeto, por ejemplo, una cerilla encendida que se cambia de sitio; luego viene la atención al sonido; se hace sonar una campanilla detrás de la cabeza del niño y él se vuelve. La prehensión de un objeto que se le presenta se verifica ya a los nueve meses; un poco más tarde sabe distinguir entre un pedazo de madera y un pedazo de chocolate, llevándose con preferencia el último a la boca. Las primeras palabras espontáneas comienzan hacia los diez y ocho meses y dos años. A esta edad, y hasta un poco más pronto, la marcha se hace sin ayuda, y el lenguaje está suficientemente comprendido para que el niño pueda ejecutar una comisión elemental, como la de ir a buscar una pelota.

Con la edad de tres años comienzan los experimentos de escuela de párvulos. Aquí también es preciso tomar muchas precauciones, no sólo para no asustar a los pequeños, sino para decidirlos a que nos hablen; el mutismo es la forma habitual de la timidez de los niños; no son solamente tímidos; algunos tienen ya un carácter huraño; hubo muchos que no quisieron abrir la boca en nuestra presencia, y eso que no eran mudos; por el contrario, según nos decían las maestras, resultaban muy charlatanes.

Los experimentos de las escuelas de párvulos son bastante simples, pues consisten por de pronto en provocar repeticiones de cifras o de palabras. Se le dice al niño tres cifras, por ejemplo, como 2, 8, 7, y él debe repetir exactamente. Al indicárselo muestra las partes más salientes de su rostro, o bien comienza a nombrar objetos muy elementales que se le presentan. Esto resulta ya más complicado, porque el desarrollo de la palabra supone a la vez que se comprende la palabra ajena y que se encuentran las palabras de su propio pensamiento; por eso este segundo acto se realiza más tardíamente que el primero. Se pregunta también a estos pequeños que digan su apellido y que respondan correctamente a la interrogación siguiente: ¿eres un niño o una niña?

El último ejercicio de lenguaje se verifica con grabados, que tienen la gran ventaja de interesar siempre a los niños. A tal edad se está aún en la enumeración, y dicen poniendo el dedo sobre una escena cualquiera: «Un señor, una señora, un niño», y así sucesivamente. Las pruebas de las escuelas de párvulos exigen también alguna indagación sobre la inteligencia sensorial. Se pregunta a estos niños que decidan cuál es la más larga de dos líneas o la más pesada de dos cajas, y cuando se ha logrado fijar su atención llega uno a asombrarse de su exactitud de apreciación.

De seis a doce años los experimentos pasan en la escuela primaria. Allí fue donde hicimos una estancia más larga, y no nos vimos detenidos por ninguna dificultad. El escolar desde los siete años está bien adaptado, bien disciplinado. No encontramos en él ningún ejemplo molesto de timidez; ningún niño se negó a respondernos, ninguno pareció turbado después de pasar algunos minutos con nosotros. Por eso debemos ponernos en guardia a causa del amor propio de alguno de ellos; cuando hay que habérselas con un alumno de doce años, que se considera ya como un hombre, es preciso no hacerle preguntas demasiado fáciles pues creería que se burlaban de él. Estos exámenes de escolares resultaron muy largos, empleando veinte minutos con los más pequeños y tres cuartos de hora con los mayores.

Las pruebas a las cuales se somete a estos jóvenes son numerosas, y recaen sobre todas las facultades intelectuales: sobre la inteligencia sensorial, y también sobre el lenguaje, que comienza a desempeñar un papel importante en la vida psíquica del niño; la ejecución de las pruebas exige atención, lo que hemos llamado dirección, comprensión, invención y censura. Daremos solamente algunos ejemplos.

Hay, por de pronto, toda una serie de enseñanzas de la vida práctica que un niño normal debe ser capaz de facilitar; por ejemplo, se lo obliga a responder a las interrogaciones siguientes: ¿Qué edad tienes?... ¿Estamos en la mañana o la tarde? Veamos tu mano derecha, tu oído izquierdo. ¿Cuántos dedos tienes en la mano derecha? ¿Cuántos en las dos manos? ¿Cuál es la fecha del día? (Día, semana, mes, año.) ¿Cuáles son los días de la semana? ¿Cuáles son los meses del año? Si se busca sobre el cuadro a qué edad está un niño bastante instruido para responder a estas preguntas elementales se asombrará uno, porque sólo a los nueve años se conoce la fecha del día y sólo a los diez resulta posible recitar sin error y por su orden la serie de los meses.

Además de estas preguntas de vida práctica, nuestro cuadro contiene interrogaciones que revelan más particularmente la instrucción. Así muchos ejercicios se dirigen a la facultad de contar. Ya a los cinco años un niño sabe contar cuatro sous simples, pero hasta los siete años no puede contar trece, y a los ocho cuenta una suma de nueve sous, compuesta de sous simples o dobles; se le pregunta aún a esta edad que recite las cifras al revés, de 20 a 0. A los nueve podemos ser más exigentes; le hacemos devolver la moneda sobre 20 sous. Un divertido juego sirve de pretexto a esta prueba. Suponemos que el niño es un vendedor, le compramos una caja de 4 sous, se la pagamos con 20, rogándole que nos devuelva lo que sobra. Esto es más difícil que los tests de siete a ocho años. Ello nos prueba que el desarrollo de la facultad aritmética se desenvuelve en su espíritu a partir de los nueve años; si se vuelve al baremo de instrucción publicado en el capítulo II y se estudia la sucesión de los problemas propuestos a los alumnos, se observará también cuánta diferencia existe entre el problema de ocho años, una simple sustracción, y el problema de los nueve, que exige una división con un residuo. Por dos vías diferentes se llega, pues, a la misma convicción; la edad de los progresos en matemáticas comienza a los nueve años. Otra ojeada sobre este mismo baremo de instrucción mostraría que la edad de los progresos en lectura se verifica más pronto, a los seis años o siete, y que la edad de los progresos en ortografía se realiza en la misma época.

En nuestra serie de tests, la lectura figura, pero bajo forma que la pone por encima de una prueba de instrucción, porque hacemos leer al niño una noticia de un periódico, y después que la ha leído, le exigimos que nos la explique; a los nueve años, por ejemplo, cuando la lectura, cuyo desarrollo hemos mostrado ya en el sentido automático, ha alcanzado un automatismo bastante completo para que la atención pueda fijarse libremente sobre el sentido, exigimos que la noticia deje en su memoria seis recuerdos distintos. Esta es la prueba de que entonces no se lee sólo con los ojos, sino con la inteligencia.

Hay, en suma, toda una serie de pruebas que son extrañas a la instrucción escolar y a la instrucciónde la vida, al menos en la más amplia medida, y que dependen casi únicamente de la inteligencia natural; por eso se podría decir, con un poco de exageración, que todo niño, cualquiera que sea su edad, sería capaz de darlas, si tuviera la inteligencia necesaria. Así, repetir cinco cifras exige un poco de atención; hacer tres comisiones cuya orden se transmite al propio tiempo, supone ya un espíritu de serie, una buena dirección; y las madres saben bien que el niño de cierta edad no puede recibir más que un solo encargo a la vez; sin esto olvidaría los otros. La dirección es todavía más necesaria en una curiosa prueba de ordenación, que consiste en colocar por orden decreciente cinco cajas de pesos diferentes; es preciso, para hacer una colocación exacta, no sólo advertir las diferencias de peso, que son bastante grandes, sino también, lo que es más difícil, conservar la idea del orden y realizarla sin dejarse distraer. He aquí, por tanto, una buena prueba de lo que llamamos la dirección.

A su vez, la comprensión aparece en muchos ejercicios; por ejemplo, cuando se muestra al alumno dos figuras de mujer, debiendo indicar cuál es la más hermosa; o bien cuando se le hace comparar dos objetos y se le pregunta la diferencia del cristal y de la madera, de la mariposa y de la mosca, del papel y del carbón; o, por fin, cuando se le dirigen preguntas complicadas, cuyo sentido debe advertir para poder responder a ellas; por ejemplo: antes de entrar en un negocio importante, ¿qué es preciso hacer?-O ya: ¿por qué se perdona mejor una mala acción ejecutada con cólera que una mala acción ejecutada sin ella?-Y también: ¿por qué se debe juzgar a una persona según sus actos mejor que según sus palabras?

La invención se probará con ejercicios donde el sujeto ponga algo propio. Responder a una pregunta como las que acabamos de transcribir supone a la vez comprensión e invención. De igual modo, definir objetos, describir grabados entran en estas categorias: la invención es más difícil en un ejercicio que consiste, dadas tres palabras (las que empleamos nosotros son París, fortuna, arroyo), constituir con ellas una frase que tenga sentido y en la cual estén contenidas las tres.

Para terminar, decimos que la apreciación de la censura se verifica durante todo el examen por la actitud del sujeto y la ejecución de las pruebas; pero hay ejercicios especiales que están destinados a poner en evidencia el desfallecimiento de la censura. Estos ejercicios consisten en frases sujetas a crítica. Se le anuncia al escolar de antemano que se le va a leer una frase en la cual hay una estupidez, y que él deberá descubrir en qué consiste.

Véanse algunas de estas frases: «Un infortunado ciclista acaba de destrozarse la cabeza y ha muerto del golpe; se le ha llevado al hospital y se desespera de salvarle.-Ayer ocurrió un accidente en el ferrocarril, pero sin consecuencias graves; el número de muertos fue sólo de 48.-Tengo tres hermanos: Pedro, Ernesto y yo.-Se ha encontrado ayer, en las afueras, el cuerpo de una desgraciada joven cortado en pedazos. Todo el mundo cree que se trata de un suicidio».

A partir de doce años, dejamos la escuela primaria elemental. La sucesión de las pruebas se divide en dos grupos: uno, que conviene a los sujetos de quince años; el otro, que es para los adultos. En esta última parte de nuestras indagaciones nos vimos obligados a examinar jóvenes y señoritas pertenecientes al comercio y a la industria; por delante de nosotros han desfilado comisionistas, dependientes de comercio, mecánicos y además costureras, zurcidoras, etc. Con estos adultos había necesidad de adoptar más precauciones que con los niños, explicar mejor el resultado obtenido, y sobre todo paliar los fracasos excusándolos, a fin de no herir el amor propio de las gentes; pero, en suma, no hubo aquí dificultad insuperable, pues se consigue ocultar a los examinados que la prueba consiste especialmente en apreciar su potencia de juicio. Cuando estos adultos fracasan, por ejemplo, cuando no pueden mostrar por sus explicaciones que han comprendido el texto un poco oscuro que se les ha leído, se les dice: «Ha olvidado usted el contenido; quizá no tiene usted buena memoria». En efecto, todos se apresuran a quejarse de su memoria, y el honor queda a salvo.

En fin, nuestras últimas investigaciones fueron practicadas sobre varios soldados convalecientes en el hospital de Val-de-Grâce, en París, que ya no presentaban nada patológico. Un médico militar nos había invitado a hacer estos exámenes, a consecuencia de una súplica que habíamos dirigido al ministro de la Guerra para que se introdujera en Francia el uso de indagar, como se hace actualmente en Alemania, cuáles son los reclutas que padecen debilidad intelectual. Interrogando a una quincena de soldados con nuestros tests, tuvimos ocasión de recoger algunas de esas respuestas verdaderamente ineptas que habían sido obtenidas antes por los oficiales curiosos de conocer la instrucción de sus subordinados; tales respuestas han servido ya de entretenimiento, de triste entretenimiento a varios periódicos. Por nuestra parte admitimos que los soldados iletrados o mal instruidos son muy numerosos; pero cuando se hace esta clase de exámenes, hay que desconfiar de una causa de error, que rebaja mucho el nivel intelectual de los examinados, y es la timidez de los reclutas delante de sus jefes. Nosotros estábamos instalados como jueces de consejo de guerra, en una gran sala, cuyos muros se veían decorados con panoplias; entre los soldados que eran conducidos ante nosotros hubo algunos que se pusieron densamente pálidos y que hablaban con voz trémula; fueron estos emotivos quienes nos dieron algunas respuestas fantásticas.

Entonces observamos que la presencia de algunos oficiales superiores, curiosos de ver nuestro procedimiento, producía un efecto desastroso sobre el nivel intelectual de los soldados, puesto que después de retirarse aquéllos las respuestas de los soldados llegaron a ser mejores. Concluimos, pues, que muchas de esas respuestas, comentadas humorísticamente por los periódicos, obedecen a un nivel intelectual rebajado temporalmente por la emoción.

Extraemos de nuestras notas una enseñanza importante. Aunque nuestra escala métrica haya sido hecha especialmente para medir inteligencias de niños, nos ha permitido conocer cuál es el límite medio de la inteligencia de los adultos, cuando éstos son normales y pertenecen a la clase obrera; tales individuos no sobrepasan el nivel de doce años desde el punto de vista de la comprensión abstracta; dos pruebas, una de ellas consistente en las preguntas de inteligencia, la otra en preguntas críticas, constituyen la piedra de toque de la inteligencia normal en el obrero.

Aplicando a las escuelas nuestros medios de investigación, hemos llegado al resultado siguiente, que muestra la manera como se distribuye la inteligencia en los grupos de individuos. Entre 203 niños de escuela comprobamos que 103 son regulares, que tienen exactamente el nivel mental que atribuimos a su edad; 44 están adelantados y 56 retrasados.

Añadamos un detalle. Hablamos de adelantados y de atrasados. Pero ¿en cuánto tiempo lo están? La inmensa mayoría de los irregulares lo es solamente de un año; no hay más que 12 entre 203, o sea, por consecuencia, un tanto por ciento de 6 que presentan un atraso de dos años, y nosotros no encontramos ninguno entre los escolares que los maestros juzgan normales que tuviese un atraso superior a dos años. Por otra parte, no hemos encontrado más que dos teniendo un adelanto de dos años.

Añadimos que todas las veces que un maestro ha venido a vernos, después de nuestro examen, para decirnos que tal alumno, en particular, le parecía un sujeto de mérito sobresaliente, este alumno había hecho con éxito nuestro examen, mostraba un adelanto de un año y era un regular; nunca había estado atrasado. Otro detalle significativo. Cuando tuvimos que examinar niños a quienes se suponía atrasados, y que lo estaban, no por razones vagas ni motivos fútiles, sino porque ofrecían un retraso de instrucción igual, por lo menos, a tres años, sin la excusa de una asistencia irregular a la escuela, hallamos en ellos atrasos intelectuales puestos en evidencia por nuestra escala métrica. Copio de nuestras notas la enseñanza siguiente, tomada sobre un grupo de 13 niños, juzgados como atrasados, que se trajeron, en 1908, a mi laboratorio de pedagogía. Los atrasos de inteligencia existen en todos: están comprendidos entre 1 año y 5. He aquí, además, la serie de los atrasados: 1 año-1 año-1 año-1 año-2 años -2 años-2 ½ años-3 años-3 años-3 ½ años-3 ½ años-4 años-5 años. Se puede notar de pasada que estos atrasos de inteligencia son enormes, muy superiores por término medio a los que se encuentran en los anormales. Soy de opinión que todo retraso de inteligencia igual a dos años constituye una presunción extremadamente grave de atraso.

¿En qué consiste con exactitud la medida de inteligencia? Como para la instrucción, como para el desarrollo corporal, así para la inteligencia, la palabra medida no está tomada aquí en sentido matemático; no indica el número de veces que una cantidad se encuentra contenida en otra. La idea de medida se aproxima para nosotros a la de clasificación jerárquica; de dos niños, es el más inteligente aquel que tiene mayor éxito en un cierto orden de pruebas. Además, por la consideración de los medios registrados en niños de edad diferente, la medida se restablece en función del desarrollo mental, y para la inteligencia, como para la instrucción como para el desenvolvimiento corporal, nosotros la medimos por el retraso o por el adelanto de tantos años que tal niño presenta sobre sus camaradas.

Hay en esto todo un sistema de evaluación, que juzgamos nuevo y cuyas principales consecuencias filosóficas no tenemos tiempo de exponer. Por lo menos, debemos señalar una de ellas, y ésta es que por convicción consideramos un niño medio como más inteligente que un niño más joven, y que, en otros términos, un niño precoz tiene una inteligencia superior a la media de su edad.

Claro es que este método de medida no puede ser puesto en manos de todo el mundo, porque exige tacto, destreza, experiencia de las causas de los errores que hay que evitar, y especialmente una noción clara de los efectos de sugestión; hay más: el método no tiene nada de automático, no se le puede comparar con una báscula, sobre la cual basta poner un peso para que la máquina lo señale. Este no es un método de maniobra, y los resultados de nuestro examen no tienen valor si son separados de todo comentario, pues necesitan ser interpretados.

Demasiado sabemos que al declarar la necesidad de esta interpretación parece que dejamos margen a lo arbitrario, privando a nuestro método de toda precisión; pero ello no es más que una apariencia. Nuestro examen de inteligencia será siempre muy superior a los exámenes de inteligencia que un profesor trate de hacer durante los diez minutos que dura el oral del bachillerato, y eso porque nuestro examen ofrece muchas ventajas: se desenvuelve según un plan invariable, tiene en cuenta la edad, sujeta las respuestas a una norma, y esta norma es una media real. Si a pesar de todas estas precisiones, reconocemos que el procedimiento necesita usarse con inteligencia, no pensamos disminuirlo haciendo las reservas anteriores.

El microscopio, el método gráfico, son métodos admirables de precisión; pero ¡cuánta inteligencia, cuánta circunspección, erudición y arte van implicados por la práctica de estos métodos! Imagínese lo que valdrían las observaciones hechas al microscopio por un ignorante y además imbécil. Hemos visto ejemplos de ello que hacían estremecer.

Es preciso, pues, abandonar la idea de que un procedimiento de investigación pueda llegar a ser bastante preciso para confiarlo a cualquiera; todo procedimiento científico no es más que un instrumento que tiene necesidad de ser dirigido por una mano inteligente. Nosotros hemos explorado, con el utensilio nuevo que acabamos de forjar, más de trescientos sujetos, y a cada nuevo examen nuestra atención se ha despertado con observaciones que debíamos hacer sobre el modo de contestar, la manera de comprender, la malicia de los unos, la estupidez de los otros, y las mil particularidades que ofrecía el espectáculo tan interesante dever una inteligencia en actividad.

Las contadas personas a quien, raras veces, concedimos el favor de ser testigos de nuestros exámenes, han comprendido, ellas también, declarándonoslo espontáneamente, cuál impresión profunda recibían y cómo llegaban a formarse una plena idea de la inteligencia de cada niño, aun cuando le conocían desde larga fecha. Esta impresión profunda es la que hay necesidad de saber recoger e interpretar en su justo valor.

Hay más: la comprobación de un nivel no resulta interesante a no ser que vaya acompañada de una interpretación de las causas que han producido este nivel. Por eso existe motivo cada vez para preguntarse cuál es la influencia de la familia, del medio social; un niño de buena familia, que habla frecuentemente con sus padres, tiene el espíritu más despierto que otro entregado a sí mismo, cuenta especialmente con un vocabulario más rico, con nociones más extensas sobre todo género de cosas. Nuestros exámenes facilitan puntos de partida aplicables en particular a la población primaria de París. Examinad los hijos de los ricos, y resulta absolutamente cierto que responderán mejor, por término medio. Examinad niños del campo, y quizá responderán menos bien. Examinad niños belgas de aquellas comarcas donde se habla a la vez el francés y el valón; los niños del pueblo responderán aún peor, sobre todo en las pruebas de lenguaje. Nuestro colega Rouma, profesor de la Escuela Normal de maestros de Charleroi, nos ha llamado la atención sobre estas sorprendentes desigualdades de inteligencia, que pudo comprobar por el empleo de nuestros tests y que dependen de los medios.

Por otra parte, el examen del nivel no nos enseña si un niño atrasado está en una fase de reposo intelectual, que será de corta o de larga duración; no nos enseña tampoco si esta obtusión intelectual es debida a una invasión de sus fosas nasales por vegetaciones adenoides. Todas estas indagaciones se hacen en torno del examen; resultan importantes y exigen el espíritu más fino, más delicado. ¡Nos encontramos lejos del automatismo!

Si se ensayan nuestras pruebas sobre centenares de niños, se observa un hecho importante para la psicología de la inteligencia, y es que resulta imposible hallar una sola prueba tal que cuando se la ha franqueado se encuentren franqueadas todas las demás. Tomemos la de la interpretación de las imágenes: se hace corrientemente a los once años; no obstante, hay niños más jóvenes que triunfan en ella y niños de más edad que fracasan. Cada niño conserva su individualidad. Aquel que triunfa en la prueba A fracasa en la prueba B. ¿A qué obedecen estas diferencias individuales en los resultados experimentales? Nada sabemos de ello con exactitud, pero podemos suponer, con mucha apariencia de razón, que las facultades mentales interesadas por pruebas diferentes son ellas mismas diferentes y desigualmente desarrolladas, según los niños. Si éste tiene más memoria que aquél, nos parecerá natural que triunfe mejor en una prueba de simple repetición. Si posee más aptitudes para el dibujo, mostrará mayor habilidad en comparar las magnitudes de las líneas. Otra razón puede ser alegada. Todos los tests suponen un esfuerzo de atención, pues la atención varía sin cesar de concentración, especialmente en los jóvenes; ahora es intensa, un minuto después se para.

Supongamos que el sujeto tenga un momento de distracción, de malestar, de aburrimiento durante una prueba; pues en tal caso, fracasa. No se puede dudar de la exactitud de esta última razón. Estamos penetrados de ella hasta el punto de que juzgamos quimérico y absurdo medir una inteligencia infantil por un corto número de pruebas.




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- III -

La educación de la inteligencia


Después del mal, el remedio; después de la comprobación de los desfallecimientos intelectuales de todas clases, pasemos a su tratamiento. Suponemos, para poner la dificultad en toda su amplitud, que hemos descubierto con certidumbre en uno de nuestros alumnos una incapacidad desoladora para comprender lo que se dice en clase; el niño no puede ni comprender bien, ni juzgar bien, ni imaginar bien; si no es un anormal, resulta por lo menos un caso de atraso escolar muy acentuado. ¿Qué hacer de él? ¿Qué hacer por él?

Si no se hace nada, si no se interviene activa y útilmente, va a continuar perdiendo su tiempo, y comprobando la vanidad de sus esfuerzos, acabará por desanimarse. El asunto es muy grave para él, y como no se trata aquí de un caso excepcional, puesto que los niños que tienen una comprensión defectuosa son legión, se puede decir que el asunto es grave para todos nosotros, para la sociedad: el niño que pierde en clase el amor al trabajo, corre mucho riesgo de no adquirirle al salir de la escuela.

He comprobado con frecuencia y con profunda pena que existe una prevención frecuente contra la educabilidad de la inteligencia. El proverbio de familia que dice que «cuando uno es bestia lo es para mucho tiempo» parece tomarse al pie de la letra por maestros sin crítica; éstos se desinteresan de los alumnos a quienes falta inteligencia; no tienen para ellos ni simpatía ni siquiera respeto, porque su intemperancia de lenguaje les hace decir delante de tales niños cosas como ésta: «Es un muchacho que nunca servirá para nada... está mal dotado, no tiene inteligencia». Yo he oído muchas veces estas palabras imprudentes. Cotidianamente se repiten en las escuelas primarias y también en las secundarias. Recuerdo que en mi examen del bachillerato en letras, el examinador Martha, indignado por una de mis respuestas (yo había dado a un filósofo griego, por confusión de palabras, un nombre arrancado a uno de los personajes de los Caracteres, de La Bruyère), me declaró que no tendría nunca el espíritu filosófico. ¡Nunca! ¡Qué palabra más atrevida! Algunos filósofos recientes parecen haber dado su apoyo moral a estos veredictos deplorables, afirmando que la inteligencia de un individuo es una cantidad fija, una cantidad que no puede aumentar. Debemos protestar y reobrar contra este pesimismo brutal; vamos a demostrar que no se funda en nada.

Hace cinco o seis años, si me hubiera visto obligado a tratar esta cuestión, habría tenido pocos medios para argumentar. Habría mostrado que la instrucción y la educación caminan a la par y se confunden; que recibir ideas justas aprovecha a la conducta; que el ejemplo, la imitación, la emulación abren grandes horizontes; habría citado los ejemplos que conozco de gentes que no han llegado al espíritu crítico, a la libre discusión más que con el auxilio ajeno; varios jóvenes se han vuelto menos cándidos, más activos después de un viaje al extranjero o después de un año de servicio militar; mujeres inteligentes a quienes trato hubieran permanecido en la práctica de las devociones más estrechas sin la sugestión de alguno, de un hombre que con frecuencia les ha abierto los ojos. Luego, después de haber agotado los ejemplos, las observaciones y hasta las anécdotas de este género, yo creo bien que habría sacado partido, sobre todo de las enseñanzas facilitadas por la psicología experimental, porque nos demuestra ciertamente que todo lo que hay de pensamiento y de función en nosotros es susceptible de desenvolvimiento. Cuantas veces se ha tomado uno la molestia de repetir metódicamente un trabajo cuyos efectos son mensurables, ha visto que los resultados se inscriben en una curva característica que merece el nombre de curva del progreso. Si se enseña a servirse de la máquina de escribir, el número de palabras escritas por hora va creciendo; un sujeto, por ejemplo, ha pasado de trescientas palabras por hora a mil ciento, después de cincuenta y seis días de ejercicio, con sólo una hora de sesión18. Si uno se aplica a borrar con un trazo negro ciertas letras en un texto, la rapidez del trabajo aumenta de tal manera que después de doscientas cincuenta pruebas diarias, espaciadas en dos años, la misma cantidad de trabajo que exigía al principio seis minutos, no exige más que tres19. Este acrecimiento es general; hasta aquí no he sido desmentido en un experimento bien hecho, y hay millares de casos. Pero entiéndase bien que no se trata de un acrecimiento indefinido y no se puede creer tampoco que su importancia y su velocidad resulten indeterminadas. Estos son progresos que, en su conjunto, están regulados por una ley de una fijeza notable; los progresos, de ordinario grandes al principio, disminuyen en seguida poco a poco, y hasta acaban por resultar insignificantes, porque a pesar de los mayores esfuerzos llega un momento en que vienen a ser prácticamente iguales a cero. En este momento se ha alcanzado el límite, porque hay un límite, que varía según las personas y para cada una de ellas según la función considerada. Algunas veces son precisos muchos años para alcanzarle, y además las ganancias así adquiridas pueden persistir durante varios años de reposo; Bourdon los ha visto conservarse por siete años. Ahora, si se considera que la inteligencia no es una función única, indivisible y de esencia particular, sino que está formada por el concierto de todas estas pequeñas funciones de discriminación, de retención, de observación, etc., cuya plasticidad y extensibilidad se ha comprobado, parecerá incontestable que la misma ley gobierna el conjunto y sus elementos, y que consecuentemente la inteligencia de un individuo es susceptible de desenvolvimiento; con el ejercicio y el entusiasmo, y sobre todo con el método, se consigue aumentar la atención, la memoria, el juicio, llegando uno a ser más inteligente de lo que antes era, y así se progresa hasta tocar al límite. Añadiré aún que lo que importa para conducirse de manera inteligente no es tanto el vigor de las facultades como la manera de servirse de ellas, es decir, el arte de la inteligencia, arte que debe afinarse necesariamente con el ejercicio.

He aquí aproximadamente la idea más científica que hubiera podido encontrar para mover a los maestros a la educación de la inteligencia de sus alumnos peor dotados de tal facultad, y sin duda con las consideraciones que quedan expuestas se llega a considerar como altamente probable el poder desarrollar una inteligencia. Pero esto no es todavía más que una probabilidad, y nosotros quisiéramos tener una certidumbre.

La creación reciente de estas clases para niños anormales, de las cuales hablo con entusiasmo porque he aprendido mucho en ellas, nos ha aportado la demostración, la certidumbre que necesitábamos. Aquí no existen razonamientos discutibles, sino hechos tangibles. Admitimos en estas clases los niños que no sólo están insuficientemente instruidos, sino que tienen realmente la inteligencia débil, pues para contar con un retraso de tres años en sus estudios, para no saber a los doce lo que en general los escolares conocen a los nueve, es forzoso que los falte la atención o la comprensión. Las pruebas más severas defienden la puerta de las clases especiales: no se admite en ellas más que a los retrasados degenerados, aquellos que han frecuentado regularmente la escuela. Se podía suponer que tales niños no aprovecharían en nada la enseñanza especial y que estas nuevas clases constituirían un bluff, añadido a tantos otros.

Se podía suponer también que como no existe, hablando propiamente, pedagogía especial, puesto que la pedagogía es la misma para todos, el mejor maestro no podría hacer más por estos anormales que lo que realiza con los normales ordinariamente. Esto es lo que me objetaban al principio los profesores de anormales, que me decían: «Si hay métodos nuevos, originales, mostrádnoslos»... Y nosotros estábamos obligados a responder que no, que debían hacer en estas clases lo mismo que en las clases ordinarias, y esta respuesta los desanimaba. Luego experimentamos la sorpresa y la alegría de comprobar que tales temores eran vanos. Al cabo de un año hemos examinado uno tras otro todos estos escolares anormales; conocíamos su grado de instrucción a su entrada en las clases, y como habíamos conservado sus antiguos cuadernos, pudimos medir sus nuevos conocimientos y apreciar sus progresos. Estos progresos eran ya visibles en el aspecto exterior de su persona; su actitud era menos reservada, su rostro más vivo y más atento, su manera de vestirse más cuidada; pero éstas no son más que apariencias que pueden resultar engañosas. Lo que nos convenció fue que en los dictados rigurosamente equivalentes cometían menos faltas; fue que a la lectura daban más expresión y deformaban menos las palabras difíciles; en fin, fue sobre todo en los cálculos, que tanto se les resistían al principio, donde realizaron progresos enormes; ciertos problemas en los cuales habían fracasado siempre el año antes los resolvían ahora con facilidad. Encantado con tales resultados, pero desconfiando aún de mí mismo y de mis colaboradores, quise apelar al control de otras personas, rogando a un director de escuela que fuese cada seis meses a nuestras clases de anormales, a fin de medir a su manera los progresos realizados en la instrucción. Sus apreciaciones y medidas confirmaron las nuestras. Decididamente el progreso era claro, incontestable y aun muy grande. ¿Se quiere una cifra? Admitamos que todos los niños de una clase de anormales han entrado en ella con un atraso de tres años en sus estudios. Al cabo de un año de estancia, medidos de nuevo, no mostrarán ya más que un atraso de dos años. ¿Qué quiere decir esto? Analicemos un poco para darnos cuenta exacta. Si tales niños hubiesen permanecido durante el año que acaba de pasar en sus clases ordinarias, donde pierden tan alegremente el tiempo, su atraso se habría agravado; hubiera llegado a ser, por ejemplo, igual a tres años y medio. Si se hubieran comportado como normales en sus estudios, habrían durante un año avanzado un año precisamente; pero no hubieran recuperado el tiempo perdido, y su atraso seguiría siendo igual a tres años como al principio. Si han disminuido su atraso es que han aprovechado el tiempo más que los normales; si no tienen más que dos años de atraso en lugar de tres, es que han hecho dos etapas en vez de una.

Hay necesidad de prever una objeción. Se nos va a decir:

«Lo que usted aumenta aquí, lo que usted mide con un método de precisión, no es la inteligencia de los niños, es su grado de instrucción. Demuestra usted bastante bien la posibilidad de instruir rápidamente a los ignorantes, pero no demuestra que su inteligencia haya aumentado». Perdone mi censor. No se trata solamente de ignorantes; todos tenían un estigma mental, debilidad de atención, debilidad de comprensión u otra insuficiencia, y era tal estigma quien los impedía aprovechar la enseñanza dada en las clases ordinarias por métodos ordinarios. Ahora, esta instrucción resulta asimilada; he aquí el hecho: los hábitos de trabajo, de atención, de esfuerzo, están adquiridos; éste es otro hecho, y aún más importante que el primero. ¿Cuál es la parte exacta de la instrucción y la de la inteligencia en el resultado adquirido? Resultaría muy difícil saberlo, y quizá inútil indagarlo, porque el rendimiento del individuo, su utilidad social, su valor, dependen a la vez de estos dos factores. El espíritu de estos niños es como un erial en el cual un agrónomo hábil ha introducido la manera de cultivarlo; resultado: en vez de malezas, tenemos ya una recolección. En este sentido práctico, el único accesible para nosotros, es por lo que decimos que la inteligencia de tales niños pudo ser aumentada. Se ha aumentado lo que constituye la inteligencia de un escolar, la capacidad de aprender y de asimilar la instrucción.

Ante este resultado tan consolador, sentimos ensancharse nuestras esperanzas y nuestras ambiciones, felicitándonos por habernos ocupado tanto tiempo de los anormales. Si en unión de muchas gentes de buena voluntad nos hemos interesado por estos desgraciados, fue, ante todo, por un sentimiento de piedad, y también por un sentimiento de defensa social, para buscar el modo de disminuir el número de aquellos que más tarde resultarán inútiles y podrán llegar a ser perjudiciales; pero fue, sobre todo, porque tenemos la firme esperanza de que el estudio de los anormales servirá a los normales, así como vemos en otro dominio el estudio del alienado servir para la psicología del individuo normal. No nos engañamos. Los métodos buenos para la educación de los anormales prestarían a los normales, con ciertas variantes, los mayores servicios. Uno de los mejores maestros de clases especiales que conocemos, M. Roguet, nos decía un día, con el fulgor del entusiasmo en los ojos: «¡Qué no habría obtenido en otro tiempo con mis alumnos inteligentes, si los hubiese tratado como a éstos!».

¿Cómo, pues, y por cuál procedimiento se ha podido llegar a fijar todas estas atenciones débiles y errantes, a abrir todas estas inteligencias cerradas? Esta es la explicación a que deseamos llegar, porque resulta capital, todo el mundo lo comprende. Pero no se vaya a creer que nos proponemos suscribir aquí principios inéditos de educación. Para explicar el éxito de estas clases, bastará con hacer ver que se ha procurado evitar algunos de los errores más peligrosos que vician la pedagogía actual. Y lo que vamos a decir parecerá tan simple, tan a ras de tierra, que habrá quizá necesidad de reflexionar un poco sobre ello para advertir su interés.

La primera preocupación de los maestros fue la de poner la enseñanza al alcance de sus alumnos procurando hablar de manera que fuesen comprendidos. Si muchos de estos retrasados no habían aprovechado las lecciones de sus antiguas clases, fue un poco por desatención y porque las lecciones pasaban por encima de su cabeza; resultaban demasiado complicadas para ellos, demasiado abstractas, pues implicaban hartas nociones previas que no conocían. Supongamos que escuchamos una lección de geometría y que se nos explica el centésimo teorema; aunque poseyésemos el espíritu de un Pascal, no seríamos capaces de comprenderlo si no teníamos la menor idea de los 99 teoremas precedentes, sobre los cuales se apoya su demostración. Es ésta una comparación que explica bien el estado confuso en que estaría el espíritu de un normal si tratase de comprender la lección que está a cien codos por encima de él.

Manteniendo a un niño en una clase demasiado elevada para sus fuerzas, se desconoce el grande, el más grande principio de la pedagogía; es necesario proceder de lo fácil a lo difícil. Este desconocimiento es universal y produce errores deplorables, cometidos por maestros que son muy inteligentes, pero que ignoran completamente la pedagogía. Porque, no nos cansaremos de repetirlo, la ignorancia de la pedagogía alcanza en la actualidad proporciones fantásticas. A cada instante comprobamos que un alumno está colocado enfrente de un trabajo demasiado difícil para él; pero el maestro se consuela de ello con facilidad, suponiendo gratuitamente que «esto le animará a trabajar». Yo veía últimamente una muchacha a quien para sus comienzos en el arte plástico se le daba a copiar un busto de un movimiento complicado. «Le costará a usted infinitas fatigas, le dijo su profesor, pero aprenderá mucho». ¿Por qué no enviar a un ignorante a escuchar lecciones de cálculo diferencial? Resultaría el mismo género de error. Un poco de dificultad es conveniente en clase, porque constituye un estimulante para el alumno; pero demasiada dificultad desanima, desagrada, hace perder un tiempo precioso, y especialmente induce a adquirir malos hábitos de trabajo; se ve el alumno obligado a realizar ensayos inexactos, de los cuales no se corrige, porque no es capaz de juzgarlos, y trabaja a ciegas, es decir, muy deplorablemente. Resulta de ello una desorganización de la inteligencia, cuando el objeto preciso de toda educación es organizarla. He visto cometer el propio error a padres demasiado celosos, que se indignaban porque un niño hubiese tenido miedo y querían curarle de este vergonzoso defecto. ¡Tenían razón, pero el remedio era brutal! El verdadero método consiste en ir de lo fácil a lo difícil; es preciso, pues, infundir al niño cierta clase de miedo que sea capaz de dominar, y a medida que vaya perdiendo el temor, por grados lentos y con mucha circunspección se le irá quitando el miedo poco a poco, hasta que se extinga por completo en su ánimo. Pero si se quiere obrar con brusquedad, brutalmente, sin adaptar el procedimiento a las fuerzas del niño, se le causa más mal que bien; si se le hace experimentar un miedo penoso, atroz, entonces se le da el hábito de la perturbación mental, del desequilibrio; se le enseña a no reobrar, a ser asustadizo. Uno de mis amigos, excesivamente tímido en su infancia, tenía un padre médico, que para hacerle bravo lo condujo a una cámara mortuoria, y mostrándole un cadáver, se lo hizo tocar; el niño sufrió una emoción de que aún guarda recuerdo. Diez años después, en París, no pudo entrar en el anfiteatro y renunció a estudiar medicina. He aquí el desconocimiento del mismo principio elemental de método y de prudencia.

Así se comprende por qué los niños anormales que fueron admitidos en las clases especiales han aprovechado la enseñanza. Un maestro experto estaba allí, el cual, teniendo pocos alumnos, pudo conocer individualmente a cada uno de ellos. Este viejo maestro velaba sobre un alumno, se cercioraba si había comprendido la lección; en caso contrario volvía a repetirla en vez de pasar a otra. Se pedía a cada niño un pequeño esfuerzo, pero un esfuerzo proporcionado a su capacidad. Se le enseñaba poca cosa, pero esta poca cosa, siempre muy elemental, era bien aprendida, bien comprendida, bien asimilada. No se exigía a cada niño más que aquello que fuese capaz de hacer. ¿Hay algo más justo, algo más simple?

Esto es todo en cuanto al programa para enseñar las materias. Queda por definir el método por el cual se enseña. Sobre este último punto también nuestras clases de anormales nos han ilustrado mucho. Teniendo niños que no sabían escuchar, ni mirar, ni estar tranquilos, adivinamos que nuestro primer deber no era el de enseñarles las nociones que nos parecían más útiles para ellos, sino que había necesidad ante todo de enseñarles a aprender; imaginamos, pues, con la ayuda de M. Belot y de todos nuestros colaboradores, lo que se ha llamado ejercicios de ortopedia mental; la palabra es expresiva y ha tenido éxito. Se adivina el sentido de ella. De igual modo que la ortopedia física endereza una espina dorsal desviada, así la ortopedia mental endereza, cultiva, fortifica la atención, la memoria, la percepción, el juicio, la voluntad. No se trata de enseñar a los niños una noción, un recuerdo; se busca la manera de poner sus facultades en forma.

Comenzamos por ejercicios de inmovilidad. Se convino que en cada clase el maestro, una vez por día, invitaría a todos sus alumnos a adoptar una actitud y guardarla como estatuas durante algunos segundos primero, después durante un minuto; la inmovilidad debía ser tomada por todos bruscamente a una señal, luego cesar en ella bruscamente a otra señal. En el primer ensayo no se obtuvo nada bueno; toda la clase estalló en una carcajada. En seguida, poco a poco se calmó a los muchachos, y al perder el ejercicio su carácter de novedad, los niños se acostumbraron a él. El amor propio se mezcló en ello, proponiéndose cada cual mantenerse el mayor tiempo en la actitud indicada. Yo he visto niños turbulentos, habladores, indisciplinados, que constituían la desesperación del maestro, yo he visto, repito, por primera vez a tales niños, hacer un esfuerzo serio y emplear toda su vanidad en permanecer inmóviles; luego eran capaces de atención, de voluntad y de control personal. Este, que se llamaba el ejercicio de las estatuas, llegó a ser tan agradable que los niños le pedían. Animados por estos primeros resultados, hicimos practicar ejercicios de presión en el dinamómetro; uno tras otro venían los escolares a apretar el instrumento, escuchaban su cifra de presión y la escribían en su cuaderno. El dinamómetro provocó una emulación general; se le empleó una vez por semana durante un año entero, y nunca los niños se cansaron de este ejercicio, con tanta mayor razón cuanto que el maestro tenía cuidado de dibujar, sobre una hoja grande de papel fijada en la pared, la curva total de los esfuerzos en cada sesión. Nada resultaba tan interesante como ver esta curva, que subía gradualmente por semanas, indicando con ello que toda la clase hacía su educación motriz y sobre todo voluntaria. Después se introdujeron ejercicios de velocidad consistentes en marcar con la pluma, en un tiempo muy corto, de diez segundos, el mayor número posible de puntos sobre el papel. Este es un trabajo excelente para los soñolientos. En todos estos ejercicios lo esencial está en obligar al alumno a hacer un esfuerzo intenso; es necesario provocar una emulación general. Se llegó a ello recomendando al maestro emplear una palabra calurosa de estímulo, y especialmente dando a conocer a todos sus resultados, por medio de notas individuales que se ponían sobre las paredes de la clase.

Citaré aún, en el orden de las acciones, los ejercicios de habilidad motriz, que fueron variados; se comenzó por un transporte de marmitas llenas de agua; había necesidad de llevarlas de una mesa a otra sin verter una gota, y ello era difícil porque las marmitas estaban llenas basta los bordes; más tarde se idearon ejercicios complicados con tapones de botella. Todo esto parece bien poco escolar, se dirá, y acaso un padre no muy perspicaz, que manda su hijo a la escuela para que aprenda la ortografía y el cálculo, se sorprendería al comprobar que en ciertos momentos del día se le hace jugar a las estatuas, etc. No es cosa de broma, sin embargo; porque detrás de la apariencia, que hay necesidad de hacer interesante, alegre y hasta cómica, se vislumbra la realidad. Y la realidad es que estos juegos no resultan otra cosa más que lecciones de voluntad; lecciones modestas, apropiadas a las capacidades del niño, pero que ponen realmente la voluntad en ejercicio, toda vez que es preciso emplearla para mantener la actitud prolongada, la mirada fija, la mano extendida sin temblar; si no se tuviera voluntad, se cedería a la menor sensación de fatiga, se dejaría de estar inmóvil. De igual modo, hacer un esfuerzo vigoroso de presión con el dinamómetro es penoso; cuanto más se aprieta, más daño se recibe en la palma, pero también tal esfuerzo produce un resultado en la cifra alcanzada, y así sucesivamente con los demás ejercicios. Dar lecciones de voluntad, enseñar el desdén por cierta molestia física, resulta practicar la instrucción, que vale tanto como una lección de historia y de cálculo.

Estábamos en buen camino para pensar en detenernos. La casualidad nos había sugerido un nuevo método: entonces tratamos de extenderlo, de perfeccionarlo, y hemos hecho un plan completo de ortopedia mental que abrazara todas las facultades del espíritu. Recordando las antiguas proezas de que hablaba Roberto Houdin, nos propusimos que nuestros alumnos aprendiesen a percibir rápidamente un gran número de objetos nada más que con una ojeada, y para ello se les mostraron grandes cuadros, sobre los cuales se había colocado muchos objetos o muchas imágenes; en un tiempo muy corto el alumno debía mirar, contemplar, recoger en su espíritu todos aquellos objetos; luego, una vez retirado el cuadro, escribir de memoria los nombres de todo lo que había visto. Se colocó, según las indicaciones de M. Vaney, una larga serie de estos cuadros con un número creciente de objetos. Después nos propusimos dar a los niños hábitos de observación; se les hizo responder a preguntas sobre lo que habían visto en la calle, en el atrio o en clase. Más tarde vinieron los ejercicios de memoria por la repetición inmediata de palabras, de cifras o de frases, cuyo número se iba aumentando, y, por último, ejercicios de imaginación, de invención, de análisis, de juicio... Pasaré sobre ello. Poco a poco llegamos a poseer un plan completo de ortopedia mental con ejercicios variados para cada día de clase; estos ejercicios se realizan regularmente en nuestras clases de anormales; se recoge los resultados con el mayor cuidado y se ve que los alumnos así estimulados hacen progresos inesperados si se los compara con los que realizaban en las primeras sesiones. Un ejemplo: en una clase de niños anormales los alumnos estimulados llegaron a percibir en cinco segundos nueve objetos, pudiendo escribir sus nombres de memoria. ¿No es esto sorprendente? Es preciso imaginar la dificultad que ofrece el ejercicio. Nueve objetos cualesquiera han sido fijados sobre un cartón: este cartón se mira durante cinco segundos; en seguida es preciso que el niño vuelva a su sitio y que escriba de memoria el nombre de estos nueve objetos, sin olvidar uno solo y sin inventar el nombre de un objeto que no figure en el cartón.

El adulto que presencia este ejercicio experimenta una gran sorpresa. Yo recuerdo que cuando los diputados, en el momento en que se votó la ley de los anormales, vinieron a visitar nuestras clases, asistieron a este ejercicio; algunos, interesados, quisieron hacer por sí mismos los experimentos y tuvieron mucho menos éxito que nuestros pequeños anormales. De aquí el asombro, la risa y las burlas de sus colegas. ¡Ser diputado y mostrarse por debajo de un pequeño anormal! En realidad, a pesar de lo cómico de la aventura, todo se explica. Nuestros diputados no tenían en cuenta el estímulo intensivo que habían sufrido nuestros alumnos.

Por declaración de todos, tales ejercicios son excelentes, pues favorecen, no una facultad particular, sino todo un conjunto de ellas: facilitan la disciplina, enseñan a los niños a mirar mejor el encerado, a escuchar mejor, a juzgar mejor, a retener mejor; aquí entra el amor propio en juego, la emulación, la perseverancia, el deseo de acertar y todas las acciones excelentes que acompañan la acción, y especialmente así se aprende a querer, a querer con más intensidad; en querer estriba el secreto de toda educación, y la educación moral se hace consecuentemente al mismo tiempo que la educación intelectual. Pero esto no es todo, y yo creo que estudiando con perseverancia estos modestos ejercicios imaginados para dar un poco de aplomo a pobres anormales, se advertirá que el método en que están inspirados no constituye un método especial para ciertos inatentos débiles y abúlicos; es un método que convendría a todos los normales; hasta diré que es el único método de toda enseñanza. Pero sobre este punto hay que explicarse con claridad para evitar todo equívoco.

Lo que se ha reprochado especialmente en los viejos métodos universitarios que, desafiando las críticas más justas, continúan reinando como soberanos, es el de consistir en lecciones verbales, que el profesor pronuncia y que los alumnos escuchan pasivamente. La lección así concebida tiene dos defectos: no impresiona al alumno más que en su función verbal y le da palabras en vez de ponerlo en relaciones con las cosas reales; hay más: no hace funcionar otra cosa que su memoria, reduciéndole al estado de pasividad; no juzga nada, no reflexiona nada, no inventa, no produce, no tiene necesidad de retener; el ideal para el alumno es el de recitar bien, haciendo funcionar su memoria, saber lo que está en el texto y repetirlo con habilidad en el examen. Aquí se le juzga por los efectos de su palabra. El resultado de esta práctica deplorable es una falta de curiosidad por todo lo que no es el libro, una tendencia a buscar únicamente la verdad en él, la creencia en que hojeándole se realizan indagaciones originales, un respeto exagerado por la opinión escrita, una gran indiferencia por las lecciones del mundo exterior, una fe cándida en la omnipotencia de las fórmulas simples, un rebajamiento del sentido de la vida, una gran dificultad para adaptarse a la existencia contemporánea y, sobre todo, un espíritu de rutina incompatible con una época en que la evolución social se realiza con velocidad vertiginosa.

Últimamente, en una encuesta que yo verificaba sobre la evolución de la enseñanza filosófica en los colegios y liceos, recibía de muchos de mis corresponsales curiosas confidencias sobre la mentalidad de los jóvenes que componen la clase de filosofía. Tienen, me decían, el gusto innato hacia la discusión, pero no hacia la discusión de los hechos, sino por la dialéctica; lo que los entusiasma es el deseo de la justa oratoria, por el placer de defender una opinión cualquiera, con argumentos puramente teóricos y sin preocuparse en el fondo de estar en lo cierto. ¿No es absolutamente verdadero que el gusto de la dialéctica vacía, el ergotismo y el abuso de los argumentos a priori resultan favorecidos por este verbalismo que la Universidad procura propagar?

Al llegar a la Facultad, los alumnos guardan el defecto que han adquirido en el colegio. Si un estudiante tiene la elección entre una hora de clase y una hora de trabajos prácticos, prefiere ir a sentarse en los bancos de la cátedra; si al fin de un curso se dirige el profesor a aquellos que quieran aprender a manejar un aparato o estudiar una preparación, casi nadie lo hace; la mayor parte, después de escribir sus notas, no piden más que irse, y si el profesor insiste, se les ve que se desparraman como un grupo de desocupados delante de la pandereta de un domador de osos. Aun a los más inteligentes cuesta mucho trabajo hacerles comprender que lo que se oye en un curso se encuentra en el libro, mientras que la lección del laboratorio no se reemplaza nunca.

¿Qué pedimos nosotros como reforma y de qué manera pensamos que se debe combatir al verbalismo?

Ciertamente, no iremos hasta el exceso de prohibir al maestro el uso de la palabra. Pero su palabra no debe ser lo esencial, la substancia de la lección; no debe constituir más que un acompañamiento, un guía, una ayuda. El espíritu del alumno debe ser puesto directamente en contacto con la Naturaleza, o con esquemas, imágenes reproduciendo la Naturaleza, o mejor con las dos cosas a la vez, Naturaleza y esquemas, no debiendo la palabra intervenir a no ser para comentar la impresión sensorial. Sobre todo, es preciso que el alumno sea activo. Toda enseñanza es mala si deja al alumno inmóvil e inerte; es necesario que la enseñanza sea una cadena de reflejos inteligentes partiendo del maestro, yendo al alumno y volviendo al maestro; es preciso que la enseñanza sea un excitante, determinando al alumno a obrar y creando en él una actividad razonable; porque no sabe que lo que ha pasado, no solamente por sus órganos de los sentidos y por su cerebro, sino también por sus músculos, no sabe que esto es lo que ha obrado. Filosóficamente, toda vida intelectual consiste en actos de adaptación; y la instrucción consiste en obligar a hacer a un niño actos de adaptación, primero fáciles, luego más y más complicados y perfectos. He aquí por qué las lecciones de las cosas, los paseos, los trabajos manuales, los ejercicios de laboratorio, están en la actualidad a la orden del día; responden a esta necesidad de despertar la actividad en los alumnos. Entren ustedes en una clase; si ven todos los alumnos inmóviles, escuchando a un maestro agitado que perora en su silla, o si ven a estos niños copiar, escribir la lección que el maestro les dicta, pueden ustedes asegurar que se trata de mala pedagogía. Yo prefiero una clase donde contemple niños menos silenciosos, más agitados, pero ocupados en hacer el trabajo más modesto, con tal que sea un trabajo donde pongan un esfuerzo personal, que exija un poco de reflexión, de juicio y de gusto.

Después de decir esto vuelvo a nuestros ejercicios de ortopedia mental, porque dan un ejemplo muy preciso, muy concluyente, de esta nueva pedagogía, que hace del escolar un activo, en vez de reducirle a no ser más que un oyente. Nuestros planes y métodos no son más que un ejemplo; y entiéndase bien, este ejemplo es completamente particular, concebido para niños de cierta edad, de cierto desarrollo intelectual, de cierta cultura; en su detalle técnico no conviene más que a ellos. Pero es el principio del método el que me parece digno de recomendar.

Se nos va a hacer una objeción. Sin duda, se nos dirá: he aquí métodos excelentes para hacer a domicilio, o también en clase, la educación del espíritu de un niño. En vez de explicarle ideas, vale mejor conseguir que las encuentre; en lugar de darle órdenes, es preferible dejarle la espontaneidad de sus actos y no intervenir más que para comprobar. Resulta excelente hacerle adquirir el hábito de juzgar por sí mismo el libro que lee, la conversación que escucha, el acontecimiento del día de que todo el mundo habla; excelente que aprenda a hablar, a referir, a explicar lo que ha visto, a defender claramente, lógicamente, metódicamente las opiniones suyas; es aún mejor que se ocupe en reflexionar sobre el partido que debe tomar, a orientarse en un viaje, a trazar el plan de sus jornadas, a imaginar, a inventar, a vivir, en suma, por su cuenta; a sentir al propio tiempo el mérito y la responsabilidad de la acción libre. Todo esto, se observará, es excelente en la vida extraescolar, con la condición, adviértase bien, de que la educación, reducida al papel de control y de freno, permanezca eficaz para enderezar los errores. Pero este método, en el cual es el alumno quien resulta activo y pasivo el maestro, este método de educación general -se nos va a objetar- ¿puede ser aplicado a la instrucción? Cuando el alumno habrá forjado su atención, su voluntad, su juicio, aún le quedará por aprender todo el conjunto de las materias contenidas en el programa; necesitará llegar a asimilarse la gramática, el cálculo, la geometría y todo lo demás. No se debe, para adquirir estos conocimientos, dirigirse a la memoria, ¿y no caemos bajo el imperio de esta necesidad que impone la memoria como base de la instrucción?

No lo creo de ninguna manera; y aquellos que han comprendido el sentido profundo de los ejercicios de ortopedia adivinarán desde luego que análogos ejercicios pueden servir para asimilarse cualquier conocimiento; porque todo conocimiento se resume en una acción que él hace capaz de ejecutar; y es consecuentemente posible «aprender obrando» -learning by doing20,- según la fórmula favorita de los educadores americanos. Saber la gramática no consiste en ser capaz de repetir un regla, sino en ser capaz de reflejar su pensamiento en una frase correcta; saber la multiplicación no consiste en poder repetir la definición de esta operación, sino en combinar cualquier multiplicando con cualquier multiplicador y en dar el producto exacto. Luego siempre es posible reemplazar la fórmula por el ejercicio, o mejor comenzar por el ejercicio y esperar a que haya producido un estímulo y un hábito, antes de hacer intervenir la regla, la fórmula, la definición, la generalización.

El plan general de una instrucción concebida así, por un método activo, ha sido trazado por grandes filósofos hace ya mucho tiempo.

Se encuentra útiles indicaciones en Rousseau, ideas más sistemáticas en Spencer, y todo un plan metódico de ejecución fue indicado por Frœbel para los párvulos. En nuestros días, todo esto ha sido dicho, repetido y puesto en práctica por personas competentes. En Francia estas personas son: Belot para el lenguaje, Queniou para el dibujo, Laisant para las ciencias, Le Bon para las lenguas vivas y para el conjunto de las disciplinas21. En América estas personas se llaman: Dewey, Stanley Hall y otra infinidad de pedagogos. Nada hay que repetir después de lo que ellos han dicho. Enseñad la lengua escrita provocando relatos fuertes, lecturas intensas y redacciones continuadas; las insípidas lecciones de gramática, en vez de levantarse antes como obstáculos, no intervendrán más que después, para hacer conscientes las reglas que resultarán ya aprendidas por el uso. Enseñad la aritmética dando a resolver problemas; la geometría, haciendo verificar construcciones; el sistema métrico, dando a ejecutar mensuraciones; la física, haciendo construir y funcionar pequeños aparatos rudimentarios; la estética, mostrando a la vez reproducciones de obras maestras y otras mediocres, y haciendo adivinar, explicar, apreciar las diferencias; el dibujo, permitiendo el dibujo libre y aplazando para más tarde la enseñanza de las leyes de la perspectiva; las lenguas vivas, imponiendo el hábito de hablarlas y facilitando el hábito de comprenderlas.

Siguiendo esta marcha, tenemos en nuestro favor ventajas inmensas: en vez de comenzar por la idea general, que es incomprensible y vacía para aquellos que no conocen su contenido, se comienza siempre por la experiencia concreta, por el hecho particular, porque un ejercicio es siempre particular. De este modo se sigue la marcha más fácil, la más normal, la que va de lo particular a lo general. Por otra parte, haciendo obrar al niño se le obliga a interesarse por su obra, se le da el precioso estimulante de las sensaciones cálidas, que acompañan la acción y recompensan el éxito del esfuerzo; y este estimulante resultará tanto más eficaz cuanto con mayor exactitud se tome la medida de sus actividades naturales y de sus aptitudes especiales. Todos o casi todos los niños, antes de su educación, muestran placer en cantar, dibujar, referir, inventar, manejar los objetos, cambiarlos de sitio, modificarlos, emplearlos en construcciones; pues bien, injertando la educación y la instrucción sobre estas actividades naturales, se aprovecha el entusiasmo que ha sido dado por la Naturaleza; se facilita el movimiento y el maestro interviene sólo para dirigirlo. Desde este doble punto de vista es como el método activo afirma su superioridad, y se puede decir que tal método reproduce la ley fundamental de la evolución; con su empleo el espíritu del niño es llevado a pasar por los mismos caminos que ha seguido el espíritu de la humanidad.






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Capítulo VI

La memoria



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- I -

Las relaciones de la memoria con la inteligencia y con la edad


La Rochefoucauld dice que las gentes se quejan de su memoria, no de su juicio. La distinción es muy justa. Parece que nuestra memoria no forma parte de nuestra personalidad; tener mala memoria no se considera un deshonor, y decir de un individuo que posee mucha no siempre resulta una lisonja agradable. El hecho es que con la memoria se pueden simular una infinidad de cualidades que uno no tiene, por ejemplo, el talento; basta para ello con repetir oportunamente lo que se ha retenido escuchando a los otros. Hay más: los adversarios de los métodos actuales no escatiman las críticas al papel que estos métodos confían a la memoria, porque juzgan, con justa razón, que el cultivo intensivo de tal facultad se hace en detrimento del juicio y de la espontaneidad. Por fin, según un prejuicio muy extendido, la memoria resultaría una facultad independiente de la inteligencia, hasta tal punto que algunos creen ver en ella un signo de mediocridad de espíritu. Se afirma, por ejemplo, que los alumnos que reúnen más memoria están entre los menos inteligentes, citándose el caso extremo de imbéciles que ni siquiera pudieron aprender a leer, y que recitaban de corrido series de datos, cronologías fastidiosas que se les había enseñado; de donde algunos concluyen que cuanto mayor es la memoria, más corto resulta el juicio.

Por más que todas estas críticas y opiniones preconcebidas encierren una parte de verdad, no deben de aceptarse hasta el punto de hacernos desconocer que la memoria constituye la base de toda especie de enseñanza; aprender es ejercer la memoria, es adquirir recuerdos; cualquiera que tenga poca memoria no aprende casi nada o aprende mal. Y aún se puede decir que ningún progreso es posible en un espíritu que resulta incapaz de retener lo que ha percibido o concebido. Ciertamente, la memoria es una de las más poderosas facultades mentales, y si se indaga cómo está distribuida en la humanidad, se llegará a ver que lo está proporcionalmente con la inteligencia.

Es quizá difícil darse cuenta de ello, si sólo se considera los tipos medios de la humanidad, tipos en los cuales las facultades presentan pocas variaciones de extensión; pero, por poco que se examine tipos acabados como un Leibnitz o un Goethe, se ve que estas inteligencias admirables tenían al propio tiempo una inteligencia enciclopédica; para ellos no resultaba extraño ningún pensamiento de su época; ambos hicieron grandes síntesis que exigían un saber inmenso, una facultad retentiva extraordinaria y consecuentemente una memoria enorme. Pues esta memoria ha facilitado sus trabajos, mejor que pudiera hacerlo la más rica biblioteca; porque, para servirse de sus libros, es preciso no sólo abrirlos por la página deseada, sino tener idea del lugar donde se encuentra el dato buscado, mientras que la memoria es como un gran libro animado e inteligente, que abre por sí mismo sus páginas en el sitio necesario. Digámoslo con mayor precisión: la memoria facilita la abundancia de materiales sobre los cuales el pensamiento trabaja; cuanto más abundantes son estos materiales, más aumenta el trabajo, más ocasiones encuentra el juicio de ejercer sus funciones, más se afina el espíritu crítico y más se enriquece la imaginación en su desarrollo. La memoria, sin aumentar acaso la profundidad de la inteligencia, da a ésta la riqueza, la masa, la cantidad: resulta como una multiplicación de sus productos.

Tuvo ocasión de apreciar, en un caso que exigía una gran precisión, la relación que existe entre la inteligencia y la memoria; y fue haciendo una pequeña incursión en el mundo tan curioso y tan pintoresco de los jugadores de ajedrez. Algunos de estos jugadores poseen la admirable facultad de jugar muchas partidas sin mirar al tablero, que está lejos de ellos; tales individuos ordenan la jugada que hay que hacer, otro individuo la ejecuta en su lugar y anuncia después la jugada del contrario. Muchos jugadores llegan a jugar correctamente sin ver, y aun a ganar cuatro, cinco y hasta seis partidas, contra un adversario que mueve las piezas por sí mismo.

Este juego, a ciegas, supone una gran facultad de representación estratégica; para llevar la partida y ganarla, es preciso forzosamente que uno se imagine con exactitud y precisión el tablero con sus casillas y sobre todo con las posiciones tan complicadas de las piezas, sus relaciones recíprocas en los diversos momentos de la partida. Pues todo esto es memoria. Porque hay que notar que tal destreza en el ajedrez sin ver el tablero no pueden permitírsela los jugadores mediocres, y se la encuentra en casi todos los ajedrecistas de primera fuerza, por el hecho solo de que han llevado muy lejos la inteligencia estratégica del juego. Todos estos maestros no tienen la misma potencia para jugar a ciegas; pero todos pueden mover las piezas con la espalda vuelta al tablero. Quizá sea éste el caso en que se muestre con la mayor claridad el lazo que une estas facultades del espíritu, la memoria y la fuerza de las combinaciones.

¿Sucede lo mismo en los escolares? Así me lo han demostrado algunas de nuestras indagaciones en las escuelas. Fui a varias escuelas de París e hice que aprendieran una composición poética algunos niños de igual edad, pero de inteligencia diferente. Todo el mundo sabe, y yo lo recuerdo en dos palabras, cuán fácil es encontrar rápidamente y sin ningún esfuerzo, en la población de una escuela, los niños más inteligentes y los que lo son menos; basta para ello con tener en cuenta el grado de instrucción relativamente a la edad; aquellos que a los diez años estén ya en el curso superior son más inteligentes que sus camaradas de igual edad que están en el curso medio, y estos últimos resultan superiores a los que se encuentran en el curso elemental.

Hice, pues, aprender el mismo trozo a todos los alumnos de la escuela que tenían diez años; la composición poética había sido elegida de manera que resultara fácil comprenderla a todos; ordené que fuese policopiada y que cada alumno recibiera un ejemplar. Todos estudiaban simultáneamente y en voz baja; se les concedieron diez minutos de estudio. Al cabo de este tiempo los ejemplares eran recogidos y cada niño debía escribir de memoria lo que había retenido. Haciendo el cálculo de las medias de versos retenidos por niños de inteligencia diferente, es muy fácil comprobar que en el curso superior los muchachos de diez años aprendían más pronto que en el curso elemental. A igualdad de edad, los niños del curso superior retienen dos veces más de prosa y verso en el mismo tiempo que sus camaradas del curso medio22.

Esta es una rehabilitación de la memoria, quizá no de la memoria en general, de la memoria bruta, sino más bien de la memoria de ideas y de comprensión. Volveremos dentro de un instante sobre este tema.

Las consideraciones precedentes tienen su contraparte. Si es bueno contar con una memoria grande, resulta perjudicial poseer demasiada, y se tiene demasiada -no de una manera absoluta, porque esto no tendría ningún sentido- cuando la memoria sobrepasa en fuerza a la inteligencia que se reúne, o cuando es de tal manera superabundante que no se puede hacer de ella ningún uso inteligente.

Para establecer una comparación, la memoria es un dominio que hay que cultivar; la inteligencia es el capital que se pone en este cultivo; si la memoria es demasiado grande para la cantidad de inteligencia con que se cuenta, resulta como si uno fuese propietario de un extenso dominio y le faltara capital para hacerle producir.

Creo que precisamente cuando la memoria es desproporcionada a la inteligencia debe juzgársela inútil. He visto ejemplos muy claros de esta inutilidad en los imbéciles. Decimos, ante todo, que se comete un error, o que se sugiere uno, cuando se habla de la gran memoria de los imbéciles; ésta no resulta una regla general, sino una excepción muy rara. Pude estudiar, con el doctor Simon, centenares de sujetos imbéciles y débiles en nuestras escuelas primarias y en los manicomios, comprobando casi siempre que la extensión de su memoria dista mucho de presentar un desarrollo insólito; por el contrario, a escasa inteligencia corresponde escasa memoria; tal es la regla.

Por eso, cuando tratábamos de referir a estos imbéciles una historia un poco detallada, pero simple y fácil de comprender, para hacer que la repitiesen en seguida, los recuerdos que guardaban de ella eran mucho menores, más reducidos, más fragmentarios que los dados por una persona de inteligencia normal; si queremos hacerles repetir una serie de cifras, en ciertas condiciones en que un normal repite seis, el imbécil no repite más que dos. Pero, en suma, las excepciones, por raras que resulten, se encuentran. Nosotros nos acordamos de una muchacha de diez y ocho años, fuerte y robusta, que era imbécil, sorprendiéndonos de encontrar en ella una memoria extraordinaria; si se le dictaba cifras, palabras, las repetía exactamente de memoria. Poseía, pues, mejor memoria que nosotros, y acaso mejor atención voluntaria también; pero no acertaba a servirse de sus facultades, puesto que, a pesar de su gran memoria, ni siquiera había podido aprender a leer.

En otra época estudié en mi laboratorio de la Sorbona dos calculadores prodigiosos, en la actualidad célebres, Inaudi y Diamandi, que tenían ambos una memoria extraordinaria para las cifras; más recientemente, he visto una muchacha, hermana de uno de los dos precedentes, que posee una memoria para las cifras tan extensa como la de su hermano.

Todas estas personas podían aprender cantidades considerables de cifras que no ofrecían ningún sentido. Inaudi me ha repetido unas cincuenta cifras después de haberlas oído una sola vez. Diamandi ha llegado a aprender una centena de cifras después de un estudio de media hora. Su hermana ha hecho otro tanto. Lo que sorprende, especialmente, es que uno se pregunta para qué sirven semejantes memorias; resulta un don que no presenta en la vida ningún interés, ninguna aplicación práctica; no vale la pena de retener en la cabeza tantas cifras, puesto que es mucho más sencillo, más seguro y menos fatigoso escribirlas sobre un pedazo de papel. Si estos calculadores tuviesen una potencia de cálculo en relación con su memoria, si fueran matemáticos de la fuerza de Cauchy o de Poincaré, entonces quizá su memoria habría tenido para ellos una ventaja, presentándoles un inmenso panorama de combinaciones posibles. Pero nuestros tres sujetos eran calculadores bastante mediocres; nada han inventado en matemáticas y nada comprenden de los problemas transcendentes. Su amplitud de memoria les resultaba inútil, hasta el punto de que no pudieron sacar partido de ella más que para exhibirse en los music-hall. He aquí la prueba de que tal memoria constituía una especie de monstruosidad.

Una memoria desproporcionada tiene aún otro inconveniente: favorece la trampa y desarrolla la pereza.

Hacer un esfuerzo personal, juzgar por sí mismo, siempre cuesta algo de trabajo; por evitar este esfuerzo se servirá uno de la opinión de un periódico, o si escribe un libro, multiplicará las citas. En las circunstancias delicadas de la vida, se aguardará los juicios de los demás para adoptar una resolución. Pues esto es tonto y peligroso, porque las facultades mentales se paralizan cuando dejan de ejercerse; cuanto menos se ejerza el juicio, tanto menos se desenvuelve. Un alumno perezoso, que posee excelente memoria, preferirá aprender estúpidamente palabra por palabra la lección que no comprende, mejor que indagar su sentido, lo que le costaría un corto esfuerzo.

He podido observar las consecuencias de una memoria exagerada en un meridional que es, en realidad, muy poco inteligente, y si sus padres han conseguido darle una carrera, fue precisamente a causa de su memoria, que resulta, en verdad, excepcional. Este joven se sirvió de su facultad maravillosa para ocultar a los ojos de todos su incurable debilidad de espíritu. Sus profesores no advirtieron nada, naturalmente. En el liceo, toda la geometría resultó para él un verdadero enigma, una lengua desconocida, y toda el álgebra también; pero como sentía la necesidad de pasar el bachillerato, tuvo el valor de aprender de memoria un curso de álgebra; aprendió asimismo el curso de geometría hasta la superficie de la esfera, inclusivamente. Un día en que logré captarme su confianza, me explicó cómo lo hacía. Para retener una demostración no tenía necesidad de aprenderla en bloque y recitarla como un fonógrafo, porque había ciertas partes en ella que el estudiante comprendía vagamente; pero siempre estaba obligado a hacer la demostración con las mismas letras de las figuras; si se le hubiese obligado a cambiar las letras, se hubiera visto perdido. Hizo su bachillerato y los examinadores de ciencia nada advirtieron. Luego trató de estudiar medicina; pero habiendo renunciado a ello, por razones que ahora no recuerdo, estudió derecho; ésta es la carrera de los ociosos y de los indecisos, de todos los que no saben lo que quieren y a quienes no se ha dirigido nunca. Triunfó en toda la línea, sufriendo todos los exámenes. Esto no tiene nada de extraño, porque el derecho no exige como las matemáticas la facultad de comprensión. Sin embargo, pude advertir, interrogándole, que también para el derecho su memoria le ayudó poderosamente. Lo que aprendió fue el texto de la ley, los principales comentarios, los distingos, las cuestiones controvertidas con la simetría de los sistemas opuestos y sus diferentes argumentos. Todo ello depende de la memoria, y mi estudiante, como queda dicho, la tiene extraordinaria. Es de aquellos que recuerdan todos los artículos del Código civil con sus números. Para poner al descubierto su indigencia intelectual, es preciso prescindir de su memoria y plantearle problemas que exijan no solamente conocimientos, sino sentido crítico. En el examen un profesor hubiera debido proponerle una discusión sobre cuestiones de especies; aquí hay necesidad de razonar, para inquirir cuál es el artículo de la ley que se aplica, para tomar lo esencial de una situación donde encontrar su camino al través de los intereses opuestos; porque yo he comprobado muchas veces que en tal discusión flaquea casi siempre. Pero sus profesores de derecho no lo advirtieron, cometiendo el propio error que los catedráticos del bachillerato y los del liceo. En la actualidad es ya abogado; se encuentra en plena carrera liberal. No se dedicará al foro, así lo supongo por lo menos, porque la palabra es indiscreta y puede mostrar el fondo de las gentes vacías. Más probable es que entre en la magistratura. ¿No es esto un mal? Por su interés, como por el nuestro, más le hubiese valido dirigirse hacia empleos más modestos donde hubiera podido prestar servicios.

De todo esto resulta que nuestra conclusión sobre la utilidad de la memoria extensa tiene necesidad de ser atenuada. No es justo desacreditar la memoria; pero no es justo tampoco alabarla demasiado. Su mérito depende del uso que se haga de ella; como las lenguas, de que nos habla Esopo, puede servir para lo mejor y para lo peor, o para mirar las cosas de un modo más filosófico, es de desear que la memoria siga el desenvolvimiento de la inteligencia y resulte proporcional a ella.

¿En cuál momento la memoria alcanza su máximum de poder? Es incontestable que el educador debe aguardar a que una función se encuentre en el mejor estado posible para pedirle el máximum de trabajo. Pues, según una opinión corriente, los niños tienen más memoria que los adultos, y según los experimentos numerosos hechos en los laboratorios, es el adulto quien ha mostrado mejor memoria constantemente; de igual modo, si se compara entre sí, desde este punto de vista, muchos niños, se encontrará en los experimentos que el de más edad tiene mejor memoria, lo que equivale a hacer la misma comprobación. Así, para poner un ejemplo, en el experimento, tan simple en apariencia, que consiste en reconocer de memoria la longitud de una pequeña línea, cuando después de haberla mirado un poco se debe distinguirla en medio de otras líneas de longitud diferente, los niños de un curso elemental (de seis a nueve años) cometen 73 por 100 de error, los de un curso medio 69 y los de un curso superior 5023.

¿De dónde procede, pues, la contradicción entre el criterio popular y a indagación científica? Procede de la existencia de un gran número de causas de error que ninguno toma en cuenta. Nada es simple en este dominio; no resulta fácil medir una memoria. Los que se lo imaginan no han tratado de realizarlo, o bien lo hicieron sin sentido crítico. Supongo el siguiente caso: estoy con un niño de diez años y trato, en competencia con él, de aprender una composición de diez versos. ¿Cuál de los dos lo conseguirá más pronto? Es posible que sea yo. Pero ello no da la prueba de que mi memoria resulte superior a la de mi joven émulo; porque, otorgándome la victoria, yo no tengo en cuenta dos elementos de apreciación que resultan muy importantes: la duración de conservación de los recuerdos, y los auxiliares de la memoria que un adulto sabe emplear mucho mejor que un niño. Es posible, en efecto, que ocho días después el niño recuerde mejor que yo la composición aprendida; y además, si en el momento estuvo menos afortunado, es porque no tiene los propios auxilios que yo para ayudar su memoria. Aquellos que se han tomado el trabajo de experimentar son los únicos que saben cuán difícil es hacerlo sobre una función mental aislada. Todo ejercicio de memoria, hecho voluntariamente, implica por lo menos atención y comprensión, y según los casos, según la forma dada a la prueba, ya será la memoria, ya la atención, ya la comprensión la que más parte tome. Si se trata de palabras vacías de sentido, de cifras, de frases escritas en lengua desconocida, y si el trabajo consiste en retener todo ello en muy poco tiempo, la atención es sobre todo la que entra en juego. Si lo que se quiere retener se compone de frases teniendo un sentido, aun cuando este sentido resulte fácilmente inteligible, en tal caso, para retener se comienza por comprender, es decir, por asimilar lo que se aprende con lo que se sabe ya, y el poder de inteligencia entra grandemente en acción. De aquí procede que los niños más inteligentes tienen el aire de poseer mejor memoria que sus camaradas peor dotados; de aquí también la superioridad aparente de los de más edad. Para poner al descubierto la memoria, y nada más que la memoria, es preciso arreglarse de tal suerte que no se tenga necesidad ni de gran atención ni de gran comprensión; por eso, retener palabras sueltas, o mejor aún, retener un relato interesante, y retenerle largo tiempo, resulta la piedra de toque de la memoria.

De conformidad con esta distinción, se verá que los niños más jóvenes repiten menos bien que los mayores una serie de cifras -porque tienen menos atención voluntaria; aprenden peor también y menos pronto un fragmento de memoria -porque tienen menos comprensión; pero en desquite retienen bien una serie de palabras, especialmente si esta serie es bastante larga para que no se pueda repetirla por el sonido. Cabe demostrar esto de muchas maneras. Un psicólogo americano, Kirkpatrick, hacía reproducir por clases de alumnos palabras leídas u oídas; eran los niños mayores quienes repetían el mayor número, cerca de dos veces más. Pero tres días después, si se indagaba lo que había retenido la memoria, se encontraba una igualización24. Otro método me ha servido a mí, el del reconocimiento. Hice leer en alta voz por el maestro en cada clase de una escuela una lista de cien palabras sueltas, y los niños debían repetir por escrito todas las que recordaban. Pues el número de estas palabras apenas varió con la edad; de ocho a trece años presentó la serie de valor medio siguiente: 15, 11, 14, 14, 18 y 16 palabras; apenas si se ve en ello un ligero acrecimiento. Se quiso, en seguida, hacerles reconocer estas palabras, después de haberlas confundido con otras que los niños no habían oído; y la memoria de reconocimiento en los más jóvenes permaneció equivalente a la de los de mayor edad. De ocho a trece años, la serie media de palabras reconocidas fue sobre 100 de 64, 58, 63, 50, 61, 57; ninguna indicación de progreso se advierte; es forzoso concluir de aquello que si los resultados son equivalentes, ello es más bien prueba de que la memoria entre ocho y trece años no aumenta, sino que se debilita, porque si permaneciese estacionaria, los de mayor edad, teniendo tal superioridad desde el punto de vista de la atención y del juicio, sacarían ciertamente de su memoria mejores productos. Concluimos, por tanto, que puesto que la memoria está en su apogeo en la infancia, es preciso, sobre todo, cultivarla en esta edad y aprovechar su plasticidad para imprimir en ella los recuerdos importantes, los recuerdos decisivos de los cuales se tendrá necesidad más tarde en la vida.




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- II -

Medida de la memoria de los escolares


Todos los educadores saben que la memoria resulta un don que la Naturaleza no ha distribuido equitativamente y en cantidades iguales a los alumnos. Algunos de ellos tienen gran dificultad en aprender y en retener, sea porque presenten una debilidad original de la memoria, sea que hayan sido atacados en sus facultades por una enfermedad anterior. En cambio otros aprenden pronto, fácilmente, casi sin esfuerzo, jugando, como suele decirse. Los hay que guardan el recuerdo de una lección durante largo tiempo; existen varios que tienen necesidad de dar con frecuencia un repaso a la lección aprendida, si no pierden totalmente su recuerdo. Los maestros tienen muchas razones importantes y muy serias para tratar de conocer con la mayor exactitud posible la capacidad de memoria de sus alumnos; la primera razón es de valor moral. De ordinario, cuando un niño sabe mal la lección, se le pone una nota baja o se lo castiga. Se hace esto casi automáticamente, sin reflexionar, y resulta, sin embargo, una injusticia, porque es elemental indagar ante todo si el joven delincuente ha cometido una falta de aplicación, porque en tal caso no es su memoria la que debe ser castigada, sino su pereza. Cuando un niño resulta incapaz de recitar una lección, ello no prueba nada; esto no es más que un hecho, un resultado, y es el resultado el que necesita explicarse. Si el niño no sabe la lección, ¿es culpa suya? ¿Cuál tiempo empleó en aprenderla? ¿Cuáles son los esfuerzos realizados? ¿Cuáles las causas de la distracción que ha turbado su espíritu? Nada de esto se sabe. En caso de que el niño tenga una memoria rebelde, ponerle una mala nota es cometer una injusticia, y además se le desmoraliza, se le desanima. Sería mejor estudiarle de cerca, comprobar la extensión de la debilidad de memoria que presente, y conformarse con sus menores esfuerzos. Y aún no hemos dicho bastante. Si el maestro es benévolo, deberá dar consejos al alumno, indicándole ejercicios para estimular y fortificar su memoria. Quisiera también que se dosificara la extensión de las lecciones según la capacidad de cada alumno. Generalmente, se fija el mismo número de líneas para toda la clase, sin distinción alguna, por una especie de legislación invariable, que no tiene en cuenta las individualidades. Aquellos a quienes la Naturaleza ha dotado de una memoria ingrata sufren mucho; se inquietan sin cesar por no poder aprender la lección, y por el castigo que les amenaza. Un magistrado, amigo mío, me decía que su falta de memoria, defecto que no había observado en él ningún maestro, constituyó la tortura de sus años de liceo. Es verdaderamente antihigiénico, antieducativo, tratar a todos los niños de igual manera. He aquí, por ejemplo, dos escolares, Gende y Bar, los dos de doce años y que se encuentran en la misma clase. Su memoria es tan desigual que mientras uno aprende sesenta versos -en un experimento de que hablaré en el acto,- el otro no aprende uno solo. ¿No es ridículo imponerles lecciones de la misma extensión? Esto sería como si se impusiera la misma ración alimenticia a dos niños, uno de los cuales tuviera un estómago de avestruz y el otro fuese dispéptico.

El exceso de lecciones de memoria en un niño en quien tal facultad resulta muy débil sólo puede producir un efecto desastroso, el de retener de la lectura recuerdos confusos, mal ligados e inutilizables. ¿No sería preferible para él, para su instrucción, para el desarrollo de su inteligencia, tener en cuenta su debilidad, haciéndole aprender poco y bien? Sin duda, un maestro perspicaz no declarará abiertamente que tales alumnos deben aprender tantos versos y cuáles otros menos; se diría que empleaba dos pesos y dos medidas y ello chocaría a los niños, que poseen instintos falsamente igualitarios. Pero con un poco de tacto y de destreza se procurará el modo de hacer comprender al niño cuya memoria es rebelde que se le tomará en cuenta el más pequeño esfuerzo, y que si se sabe bien cuatro versos entre doce, no hay derecho a pedirle otra cosa.

Luego resulta evidente que un maestro que se interesa en la psicología individual hallará un gran interés en medir la memoria de sus escolares, de algunos de ellos por lo menos. Pero los maestros que nos lean van a hacernos muchas objeciones. La más frecuente de todas la conozco, me ha sido hecha algunas veces, y consiste en afirmar la imposibilidad de medir una memoria; pero como yo acabo de mostrar que hasta es posible medir una inteligencia, no considero útil replicar. Otra objeción consiste en decir que una mensuración, para estar bien hecha, exige mucho tiempo. Las clases son numerosas, el programa está recargado; si durante las horas de clase se consagra el maestro a experimentos de psicología, ¿qué va a resultar la enseñanza de la gramática y del cálculo? Cuando la clase termina, el descanso comienza, pues el maestro tiene necesidad de reposo, o bien de repasos; consecuentemente no dispone de vagar para dedicarse a experimentos. Responderé bien pronto a esta segunda objeción, mostrando que se puede hacer la medida de la memoria de los escolares bajo una forma colectiva durante la clase, y que tal experimento es menos largo y menos penoso de lo que parece. Sólo se empleará en él una hora, aun cuando se repita tres veces.

Poseemos para medir la memoria muchos procedimientos que son excelentes. No los citaremos todos, sino tres solamente: 1.º El procedimiento que consiste en hacer aprender de memoria durante un tiempo determinado de antemano y obligar al alumno a reproducir después todo lo que recuerde haber aprendido en el plazo de estudio. Este procedimiento, observémoslo bien, reposa sobre la evocación voluntaria de los recuerdos; el escolar evoca lo que ha aprendido, y es por el poder de la evocación como se juzga el grado de la memoria. 2.º Otro procedimiento es debido a Ebbinghaus, cuyo nombre es preciso citar siempre que se habla de la experimentación sobre la memoria25. Ebbinghaus ha mostrado que una lección de la cual no se puede evocar una sola palabra deja, sin embargo, algunas veces una huella en la memoria; y la prueba está en que para aprenderla de nuevo se necesita menos tiempo que la primera vez; la diferencia de tiempo o economía de tiempo da nombre a este método: se le llama método de economía, y sirve para darse cuenta del estado de los recuerdos y para medirlos. 3.º El último procedimiento consiste en hacer reconocer recuerdos. Sea cien palabras sueltas que se han leído públicamente en una clase; los alumnos, después de la audición, no pueden escribir de ellas de memoria más que de diez a veinte; si se les muestra las demás, confundidas con palabras diferentes, con frecuencia las reconocen. La facultad de reconocimiento es más amplia que la de evocación. La potencia para reconocer es doble del poder de recuerdo, según se dice, y aun esto resulta por debajo de la verdad.

Emplearemos, para la medida pedagógica de la memoria, el procedimiento de la evocación voluntaria, porque es el más completo de todos y el que más se usa en la vida.

Puesto que nos proponemos, por ejemplo, conocer el esfuerzo necesario a un niño para aprender su lección, está indicado realizar el experimento en una lección que se le dará para que la aprenda. Desde el punto de vista de la psicología pura, tal experimento estaría sujeto a crítica; toda vez que se trata de aprender palabra por palabra un texto, el cual interesa medianamente al escolar, no es solamente su memoria la que entra en juego, es también su fuerza de atención; la atencion representa la resistencia al aburrimiento, a las distracciones de todo género, el esfuerzo contra las dificultades; en toda prueba difícil que recae sobre la memoria, la imaginación, la observación, hay una parte de atención tan considerable que el resultado depende de esta última facultad tanto como de las otras, y ésta es una regla constante en los experimentos de laboratorio. Si se quisiera a la fuerza eliminar la atención, habría necesidad de referir a los niños alguna historia extremadamente interesante que escuchasen sin esfuerzo; habría precisión en seguida de preguntarles el relato de la historia, sin exigirla al pie de la letra. En suma, excitando el interés se suprimiría el esfuerzo de atención, y ya no quedaría más que la memoria. ¿Es necesario hacer aquí tal análisis? De ningún modo, y si se le hiciese se cometería un error, porque nosotros nos preocupamos de juzgar la capacidad de aprender en la escuela, es decir, esta clase de memoria que se puede llamar escolar, toda vez que esta memoria recae sobre cosas que por lo general son poco interesantes para el escolar y que sólo se asimilan a fuerza de atención.

Se elegirá, por tanto, como trozo para estudiar una fábula o un fragmento de verso o prosa; se evitará toda obscuridad en el texto, y todo aquello que podría exceder de la facultad de comprensión del niño. Se regulará de antemano el tiempo necesario para aprender, y se lo dirá al niño después de una explicación por este estilo: He aquí un trozo que usted aprenderá de memoria durante diez minutos; es preciso que lo diga al pie de la letra; apréndalo usted lo mejor posible, pero sobre todo apréndalo con exactitud. Al cabo de diez minutos se la quitará a usted el libro y tendrá usted que escribir de memoria exactamente lo que recuerde». Se repite esta explicación dos o tres veces para que se comprenda bien; se añade a ella algunas palabras a fin de excitar la emulación. Después se da la señal; el experimento se realiza mientras se vigila exactamente sin decir nada en alta voz. Esta prueba puede ser ejecutada colectivamente sobre treinta alumnos y más; solamente es necesario en este caso prepararlo todo de antemano con el mayor cuidado, imponer a la clase una disciplina muy severa, evitar las trampas de los alumnos para que no copien lo que escriben sus camaradas, impedir que el silencio se interrumpa con la visita de un extraño o por alguna pregunta hecha en alta voz de una manera importuna.

El test de memoria que acabamos de describir no proporciona enseñanzas importantes si se hace una sola vez; en este caso, vale como verdad media y no puede servir para un diagnóstico individual. Un niño no da su medida en un solo ensayo. La memoria, como las demás facultades mentales, por otra parte, resulta una fuerza en extremo variable; basta con estar distraído o mal dispuesto o haber comprendido mal la explicación para mostrarse el niño inferior a sí mismo. Por eso hay muchos escolares a quienes, si se quiere hacerles aprender un trozo de memoria, se imaginan que se trata de un concurso y tratan de aprender lo más posible, aconteciéndoles entonces la desventura siguiente: han aprendido un poco todo el trozo y son incapaces de escribir como recuerdo una línea correcta; si en realidad han almacenado alguna cosa, el resultado que pueden mostrar es igual a cero. Es preciso hacerles recomenzar otro día, después de haberles dirigido algunas observaciones. Un test de memoria no tiene significación, a no ser que se realice tres veces por lo menos.

Para poder aclarar lo que precede por un ejemplo preciso, hice aprender versos durante diez minutos en una clase de curso superior en París; según las reglas que dejo indicadas, los alumnos debían reproducir de memoria por escrito lo que recordaban después de transcurrir los diez minutos. Se les recogió las copias, sin decir nada. Ocho días más tarde se recomenzaba el experimento, con otra composición poética. Cinco más adelante, nueva prueba; cuatro días después, la cuarta y última prueba. Las poesías empleadas eran: La luna, de Stop; La caída de una bellota, de Viennet; Los dos remendones, de Jauffret; El niño y las botas de su padre, de Lachambeaudie. Estaba seguro de que ningún alumno conocía estas composiciones poéticas. Cada uno de ellos recibió un libro donde la poesía estaba impresa. Terminados los ejercicios, se comprobó el número total de versos que habían sido reproducidos por alumno. El número medio de versos aprendidos no era grande, porque los niños habían aprendido los versos como si fuera prosa, y la mayor parte de los versos resultaban cojos. Esto sólo bastaría para hacer creer que nunca se les había dado idea alguna sobre la medida. Si ello es así, se comete un error. ¿Por qué no hacerles conocer la principal belleza de los versos? Y con tanta mayor razón, cuanto que la noción del ritmo constituye un poderoso auxillar de la memoria. Pero pasemos sobre esto. Una primer mirada sobre las copias muestra que las diferencias individuales, como capacidad de memoria, son enormes; un niño reprodujo el número extraordinariamente elevado de cincuenta y cuatro versos de memoria, mientras que otros muchos sólo llegaron a diez, y aun algunos no pasaron de cuatro.

Recomencemos ahora la prueba, después de haber dejado pasar ocho días a partir de la última sesión. Se dirige uno a los mismos alumnos, rogándoles que reproduzcan de memoria los cuatro trozos que han aprendido anteriormente, y para evitar los olvidos por inadvertencia, se les recuerda los títulos de las cuatro composiciones. Esta segunda prueba es menos artificial que la precedente, y da cuenta con más exactitud de la fuerza natural de la memoria, porque cuando se aprende es para guardar el recuerdo y no para reproducir el texto inmediatamente después. Hay memorias que nada retienen, y son malas. Esta nueva prueba nos muestra, como la primera, que las diferencias individuales siguen siendo considerables; el máximum de versos aprendidos y retenidos es de sesenta y uno, el mínimum de cero.

Después de haber hecho estos cálculos y de haber puesto a nuestros alumnos en orden según la potencia de memoria que acababan de desplegar, llamamos al profesor de la clase; éste es un hombre muy inteligente, muy concienzudo, de espíritu preciso y metódico; sin mostrarle nuestra clasificación le pedimos que nos dé la suya. Esta petición lo deja perplejo. Demasiado sabe que si toma por guía las notas de su cuaderno de recitación va a confundir la memoria con la aplicación, toda vez que cada nota constituye un resultado, que depende, en proporción variable, de dos factores. Tras de haber reflexionado, el maestro considera preferible establecer un orden según la conjetura que puede hacer sobre la memoria de sus alumnos; los divide en tres grupos y nos muestra tal agrupamiento; de este modo los alumnos resultan divididos según que su memoria sea buena, media o débil. ¿Qué valor tiene tal clasificación? Vamos a saberlo. La reproduzco a continuación, añadiendo a ella diversas enseñanzas en tres columnas: en la columna 3 va indicada la media de las notas que el alumno ha obtenido de su maestro durante el mes que acaba de transcurrir; en la columna 1 el total de versos exactos reproducidos inmediatamente después del estudio de cuatro trozos, en la columna 2 el total de los versos exactos reproducidos después de ocho días.

Si se calcula cuál es la media de las notas de recitación por grupo de alumnos, se advierte que estas medias son casi equivalentes: 8 para el primero, 7 para el segundo y 7,6 para el tercero. El maestro no se ha servido, pues, de sus notas de recitación para constituir sus grupos; no lo ha hecho por muchas razones: estas notas son con frecuencia estimulantes dados a los alumnos cuya memoria es ingrata, y ello es excelente; este maestro ha tenido una idea muy justa. Algunas de estas notas se aplican a un resultado en el cual se ignora la parte de la memoria. ¿Tuvo razón el maestro para adoptar otro agrupamiento? Sí, ciertamente, porque estos tres grupos en bloque son los que nosotros habríamos formado con nuestro experimento de memoria; el número medio de versos retenidos inmediatamente después del estudio es de 29 para el primer grupo, de 21 para el segundo, de 19 para el tercero; es de 15 para el primer grupo, de 11 para el segundo, de 7 para el tercero en la prueba de reproducción ocho días más tarde. Se ve, pues, que estamos de acuerdo con el maestro, y que éste no se ha engañado; los de su primer grupo han retenido más que los del segundo, y cuanto a los del tercero, han retenido menos que los demás. Aquí está la prueba de que tenemos que habérnoslas con un maestro que es un buen observador y que conoce bien las facultades de sus alumnos.

Pero por buen observador que uno sea, no resulta infalible, sobre todo cuando sólo se guía por una impresión. Si miramos de cerca nuestros resultados, nos vemos obligados a comprobar casos, en que la opinión del profesor no nos parece fundada. En opinión nuestra se ha engañado en 7 niños sobre 26; es decir, casi sobre la cuarta parte de sus alumnos. Por eso puso en las buenas memorias dos niños que la tienen mediocre, los llamados Alt... y Qui..., y un tercer niño cuya memoria es completamente mala, el llamado Laver... Es preciso creer que este último se aplica mucho y llega a fuerza de trabajo a suplir la debilidad de su memoria, porque sus notas de recitación en clase son excelentes; no las hay mejores, toda vez que obtiene una media de 9. Otro error ha consistido en colocar en el grupo medio otros tres alumnos cuya memoria es extremadamente débil, aunque ellos también trabajan mucho. Estos son los llamados Pasq.... Jar... y Rich... Y, por último, cometiendo errores en sentido inverso, el profesor ha creído encontrar memorias medias y débiles en niños que en realidad la tienen excelente. Por eso puso en el último grupo dos alumnos, uno de los cuales, Via Paul, ha podido conservar veinticinco versos después de ocho días, y el otro, Wari..., ha conservado diez y ocho, resultado mucho más brillante que el que dan en general los escolares del primer grupo. Pero el error más grande se comete con el niño Bar...; se le ha colocado en el grupo medio, y no obstante, su memoria es de una potencia notable, puesto que llega a la cifra de cincuenta y cuatro versos reproducidos inmediatamente después del estudio y sesenta y uno reproducidos ocho días más tarde. Yo he interrogado al maestro sobre este caso admirable. Se me dijo que Bar... es un niño bastante joven, un poco aturdido y dotado de buena memoria; pero ésta es una justificación encontrada demasiado tarde. Si su maestro ha colocado a Bar... en el grupo medio, es porque le creía con una memoria media. No hay duda que se cometió con él un error evidente.

Todos estos errores, estoy convencido de ello, se evitarán en el porvenir si se toma el trabajo de medir la memoria del escolar con el mismo cuidado que se mide la acuidad de su visión. El tiempo gastado por estos ejercicios no debe considerarse como perdido. El beneficio que retirará de ello el maestro es considerable; aprenderá a proporcionar los deberes según la capacidad de sus alumnos, a no castigar por desaplicación a un niño que sufre de una debilidad de memoria, evitándose de este modo la cruel injusticia que consiste en no tener en cuenta los esfuerzos del pobre escolar que posee una memoria ingrata. Toda su educación moral y moralizadora se encontrará así orientada en el sentido de la verdad. Me parece que esto representa algo.




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- III -

Las perversiones de la memoria


Para que un recuerdo sea bueno, es preciso que reuna muchas cualidades, pero ninguna de estas cualidades resulta más importante que la fidelidad. Cada cual sacará partido de un recuerdo que presenta ciertas lagunas, si tiene conciencia de aquello que no recuerda, y si no muestra una tendencia a reemplazar el recuerdo ausente con invenciones involuntarias. Un olvido es siempre sensible, pero cuando se lo comprueba se puede repararlo con frecuencia, o si resulta irreparable, se desconfía en lo porvenir, se pone uno en guardia. Pero que se piense en todas las consecuencias enojosas que puede originar la convicción de un hecho, cuando uno cree acordarse de él, y en realidad se lo imagina... Supongo que se lea a los niños la noticia siguiente:

«Anteayer los agentes de la autoridad han detenido en la calle Pigalle a un individuo que armó un gran escándalo nocturno; se le condujo a la delegación de Policía», etc., etc.

Los niños, después de haber escuchado atentamente este relato, deben escribirlo de memoria. La mayor parte de tales redacciones infantiles se caracterizan por el abuso del lenguaje y la omisión de algunos detalles insignificantes. Pero en el número de copias se encontrará algunas conteniendo detalles inventados. Así, según uno de los alumnos, el arresto se hizo en la calle Pigalle ante el número 20, y, sin embargo, el relato no contenía ninguna indicación de número. En otra copia se lee que el individuo detenido iba muy bien vestido; tampoco este detalle figuraba en el relato.

Citemos otro ejemplo. Se muestra a muchos niños, uno tras otro, un cartón sobre el cual se han colocado cinco o seis imágenes; el cartón se ha dejado visible durante veinte segundos, y en seguida se interroga al niño sobre lo que acaba de ver. La mayor parte de los escolares describen exactamente las imágenes, y sus errores consisten, por lo general, en olvidos; pero algunas veces también consisten en alteraciones de forma y de color; la etiqueta, que era rectangular, la describen como si fuera ovalada, y el sello, de color verde, dicen que era rojo. Aquí se encuentran los primeros y tímidos bosquejos de invención; resultan muy frecuentes, y recaen principalmente sobre los colores, las cifras, las dimensiones, y muchas menos veces sobre la individualidad de las cosas. Acontece, no obstante, de vez en cuando, que un niño inventa, sin advertirlo, un objeto que no estaba en el cartón; por ejemplo, el cartón tenía tres grabados, y el niño dice que ha visto cuatro. ¿Cuál es este grabado suplementario? Si se ordena que lo describa, lo hace; por ejemplo, tal niño describirá una fotografía, cuál otro creerá haber visto un cuadrante, sin embargo, nada de esto se asemeja a lo que ha visto en realidad, ignorándose cómo han sido sugeridas tales imágenes.

Último ejemplo que nos ha sido facilitado por un experimento divertido que imita el efecto del rumor que corre. Se cuenta una historia a un niño, y éste debe referírsela a otro palabra por palabra sin cambiar nada en ella; el segundo la cuenta a un tercero y así sucesivamente. Todos estos relatos se hacen bajo la vigilancia del maestro, que exige la precisión y la exactitud, impidiendo que el experimento degenere en chacota, como ocurre en ciertos juegos de sociedad, donde cada cual añade algunas invenciones para hacer reír; esto suprime todo el interés; es preciso, por el contrario, que los narradores realicen un gran esfuerzo para resultar ecos fieles de la historia, sin añadir nada, pues las invenciones se producen involuntariamente e inconscientemente. Yo hice este ensayo en una escuela primaria; el director me asistía; los escolares venían uno tras otro a su gabinete; todo se verificó con la mayor seriedad. En el acto de terminar su relato, cada alumno iba a una habitación próxima, donde escribía el relato que acababa de hacer a fin de que se pudiera guardar su huella. Comparando estas diversas versiones con el relato original, se vio que con frecuencia los niños reproducen exactamente lo que se les ha dicho, pero que algunas veces amplifican y dramatizan; si, por ejemplo, se trata de la historia de un accidente, se puede estar seguro de que el número de los muertos va en aumento de boca en boca.

Se comprende de qué modo estas indagaciones, que a primera vista parecen corresponder a la psicología jocosa, encierran consecuencias prácticas para la apreciación de los testimonios, pues demuestran que la memoria suele ser viciada por una imaginación no enfrenada por el juicio. La buena fe del testigo puede ser completa; el testigo afirma, y cree afirmar la verdad, lo que ha visto realmente; pero a pesar suyo su memoria se ve invadida por su imaginación, como por una planta parásita; lo que él cree recordar no hace más que inventarlo. Y lo que hay aún de más particular en esto es que el producto de su invención tiene todos los caracteres de un recuerdo exacto; nada le distingue de ello, ni la precisión del detalle, ni su verosimilitud, ni el estado de convicción le acompaña. Citábamos hace un instante el hecho de que después de haber mirado un cartón cubierto de imágenes, se engaña uno sobre el color de una de estas imágenes recordándola; sobre el cartón estaba pegado un sello de color verde; el niño imagina que es rojo; éste es un detalle preciso, natural y afirmado con el mismo ardor que si el sello fuese verde. Hablábamos también del relato de un escándalo en la calle Pigalle; un niño añadía: Delante del número 20. Este no es un detalle vago, ligero; es un número absolutamente determinado, y un jurisconsulto que quisiera abogar por la veracidad del niño, diría según la fórmula consagrada por el uso: «¡He aquí uno de esos detalles que no se inventan!». En realidad, la imaginación produce con gran fecundidad los «detalles que no se inventan».

Se han practicado extensamente tales experimentos en Alemania26, se los ha variado de mil maneras, se los ha profundizado constituyendo con ellos una ciencia nueva que se llama hoy día la ciencia del testimonio. Se ha establecido con infinitas pruebas la exactitud de la proposición siguiente, proposición que es de una importancia considerable: no existe testimonio absoluta y enteramente verídico. Si se hace deponer a un adulto sobre un asunto complicado, una descripción de un grabado, por ejemplo, o el informe de un relato, de una conversación, o la exposición de un acontecimiento que se ha producido delante de él, si además se toma la precaución de pedir al testigo que afirme bajo fe de juramento la exactitud de lo que refiere, se comprueba que cuando es de buena fe no hace nunca una declaración enteramente falsa, no conteniendo más que detalles falsos; pero no hace tampoco una deposición enteramente exacta de un extremo a otro; constantemente hay en ella mezcla de verdades y de error; y si la parte de error puede llegar a ser muy débil en muchos casos, sin embargo, nunca deja de existir, porque ciertos testigos que se han puesto a prueba han afirmado por juramento hechos falsos, en una proporción que, aproximadamente, puede ser evaluada en 25 por 100.

Se ve, por tanto, con cuál prudencia se debe escuchar un testimonio aportado con sinceridad, hasta por persona inteligente y competente; nada puede ser aceptado como artículo de fe. Se ve también que resultaría peligroso recusar un testigo y acusar su sinceridad o la fidelidad de su memoria, porque ha sido sorprendido en flagrante delito de error palpable sobre un punto particular de su deposición; esto no prueba nada contra los demás puntos sobre los cuales depone, toda vez que el error es un elemento constante de todo testimonio. En suma, estas comprobaciones nos enseñan que el testimonio humano no debe ser colocado ni muy alto ni muy bajo: no constituye nunca una prueba absoluta, sino una presunción moral, cuyo valor necesita ser contrastado por pruebas de otro orden.

Si se debe proceder con prudencia en la apreciación de la palabra de un adulto, con mayor razón se debe aceptar con reserva el testimonio de los niños. La tendencia de éstos a la mentira consciente y a la mentira inconsciente está además bien establecida, y obedece al juego de un gran número de causas, algunas de las cuales, de naturaleza impulsiva, no son detenidas suficientemente por otras de naturaleza inhibitiva. Lo que impulsa al niño a mentir es la fuerza de la imaginación, la abundancia de las imágenes, la vanidad cándida Y el deseo de que se ocupen de él; y es también la debilidad de todo lo que podría calmar esta imaginación; la debilidad de la atención, los errores de juicio, la ignorancia de tantas cosas, del sentido de las palabras como del sentido de las cosas, la falta de moralidad, la falta de respeto por la verdad, y por encima de todo, esta grande, esta inmensa sugestibilidad y docilidad, que constituyen los indicios de un carácter mal formado todavía. Combinad estas diversas influencias y se comprende la mentira infantil, que se caracteriza a la vez por la inverosimilitud de la invención, por la seguridad que el niño pone en sus mentiras y por la terquedad con que lucha contra la evidencia, cuando se ve desmentido.

Si estos hechos no interesasen más que a la psicología general, no nos habríamos detenido en ellos; pero, en verdad, la tendencia a inventar, a adornar el relato sin saberlo, a confundir los hechos y a imaginar varios es mayor en ciertos espíritus que en otros. Hay niños que son generalmente verídicos; resultan buenos observadores, serios, tranquilos, metódicos, y se puede en cierta medida, y salvo una comprobación discreta, fiarse en lo que refieren. Otros, por el contrario, que no son los menos inteligentes, tienen tanta imaginación y emotividad que resultan siempre testigos peligrosos. Se pretende que las mujeres cometen más errores que los hombres, al propio tiempo que dan declaraciones más amplias; y esto, que es verdadero en las mujeres, lo es siempre también un poco en los niños. De todos modos, habrán de ser los alumnos sujetos al mayor número de errores quienes deben llamar la atención del maestro. La confidencia de los padres, y algunas veces cualquier incidente de escuela, los revelarán a su atención. Sus deberes y sus lecciones les traicionan también, a causa de las invenciones que se encuentra en ellos. Se podrá además reconocer estos tipos de embusteros inconscientes pidiéndoles pormenores sobre hechos que sólo pueden conocer mal. El niño debe habituarse, cuando no sabe, a responder: «no lo sé», y el maestro, por su parte, debe guardarse mucho de obtener por sugestión una respuesta falsa. El niño que responde con una precisión inexacta, hasta cuando no sabe nada, debe ser vigilado. El maestro le prestará un gran servicio poniéndole en guardia contra sí mismo. Pues tales servicios pueden ejercer una influencia saludable sobre toda una existencia. Esta es, sencillamente, la educación del juicio. Después de la educación de la voluntad, no conozco tarea más hermosa.

Propondría, por tanto, volver sobre una idea muy justa, que ha sido emitida ya por Claparède, y es la de instituir en clase, y sobre todo en las clases superiores de las escuelas y liceos, lecciones de observación. Se prepararía de antemano con cuidado un programa de observaciones, y cuando estuviesen terminadas se pediría a los niños, ya un relato escrito, ya una deposición verbal sobre lo que han observado, o bien se les haría responder a preguntas precisas que les haría el maestro en un interrogatorio semejante al que practica un juez de instrucción. Yo imagino que, por medianas que resulten en el profesor estas dos cualidades que se llaman el buen sentido y la imaginación, sabrá dar a tales ejercicios de un género nuevo un aspecto interesante; sin gran trabajo mostraría la facilidad con la cual se engaña uno, aun cuando crea no engañarse; ésta resultaría una excelente lección de prudencia y de espíritu crítico para tantos niños que, según una regla general, se muestran dispuestos a afirmar sin medida. Resultaría también un medio de mostrar que una persona puede equivocarse de muy buena fe, y que es preciso consecuentemente no ver siempre detrás de todo error una inclinación a la mentira.

El profesor mostraría aún que la relación tan impresionante que existe para nosotros entre la convicción fuerte y la verdad de una afirmación, no es en modo alguno una relación necesaria; se puede estar profundamente convencido y, no obstante, incurrir completamente en el error. Y aquel que con una autoridad concluyente afirma que ha visto u oído, puede engañarse tanto como aquel que vacila prudentemente; hay aquí una cuestión de temperamentos más bien que un criterio de verdad. Llevando el análisis un poco más lejos, cuando casos favorables de análisis se presentasen, sería fácil demostrar a los alumnos que si uno se engaña algunas veces en la observación directa, la mayor parte de los errores se produce después en la especie de maceración que el hecho sufre en la memoria; es durante el acto de memoria cuando la percepción se deforma, y se añaden conjeturas inconscientes para completar una observación fragmentaria. La lección del maestro resultaría aún más instructiva si en ciertos casos interviniese directamente con toda su autoridad para interrogar a los alumnos sobre sus observaciones, haciendo pronto imaginar estas cuestiones insidiosas que constituyen tan formidables máquinas de sugestión. Con un poco de habilidad haría decir a tal niño dócil que ha visto lo que era imposible ver, provocaría errores, ilusiones sin número; el dilema, sobre todo cuando sus dos preguntas son falsas, produce efectos muy notables; preguntar si un hecho ha pasado de tal manera o cual otra, si tal objeto es pequeño o grande, rojo o azul, es forzar casi al niño a optar por una de las dos respuestas que se le ofrece y consecuentemente llevarlo a dar un falso testimonio, cuando las dos alternativas son de igual modo falsas. Pero ni siquiera es necesario llegar hasta el dilema; una sonrisa, un aspecto de duda, un movimiento de cabeza bastan para hacer vacilar ciertas convicciones de niño. ¡Cuán importante sería mostrar a los niños lo que son!

Y que no se suponga que al ofrecer estas indicaciones aconsejamos la práctica del hipnotismo en las escuelas o la introducción en ellas de la sugestión. Somos, por el contrario, de aquéllos que siempre han protestado contra las exhibiciones de hipnotismo en los regimientos, en el teatro y sobre la plaza pública; todas las veces que nos fue posible intervinimos para provocar la prohibición. Con mayor motivo, somos de opinión de prohibir rigurosamente estas prácticas peligrosas en las escuelas; no es preciso hacer de nuestros hijos verdaderos autómatas, sino seres libres. Los ejercicios que preconizamos contienen una parte de sugestión, cierto es, pero la indispensable para excitar el buen sentido y la voluntad, ayudando al niño a reobrar contra la influencia deprimente de un pensamiento extraño. Y si cada vez, después de la acción de influencia, se explica esta influencia, entonces, lejos de imprimir un estímulo de docilidad, se excita la resistencia crítica del alumno y su sugestibilidad disminuye; los hechos que hemos observado en tan gran número nos muestran perentoriamente que el testimonio, y por consecuencia el sentido crítico, son educables por aquel método, cuya aplicación resultaría una novedad en las clases. ¿Por qué no ensayarlo? ¿Acaso no vale tanto como una lección de historia sobre Hugo Capeto?




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- IV -

Las memorias parciales


Llegamos a una cuestión que se ha discutido mucho hace veinte años, concediéndole quizá una importancia exagerada. Esta era la época en que el profesor Charcot pronunciaba sus hermosas lecciones sobre la afasia, lecciones tan claras y, forzoso es decirlo, tan esquemáticas. El gran neurólogo francés ejercía sobre sus oyentes una influencia decisiva, insistiendo sobre la pluralidad de las memorias y sobre su independencia en los enfermos afásicos. Entonces habló, no por primera vez, sin duda, porque otros lo precedieron, pero con mayor autoridad que ellos, del tipo visual, del tipo auditivo y del tipo motor, que tanta resonancia tuvieron después en el mundo filosófico. Las lecciones de Charcot pusieron, pues, a la orden del día estudios que habían sido hechos anteriormente, sobre todo por Galton (Inquiries into human mind, Londres, 1883), por Taine (L'intelligence) y por Ribot (Maladies de la memoire, París, Alcan). Si se añade a estas obras una tesis de Saint-Paul sobre El lenguaje interior y los libros de Stricker y de Egger sobre La palabra interior, se habrá reunido, en mi opinión, la principal literatura sobre un toma tan interesante27.

Por más que los estudios de este género hayan sido hechos especialmente sobre enfermos, se ha tratado de trasportarlos dentro del dominio de la educación, habiéndose propuesto distinguir los escolares en visuales, auditivos, motores; y hasta se ha intentado agruparlos, según sus aptitudes, en clases diferentes. Pero parece que poco a poco este apasionamiento ha disminuido, llegándose en la actualidad a una apreciación más ponderada. Nos queda ahora por exponer lo que parece más razonable en este orden de ideas y sobre todo lo que puede ser directamente utilizado por la educación. Es un estudio comparativo el que emprendemos.

Ante todo, debe admitirse como absolutamente exacto que la memoria no es en modo alguno una facultad única: no existe una memoria, sino varias; es decir, toda una serie de memorias especiales, locales. La importancia de tal distinción no está solamente en las palabras; resulta también de la observación, de esta observación, que las memorias especiales son independientes las unas de las otras desde el punto de vista de su desenvolvimiento y de su potencia; tal persona tiene mejor memoria para a, cual otra para b. Pero la cuestión estriba en saber cuáles son los puntos de vista más importantes en que hay que colocarse para distinguir estas diversas clases de memorias. Estimamos que se pueden separar principalmente: 1.º, memorias diferentes por su objeto; 2.º procedimientos de memorización, y 3.º, procedimientos diversos de ideación.

1.º Hace ya mucho tiempo es de observación corriente que los individuos no recuerdan todos con la misma exactitud iguales géneros de objetos. Los hay que observan mucho lo que existe a su alrededor y recuerdan bien todo lo que han visto; otros recuerdan mejor ideas, conversaciones, teorías. En lo que se ve, uno retiene con preferencia el color, otro la forma. Algunos recuerdan especialmente los razonamientos matemáticos; varios, las lecciones de física y de química. Sabido es que la memoria musical es una memoria aparte. Se tiene o no se tiene. Los ejemplos de gran memoria musical son célebres, y todo el mundo recuerda el caso tan frecuentemente citado de Mozart. Yo he conocido en otro tiempo a cierta señorita que al salir de la representación de una ópera podía cantar de memoria muchos aires que sólo había oído una vez; su madre y su hermano tenían el mismo don. Pero esta persona no podía referir tan exactamente como otra las escenas de una comedia. Conozco también a una señora que posee una memoria extraordinaria para recordar fechas, aniversarios, los números de las casas; algunas veces olvida el nombre de la calle, pero recuerda el número, lo que es contrario en absoluto a la regla común.

Esta predominancia de una memoria sobre las otras resulta algunas veces un fenómeno completamente natural, que se explica por el efecto del interés. Todo el mundo fija en especial la atención sobre lo que le interesa, y por consecuencia se recuerda mejor que lo demás. Un joven sportman conoce de memoria los nombres, la ascendencia, la historia de un gran número de caballos de carrera; pero no podría citar una sola fórmula de química o de física, y no es porque tenga memoria especialmente para aquello que concierne al caballo, sino porque se interesa mucho más en las carreras que en las ciencias. Igual se puede explicar la memoria del político que recuerda los votos, los discursos de tantos de sus colegas. Pero muchas veces el interés que se demuestra por cierta clase de recuerdos es la prueba de una aptitud especial; testigo de esto los músicos; con frecuencia también no hay en ello ni interés ni aptitud, sino simplemente una memoria especial de una fuerza grande. La señora a quien citaba hace un momento por su memoria de las cifras, me decía que no encontraba en los números ningún interés y que a su pesar se imprimían en su memoria. La señora hasta encontraba «esto estúpido». Luego es preciso suponer que la división de las memorias, su independencia, la superioridad de unas sobre otras puede ser, ya una consecuencia de distintos hechos mentales, como la atención y el interés, ya, por el contrario, un hecho primitivo, un hecho que psicológicamente es inexplicable y debe obedecer a cierta estructura desconocida de los centros nerviosos.

2.º Acabamos de ver una pluralidad de memorias que depende de una pluralidad de objetos diferentes sobre los cuales se ejerce tal facultad. Vamos ahora a describir una pluralidad de memorias que depende de una pluralidad de imágenes. Es notable, en efecto, que para un mismo género de hechos o de ideas o de objetos que recordar podamos emplear cumulativamente o alternativamente muchos medios distintos que forman como otros tantos caminos que conducen al mismo fin, como otros tantos instrumentos que permiten hacer el propio trabajo.

Consideremos, por de pronto, que estando dotados de lenguaje sabemos expresar por palabras todo lo que sentimos; la palabra es un primer duplicado de todos nuestros fenómenos psicológicos. Si yo miro un paisaje, tengo la percepción por la vista, y por otras sensaciones que la vista evoca, de todos los detalles de forma, de color, de posición de los objetos que contemplo; además de esta percepción sensorial, que resulta de un contacto con la Naturaleza, puedo adquirir conciencia de este mismo paisaje, haciéndome de él una descripción verbal atenta; y cuando me halle lejos del lugar que he mirado, resulto capaz de acordarme del paisaje bajo sus dos formas: la forma sensorial, donde mis sensaciones percibidas reviven en un cuadro interior: «yo creo verle, diré imitando a los novelistas, porque me parece que aún estoy allí»; y la forma verbal, la descripción con palabras por una palabra que pronunciaré efectivamente o que resonará en mi audición interior y que yo escucharé. Pongamos otro ejemplo, el de los movimientos y los gestos que componen una danza nueva. Esta danza puedo aprenderla muscularmente o verbalmente. Aprenderla muscularmente resulta danzarla, es decir ejecutar en serie los movimientos que la componen y retener esta serie de movimientos de tal manera que si mi cuerpo comienza a ejecutar uno de ellos, experimenta una tendencia natural a ejecutar los siguientes. Yo sabré esta danza cuando el desarrollo de los actos de ejecución se verifique en mí automáticamente por la memoria motriz. Aprender verbalmente equivale a conocer la descripción de esta danza, tal como está contenida en un libro, y poder recitar esta descripción verbal, pronunciando las palabras una tras otra, textualmente o limitándose a reproducir su sentido. Se notará en estos ejemplos que estos dos procedimientos de representación de las cosas son cumulativos; el lenguaje es el doble de todas las sensaciones y emociones que somos capaces de experimentar, y consecuentemente podemos hacer revivir en nosotros toda nuestra vida psíquica bajo dos formas, una sensorial, verbal la otra. Tal es en opinión nuestra la primera de las distinciones que hay que establecer entre las memorias, y es la más importante de todas, la que da lugar a los dos tipos mentales más diferentes, el tipo sensorial y el tipo verbal.

A propósito de esto podemos hacer una observación que tiene gran interés psicológico. Es preciso, cuando se quiere grabar un recuerdo en el espíritu de un niño, mostrar el objeto mejor que servirse de su nombre, porque el niño resulta mucho más sensorial que verbal, especialmente cuando es joven. La percepción de los objetos se conserva en él mucho más tiempo que la palabra. Por eso, mostrad diez objetos a una clase de escolares, o bien mostradles diez palabras; luego haced reproducir todo esto a los alumnos y procurad que estas presentaciones duren el mismo tiempo, y os asombraréis con la diferencia. En el momento mismo podrán quiza reproducir un número equivalente de palabras y de nombres de objetos, pero tres días después, casi todas las palabras resultarán olvidadas y casi todos los objetos podrán ser recordados28. A esta primera división entre la memoria sensorial y la memoria verbal se agrega otra que es una subdivisión. Todo lo que sentimos puede expresarse en nosotros por cinco o seis formas diferentes: la forma visual, la auditiva, la táctil, la motriz, la intelectual y la sentimental. He aquí, por ejemplo, algunas cifras que yo trato de retener. Consigo, o bien retener de ellas la silueta visible, o bien representarme su sonido, o, en suma, representarme el movimiento necesario para escribirlas; en el primer caso me sirvo de la memoria visual; en el segundo caso, de la memoria auditiva; en el tercero, de la memoria motriz. La diferencia resultará aún más sorprendente si se trata para mí de retener un aire musical. Visualmente, puedo retenerle por la representación del alcance musical: ésta será una memoria de lectura por los ojos; auditivamente, por la representación sonora del aire: ésta será una memoria de auditor; muscularmente, en fin, por la representación de los movimientos de la laringe: ésta será una memoria de cantante. Igual distinción puede establecerse para la manera de retener una obra teatral que se ha visto representar; los unos se representan por la vista la mise en scene, las decoraciones, la acción de los actores; seene, otros oyen de nuevo las palabras, las voces, los timbres. Por su misma naturaleza, parece que algunas cosas se dirigen directamente a ciertas memorias más que a otras; la elección nos resulta en cierto modo impuesta del exterior; pero nuestro pensamiento añade a ello una corrección. Así, la noción y el recuerdo de un dibujo nos serán facilitados, sin duda, de la manera más natural por la memoria visual; después de haber visto se visualiza; y la visualización es la consecuencia lógica, el prolongamiento de la visión; no obstante, se encuentran artistas, los cuales, cuando quieren recordar una forma, no se conforman con mirarla, pues siguen su contorno atentamente con el dedo; de suerte que para reproducirla, ejercen la doble acción de la memoria de los ojos y la de la memoria del movimiento. De igual modo, un objeto material, como un árbol, vive casi completamente en el mundo visual; éste es, ante todo, un lenguaje por la vista; resulta un tronco gris o amarillento, rugoso, pelado, coronado de pequeñas manchas verdes, claras, grises, sombrías, que se agitan; pero en vez del cuadro visual podemos tener la imagen auditiva de alguna cosa que produce un ligero ruido cuando el viento pasa al través de sus ramas; y es posible que un verdadero músico, tan atento a la voz de todos los ecos, se absorba en este ruido delicado, perciba sus matices y descubra en ellos un mundo de ideas que nos es completamente desconocido, y constituya con aquel ruido la personalidad del árbol. Sin embargo, la memoria que se ejerce más naturalmente para retener los objetos materiales es la memoria de la vista. Sobre este punto, los testimonios y los experimentos abundan29.

¿Sucede lo mismo con el lenguaje? Se ha creído largo tiempo que como el lenguaje se dirige naturalmente a la oreja, debe ser retenido sobre todo por la memoria auditiva, habiéndose imaginado que cuando se trata de recordar una lección oída, una conversación, un discurso, o hasta una página de un libro, hace vivir las imágenes de los sonidos una voz interior. Se ha notado también que esta voz interior acompaña todas las operaciones de nuestro pensamiento, haciéndolas claras y conscientes, y en efecto, no cabe exagerar la importancia de este lenguaje interno para la constitución de pensamientos abstractos. Cuando, por ejemplo, yo adopto esta resolución: «iré mañana a mi laboratorio», se produce en mí una pronunciación de esta frase. Cuando recuerdo que un colega me ha dicho: «la teoría filosófica del paralelismo es absurda», puedo volver a ver su figura y el gesto de su mano, pero cuanto a su palabra, revive en mí como palabra.

Luego se ha supuesto que las imágenes auditivas desempeñan un papel muy importante en la ideación que concierne al lenguaje. Pero análisis más exactos, y especialmente numerosos experimentos, han demostrado el error de esta interpretación. El análisis prueba que cuando creemos escuchar, en nuestra audición interior, una voz que pronuncia frases, no tenemos que habérnoslas con una imagen auditiva pura, sino más bien con una imagen motriz, con una articulación débil e incipiente, que se acompaña de algunos fragmentos de imágenes auditivas. La verdadera memoria del lenguaje sería, pues, una memoria de articulación, o si ustedes prefieren, resultaría de la adquisición de un hábito motriz. Aprender un trozo de memoria es adquirir un mecanismo tal que se pueda recitarlo a voluntad; existen muy pocas imágenes auditivas en esta recitación; no las hay tampoco más que en el caso en que tomando parte en una conversación pronunciamos una frase; nosotros la pronunciamos sin tener necesidad de representárnosla auditivamente. Lo que ha producido la confusión es que la diferencia no resulta muy grande entre la memoria motriz y la imagen auditiva; es aún bastante pequeña y uno se ve algunas veces embarazado para distinguirlas; decimos simplemente que en la palabra interior se experimenta menos que en la audición interior el sentimiento del timbre de una voz extraña, y se tiene más sensaciones de la garganta y el sentimiento de conducir la palabra; además, se ve con frecuencia los órganos motores agitarse.

Mas raramente, el lenguaje interior se expresa por una visualización; el caso es singular; uno se acuerda y se representa las palabras bajo la forma visual; si se piensa en un perro, se ve la palabra perro escrita, por ejemplo.

Por último, acontece frecuentemente que no se ve nada, que no se oye nada, que no se pronuncia nada de la frase en la cual se piensa; pero se tiene el sentimiento, se tiene conciencia de su sentido, se sabe lo que quiere decir y lo que uno propio quiere hacer; éste es un misterioso lenguaje sin palabras. A pesar de tales matices de temperamento, queda establecido que la memoria del lenguaje es principalmente una memoria motriz de articulación.

En resumen, si para recordar los objetos materiales se emplea más comúnmente la memoria visual, se usa de ordinario para recordar palabras y frases la memoria motriz; pero estas reglas subsisten con numerosas excepciones que prueban que las memorias de ciertos sentidos están mucho más desarrolladas en tales y cuales individuos que las memorias de los otros sentidos. Para tener en cuenta estas observaciones, se ha distinguido los tipos visual, auditivo, motor e indiferente; este último representa un justo equilibrio entre todas las especies de memoria.

3.º Del estudio de la memoria se pasa naturalmente al de los tipos de ideación; las dos cuestiones casi se confunden. Según lo que precede, se prevé lo que pasa en el espíritu de una persona que piensa, reflexiona, combina, recuerda, imagina, conjetura. Estas operaciones varían de un individuo a otro por la naturaleza de las imágenes puestas en juego, y resulta de ello que cada cual tiene su propia manera de pensar, hasta cuando piensa en la misma cosa que otros individuos. Habrá, pues, para la ideación, como para la memoria, visuales, auditivos, motores y verbales. Pero aquí se agrega una complicación: las diferencias individuales de educación son producidas, no solamente por la cualidad personal de las imágenes, sino también por su intensidad y su carácter más o menos completo. Si se establece una comparación entre muchas personas, si se pide a las unas y a las otras representarse un objeto conocido, y luego decir si esta representación se asemeja o no a lo que sería la percepción real del mismo objeto, en los casos en que este objeto estuviese presente, se obtienen respuestas muy variadas. Muchas personas -casi la mitad de ellas si aún son jóvenes- responden que sus representaciones tienen una fuerza, una precisión, una vivacidad que las iguala casi con la visión directa30; otras encuentran que sus imágenes son débiles, pálidas, borrosas, fugitivas, imprecisas, lejanas, todas pequeñas o fragmentarias, decoloradas, como las fotografías31. Estas últimas formas aparecen con frecuencia en los niños de mayor edad y los más inteligentes, en los adultos y sobre todo en aquellos que se consagran a la especulación abstracta. Tales formas especiales señalan en cierto modo el desarrollo mental de los individuos e indican a cuál nivel superior han llegado éstos.

Nada es más instructivo a este respecto que las comparaciones que se ha podido hacer entre el pensamiento interior del niño y el de un hombre adulto.

Los muchachos tienen el espíritu lleno de imágenes que repiten sensaciones experimentadas anteriormente, representándose los objetos ausentes con una vivacidad que confina con el ensueño y con la alucinación; luego, a medida que se crece y que la inteligencia se desarrolla, se emplean más las abstracciones, el lenguaje adquiere mayor importancia, gana terreno sobre las imágenes sensoriales; un adulto piensa más que el niño con palabras, y en cambio se representa peor que un niño la forma pintoresca de las cosas. Si se llega hasta interrogar a un sabio, él nos dirá, como muchos de los compañeros de Galton, que no ve nada de lo que piensa, que cuando piensa en uno de sus amigos ausentes no se lo representa como si le viese, no oye en ningún grado su voz, sino que piensa en el amigo bajo una forma abstracta, fina, sutil. Las imágenes sensoriales, si aún resultan evocadas, sólo lo son por fragmentos, o bien adquieren un valor de esquemas, de símbolos, no correspondiendo ya al objeto exacto en el cual se piensa; en suma, pierden la claridad, el relieve, hasta tal punto que no se puede reconocer en ellas sensaciones renacientes. Un grado más y desaparecen por completo. No queda otra cosa que la palabra. Esta puede también desempeñar un papel secundario, fragmentario, y volatilizarse en cierto modo. El pensamiento se vuelve desnudo, reducido a una dirección, a una elección, a un sentimiento, a una actitud, a un fenómeno intelectual, que es quizá lo que hay en el mundo más difícil de explicar y de comprender.

Pasemos a las aplicaciones pedagógicas. El conocimiento profundo del tipo mental de un individuo es extremadamente útil al que quiere aconsejarle, porque las aptitudes se derivan en parte de este tipo, como mostraremos un poco más lejos. No admite duda que un tipo visual es llevado a la observación de las cosas de la Naturaleza; resultará mucho más observador, en igualdad de circunstancias, que un auditivo, y encontrará mayor interés en el dibujo, en la geografía y en la historia natural, haciendo este estudio con más facilidad. Pero reservamos para el capítulo siguiente el problema de las aptitudes, que es muy vasto y muy poco conocido todavía, restringiéndonos a examinar ahora un punto particularísimo. Estamos hablando de la memoria. Hemos visto que existen memorias especiales que difieren, sea por el verbalismo, sea por la cualidad de las imágenes sensoriales. ¿No resulta útil conocer si un niño tiene más memoria visual o más memoria motriz de articulación? ¿No se deberá, según los casos, ponerle en situación de servirse de su mejor memoria? He aquí lo que parece en primer término una cuestión práctica.

Yo no creo que sea prudente interrogar a los niños sobre su ideación, porque la mayor parte de las veces no comprenden lo que se les pregunta con esto, son muy sugestibles además y no tienen el talento de analizarse, en suma. Supongamos que se les pregunte, como se hace habitualmente con un adulto: «Imagínese usted una rosa cortada, encerrada en una caja sobre una capa de helechos: ¿acaso ve usted claramente el color, la forma? ¿Percibe usted su olor con la imaginación, etc., etc.?». O bien que se le pregunte aún: «Imagínese usted su último almuerzo. ¿Ve usted el conjunto de la mesa, la botella, los platos con su color habitual, etc., etc.?». Yo he notado que en este caso muy frecuentemente los niños comprenden que se les quiere hacer decir si conocen el color de la rosa o si recuerdan las particularidades de su almuerzo; los niños confunden saber y representarse. Con frecuencia también, si se insiste sobre una pregunta, piensan complacerle a uno respondiendo sí, y se obtiene fácilmente, cambiando de tono, que poco tiempo después respondan no. Es forzoso, por tanto, en mi opinión, no dar gran crédito a estos análisis de introspección. En lugar de un testimonio sospechoso, se debe recurrir más bien a un experimento. Pero ¿a cuál?

Los experimentos recomendados por los autores para demostrar los tipos de memoria son muy numerosos, pero ninguno es cómodo ni seguro; de ordinario se los recomienda porque a priori parecen razonables, y el motivo no es suficiente. Hay uno, no obstante, que juzgamos mejor, más lógico, más directo que los otros, y consiste en probar la rapidez y la seguridad con las cuales un escolar registra los mismos hechos según se sirva de la memoria visual, auditiva o motriz. Esta comprobación responde, en efecto, muy exactamente a la preocupación de la pedagogía. He aquí el procedimiento que ha sido muchas veces propuesto, especialmente por Biervliet. El maestro leerá dos o tres veces veinticinco palabras a toda la clase y los alumnos escribirán después todo lo que recuerden. En seguida el maestro les presentará otras veinticinco palabras impresas o escritas sobre el encerado; los alumnos tendrán un tiempo sensiblemente igual al precedente para aprenderlas de memoria y escribirán de nuevo todas las que recuerden. Después de haber hecho alternar cuatro o cinco veces ambos modos de presentación, se verá corrigiendo las copias si ciertos alumnos retienen mejor lo que han visto y si algunos muestran una preferencia por lo que han oído. Los primeros presentarían verosímilmente una predominancia de la memoria visual y los segundos una predominancia de la memoria auditiva. Habría necesidad, sin embargo, añadimos nosotros, de que se reconociese que tales conclusiones no están plagadas de errores y que ninguna causa extraña había intervenido en el experimento; así se ha podido notar que cuando el maestro pronuncia las palabras, dirige la atención de los niños, mientras que cuando las palabras están escritas en el encerado, los niños se ven obligados a dirigir por sí mismos su trabajo, lo que resulta menos cómodo para ellos y lo que les embaraza, especialmente si son jóvenes, de suerte que en igualdad de circunstancias retendrán menos palabras que después de una presentación visual32.

Quise, con el objeto de tener conciencia clara, saber lo que esta experiencia puede enseñarnos de útil para las escuelas. Una suma total de doscientas palabras fue presentada, por series de veinticinco, ya visualmente, ya auditivamente, en una clase de veinticinco niños de once a catorce años de edad, celebrándose en ella cuatro sesiones, separadas por muchos días. M. Vaney vigiló con cuidado toda la ejecución. Calculando los resultados, se encuentra que son raros los niños que retuvieron un número rigurosamente igual de palabras en las series visuales y auditivas; las diferencias constituyen casi la regla, yendo de una a doce palabras aprendidas de más en una de las series. Pero es preciso concluir de esta diferencia que aquellos que han retenido una mayoría de palabras visuales son visuales y que los otros son auditivos. Es afirmar demasiado. Examinemos de más cerca los resultados. Hubo, como dejamos dicho cuatro series visuales y cuatro auditivas, compuesta cada una de ellas de veinticinco palabras.

Si un niño es realmente de un tipo visual acentuado, deberá retener una mayoría de palabras no solamente en el conjunto de las cuatro series visuales, sino en cada serie visual comparada con la serie correspondiente de audición. ¿Sucede así con frecuencia? No; el caso sólo se presentó tres veces. Luego no habría, según este cálculo, más que tres niños, entre veinticinco, que tendrían un tipo acentuado. Quizá se encontrará que nuestro procedimiento es demasiado severo; en vez de comparar cada serie visual con la serie auditiva correspondiente, hagamos una comparación de la suma de dos series visuales con la suma de dos series auditivas, y veamos si los niños que en bloque, sobre la totalidad de las pruebas, son superiores en la memoria visual lo han sido igualmente para cada doble serie visual sobre cada doble serie auditiva; pues encontramos que no. De ordinario se obtienen resultados análogos a éste: serie auditiva, 17,21; serie visual, 19,17. De modo que en la primera doble serie visual se tiene la mayoría, y después el caso contrario. Muchas pequeñas causas producen estos pequeños efectos; una de las más frecuentes es la siguiente: en uno de los experimentos, el alumno ha dado un resultado muy inferior, seis palabras, por ejemplo, en vez de diez que es su número habitual; sin duda estuvo distraído, turbado; y es tal accidente quien falsea el resultado general. Eliminando estos casos, yo no encuentro entre veinticinco alumnos más que cuatro sujetos que se presentan constantemente como auditivos; el resto no marca tendencia alguna. Cuatro entre veinticinco, he aquí una proporción bien débil; y estamos lejos de esta idea, según la cual habría precisión de constituir clases de visuales y de auditivos. Pero entre estos cuatro sujetos a quienes suponemos auditivos, se nos señala uno que tiene mala vista, y puede muy bien haberle costado trabajo leer las palabras escritas sobre el encerado. Quedan tres. Estos también me parecen un poco sospechosos, porque, según el maestro, no ofrecen ninguna aptitud particular en dibujo, ortografía, geografía, es decir, en las ramas de estudio donde el visualismo parece dominar. Concluiremos provisionalmente de estas exploraciones, no en que los tipos diferentes imaginativos no existen entre los escolares, sino que, si existen, no cabe reconocerlos seguramente por los métodos ordinarios, y que no hay lugar, por el momento, para hacer agrupamientos de escolares sobre una base tan frágil y tan equívoca.




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- V -

La educación de la memoria


¿Es posible aumentar la memoria? ¿Es posible hacerla más extensa y más fiel a la vez? ¿Es posible retener por mayor tiempo los hechos aprendidos o aprender más pronto hechos nuevos? ¿Es posible asegurar la manumisión de la voluntad sobre nuestros recuerdos, de manera que se despierten en cuanto se tenga necesidad de ellos? A estas primeras interrogaciones debemos responder con resolución afirmativamente. Desde hace una treintena de años se ha hecho en los laboratorios, y con adultos de buena voluntad, tantos experimentos de memoria, que conocemos ya las principales condiciones que es posible reunir para asegurar el buen funcionamiento de esta facultad33.

No existe, propiamente hablando, un procedimiento especial, un truc, un secreto maravilloso que nos permitiría amplificar nuestra memoria por milagro y retener en ella todo lo que queramos. Las gentes que pretenden lo contrario y se alaban de proporcionar memoria a los que no la tienen son simples charlatanes. La verdad es que todos los consejos que se pueden dar resultan de una exacta observación de los errores habituales de la memoria y de las maneras más a propósito para evitarlos. Las observaciones hechas con este motivo nada reúnen de excepcional, nada de maravilloso; casi se las hubiera podido prever, con una gran dosis de buen sentido. Pero no por dejar de ser transcendentes resultan menos aprovechables y penetrándose de ellas, se aumentan mucho lo medios de obtener memoria, tanto más cuanto que como veremos más lejos, las reglas que hay que seguir para memorizar son algunas veces directamente contrarias a la inspiración del instinto; si se toma maquinalmente, sin razonar, el método que parece más natural para aprender, se ve con frecuencia que es el peor. Razón de más, por consiguiente para asimilarse bien los principios científicos que regulan la educación de la memoria. Es preciso, como se ha dicho con frase pintoresca, aprender a aprender.

Si tratamos de determinar, consultando para ello la literatura y nuestras indagaciones personales, cuál es el conjunto de condiciones que influyen en el mejor sentido la fuerza de la memoria, encontramos que hay necesidad de llevar sucesivamente la atención sobre los puntos siguientes: 1.º, la hora de estudio; 2.º, la duración de la sesión; 3.º, la acción respectiva del interés y de la repetición; 4.º, el modo de repetición; 5.º, la marcha de lo simple a lo complicado, de lo fácil a lo difícil, y las pruebas de progresión; 6.º, la multiplicidad de impresión sobre los diferentes sentidos; 7.º, la indagación de las asociaciones de ideas; 8.º, la sustitución de la memoria de las ideas con la memoria de las sensaciones.

Voy a pretender mostrar estas condiciones en juego, y para resultar claro tomaré un ejemplo simple: supongo que quiero aprender una composición de veinte versos; trato de aprenderla para poseerla de una manera durable en mi memoria, para que forme cuerpo con mi espíritu, con mi substancia; y al propio tiempo deseo economizar mi trabajo y emplear el menor esfuerzo posible para obtener el mayor resultado. Veamos, pues, cuál método voy a tener que seguir en este caso particular que elijo porque se asemeja a una lección esencialmente escolar. Al propio tiempo de describir el método, procuraré descubrir su razón y sentido, a fin de llegar a una perspectiva profunda del problema, de sus excepciones tanto como de sus reglas.

1.º El mejor momento para aprender.- Comencemos por la hora del estudio. ¿En qué momento de día debo ponerme a aprender la composición? Este momento no es indiferente en manera alguna, porque un acto de memoria no es un acto que se termina y se consuma con la hora de estudio; debe tener un nuevo día; una vez fijado el recuerdo, nada se consigue si tal recuerdo no se conserva. Pues esta conservación, que supone la creación de una cierta estructura nerviosa, exige circunstancias fisiológicas favorables, una buena circulación y una buena nutrición. Si estoy fatigado, enervado, turbado o preocupado, podré escribir una carta, hacer una adición u ocuparme en cualquier trabajo maquinal, pero me guardaré de tratar de aprender, porque en tal momento me fatigaría y aprendería mal. Cuando uno está fatigado, puede procurar distraerse con una lectura entretenida; pero no debe leer un libro serio, porque su lectura no produciría provecho alguno. Por eso los candidatos que preparan un examen en un estado de cansancio guardan poco recuerdo de lo que han aprendido en tal periodo. El exceso de trabajo no es la única razón de sus olvidos, pero es una de las razones principales; otra razón es, como explicaremos un poco más adelante, que aprenden demasiado pronto y demasiado superficialmente. Se cita a propósito de esto una prueba divertida: un individuo que está en un estado de embriaguez, aunque sea ligero, no guarda con claridad el recuerdo de lo que ha visto y oído durante aquel período; quizás se diga que es porque no ha puesto suficiente atención; pero su memoria misma se ha debilitado, y si se le dice una cifra encargándole que se acuerde de ella, al día siguiente, cuando la embriaguez haya pasado, acontece con frecuencia que no puede hacerlo. Todos los excesos producen el mismo efecto desastroso sobre la fijación y la conservación de los recuerdos: una gran fatiga física, un comienzo de enfermedad grave, la anemia, la clorosis, tienen consecuencias análogas.

Lo que debe, pues, preocuparnos aquí es elegir la hora del día que resulte más favorable para la memorización; esta hora no es indiferente, porque el estado de nuestras fuerzas no es en modo alguno un estado estable; varía de hora en hora sin que lo advirtamos. Toda una jornada supone una continuidad de trabajo intelectual, tan pronto fuerte, tan pronto débil, pero tan constante como el estado de vela, y por consecuente la fatiga que resulta de ello aumenta regularmente a medida que la jornada avanza, alcanzando su máximum a la hora de acostarse; el sueño, que es un reposo, no solamente para la actividad muscular, sino sobre todo para la actividad consciente, repara la fatiga de la jornada, bastando para repararla completamente cuando la fatiga no ha sido llevada al exceso; luego es en las primeras horas que siguen al despertar cuando la energía del espíritu resulta mayor. Estas perspectivas teóricas están confirmadas por observaciones y experimentos; han sido hechos especialmente interrogando a los literatos, y éstos aseguran que es por la mañana cuando reúnen más facilidad para escribir; por la tarde o la noche se toman notas, se observa, se proyecta; pero el trabajo del estilo, que, representa con frecuencia un esfuerzo considerable, no se hace más que con la frescura mental de la mañana. Los experimentos fueron proseguidos con escolares; son éstos experimentos que se refieren a la fatiga intelectual; la fatiga de la inteligencia ha sido estudiada por muchos métodos sencillos, que resultan muy ingeniosos, muy precisos, y que muestran con mucha elocuencia no si un sujeto cualquiera tomado aparte está fatigado -el método desde tal punto de vista no vale nada,- sino si toda una clase de escolares está fatigada. Se ha empleado, por ejemplo, el método del dictado, el de los ejercicios de cálculo y también el de la medida de la sensibilidad cutánea, observándose que es sobre todo durante la clase de la mañana cuando los alumnos, considerados en bloque, cometen menos faltas de ortografía, calculan más pronto, tienen la sensibilidad táctil más fina y están consecuentemente en posesión de todos sus medios. Para no citar más que un solo ejemplo, demos éste: un grupo de alumnos que por la mañana, antes de clase, no comete mas que 40 faltas en un dictado, realiza 70 después de una hora de clase, 160 después de dos horas, 190 después de tres (Friedrich)34.

Sacando partido de tales observaciones, elegiremos las primeras horas de la mañana para el estudio de un fragmento que queremos aprender de memoria.

Pero esta regla no deja de tener excepción. Multitud de personas adquieren el hábito de trabajar mucho hasta horas avanzadas de la noche; tales personas se levantan tarde y por la mañana están aún fatigadas, soñolientas, mal dispuestas para el esfuerzo. Y de otra parte, en lo que concierne particularmente a la memoria, algunas personas han notado que si leen la lección por la noche, se la encuentran sabida al despertar, como si durante la noche lo inconsciente se hubiese despertado para repetir la lección y aprenderla. Volveremos dentro de un instante sobre el papel de este inconsciente para explicarlo de otro modo. En todo caso, es esencial no elegir ninguna línea de conducta antes de haber uno examinado sus hábitos, su manera de vivir y su psicología.

2.º Duración de un estudio de memoria.- Pasemos a la duración de una sesión de estudios. Para aprender una composición de veinticinco versos son necesarios cerca de veinte minutos. Se puede, ya aprenderla toda en una sesión, ya cortar el estudio en muchas sesiones; de igual modo se puede intercalar entre las sesiones reposos muy cortos, de algunos minutos, o más largos, tomar un descanso de algunas horas, o hasta de un día. El experimento del laboratorio ha probado35 que se gana mucho con hacer estas divisiones, pero es preciso realizarlas prudentemente y no multiplicarlas, porque en tal caso se olvidaría su razón de ser. De ordinario dos pequeñas sesiones son preferibles a una grande, porque la atención es mejor. Nuestra fuerza de atención es como el filo de una hoja que se mella pronto; al cabo de poco tiempo, se trabaja maquinalmente, sin interés; ya no se hace nada bueno. Pero si la sesión es demasiado corta, si, por ejemplo, para poner un caso extremo, tratamos de aprender nuestra composición en cuatro sesiones de cinco minutos cada una, caeremos de un exceso en otro. La atención no tendrá tiempo de cansarse, cierto es, pero no tendrá tiempo tampoco para ponerse en actividad, lo que resulta un grave inconveniente. Todo trabajo intelectual que se comienza es como una máquina pesada que tiene necesidad de tiempo para funcionar: este fenómeno inicial que los franceses llamamos mise en train, el warm up, de los ingleses, el erregung de los alemanes, no tendría tiempo de producirse en un estudio de cinco minutos. Una sesión de un cuarto de hora resulta, pues, preferible.

3.º El reposo después de la sesión.- La sesión de estudio está terminada. ¿Qué es preciso hacer? A seguida de todo esfuerzo de concentración es bueno descansar, o entregarse a un trabajo maquinal; porque esta fase que sigue a un esfuerzo activo no es de reposo más que en apariencia; en realidad, en tal momento los recuerdos que se acaba de fijar se organizan, se vuelven más estables, entran definitivamente en la memoria, como un líquido enturbiado que se aclara. Nadie se percata de ello, porque este trabajo se realiza en lo inconsciente. Si mientras se verifica se produce una viva emoción o un choque, una gran fatiga, la organización de los recuerdos se vería comprometida. Así se explican -como un autor americano, Burnham36, ha observado primero- estos fenómenos tan curiosos de amnesia retroactiva que se producen a consecuencia de una caída de cabeza o de un traumatismo análogo. La víctima, al recobrar el sentido, recuerda lo que le ha pasado en los días precedentes, pero ha olvidado por completo cómo se produjo el accidente, y aun lo que lo ha ocurrido algunas horas antes. Un oficial que acaba de caer del caballo ya no recuerda la visita que hizo una hora antes de la caída. Se explica esto suponiendo que los recuerdos correspondientes a los hechos recientes no estaban organizados cuando el choque traumático vino a destruirlos. Luego es esencial, volvemos a repetir, cuidar de que la fijación de los recuerdos vaya seguida de un período de reposo. A consecuencia de faltar a esta regla es por lo que la actividad inusitada a que se entregan muchos alumnos antes de ciertos exámenes generales produce efectos tan perniciosos sobre la memoria.

Vamos más lejos: si después de haber ejercido uno su memoria no puede hallar el reposo que es necesario a la organización de los recuerdos que se acaba de fijar, es preciso por lo menos tomar una precaución, no entregarse a un trabajo análogo al que acaba de ocuparle; cuando se quiera aprender de memoria un trozo de música, se comprometería la obra de aquella facultad si un momento después se pusiese uno a leer o a cantar otros aires de música. Experimentos numerosos de Cohn, Bourdon, Münsterberg, Bigham ponen estos efectos fuera de duda, y V. Henri, que refiere en detalle tales indagaciones de laboratorio37, añade a ellas una observación muy interesante. Si recordamos mejor por la mañana una lección aprendida la víspera por la noche que si la hubiésemos aprendido por la mañana y tratásemos de recitarla por la noche, es porque en el primer caso hemos reposado durante el intervalo, mientras que en el segundo caso el intervalo ha sido llenado por un sin fin de impresiones que han perjudicado el trabajo de organización de los recuerdos.

4.º Los dos procedimientos principales de memorización: la atención y la repetición.- He aquí lo referente a las condiciones exteriores de la memorización; acabamos de ver cuándo es preciso tratar de aprender y durante cuánto tiempo. Pero no hemos estudiado todavía de cerca el acto de aprender, y es necesario indagar cuál es el mejor método que hay que seguir para la ejecución de este acto. Para ello podemos utilizar dos procedimientos, la atención y la repetición. Yo puedo concentrar mi pensamiento sobre el libro, cerrar los oídos a los rumores exteriores, adoptando la actitud bien conocida del escolar que aprende su lección; puedo también emplear la repetición, recitándome los versos muchas veces en voz baja, porque sé por instinto que es a golpes de repetición como penetra el recuerdo en el espíritu.

De estos dos medios, ¿cuál es más fácil y menos doloroso? La repetición. ¿Cuál resulta más eficaz? La atención. Medidas delicadas38 han sido realizadas sobre sujetos estimulados, a quien se hacía aprender una centena de palabras; luego estos sujetos, adultos, fueron invitados para que explicasen con el mayor cuidado sus procedimientos, habiéndose visto que los unos no repiten las palabras más que una vez, otros dos, otros tres, otros cuatro; pues son los que menos las han repetido, pero que pusieron mayor atención, quienes las recordaban mejor. Luego es preciso, en la medida de lo posible, evitar las repeticiones, que se hacen frecuentemente de una manera maquinal, pero concentrar toda la fuerza de la atención sobre el hecho o la idea que se quieren retener. Esto es alguna vez difícil, porque no siempre puede uno ser dueño de su atención. Lo que resulta más eficaz que la atención voluntaria es el interés presentado por una impresión o una idea que hay que retener39.

5.º La manera de repetir: método fragmentario, método global.- Hay más. Si miramos el problema de cerca, vemos que la repetición puede hacerse de diversas maneras, cuya virtud es bien diferente. Existe, por de pronto, la lectura en alta voz, que se distingue de la repetición mental; y está demostrado que es esta última la que tiene mayor eficacia, sin duda porque exige una atención más fuerte40. Hay además la extensión de la repetición mental; algunas veces las lecturas y repeticiones que hacemos del trozo que es necesario aprender se realizan por muy pequeños fragmentos; así, leeremos los dos primeros versos solamente; los releeremos, y en seguida nos esforzaremos en repetirlos sin mirar el libro, y sin cesar volveremos sobre estos dos versos hasta adquirir la convicción de que están sabidos. Este es el que se ha llamado el método fragmentario, para expresar bien que su espíritu es el de dividir el trozo en pequeños fragmentos. De modo que teniendo que aprender un fábula de La Fontaine, haremos las repeticiones siguientes:


    Un mal qui répand la terreur
Un mal qui répand la terreur
Mal que le ciel en sa fureur
Inventa pour punir...
    Un mal qui répand la terreur
Mal que le ciel en sa fureur
Mal que le ciel en sa fureur
Inventa pour punir les crimes de la terre41

Otro método se llama el método global42. Este consiste en leer el trozo entero, de un extremo a otro, y en tratar de retenerlo como un todo. Después de una o muchas lecturas totales, se hace un ensayo de repetición, luego se vuelve a la lectura; y sin preocuparse de reparar el olvido que se acaba de comprobar repitiendo de memoria, se hace aún una lectura en globo, es decir entera, de un extremo a otro. No hay necesidad de decir que este método global, es contrario a nuestro instinto; nosotros no recurrimos a él nunca; nos repugna por una razón bien sencilla, y es porque exige mucha más atención que el otro. Cuando se repite por grupos de dos o tres versos es posible hacer el trabajo maquinalmente; se trata entonces de retener la sonoridad de la frase, como una música que impresiona el oído interior; pero si uno se ciñe a leerlo todo, es imposible retener el sonido; porque esta música, despojada de sentido, es muy corta y se apaga en seguida como un eco; es preciso entonces fijar de otro modo la atención, hacerla penetrar más adelante, hasta el sentido, hasta las ideas del trozo. Este esfuerzo suplementario es el que nos disgusta, porque somos singularmente económicos de nuestra atención. Pero la experiencia ha mostrado que el método global, a pesar de su carácter desagradable, es claramente superior al otro para la conservación de los recuerdos, porque permite aprender un poco más pronto y, sobre todo, lo que es aún más importante, asegura una conservación más larga y más fiel. Así, un sujeto, al cabo de dos años, podría aún recitar el 23 por 100 de los trozos aprendidos por el método global, y nada más que el 12 por 100 de los trozos análogos aprendidos por el método fragmentario. Creemos que la superioridad del primero de estos métodos obedece a muchas pequeñas causas; pero la principal, en nuestra opinión, es la de que utiliza la memoria de las ideas, mientras que por el otro método sólo se hace intervenir la memoria sensorial de las palabras.

Interpretadas desde el punto de vista de la distinción entre la memoria sensorial y la memoria de las ideas, muchas observaciones y anécdotas llegan a ser muy fáciles de comprender. Si tal acto de memorización no deja huellas, se adivina por qué. Yo recuerdo haber hablado de este asunto con artistas de la Comedia Francesa. Los actores son profesionales cuya suerte no es de envidiar, porque pagan sus grandes triunfos con el trabajo que les cuesta aprender sus papeles, y aquellos actores que son inteligentes han hecho observaciones sobre las leyes de la memoria. Se sabe que muy frecuentemente se ven obligados a aprender a escape, por ejemplo, la víspera de una función de beneficio o de una excursión a provincias, o cuando tienen contrata en los teatros del extranjero, donde hay que renovar con frecuencia el cartel. Cuando aprende pronto, el artista sabe el papel para desempeñarlo sin riesgo durante la representación del día, pero este papel no permanece largo tiempo en la memoria, y dos años después, si le desempeña de nuevo, tiene que volver a aprenderlo. El hecho resulta, al parecer, completamente claro y de observación corriente No es especial a los actores; muchos escolares también aprenden pronto y retienen bien, pero durante poco tiempo. ¿Cómo se explica esto? Yo imagino que es porque la atención se ha fijado con preferencia sobre el exterior, sobre las cualidades sensoriales de la frase, y no sobre el interior, sobre las ideas. Entiéndase bien que no garantizo esta explicación, que es un poco hipotética. Lo que resulta más importante es impedir al niño cultivar únicamente esta memoria temporal. Pero ¿cómo se puede hacer?

Que la adquisición haya sido superficial o profunda, el alumno no dejará por ello de recitar su lección sin falta, y el oído que escucha no acierta a distinguir si mañana esta lección tan perfectamente recitada estará aún en la memoria o se habrá olvidado. El maestro no puede, pues, darse cuenta de nada en el momento de la recitación. Pero llegará al mismo resultado que si se diera cuenta de todo, si quiere tomar una precaución muy simple: no hacer nunca conocer de antemano la hora de la recitación. El alumno que sabe que es el martes a las ocho y media cuando hay probabilidades de que se le pregunte la lección, se prepara para este momento, realizando una adquisición superficial a última hora. Si ha reconocido a expensas suyas que la hora fatal de la recitación no es fácil preverla, que puede verificarse el martes, o el jueves o el sábado, comprende en seguida la inutilidad de aprender para un tiempo dado, y poco a poco se verá llevado a hacer el esfuerzo necesario para aprender para siempre. ¿No vale esto más? Yo prefiero saber dos hermosos versos durante toda mi vida, que veinticuatro versos los cuales sólo permanecerán en mi espíritu una semana y se desvanecerán después sin dejar rastro. La distinción que acabamos de hacer entre la memoria de las sensaciones y la de las ideas es muy importante y dominará todo lo que va a seguir.

6.º Cultivo de la memoria de las sensaciones.- El procedimiento que hay que emplear para desenvolver la memoria de las sensaciones tiene por objeto aumentar la persistencia de las sensaciones en la memoria. Esta persistencia no resulta aumentada por la fuerza o la claridad de la sensación; nosotros no recordaremos mejor una lección impresa en letras gruesas que si está en caracteres más finos. Pero lo que dará más fuerza a nuestra memoria es una multiplicidad, un concierto de sensaciones numerosas; si para recordar un elemento a se ha recibido tres o cuatro sensaciones diferentes, hay mayor probabilidad de conservarlo que con una sensación única. Experimentos juiciosos, hechos especialmente sobre escolares, lo han demostrado. Volvamos a nuestro ejemplo de la composición poética que hay que aprender. ¿Qué sucede cuando estudiamos nuestro libro? Si nos contentamos con mirarle, sólo recibimos una impresión visual; esta impresión es ya bastante complicada, ciertamente, y tanto más complicada cuanto hayamos mirado el libro con mayor espíritu de análisis. Si pronunciamos en alta voz las palabras, a medida que nuestros ojos las recorren, se añade a la impresión visual otras dos impresiones sensoriales: una impresión auditiva, puesto que escuchamos nuestra voz, y una impresión motriz, puesto que sentimos hablar. La experiencia ha enseñado que una multiplicidad de sensaciones, a condición, por supuesto, de que todas se refieran al mismo objeto, favorece la memoria; tendremos tantas más probabilidades de retener la composición cuanto más nos haya impresionado por diferentes vías43. Por consecuencia, nos guardaremos de estudiar sólo el trozo con los ojos; le hablaremos colocándonos en un medio silencioso para que seamos impresionados solamente por el ruido de nuestra propia voz y para no experimentar el reparo o el falso pudor de lanzarla. Y aun, a fin de aumentar el número de impresiones, escribiremos el trozo de memoria o bien le copiaremos; de esta manera, penetrará a la vez en nosotros por cuatro caminos diferentes, la vista, el oído, la voz, la mano. Con esta acumulación es como se enseña a leer a los niños, impresionando todos sus sentidos, y el método resulta excelente. Todavía iremos más lejos. Puesto que es la multiplicidad de sensaciones la que facilita el trabajo de la memoria, nos esforzaremos en aumentar su numero; buscaremos, por ejemplo, las mejores entonaciones, las más variadas, las más justas, con el propósito de impresionar por una gran diversidad nuestro oído y nuestros órganos vocales; si copiamos, haremos pausas cortas, cambios de escritura y de tinta en relación con el sentido del trozo y para ilustrar este sentido. En todos los casos, si uno conoce su tipo personal de memoria, insistirá sobre la sensación que retenga mejor; a ésta es a quien debe dar la preferencia; las otras constituirán sólo un apoyo y un complemento. Si yo soy motor, como resulta el caso más frecuente para los recuerdos verbales, no tratará de penetrarme del aspecto visual de la página que estudio, sino que fijaré con preferencia mi pensamiento sobre la recitación de la poesía; cuanto a la imagen visual de la página, cuanto al recuerdo de mi trabajo de escritura y caligrafía, cuanto al recuerdo auditivo de mi voz, ellos son simples coadyuvantes que servirán para ayudar mi recitación interior. De hecho así es como pasan las cosas habitualmente. Cuando se aprende un trozo, crea uno en sí una aptitud motriz para recitarlo. La imagen visual de lo impreso interviene sobre todo en el momento en que se busca el comienzo del trozo, o bien cuando la memoria nos traiciona; la imagen visual facilita una sugestión, un cebo, un cuadro; la imagen auditiva no es casi nunca evocada. Es la memoria de articulación quien constituye el fondo de la memoria verbal.

7.º Cultivo de la memoria de las ideas.- Hay que notar que cuando se busca la manera de multiplicar los recursos de una memoria sensorial se cambia su naturaleza y se llega a hacer de ella una memoria intelectual. Buscar la entonación justa de un verso o caligrafiarle de un modo expresivo es fijar su atención sobre la idea, aprovechar el interés que esta idea inspira y consecuentemente traspasar la sensación bruta. Hablemos ya de la memoria de las ideas.

Para advertir la diferencia que existe entre la memoria de las sensaciones y la memoria de las ideas, suponemos que queremos retener un número que no tiene ningún sentido, como 2.385; en seguida un número que encierra un sentido, como 1.830. El primero no evoca ninguna idea o casi ninguna; decimos casi, porque es raro que una cifra, una sensación cualquiera no provoque ninguna especie de sugestión de ideas y permanezca en el estado seco. El segundo número impresiona inmediatamente la atención, porque es una fecha histórica que hace pensar en una revolución, en un cambio de régimen: se ve pasar la cabeza puntiaguda de Luis Felipe y experimenta el espíritu un verdadero hormigueo de recuerdos.

Es evidente que si algún tiempo después se me vuelven a pedir estos dos números, no me costará ningún trabajo repetir 1.830, mientras que habré perdido probablemente por completo el recuerdo del primer número. Consideremos aún la diferencia que existe, según se desee retener palabras aisladas y despojadas de sentido por su agrupamiento o, por el contrario, palabras reunidas en una frase que posee un sentido. Indagaciones antiguas, que yo había hecho con V. Henri en las escuelas, nos mostraron cuán débil es la memoria de las palabras aisladas, que se trata de escribir o de repetir poco después de haberlas oído. Si proponemos a una clase de alumnos escribir de memoria después de haberlas oído una sola vez las siete palabras siguientes:

Chaqueta, dinero, vagón, pupitre, pájaro, casa, mesa,

se ve que los niños de ocho a trece años no retienen más que cinco palabras. Es que hay necesidad de realizar un gran esfuerzo para fijar el recuerdo de aquellas palabras por el sonido; por el contrario, vemos con cuánta facilidad recuerdan una frase como ésta:

El caballo del corneta ha comido un haz de avena44.

Ahora ya no tenemos que retener el sonido de las palabras, sino su armonía, su sentido; la frase entera tiene unidad y no es difícil de retener. Cálculos, un poco teóricos, lo reconozco, nos hicieron decir precedentemente que la memoria de las ideas resulta veinticinco veces más poderosa que la memoria de las sensaciones; pero no tenemos en modo alguno el propósito de sostener la precisión de esta cifra; bastará con recordar la incomparable superioridad que presenta la memoria de las ideas y consecuentemente las ventajas que se encuentran siempre en recurrir a ella.

Es indudable, por ejemplo, que si tratamos de aprender un trozo de memoria, resulta esencial comprenderle, a fin de que sea la memoria de ideas la que intervenga en ello. Por lo demás, así es siempre como pasan las cosas cuando el que estudia el trozo es bastante inteligente para comprender su sentido. Si se examina el momento de la evocación de los recuerdos, se verá que es el movimiento de las ideas quien dicta con frecuencia tal evocación. Cuando tratamos de recordar un hecho que por desgracia está despojado de sentido, realizamos un esfuerzo para intelectualizarle en cierto modo; si se trata de distinguir dos señas que se podrían confundir, de acordarnos de un día de recepción, de un aniversario, de una ecuación, todo el mundo se ingenia para fijar en ello una idea más o menos artificial, que ayudará a la memoria. Cuantos han tenido que pasar por exámenes han empleado estos recursos: en química, para aprender las propiedades de los cuerpos; en física, para los pesos específicos; en geología, para la sucesión de las capas y los fósiles característicos que contienen; en anatomía, para la serie de los nervios craneanos; se ha inventado fórmulas, historias, bromas, canciones que constituyen otros tantos homenajes dedicados a la memoria de las ideas. Es de buen gusto desdeñar tales procedimientos, y sin duda se hace mal en abusar de ellos; pero ¿por qué no emplearlos en casos extremos, si realizan el objeto de aliviar la memoria y sobre todo de precisarla?

Estos ensayos empíricos han sido erigidos en sistema por personas ingeniosas, dando motivo a un arte particular, que constituye la mnemotecnia, y que consiste en intelectualizar recuerdos de sensaciones uniéndolos con ideas. Especialmente sobre la memoria de las cifras es donde la mnemotecnia se ejerce. Así como he explicado en otra parte, la regla que sigue es la de reemplazar cada cifra por una consonante; se añade a esta consonante, según el capricho de cada cual, vocales, y de esta suerte se sustituye los números desprovistos de sentido con frases que lo tienen, reteniéndose tanto mejor cuanto más extravagante resulta su sentido.

Esto es de tal modo ingenioso, que habría necesidad de recurrir a la mnemotecnia cuantas veces hay que retener cifras y fechas, si los procedimientos a los cuales nos obliga no resultaran un poco ridículos, y sobre todo si esta manera de memorizar no hiciese la evocación un tanto lenta; en efecto, para evocar la cifra es preciso, ante todo, evocar la frase y operar la traducción que nos hace pasar de la frase a la cifra. Este mismo retraso es el que permite despistar a aquel que se sirve de la mnemotecnia y que simula la memoria45. Nadie dejará, pues, de aprender por tal procedimiento las cifras de uso constante y cuya sugestión debe ser rápida; pero no hay mnemotecnia para retener, por ejemplo, la tabla de multiplicación.

Lo que constituye, propiamente hablando, la memoria de las ideas es harto difícil de definir, porque son numerosas las diferencias que separan el acto por el cual se retiene un cierto matiz de sensación y el acto por el cual se retiene todo un conjunto de cosas; según el caso, hay que colocarse en esfera diferente. Cuando uno se esfuerza en recordar una sensación, es el matiz mismo de la sensación el que trata de fijar en su recuerdo, y para guardar tal matiz ninguna frase da un auxilio verdadero. Por el contrario, cuando uno ejerce su memoria de ideas, ya no son en modo alguno matices de sensaciones los que interesan, es más bien la significación de las cosas y las ideas que se les asocia. La memoria de las ideas es una verdadera memoria de asociaciones; se acompaña de lenguaje, porque nuestra palabra, que expresa tan mal los matices de nuestras sensaciones, resulta admirable, a la inversa, para expresar las relaciones entre las ideas, y especialmente para desprender de ellas la lógica, haciéndonos conscientes de esta lógica. Tal observación nos permite entrever de dónde procede la potencia de la memoria de las ideas. La memoria está formada de un verdadero tejido; basta con que tengamos una de sus mallas para que todo el tejido reaparezca. En efecto, cuantas más asociaciones contemos al servicio de un recuerdo, tantas más probabilidades tiene éste de vivir; y como en el caso de una memoria de ideas el número de tales medios de recuerdo es inmenso, su conservación se encuentra asegurada de una manera casi infalible. Para notar bien el contraste, comparemos dos experimentos: en uno de ellos tratamos de retener un cierto rojo, de tal valor, de tal matiz; por mucho que hagamos, al cabo de algunos minutos perdemos la exactitud de este recuerdo, y ya no reconoceremos el trozo mostrado si se nos presenta confundido con colores próximos. He aquí la memoria de las sensaciones que, como se ve, resulta muy influida por el tiempo. Ahora comparémosla a otro experimento: se nos dice de cierto rojo que tiene el color púrpura de un traje de cardenal. Aquí recordamos un matiz un poco vago, pero recordamos al propio tiempo la palabra que le designa, la comparación que le ilustra; pues todo esto resulta asociado, cimentado, ésta es la memoria de ideas, y hay en ella probabilidades para que nuestro recuerdo de mañana, de un mes, de un año, no sea menos bueno que nuestro recuerdo actual.

Resultante de un sistema de asociaciones, la memoria de las ideas debe ser desarrollada de conformidad con su naturaleza, es decir, por un aumento del número de asociaciones. Ello parece una especie de paradoja; pero se retiene tanto mejor los recuerdos cuanto más numerosos son; aunque hay que añadir en el acto una reserva, es necesario que estos recuerdos están asociados correctamente. Hay un sentido en el cual la asociación debe ser proseguida, y otro sentido en el cual hay que cuidar de no llevarla. Vamos a desenvolver un poco este consejo de táctica.

En primer lugar, se tratará, cuantas veces se quiera adquirir un recuerdo importante, de efectuar aproximaciones entre lo que se aprende y lo que se sabe ya, a fin de que la adquisición forme cuerpo con el stock de los conocimientos. Esta es una prescripción muy útil para conservar el recuerdo, útil sobre todo para comprenderle mejor y para introducir un poco de método en el espíritu. Se ve claramente este fenómeno de asimilación producirse cuando un niño cuenta lo que ha aprendido. Lo refiere a su manera, con sus palabras, sus frases, sus ideas, su actitud infantil.

En segundo lugar, se tratará de crear asociaciones entre el recuerdo y los puntos de mira que servirán para evocarlo; precaución muy necesaria, porque muchos de nuestros recuerdos resultan perdidos, puesto que no se sabe cómo despertarlos. El nudo que se hace en el pañuelo es una forma cándida de estos recuerdos artificiales; la nota que se toma en la cartera constituye un medio para evitar la fatiga de una indagación, y un medio también de no estimular la memoria, haciéndola perezosa. Es preciso prestar una atención atenta a los modos de llamamiento y estudiarlos para cada circunstancia importante. Citaré a propósito de ello un ejemplo bien vulgar. Una señorita, después de haber tocado el piano, no podía acordarse de que debía cerrar su instrumento y dejaba siempre el piano abierto. Yo le di el consejo siguiente: acostumbrarse a levantarse muchas veces de su taburete, asociando a tal movimiento el que consiste en cerrar el piano; por la repetición, ambos actos llegan a no constituir más que uno.

En tercer lugar, lo que es preciso evitar son las asociaciones peligrosas, que aproximan lo que debe estar separado. Una regla de pedagogía, desgraciadamente poco corriente, serviría para evitar este error; y tal regla consiste en que en el momento de la formación de un recuerdo es cuando hay que intervenir de la manera más activa para evitar lo malos nudos de asociación. En este momento es cuando se producen casi siempre.

Si usted quiere dar a alguno sus señas, no le diga nunca «adivine si vivo en el número 202 de tal calle o en el 204»; porque esa persona, aun cuando usted rectifique después, tendrá cierta tendencia a cambiar un número por otro, desde el momento en que los haya aproximado. Yo recuerdo que Inaudi, el célebre calculista, exigía siempre al espectador que estaba encargado de darle las cifras de sus problemas que articulase las cifras sin vacilar, sin equivocarse, porque los errores, aun cuando fuesen corregidos en el acto, le embrollaban. Por la propia razón, si enseña usted la ortografía, no hable nunca de la ortografía de palabras desconocidas, no censure en alta voz los errores cometidos, o, por fin, no dé a sus alumnos ocasión de cometer errores con dictados mal preparados. No pregunte usted: «¿Descubrir se escribe con b o con v?». Ni exclame tampoco: «Este alumno lo ha escrito con v. ¡Qué disparate!». Sino diga claramente que descubrir se escribe con b. Y si hace usted un dictado, enseñe ante todo la ortografía de las palabras desconocidas antes de dictarlas. Estas reglas del dictado comienzan a ser familiares a todo el mundo. Pero he aquí algunas consideraciones que parecerán más nuevas. En la época en que yo estudiaba leyes, tenía un profesor de derecho romano que empleaba el aburrido método de exponernos las instituciones de derecho civil comparándolas, carácter por carácter, con las instituciones de derecho pretoriano. Estos paralelos habrían sido muy útiles dos lecciones más tarde, cuando conocíamos ya las instituciones y formaban un sólido núcleo en nuestra memoria. El error consistía en principiar por el paralelo, de suerte que los alumnos resultaban incapaces de recordar lo que pertenecía a uno de ambos derechos; todo se encontraba asociado de la manera más desordenada. Más tarde, estudiando ciencias, escuché a un profesor de zoología que nos describía los monos pasando de un tipo a otro para cada órgano; llegando a ser imposible recordar cuáles eran los caracteres de cada tipo animal, porque no se hacía uno la idea de conjunto, habiéndose operado la asociación de ideas al revés del buen sentido. Se evitará muchos errores, muchas confusiones de espíritu y mucho trabajo inútil recordando que la memoria consiste, ante todo, en conferir a lo que se aprende una individualidad; solamente cuando el recuerdo está bien individualizado es cuando se pueden arriesgar comparaciones entre objetos análogos o un poco diferentes.

8.º La estimulación de la memoria.- A la enumeración de los medios que acabamos de referir para evitar los errores de la memoria o para reforzar los recuerdos conviene añadir que, como todas las demás funciones, la memoria gana con el ejercicio. Es posible, todo el mundo lo sabe, aumentar la memoria. Un autor solo había puesto en duda este aserto, el gran psicólogo William James, quien habiéndose ejercitado en aprender de memoria los versos, comprobó por sí mismo que al cabo de un mes de ejercicio no aprendía ni mejor ni más pronto que al principio. Algunos de sus amigos, invitados a realizar ensayos análogos, le dieron la razón. Pero un gran número de experimentadores han tratado de comprobar esta opinión tan inesperada de James, que contradice todo lo que se ha observado sobre la ley del progreso mental por el ejercicio46, demostrando que la memoria está sometida, como las demás facultades humanas, a la citada ley. Esto ha sido observado en adultos y también en niños de escuela; las diferencias debidas al estímulo hasta son considerables.

Para conciliar las opiniones opuestas de James y de los otros experimentadores, se puede suponer que el ejercicio no aumenta, propiamente hablando, la capacidad de nuestra memoria, pero afina el arte con el cual nos servimos de ella. Para aprender un trozo de poesía, no se pone sólo en juego la fuerza plástica del espíritu, es decir, esta cualidad fisiológica desconocida que hace que una impresión recibida sea conservada y duerma, aguardando el acto de despertarse; una memorización supone, además, que en el momento de la fijación dirige uno su atención de cierta manera, tomando reposos útiles, haciendo repeticiones convenientes, para fijar felizmente el espíritu sobre las ideas del trozo, utilizando, en suma, con cierta habilidad lo que se posee de memoria. De la propia manera es como la educación física duplica nuestras fuerzas, aumentando menos materialmente el poder de los músculos y más el arte de retener nuestro aliento y de economizar nuestro esfuerzo.

La ganancia por el ejercicio es aún más extensa de lo que se supone. Ahondando el problema se ha advertido que cuando un individuo realiza una ganancia ejercitándose en un trabajo cualquiera, obtiene un perfeccionamiento que se transfiere a otros trabajos, ya del mismo género, ya de géneros bastante diferentes. Este es un hecho curioso, increíble casi. Aprender a distinguir sonidos de altura diversa, puede servir hasta para distinguir mejor los tonos de valor diferente47. ¿Cómo se produce este efecto general de perfeccionamiento? ¿Es que en trabajos que nos parecen totalmente diferentes hay procesos elementales que son idénticos? ¿Es porque todo trabajo implica una manera general de pensar que en sus grandes líneas permanece invariable? No se sabe nada y se discute todavía el tema. Pero lo esencial, desde el punto de vista práctico, es retener esta enseñanza importante que cada una de nuestras potencias aumenta por el ejercicio y aun puede aumentar algunas otras potencias. Desarrollemos, pues, nuestra memoria; desarrollemos, sobre todo, la de los niños, a fin de que al llegar a ser adultos dispongan de una memoria que resulte hábil, dúctil y fuerte.




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- VI -

Un error de pedagogía


Termino exponiendo una observación particular, realizada sobre una señorita de mi familia. Así tendré ocasión de indicar en qué debe consistir el estimulante de la memoria que acabo de preconizar. Este estimulante no estriba en hacer sin método muchos esfuerzos de memoria; esfuerzos mal dirigidos no servirían para nada, a no ser para desanimar a la persona. Es necesario conocer las reglas del estímulo, porque si no se las conociese, no se haría ningún progreso. Esto fue lo que aconteció a la señorita que va a servir para mi demostración.

Matilde cuenta cerca de veinte años y hace ya muchos que da lecciones de canto; tiene la voz justa, posee gusto, trabaja con placer, pero se encuentra desolada ante el mal éxito que obtiene, viéndose en la imposibilidad absoluta de aprender un trozo y de cantarlo de memoria. Matilde sólo puede cantar a condición de acompañar el canto con el piano, o de seguir a su profesor que tararea la música. ¿De dónde procede tal dificultad? Matilde tiene memoria y hasta mucha memoria para la literatura y para los acontecimientos de la vida cotidiana. ¿No la tendrá para la música? Es muy posible, porque la memoria musical es una de las más especiales que se conoce. Yo la interrogo; yo le pregunto cuáles son los trozos que su profesor le da a aprender. Matilde me responde que hace seis meses está sobre los motivos del Vallon, de Gounod, no habiendo conseguido cantar veinte compases sin el recurso del piano. Las múltiples interrogaciones que yo le dirijo acaban por hacerla consciente de la causa de su fracaso. Cuando trata de cantar sola, de memoria, el trozo del Vallon, demuestra una tendencia continua a desentonar, es decir, que altera ligeramente la altura de las notas; mientras canta, se escucha y no advierte el cambio que ha introducido; naturalmente, ella retiene este cambio, porque la memoria no es selectiva. Por consecuencia, cuando Matilde vuelve a su cuaderno de música, tiene necesidad no sólo de aprender de nuevo lo que no sabe, sino también de desterrar de su memoria el recuerdo de su primera ejecución; de manera que debe realizar un doble trabajo, y todas sus tentativas para hacerse dueña del trozo obtienen este mismo efecto deplorable. Ello explica bien por qué no alcanza Matilde ningún progreso.

¿Cuál conclusión habremos de sacar de tal análisis? ¿Diremos que Matilde no posee en modo alguno memoria musical y que debería abandonar el canto? No. Todo el mundo tiene memoria; Matilde la posee, pero no tanta como exigen los trozos que se le hace estudiar. El método que se le impone resulta defectuoso. Los trozos de música no ofrecen dificultades iguales; habría precisión de empezar por cultivar su memoria, haciéndole aprender trozos fáciles, que estuviesen a su alcance; poco a poco, con mucha lentitud, se aumentaría la dificultad del trabajo. Siguiendo esta marcha, se sacaría doble beneficio. Matilde no se desanimaría y en vez de abismar su memoria musical, como hace actualmente, la aumentaría.

He aquí cuál fue el consejo que yo di. Pero este consejo no fue seguido, ni podía serlo; el profesor de canto no quiso aceptarlo. Este profesor de canto era una dama que, a pesar de su gran instrucción musical y de su primer premio del Conservatorio, se formaba una idea confusa de la pedagogía. Cuando Matilde le explicó que carecía de memoria musical, su profesor la detuvo hablándole en estos términos breves y decisivos:

«Si usted no tiene memoria, ello prueba que no es música; en este caso nada hay que hacer; renuncie usted al canto. Usted me dice que necesita ejercitar su memoria; ejercítela, pues, aprendiendo el aire del Vallon que le he dado; todas las piezas musicales ofrecen la misma dificultad para la memoria porque todas están compuestas de las propias notas. Me dice usted, por último, que le gustaría estimularse con piezas más fáciles; yo no puedo, yo no debo dárselas, porque eso no me conviene. Haga usted lo que le digo o busque otro profesor».

No criticaré punto por punto esta declaración de principios. Observaré solamente cuán erróneo resulta afirmar que todas las piezas de música presentan la misma dificultad para la memoria, bajo el pretexto de que están compuestas con iguales notas. Con semejante razonamiento resultaría tan fácil hacer aprender a un niño una frase de Pascal como una frase de Berquin, porque ambas frases están compuestas de las mismas letras. La única frase exacta del discurso de esta dama es la final, aquella en que aconsejaba a Matilde que variara de profesor.

He referido esta historia para mostrar cuán importante es cultivar la memoria según un método racional de estímulo. Con un método defectuoso no sólo no se realiza ningún progreso, sino que se compromete la cantidad de memoria que uno tiene; en vez de aproximarse al objeto, se aleja de él.

En apoyo de ello citaré otro ejemplo. Este es personal, y se excusará que arguya en causa propia. No hablaré de música, sino de bicicleta; pero la memoria de los movimientos no está sometida a distintas reglas que la memoria de los sonidos; siempre se trata de memoria y se la cultiva de la misma manera.

Yo estaba en una edad en que se aprende ya difícilmente el manejo de la bicicleta; a los doce años, según se me dice, no hay necesidad de lecciones, pero a los cuarenta el aprendizaje resulta más rudo. Quise ejercitarme sólo en un jardín, el mío, que es pequeño y poblado de grandes árboles, y el sendero que yo recorría era estrecho, con recodos bruscos.

No puedo fijar el número de veces que caí sobre los árboles; al cabo de dos meses de ensayos no realizaba ningún progreso, no habiendo llegado una sola vez a dar vuelta al jardín. En las vacaciones fuimos a habitar en un país llano, con grandes caminos rectos, sin declives ni fosos, caminos que tenían 10 y 12 metros de ancho; estas carreteras constituían para mí el equivalente de las piezas de música fáciles que convenían a nuestra pobre alumna de canto. Mi educación de ciclista hizo progresos tales que me asombraron; aprendí a hacer virajes en las grandes encrucijadas, y a nuestra vuelta en Octubre, cuando me encontré en mi jardín, pude recorrer los bordes de los macizos en bicicleta con la mayor facilidad. Estoy absolutamente persuadido de que si hubiese continuado todo el verano haciendo ensayos en mi jardín, no habría podido recorrerlo una sola vez sin caer. Los ejercicios sobre un camino ancho fueron los únicos que me permitieron acabar mi educación muscular. Así fue como después de haber perdido mucho tiempo recordé por fin esta regla elemental: para aprender cualquier cosa es preciso ir de lo fácil a lo difícil. La regla es tan simple, que bastaría con un poco de buen sentido para imaginarla.





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